EN EL POSTRER TIEMPO
Por Celestino Sanz Catalán


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«Los que temen a Jehová hablaron cada uno a su compañero» (Mal 3:16).
«…Confesaba al Señor, y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención» (Lc 2:38).

 

Eran cuatro peregrinos que tenían un sello común: el Espíritu Santo. Eran hijos de Dios.
«En el postrer tiempo en que los burladores andan según sus malvados deseos» (Jud 18); «En los tiempos peligrosos y malos de los postreros días» (2 Ti 3:1), tenían la costumbre de reunirse en casa de dos de ellos: el matrimonio Reguant.

Juan Reguant era empleado de categoría media en un trabajo burocrático. Hombre de espíritu lúcido, había sacrificado su progreso profesional por amor de Cristo y la Asamblea, y había conformado su vida a un trabajo que no absorbiera sus facultades, porque para él su profesión estaba condicionada al problema vital cotidiano. Experimentado en su juventud azarosa por tantas calamidades que circunstancialmente le alcanzaron, e intuyendo que el mundo estaba abocado al juicio, «echó mano de la vida eterna, recibiendo el testimonio de Dios, tocante a su Hijo Jesucristo» (1 Jn 5:11).
En Lidia Serra halló «la mujer virtuosa, que fue su corona» (Pr 12:4); esposa en la que «halló el bien y alcanzó la benevolencia de Jehová» (Pr 18:22); mujer fuerte «en quien su corazón pudo confiarse» (Pr 31:11). Cual Aquila y Priscila —salvadas las diferencias— (eso sólo Dios lo sabe), vivieron una vida de comunión y consagración al Señor y al servicio de los santos. Cristianos genuinos, habían educado a sus hijos en el temor del Señor (Pr 22:6), y bendecidos en esta primordial tarea alcanzaron el gozo de Hechos 16:31, viendo cómo estos tomaban su lugar en el testimonio, y se alineaban como compañeros de peregrinación. Maduros de años y de experiencia, amantes de la hospitalidad, su casa era como el hogar de Betania, donde el Señor podía presentarse a toda hora. Todo estaba en orden. La Palabra tenía para ellos alta estima, y aquellos que habitualmente se ocupaban al final de la jornada (porque eran todos de aquellos que «trabajando con reposo comían su pan») en la hermosura de la patria ansiada y en la gloria del Rey de esta patria, nunca salían vacíos, habiendo escogido como María a los pies del Señor, la buena parte.

Ricardo Graells y Pedro Roura eran los otros. El primero rondando la cuarentena, artesano apreciado, había conocido al Señor en los albores de su juventud. Vivía consagrado al servicio del Señor. Soltero —Cristo era su único amor (1 Co 7:32)—, siempre hallaba una ocasión de dirigirse a las almas fatigadas, de ofrecer un tratado y de interesar a quien fuera para la adquisición de una Biblia. En su ocupación profesional, cuando sus compañeros eran alcanzados por algunas de las tantas miserias en que los hombres se ven envueltos, aquel hombre bueno, paciente y servicial, siempre tenía a punto una palabra sazonada con sal que daba gracia al oyente. Cuando iba a la compra —pues él cuidaba de su vida—, era edificante, en este tiempo de indiferencia y tibiez, ver a Graells poner el fuego de la Palabra de Dios en las circunstancias de todos y avivar el interés —tal vez pasajero, eso sí— de muchos que por un poco de tiempo querían recrearse en la luz. Pero él siempre sembraba… sembraba…

Roura era un hacendado payés —así llaman a los campesinos de la tierra catalana—. A Roura «la hacienda le había crecido mucho». Ya sabemos, diréis, lo que pudo haberle sucedido. Sí, pudo haberle pasado lo del hombre rico de Lucas 12; pero no le pasó. Hacía tiempo que había aprendido a no poner «la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo», y era rico «en buenas obras». ¿Había necesidades? Como buen administrador acudía presto y de esta forma actuaba, «atesorando para sí buen fundamento para lo por venir» (1 Ti 6:17-19).

Años atrás Reguant paseaba por el campo con su esposa y sus hijos, entonces pequeños. Una lluvia súbita de verano les sorprendió. La masía de Roura estaba allí y fueron acogidos con la proverbial llaneza de la gente del campo. Mientras que la lluvia cesaba hablaron de que algo que parece fútil hace cesar las obras de los hombres (Job 37:6-7), y Reguant, abriendo su Biblia, pidió permiso para leer unos pasajes. Hecho silencio, leyó todo el capítulo 37 de Job y el Salmo 104. Todos oyeron con interés aquellas cosas nuevas y sabias para ellos. Por medio de un chubasco exterior, Dios empezó a derramar lluvia de bendición en el corazón de aquellas personas. Nació una amistad, producto de la admiración que Roura sintió desde el instante en que Reguant, con la fuerza moral con que un hombre está impregnado cuando habla de parte de Dios, abrió su boca. ¿De dónde sacaba aquel hombre, aún joven, de presencia agradable, pero tan sencillo de maneras, semejante persuasión que a él, acostumbrado como estaba al mundo de los negocios y al trato de las gentes, y tan grabado con el sello de un tradicionalismo a ultranza, le atraía tan irresistiblemente? El viento de Dios soplaba y al cabo del tiempo aquel hombre dejó todo el pasado de las convenciones sociales, y en un medio ambiente sorprendido al principio y hostil a la postre, siendo «nacido del Espíritu» (Jn 3:8), «puso su mano en el arado sin mirar atrás» (Lc 9:62). Su esposa y demás familia dejaron a Roura solo… con el Señor.

¡Qué vida! ¡Qué luchas! ¡Qué desesperanzas! Pero Dios tenía a Reguant y a su esposa para consolar y animar al soldado vacilante, y así fueron estableciéndose las fuerzas en su corazón; «se corroboró en fortaleza en su hombre interior» e «hizo más que vencer por medio del que le amó». Empleando la paciencia, la mansedumbre y reflejando en su vida el carácter moral de su Maestro, fue ganando poco a poco a casi todos los que de una forma u otra estaban bajo la esfera de su influencia familiar y social, y en aquella casa, a la postre, hubo fruto para Dios.

Los cuatro peregrinaban en Vilargent, ciudad ni grande ni pequeña, de la que sus habitantes estaban orgullosos. Bien equilibrada, como tantas otras ciudades del país, la industria y la agricultura se repartían el esfuerzo, y el comercio vivía una época floreciente. Dotada de estamentos sólidos y respetables, y obras sociales firmemente establecidas, nada faltaba para que se vanagloriaran de «paz y seguridad». De vida religiosa bien cuidada, la conciencia hallaba amplio campo de propia satisfacción.

Unos pocos, sin embargo, discordaban, hablaban de «la ira venidera», de que «si no se arrepentían, todos perecerían igualmente», y hasta se atrevían a decir que «no había justo, ni aun uno». ¡Como si en este mundo la bondad no existiera! En sus ideas filosóficas decían que «la justicia de uno justificaba a los muchos». En fin, cosas peregrinas. Molestaban la vida tranquila de los ciudadanos; fustigaban la conciencia de los tales; ponían inquietud y zozobra en el corazón de muchos; cada palabra de molesta advertencia parecía un clavo de los que Noé clavaba en los tablones del arca. Entre ellos se llamaban «hermanos» como si los demás no lo fueran. En otro tiempo estas personas hubiesen sido desarraigadas de esta tierra, pues los jefes religiosos de Vilargent no les tenían simpatía. Pero, ahora, en nuestro mundo civilizado —y la ciudad era una muestra genuina de la civilización— la tolerancia, el respeto a las opiniones ajenas y la convivencia, no hubiesen permitido los errores pasados. Sí, eran aguijones para los más. Cierto que hablaban de amor, del amor de un Dios que «disimulaba los tiempos de la ignorancia de los hombres», pero esto era muy humillante; era una clase de amor poco menos que incomprensible para un ser racional. Con todo, «algunos se juntaron con ellos» (Hch 17:34), y hasta personas conocidas; pero eran una pequeña minoría. No contaban; podía tolerárseles. La ciudad y sus estamentos mostraban así una acrisolada benevolencia.

Pero no todos los ciudadanos opinaban igual en relación con nuestros amigos. Los había que confesaban abiertamente sentir simpatía por ellos a causa de su vida sencilla y ordenada, y por lo diligentes que se mostraban para ayudar a quien fuera, y la paciencia que tenían para sobrellevar «cualquier cosa». Algún osado se atrevía a decir: «son mejores que nosotros», pero a fin de cuentas era la opinión de algún excéntrico. Hay ideas muy peregrinas en este mundo. Hay gente que siempre ha de llevar la contraria. Los aguafiestas, esa es la palabra. Tiene que haber de todo.

He aquí la escena de actividad de nuestros amigos: Cristianos ejercitados, sabiendo que el testimonio han de rendirlo «fuera del real» (He 13:13) y que el cuerpo de Cristo es una realidad y no tan sólo una doctrina (1 Co 12), conscientes de que eran miembros en parte, así vivían, creciendo «en aumento de cuerpo, edificándose en amor» (Ef 4:16).
Pero los años fueron pasando; y los peligros que el apóstol Pablo advirtiera tuvieron cumplimiento (Hch 20:27-31). Falta de celo y vigilancia por una parte, y un malentendido amor por otra, permitieron que «algunos hombres entraran encubiertamente convirtiendo la gracia de nuestro Dios en disolución» (Jud 4). Y el mal, haciendo progresos, suscitó a «hombres corruptos de entendimiento, que tomaban la piedad como fuente de ganancia» (1 Ti 6:5). Surgieron serios conflictos; los fieles tuvieron que sufrir en la brecha el oprobio de Cristo, y si perseveraron fue debido a que, «ayudados del auxilio de Dios» (Hch 26:22), tuvieron fuerza, y así, comprobando el estado de ruina que alcanzó al testimonio, se refugiaron «en Dios y en la Palabra de su gracia» (Hch 20:32); y en casa de Reguant, tienda de peregrino —sobria y honesta— se reunían para llorar, al igual que Jeremías, «por el oro oscurecido, por el buen oro demudado y por las piedras del santuario esparcidas por las encrucijadas de todas las calles» (Lm 4:1).

Yendo de tránsito y siendo casa conocida, allí los encontré una noche de tantas, en que mientras «la nación todavía robaba» o «sus palabras prevalecían contra Dios» o bien ambas cosas a la vez (Mal 3:9-13), ellos, temerosos de su Señor, «hablaban uno al otro». Testigo mudo de sus pláticas, tomé buena nota de lo que oí. No quiero guardar secreto de aquellas palabras que en el cielo quedaron registradas, pues son para «los que temen a Jehová y los que piensan en su nombre» (Mal 3:16).

Helas aquí: habían orado mucho con fervor y humillación, cual convenía al estado de ruina del pueblo de Dios. Entre otras cosas, leyeron en primer lugar el capítulo noveno del profeta Daniel y todos fueron tomados de un largo y significativo silencio.

—Esto es —dijo al fin Graells—, así es nuestro estado; a qué fingir o disimular. Nuestro mal es común a cualquier época de ruina del pueblo de Dios.—Sí, es cierto —terció Roura—; pero ¿somos todos responsables? O, cuando menos, ¿tenemos todos el mismo grado de responsabilidad?

—Como pueblo, todos llevamos la misma responsabilidad; somos un cuerpo, no podemos disociarnos ni de una parte del cuerpo, ni aún siquiera de un miembro muy pequeño. Se trata del juicio del pueblo en general.
»Es el gobierno de Dios. Mirad el caso de Josué y Caleb. Es impresionante. Ellos fueron fieles, pero tuvieron que sufrir los cuarenta años de peregrinación hasta que yacieron en el desierto los cuerpos de todos los murmuradores. Claro está que en la disciplina de Dios sobre su pueblo, no todas las circunstancias personales son las mismas, pues el Señor es justo. Existe la responsabilidad personal y ésta se acentúa cuanto más grande es la ruina, de tal manera que llega el momento en que, cuando el cuerpo general fracasa, el Señor se dirige al individuo, animándole a juzgar un estado que no es compatible con la santidad de Dios. Veamos, si no, la segunda carta a Timoteo; tomemos los capítulos dos y tres de Apocalipsis. «Que los padres comieron uvas agraces y los hijos tuvieron dentera» lo vemos en las Escrituras en cuanto a pueblo se refiere (Lm 5:7), pero individualmente cada cual llevará su propia responsabilidad (Jer 31:30). ¿No os parece así, hermanos?, preguntó Reguant después de responder la pregunta de Roura.

—Tenemos que aceptarlo —respondió Roura a su vez—: «Lo insensato de Dios es más sabio que los hombres» (1 Co 1:25), pero, no sé, yo creo que hay miedo; miedo de todo y a todo. ¿Cómo hubiesen hecho frente al conflicto los conductores de otro tiempo? ¿Qué decir de un Moisés, un Josué, un Jefté, un David, un Gedeón, un Barac, un Samuel y los otros campeones de la fe, tal como los describe Hebreos 11? ¿Por qué el miedo?¿Qué es el miedo? Quisiera saber las causas que lo producen y si estas causas son legítimas.

—Yo tengo miedo muchas veces, Dios mío, ¿qué pasará ahora? Tan felices que habíamos sido en otro tiempo… ¡Cuánta armonía, cuánta paz!, y ahora… —todos miraron a Lidia Serra. La esposa de Reguant hablaba poco; aquella vez sus breves observaciones iban acompañadas de serenas lágrimas, de dignas lágrimas de dolor. Los hermanos callaron conmovidos un momento—. Es cierto, pero el Señor nos animará. ¿No ha dicho acaso, «no se turbe vuestro corazón ni tenga miedo»? (Jn 14:27)

—¿Miedo? Todos lo sentimos —era Graells quien hablaba—; todos los hombres tienen miedo una vez u otra: miedos diferentes, producidos por diversas causas. Además, a veces es necesario tener miedo, o mejor dicho, tenemos miedo con razón.

»Ahora bien, analizar lo que es el miedo, sus causas y origen, etc. …, yo creo que debemos meditar y el Señor nos responderá. Señor Reguant, hermano, usted está escuchando, pensativo y serio; las lágrimas legítimas de su esposa, la pregunta de nuestro hermano Roura, ¿le sugiere algo?
Reguant suspiró…; él era el mayor y sin duda el más experimentado. Los demás le consideraban. Era un hombre de vanguardia. El Diablo le hacía pagar cara su fidelidad al Maestro, pero sabía combatir, y cuando una brecha se abría en el muro, allí estaba «con toda la armadura de Dios» (Ef 6:11). ¿Miedo? Sí, él tenía experiencia también tocante al miedo. Hay tantas cosas que parecen gravitar a nuestro alrededor… Era un fiel creyente, pero a veces había olvidado que en el santuario no se respira ninguna atmósfera de temor, «porque el perfecto amor lo echa fuera» (1 Jn 4:18).

Sus hermanos, pues, esperaban la explicación sencilla y clara que casi siempre se recomendaba a la mente y al corazón.

—Los hombres definen el miedo según las diversas esferas que ocupan —principió—; los juristas se han ocupado de ello y leyes fueron dictadas. Los religiosos también y, en sus códigos eclesiásticos admiten el miedo como eximente o atenuante. Otros dicen que, en moral pura, el miedo no puede justificar un acto ilícito; pero estas definiciones y sus remedios no creo que puedan sernos de mucho provecho.
»A nosotros, hermanos, nos interesa el enfoque de la Palabra de Dios; ella solucionará nuestro problema. Hombres de Dios fueron mordidos por este extraño sentimiento, por esta perturbación angustiosa, por este recelo o aprensión, pero la causa que produjo en su ánimo semejante estado estriba siempre en una circunstancia, sea interior o exterior. La primera vez que oímos hablar de él en la Palabra de Dios es en Génesis 3:10: Adán dijo: «… tuve miedo». Hasta entonces este sentimiento nunca se había manifestado y sin embargo existían las causas que él manifiesta. Adán estaba desnudo y no se avergonzaba. En la inocencia, su estado no le reprochaba de pecado, ni Dios se lo imputaba. Fue en la desobediencia que tuvo conciencia de su desnudez y tuvo miedo de comparecer ante Dios, por lo cual se escondió. Desde entonces, ésta ha sido siempre la trayectoria y la conducta del hombre: esconderse de Dios porque se sabe moralmente desnudo. Tiene miedo y con razón, porque el conocimiento del bien y del mal capacita para discernir cuál es el salario de los transgresores.

Reguant hizo una pausa y Roura intervino entonces.

—La obra de Cristo anuló la ruina de la humanidad caída; una nueva creación ha visto la luz, pues tenemos noticia y certeza manifiesta de la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, «el cual quitó la muerte y sacó a la luz la vida y la incorruptibilidad por el evangelio» (2 Ti 1:10). Él ha anulado el miedo, pues «ha librado a los que por el temor de la muerte estaban por toda la vida sujetos a servidumbre» (He 2:15), y en nuestra experiencia cristiana hemos oído y distinguido la voz de Aquel que en la adversidad de nuestro fatigoso bogar se ha dirigido a nosotros con las conocidas palabras de «alentaos, yo soy, no temáis» (Mr 6:50).

—¡Bendito sea Su Nombre que esto sea así! —asintieron todos unánimes.

—Sí, Roura —repuso Reguant—; estamos todos de acuerdo y nos anima el hecho de que Dios nos dé este reposo para el corazón fatigado; pero has inquirido sobre las causas y efectos del miedo, y tú mismo has confesado que existe. Deberíamos simplificar y partir de la base firme de que este miedo es una realidad que anida muchas veces en el corazón. Su origen, según se desprende de Génesis, por la confesión de Adán, se ha puesto de manifiesto a causa de la desobediencia. La desobediencia y el miedo son, pues, consustanciales en cierta medida, y cada uno de nosotros lo hemos experimentado —para vergüenza nuestra hemos de confesarlo. Pero hay otra naturaleza de miedo que engendra la falta de fe, y otra la desconfianza —ambas primas hermanas. Éstas son todavía más comunes entre nosotros. Si pudiésemos decir como el salmista: «aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno; porque tú estás conmigo…» (Sal 23). Si pudiésemos contemplar el horno de fuego calentado siete veces más de lo que se solía, con la serena confianza y disposición de corazón de los tres compañeros de Daniel… (Dn 3:16) ¡qué gloria sería dada a nuestro Dios!

»Descendiendo al terreno de nuestras circunstancias, no podemos negar que amamos nuestra reputación. Ahora bien, reputación no quiere decir fidelidad, bien que a veces una cosa sea consecuencia de la otra. Dios permite el conflicto para manifestar lo profundo de los corazones. El bien y el mal están ante nosotros; la verdad y la mentira; la luz y las tinieblas; la justicia y la injusticia; Cristo y Belial, como dice la Escritura. Hay que tomar partido. No parece difícil, ¿verdad? Pero hay que luchar para no ser esclavizado, "para vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios".

»Veamos un caso muy patente: Pedro, el apóstol era un hombre libre en Cristo. Era la voz de sus hermanos al principio, distinguido por el Señor en tantos y tantos aspectos. Recibió las llaves del «reino de los cielos»; hizo uso de ellas amplia y generosamente, impulsado por el amor a Cristo y el poder del Espíritu Santo, ¡y con qué resultados! Los doce primeros capítulos de los Hechos, a excepción del paréntesis tocante al protomártir Esteban, nos ofrecen materia suficiente para considerar su personalidad y su ministerio. ¿Quién puede comparársele en la escena de Hechos 8 al 12? Parece ser que este hombre había superado el miedo. Cierto; no tenía miedo. En el libro de los Hechos todo su servicio está impregnado de una confiada audacia, hija de la fe, y una esperanza ciega en los propósitos del Señor. Poseía aquel equilibrio y tranquilidad del creyente que se sabe un instrumento en las manos del Maestro (veamos, por ejemplo, Hechos 12:6); pero en Gálatas, según el testimonio del Espíritu Santo por la pluma de Pablo, le hallamos en distinto estado de ánimo. ¡Pobre corazón humano!

»Aparentemente no tropezó en una gran piedra, pero su conducta, en caso de no ser reprimida, hubiese arruinado la obra de la libertad que el puro evangelio producía en Antioquía con tanta bendición.

»El osado Pedro, aquel que en Cesarea, en casa del centurión Cornelio dijo: "Vosotros sabéis que es abominable a un varón judío juntarse o allegarse a un extranjero; mas me ha mostrado Dios que a ningún hombre llamé común o inmundo" (Hch 10:28), en Antioquía se retraía de comer con sus hermanos en la fe originarios de las naciones "porque tenía miedo de los que eran de la circuncisión" (Gá 2:12-14). En un momento de descuido, su propia reputación entre los cristianos provenientes del judaísmo (aún no desnudados de muchos prejuicios), tuvo valor ante sus ojos.

»Hoy —prosiguió Reguant—, las cosas no han cambiado; todo lo contrario, se han acentuado más. Aunque, como dice 1 Co 1:26, no abunda el lustre social entre los hermanos, hay algunos, sin embargo, que según la carne representan algo. He tenido experiencias personales de hermanos dotados, y opino de estructura fiel, y que, sin embargo, la reputación o la estima que tenían de sus personas les impidió ser consecuentes con la luz que poseían. Es una lástima que esto suceda entre nosotros, cuando está claro que «Cristo no se agradó a sí mismo» (Ro 15:3). Hemos experimentado un poquito lo que es el vituperio de dentro. No me negaréis, hermanos, que es más doloroso, mucho más doloroso que el de fuera.
—Sí que es verdad, y esto nos conduce a identificarnos en alguna medida con los sufrimientos de Cristo. No es preciso aclarar que no me refiero a los sufrimientos expiatorios, pero sí, a causa de la justicia —remachó Graells— ¡Ojalá que nuestras inconsecuencias juzgadas nos conduzcan a una mayor vigilancia y fidelidad! Por otra parte —aunque la hora avanza y el tiempo aún cuenta para nosotros— no quisiera que nos despidiéramos sin considerar un fenómeno de carácter general del cual desde que empecé a viajar y visitar los hermanos me di cuenta por los acusados contrastes de que está matizado.

—No se preocupe el hermano por el tiempo. Yo creo, que por la gracia de Dios, lo estamos aprovechando. ¿Podríamos estar ocupados en mejor menester? Es una bendición el que en alguna medida tengamos la porción del Salmo 133. Yo avisé a mi esposa que tal vez volvería tarde, pues por lo que veo los hermanos han olvidado que mañana es día feriado en Vilargent y no hemos de acudir a las ocupaciones cotidianas —y al decir esto, Roura esbozó una sonrisa al darse cuenta de que los demás habían olvidado este extremo.

—Tanto mejor que sea así. Oiremos a Graells; pues es bien seguro que Dios nos dará por ello alguna instrucción de provecho —Reguant, al dar su beneplácito, manifestó una vez más el placer que le causaba el que sus hermanos en la fe fueran huéspedes asiduos de su casa.

—El tema —dijo Graells— es doloroso para mí, y más ahora que me doy cuenta de los resultados dañinos, perniciosos, contradictorios y poco edificantes. En un principio lo consideraba algo folklórico. Costumbre, idiosincrasia, tradiciones —por otra parte bastante comprensible— pensaba yo. Pero teniendo temor, hice partícipe de mis observaciones a algún hermano experimentado. Concordó que el carácter nacional, el medio ambiente y el aislamiento espiritual influían no poco en la dispar norma de conducta de los hermanos ante un problema común. Ya sabéis a qué me refiero. Aunque los medios de comunicación han llegado a ser tan cómodos para conocernos e intercambiarnos y aprovechar así esta coyuntura para edificarnos en el un solo cuerpo, por el un solo Espíritu (Ef 4:4), para guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz y por medio de los dones dispensados por el Señor, tomar aumento de cuerpo edificándonos en amor (Ef 4:15-16), es bien cierto que actualmente se han relajado los sentimientos de responsabilidad tocante a la unidad del cuerpo. Existen hechos muy tristes que se han producido y persisten aún, a consecuencia, o bien de la independencia, o bien por falta de información, o por contradicción; y que, ni que decir tiene, por falta de comunión. Árboles semejantes no pueden producir otros frutos.

—Esto es muy serio, hermanos, muy serio y doloroso a la vez —dijo Roura—. ¿Estoy entendiendo que lo que se nombra a sí mismo testimonio está compuesto por una serie de congregaciones nacionales sin casi relación práctica entre sí?

—No creo que Graells quiera decir exactamente esto —intervino Reguant—, pero él está documentado y además presente y es quien debe esclarecernos. Dejémosle que prosiga.

—No diré que sea un hecho oficialmente consumado, pero el germen existe en la práctica. Tengo pruebas, y esto, unido a una desenfrenada voluntad de elementos dudosos del testimonio, pero que están dentro del cuerpo del mismo, agudizan la difícil situación de una verdad doctrinal que, como siempre, está fracasando en las manos del hombre.

«Nosotros no hemos aprendido así a Cristo» (Ef 4:20). Todas estas cosas son frutos de la carne y de la vieja naturaleza. Este hombre de ojo simple; sus motivos eran puros y no entendía ni de diplomacia, ni manejos políticos, ni de ningún elemento humano mezclado con los intereses de Cristo. Él sólo sabía que «la verdad está en Cristo Jesús» y que «Jesús es la verdad», y para un creyente así ni el sofisma, ni el profesionalismo, ni cualquier artificio del error tenían cabida en su concepción del cristianismo. Para Roura la doctrina era fácil: El cristianismo es todo lo que se desprende de Cristo y todo lo que está genuinamente vinculado a Él.

—No creáis —prosiguió Graells— que los hermanos fieles estén conformes con este estado de cosas. Ellos luchan y la fuerza moral que se desprende de la fidelidad es un freno, pero a veces se ven desbordados. Un problema es neutralizado o resuelto y otro ocupa su lugar, y esto, unido al creciente mundanismo y al relajamiento de costumbres, gravita, como una losa de plomo, sobre los que realmente sienten la verdad del testimonio. Y no digo esto en son de crítica —el Señor lo sabe—, pero me permito este desahogo ante los hermanos, con la confianza de que al estar al corriente de estas cosas, seamos todos movidos al ejercicio de «no traspasar el término antiguo» (Pr 22:28) «ni aportillar el vallado» (Ec 10:8), y sobre todo a orar. Es nefasto que tome carta de naturaleza de clasificar a los hermanos por sus nacionalidades. Decir: los hermanos ingleses, alemanes, suizos, españoles, americanos, etc., no es conforme, porque ello lleva aparejado la aceptación tácita de unas diferencias y contrastes que dañan a las asambleas. Está probado que las diversas opiniones (que no concuerdan para bien en ningún caso, esto no es «la mente de Cristo») provienen entre otras cosas del carácter nacional, y esto es no haber terminado con el viejo hombre. Los hermanos tenemos una patria común, y si en esta tierra nos ha tocado vivir aquí o allá, nacer en este sitio o en el otro, no debe tener otra influencia que en lo superficial e intrascendente, pero nunca en lo básico. ¿Es qué las Escrituras tienen un significado distinto en cada país? Que seamos hermanos que peregrinamos en tal o cual país está bien, pero que seamos marchamados con el sello de una nacionalidad determinada, con todo lo que esto tiene de negativo, es colocarnos al nivel y en el terreno de la historia profana, y venir a parar en una más de la multitud de instituciones religiosas que pueblan de confusión el dividido mundo cristiano.

—Nunca te había visto tan vehemente al hablar de dificultades —dijo Reguant, dirigiendo una preocupada mirada a su hermano.

—No soy vehemente, querido Juan; usted me conoce desde hace años, es que tengo miedo; sí, ahora yo también tengo miedo de las negras nubes que se ciernen sobre el testimonio. Existe un peligro real y ojalá los hermanos por doquier lo vieran, «porque los simples pasan y reciben el daño, mas el avisado prevé el mal, y se esconde» (Pr 22:3).

—Sí, tengo algún antecedente de estas cosas y está bien en señalar el peligro; pero tenemos un refugio seguro: el santuario. Allí ningún mal puede alcanzarnos. Además —era Reguant quien hablaba— Dios cuidará de los suyos —qué duda cabe—, y cuando todo parezca más perdido, Él tiene sus instrumentos; veamos el caso de Gedeón. Tengo confianza que aún existen «trescientos hombres que lamen el agua con la lengua como lame el perro». Ya sé que vivimos días sombríos, pero en este tiempo el corazón fiel tiene instrucción para conducirse según la mente de Dios. Tomemos como ejemplo la segunda epístola a Timoteo, ¿falta algo que no esté previsto de la parte de Dios? Es cierto que hemos llenado nuestra boca con la palabra «testimonio», mas yo quisiera saber exactamente ¿qué es lo que Dios piensa de esta posición tan reivindicada por los hermanos? ¿Responde a una realidad? Si los hechos deben responder, el panorama es desalentador. Como dijo un hermano, mientras peregrinaba entre nosotros: «Si fracasamos, Dios entregará el testimonio en otras manos». Pero aún me afirmo en la misma confianza: lo que es genuinamente de Cristo no fracasará. Siempre quedarán reliquias, un remanente, «una manada pequeña» que responda a los deseos del corazón del Señor. Unos poquitos que «alabarán y adorarán al Padre en Espíritu y en verdad».

—Cuando los promotores de la crisis dejen la máscara y tomen el carácter de apostasía posicional en toda su crudeza, los fieles hallarán la senda de la obediencia. Lo que el Espíritu puede suscitar en esta hora grave no lo sabemos, pero procuremos por nosotros y no perdamos ánimos. Directamente tenemos la responsabilidad del lugar en que se desarrollan nuestras actividades. Esforcémonos, «que no nos ha dado Dios espíritu de temor, sino de fortaleza y de amor y de templanza» (2 Ti 1:7).

Así se despidieron aquella noche, animados en medio de la ruina «por el Dios de toda consolación»; sin hacerse grandes ilusiones, pero con la confianza de que poderoso es el Señor para guardar a los que con corazón sincero se allegan a Él.

Dieron gracias a Dios por medio de una fervorosa oración que les llenó de paz, y aquellas cuatro personas, tan dispares en su carácter natural pero tan vinculadas en los intereses de Cristo, eran un fiel testimonio en su medio ambiente, tanto social como cristiano.

¿Que casi no hemos oído a Lidia Serra? Es cierto. Pero os daré mi opinión sobre ella, porque estimo conocerla. Hermana dotada de una sensibilidad espiritual muy pronunciada, procuraba no traspasar jamás su medida. Las hermanas más jóvenes podían testificar que tenían una madre en ella: «una maestra de honestidad». Pero, cuando estaba entre hermanos, daba siempre lugar a los varones, y aunque estos encuentros, como el narrado, tenían lugar en su domicilio particular y no en el local de la asamblea, prefería guardar el carácter de subordinación que Dios, para la mujer, prescribe en la Palabra (1 Ti 2:12). Su valía estribaba en su acendrada virtud.
No somos nosotros quienes tenemos que juzgar el alcance espiritual de lo tratado por nuestros cuatro amigos; es Dios quien conoce lo profundo de los corazones, y Él galardonará justamente. Tampoco queremos decir que estuvieran exentos de flaquezas; pero aquí hablamos de su fe, que es lo que edifica. Y en este combate diario de la fe, pensamos que cada cual ocupaba el lugar que Dios había escogido para ellos.




¿Son personajes ficticios? ¿Es esto un relato ficticio? Puede que sí, … pero puede que no. Mas en cualquiera de ambas vertientes que miremos, no podrá negar el lector que fuera de desear que, o bien la ficción valiera una realidad, o bien que la realidad no fuera una ficción.

 

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