SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA

— CARTA A LOS FILIPENSES —

Descargar PDF

 

Introducción

En la Epístola a los Filipenses hallamos mucho más acerca de la experiencia cristiana, y el progreso de los ejercicios del corazón, que en el epistolario general. Es de hecho la propia experiencia del cristiano. La doctrina y la práctica se hallan en todas las epístolas, y con la excepción de 2 Timoteo, que es de otra naturaleza, no hay ninguna como ésta que contenga la expresión de la experiencia del cristiano en esta abrumadora vida, y los recursos a su alcance cuando atraviesa por ella, así como los motivos que debieran gobernarle. Incluso podría decirse que esta epístola nos da la experiencia de la vida cristiana en su más elevada y perfecta expresión –digamos más bien, su condición normal bajo el poder del Espíritu de Dios. Dios ha condescendido para proveernos este hermoso cuadro sobre dicha experiencia, así como de las verdades que nos iluminan y las normas que marcan la pauta en nuestro camino.

La ocasión para escribirles era bastante natural. Pablo estaba en prisión, y los filipenses –muy apreciados por él, y que al principio de sus labores testificaron de su afecto por él mediante dones similares–, acababan de enviarle ayuda por mano de Epafrodito en los momentos en que, según parece, había estado pasando necesidad. Una prisión, necesidad, el estado de conciencia de que la asamblea de Dios estaba privada del cuidado de vela del apóstol, esta expresión por parte de los filipenses del amor que se acordó de él en sus necesidades, si bien eran distantes: ¿qué más había de apropiado para abrir el corazón del apóstol y que le hiciera expresar la confianza en Dios que le animaba, alentándose su sentimiento hacia la asamblea que no contaba con su apoyo apostólico, sino que tenía que confiar en Dios mismo, sin ayudas intermediarias? Y era de lo más natural que él quisiera derramar sus sentimientos sobre el regazo de estos amados filipenses que le habían demostrado su afecto. En consecuencia, el apóstol habla más de una vez de la comunión que tienen los filipenses con el evangelio: es decir, ellos participaban en las labores, las pruebas y las necesidades que las necesidades del evangelio suscitaban para los que estaban dedicados a predicarlo. Su corazón los unía en el evangelio, como el de aquellos sobre quienes habla el Señor que recibían a un profeta en el nombre de un profeta.

 

Capítulo 1

Esto introdujo al apóstol en una relación peculiarmente estrecha con esta asamblea. Él y Timoteo, que le acompañó en sus labores por Macedonia, su verdadero hijo en la fe y en la obra, se dirigen a los santos y a los que profesaban en esta asamblea particular. Ésta no es una epístola que se eleve hasta los consejos de Dios, como la de los efesios, o que regularice el orden piadoso que conviene a cada cristiano por doquier, como las dos de los corintios; ni es una que ponga la base para la relación de un alma con Dios, como en Romanos. Tampoco se propone advertir a los cristianos en contra del error que estaba penetrando entre ellos, como en algunas otras escritas por nuestro apóstol. Parte del terreno de la preciosa vida interior, del afecto común de los cristianos para con el otro, de aquel afecto como experimentado en el corazón de Pablo, animado y dirigido por el Espíritu Santo. De ahí que hallemos también las relaciones ordinarias que existían dentro de una asamblea: hay obispos y diáconos, y era muy importante recordarlos porque no era ya posible contar con el cuidado inmediato del apóstol. La ausencia de esta vela inmediata forma la base aquí para las enseñanzas del apóstol, y da su importancia peculiar a la epístola.

El afecto de los filipenses, que se expresó enviando ayuda al apóstol, le recordaba el espíritu que ellos siempre habían mostrado, pues se asociaron desde un principio con las labores y pruebas del evangelio. Este pensamiento conduce más arriba al apóstol hasta llegar a lo que gobierna la corriente del pensamiento –tanto más preciosa para nosotros– en la epístola. ¿Quién había suscitado en los filipenses este espíritu de amor y de devoción en los intereses del evangelio? Ciertamente era el Dios de las buenas nuevas y del amor; y esto era una seguridad que el que comenzó la buena obra la perfeccionaría hasta el día de Cristo. ¡Dulce pensamiento, ahora que no tenemos más al apóstol, ni tampoco a obispos ni diáconos, como los tuvieron los filipenses en aquellos tiempos! Dios no puede ser tomado de nosotros; la verdadera y viva fuente de todas las bendiciones está con nosotros, inmutable, y sobre todas las debilidades, e incluso las faltas, que privan a los cristianos de todos los recursos inmediatos. El apóstol había visto a Dios actuar en los filipenses. Los frutos daban testimonio de la fuente. Por tanto, él contaba con que se perpetuase la bendición que tenían que disfrutar[1]. Preciso es que haya fe para poder sacar estas conclusiones. El amor cristiano es esclarecedor y lleno de confianza con relación a sus objetos, porque Dios mismo, y la energía de Su gracia, están en ese amor.

Volviendo al principio, es lo mismo con la asamblea de Dios. Ésta podrá perder mucho en realidad, en cuanto al medio externo y a aquellas manifestaciones de la presencia de Dios que se relacionan con la responsabilidad del hombre; pero la gracia esencial de Dios no puede perderse. La fe puede siempre contar con ella. Fueron los frutos de la gracia los que dieron esta confianza al apóstol, como en Hebreos 6:9, 10; 1 Tesalonicenses 1:3, 4. Contaba, en efecto, en 1 Corintios 1:8, y en Gálatas, con la fidelidad de Cristo pese a muchas cosas dolorosas. La fidelidad del Señor le alentaba para con estos cristianos, cuya condición en otros aspectos fue la causa de mucha angustia. Pero aquí –ciertamente es un caso más afortunado– el andar mismo del cristiano le condujo, acerca de ellos, a un origen de la confianza. Recordaba con afecto y ternura el camino desde el cual ellos se comportaron siempre hacia él, y les expresó su deseo de que Dios, quien los había producido, volvería a producir los frutos perfectos y abundantes de ese amor para su propia bendición.

También les abre su propio corazón, pues tomaron parte, por la misma gracia que actuaba en ellos, en la obra de la gracia de Dios en él con un afecto que se identificaba con él y su obra. Su corazón se volvió abundantemente, lleno de afecto y de deseo. Dios, quien creó estos sentimientos, y a quien el apóstol presentaba todo lo que le sucedía en el corazón, era un testigo entre ellos –ahora que Pablo no podía dar más testimonio con sus labores– de su sincero deseo para todos. Él sentía su amor, sin embargo deseaba además que este amor no fuera solamente cordial y activo, sino que se guiara también por la sabiduría y el entendimiento de Dios, por un discernimiento piadoso del bien y del mal efectuado por el poder de Su Espíritu, de manera que, mientras actuasen así, debieran andar de igual forma según esa sabiduría y entendieran lo que, en este mundo de tinieblas, estaba ciertamente en consonancia con la luz divina y la perfección; que fuesen, en una palabra, irreprochables hasta el día de Cristo. ¡Qué diferente de la vieja evasión del pecado positivo con que muchos cristianos se conforman! El deseo sincero de cada excelencia y semejanza a Cristo que puede darles la luz divina, es el que la vida de Cristo marca en nosotros.

Los frutos producidos eran ya una señal de que Dios estaba con ellos; y Él consumaría la obra hasta el fin. El apóstol deseaba que anduvieran en todo el camino conforme a la luz que Dios les dio, de manera que cuando llegaran al final no hubiera nada que pudiera reprochárseles. Al contrario, que anduviesen libres de todo lo que pudiera debilitarles o desviarles, abundando en los frutos de justicia que son por medio de Jesucristo para la gloria y la alabanza de Dios. Una figura práctica buena para la condición normal del cristiano en su cotidiana andadura hasta el fin; pues en Filipenses estamos siempre en el camino hacia nuestro reposo celestial, en donde la redención nos ha puesto.

Tal es la introducción a esta epístola. Después de esta expresión para ellos de los deseos de su corazón, confiando en el afecto que le dispensaban, pasa a hablarles de sus cadenas, de las cuales se habían acordado. Lo hace en relación con Cristo y el evangelio, que tenía más que todo en el corazón. Antes de adelantarme en la introducción del asunto de la epístola, quisiera destacar los pensamientos que subyacen en la base de los sentimientos en ella expresados.

Hay tres grandes elementos que ponen su sello sobre ella. En primer lugar, se habla del peregrinaje del cristiano en el desierto; la salvación es contemplada como un resultado a obtener al final de nuestra jornada. La redención cumplida por Cristo está establecida en realidad como fundamento de esta peregrinación, como sucedió con Israel a su entrada en el desierto, pero el ser presentado resucitado y en gloria delante de Dios cuando salgo victorioso de todas las dificultades, es el asunto que trata esta epístola, y es lo que aquí se llama salvación.

En segundo lugar, la posición está caracterizada por la ausencia del apóstol, y la asamblea entonces tiene que mantener sola el conflicto. Tenía que vencerlo, en lugar de gustar de la victoria que obtuvo el apóstol sobre el poder del enemigo cuando estaba con ellos y cuando podía hacerse él mismo débil, junto con todos los que eran débiles.

Y por último, y como verdad más importante anteriormente mencionada, se expone que la asamblea, en estas circunstancias, dependiera aún más de Dios –la fuente inagotable para ella de la gracia y la energía, de las que tenía que valerse de manera inmediata por la fe–, un recurso que nunca podía hacerla fracasar[2].

Reanudo la consideración del texto con el versículo 12, el cual empieza la epístola después de la porción introductoria. Pablo estaba prisionero en Roma. Parecía que el enemigo había obtenido una gran victoria reprimiendo así su actividad; pero por el poder de Dios, que ordena todas las cosas y actúa en el apóstol, incluso las añagazas del adversario se tornaron en un avance para el evangelio. En primer lugar, el encarcelamiento del apóstol dio a conocer el evangelio allí donde, si hubieran sucedido al revés las cosas, no habría podido predicarse, en los lugares destacados en Roma; y muchos otros hermanos, tranquilizados en cuanto a la posición del apóstol[3], fueron más denodados al predicar este evangelio. Hubo otra manera en la que la ausencia del apóstol produjo un efecto más. Los muchos que en la presencia de su poder y de sus dones quedaban inevitablemente sin fuerzas y en descrédito, llegaron a personas de reputación cuando, en los inescrutables pero perfectos caminos de Dios, este poderoso instrumento de Su gracia fue confinado a una celda. Ellos podían esperarse a brillar y a cautivar la atención cuando los rayos de esa luz resplandeciente fuese interceptada por sus paredes. Celosos, ocultos cuando él estaba presente, se aprovecharon de la ausencia del apóstol para moverse a sus anchas y desacreditar su autoridad en la asamblea, ya fueran falsos hermanos o cristianos de celo. No podían por menos que añadir a ambas cosas. Sin embargo, Dios estaba con Su siervo, que en vez de buscar satisfacer el yo que instigó a estos malogrados predicadores de la verdad, fue hallado en él el deseo puro de proclamar las buenas nuevas de Cristo, el completo valor de lo que sentía profundamente y deseaba por encima de todo.

El apóstol encuentra recurso para su propio caso en la operación de Dios en el orden espiritual de Su casa, independiente de los medios que Él utiliza. La condición normal de la asamblea es que el Espíritu de Dios actúa en los miembros del Cuerpo, cada uno en su lugar, para la manifestación de la unidad del Cuerpo y de la energía recíproca de sus miembros. Habiendo Cristo vencido a Satanás, llena con Su propio Espíritu a aquellos que ha liberado de la mano del enemigo, con objeto de que puedan exhibir el poder de Dios y la verdad de su liberación del poder de aquél en un andar que, siendo una expresión de la mente y energía de Dios mismo, no deja espacio para la exhibición de los del enemigo. Ellos constituían el ejército y el testimonio de Dios en este mundo contra el enemigo. Cada miembro, desde un apóstol hasta el más débil, actúa con eficacia desde su propio lugar. El poder de Satanás es excluido. Lo exterior contesta a lo interior, y a la obra de Cristo. El que está en ellos es mayor que el que está en el mundo. En todos lugares se precisa de poder para esto, y un ojo sencillo. Hay otro estado de cosas en el cual si bien no todo está en actividad en su lugar, conforme a la medida del don de Cristo, sin embargo la energía restauradora del Espíritu en un instrumento como el apóstol defiende a la asamblea, o la hace volver a su condición normal, cuando ha fracasado en parte. La Epístola a los Efesios, por un lado, y las dirigidas a los corintios y a los gálatas, por otro, presentan estas dos fases de la historia de la asamblea.

La Epístola a los Filipenses trata, desde la pluma de un apóstol divinamente inspirado, de un estado de cosas en el que no se veía este último recurso. El apóstol no podía laborar ahora de la misma manera como anteriormente, pero sí podía darnos la opinión del Espíritu sobre el estado de la asamblea, cuando conforme a la sabiduría de Dios era privada de estas energías de costumbre. No podía ser privada de Dios. No dudemos que la asamblea no se había apartado tan lejos de su condición normal como hasta ahora, pero el mal ya estaba haciendo su aparición entonces. «Todos buscan lo suyo propio»– dice el apóstol– «no las cosas de Cristo»; Dios permitió que fuera así mientras los apóstoles vivieron, para que nosotros pudiéramos tener la revelación de Sus pensamientos tocante a ella, y que fuésemos guiados hasta los verdaderos recursos de Su gracia en estas circunstancias.

Pablo mismo tuvo que experimentar esta verdad en primer lugar. Los vínculos que le unían a la asamblea y a la obra del evangelio, eran los más fuertes que existían sobre la tierra; pero fue obligado a renunciar al evangelio y a la asamblea por el Dios al que éstos pertenecían. Muy doloroso; pero su efecto fue una obediencia perfecta, confianza, un ojo sencillo, y la propia renuncia en el corazón, esto es, para perfeccionarlos conforme a la medida de la operación de la fe. No obstante, el daño causado por un esfuerzo así traiciona la incapacidad del hombre para mantener la obra de Dios a su debida altura. Todo esto sucede para que Dios pueda tener toda la gloria de la obra; y es ciertamente necesario que la criatura sea manifestada en cada aspecto conforme a la verdad. Es de lo más bendito ver que, tanto aquí como en 2 Timoteo, la decadencia de la vida individual y de la energía eclesiástica revela un desarrollo más pleno de la gracia personal, por una parte, y de la energía del ministerio por otra, allí donde hay fe más que en otro lugar cualquiera. En realidad, sucede así siempre. Los Moiseses, los Davides y los Elías son hallados en el tiempo de los faraones, de los Saulos y de los Acabs.

El apóstol no podía hacer nada; tenía que ver cómo el evangelio era predicado sin él –algunos predicaban motivados por la envidia y un espíritu de contención, y otros a través del amor deseaban alentados aliviar las cadenas del apóstol continuando en su obra. De todas maneras, Cristo era predicado, y la mente del apóstol se alzaba sobre los motivos que animaban a los predicadores contemplando el hecho inmenso que un Salvador, el libertador enviado por Dios, era predicado al mundo. Cristo, e incluso las almas, eran más preciosas para Pablo que si la obra hubiera sido llevada a cabo por él mismo. Dios la estaba llevando a cabo, y eso bastaba para el triunfo de Pablo, que estaba identificado con los propósitos de Dios[4]. Comprendía el gran conflicto que había entre Cristo –en Sus miembros– y el enemigo; y si éste parecía obtener una victoria por haber puesto a Pablo en prisión, Dios se valía de este suceso para llevar adelante la obra de Cristo por el evangelio, y así en realidad para la obtención de nuevas victorias sobre Satanás –con la cuales estaba asociado Pablo, pues estaba puesto para la defensa de ese evangelio. Todo se vuelve para salvación de él, siendo confirmada su fe por estos caminos de un Dios fiel que dirigía los ojos de su fiel siervo hasta hacerlos fijarse sobre Él mismo. Sustentado por las oraciones de otros y por la provisión del Espíritu de Jesucristo, en vez de ser derribado y aterrorizado por el enemigo, se gloriaba cada vez más en la segura victoria de Cristo, en la que tenía parte.

Conforme a esto, él expresa su firme convicción de que en nada pudiera ser avergonzado, sino que le fuera dado poder expresarse denodadamente, y que Cristo fuese glorificado en él, bien por su vida, bien por su muerte; y tenía la muerte ante sus ojos. Llamado para comparecer ante César, su vida podía ser cortada por el juicio del emperador. Humanamente hablando, este asunto era bastante oscuro.

Hace alusión a esto en el capitulo 1:22, 30; 2:17; 3:10. Pero ya fuera que viviera o muriera, su mirada estaba ahora más fija en Cristo que en la propia obra, por consideradamente elevada que hubiera estado en la mente de uno cuya vida podría expresarse en una palabra: Cristo. Vivir era para él, no la obra en sí misma, no sólo que los fieles pudieran estar firmes en el evangelio, aunque esto no era desligable del pensamiento de Cristo, pues eran miembros de Su Cuerpo; la vida del apóstol era Cristo. Morir era ganancia, porque iba a estar con Cristo.

Tal era el efecto purificante de los caminos de Dios, que le habían hecho pasar esta prueba tan terrible para él, de estar separado durante años, quizás cuatro, de su obra para el Señor. El Señor mismo ocupó el lugar de la obra –hasta donde estaba al menos relacionada con Pablo individualmente; y la obra fue encomendada al Señor. Posiblemente, el hecho de que le absorbiera tanto la obra condujo a su encarcelamiento, pues el pensamiento de Cristo solo mantiene el alma en equilibrio, y da a todo su justo lugar. Dios provocó este desenlace para que fuese el medio a través del cual Cristo deviniera su todo. No que perdió su interés en la obra, sino que Cristo solo tenía el primer lugar; y él veía todo, e incluso la obra, en Cristo.

¡Qué consuelo cuando somos tal vez conscientes de que nuestras debilidades han sido manifestadas, y que hemos fracasado al actuar conforme al poder de Dios, para sentir que Él, quien solo tiene derecho a ser glorificado, nunca fracasa!

Puesto que Cristo era todo para Pablo, evidentemente era una ganancia morir porque iba a estar con Él. Sin embargo, merecía la pena vivir –éste es el énfasis del versículo 21–, porque era Cristo y Su servicio; y él no sabía cuál escoger. Si moría, ganaba a Cristo para sí, lo cual era mejor. Si vivía, servía a Cristo, por lo cual poseía más en cuanto a la obra, ya que el vivir era Cristo y la muerte pondría naturalmente un fin a esto. Estaba en un estrecho entre ambos. Había aprendido a olvidarse de sí mismo en Cristo; y veía a Cristo completamente ocupado con la asamblea conforme a Su sabiduría perfecta. Esto fue lo que decidió la cuestión, pues al ser así enseñado por Dios, no sabiendo él mismo qué escoger, Pablo perdió todo interés en él mismo y pensaba solamente en la necesidad de la asamblea conforme a la mente de Cristo. Era bueno para la asamblea que pudiera quedar, incluso para una sola. Y observemos qué paz le da al siervo de Dios la contemplación de Jesús, quien destruía todo egoísmo en la obra. Al fin y al cabo, Cristo tiene todo el poder en el cielo y en la tierra, y ordena todas las cosas conforme a Su voluntad. Así, cuando Su voluntad es conocida –y Su voluntad es amor para la asamblea–, uno puede decir que sea hecha. Pablo decide su propio destino sin preocuparse demasiado por lo que haría el emperador, ni por las circunstancias del tiempo. Cristo amaba la asamblea, y era bueno para la asamblea que Pablo quedara; luego Pablo queda. ¡Cristo lo es completamente todo aquí! ¡Qué luz, qué descanso para un ojo sencillo y un corazón versado en el amor del Señor! Qué bendito ver el yo totalmente erradicado, y el amor de Cristo a la asamblea visto así como el terreno sobre el cual todo es ordenado!

Si Cristo lo es todo para Pablo y para la asamblea, éste deseará que la asamblea sea lo que debiera ser para Cristo, y por ello mismo para su propio corazón, para el que Cristo lo era todo. Por lo tanto, el corazón del apóstol se vuelve a la asamblea. El gozo de los filipenses sería abundante cuando él regresara a ellos; su conducta iba a ser digna del evangelio de Cristo, tanto si el apóstol venía o no. Embargaban su mente dos pensamientos acerca de si debía verlos o recibir noticias suyas, para que adquirieran constancia y firmeza en unidad de corazón y mente entre ellos mismos, y se despojaran del miedo hacia el enemigo en el conflicto que tenían que mantener contra él con la fuerza que les ofrecía esta unidad. Éste es el testimonio de la presencia y la operación del Espíritu en la asamblea cuando el apóstol está ausente. Mantiene a los cristianos juntos por medio de Su presencia; tienen un solo corazón y un solo objeto, y actúan en común por el Espíritu, andan en el espíritu del amor y poder, y en el de una buena mente. Su condición es así un testimonio evidente de la salvación –de una liberación completa y final–, puesto que en su guerra con el enemigo no tuvieron temor, y la presencia de Dios les inspiraba con otros pensamientos. Con referencia a sus contendientes, el descubrimiento de sus impotentes esfuerzos produce el sentido de la insuficiencia de sus recursos. Aunque tenían todo el poder del mundo y de su príncipe, se habían enfrentado con un poder superior al de ellos –el poder de Dios, del que ellos eran sus adversarios. Una convicción terrible por un lado, y un profundo goce por el otro, donde no solamente había la seguridad de la salvación y de la liberación, sino que demostraron ser una salvación y una liberación venidas de la mano de Dios mismo. Que la asamblea, pues, estuviera en conflicto y el apóstol estuviera ausente, luchando él mismo con todo el poder del enemigo, era un don. ¡Gozoso pensamiento! A ellos les fue dado sufrir por Cristo, así como creer en Él. Tenían otra porción, preciosa además, al sufrir con Cristo e incluso por Él; y la comunión con Su fiel siervo cuando sufrían por Su causa los unía más estrechamente en Él.

Notemos aquí hasta dónde nos llega el testimonio del Espíritu de una vida sobre la carne, no según ella. Él no había sido avergonzado en nada, y confió plenamente en que nunca lo fuera, magnificando por ello a Cristo en su cuerpo, para muerte o para vida, como siempre lo había hecho. No sabe si escoger la muerte o la vida, pues las dos eran igual de benditas; vivir, era Cristo; morir, era ganancia, aunque entonces la labor hubiera terminado. Una confianza así en el amor de Cristo por la asamblea le empuja a decidir su caso delante de Nerón, confiando en lo que ese amor podía producir. La envidia y las luchas internas que conducían a una predicación de Cristo, sólo iban a dar resultados más que provechosos para uno mismo: la satisfacción de que Cristo era predicado. La superioridad a la carne, sobre la que se elevaba completamente en su vida, no significaba que no estuviera allí o que su naturaleza hubiese cambiado. Como se desprende de otro lugar, el apóstol tenía un aguijón en la carne, un mensajero de Satanás para zarandearlo. Sin embargo, es un testimonio glorioso del poder y de la obra del Espíritu de Dios.

 

Capítulo 2

Esto también produjo sus efectos. El apóstol deseaba que su gozo fuera completo, y que la unidad entre los filipenses fuese perfecta, ya que su ausencia hizo germinar semillas de desavenencias y deslealtad. El amor había sido demostrado dulce y poderosamente por el don que le habían enviado al apóstol. La consolación en Cristo, el consuelo del amor, la unidad del Espíritu, las tiernas bondades fueron manifestados en el mismo, los cuales le dieron gran gozo. Ellos tenían que perfeccionar este gozo estableciendo plenamente este mismo vínculo de amor entre ellos, al ser de un propósito, de una mente, y teniendo el mismo amor para con los demás, pensando lo mismo y borrando toda rivalidad o vanagloria que fuesen exhibidas de algún modo. Éste era el deseo del apóstol. Apreciaba su amor por él, y les deseaba que su felicidad fuese completa a través del perfeccionamiento de ese amor entre ellos; únicamente así sería perfeccionado su propio gozo. ¡Hermosos y emotivos afectos! Era el amor en él que, sensible al de ellos, pensaba nada menos que en ellos. ¡De qué manera más delicada abrían camino hacia lo que era realmente una unión, a una bondad que vedaba el reproche, y que un corazón que añadía la caridad al amor fraternal no podía dejar de expresar!

Los medios de esta unión, del mantenimiento de este amor, se hallaban en la abnegación del yo, en humildad, en el espíritu que se humilla para servir. Esto fue lo que se exhibió perfectamente en Cristo, en contraste con el primer Adán. Éste buscó hacerse como Dios por usurpación, cuando era en la forma de un hombre, y no le dolieron prendas para exaltarse a expensas de Dios, siendo al mismo tiempo desobediente para muerte. Cristo al contrario, cuando estuvo en la forma de Dios, se despojó a Sí mismo, a través del amor, de toda Su gloria exterior, de la forma de Dios, y tomó la de Hombre; e incluso estando en la forma de Hombre, siguió en humillación. Hubo una cosa más que hizo cuando se humilló. Como Dios, se despojó a Sí mismo; como Hombre, se humilló a Sí mismo, y se hizo obediente para muerte y muerte de cruz. Dios lo ha ensalzado hasta lo sumo, pues el que se ensoberbece será humillado, y el que se humilla será exaltado. ¡Amor perfecto, verdad gloriosa, obediencia preciosa! Un hombre es exaltado a la diestra del trono de la Majestad divina por el justo juicio y acto de Dios. ¡Qué veraz es la Persona de Cristo! ¡Qué verdad es este descenso y ascensión por los cuales Él llena todas las cosas como Redentor y Señor de la gloria! Dios venido en amor, el Hombre ascendido en justicia; completo amor al descender, completa obediencia también por amor. Digno desde toda eternidad en cuanto a Su Persona para estar allí, Él es ahora Hombre exaltado por Dios a Su diestra. Es un acto de justicia de la parte de Dios que Él esté allí; y nuestros corazones pueden participar de ello, regocijándose en Su gloria, así como en el hecho de que por gracia tenemos parte en esta gloria en lo que respecta a nuestro propio lugar.

Su humillación es una prueba de que Él es Dios. Sólo Dios podía dejar Su primer estado en los derechos soberanos de Su amor; y sería pecado para cualquier criatura que así lo hiciera. Es también un amor perfecto. Pero esta prueba es dada, y este amor es cumplido, en el hecho de que Él es Hombre. ¡Qué lugar ha conseguido para nosotros en Sí mismo! Es en Él, no en nosotros, sus primicias, en quien piensa el apóstol. Se goza pensando en la exaltación de Cristo. Dios le ha exaltado al lugar más elevado, y le ha dado un nombre que es sobre todo nombre, para que todo lo que hay en el cielo y en la tierra, e incluso en las regiones infernales, doblen sus rodillas ante este Hombre exaltado, y cada lengua confiese que Jesucristo es Señor para la gloria de Dios el Padre.

Se observará aquí que es el señorío de Cristo el que se presenta en este pasaje, no Su divinidad. Éste es, en efecto, el punto principal del cual partimos. Todo, de hecho, tiene allí su origen –el amor, la autorrenuncia, la humillación, la maravillosa condescendencia. Nada de esto podría haber sido, ni podría haber tenido su valor, sin lo anterior. Pero es del Señor, completo en Su persona en la posición que asumió como Hombre; es de Aquel que se humilló a Sí mismo, quien cuando descendió a las partes más bajas posibles fue exaltado por Dios; es de Jesús, quien pudo, sin exaltarse a Sí mismo, ser igual a Dios, y quien se despojó para descender incluso a la muerte, de quien el apóstol habla: de Jesús, Señor de todo, y quien así exaltado como Hombre será reconocido como Señor a través de toda la creación para gloria de Dios Padre[5].

El corazón del apóstol se ensancha cada vez que habla del Señor Jesús, pero se vuelve a los objetos de su solicitud, y así como había hablado de la autorrenuncia y de la humillación de Cristo como un medio de unión, que se adelantaba a toda ocasión de la rival carne, fue llevado a hablar también de la obediencia de Cristo en contraposición con la del primer Adán y la carne. Ahora aplica este principio para instruir a los filipenses, presentando el efecto de su ausencia y apartamiento de la obra: «Así que, amados míos, tal como siempre habéis obedecido... «no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, procurad vuestra salvación con temor y temblor... –y añade– ...porque Dios es el que en vosotros opera tanto el querer como el hacer, por su buena voluntad.» Es decir, mientras él estuvo laborando entre ellos; ahora estaban ocupados del enemigo sin el auxilio y la energía espiritual que les daba la presencia de Pablo. Pero Dios mismo obraba en ellos, y debían trabajar con tanto más denuedo porque se encontraban en una guerra de la cual Dios se ocupaba actuando en ellos para este conflicto, y debían esforzarse directamente en sus propias personas frente al poder del enemigo. Éste no era el momento para jactarse de sus pequeños dones, como resultado de la ausencia de lo que les había arrojado en la sombra, ni debían pelearse entre ellos. Por otra parte, si eran privados de Pablo, no lo estaban de Dios. Dios mismo obraba en ellos. Éste es el gran principio y el gran consuelo de la epístola. Los cristianos, privados de la importante ayuda del apóstol, son impelidos más directamente hacia Dios. El apóstol mismo, separado de la asamblea, halla su propio consuelo en Dios, y encomienda la asamblea, con la falta que tenían de su cuidado personal, a Dios mismo en quien él había encontrado este consuelo.

Notemos cuidadosamente aquí que se trata de todo lo contrario de una exhortación a nuestro propio obrar, en contraste con el poder efectivo de Dios. «El vuestro propio» está en contraste con Pablo en su ausencia, quien había laborado para ellos, porque Dios obró realmente en ellos para querer y hacer. Tenían que obrar, porque si bien Pablo estaba ausente, Dios obraba en ellos. La observación que ya he dado es referente a que la salvación y cada bendición son contempladas en todas partes de esta epístola como al final del curso del cristiano, incluso la manifestación de la justicia de ellos (cap. 3:9). Este pasaje es un ejemplo. Hay dos maneras en que el cristiano es visto en el Nuevo Testamento: en Cristo –aquí no es progreso– es aceptado por Él –un estado completo, perfecto y presente. Pero también es un peregrino sobre la tierra, teniendo que alcanzar la meta; así sucede con los filipenses. Esto propicia la ocasión para todo tipo de exhortación, advertencia y los condicionales «si». Aprende a ser obediente y a depender de Dios, las dos características del nuevo hombre. Con ellas es conducido a la segura e infalible fidelidad de Dios que le trae hasta el final, y no puede omitir el reconocerlo. Véase 1 Corintios 1:8, que aquí cito porque estaban marchando muy mal; hay más pasajes.

La diligencia y la seriedad debería caracterizar el andar de los cristianos en estas circunstancias, en las que hay que ser conscientes de la inmediata relación con Dios y del conflicto personal con el enemigo.

El apóstol vuelve al espíritu de mansedumbre y de paz, en el que se siembran los frutos de justicia. «Haced todo sin murmuraciones ni discusiones», les dice el apóstol para que pudieran ser irreprochables y sin tacha, los hijos de Dios en medio de una generación torcida y perversa entre la cual debían brillar como luces en el mundo, sosteniendo firmes la palabra de verdad. Un pasaje muy notable, pues se halla que cada elemento de la frase es una declaración exacta de lo que Cristo era. No importa cuáles sean las circunstancias en las que se encuentre la asamblea, pues tal debería ser siempre su estado y su andar por lo que a ella respecta. La gracia suficiente para ello está siempre ahí, en Cristo.

La unidad del Espíritu entre ellos por la gracia, y un andar conforme a Dios, a fin de que pudieran ser como luminares en medio de unas tinieblas morales de este mundo –llevando siempre, y asiendo fuertemente, la Palabra de vida: éste era el deseo del apóstol. Demostrarían así por la constancia y efecto práctico de su fe que el apóstol no había corrido ni trabajado en vano; y ellos mismos serían su gloria en el día de Cristo. ¡Oh si la asamblea hubiera continuado en este camino! Suceda lo que suceda, Cristo será glorificado. El apóstol une así su obra y la recompensa en el día de Cristo con la bendición de la asamblea. En su muerte no se separaría de ella. Esta unión del corazón y de la fe es muy denotativa. Se presenta como capaz de ser derramado –es decir, su vida– sobre el sacrificio y servicio de la fe de los filipenses. Éstos habían mostrado su devoción a Cristo al acordarse de Su siervo; y él considera toda su fe como una ofrenda al Salvador y a Dios; considerándoles a ellos el pueblo de Cristo, como la sustancia de la ofrenda, lo grande, él mismo sólo como libación, siendo vertida su vida sobre la ofrenda. Tal vez su vida iba a ser derramada en el servicio del evangelio, al cual ellos se consagraron de su parte, y serían un sello a esta ofrenda suya dedicada a Dios por medio de su sagrado vínculo con el apóstol. Se regocijaba, si puede decirse, que su vida fuese derramada, porque iba a coronar su obra para los gentiles. Desea también que ellos se regocijaran con el mismo espíritu en lo mismo. Todo era una misma cosa, la fe de ellos y la de él, y su servicio en común ofrecido a Dios, agradable a Él; y la prueba más sublime de ellos debería ser la fuente del gozo más sagrado. Este mundo no era la escena real de lo que estaba sucediendo. Lo que contemplamos aquí en relación con la obra divina no es sino su capa externa. El apóstol habla este lenguaje de la fe, que ve las cosas como delante de Dios.

Sin embargo, esta diligente vela no cesaba aunque se encomendara a los filipenses a Dios. Es siempre así. El amor y la fe que confían todo a Dios no cesan de pensar conforme a Dios en lo que le es agradable. Así, en 1 Juan capítulo 2, mientras dice el apóstol que los hijitos en Cristo no necesitan que nadie les enseñe, les instruye con toda la solicitud y previsión. También aquí espera el apóstol, lleno de una solicitud santa por estas almas tan queridas por Cristo, enviarles a Timoteo a saber de su estado. Pero la condición de cosas es evidente. Quería enviar a Timoteo porque no conocía nadie más de cuyo corazón fluyeran iguales sentimientos hacia ellos desde la misma fuente de amor. Todos buscaban su propios intereses, no los de Cristo. ¡Qué ejercicio para la fe! ¡Y qué ocasión para mostrarlo!

En lo que a Timoteo respecta, estos amados filipenses debían recibirle con un corazón digno de la confianza del apóstol. Ellos sabían cómo había servido Pablo en el evangelio. Los vínculos del amor en el evangelio son los únicos fuertes –alabado sea Dios– cuando todo se enfría. Y observemos que Dios llevó a término Su obra, cuando acerca del testimonio común de la asamblea todo fracasó con un enfriamiento que abatía el corazón del apóstol, pues Dios nunca se agota. Este vínculo no fracasa aquí tampoco con los filipenses. Tan pronto como Pablo supo cómo le iría a él, les enviaría a Timoteo; pero como dijo, tenía confianza en el Señor de que él mismo acudiría pronto.

Estaba Epafrodito, venido de los filipenses para traer al apóstol su testimonio y afecto. Fiel instrumento y expresión de su amor que había arriesgado su vida sufriendo arriesgadas enfermedades para poder acometer su servicio. El buen testimonio del amor cristiano emerge aquí por todos lados. Epafrodito confía tanto en el amor de los filipenses que se angustia mucho cuando sabe que se preocupan sobre su estado. Acepta, pues, los sentimientos que tenían hacia él –el lugar que tenía en los afectos de ellos. ¿No sucede lo mismo con un hijo amado que supiera que su madre había oído tales nuevas de él? Se apresuraría para informarla de su recuperación, y tranquilizaría un corazón cuyo amor conocía. Tal es el afecto cristiano, sencillo y tierno, confiable, pues es puro y equilibrado, andando en la luz de Dios, con Él y en los afectos que Cristo había consagrado como Hombre. No dudemos que el amor se eleva aún más; pero el amor cristiano que actúa delante de los hombres y como el fruto entre los hombres de ese amor divino, se exhibe así en gracia.

El apóstol reacciona a este afecto de los filipenses por él, que les enseñó y laboró en el Señor por ellos –el Espíritu Santo se acuerda de ello aquí también–, y les devuelve a Epafrodito, buscando animar y sostener este sentimiento en el corazón de los filipenses. Participa él mismo en ello, y lo introduce en el propio tierno amor de Dios. Pablo hubiera añadido dolor sobre dolor –y en realidad tenía mucho– si los filipenses hubieran perdido a su siervo amado y mensajero por medio de los servicios que les había prestado; pero Dios guardó a Epafrodito y al apóstol mismo. Sin embargo, quería que estuvieran tranquilos al respecto yendo a visitarles Epafrodito; y así liberado el propio corazón del apóstol de toda ansiedad, iba a ser también aliviado. ¡Qué figura de un mutuo amor y buena solicitud!

Observemos los caminos en los que Dios, conforme al apóstol, toma parte. Lo que nos es presentado aquí son Sus compasiones, no los consejos de Su amor, sino las compasiones dignas de Dios y los afectos que Él aprueba entre los hombres. Estos afectos y este valor por los obreros son temidos a veces; y tanto más cuanto que la asamblea tiene el deber, de hecho, de desenredarse de toda dependencia falsa del hombre. Sin embargo, en todo el fracaso de una energía manifestada y de unos vínculos exteriormente organizados, a través de la ausencia del apóstol, el Espíritu de Dios prepara la escena de estos afectos interiores y vínculos para la enseñanza de la asamblea, al tiempo que reconoce todo lo que permanece de las ruinas de su primitiva posición y sus vínculos externos. Él no los crea de nuevo, sino que reconoce lo que todavía existe. Solamente el primer versículo de la epístola habla de esto; nada más era necesario, salvo los vínculos del interior que él hace manifestarse abundantemente, no como una doctrina, sino como un hecho. Dios mismo, el apóstol, su fiel Timoteo, el apreciado siervo de los filipenses tan querido por ellos, y el compañero colaborador de Pablo, siervo del Señor, los mismos filipenses, todos tienen su parte en esta preciosa y hermosa cadena de amor. La capacidad de la gracia en la vida cristiana es así desarrollada en cada parte de este capítulo; la delicadeza en la reprensión sobre el espíritu de división, su envío de Timoteo cuando éste puede hacerles saber cómo le había ido a Pablo, e inmediatamente con Epafrodito cuando oyeron que había estado enfermo. Esta capacidad de gracia y consideración hacia los demás, notemos, se relaciona con un Cristo que se humilla a Sí mismo. Un Cristo manso que se humilla desde el seno de la Deidad hasta la muerte, es la fuente de la humilde gracia, Uno exaltado buscado en gloria, la fuente de energía que estima todas las cosas por basura con tal de ganarlo a Él.

 

Capítulo 3

Después de todo, era en el Señor mismo que ellos debían regocijarse, y ahora el apóstol los advierte contra lo que había carcomido la vida de asamblea, produciendo los lastimosos frutos que llenaban su corazón de angustia, y las lamentables consecuencias que vemos aun hoy en día, como se predijo, consecuencias que siguen madurando para el juicio de Dios. Sea lo que fuere, el Señor no cambia. «Regocijaos –dice Él– en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!». Aquí todo es seguro

Lo que podía estorbarles de su regocijo se desarrolla aquí, así como el verdadero conocimiento de Cristo que nos preserva de tales estorbos. No es desarrollado aquí conforme a la doctrina y la práctica propias de la posición elevada de la unión de la asamblea con un Cristo glorificado como Su Cuerpo, ni conforme a la unidad que se deriva de dicha unión. Éste es el tema de los Efesios. Ni tampoco es conforme a una necesidad apremiante de asirse a la Cabeza, porque todo es plenitud en Él. Ésta es la enseñanza de la Epístola a los Colosenses, de acuerdo con el carácter general de la misma. Se trata aquí del asunto en relación con las experiencias personales del cristiano, y en particular del apóstol. Por consiguiente –como fue visto en sus combates personales y en sus dolores– se halla en la calzada hacia el pleno disfrute de este objeto que aprendió a conocer, y al estado que anhela su corazón. Esto debiera ser la experiencia del cristiano, puesto que si yo estoy unido por el Espíritu a la Cabeza como miembro del Cuerpo de Cristo, y si por la fe asimilo esta unión, no es menos verdad que mi experiencia personal –aunque esta fe sea la base– está inevitablemente unida con la senda que yo sigo para poder alcanzar la gloria a la cual tengo derecho. No que los sentimientos despertados por lo que encuentro en esta senda falsifiquen o contradigan mi posición en Cristo, o destruyan la certidumbre de mi punto de partida. Mientras que poseo esta incertidumbre, y con motivo de poseerla, sé que de hecho no he alcanzado el resultado de esta posición en gloria. Nosotros estamos en la calzada como individuos en nuestras relaciones con Dios, en esta epístola, pues la experiencia es siempre individual aunque nuestra unión con los otros miembros de Cristo forme una parte de esta experiencia.

En el capítulo 3 prosigue Pablo su exhortación, que no era pesada para él, sino que les daba seguridad a ellos –estando frente al peligro y en vela su tierno amor– para que les renovase sus advertencias e instrucciones respecto a la mixtura de principios judaizantes con la doctrina de un Cristo glorificado. Era, de hecho, destruir esto último y restaurar la carne –esto es, el pecado y la alineación de Dios– a su lugar. Era el primer hombre, rechazado y condenado ya, y no el segundo Hombre. Sin embargo, no es en la forma de pecado que la carne aparece aquí, sino en la de justicia, de todo lo que es respetable y religioso, de ordenanzas que poseían el venerable peso de antigüedad inherente a ellas, y en cuanto a su origen, si no había sido todo quitado en Cristo, en la forma de la autoridad de Dios mismo.

Para el apóstol, quien conocía a Cristo en el cielo, todo esto era solamente un cebo para hacer salir al cristiano de su camino de Cristo y hacerle tropezar otra vez con la ruina de la que fue sacado. Todo esto iba a empeorarlo, porque sería abandonar a un Cristo conocido y glorificado para volver a lo que se demostró a través de la carne que no tenía ningún valor. Por lo tanto, el apóstol no es indulgente con la doctrina ni quiere ser complaciente con los que la enseñan.

La gloria que había visto, sus confrontaciones con esos falsos maestros, el estado en el cual habían dejado a la asamblea; Jerusalén y Roma, su libertad y su prisión –todo le había propiciado la experiencia de saber para qué valía el judaísmo al lado de la asamblea de Dios. Aquéllos eran perros, obreros fraudulentos, llenos de maldad e impiedad. No era la circuncisión. Trata de esto con profundo desprecio, utilizando una dureza de lenguaje justificada por su amor hacia la asamblea, pues el amor es severo para con los que carecen de conciencia y corrompen el objeto de este amor. Eran sus mutiladores.

Cuando se manifiesta en su verdadero carácter el mal que no vacila en generarse bajo un miserable velo de religiosidad, manifestarle mansedumbre se convierte en un crimen perpetrado contra los objetos del amor de Cristo. Si le amamos, llamaremos al mal por su nombre en nuestra relación con la asamblea, el cual intenta ocultar. Esto es amor real y fidelidad a Cristo. El apóstol no había fracasado ciertamente condescendiendo con el débil en este sentido. Él fue más lejos, su prisión podía testificarlo. Y ahora la asamblea, privada de su energía y de esa decisión espiritual que estaba llena de amor para todo lo que es bueno, peligraba más que nunca. La experiencia de toda una vida de actividad, de la paciencia más grande, de la reflexión de cuatro años en prisión, condujo a estas apremiantes y enérgicas palabras: «Guardaos de los perros, guardaos de los malos obreros, guardaos de los mutiladores del cuerpo». La doctrina de la epístola a los efesios, la exhortación de la de los Colosenses, el afecto de la de los filipenses, con la denuncia contenida en los capítulos 3:2, datan de la misma época, y están marcadas con el mismo amor.

Pero él sufría para denunciarlas. En otros lugares, cuando no eran bien conocidas estas doctrinas, él daba detalles, como en el caso de Timoteo, que tenía que velar sobre la asamblea. Era bastante por ahora señalar el bien conocido carácter de ellos. No importa quiénes fueran los judaizantes, pues cualquiera que buscase mezclar la ley con el evangelio, confiando en las ordenanzas y en el Espíritu, no tenía dignidad, era malicioso y despreciable. Pero el apóstol se ocupa antes bien del poder que puede librar de ello. Nosotros somos la circuncisión –aquello que está realmente separado del mal, lo que está muerto al pecado y a la carne–, nosotros que adoramos a Dios, no en la falsa pretensión de mandamientos, sino espiritualmente, por el poder del Espíritu Santo, y nos regocijamos en Cristo el Salvador y no en la carne, desconfiando al contrario de ella. Vemos aquí al Espíritu en contraste con la carne y el yo.

Ciertamente Pablo podía jactarse, si era necesario, de lo que era propio de la carne. En cuanto a todos los privilegios judíos, los poseía en el grado más alto. Había desbancado a  todos en lo que a un celo santo se refiere, frente a los innovadores. Una sola cosa lo cambiaba todo: había visto a un Cristo glorificado. Todo lo que tenía según la carne, era pérdida para él desde aquel entonces. La carne separaba de él al Cristo de su fe y de su deseo, el Cristo a quien nosotros conocemos. Notemos que aquí no son los pecados de la carne los que Cristo expía para abolirlos y rechazarlos; es la justicia. Digamos que el apóstol no tenía ninguna justicia de la carne, pero de haberla poseído –como de hecho exteriormente la poseía–, no quería tenerla porque había visto una mejor. En Cristo, quien se le apareció en el camino de Damasco, vio una justicia divina para el hombre y una gloria divina en el hombre. Había visto a un Cristo glorificado que reconocía a los pobres miembros débiles de la asamblea como parte de Sí mismo. No quería tener nada más. La excelencia del conocimiento de Jesucristo su Señor había eclipsado todo, cambiándolo no precisamente en pérdida. Las estrellas, así como las tinieblas de la noche, desaparecen ante el sol. La justicia de la ley, la justicia de Pablo, todo lo que le hacía distinto entre los hombres, desaparecía ante la justicia de Dios y la gloria de Cristo.

Fue un profundo cambio que sufrió todo su ser moral. Su ganancia era ahora para él pérdida. Cristo se había convertido en todo para él. No fue el mal lo que desapareció –todo lo que pertenecía a Pablo como ocasión para la carne, desapareció. Era otro quien era precioso para él. Qué cambio más profundo y radical en el centro del ser moral, cuando cesa de ser el centro de su propia importancia, ¡y Otro, digno de ser este centro, deviene el centro moral de su existencia! Una Persona divina, un Hombre que había glorificado a Dios, un Hombre en quien resplandecía la gloria de Dios para el ojo de la fe, en quien fue cumplida la justicia, Su amor, su tierna misericordia perfectamente revelada hacia los hombres y conocida por ellos. Éste era aquel que Pablo deseaba ganar, poseerlo –pues aquí nos encontramos aún caminando en el desierto–, deseaba ser hallado en Él. «Para ganar a Cristo, y ser hallado en él». Dos cosas tenía presentes su fe en este deseo: tener la justicia de Dios mismo como si fuera suya –en Cristo la poseía–, y luego, conocerle  a Él y el poder de Su resurrección –pues sólo le conocía como resucitado–, y conforme a ese poder que obraba ahora en él participar en los sufrimientos de Cristo y ser conformado a Su muerte.

Fue en Su muerte que el perfecto amor quedó demostrado, en que el terreno perfecto de justicia divina y eterna ya fue puesto, y la autorrenuncia fue práctica, completa y perfectamente manifestada en Cristo, el objeto perfecto para el apóstol de una fe que se asía de aquél, y que lo deseaba conforme al nuevo hombre. Cristo pasó a través de la muerte en la perfección de esa vida, cuyo poder lo manifestó en resurrección.

Habiendo visto Pablo esta perfección en gloria, y estando unido –débil como era en sí mismo–a Cristo la fuente de este poder, deseaba conocer el poder de Su resurrección, que pudiese seguirle en Sus sufrimientos. Las circunstancias sostuvieron esto ante su mirada como una realidad. Su corazón sólo veía, o deseaba ver, a Cristo, para poder seguirle hasta allí. Si se aproximaba la muerte, tanto más quería asemejarse a Cristo. No le importaba el coste, si podía conseguirlo por cualquier medio. Esto demostraba una consistente energía de propósito. Esto es realmente conocerle a Él, aun cuando sea bajo la prueba, y así conocer todo lo que Él era, Su perfección –de amor, de obediencia, de devoción– plenamente manifestados; pero el objeto es ganarle a Él como Él es.

Después de verle en la gloria, el apóstol comprendió la senda que le condujo hasta allí, y la perfección de Cristo en esta senda. Participando de Su vida, deseaba comprender su poder conforme a Su gloria, que pudiera seguirle para estar donde Jesús estaba, y en la gloria con Él. Esto es lo que el Señor dijo en Juan 12: 23-26. ¿Quién fue capaz de conocerle como Pablo le conoció, por la gracia de Dios? Observemos aquí la diferencia entre él y Pedro. Pedro se llama a sí mismo «testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que ha de ser revelada»; Pablo, testigo de la gloria como es en el cielo («como Él es», como nos dice Juan), desea compartir Su sufrimiento. Es el fundamento especial del lugar de la asamblea, del andar en el Espíritu, conforme a la revelación de la gloria de Cristo. No dudemos que es esto lo que obliga decir a Pedro, que en todas las epístolas de Pablo –las cuales reconoce además como una parte de las Escrituras– hay algunas cosas difíciles de entender. Sacaban al hombre nuevo del completo orden de cosas antiguo.

Como consecuencia de haber visto a Cristo en la gloria, había dos cosas para Pablo: la justicia de Dios en Cristo, y el conocimiento de Cristo. La primera eclipsaba completamente todo de lo que pudiera jactarse la carne. Esto era «lo mío propio», la justicia del hombre según la ley. Lo otro era la justicia de Dios, la cual es por fe; esto es, el hombre no es nada en ella. Es la justicia de Dios, en la cual tiene parte el hombre cuando cree, por la fe en Jesucristo. El creyente tiene su lugar delante de Dios en Cristo, en la justicia de Dios mismo, que Él manifestó al glorificar a Cristo, y después de glorificarse Él mismo en Dios. ¡Qué posición! No solamente el pecado, sino la justicia humana, todo lo que es del yo, están excluidos; nuestro lugar es conforme a la perfección en la que Cristo ha glorificado perfectamente a Dios como Hombre. Pero este lugar es necesariamente el lugar de Aquel que ha cumplido esta gloriosa obra. Cristo en Su Persona y en Su condición presente[6] es la expresión de nuestro lugar. Conocerle a Él es conocer el lugar. Él está allí de acuerdo a la justicia divina. Estar allí como Él está, es aquello en lo que la justicia divina introduce libremente, pero necesariamente también, al hombre, a nosotros, en Cristo. A partir de entonces, yo mismo desearé conocer lo que es estar allí: y desearé conocer a Cristo. Ciertamente esto abarca todo lo que Él era cuando lo cumplió. La gloria revela el poder y el resultado. Lo que Él sufrió es la obra en la que glorificó a Dios, de modo que la justicia divina ha sido cumplida en Su exaltación a la gloria divina, como Hombre. Y aquí el amor divino, la perfecta dedicación a la gloria de Su Padre, a la constante y perfecta obediencia, el soportar todas las cosas para dar testimonio del amor de Su Padre por los hombres, la perfecta paciencia y los insondables sufrimientos, a fin de que pudiera ser posible el amor y perfecto para los pecadores, –en una palabra, todo lo que Cristo fue relacionado con Su Persona, le hace el objeto que ordena, posee, libera y fortalece el corazón por el poder de Su gracia que actúa en la nueva vida, en la que estamos unidos a Él por el todopoderoso vínculo del Espíritu, y le hace ser el solo objeto ante nuestra mirada.

Conforme a esto, Pablo desea tener aquello que Cristo puede dar, Su copa, y Su bautismo; y quiere dejar al Padre el disponer de los lugares en el reino. No desea, como Juan y Santiago, la diestra ni la siniestra, ni un buen lugar para sí mismo. Él desea a Cristo, pues quiere ganarle a Él. No prosigue con titubeos, como hicieron los discípulos en aquel capítulo (Marcos 10); sino que desea sufrir, no precisamente por el mismo hecho de sufrir, sino participar de los sufrimientos de Cristo. Por lo tanto, en vez de marchar como el joven en ese mismo capítulo, porque tenía mucho de lo que la carne podía beneficiarse, en lugar de asirse como él a la ley para su justificación, renuncia a esa justicia que tenía en común con el joven, y lo estimaba todo como basura.

Tenemos aquí entonces la experiencia personal y práctica de la operación de este gran principio que el apóstol ha expuesto en otras epístolas, de que tenemos parte en un Cristo glorificado. Al contar el resultado acerca de él mismo, habla de su propia resurrección según el carácter de la de Cristo. No es aquello de lo que habla Pedro, como hemos visto, el participar simplemente en la gloria que tenía que revelarse, sino lo que la precede. Después de ver a Cristo en la gloria, conforme al poder de Su resurrección, desea participar de esto; y ésta es la fuerza de su palabra: «si por cualquier medio». Deseaba tener parte en la resurrección de entre los muertos. Si para alcanzarla se necesitaba pasar por la muerte –como Cristo hizo–, pasaría por ella contando el coste, aun tratándose de la manera más dolorosa. La muerte estaba entonces ante sus ojos descubriendo su terror humano; deseaba plenamente tener parte con Cristo.

Es el carácter de esta resurrección que es de entre los muertos; no es simplemente la resurrección de los muertos. Es una resurrección para salir, mediante el favor y el poder de Dios –en lo que respecta a Cristo, y en realidad a nosotros, por medio de Él, por la justicia de Dios–, de la condición del mal en la que nos ha sumido éste a todos; salir, después de haber estado muertos en pecados, y al pecado ahora, a través del favor y el poder y justicia de Dios. ¡Qué gracia! ¡Qué diferencia! Siguiendo a Cristo conforme a la voluntad de Dios, en el lugar donde nos ha puesto –y estar satisfechos con el lugar más bajo, si Dios nos lo ha dado, es la misma renuncia del yo en cuanto a una labor en el más alto–, el secreto de ambos lugares es que Cristo lo es todo, y nosotros, que participamos de Su resurrección, no somos nada. Un pensamiento lleno de paz y de gozo, que llena el corazón de amor hacia Cristo. ¡Gozosa y gloriosa esperanza, que resplandece ante nuestros ojos en Cristo, y en ese bendito Salvador glorificado! Los objetos del favor divino en Él salimos de la casa de la muerte que no puede retener a los que son Suyos, porque la gloria y el amor de Dios se interesan por ellos. La mirada de Dios está sobre nosotros, porque somos de Él. Cristo es el ejemplo y el modelo de nuestra resurrección; el principio (Rom. 8) y la certidumbre de nuestra resurrección están en Él. La calzada hacia allí es la que recorre el apóstol aquí.

Puesto que la resurrección y la semejanza a Cristo en la gloria eran los objetos de su esperanza, es muy evidente que él no las había alcanzado. Si ésta era su perfección, todavía no podía ser perfecto. Como dijimos, estaba aún en la calzada; pero Cristo se había fijado en él, y seguía adelante para conseguir el premio, para el disfrute del cual Cristo le había afianzado. No que ya lo haya alcanzado, dice a sus hermanos. Pero al menos algo sí podía decir: había olvidado todo lo que quedaba atrás, y seguía adelante hacia la meta siempre, guardándolo delante de la mirada para alcanzar el premio del llamamiento de Dios, que se encuentra en el cielo. ¡Cristiano dichoso! Es algo muy grande no perderlo nunca de vista, no tener nunca un corazón dividido, pensar sólo en una cosa; actuar, pensar siempre en conformidad a la energía positiva obrada por el Espíritu Santo en el nuevo hombre, que le dirige a su único y celestial objeto. No son propiamente sus pecados lo que dice él aquí que olvidó, sino su continuación, sus ventajas, todo lo que quedaba detrás. Esto no se debía solamente a la energía que se mostraba como el primer impulso; todavía estimaba todo como basura, porque tenía a Cristo en consideración. Ésta es la verdadera vida cristiana. Qué momento más triste hubiera sido para Rebeca si, en medio del desierto con Eliezer, se hubiese olvidado de Isaac y empezado a pensar otra vez en Betuel y en la casa de su padre. ¿De qué hubiese valido salir entonces al desierto con aquel siervo?

Tal es la verdadera vida y posición del cristiano; incluso con los israelitas, si bien fueron preservados por la sangre del mensajero del juicio, no se hallaron en su verdadero lugar hasta que llegaron a la otra orilla del Mar Rojo como un pueblo libre. Luego él está entonces en la calzada a Canaán, como perteneciendo a Dios.

Hasta que el cristiano comprende esta nueva posición que Cristo ha asumido como resucitado de los muertos, no está espiritualmente en su verdadero lugar, no es perfecto o maduro en Cristo. Pero cuando ha alcanzado todo esto, no es probable que vaya a menospreciar a otros. Dice el apóstol que si en algo sentían de diferente modo, Dios les revelaría la plenitud de Su verdad; tenían todos que andar juntos unánimes de mente en las cosas que ya habían alcanzado. Donde el ojo fuera sencillo, así se manifestaría. Había muchos a los cuales no se aplicaba el caso; pero el apóstol era su ejemplo, que era mucho decir. Mientras Jesús vivía, el poder peculiar de esta resurrección a vida no podía revelarse de la misma manera; y además, Cristo vivió en la conciencia de lo que Él era con Su Padre antes de que el mundo existiera; de modo que si Él soportó todo por el gozo puesto delante de Él, aunque Su vida fue la pauta perfecta del hombre celestial, había en Él un reposo, una comunión, que tenían un carácter bastante peculiar, instructivos para nosotros sin embargo, porque el Padre nos ama como Él amó a Jesús, y Jesús también nos ama como el Padre le amó a Él. Con Él no se trataba de la energía de uno que corre en la carrera por obligación de obtener lo que nunca ha poseído de momento; Él habló de lo que conocía, y dio testimonio de lo que había visto, de lo que había olvidado por amor a nosotros, el Hijo del Hombre que estaba en el cielo.

Juan penetra más adentro de este carácter de Cristo. En su epístola hallamos más de lo que Él es en Su naturaleza y carácter, que lo que seremos con Él en la gloria. Construyendo sobre el mismo fundamento que los demás, Pedro espera no obstante aquello que será revelado. Su peregrinación era hacia el cielo, donde obtendría un tesoro guardado allí que será revelado en el último tiempo; pero está más relacionado con lo que había sido ya revelado. Desde su punto de vista, la estrella de la mañana que Pedro aguardaba que apareciese lo hacía sólo en el horizonte lejano. La vida práctica para él era la de Jesús entre los judíos. No podía decir con Pablo «sed seguidores de mí». El efecto de la revelación de la gloria celestial de Cristo, entre Su partida y Su reaparición, y aquella de la unión de todos los cristianos con Él en el cielo, fue plenamente comprendido por aquel solo que la recibió. Fiel a través de la gracia a esta revelación, no teniendo otro objeto que guiara sus pasos, o dividiera su corazón, se ofrece como ejemplo. Siguió en verdad a Cristo, y si la forma de su vida fue peculiar a causa de la manera en que Dios le había llamado, es así también que deberían andar los cristianos que poseen esta revelación. Pablo habla de una dispensación encomendada a él.

No se había de volver la mirada de Cristo; se trata de tener puesta la mirada constantemente en Él. Insiste en esto el apóstol, que lo caracterizó y se da como ejemplo. El carácter de este mirar a Cristo era especial. No era un Cristo conocido sobre la tierra quien era su objeto, sino un Cristo glorificado que había visto en el cielo. Seguir adelante hacia este fin formaba el carácter de su vida, así como formaba la base de su enseñanza esta misma gloria de Cristo como un testimonio de la introducción de la justicia divina y de la posición de la asamblea. Puede así decir: «Sed seguidores de mí». Su mirada estaba siempre fija en el Cristo celestial, quien había resplandecido a sus ojos y todavía lo hacía a su fe.

Los filipenses tenían que andar juntos y hacer mención de aquellos que seguían el ejemplo del apóstol. Evidentemente era un período en el que la asamblea como un todo se había apartado mucho de su primer amor y de su condición normal. Había muchos que, si bien llevaban el nombre de Cristo y habían mostrado una vez su buena esperanza, de quienes con lágrimas hace referencia el apóstol, eran enemigos de la cruz de Cristo. La cruz en la tierra, en nuestra vida, responde a la gloria celestial en lo alto. El asunto aquí no es la asamblea en Filipos, sino la condición de la asamblea universal en su profesión externa. Muchos se hacían llamar cristianos que vinculaban a este gran nombre una vida con las cosas terrenales como su objeto. El apóstol no los reconocía, pero ellos estaban allí; no era una cuestión de disciplina local, sino una condición del cristianismo en la que incluso todos buscaban su propio interés. Y siendo espiritualmente rebajado y poco comprendido el Cristo de la gloria, muchos que no tenían vida en absoluto podían mezclarse sin ser detectados por los que tenían tan poca vida en sí mismos, que apenas si andaban mejor que ellos. No parece ser que los que hacían una mezcolanza de las cosas terrenales cometieran ningún mal que demandara una disciplina pública. El nivel espiritualmente bajo entre los verdaderos cristianos dejaba que los otros caminaran libremente con ellos; y la presencia de estos últimos degradaba aún más el patrón de una vida de piedad.

Este estado de cosas no pasaba desapercibido a la mirada espiritual del apóstol, que se concentraba en la gloria, discernía voluntariamente y de manera diáfana todo lo que no tuviera en ella su motivo, y el Espíritu nos ha dado este juicio divino de lo más grave y solemne con respecto a este estado de cosas. No podemos dudar que desde entonces ha empeorado la situación desarrollándose sus elementos hasta establecerse de un modo y proporciones muy distintos, pero los principios morales respecto a un andar determinado son siempre los mismos para la asamblea. El mismo mal se presenta para ser evitado, y los mismos medios eficaces están ahí para evitarlo. Tenemos el mismo bendito ejemplo a seguir, al mismo Salvador celestial, para que sea el objeto glorioso de nuestra fe, la misma vida en la cual vivir si deseamos ser cristianos de verdad.

Lo que caracterizaba a estas personas que profesaban el nombre de Cristo era que sus corazones se fijaban en las cosas terrenales. Así, la cruz no tenía su poder práctico, lo cual dado el caso hubiera sido una contradicción. Su fin era destruir. El verdadero cristiano no era así; su conversación estaba en el cielo y no en la tierra; su vida moral la pasaba en el cielo, sus verdaderas relaciones estaban allí. De ahí esperaba a Cristo como Salvador, que le liberara de la tierra y de su sistema alejado de Dios aquí abajo. Se considera siempre a la salvación en esta epístola como el resultado final del conflicto, el resultado debido al poder altísimo del Señor. Luego, cuando Cristo venga a tomar a la asamblea a Sí mismo, los cristianos verdaderamente celestiales serán como Él en Su gloria celestial, una semejanza que es el objeto de su carrera en todos los tiempos. Comparar 1 Juan 3:2. Cristo lo cumplirá en ellos, dando nueva forma a sus cuerpos de humillación según el poder por el cual puede someter todas las cosas a Sí mismo. Entonces, habrán alcanzado el fin el apóstol y todos los cristianos, la resurrección de entre los muertos.

Tal es el principio de este capítulo. Cristo visto en la gloria, es la fuente de energía para la vida cristiana, para ganarle a Él, de modo que todo lo demás sea estimado pérdida; como Cristo no ganándose ninguna reputación es la fuente que llena de gracia el andar, nosotros solemos sacrificar las dos partes de la vida cristiana, o cuando menos corremos tras una parte olvidándonos de la otra. Pablo resplandece singularmente en ambas. En el próximo capítulo, tenemos una superioridad de circunstancias. Ésta es también la experiencia y estado de Pablo, pues no hemos de olvidar que es la experiencia personal de Pablo la que discurre toda a través de –humanamente hablando– ningunos errores, no a través de perfecciones. La semejanza a Cristo en gloria es la única base para ello. En cuanto a este tercer capítulo, muchos han investigado si la cosa como fin era una asimilación espiritual de Cristo aquí, o una completa asimilación a Él en la gloria. Esto sería más bien olvidarnos del significado de lo que dice el apóstol, que la vista y el deseo de la gloria celestial, el deseo de poseer a Cristo mismo así glorificado, es lo que forma el corazón. Un objeto aquí abajo que fuera conseguido en uno mismo, no podía hallarse, pues Cristo está en lo alto; eso sería separar el corazón del objeto que lo forma a su propia semejanza. Aunque nunca alcancemos la meta aquí abajo, ya que se trata de un Cristo glorificado y de la resurrección de entre los muertos, sin embargo el querer alcanzarla nos asimila a Él cada vez más. El objeto en la gloria forma la vida que se corresponde con él aquí abajo. Si se trata de una luz al final de un largo y estrecho pasadizo, nunca poseeré la luz misma hasta que haya llegado allí; pero tendré una luz que aumenta su brillo en proporción con los pasos que avanzo, conociéndola mejor; así estoy yo mismo más en la luz. Igual sucede con un Cristo glorificado, y tal es la vida cristiana (comparar 2 Cor. 3).

 

Capítulo 4

Los filipenses debían estar firmes en el Señor. Esto es difícil cuando es reducido el tono general; es doloroso también, pues el andar de uno deviene mucho más solitario, y los corazones de los demás se vuelven estrechos. El Espíritu nos ha dado muy claramente el ejemplo, el principio, el carácter, y la fuerza de este andar. Con la mirada en Cristo todo es fácil, y la comunión con Él nos da luz y certidumbre. Merece la pena frente a todo el resto que tal vez perdemos.

El apóstol habló, no obstante, de manera suave acerca de esas personas, las cuales no eran como los falsos maestros judaizantes que corrompían las fuentes de vida y entorpecían el camino de la comunión con Dios en amor. O habían perdido esta vida de comunión, o no la tuvieron nunca, conservando sólo la apariencia. Lloraba por ellos.

Creo que el apóstol envió su carta por medio de Epafrodito, quien la escribió probablemente también  por dictado de aquél, como se hacía con todas las epístolas, excepto la escrita a los gálatas, la cual, tal como él nos dice, escribió de su propia mano. Cuando dice, por tanto, (cap. 4:3) «colaboradores míos», habla, como yo pienso, de Epafrodito, dirigiéndose a él.

También hace mención de dos hermanas que no eran de mente unánime cuando resistían al enemigo. En cada aspecto deseaba el apóstol unidad de corazón y de mente. Suplica a Epafrodito –si es que se trata de él– que como el siervo del Señor ayude a esas dos fieles mujeres que habían laborado conjuntamente con Pablo para esparcir el evangelio. Evodia y Síntique completaban quizás el número, haciéndolo probable un pensamiento afín. Su actividad, habiendo traspasado la medida de su vida espiritual, las atrapó en un ejercicio de la propia voluntad que las ponía en desacuerdo. A pesar de ello no fueron olvidadas, junto con Clemente y los demás, que eran colaboradores con el apóstol mismo, y cuyos nombres estaban en el libro de la vida. El amor por el Señor nos recuerda todo lo que hace Su gracia; y esta gracia tiene un lugar para cada uno de los Suyos.

El apóstol regresa a las exhortaciones prácticas dirigidas a los fieles, respecto a su vida cotidiana, para que pudieran andar conforme a su llamamiento celestial. «Regocijaos en el Señor». Si incluso después derrama sus lágrimas por los muchos que se llaman cristianos, se regocija siempre en el Señor, en Él está lo que nada puede alterar. No se trata de ninguna indiferencia hacia el sufrimiento que entorpece el llanto, sino de una fuente de gozo que se propaga cuando aparece la angustia, a causa de su inmutabilidad, y que deviene todavía tanto más pura en el corazón cuanto que deviene la única. Es en sí misma la única fuente infinitamente pura. Cuando es nuestra única fuente, por ella misma amamos a los demás. Si les amamos a ellos, más que a Él, perdemos algo de Él. Cuando somos arrancados de todas las demás fuentes, a través de un ejercicio de corazón, Su gozo permanece en toda su pureza, y nuestro interés por otros participa en esta misma pureza. Nada hay que perturbe este gozo, porque Cristo nunca cambia. Cuando mejor le conocemos, mejor podemos disfrutar de lo que siempre se propaga a través de Su conocimiento. Se exhorta a los cristianos a regocijarse; un testimonio de la dignidad de Cristo, la verdadera porción de ellos. Cuatro años encadenado en prisión no le impidieron dar esta exhortación, ni aun cuando hubiera podido exhortar a otros en mejores condiciones que él.

Esta misma cosa los convertirá en moderados y mansos; sus pasiones no las excitarán otras cosas si es que gozan de Cristo. Él viene. Aún un poco más, y todo por lo que los hombres luchan dejará el lugar a Aquel cuya presencia reprime la voluntad –más bien la pone de lado– y llena el corazón. Nosotros no tenemos que dejarnos llevar por las cosas de aquí abajo hasta que Él venga. Cuando haya venido, estaremos plenamente ocupados con otras.

No sólo las pasiones y la voluntad han de ser reprimidas y silenciadas, sino también las ansiedades. Estamos en una relación con Dios; en todas las cosas Él es nuestro refugio, y los sucesos no nos estorban. Él conoce el fin desde el principio. Todo lo conoce con antelación. Lo que sucede no estremece Su trono ni Su corazón; los sucesos son siempre cumplimiento de Sus propósitos. Para nosotros, Él es amor; somos por gracia los objetos de Su tierno cuidado. Él nos escucha e inclina Su oído para llegarlo a nosotros. En lugar de inquietarnos por todas las cosas, y sopesarlas en nuestro corazón, deberíamos presentar nuestras peticiones a Dios con oración, con súplicas y desde un corazón que se hace conocer –pues somos humanos–, pero con el conocimiento del corazón de Dios –pues Él nos ama perfectamente. De manera que, cuando le hagamos nuestra petición, podemos darle gracias porque estamos seguros de la respuesta de Su gracia, sea la que sea; son nuestras peticiones las que tenemos que presentarle. No se trata de un frío mandamiento para indagar acerca de Su voluntad, y ya está. Tenemos que venir con nuestras súplicas. Aquí no se dice: tendréis lo que pedís, sino: la paz de Dios guardará vuestros corazones. Esto es confianza; y Su paz, la paz de Dios mismo, guardará nuestros corazones. No se refiere a que éstos vayan a ser guardianes de la paz de Dios, antes al contrario, habiendo arrojado sobre Él nuestra carga, la paz del cual nadie puede perturbar los guardará. Nuestras ansiedades están delante de Él, y la paz constante del amor de Dios, que se cuida de todo y conoce todo de antemano, tranquiliza nuestros angustiados corazones y nos transmite la paz que está en Sí mismo y sobrepuja a todo entendimiento –o cuando menos, guarda nuestros corazones por ella–, así como Él mismo está sobre todas las circunstancias que pueden acongojarnos, y por encima del pobre corazón humano atribulado por ellas. ¡Oh, qué gracia que incluso nuestras ansiedades sean un medio de que seamos llenos de esta paz maravillosa si sabemos cómo traerlas delante de Dios! ¡Y cuán fiel es Él! ¡Que podamos aprender cómo mantener esta comunión con Dios y su realidad, para poder conversar con Él y comprender Sus caminos con los creyentes!

Aunque ande el cristiano en medio del mal y de la prueba, tiene que ocuparse con todo lo que es bueno, y debe ser capaz de hacer el bien cuando tiene esta paz y vive en esta atmósfera que impregna su corazón, acostumbrado a encontrarse con Dios donde puede ser hallado. Éste es un mandamiento muy importante. Podemos estar ocupados con el mal para condenarlo, lo cual es justo, pero no es una comunión con Dios en lo que es bueno. Si a través de Su gracia nos ocupamos de lo que es bueno, de lo que viene de Él mismo, luego el Dios de paz está con nosotros. Tendremos en la aflicción la paz de Dios. En nuestra vida diaria, sea de esta naturaleza, tendremos al Dios de la paz. Pablo era el ejemplo práctico de esto. Respecto al andar de ellos, hallarían que Dios estaba con ellos si seguían tras lo que habían aprendido y escuchado de Él, y visto en Él.

Sin embargo, si bien era ésta su experiencia, el apóstol se regocijaba grandemente en que el amor de ellos por él hubiera florecido otra vez. Podía encontrar refugio en el Señor, evidentemente, pero ésta era la ocasión para una confianza más completa en Dios. Podemos deducirlo fácilmente de su manera de hablar. Añade delicadamente que, si la solicitud por él había florecido en ellos nuevamente, no implicaba que jamás le hubieran olvidado. Esta solicitud por el apóstol estaba en sus corazones, pero nunca tuvieron la oportunidad de expresar su amor a través de ella. El apóstol no se quejaba de ninguna falta del mismo, pues había aprendido a conformarse bajo toda clase de circunstancias, y no dependía así de nadie. Sabía cómo humillarse, sabía cómo ser abundante; en cada manera fue instruido tanto para la abundancia como para la escasez. Todo lo podía a través de Aquel que le fortalecía. Dulce y preciosa experiencia, que no solamente nos da la capacidad para saber movernos en las circunstancias que encontramos, sino porque al Señor se le conoce como el fiel, constante y poderoso amigo del corazón. No es «todo lo puedo», sino «todo lo puedo en Cristo que me fortalece». Es una fortaleza que se deriva continuamente de una relación con Cristo, de una alianza con Él mantenida en el corazón. Tampoco es «uno lo puede todo». Esto es cierto; pero Pablo lo había aprendido con la práctica. Sabía de lo que podía estar seguro y en qué confiar, conocedor del terreno donde estaba. Cristo siempre le había sido fiel, le trajo a través de tantas dificultades y épocas de prosperidad que había aprendido a confiar en Él, no en las circunstancias. Y Cristo era siempre el mismo. Los filipenses habían actuado bien, no les sería dejado en olvido. Desde el primero de ellos, Dios había otorgado Su gracia a todos, ya que suplieron la necesidad del apóstol aun cuando no permanecía con ellos. Él recordaba esto con afecto, y no deseaba ningún presente, sino fruto que pudiera sumarles en su cuenta. Dice él «todo lo tengo», y su corazón volvía a la sencilla expresión de su amor. Estaba en abundancia después de recibir por medio de Epafrodito lo que le habían enviado, un sacrificio aceptable de dulce fragancia, agradable a Dios.

Su corazón reposaba en Dios; su seguridad respecto a los filipenses la expresa con las palabras: «Mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades». No expresa el deseo de que Dios lo haga así. Había aprendido lo que era su Dios a través de la experiencia. Mi Dios, dice él, a quien he aprendido a conocer en todas las circunstancias que he atravesado, os llenará con cosas buenas. Y aquí vuelve a tocar Su carácter tal como lo había conocido. Dios lo realizaría conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús. Aquí había aprendido a conocerle en el principio. Y como Él es, le había conocido por toda su variada senda, tan llena de pruebas y goces de lo alto. Concluye, pues, en consonancia: «A nuestro Dios y Padre –pues tal era Él para los filipenses también– sea la gloria por los siglos de los siglos». Aplica su propia experiencia de lo que Dios era para él, y su experiencia de la fidelidad de Cristo a los filipenses. Esto satisfacía su corazón y le daba descanso en cuanto a ellos. Un consuelo cuando pensamos en la asamblea de Dios.

Manda saludos de los hermanos que estaban con él, y de los santos en general, especialmente de los de la familia de César. También allí halló Dios a quienes por gracia escucharon Su voz de amor.

Termina con el saludo que en todas las epístolas es señal que eran de él.

El estado actual de la asamblea, de los hijos de Dios dispersos por doquier, a menudo como ovejas sin pastor, es una condición muy diferente de ruina de la que nos escribió Pablo, la cual no puede por menos que aumentar el valor de la experiencia del apóstol, y que Dios se ha complacido en darnos. La experiencia de un corazón que confió en Dios solo, que la aplica a la condición de aquellos privados de los recursos naturales propios del Cuerpo organizado, del Cuerpo de Cristo como Dios lo formó sobre la tierra. En general, la epístola muestra la propia experiencia del cristiano, esto es, la superioridad al andar en el Espíritu sobre todas las cosas que tenemos que pasar. Es notable ver que el pecado no se menciona en ella, ni la carne, salvo que se dice que el apóstol no confiaba en ella.

En aquel entonces, tenía un aguijón en la carne, pero la propia experiencia del cristiano es la de andar en el Espíritu sobreponiéndose a todo lo que pueda traer a la carne bajo actividad.

El lector observará que el capítulo 3 expone la gloria delante del cristiano, y da la energía de la vida cristiana; el capítulo 2, la abnegación y humillación de Cristo, fundando sobre ellas la gracia que capacita para la vida cristiana, y la consideración de los demás, mientras que el último capítulo da una bendita superioridad sobre todas las circunstancias.

 

horizontal rule

 

 

Referencias

[1] Léase en el versículo 7, como en el margen: «por cuanto os tengo en el corazón» [«por cuanto me tenéis en el corazón», reza la versión de JND – NdelT]

[2] Hallaremos todo el principio de una vida que era la expresión del poder del Espíritu de Dios manifestado en ella. Señala esto, que el pecado, o la carne como obrando mal en nosotros, no se menciona en la epístola, sino que da las formas y los rasgos de la vida de Cristo; pues si vivimos en el Espíritu, deberíamos andar en el Espíritu. Veremos la capacidad de la gracia en la vida cristiana (cap. 2), la energía de la vida cristiana (cap.3); y su superioridad a todas las circunstancias (cap.4). El primer capítulo descubre más el corazón del apóstol en cuanto a sus circunstancias y sentimientos reales, como era natural. La exhortación empieza con el capítulo 2. Incluso en el capítulo 1, encontramos al apóstol completamente superior a las circunstancias en el poder de la vida espiritual.

[3] En la primera edición, tomé esto como el efecto del encarcelamiento del apóstol en suscitar la fe de los que eran inactivos, cuando él era activo. Y éste sería el sentido de la traducción inglesa, siendo un principio cierto. Parece que la fuerza de las palabras es «tengo confianza en mis cadenas». Corrían el peligro de sentir vergüenza de él, igual que si de un malhechor se tratase.

[4] Hay una fe bendita en esto. Pero luego un hombre debería haber hecho de la obra su vida. «Porque para mí el vivir es Cristo». Si así es, si la obra prospera, él prospera. Si Cristo es glorificado, él está contento aun cuando el Señor le haya puesto a un lado.

[5] Nótese también que no se debe a lo que Él sufrió, como el efecto de Su sumisión a la voluntad de Dios en la posición que tomó, que Cristo sea presentado como nuestro modelo. Es en Su humillación voluntaria, el hecho de que en amor Él asumió el último –el más bajo– lugar, que nosotros somos llamados a seguirle. El amor sirve, se humilla presto a tomar la más insignificante posición –insignificante según el orgullo del hombre–, para poder servir, y en este servicio se deleita. Cristo actuó desde el amor; escogió servir, tomar el lugar bajo, y supo humillarse. ¿Y nosotros?

[6] No, por descontado, como estando a la diestra de Dios –esto era personal.

 

Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz

 

. . . . . .    Volver a ESTUDIO   . . . . . .

. . . . . .    Volver a la página principal   . . . . . .