SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA

— EL EVANGELIO SEGÚN MATEO —

Descargar PDF

 

INTRODUCCIÓN

Consideremos ahora el Evangelio según Mateo. Este Evangelio nos presenta a Cristo bajo el carácter de Hijo de David y de Abraham, es decir, en relación con las promesas hechas a Israel, pero le presenta además como Emanuel, Jehová el Salvador, porque tal era el Cristo. Es Él quien, si hubiese sido recibido, debería haber cumplido las promesas (y lo hará en un futuro) a favor de este amado pueblo. Este Evangelio es, de hecho, la historia de Su rechazo por el pueblo, y consecuentemente de la condenación del pueblo mismo, hasta donde alcanzaba su responsabilidad (puesto que los designios de Dios no pueden fallar), y la sustitución por aquello que Dios iba a introducir de acuerdo a Su propósito.

En proporción a cómo se desarrolla el carácter del Rey y del reino, y cómo suscita la atención de los guías del pueblo, estos se le oponen, y se privan a ellos mismos así como al pueblo que los sigue de todas las bendiciones relacionadas con la presencia del Mesías. El Señor les declara las consecuencias de ello, y muestra a Sus discípulos la posición del reino que se establecerá en la Tierra después de Su rechazo, y también las glorias que resultarían del mismo para Él y para Su pueblo junto a Él. Y en Su persona, y en lo que se refiere a Su obra, la fundación de la Asamblea es también revelada, la iglesia como erigida por Él mismo. En una palabra, en consecuencia a Su rechazo por Israel, primero se revela el reino tal como existe ahora (cap. 13), luego la iglesia (cap. 16), y luego el reino en la gloria (cap. 17).

Finalmente, después de Su resurrección, una nueva comisión dirigida a todas las naciones es dada a los apóstoles enviados por Jesús como el resucitado.1

 

CAPÍTULO 1

Siendo el objeto del Espíritu de Dios en este Evangelio presentar a Jehová consumando las promesas hechas a Israel, y las profecías que se refieren al Mesías (y nadie puede dejar de verse impresionado con el número de referencias a su cumplimiento), comienza con la genealogía del Señor, empezando desde David y Abraham, los dos linajes de los que brotó la genealogía Mesiánica, y a los cuales habían sido hechas las promesas. La genealogía se divide en tres períodos conforme a tres grandes divisiones de la historia del pueblo: desde Abraham al establecimiento de la realeza en la persona de David, desde el establecimiento de la realeza hasta la cautividad, y desde la cautividad hasta Jesús.

Podemos observar que el Espíritu Santo menciona en esta genealogía los graves pecados cometidos por las personas cuyos nombres se dan, magnificando la soberana gracia de Dios que pudo dar un Salvador en relación con pecados tales como los de Judá, con una pobre Moabita introducida en Su pueblo, y con crímenes como los de David.

Es la genealogía legal la que se da aquí, es decir, la genealogía de José, de quien Cristo era el heredero legítimo según la ley judía. El evangelista ha omitido tres reyes de la familia de Acab, para tener catorce generaciones en cada período. También se omite a Joacaz y a Joacim. El objeto de la genealogía no queda afectado en absoluto por esta circunstancia. El propósito era darla corno reconocida por los judíos, y todos los reyes eran bien conocidos por todos.

Mateo relata brevemente los hechos concernientes al nacimiento de Jesús, hechos que son de infinita y eterna importancia no solo para los judíos, para quienes eran de interés inmediato, sino también para nosotros, hechos en los cuales Dios se ha dignado unir Su propia gloria con nuestros intereses, con el hombre.

María se hallaba desposada con José. Su descendencia era en consecuencia la de José legalmente, en lo que se refiere a los derechos de herencia; pero el hijo que llevaba en su interior era de origen divino, concebido por el poder del Espíritu Santo. Un ángel de Jehová es enviado como instrumento de la providencia, para satisfacer la tierna conciencia y el recto corazón de José, comunicándole que aquello que María había concebido era del Espíritu Santo.

Podemos señalar aquí que el ángel se dirige a José en esta ocasión como a «Hijo de David». El Espíritu Santo dirige así nuestra atención a la relación de José (padre supuesto de Jesús) con David, siendo María llamada su esposa. El ángel da al mismo tiempo el nombre de Jesús (es decir, Jehová el Salvador) al niño que había de nacer. Aplica este nombre a la liberación de Israel de la condición en la que el pecado les había sumido.2 Todas estas circunstancias sucedieron para consumar lo que Jehová había dicho por boca de Su profeta: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarán su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros.»

Aquí está pues lo que el Espíritu de Dios nos presenta en estos pocos versículos: a Jesús, el Hijo de David, concebido por el poder del Espíritu Santo; Jehová, el Salvador, que libera a Israel de sus pecados; Dios con ellos, el que cumplió aquellas maravillosas profecías que, con más o menos claridad dibujaban el perfil que solamente el Señor Jesús podía llenar.

José, hombre justo, sencillo de corazón y obediente, discierne sin dificultad la revelación del Señor y la obedece.

Estos títulos marcan el carácter de este Evangelio, es decir, la manera en que Cristo es presentado en él ¡Y qué maravillosa es la revelación de Aquel por quien la palabra y las promesas de Jehová habían de cumplirse! ¡Que fundamento de verdad para la comprensión de lo que esta gloriosa y misteriosa Persona era, de quien el Antiguo Testamento había dicho suficiente para despertar los deseos y confundir las mentes del pueblo al que Él fue dado!

Nacido de mujer, nacido bajo la ley, heredero de todos los derechos de David según la carne, también el Hijo de Dios, Jehová el Salvador, Dios con Su pueblo, ¿quién podría comprender o sondear el misterio de Su naturaleza, en quien todas estas cosas se combinaban? Su vida, según veremos, expone la obediencia del hombre perfecto, las perfecciones y el poder de Dios.

Los títulos que acabamos de nombrar, y que leemos en los versos 20-23 de este primer capítulo, están relacionados con Su gloria en medio de Israel, es decir, el heredero de David, Jesús el Salvador de Su pueblo, y Emanuel. Su nacimiento por virtud del Espíritu Santo cumplió el Salmo 27 en cuanto a Él como hombre nacido en la Tierra. El nombre de Jesús y Su concepción por el poder del Espíritu Santo estaban sin duda más allá de esta relación, pero están ligados también de un modo especial con Su posición en Israel.3

 

CAPÍTULO 2

Así nacido, así caracterizado por el ángel y cumpliendo las profecías que anunciaban la presencia de Emanuel, es formalmente reconocido como Rey de los judíos por los gentiles, que son guiados por la voluntad de Dios actuando en los corazones de los magos.4 Es decir, hallamos al Señor, Emanuel, el Hijo de David, Jehová el Salvador, el Hijo de Dios, nacido Rey de los Judíos, reconocido por los principales de los gentiles. Este es el testimonio de Dios en el Evangelio de Mateo, y el carácter en que Jesús es ahí presentado. Después, en la presencia de Jesús así revelado, vemos a los líderes de los judíos en relación con un rey extranjero, conociendo, sin embargo, como un sistema las revelaciones de Dios en Su palabra, pero totalmente indiferentes a Aquel que era su objeto; y a ese rey, enemigo acérrimo del Señor, del verdadero Rey y Mesías, procurando darle muerte.

La providencia de Dios cuida del niño nacido a Israel, empleando medios que ponen plenamente en evidencia la responsabilidad de la nación, y que al mismo tiempo cumplen todas las intenciones de Dios con respecto a este único remanente verdadero de Israel, esta única fuente de esperanza para el pueblo. Porque, fuera de Él, todo se vendría abajo y sufriría las consecuencias de estar en relación con el pueblo.

Descendido a Egipto para evitar el cruel designio de Herodes de quitarle la vida, deviene el verdadero Vástago; reinicia (moralmente) la historia de Israel en su propia Persona, así como (en un sentido más amplio) la historia del hombre como el segundo Adán en relación con Dios; solo que para ello debe tener lugar Su muerte, por todos, sin duda, para bendición. Pero Él era el Hijo de Dios y Mesías, luego Hijo de David. Pero para tomar su propio puesto como Hijo del Hombre debía primero morir (vease Juan 12). Es no solamente la profecía de Oseas «De Egipto llamé a mi Hijo» que así se aplica a este verdadero comienzo de Israel en gracia (como el amado de Dios) y de acuerdo con Sus designios (habiendo el pueblo fracasado enteramente, de modo que sin esto, Dios debiera haberlos cortado). Hemos visto en Isaías a Israel el siervo dando lugar a Cristo el Siervo, que reúne al remanente fiel (los hijos que Dios le ha dado mientras esconde su rostro de la casa de Jacob) que viene a ser el núcleo de la nueva nación de Israel según Dios. El capítulo 49 de ese profeta muestra la transición de Israel a Cristo de manera notable. Además, esta es la base de toda la historia de Israel, contemplado como habiendo fracasado bajo la ley, y siendo restablecido en gracia. Cristo es moralmente el nuevo linaje del que brotan (compárese Isaías 49:3, 5). 5

Habiendo Herodes muerto, Dios lo da a conocer a José en un sueño, mandándole que regrese con el niño y su madre a la tierra de Israel. Debemos resaltar que la tierra es aquí mencionada por el nombre que recuerda a los privilegios otorgados por Dios. No es Judea ni Galilea, es «la tierra de Israel». Pero, ¿puede el Hijo de David, al entrar en ella, ir al trono de Sus padres? No, debe tornar el lugar de un extranjero entre los menospreciados de Su pueblo. Dirigido por Dios mediante un sueño, José le lleva a Galilea, cuyos habitantes eran objeto de soberano desprecio por parte de los judíos, como no estando en relación habitual con Jerusalén y Judea, la tierra de David, de los reyes reconocidos por Dios, y del templo, y donde aún el dialecto de la lengua común a ambos evidenciaba su separación práctica de la parte de la nación que, por el favor de Dios, había retornado a Judea desde Babilonia.

En la misma Galilea, José se establece en un lugar cuyo mero nombre era una tacha para quien habitara allí, y una mancha sobre su reputación.

Tal era la posición del Hijo de Dios cuando vino a este mundo, y tal la relación del Hijo de David con Su pueblo cuando, por gracia y según los designios de Dios, estuvo entre ellos. Por una parte Emanuel, Jehová su Salvador, por otra el Hijo de David; pero, al tomar Su lugar entre Su pueblo, asociado con los más pobres y menospreciados del rebaño, refugiado en Galilea de la iniquidad de un falso rey, quien, mediante la ayuda de los gentiles de la cuarta monarquía (Roma), reinaba sobre Judea, y con quien los sacerdotes y gobernantes del pueblo se hallaban relacionados; estos últimos, infieles a Dios e insatisfechos con los hombres, detestando orgullosamente un yugo que sus pecados habían traído sobre ellos, y que no se atrevían a sacudirse de encima, si bien no eran suficientemente sensibles a sus pecados como para someterse a él como al justo castigo de Dios. Así es como el Mesías nos es presentado por este evangelista, o más bien por el Espíritu Santo, en relación con Israel.

 

Capítulo 3

Comenzamos ahora en este capítulo Su verdadera historia. Juan el Bautista viene para preparar el camino de Jehová delante de él, según la profecía hecha a Isaías, anunciando que el reino de los cielos está cerca y suscitando el arrepentimiento del pueblo. Con motivo de estas tres cosas, el ministerio de Juan a Israel caracteriza a este evangelio. En primer lugar, Jehová el Señor mismo iba a venir. El Espíritu Santo omite las palabras "para nuestro Dios" al final del versículo, porque Jesús viene como hombre en humillación, aunque al mismo tiempo reconocido como Jehová, y tal como era considerado Israel no podían aspirar a decir "nuestro". En segundo lugar, el reino de los cielos6 estaba cerca (esta nueva dispensación que sustituiría aquella que, propiamente hablando, pertenecía al Sinaí, donde el Señor había hablado en la Tierra). En esta nueva dispensación "los cielos deberían reinar", siendo la fuente y el carácter de la autoridad de Dios en el Cristo. En tercer lugar, el pueblo, al contrario de verse bendecido en su actual condición, era llamado al arrepentimiento debido a que este reino se acercaba. Por lo tanto, Juan se dirige al desierto apartándose de los judíos, con los que no podía asociarse porque éste vino en camino de justicia (cap. 21:32). Su comida va a ser la que encuentra en el desierto (incluso sus vestiduras proféticas son un testimonio de la posición que pasó a ocupar de parte de Dios), lleno del Espíritu Santo.

De este modo fue un profeta, pues vino de Dios, y se llamaba a sí mismo profeta cuando se dirigía al pueblo de Dios para que se arrepintieran, y anunció las bendiciones de Dios conforme a las promesas de Jehová el Dios de ellos. Pero él era más que un profeta, pues declaraba la inmediata introducción de una dispensación nueva, largamente esperada, y el advenimiento del Señor en Persona. Aunque también vino a Israel, no reconoció al pueblo, porque habían de ser juzgados, el suelo para trillar de Jehová había de ser purificado, y los árboles que no llevaban fruto tenían que ser cortados. Sólo sería un remanente el que Jehová situara en la nueva posición en el reino que él anunciaba, sin ser revelada la manera como iba a ser establecido. Juan anunciaba el juicio del pueblo.

¡Qué hecho de inconmensurable grandeza era la presencia del Señor Dios en medio de Su pueblo, en la Persona de Aquel que, aun siendo fuera de dudas la consumación de todas las promesas, era necesariamente, aunque rechazado, el que juzgaría todo el mal que existía entre Su pueblo!

Cuanto más margen de verdadera aplicación demos a estos pasajes, es decir, cuanto más los apliquemos a Israel, tanto más retendremos su verdadera fuerza7.

No hay duda de que el arrepentimiento es una necesidad eterna para cada alma que viene a Dios. Pero ¡qué luz se arroja en esta verdad cuando interviene el Señor mismo, que llama a Su pueblo al arrepentimiento y pone aparte (por haber rehusado) el sistema entero de sus relaciones con Él, y establece una nueva dispensación (un reino que sólo pertenece a aquellos que le escuchan), causando finalmente la ejecución de su juicio sobre Su pueblo y sobre la ciudad que Él tanto había estimado!  "Si también tú conocieses, y de cierto en este tu día, lo que es para tu paz! Mas ahora está oculto a tus ojos."

Esta verdad da lugar a que otra de más importante y elevada sea expuesta, y se anuncia con relación a los derechos soberanos de Dios antes que con sus consecuencias, pero conteniendo ellos mismos todas estas consecuencias. La muchedumbre de todos lugares, y como veremos en adelante, los impíos y menospreciados, salieron confesando sus pecados para ser bautizados. Pero aquellos que, a sus propios ojos, sostenían el principal lugar entre el pueblo, eran a los ojos del profeta, quien amaba al pueblo conforme a Dios, los objetos del juicio que anunciaba. La ira era inminente. ¿Quién había advertido a aquellos escarnecedores que huyeran de ella? Veamos si se humillan como el resto, toman su lugar apropiado y demuestran que su corazón ha cambiado. El jactarse de los privilegios de su nación o de los de sus padres, traía sin cuidado a Dios. Él exigía lo que Su misma naturaleza y Su misma verdad demandaban. Además, Él es soberano, capaz de hacer crecer de las piedras hijos a Abraham. Y esto es lo que su soberana gracia ha hecho, por Cristo, en lo que respecta a los gentiles. Había una realidad necesaria. El hacha estaba puesta a la raíz de los árboles, y los que no llevaban buen fruto debían ser cortados. Este es el gran principio moral que el juicio iba a reflejar con fuerza. El golpe no había sido propiciado todavía, pero el hacha se hallaba ya en la raíz de los árboles. Juan había venido para llevar a los que recibieran su testimonio a una nueva posición, cuando menos a un nuevo estado de cosas para el que estaban siendo preparados. Según se arrepintieran o no, él los distinguiría del resto mediante el bautismo. Pero Aquel que venía después de Juan (Aquel cuyo calzado Juan era incapaz de llevar) purificaría hondamente Su suelo, separaría aquellos que eran verdadera y moralmente suyos, de entre Su pueblo Israel (que era Su suelo), y ejecutaría el juicio sobre los demás. Por su parte, Juan estaba abriendo la puerta al arrepentimiento. Después, acontecería el juicio.

El juicio no era la única obra atribuida a Jesús. No obstante, hay dos cosas que le son imputadas en el testimonio de Juan: Él bautiza con fuego (esto es, el juicio anunciado en el versículo 12, que consume aquello que es malo). Pero Él bautiza también con el Espíritu Santo (aquel Espíritu que, dado al hombre y actuando con divina energía en él, dándole vida, redimiéndole y lavándole en la sangre de Cristo), lo separa de toda influencia de aquello que actúa en la carne, y lo sitúa en relación y en comunión con todo lo revelado de Dios, con la gloria dentro de la cual Él trae a Sus criaturas en la vida que Él transmite, y destruye moralmente en nosotros el poder de todo lo que es contrario al disfrute de estos privilegios.

Observemos aquí que el único buen fruto que Juan reconoce, como vía de escape, es la confesión sincera, por medio de la gracia, del pecado. Sólo aquellos que hacen esta confesión escapan del hacha. No había realmente árboles buenos salvo aquellos que confesaban que eran malos.

¡Pero qué momento más solemne para el pueblo amado de Dios era este! ¡Qué acontecimiento tal la presencia de Jehová en medio de la nación con la que Él seguía relacionado!

Démonos cuenta de que Juan el Bautista no presenta aquí al Mesías como el Salvador venido en gracia, sino como la Cabeza del reino, como Jehová, quien ejecutaría juicio si el pueblo no se arrepentía. Más adelante veremos la posición que Él tomó en gracia.

En el versículo 13, Jesús mismo, que hasta ahora ha sido presentado como el Mesías, y aun como Jehová, viene a Juan para ser bautizado con el bautismo del arrepentimiento. Acudiendo a este bautismo era el único buen fruto que un judío, en su condición de entonces, podía producir. El hecho mismo demostraba ser el fruto de una obra de Dios (de la obra eficaz del Espíritu Santo). El que se arrepiente confiesa que anteriormente ha caminado apartado de Dios. Así que es un nuevo avivamiento, el fruto de la palabra de Dios y de la obra en él, la señal de una vida nueva, de la vida del Espíritu en su alma. Por el mismo hecho de la misión de Juan, no existía otro fruto ni ninguna otra prueba aceptable de vida de Dios en un judío. No debemos inferir de ello que no hubiese habido nadie en quien el Espíritu actuara de forma vital, pero en esta condición del pueblo, y conforme a la llamada de Dios por parte de Su siervo, esa era la prueba de esta vida (del retorno del corazón a Dios). Estos eran el verdadero remanente del pueblo, aquellos que Dios reconocía como tales, y de esta manera fueron separados de la masa restante que se encontraba ya lista para el juicio. Estos eran los verdaderos santos (los excelentes de la Tierra, aun cuando la propia humillación de arrepentirse pudiera ser su único lugar verdadero), lugar en el que debían comenzar. Cuando Dios produce misericordia y justicia, ellos se sirven de la primera con gratitud, confesando que es su único recurso, e inclinan su corazón ante la segunda, como el resultado justo de la condición del pueblo de Dios, pero aplicándosela a ellos mismos.

Ahora Jesús se presenta a Sí mismo en medio de aquellos que actúan así. Siendo verdaderamente el Señor, Jehová, el Juez justo de Su pueblo que tenía que purificar Su suelo, no obstante toma Su lugar entre el remanente fiel que se humilla antes de este juicio. Él ocupa el lugar de los denigrados de Su pueblo delante de Dios, como en el Salmo 16 llama Jehová a Su Señor, diciéndole: "No hay para mí bien fuera de ti"; y dice a los santos y a los excelentes de la Tierra: "todo mi deleite está en ellos". Perfecto testimonio de la gracia (el Salvador identificándose, conforme a Su gracia, con el primer movimiento del Espíritu en los corazones de Su propio pueblo, humillándose no solamente en gracia condescendiente hacia ellos, sino ocupando Su lugar como uno de ellos en su verdadera posición delante de Dios; no meramente para consolar sus corazones mediante tal muestra de afecto, sino para mostrarse compasivo ante su dolor y dificultades. Con el fin de ser el modelo, la fuente, y la expresión perfecta de cada sentimiento en línea con su posición.

Con el Israel impío e impenitente no podía asociarse el Señor, pero con el primer efecto vital de la Palabra y del Espíritu de Dios en los menesterosos del rebaño sí podía, y se asociaba a ellos en gracia. Ahora hace lo mismo. Con un primer paso bien dirigido, y este paso proviniendo de Dios, es hallado Cristo.

Pero aún había más. Él viene para traer a aquellos que creían en Él a una relación con Dios, según el favor que se hallaba en una perfección como la suya, y en el amor que, al apoyar la causa de Su pueblo, satisfacía el corazón del Señor, y, habiendo glorificado perfectamente a Dios en todo lo que Él es, hizo posible que Él mismo se satisficiera con la bondad. Sabemos bien que para hacer esto, el Salvador tuvo que poner Su vida, pues la condición del judío, así como la de cada hombre, requería este sacrificio antes de que el uno o el otro pudieran tener relación alguna con el Dios veraz. E incluso para ello el amor de Jesús no falló. Así que Él está aquí conduciéndolos al goce de la bendición expresada en Su Persona, que debía quedar firmemente asentada en ese sacrificio. Bendición que ellos debían alcanzar por el camino del arrepentimiento, al cual entraban mediante el bautismo de Juan, el que Jesús recibió junto con ellos, para que marcharan adelante hasta poseer todas las cosas buenas que Dios tenía preparadas para aquellos que le aman.

Sintiendo Juan la dignidad y la excelencia de la Persona de Aquel que vino a él, se opone a la intención del Señor. Con ello, el Espíritu Santo quiere destacar el verdadero carácter de la acción de Jesús. Por lo que respecta a Él, era la justicia lo que le llevó allí, y no el pecado (justicia que Él llevó a cabo en amor). Él, igual que Juan el Bautista, consumó lo relativo al lugar que Dios le había asignado. ¡Con qué condescendencia se vincula Él al mismo tiempo con Juan: "conviene que cumplamos"! Él es el Siervo humilde y obediente. Fue así como se comportó siempre en esta Tierra. Además, en cuanto a Su posición, la gracia llevó allí a Jesús, donde el pecado nos llevó a nosotros, quienes entramos por la puerta que el Señor había abierto para Sus ovejas. Confesando el pecado tal como éste era, acudiendo delante de Dios en la confesión (lo contrario del pecado moralmente) de nuestro pecado, nos hallamos en compañía de Jesús8. En realidad, es el fruto del Espíritu en nosotros. Este fue el caso con los pobres pecadores que salieron a Juan. Así fue como Jesús tomó Su lugar en justicia y en obediencia en medio de los hombres, y más exactamente en medio de los judíos penitentes. Es en esta posición de un Hombre (justo, obediente, y cumpliendo en esta Tierra, en humildad perfecta, la obra para la cual se había ofrecido en gracia, conforme al Salmo 40, dándose a la consumación de toda la voluntad de Dios en completa abnegación) que Dios Su Padre le reconoció plenamente, y le puso Su sello, declarándole en la Tierra ser Su Hijo amado.

Después de bautizado (la prueba más palmaria del lugar que había tomado con Su pueblo), los cielos son abiertos a Él y ve al Espíritu Santo descendiendo sobre Su cabeza como paloma. Y he aquí una voz del cielo que dijo: "Este es mi hijo amado en quien tengo complacencia".

Pero estas circunstancias requieren nuestra atención.

Nunca fueron abiertos los cielos a la Tierra, ni al hombre sobre la Tierra, antes de que el Hijo amado se encontrara allí9. Dios había, indudablemente, en Su paciencia y en providencia, bendecido a todas las criaturas. Él había también bendecido a Su propio pueblo, conforme a las normas de Su gobierno sobre la Tierra. Además, estaban los elegidos, a quienes había guardado en fidelidad. No obstante, hasta ahora no se habían abierto los cielos. Un testimonio había sido enviado por Dios con relación a Su gobierno en la Tierra, pero no existía ningún objeto en la Tierra sobre el cual el ojo de Dios pudiera reposar con complacencia, hasta que Jesús, sin pecado y obediente, Su Hijo amado, estuvo allí. Pero lo que es precioso para nosotros es que en gracia presta Él toma públicamente Su lugar de humillación con Israel (es decir, con el remanente fiel, presentándose Él mismo delante de Dios, cumpliendo Su voluntad), y los cielos se abren sobre un objeto digno de su atención. Indudablemente era Él digno de su adoración, antes incluso de que el mundo fuese. Pero ahora Él acaba de tomar este lugar en las relaciones de Dios como un Hombre, y los cielos se abren a Jesús, el objeto de todo el afecto de Dios sobre la Tierra. El Espíritu Santo desciende sobre Él visiblemente. Y Él, un Hombre en la Tierra, un Hombre ocupando Su lugar con los mansos del pueblo que se arrepentían, es reconocido como el Hijo de Dios. No solamente Él es el ungido de Dios, sino, como Hombre, es consciente del descenso del Espíritu Santo sobre Él (el sello del Padre puesto sobre Él). Aquí no es evidentemente Su naturaleza divina como Hijo eterno del Padre. Ni aun el sello sería en conformidad con este carácter; y no obstante en cuanto a Su Persona es manifestada esta naturaleza, teniendo conciencia de ello, a los doce años de edad en el evangelio de Lucas. Pero mientras Él es tal, también es un Hombre, el Hijo de Dios sobre la Tierra, y es sellado como un Hombre. Como un Hombre posee el conocimiento de la presencia inmediata del Espíritu Santo con Él. Esta presencia es con relación al carácter de humildad, mansedumbre y obediencia, bajo los cuales el Señor aparece aquí abajo. Es "como una paloma" que el Espíritu Santo desciende sobre Él, igual como lo hiciera bajo la forma de lenguas de fuego cuando descendió sobre las cabezas de los discípulos, para su testimonio en poder en este mundo, conforme a la gracia que se dirigía a todos y a cada uno en su propia lengua.

Jesús crea así, en Su propia posición como Hombre, el lugar en el cual nos introduce por la redención (Juan 20:17). Pero la gloria de Su persona queda cuidadosamente resguardada. No hay objeto presentado a Jesús, como a Saúl por ejemplo, y, en un caso más análogo, a Esteban, quien, siendo lleno del Espíritu, ve también los cielos abiertos, y mirando dentro de ellos, ve a Jesús, al Hijo del Hombre, y es transformado a Su imagen. Jesús ha venido, Él es el mismo objeto sobre el cual se abren los cielos, no sufriendo ninguna transformación, como Esteban, o como nosotros en el Espíritu. Los cielos miran abajo hacia Él, el objeto perfecto de placer. Es su relación con Su padre, ya existente, la que queda sellada10. Ni el Espíritu siquiera crea Su carácter (excepto el punto en que, respecto a Su naturaleza humana, fue concebido en el vientre de la virgen María por el poder del Espíritu Santo). Él se había relacionado con los pobres, en la perfección de este carácter, antes de que fuera sellado, y entonces procede conforme a la energía y al poder de aquello que recibió sin medida en Su vida Humana aquí abajo (comparar Hechos 10:38; Mateo 12:28; Juan 3:34).

Hallamos en la Palabra cuatro ocasiones memorables en las que los cielos fueron abiertos. Cristo es el objeto de cada una de estas revelaciones, teniendo cada una su carácter especial. Aquí el Espíritu Santo desciende sobre Él, y es reconocido el Hijo de Dios (comparar Juan 1:33,34). Al final del mismo capítulo de Juan, Él se declara a Sí mismo ser el Hijo del Hombre. En esta ocasión son los ángeles de Dios que ascienden y descienden sobre Él. Él es, como Hijo del Hombre, el objeto de su ministerio11. Al final de Hechos 7 se abre una escena totalmente nueva. Los judíos rechazan el último testimonio que Dios les enviaba. Esteban, quien rinde este testimonio, es lleno del Espíritu Santo y los cielos se abren a él. El sistema terrenal fue definitivamente cerrado por el rechace del testimonio del Espíritu Santo de la gloria del Cristo resucitado. Pero esto no es meramente un testimonio. El cristiano está lleno del Espíritu, el cielo está abierto a él, la gloria de Dios le es manifiesta, y el Hijo del Hombre aparece ante él sentado a la diestra de Dios. Esto es algo diferente de los cielos abiertos sobre Jesús, el objeto del deleite de Dios sobre la Tierra. Es el cielo abierto al cristiano mismo, estando su objeto allí cuando es rechazado en la Tierra. Él ve allí, por el Espíritu Santo, la gloria celestial de Dios, y a Jesús, al Hijo del Hombre, el objeto especial del testimonio que rinde, en la gloria de Dios. La diferencia es para nosotros tan extraordinaria como igual de interesante, y nos expone, de manera muy notable, la verdadera posición del cristiano sobre la Tierra, y el cambio que el rechazo de Jesús por Su propio pueblo produce. Solamente la Iglesia, la unión de los creyentes en un Cuerpo con el Señor en el cielo, no estaba revelada. Más tarde (Apoc. 19) el cielo se abre, y el Señor mismo está presente, el Rey de reyes, y el Señor de señores. Entonces, vemos:

Jesús, el Hijo de Dios en la Tierra, el objeto del placer celestial, sellado con el Espíritu Santo.

Jesús, el Hijo del Hombre, el objeto del ministerio del cielo, siendo los ángeles sus siervos.

Jesús, arriba en la diestra de Dios, y el creyente, lleno del Espíritu, sufriendo aquí a causa de Su nombre, contempla la gloria en las alturas, y al Hijo del Hombre en la gloria.

Y Jesús, el Rey de reyes y Señor de señores, presentándose a juzgar y a hacer guerra contra los burladores que discuten Su autoridad y oprimen a la Tierra.

 

Volviendo: el Padre mismo reconoce a Jesús, el Hombre obediente sobre la Tierra, quien entra por la puerta como el verdadero Pastor, como Su Hijo amado en quien está todo Su deleite. El cielo es abierto a Él, ve al Espíritu Santo descendiendo para sellarle, la fortaleza infalible y estribo de la perfección de Su vida humana. Y Él tiene el testimonio del Padre de la relación entre ellos. Ningún objeto en el que Su fe tenía que reposar es presentado a Él como lo es a nosotros. Es su propia relación con el cielo y con Su Padre la que queda sellada. Su alma disfruta de ello mediante el descenso del Espíritu Santo y la voz de Su Padre.

Pero este pasaje de Mateo requiere más atención. El bendito Señor, o más bien lo que ocurrió en cuanto a Él, ofrece el lugar o el modelo en el cual Él sitúa a los creyentes, sean estos judíos o gentiles: por supuesto sólo somos llevados allí por la redención. "Voy a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios" son Sus benditas palabras tras Su resurrección. Pero a nosotros el cielo se abre, somos sellados con el Espíritu Santo, y el Padre nos posee como hijos. Sólo la divina dignidad de la Persona de Cristo queda siempre cuidadosamente resguardada aquí en humillación, como en la transfiguración en gloria. Moisés y Elías están en la misma gloria, pero desaparecen cuando, por el impulso de Pedro, que se le permitió expresar, iban a ser rebajados a un nivel. Cuanto más cerca estamos de una Persona divina, tanto más adoramos y reconocemos lo que Él es.

Pero hallamos aquí otro hecho muy extraordinario. Por primera vez, cuando Cristo toma humilde Su lugar entre los hombres, la Trinidad es totalmente revelada. Es evidente que el Hijo y el Espíritu son mencionados en el Antiguo Testamento. Pero allí, la unidad de la Deidad es el gran foco de revelación. Aquí el Hijo es reconocido como hombre, el Espíritu Santo desciende sobre Él, y el Padre le reconoce como Su Hijo. ¡Qué maravillosa relación con el hombre! ¡Qué lugar para el hombre poder hallarse en él! A través de la relación de Cristo con este lugar, la Deidad es revelada en su propia plenitud. El ser Él un hombre, hace patente su despliegue. Pero Él era realmente un Hombre, el Hombre en quien los consejos de Dios acerca del hombre habían de consumarse.

Por lo tanto, como Él comprendió y manifestó el lugar en el cual el hombre es situado con Dios en Su propia Persona, y en los consejos de gracia tocantes a nuestra relación con Dios, siendo que estamos en conflicto con el enemigo, Él entra en aquel lado de nuestra posición también. Tenemos nuestra relación con Dios y nuestro Padre, y tal vez deberíamos decir con Satanás. Él vence por nosotros, y nos enseña cómo vencer. Observemos, también, que la relación con Dios es lo que primero queda plenamente establecido y resaltado, y luego, como en ese lugar, el conflicto con Satanás comienza, y así con nosotros. Pero la primera pregunta es si el segundo Adán permanecería donde el primer Adán había fracasado: (solamente, en el desierto de este mundo y en el poder de Satanás), en vez de en las bendiciones de Dios, pues allí habíamos ido a parar.

Hay que destacar otro punto aquí, para acabar de presentar el lugar que el Señor toma. La ley y los profetas fueron hasta Juan. Luego fue anunciado lo nuevo, el reino de los cielos. Pero el juicio se avecina sobre el pueblo de Dios. El hacha está a la raíz de los árboles, el bieldo en la mano del que venía, el trigo recogido en el granero de Dios, y la paja quemada. Es decir, existe un final de la historia del pueblo de Dios en juicio. Entramos aquí en el terreno del estado de perdición, anticipando el juicio. Pero la historia del hombre como responsable quedaba cerrada. De ahí que se diga: "ahora al final de los tiempos ha aparecido para quitar el pecado por el sacrificio de sí mismo." Ha sucedido exteriormente y literalmente a Israel, pero es moralmente verdadero para nosotros: sólo nosotros somos recogidos para el cielo, como resultado el remanente después, para estar en el cielo. Pero siendo Cristo rechazado, el tiempo de la responsabilidad ha terminado, y nosotros entramos en la esfera de la gracia como quienes ya éramos perdidos. En consecuencia al anuncio de ello como inminente, Cristo viene, e identificándose con el remanente que escapa sobre la base del arrepentimiento, crea este nuevo lugar para el hombre sobre la Tierra. Sólo que no podíamos estar en él hasta que la redención no fuera consumada. No obstante, Él reveló el nombre del Padre a aquellos que Él le había dado fuera de este lugar.

 

Capítulo 4

Habiendo así en gracia tomado Su posición como Hombre sobre la Tierra, Él comienza en este capítulo Su carrera terrenal, siendo guiado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. El Hombre justo y santo, el Hijo de Dios, gozando de los privilegios propios de Él, deberá pasar por las pruebas de aquellos ardides que hicieron caer al primer Adán. Es Su condición espiritual la que es probada. No se trata ahora de un hombre inocente que goza de todas las bendiciones naturales de Dios y que soporta la prueba en medio de esas bendiciones que deberían hacerle recordar a Dios. Cristo, cerca de Dios como Hijo amado suyo, pero en medio de la prueba, poseyendo el conocimiento del bien y del mal, y, en lo que respecta a las circunstancias exteriores, descendido hasta el centro del estado caído del hombre, deberá probar Su fidelidad hasta el final acorde a esta posición con respecto a Su perfecta obediencia. Para mantener esta posición, no deberá mostrar otra voluntad que no sea la de Su Padre, y bien consumarla o sufrirla, cualesquiera sean las consecuencias para Él. Deberá cumplirla en medio de todas las dificultades, de las privaciones, del aislamiento, del desierto donde se halla el poder de Satanás, el cual le tentaría para hacerle seguir un camino más fácil que aquel que debería ser para la sola gloria de Su Padre. Deberá renunciar a todos los derechos que pertenecen a Su propia Persona, excepto cuando los reciba de Dios y se los ceda a Él con una confianza perfecta.

El enemigo hizo todo lo posible para inducirle a valerse de Sus privilegios: “Si eres Hijo de Dios,” para alivio propio, aparte del mandato de Dios, a fin de evitar los sufrimientos que podían acompañar la demostración de Su voluntad. Pero era para llevarle a hacer Su propia voluntad, y no la de Su Padre.

Jesús, disfrutando en Su propia Persona y en la relación con Dios todo el favor de Dios como Hijo de Dios, la luz de Su semblante, se dirige al desierto cuarenta días para entrar en conflicto con el enemigo. No se separó del hombre y de toda relación con el hombre y sus cosas para (como Moisés y Elías) estar con Dios. Estando ya plenamente con Dios, Él se separó de los hombres por el poder del Espíritu Santo para estar a solas en su conflicto con el enemigo. En el caso de Moisés, era el hombre fuera de su condición natural quien iba a estar con Dios. En el caso de Jesús, es de la misma manera pero para estar con el enemigo, pues el estar con Dios era Su posición natural.

El enemigo le tienta proponiéndole primero satisfacer Sus necesidades corporales, y, en vez de esperar en Dios, usar conforme a Su propia voluntad y en Su propio nombre el poder con el cual había sido investido. Pero si Israel había sido alimentado en el desierto con el maná de Dios, el Hijo de Dios, aun poseyendo gran poder, actuaría conforme a aquello que Israel debió haber aprendido a través de aquel medio, a saber, que “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” El Hombre, el judío obediente, el Hijo de Dios, esperaba esta palabra, y no haría nada sin ella. Él no vino para hacer Su voluntad, sino la voluntad del que le envió. Éste es el principio que caracteriza al Espíritu de Cristo en los Salmos. No se precipita la liberación si no es con la intervención de Dios a su tiempo. Es la perfecta paciencia, a fin de ser perfecto y completo en toda la voluntad de Dios. No podía haber codicia de pecado en Cristo; pero estar hambriento no era pecado, sino una necesidad humana, y ¿qué mal había en comer cuando se sentía hambre? No era la voluntad de Dios hacerlo, no obstante, y Él había venido a hacer aquella voluntad por la Palabra. La sugerencia de Satanás fue: “Si eres Hijo de Dios, ordena...”; pero Él tomó el lugar de un siervo, no válido para dar órdenes; él procuró hacerle salir del lugar del perfecto servicio y obediencia, fuera del lugar de un siervo.

Observemos aquí el lugar que tiene la Palabra escrita, y el carácter de la obediencia de Cristo. Este carácter no tiene que ver simplemente con que la voluntad de Dios sea una norma, sino el mismo motivo que induce a la acción. Con frecuencia tenemos nuestra voluntad refrenada por la Palabra, pero no así Cristo. La voluntad de Su Padre era su motivo, y no actuó meramente conforme a ella, sino porque además era la voluntad de Dios. Disfrutamos al ver a un niño corriendo a hacer aquello que le gusta, pero que de pronto se detiene para hacer la voluntad de sus padres cuando se lo piden. Pero Cristo nunca obedeció de esta manera, ni buscó nunca hacer Su propia voluntad, sino que le detenía la de Su Padre. Y nosotros somos santificados para la obediencia de Cristo. Vemos también que por la Palabra escrita Él vive y vence. Todo dependía aquí de la victoria de Cristo, del mismo modo que todo dependía de la caída de Adán. Pero para Cristo, un texto, usado correctamente, por supuesto, es suficiente. No busca más allá: esto es obediencia. También es suficiente para Satanás; no le da respuesta, y sus estratagemas se ven de este modo vencidas.

El primer principio de la conquista es la simple y absoluta obediencia, viviendo de las palabras de la boca de Dios. Lo que sigue es perfecta confianza en el camino de la obediencia.

En segundo lugar, pues, el enemigo le quiere llevar al pináculo del templo para inducirle a aplicarse para Sí las promesas hechas al Mesías, sin permanecer en los caminos de Dios. El hombre fiel puede con toda seguridad confiar en la ayuda de Dios mientras anda en Sus caminos. El enemigo haría que el Hijo del Hombre tentara a Dios (en lugar de confiar en Él mientras andara en Sus caminos) para evidenciar si podía confiarse en Él. Ello hubiera supuesto una falta de confianza en Dios, en vez de contar con Dios para la obediencia12. Tomando Su lugar con Israel en la condición en que se hallaban cuando carecían de rey en la tierra, y, citando las instrucciones dadas a ellos en ese libro para guiarlos en el piadoso camino que allí se enseñaba, Él usa para Su guía esa parte de la Palabra que contiene el interdicto divino sobre este asunto: “No tentarás al Señor tu Dios”; un pasaje a menudo citado como si prohibiera la sobreconfianza en Dios, mientras que sólo significa no desconfiar, y probar si Él es fiel. Ellos tentaron a Dios, diciendo ¿está Dios realmente entre nosotros? Y Satanás es lo que hubiera querido que hiciera el Señor.

El enemigo, fracasando en su engaño contra el corazón obediente, aun cuando se refugia en el uso de la Palabra de Dios, se muestra en su verdadero carácter, tentando al Señor, y en tercer lugar, para evitarle los sufrimientos que le aguardaban mostrándole la herencia del Hijo del Hombre sobre la Tierra, aquello que iba a ser Suyo cuando lo hubiera alcanzado a través de aquellas duras sendas, pero necesarias para la gloria del Padre, y que había marcado para Él. Todo había de ser Suyo si reconocía a Satanás adorándole, el dios de este siglo. Esto es, en realidad, lo que los reyes de la Tierra habían hecho por una parte solamente de estas cosas (y que habían hecho frecuentemente por causa de frívolas vanidades), pero Él poseería el conjunto. Pero si Jesús tenía que heredar la gloria terrenal (así como todo lo demás), el objeto de Su corazón era Dios mismo, Su Padre, para glorificarle. Sea cual fuera el valor de esta dádiva, Su corazón la apreciaba como la dádiva proveniente del Dador. Además, Él estaba en la posición del hombre probado y en la de un israelita fiel; y cualquiera que fuera la prueba de la paciencia a la cual le había introducido el pecado del pueblo, por mayor que fuese esta prueba, Él no serviría a nadie más que a Dios solamente.

Pero si el diablo lleva la tentación y el pecado a sus extremos, y demuestra ser el adversario (Satanás), el creyente tiene el derecho de echarle fuera. Si viene como tentador, el creyente debería responderle mediante la fidelidad de la Palabra, la cual es la guía perfecta del hombre, conforme a la voluntad de Dios. No necesita aquél preverlo todo. La Palabra es la Palabra de Aquel que sí lo prevé, y al poner esto en práctica, caminamos según la sabiduría que conoce todo, y en un camino formado por esta sabiduría, y que en consecuencia implica confianza absoluta en Dios. Las primeras dos tentaciones eran argucias del enemigo; la tercera, hostilidad abierta hacia Dios. Si él viene como el adversario declarado de Dios, el creyente tiene el derecho de negarse a tener nada que ver con él: “Resistid al diablo, y huirá de vosotros”. Así conocerá que ha encontrado a Cristo, no la carne. ¡Que los creyentes puedan resistir si Satanás los tienta con la Palabra, recordando que es como Satanás domina en el hombre caído!

La salvaguarda del creyente, moralmente hablando (esto es, en lo que se refiere al estado de su corazón), es un ojo sencillo. Si yo solamente busco la gloria de Dios, aquello que no presenta otro motivo que mi propia exaltación, o mi propio incentivo, ya sea en el cuerpo o en la mente, no tendrá ningún dominio sobre mí; y se manifestará a la luz de la Palabra, que guía al ojo sencillo, como contrario a la mente de Dios. Ésta no es la altivez que rechaza la tentación basándose en la propia bondad; es la obediencia que da humildemente a Dios Su lugar, y consecuentemente también Su Palabra. “Por la palabra de tus labios, yo me he guardado de la senda de los violentos,” de aquel que hacía su propia voluntad y la consideraba su guía. Si el corazón busca a Dios sólo, la trampa más sutil queda al descubierto, pues el enemigo nunca nos tienta a buscar a Dios sólo. Pero ello implica un corazón puro, y que no haya egolatría. Esto es lo que exhibió Jesús.

Nuestra salvaguarda contra la tentación es la Palabra, usada con el discernimiento de un corazón perfectamente puro, el cual vive en la presencia de Dios, y aprende la mente de Dios en Su Palabra13, y el cual conoce por tanto Su aplicación a las circunstancias presentes. Es la Palabra la que nos guarda el alma de las falacias del enemigo. Observemos también que, consecuentemente, es en este espíritu de sencilla y humilde obediencia donde radica el poder; pues donde éste existe, Satanás no puede hacer nada. Dios está ahí, y conforme a ello el enemigo es conquistado.

Según entiendo, estas tres tentaciones son dirigidas al Señor en los tres caracteres de Hombre, de Mesías, y de Hijo del Hombre.

Él no tenía deseos pecaminosos como el hombre caído, pero sí estaba hambriento. El tentador le persuadiría de satisfacer esta necesidad sin Dios. Las promesas en los Salmos pertenecían a Él del mismo modo que eran hechas al Mesías. Y todos los reinos del mundo eran Suyos como el Hijo del Hombre. Siempre contestaba como un fiel israelita, personalmente responsable ante Dios, haciendo uso del libro de Deuteronomio, que trata sobre este asunto (a saber, la obediencia de Israel, en relación con la posesión de la tierra y los privilegios que pertenecían a la tierra, y los privilegios que pertenecían al pueblo en relación con esta obediencia; y ello, aparte de la organización que los constituía un cuerpo colectivo delante de Dios14).

Satanás se marcha de Él, y los ángeles vienen para ejercer su ministerio al Mesías, el Hijo del Hombre victorioso a través de la obediencia. Si Satanás había querido que probase a Dios, Él ya lo ha demostrado. Los ángeles son espíritus ministradores para nosotros también.

Pero cuán profundamente interesante es ver al bendito Salvador descendido, al Hijo de Dios del cielo, y tomar (el Verbo hecho carne) Su lugar entre los pobres menesterosos sobre la Tierra, y, habiendo tomado este lugar, reconocido del Padre como Su Hijo, habiendo sido los cielos abiertos y abiertos a Él como Hombre, y el Espíritu Santo descendiendo para morar en Él como Hombre, aunque sin medida, y formando así el modelo de nuestro lugar, pese a no ser hallados todavía en él. La Trinidad entera, como he dicho, es primero plenamente revelada cuando Él es así asociado con el hombre; y entonces, siendo nosotros esclavos de Satanás, marchando en este carácter y relación para encontrarse también con Satanás por nosotros, atar al hombre fuerte, y dar al hombre a través de Él este lugar también: sólo para nosotros era necesaria la redención para traernos donde Él está.

Siendo Juan arrojado en prisión, el Señor se dirige a Galilea. Este movimiento, el cual determinó la escena de Su ministerio fuera de Jerusalén y Judea, tenía gran importancia con respecto a los judíos. El pueblo (hasta este momento concentrado en Jerusalén, envanecido en la posesión de las promesas, de los sacrificios, y del templo, y en ser la tribu real) perdió la presencia del Mesías, el Hijo de David. Se fue para la manifestación de Su persona, para el testimonio de la intervención de Dios en Israel, a los pobres y menesterosos del rebaño; porque el remanente y los menesterosos del rebaño se hallan ya en los capítulos 3 y 4, distinguidos claramente de los principales del pueblo. De esta manera devino Él el verdadero linaje, y no el vástago de aquello plantado en cualquier otro lugar; aunque este resultado no estaba totalmente manifestado aún. El momento corresponde a Juan 4.

Podemos resaltar aquí que, en el Evangelio de Juan, los judíos son siempre distinguidos de la multitud15. El lenguaje, o más bien la pronunciación, era totalmente diferente. Ellos no hablaban caldeo en Galilea. Al mismo tiempo, esta manifestación del Hijo de David en Galilea fue el cumplimiento de una profecía en Isaías. El peso de esta profecía es éste: aunque el cautiverio romano era mucho más terrible que la invasión de los asirios cuando éstos subieron contra la tierra de Israel, no obstante había esta circunstancia que lo alteraba todo, a saber, la presencia del Mesías, la Luz verdadera, en la tierra.

Observamos que el Espíritu de Dios aquí omite toda la historia de Jesús hasta el comienzo de Su ministerio después de la muerte de Juan el Bautista. Le da a Jesús Su condición propicia en medio de Israel (Emanuel, el Hijo de Dios, el Amado de Dios, reconocido como Su Hijo, el Fiel en Israel, pese a estar expuesto a todas las tentaciones de Satanás); e inmediatamente después, Su posición profética anunciada por Isaías, y el reino proclamado como cercano16.

Más tarde, Él reúne a Su alrededor a aquellos que definitivamente tenían que seguirle en Su ministerio y en Sus tentaciones, y, a Su mandato, ligar su porción y su herencia con la Suya, abandonando todo lo demás.

El hombre fuerte se hallaba atado, a fin de que Jesús pudiera despojar sus bienes, y anunciar el reino con pruebas de ese poder que era capaz de establecerlo.

Dos cosas son entonces puestas de relieve en la narrativa de este evangelio. Primero, el poder que acompaña la proclamación del reino. En dos o tres versículos17, sin más detalles, este hecho es anunciado. La proclamación del reino es escuchada con actos de poder que atraen la atención de todo el país, hasta el último confín del viejo territorio de Israel. Jesús aparece delante de ellos investido de este poder. Segundo (capítulos 5 al 7), el carácter del reino es anunciado en el sermón del Monte, así como el de las personas que deberían tener parte en él (además de ser revelado el nombre del Padre). Así entonces, el Señor había anunciado el reino venidero, y con el poder actual de la bondad, habiendo vencido al adversario; y luego muestra cuál era el verdadero carácter conforme a aquello que iba a ser establecido, y quiénes entrarían y de qué manera. En este sermón no se habla de la redención, sino del carácter y de la naturaleza del reino, y de quiénes podían entrar. Esto muestra claramente la posición moral que este sermón sostiene en la enseñanza del Señor.

Es evidente que, en toda esta parte del Evangelio, es la posición del Señor la que es motivo de la enseñanza del Espíritu, y no los detalles de Su vida. Los detalles vienen después, a fin de exhibir lo que Él era en medio de Israel, Sus relaciones con este pueblo, y Su camino en el poder del Espíritu que condujo a la ruptura entre el Hijo de David y el pueblo que debió haberle recibido. Estando la atención de todo el país puesta en Su actos milagrosos, el Señor sienta ante Sus discípulos (pero en presencia del pueblo) los principios de Su reino.

 

Capítulos 5-7

Este discurso puede dividirse en los siguientes apartados18:

El carácter y la porción de aquellos que debían estar en el reino (versículos 1-12)

Su posición en el mundo (versículos 13-16)

La relación entre los principios del reino y la ley19 (versículos 17-48)

El espíritu con el cual los discípulos deberían mostrar buenas obras (capítulo 6:1-18).

La separación del espíritu del mundo y de sus ansiedades (versículos 19-34)

El espíritu de sus relaciones con los demás (capítulo 7:1-6).

La confianza en Dios, la cual debía caracterizarlos (versículos 7:12)

La energía que debía caracterizarlos, a fin de que pudieran entrar en el reino; y no entrar en él sin más, porque muchos intentarían hacerlo, sino conforme a aquellos principios que lo hacían difícil para el hombre, según Dios (la puerta estrecha); y después, el medio por el cual discernirían a aquellos que procuraban engañarlos, así como la vigilancia que necesitaban para no ser engañados (versículos 13-23)

Obediencia real y práctica a Sus dichos, la verdadera sabiduría de aquellos que escuchan Sus palabras (versículos 24-99).

 

Hay otro principio que caracteriza a este discurso, y es la presentación del nombre del Padre. Jesús sitúa a Sus discípulos en relación con Su Padre, como Padre de ellos. Les revela el nombre del Padre a fin de poder estar en relaciones con Él, y para que actúen en conformidad a lo que Él es.

Este discurso ofrece los principios del reino, pero supone el rechazo del Rey, y de la posición a la cual aquél traería a aquellos que pertenecían al Rey, quienes debían consecuentemente esperar un galardón celestial. Tenían que dejar un rastro divino donde Dios era conocido y actuaba. Además, éste era el objeto de Dios. Su confesión tenía que ser tan abierta como para que el mundo atribuyera las obras de ellos al Padre. Por otra parte, tenían que actuar según un juicio del mal que llegara al corazón y a los motivos, pero también, conforme al carácter del Padre en gracia (para ser aprobados por el carácter del Padre en gracia) y serlos por el Padre, el cual veía en lo secreto, donde el ojo del hombre no podía penetrar. Tenían que poseer total confianza en Él para todas sus necesidades. Su voluntad era la norma según la cual se producía la entrada al reino.

Podemos observar que este discurso está relacionado con la proclamación del reino como cercano, y que todos estos principios de conducta son dados como características del reino, y como condiciones para la entrada en él. De ello se deduce, sin duda, que éstos son meritorios de los que han entrado ya. El discurso es pronunciado en medio de Israel20 es de que el reino sea establecido, y como el estado previo que debía preceder a su entrada en él, así como para presentar los principios fundamentales del reino en relación con ese pueblo en contraste moral con las ideas que ellos se habían formado al respecto.

Al examinar las bienaventuranzas, hallaremos que esta parte en general ofrece el carácter de Cristo mismo. Ellos pensaban en dos cosas: la posesión futura de la tierra de Israel por mano de los mansos, y la persecución del remanente fiel, verdaderamente justo en sus caminos, y el cual afirmaba los derechos del verdadero Rey (el cielo siendo presentado a ellos como esperanza suya para sostener sus corazones21).

Ésta será la posición del remanente en los últimos días antes de la introducción del reino, este último siendo algo excepcional. Así era, moralmente, en los tiempos de los discípulos del Señor, en referencia a Israel, que la parte terrenal era demorada. En referencia al cielo, los discípulos son contemplados como testigos en Israel. Mientras que eran la única conservación de la Tierra, también lo eran de un testimonio al mundo. Así que los discípulos son vistos en relación con Israel, al tiempo que como testigos del lado de Dios al mundo (estando en perspectiva el reino, pero todavía no establecido). La relación con los últimos días es evidente; sin embargo su testimonio tenía entonces, moralmente, este carácter. Solamente el establecimiento del reino terrenal había sido demorado, y la Iglesia, la cual es celestial, introducida. El versículo 5 del quinto capítulo alude evidentemente a la posición de Israel en los tiempos de Cristo. Y de hecho ellos permanecen cautivos, en prisión, hasta que hayan recibido su castigo completo, y entonces será cuando saldrán nuevamente.

El Señor habla siempre y actúa como el Hombre obediente, movido y guiado por el Espíritu Santo. Vemos de la manera más extraordinaria, en este Evangelio, quién es el que actúa así. Y es esto lo que confiere su verdadero carácter moral al reino de los cielos. Juan el Bautista podía anunciarlo como un cambio de dispensación, pero su ministerio era terrenal. Cristo podía igualmente anunciar este mismo cambio (y el cambio era del todo importante); pero en Él había mucho más que esto. Él era del cielo, el Señor que vino del cielo. Al hablar del reino de los cielos, proclamaba la profunda y divina abundancia de Su corazón. Ningún hombre había estado en el cielo, excepto Él que había descendido de allí, el Hijo del Hombre que estaba en el cielo. Éste era el caso de dos maneras, como se muestra en el Evangelio de Mateo. Ya no se trataba de un gobierno conforme a la ley: Jehová, el Salvador, Emanuel, estaba presente. ¿Podía Él ser de otro modo que no fuera celestial en Su carácter, en el tono, en los sentidos, de toda Su vida?

Asimismo, cuando empezó Su ministerio público y fue sellado por el Espíritu Santo, los cielos fueron abiertos a Él. Fue identificado con el cielo como un hombre sellado con el Espíritu Santo sobre la Tierra. Él fue así la expresión constante del espíritu, de la realidad, del cielo. Todavía no existía el ejercicio del poder judicial, el cual mantendría este carácter frente a todo lo que se opusiera a ello. Fue su manifestación en paciencia, no obstante la oposición de todo lo que le rodeaba y de la incapacidad de Sus discípulos para comprenderle. Así, en el sermón del Monte hallamos la descripción de aquello que era apto para el reino de los cielos, e incluso la garantía del galardón para aquellos que deberían sufrir sobre la Tierra por causa de Su nombre. Esta descripción, como hemos visto, es esencialmente el carácter de Cristo mismo. Es así que un espíritu celestial se expresa en la Tierra. Si el Señor enseñó estas cosas, se debe a que Él los amaba, a que Él era ellos y se complacía en ellos. Siendo el Dios del cielo, lleno como hombre del Espíritu sin medida, Su corazón estaba perfectamente al unísono con un cielo que Él conocía perfectamente. En consecuencia, da fin al carácter que Sus discípulos tenían que asumir con estas palabras: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto». Toda su conducta tenía que tener la referencia de su Padre en los cielos. Cuanto más comprendamos la gloria divina de Jesús, y la manera en que Él como Hombre estaba relacionado con el cielo, tanto más asiremos lo que para Él era el reino de los cielos con respecto a lo que se adecuaba a él. Cuando sea establecido con poder en un futuro, el mundo será gobernado conforme a aquellos principios, aunque no sean éstos, propiamente hablando, los suyos propios.

El remanente en los últimos días, y no dudo en esto, hallando que todo alrededor de ellos es contrario a la piedad, y viendo que toda la esperanza judía se desvanece ante sus ojos, estarán obligados a mirar arriba, y adquirirán más y más este carácter, el cual, si no celestial, es al menos muy conforme a Cristo22.

Hay dos cosas relacionadas con la presencia de la multitud en el versículo 1. En primer lugar, el tiempo necesario para que el Señor pudiera dar una idea verdadera del carácter de Su reino, después de que atrajera tras Él a toda la muchedumbre. Haciéndose sentir Su poder, era importante que Su carácter fuese dado a conocer. Por otro lado, esta multitud que seguía a Jesús eran un lazo para Sus discípulos; y Él les hace entender qué completo contraste había entre el efecto que la multitud podía causar sobre ellos y el espíritu verdadero que debía gobernarlos. Así, lleno Él de lo verdaderamente bueno, presenta en seguida lo que llenaba Su propio corazón. Éste era el verdadero carácter del remanente, que en general se asemejaba a Cristo en esto. Ocurre a menudo así en los Salmos.

La sal de la Tierra es algo diferente de la luz del mundo. La Tierra, según me parece, expresa aquello que ya profesaba haber recibido luz de Dios (aquello que estaba en relación con Él en virtud de la luz) habiendo asumido una forma determinada ante Él. Los discípulos de Cristo eran el principio de conservación en la Tierra. Ellos eran la luz del mundo, que no poseía esta luz. Ésta era su posición, reflejaran esa luz o no. Era el propósito de Dios que ellos fueran la luz del mundo. Una candela no es encendida para poder ocultarla después.

Todo esto supone la posibilidad de que el reino sea establecido en el mundo, pero la oposición de la gran mayoría de los hombres a su establecimiento. No es una cuestión de la redención del pecador, sino de la comprensión del carácter propio de un lugar en el reino de Dios; aquel que el pecador debería procurarse mientras se halle en el camino con su adversario, a fin de no caer en las manos del juez (lo cual ha sucedido verdaderamente a los judíos).

Al mismo tiempo, los discípulos son traídos en la relación con el Padre uno por uno (el segundo gran principio del discurso, la consecuencia del Hijo estando allí) y sin embargo algo más excelente aún que su posición de testimonio para el reino les es presentado. Tenían que actuar en gracia, igual que su Padre actuaba, y su oración debía ser para un orden de cosas en las que todo correspondiera moralmente al carácter y a la voluntad de su Padre. «Santificado sea tu nombre, venga tu reino23», que todo respondiera al carácter del Padre y fuese el efecto de Su poder; «Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra», es obediencia perfecta. La sujeción universal a Dios en el cielo y sobre la Tierra será, hasta cierto punto, efectuada por la intervención de Cristo en el milenio, y de manera absoluta cuando Dios será todo en todos. Mientras tanto, la oración expresa dependencia diaria, la necesidad del perdón, la necesidad de ser guardados del poder del enemigo, el deseo de no ser acrisolados por él, como una economía de Dios, igual que lo fueran Job o Pedro, y de ser preservados del mal.

Esta oración también está adaptada a la posición del remanente; pasa por alto la dispensación del Espíritu e incluso aquello que corresponde al milenio como un reino terrenal, para expresar los deseos correctos y hablar de la condición y de los peligros del remanente hasta que el reino del Padre hubiera de venir. Muchos de estos principios son siempre verdaderos, pues nosotros estamos en el reino, y en el espíritu deberíamos manifestar sus rasgos; pero la aplicación especial y literal es aquello lo cual he dado. Ellos son traídos a la relación con el Padre en la comprensión de Su carácter, el cual tenía que manifestarse en ellos en virtud de esta relación, haciendo que desearan el establecimiento de Su reino, para vencer las dificultades de un mundo enemigo, para guardarse a sí mismos de los lazos del enemigo, y hacer la voluntad del Padre. Era Jesús quien podía transmitirles esto. Así pasa de la ley24, reconocida como proveniente de Dios, a su consumación, cuando será como absorbida en la voluntad de Aquel que la dio, o llevada a cabo en sus propósitos por Aquel que solamente podía hacer así en cualesquiera de los sentidos.

 

Capítulo 8

En el octavo capítulo, el Señor comienza Su paciente vida de testimonio en medio de Israel, la cual concluyó con Su rechazo por el pueblo al que Dios había guardado tanto tiempo para Él, para su propia bendición.

Él había proclamado el reino, manifestó Su poder por toda la tierra, y declaró Su carácter, así como el espíritu de aquellos que deberían entrar en el reino. Pero Sus milagros25, así como todo el Evangelio, están siempre caracterizados por Su posición entre los judíos y las relaciones de Dios con ellos, hasta que fue rechazado. Jehová, no obstante el Hombre obediente a la ley, mostrando por anticipado la entrada de los gentiles en el reino (su establecimiento en misterio en el mundo) y prediciendo la edificación de la Iglesia o asamblea sobre la aceptación de que Él era el Hijo del Dios viviente, y el reino en gloria. Y, mientras que detectaba, como efecto de Su presencia, la malignidad del pueblo, soportaba adempero la carga de Israel con perfecta paciencia26. Es Jehová presente en bondad, la que ellos mostraban exteriormente. ¡Maravillosa verdad!

En primer lugar, hallamos la curación del leproso. Jehová solo, en Su soberana gracia, podía curar al leproso; aquí Jesús lo hace así. «Si quieres», dice el leproso «puedes». «Quiero», contesta el Señor. Pero al mismo tiempo, mientras muestra en Su propia Persona aquello que repele toda posibilidad de contaminación –aquello que está por encima del pecado– Él le muestra al contaminado la más perfecta condescendencia. Toca al leproso, diciendo «Quiero, sé limpio». Vemos la gracia, el poder, la santidad incólume de Jehová, descendida en la Persona de Jesús en la más íntima proximidad hacia el pecador, tocándole por así decirlo. Fue ciertamente «el Señor te ha curado27». A la vez, Él se ocultó, y ordenó al hombre que había sido curado que fuese al sacerdote según las ordenanzas de la ley para presentar la ofrenda. Él no se salió del lugar del judío en sujeción a la ley; Jehová estaba allí en bondad.

En el siguiente caso, vemos a un gentil que por la fe goza de todo el efecto de ese poder que su fe imputaba a Jesús, propiciándole al Señor la ocasión para declarar la solemne verdad de que aquellos pobres gentiles deberían venir y sentarse en el reino de los cielos con los padres, respetados por la nación judía por ser éstos los primeros padres de los herederos de la promesa. Los hijos del reino deberían quedar fuera en las tinieblas. De hecho, la fe de este centurión reconoció un poder divino en Jesús, el cual, por la gloria de Aquel que lo poseía, abriría la puerta a los gentiles (sin olvidar a Israel) e injertaría en el olivo de la promesa las ramas del olivo silvestre, en el lugar de aquellos que debían ser cortados. La manera cómo debería esto tener lugar en la asamblea, no era entonces la cuestión.

Sin embargo, Él no abandona a Israel de ningún modo. Entra en la casa de Pedro y cura a la madre de su esposa. Hace lo mismo con todos los enfermos que se agolpaban en torno a la casa, cuando anochecía y el sábado había terminado. Fueron curados, y los demonios echados fuera, para que se cumpliera la profecía de Isaías: «Llevó él nuestras enfermedades, y soportó nuestros dolores». Jesús se situó voluntariamente bajo el peso de todas las dolencias que oprimían a Israel, para aliviarlos y curarlos. Es Emanuel, quien siente su miseria y está abatido por todas sus aflicciones, quien ha venido con el poder que le muestra capaz de liberarlos.

Estos tres casos exhiben este carácter de Su ministerio de manera clara y extraodinaria. Él se oculta, pues hasta el momento en que Él mostraría juicio a los gentiles no levanta Su voz en las calles. Es la paloma, la cual reposa sobre Su cabeza. Estas manifestaciones de poder atraen a los hombres hacia Él; pero esto no le engaña: nunca se aparta en espíritu del lugar que ha tomado. Él es el menospreciado y rechazado de los hombres; no tiene dónde recostar Su cabeza. La Tierra tenía más lugar para las zorras y las aves que para Él, a quien hemos visto aparecer antes como el Señor, reconocido cuanto menos por causa de las necesidades que nunca rehusó satisfacer. Por lo tanto, si algún hombre quería seguirlo, debía abandonar todo para ser el compañero del Señor, quien no hubiera descendido a la Tierra si no hubiese estado todo en entredicho; ni lo habría hecho sin un derecho absoluto, aunque hubiera sido a la vez con un amor que solamente podía estar ocupado con su misión, y con la necesidad que trajo al Señor allí.

El Señor sobre la Tierra, o lo era todo o no era nada. Esto, verdaderamente, tenía que sentirse moralmente en sus resultados, en la gracia que, actuando por fe, vinculaba al creyente a Él con un lazo inefable. Sin ello, el corazón no hubiera sido moralmente sometido a prueba, pero esto no le restaba importancia. Por consiguiente, estaban presentes las pruebas: los vientos y las olas, ante los cuales al ojo humano Él parecía estar expuesto, obedecían Su voz de inmediato –una sobrada prueba para la incredulidad que le despertó de Su sueño, que había creído posible que las olas fuesen a hundirle, y con Él los consejos y el poder de Aquel que había creado estos elementos. Es evidente que esta tormenta fue enviada para probar la fe de ellos y la dignidad de Su Persona. Si el enemigo fue el instrumento que la produjo, su éxito sólo se mostró en que el Señor manifestó Su gloria. Tal es siempre el caso respecto a Cristo, y para nosotros, donde la fe está.

Ahora bien, la realidad de este poder, y la manera de su operación, son demostrados forzosamente por aquello que sigue después.

El Señor desembarca en la región de los gadarenos. Allí el poder del enemigo se manifiesta en todos sus horrores. Si el hombre, a quien el Señor había acudido en gracia, no le conocía, los demonios sí conocían a su Juez en la Persona del Hijo de Dios. El hombre estaba poseído por ellos. El temor que tenían al tormento en el juicio de los últimos tiempos, es aplicado en la mente del hombre ante la presencia inmediata del Señor: «¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo?» Los espíritus malignos actúan en los hombres mediante el temor de su poder, pero carecen de él si no se les teme. Sin embargo, sólo la fe puede quitar este temor del hombre. No me refiero a la codicia con que éstos actúan, ni de las argucias del enemigo; me refiero al poder del enemigo. «Resistid al diablo y él huirá de vosotros». Aquí los demonios deseaban manifestar la realidad de su poder. El Señor lo permite para dejar claro que en este mundo no se pone en duda simplemente si el hombre es bueno o malo, sino también aquello que es más fuerte que el hombre. Los demonios entran en el hato de cerdos, que perecen en el agua. La triste realidad queda plenamente demostrada, en cuanto a la inexistencia de mera enfermedad o codicia pecaminosa, ¡pero sí queda demostrada en cuanto a la existencia de malos espíritus! Sin embargo, gracias sean dadas a Dios, era el interés también de Aquel que, aunque un Hombre sobre la Tierra, era más poderoso que ellos. Los demonios se ven obligados a reconocer este poder, y apelan a él. No existe el mínimo gesto de resistencia. En la tentación en el desierto, Satanás había sido vencido. Él libera completamente al hombre al cual habían oprimido con su poder demoníaco. Él podía haber liberado al mundo de todo el poder del enemigo, si éste hubiera sido solamente el motivo, y de todas las desgracias de la humanidad. El hombre fuerte fue atado, y el Señor despojó sus bienes. Pero la presencia de Dios, de Jehová, turba al mundo incluso más que el poder del enemigo degrada y domina sobre la mente y el cuerpo. El dominio del enemigo sobre el corazón –demasiado tranquilo, y he aquí, muy poco apercibido– es más poderoso que la fuerza del último. Éste sucumbe ante la palabra de Jesús, pero la voluntad del hombre acepta el mundo como es, gobernado por la influencia de Satanás. La ciudad entera, la cual había presenciado la liberación del demoníaco y el poder de Jesús presente entre ellos, le ruegan que se marche. ¡Triste historia la del mundo! El Señor descendió con poder para liberar al mundo –al hombre– de todo el poder del enemigo, pero ellos no lo querían. Su distancia de Dios era moral, y no simplemente una sujeción al poder hostil. Ellos se sometieron a su yugo, a él se habían acostumbrado, y no iban a querer la presencia de Dios.

No tengo la menor duda de que lo que sucedió al hato de cerdos es lo que sucedió a los judíos impíos y profanos, los cuales rechazaron al Señor Jesús. Nada es más extraordinario que la manera en que una Persona divina, Emanuel, si bien un Hombre en gracia, es manifestada en este capítulo.

 

Capítulo 9

En el siguiente capítulo noveno, a la vez que actuando en el carácter y en la conformidad al poder de Jehová (como leemos en el Salmo 103: «Quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias») es la misma gracia verdadera hacia ellos y para ellos, en la cual Él vino, la que es presentada. Ofrece el carácter de Su ministerio, así como el capítulo previo ofrece la dignidad de Su Persona y el significado de lo que Él era. Se presenta a Sí mismo a Israel como Su verdadero Redentor y Libertador; y, para demostrar que Su título (al cual la incredulidad se oponía) era esta bendición para Israel, y el perdón de todas sus iniquidades que levantaron una barrera entre ellos y su Dios, Él lleva a término la segunda parte del versículo, y cura la enfermedad. ¡Precioso testimonio de la bondad hacia Israel, y al mismo tiempo demostración de la gloria de Aquel que estuvo en medio de Su pueblo! En el mismo espíritu, como Él había perdonado y sanado, llama al publicano y entra en su casa, pues había venido a llamar a pecadores, no a justos.

Pero pasemos ahora a otra porción de la enseñanza de este Evangelio: el desarrollo de la oposición de los no creyentes, de los sabios y de los celosos religiosos en particular; y sobre aquélla del rechazo de la obra y Persona del Señor.

La idea, la escena de aquello que tuvo lugar, nos ha sido presentada ya en el caso del demoníaco gadareno –el poder de Dios presente para la completa liberación de Su pueblo, del mundo, si le recibían– poder que los demonios confesaban ser el que en un futuro los juzgaría y los echaría fuera, el cual se mostraba en bendición para toda la muchedumbre del lugar, pero que rechazaron porque no deseaban que tal poder habitara entre ellos. No querían la presencia de Dios.

La narración de los detalles y el carácter de este rechazo comienza ahora. Obsérvese que el capítulo 8:1-27 ofrece la manifestación del poder del Señor –este poder siendo verdaderamente aquel de Jehová sobre la Tierra. A partir del versículo 28, la bienvenida que este poder tuvo en el mundo, y la influencia que gobernaba al mundo, son presentados, ya como poder, o moralmente en los corazones de los hombres.

Llegamos aquí al despliegue histórico del rechazo de esta intervención de Dios sobre la Tierra. La multitud glorifica a Dios, el cual había dado tal poder a un hombre. Jesús acepta este lugar. Él era Hombre: viéndolo la multitud así, reconoció el poder de Dios, pero no supo cómo combinar las dos ideas en Su Persona.

La gracia que desprecia las pretensiones de justicia del hombre, es ahora presentada: Mateo, el publicano, es llamado; pues Dios mira el corazón, y la gracia llama a los vasos elegidos. El Señor declara la mente de Dios sobre este asunto, y Su propia misión. Él vino a llamar a pecadores; Él iba a mostrar clemencia. Era Dios en gracia, y no el hombre con su afectada justicia basándola en sus méritos.

Atribuye dos razones por las cuales era imposible reconciliar Su curso con las exigencias de los fariseos. ¿Cómo podían ayunar los discípulos cuando su Esposo estaba allí? Cuando el Mesías se hubiera marchado, bien podrían hallar tiempo para ayunar. Además, era imposible adaptar los nuevos principios y el nuevo poder de Su misión a las viejas formas farisaicas.

Así, tenemos la gracia a los pecadores, pero (la gracia rechazada) en seguida viene una prueba más convincente de que el Mesías-Jehová estaba allí, y con gracia. Siéndole rogado que resucitase a una joven de su lecho de muerte, Él obedece la llamada. Mientras marcha, una pobre mujer, la cual empleó sin éxito todos los medios para curarse, es sanada al instante tocando con fe el borde de Sus vestiduras.

La historia nos proporciona las dos grandes divisiones de la gracia que fue manifestada en Jesús. Cristo vino para despertar al Israel muerto; Él hará lo mismo en lo venidero en el sentido pleno de la palabra. Mientras tanto, cualquiera que se acercaba a Él con fe, en medio de la multitud que le acompañaba, era curado, por muy desesperado que fuera siempre su caso. Esto, que tuvo lugar en Israel cuando Jesús estaba allí, es verdadero en principio acerca de nosotros también. La gracia en Jesús es un poder que hace resucitar de los muertos, y la cual sana. Así, Él abrió los ojos de aquellos en Israel que le reconocían como Hijo de David, y de quienes creyeron en Su poder que podía suplir sus necesidades. Él sacó fuera a los demonios también, y devolvió el habla al mudo. Pero habiendo realizado estos actos de poder en Israel, a fin de que el pueblo, en cuanto al hecho, los reconociera con admiración, los fariseos, el grupo más religioso de la nación, atribuyen este poder al príncipe de los demonios. Tal es el efecto de la presencia del Señor en los líderes del pueblo, celosos de Su gloria así manifestada entre ellos, sobre quienes ejercían su influencia. Pero esto en modo alguno estorba a Jesús en Su carrera de beneficiencia. Todavía puede Él llevar testimonio entre el pueblo. A pesar de los fariseos, Su paciente bondad todavía halla lugar. Continúa predicando y curando. Tiene compasión del pueblo, quienes eran como ovejas sin un pastor, abandonados, moralmente, a su propia guía. Él ve que la cosecha es abundante, pero los obreros pocos. Es decir, que todavía ve una puerta abierta para dirigirse al pueblo y echa a un lado la malignidad de los fariseos.

Resumamos lo que hallamos en el capítulo, la gracia desplegada en Israel. En primer lugar, la gracia que cura y perdona, como en el Salmo 103. Luego, la gracia que llama a los pecadores, no a los justos. El esposo estaba allí, y no podía la gracia en poder ser puesta en vasos judaicos ni farisaicos; era nueva incluso tratándose de Juan el Bautista. Él viene en realidad para dar vida a los muertos, no para curarlos, pero quienes fueran que entonces le tocaban con fe –porque existían los tales– eran sanados en el camino. Abría los ojos para que vieran, como Hijo de David, y abrió la boca muda de aquel a quien el demonio oprimía. Todo es rechazado blasfemamente por los orgullosos fariseos. Pero la gracia ve la multitud hasta ahora careciendo de pastor; y mientras el portero mantiene la puerta abierta, no cesa de buscar y ministrar a las ovejas.

 

Capítulo 10

Mientras Dios dábale acceso al pueblo, Él continuaba su labor de amor. No obstante, era consciente de la iniquidad que gobernaba al pueblo, aunque no buscaba Él Su propia gloria. Habiendo exhortado a Sus discípulos para que rogaran que pudiesen ser enviados obreros a la mies, Él comienza a actuar en conformidad a ese deseo. Llama a Sus doce discípulos, les da poder para sacar fuera los demonios y para curar a los enfermos, enviándolos a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Vemos, en esta misión, hasta qué punto los caminos de Dios con Israel forman el sujeto de este Evangelio. Tenían que anunciar a aquel pueblo, y a ellos exclusivamente, la cercanía del reino, al tiempo que ejercían el poder que habían recibido: un sorprendente testimonio de Aquel que había venido, quien no realizaba los milagros Él mismo, sino que confería el poder a otros para que obrasen del mismo modo. Les dio autoridad sobre los malos espíritus para este propósito. Es esto lo que caracteriza al reino –el hombre sanado de todas las enfermedades y el demonio echado fuera. De acuerdo a este hecho, en Hebreos 6 los milagros son llamados «los poderes del siglo venidero28

Ellos tenían también, con respecto a su necesidad, que depender completamente de Aquel que los enviaba. Emanuel estaba allí. Si los milagros eran una prueba al mundo del poder de su Maestro, el hecho de que ellos no carecían de nada debía ser la misma prueba a sus corazones. Las ordenanzas fueron abrogadas durante este período de su ministerio, el cual siguió a la partida de Jesús de este mundo (Lucas 22:35-37). Aquello que Él aquí (Mat. 10) ordena a Sus discípulos, va ligado a Su presencia como Mesías, como Jehová, Él mismo sobre la Tierra. Por lo tanto, el recibimiento de Sus mensajeros o su rechazo decidía la suerte de aquellos a quienes eran enviados. Al rechazarlos, rechazaban al Señor, Emanuel, Dios con Su pueblo29. Pero, de hecho, Él los envió como ovejas en medio de lobos. Iban a necesitar la prudencia de serpientes, y tenían que exhibir la naturalidad de las palomas (rara unión de virtudes, hallada solamente en aquellos que, por el Espíritu del Señor, son sabios para con lo bueno y sencillos con respecto al mal).

Si no se guardaban de los hombres (triste testimonio en cuanto a éstos) no harían otra cosa que sufrir, pero si eran azotados y llevados ante los concilios, ante los gobernadores y los reyes, todo ello devendría un testimonio para ellos –un medio divino para presentar el evangelio del reino a los reyes y príncipes, sin alterar su carácter ni acomodándolo al mundo, sin mezclar siquiera al pueblo del Señor con sus costumbres y pretendida grandeza. Asimismo, circunstancias de este tipo hacían su testimonio más notable que la asociación con los grandes de la tierra hubiera podido hacer.

Y, a fin de cumplir todo esto, debían recibir tal poder y dirección del Espíritu de su Padre como para hacer que las palabras que ellos hablaban no fueran las suyas, sino las de Aquel que se las inspiraba. Nuevamente aquí, su relación con su Padre, la cual caracteriza tan claramente al Sermón del Monte, deviene la base de su capacidad para el servicio que tenían que realizar. Debemos recordar que este testimonio iba dirigido a Israel solamente. Y estando Israel bajo el yugo de los gentiles desde el tiempo de Nabucodonosor, llegaría hasta sus gobernantes.

Este testimonio iba a soliviantar una oposición que rompería todos los lazos familiares, así como despertaría un odio que no miraría las vidas de aquellos que hubieran sido más amados. Aquel que pese a todo resistiese hasta el final, sería salvo. No obstante, el caso era apremiante. Ellos no debían resistirse, pero si la oposición tomaba la forma de persecución, tenían que huir y predicar el evangelio en otro lugar, pues antes de que ellos hubieran ido por todas las ciudades de Israel el Hijo del Hombre habría de venir30. Tenían que anunciar el reino. Jehová, Emanuel, estaba allí, en medio de Su pueblo, y los principales del pueblo habían llamado al maestro de la casa Belzebú. Esto no había detenido Su testimonio, sino que matizó vivamente las circunstancias en que este testimonio tenía que ser rendido. Él los envió y les previno sobre este estado de cosas, para que mantuvieran este testimonio final entre Su pueblo amado tanto como fuera posible. Ello tuvo lugar en aquel momento, y es posible, si las circunstancias lo permiten, continuarlo hasta que el Hijo del Hombre venga a ejecutar juicio. Cuando esto ocurra, el maestro de la casa se habrá levantado para cerrar la puerta. El «hoy» del Salmo 91 habrá terminado. Siendo el objeto de este testimonio Israel en posesión de sus ciudades, es forzosamente interrumpido cuando ya no se encuentran en su tierra. El testimonio del reino venidero, dado en Israel por los apóstoles después de la muerte del Señor, es un cumplimiento de esta misión, hasta donde alcanzaba el testimonio rendido en la tierra de Israel. Pues el reino podría anunciarse para ser establecido mientras Emanuel estuviese sobre la Tierra. O bien podría serlo a causa del regreso de Cristo del cielo como lo anuncia Pedro en Hechos 3. Y esto podría tener lugar si Israel estuviera en la tierra, hasta el regreso de Cristo. Así, el testimonio puede reanudarse en Israel siempre que se hallen de nuevo en su tierra, y el poder espiritual sea enviado por Dios como requisito.

Al mismo tiempo, los discípulos tenían que compartir la propia posición de Cristo. Si llamaron al maestro de la casa Belzebú, más todavía a aquellos de Su familia. Pero no debían temer. Era la porción necesaria de aquellos que estaban del lado de Dios en medio del pueblo. Y no había nada oculto que no hubiera de ser revelado. Ellos mismos no tenían que contenerse de anunciar en los tejados de las casas todo lo que habían aprendido, pues todo había de ser traído a la luz. Su fidelidad a Dios en este sentido, así como otras cosas. Todo ello, a la vez que chocaba con las secretas intrigas de sus enemigos, tenía que definir por sí solo las sendas de los discípulos. Dios, el cual es luz, y ve en la oscuridad igual que en la claridad, iba a traer todo a la luz, pero ellos debían empezar a hacer lo mismo moralmente ahora. De esta manera no debían temer nada mientras realizaran esta obra, a menos que fuera a Dios mismo, el juez justo en los últimos tiempos. Además, los cabellos de su cabeza estaban contados. Eran apreciados por su Padre, al cual no le pasaba por alto la muerte de un gorrión. Y esto no podía suceder sin Aquel que era su Padre.

Finalmente, debían estar plenamente convencidos de que el Señor no había venido para traer paz sobre la Tierra; trajo división, incluso a los vínculos familiares. Cristo tenía que ser más apreciado que el padre o la madre, y más incluso que la vida misma. Aquel que quería salvar su vida a expensas de su testimonio de Cristo, la perdería; y aquel que quería perder su vida por causa de Cristo, la ganaría. Y también aquel que recibiera este testimonio, en la persona de los discípulos, recibía a Cristo, y, en Cristo, a Aquel que le envió. Dios, entonces, siendo así reconocido en las personas de Sus testigos sobre la Tierra, otorgaría a cualquiera que los recibiera un galardón de acuerdo al testimonio rendido. Reconociendo así el testimonio del Señor rechazado, fuera siquiera por un vaso de agua fría, aquel que lo daba no perdería su recompensa. En un mundo oponente, aquel que cree el testimonio de Dios, y recibe (a pesar del mundo) al hombre que lleva este testimonio, confiesa realmente a Dios, así como a Su siervo. Esto es todo lo que podemos hacer. El rechazo de Cristo constituía una prueba, una piedra de toque.

Desde ese momento hallamos el juicio definitivo de la nación, pero no como para ser abiertamente declarado (ello ocurre en el capítulo 12), ni por la interrupción del ministerio de Cristo, el cual produjo, no obstante la oposición de la nación, la reunión del remanente, y todavía el más importante efecto de la manifestación de Emanuel. Ello se evidencia en el carácter de Sus discursos, en las positivas declaraciones que describen la condición del pueblo, y en la conducta del Señor en medio de las circunstancias que hicieron que expresara las relaciones que Él sostenía hacia ellos.

 

Capítulo 11

En este capítulo, habiendo enviado a Sus discípulos a predicar, Él continúa el ejercicio de Su propio ministerio. Las noticias de las obras de Cristo llegan a Juan en la prisión. Éste, en cuyo corazón, no obstante su don profético, quedaban todavía reminiscencias judías y esperanzas, manda por medio de sus discípulos a preguntar a Jesús si Él era Aquel que había de venir, o bien habían de continuar buscándole31. Dios permitió que se hiciera esta pregunta para poner todas las cosas en su lugar. Cristo, siendo el Verbo de Dios, debería ser Su propio testimonio. Debería darlo acerca de Sí mismo igual que acerca de Juan, y no recibirlo de este último. Esto es lo que hizo en presencia de los discípulos de Juan. El curó todas las enfermedades de los hombres, y predicó el evangelio a los pobres. Los mensajeros de Juan tenían que presentar ante él el verdadero testimonio de lo que Jesús era. Y Juan tenía que recibirlo. Era por estas cosas que los hombres eran sometidos a prueba. Bienaventurados aquellos que no se ofendían por el semblante humilde del Rey de Israel. Dios manifestado en carne no vino a buscar la pompa de la realeza, aunque fuera Su derecho, sino la liberación de los hombres sufrientes. Su obra revelaba un carácter mucho más divino en profundidad, el cual tenía una acción en origen de mayor gloria que aquella que dependía de la posesión del trono de David –más que la acción que hubiera puesto a Juan en libertad y hubiese terminado con la tiranía que le tenía prisionero).

El emprender este ministerio, el descender al centro de este ejercicio y soportar los dolores y las cargas de Su pueblo, podía ser una ocasión de caída para un corazón carnal que buscaba la apariencia de un reino glorioso que llenara el orgullo de Israel. Pero ¿no era ello divinamente mejor y más necesario para la condición del pueblo según Dios lo veía? El corazón de cada uno sería así probado para manifestarse si pertenecía a aquel remanente penitente, el cual discernía los caminos de Dios, o bien a la multitud orgullosa, la cual procuraba solamente su propia gloria, careciendo de una conciencia ejercitada ante Dios y de un sentido de su necesidad y miseria.

Habiendo situado a Juan bajo la responsabilidad de recibir este testimonio, el cual sometía a todo Israel bajo la prueba, y habiendo distinguido al remanente de la nación en general, el Señor lleva entonces testimonio al mismo Juan, dirigiéndose a la multitud y recordándoles cómo habían seguido las enseñanzas de Juan. Les muestra el nivel exacto al cual había llegado Israel en los caminos de Dios. La introducción, en testimonio, del reino marcaba la diferencia entre aquello que lo precedía y lo que le seguía después. Entre todos los nacidos de mujer, no existió nadie mayor que Juan, nadie que hubiera estado más cerca de Jehová y hubiese sido enviado delante de Él, nadie que hubiera rendido de Él un testimonio más exacto y completo y que hubiese estado tan separado del mal por el poder del Espíritu de Dios –una separación propia del cumplimiento de tal misión entre el pueblo de Dios. Todavía no había estado en el reino, porque no se había establecido. Y estar en la presencia de Cristo en Su reino, gozando del resultado del establecimiento de Su gloria32 era algo más grande que todo el testimonio de la venida del reino.

No obstante, desde el tiempo de Juan el Bautista se produjo un gran cambio. Desde entonces el reino se había anunciado. No estaba establecido, pero sí se había predicado. Esto era algo muy distinto a las profecías que hablaban del reino para un período aún más lejano, mientras seguía encomendándose al pueblo a la ley dada por Moisés. El Bautista precedió al Rey anunciando lo cerca que estaba el reino y ordenando a los judíos que se arrepentieran, para que pudieran entrar en él. Así, la ley y los profetas hablaban de parte de Dios hasta la llegada de Juan. La ley era la norma; los profetas, manteniendo esta norma, fortalecían las esperanzas y la fe del remanente. Ahora, la energía del Espíritu obligaba a los hombres a que se abrieran camino a través de cada dificultad y de toda la oposición de los líderes de la nación y de un pueblo ciego, a fin de que alcanzasen a base de esfuerzos el reino de un Rey rechazado por la ciega incredulidad de aquellos que deberían haberle recibido. Era necesaria esta violencia para entrar en el reino –viendo que el Rey había venido en humillación, y que había sido rechazado. La puerta estrecha era la única entrada.

Si la fe pudiera realmente penetrar en la mente de Dios acerca de esto, Juan era el Elías que debía venir. El que tenía oídos para oír, dejemos que lo hiciera. Era, de hecho, para éstos solamente.

En caso de haber surgido el reino en la gloria y en el poder de su Cabeza, la violencia no hubiera sido necesaria, sino que se habría poseído como el efecto certero de este poder. Pero era la voluntad de Dios que ellos fueran moralmente sometidos a prueba. Fue así también porque debieron haber recibido a Elías en espíritu.

El resultado es dado en las palabras del Señor que vienen ahora, es decir, el verdadero carácter de esta generación, y los caminos de Dios en relación a la Persona de Jesús, manifestados por Su mismo rechazo. Como generación, las amenazas de justicia y los atractivos de la gracia fueron para ellos igualmente perdidos de vista. Los hijos de la sabiduría, aquellos cuyas conciencias eran enseñadas por Dios, reconocían la verdad del testimonio de Juan, apropiándoselo en su contra, y la gracia, tan necesaria para los culpables, de los caminos de Jesús.

Juan, separado de la iniquidad de la nación, poseía, a ojos de ellos, un demonio. Jesús, afectuoso hacia los más desdichados, era acusado de complacerse en los malos caminos. Sin embargo, la evidencia era lo suficientemente poderosa como para haber amansado el corazón de todo un Tiro o una Sodoma, y la justa reprensión del Señor previene a la nación perversa e incrédula de un juicio más terrible que aquel que aguardaba al orgullo de Tiro o a la corrupción de Sodoma.

Pero esto era una prueba para los más agraciados de la humanidad. También podría haberse dicho: ¿por qué no se enviaba este mensaje a Tiro, donde prestos hubieran escuchado? ¿Por qué no a Sodoma, para que la ciudad hubiera escapado del fuego que la consumió? Ello es debido a que el hombre debe ser probado de todas las maneras, a fin de que los perfectos consejos de Dios sigan su curso. Si Tiro o Sodoma habían abusado de las bendiciones que un Dios creador y providente había acumulado sobre ellos, los judíos tenían que manifestar lo que había en el corazón del hombre, cuando ellos poseían todas las promesas y eran los depositarios de todos los oráculos de Dios. Se envanecieron con este don, y se alejaron del Dador. Su ciego corazón no reconocía a su Dios, e incluso le rechazaba.

El Señor sintió el menosprecio de Su pueblo, al cual amaba. Pero, como el Hombre obediente sobre la Tierra, se sujetó a la voluntad de Su Padre, quien, actuando con soberanía, el Señor del cielo y la Tierra, manifestó, en el ejercicio de esta soberanía, sabiduría divina, y la perfección de este carácter. Jesús acepta la voluntad de Su Padre y sus consecuencias, y, así sujeto, ve su perfección.

Era propio de Dios que revelara a los humildes todos los dones de Su gracia en Jesús, este Emanuel sobre la Tierra; y que Él los protegiera del orgullo que quería penetrar en ellos y juzgarlos. Pero esto abre la puerta a la gloria de los consejos de Dios en ello.

La verdad es que Su Persona era demasiado gloriosa para ser sondeada o comprendida por el hombre, aunque Sus palabras y Sus obras dejaban a la nación sin excusa, por rehusar venir a Él para conocer al Padre.

Jesús, sujeto a la voluntad de Su Padre, aunque profundamente sensible a todo lo que ocasionaba dolor a Su corazón en sus resultados, ve toda la extensión de la gloria que seguiría a Su rechazo.

Todas las cosas fueron entregadas a Él por Su padre. Es el Hijo el que es revelado a nuestra fe, siendo quitado el velo que cubría Su gloria, ahora que es rechazado como Mesías. Nadie conoce al Hijo sino el Padre. ¿Quién de entre los orgullosos podía sondear lo que Él era? Aquel que desde toda eternidad había sido uno con el Padre, se hizo Hombre, y sobrepasó, en el inescrutable misterio de Su ser, todo conocimiento excepto el del Padre mismo. La imposibilidad de conocer a Aquel que se despojó para hacerse Hombre, mantenía la certidumbre, la realidad, de Su divinidad, la cual esta propia renunciación podría haber ocultado de los ojos de la incredulidad. La impenetrabilidad de un ser en una forma finita revelaba el infinito que se hallaba dentro. Su divinidad estaba garantizada a la fe, contra el efecto de Su humanidad sobre la mente humana. Pero si nadie conocía al Hijo, excepto el Padre sólo, el Hijo, quien es verdaderamente Dios, era capaz de revelar al Padre. Nadie ha visto jamás a Dios. El Hijo unigénito, quien está en el seno del Padre, le ha revelado. Nadie conoce al Padre excepto el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar. ¡Mísera ignorancia que en su orgullo rechaza al Hijo! Fue así, conforme al beneplácito del Hijo, que esta revelación fue hecha. ¡Notable atributo de la perfección divina! Él vino para este propósito, de acuerdo a Su propia sabiduría. Tal era la verdad de las relaciones del hombre con Él, aunque Él se sujetó a la humillación dolorosa de verse rechazado por Su propio pueblo, como la prueba final de su estado y el del hombre.

Obsérvese también aquí, que este principio, esta verdad con respecto a Cristo, abre la puerta a los gentiles, a todos los que debían ser llamados. Él revela al Padre a los que Él quiere. Él siempre busca la gloria del Padre. Él solo puede revelarle –Aquel a quien el Padre, el Señor del cielo y la Tierra, ha entregado todas las cosas. Los gentiles están incluidos en los derechos conferidos por este título, incluso cada familia en el cielo y en la Tierra. Cristo ejerce estos derechos en gracia, llamando a los que Él quiere al conocimiento del Padre.

Así hallamos aquí a la generación perversa y sin fe. Un remanente de la nación que justificaba la sabiduría de Dios como la manifestaron Juan y Jesús en juicio y en gracia; la sentencia del juicio sobre los incrédulos; el rechazo de Jesús en el carácter bajo el cual Él se había presentado a la nación; y Su sujeción perfecta, como Hombre, a la voluntad de Su Padre en este rechazo, dando ocasión para la manifestación a Su alma de la gloria debida a Él como Hijo de Dios –una gloria que nadie podía conocer, de igual modo que Él solo podía revelar la de Su Padre. Así que el mundo que le rechazó estaba bajo total ignorancia, excepto en el puro afecto de Aquel que se complace en revelar al Padre.

Deberíamos destacar también aquí, que la misión de los discípulos al Israel que rechazó a Cristo continúa (si Israel se halla en la tierra) hasta que Él venga como Hijo del Hombre bajo Su título judicial y de gloria como Heredero de todas las cosas (es decir, hasta el juicio por el cual Él toma posesión de la tierra de Canaán, en un poder que no deja alternativa a Sus enemigos). Éste, Su título de juicio y gloria como Heredero de todo, es mencionado en Juan 5, Daniel 7, y en los Salmos 8 y 80.

Observemos también que, en el capítulo 11, la malignidad de la nación que había rechazado el testimonio de Juan, y el del Hijo del Hombre venido en gracia y asociándose así con los judíos, abre la puerta al testimonio de la gloria del Hijo de Dios, y a la revelación del Padre por Él en soberana gracia –una gracia que podía hacerle conocido tan eficazmente a un pobre gentil como a un judío. Ya no se trataba de una responsabilidad receptora, sino de la gracia soberana que se transmitía a quien quería. Jesús conocía al hombre, al mundo, a la generación que había gozado de las mayores ventajas de todas las que se hallaban en el mundo. No había descanso posible en las cenagosas aguas que diáfanas habíanse alejado de Dios. En medio de un mundo de maldad, Jesús permaneció el solo confesor del Padre, la fuente de todo bien. ¿A quiénes llama Él? ¿Qué otorga Él a los que acuden? Única fuente de bendición y revelación del Padre, Él llama a todos aquellos que están cansados y cargados. Quizás no conocían la fuente de toda la miseria, esto es, de la separación de Dios: el pecado. Él los conocía, y sólo Él podía curarlos. Si era el discernimiento del pecado lo que pesaba sobre ellos, tanto mejor. En todos los sentidos, el mundo no podía ya satisfacer sus corazones; eran menesterosos, y por tanto los objetos del corazón de Jesús. Además, Él les daría descanso. No explica aquí por qué medios lo haría, sino que simplemente anuncia el hecho. El amor del Padre, el cual en gracia, en la Persona del Hijo, vino a buscar a los desdichados, otorgaría el reposo (no simplemente alivio o comprensión, sino reposo) a cada uno que viniera a Jesús. Era la perfecta revelación del nombre del Padre al corazón de aquellos que lo necesitaban; y esto por medio del Hijo: paz, paz con Dios. Sólo tenían que acudir a Cristo, pues Él lo llevaba todo y proporcionaba descanso. Existe un segundo elemento en la palabra descanso. Hay más que paz mediante el conocimiento del Padre en Jesús. Y más de lo que se necesita, pues incluso cuando el alma está perfectamente en paz con Dios, este mundo presenta muchas causas de dolor al corazón. En estos casos, se trata de ser sumiso o de mostrar el yo. Cristo, en la conciencia de Su rechazo, en el profundo dolor producido por la incredulidad de las ciudades en que había realizado tantos milagros, acababa de manifestar la sumisión más completa a Su Padre, y había hallado en ello perfecto descanso para Su alma. A ello invita a todos los que le escuchaban, a todos los que sentían la necesidad de descanso para sus propias almas. «Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí», es decir, el yugo de la sumisión a la voluntad de Su Padre, aprendiendo de Él para enfrentarse a los problemas de la vida; pues Él era «manso y humilde de corazón», contento de estar en el lugar más vil por voluntad de Su Dios. De hecho, nada puede echar a nadie que se halle en este lugar, porque es el sitio de perfecto descanso para el corazón.

 

Capítulo 12

Finalmente, el rechazo de la nación, como consecuencia de su desprecio por el Señor, es claramente manifestado, así como la cesación de todos Sus tratos con ellos como nación, a fin de presentar de parte de Dios un sistema totalmente diferente, es decir, el reino en una forma particular. Así, este último capítulo es la gran intersección de toda la historia. Cristo es un testigo divino de Sí mismo, y Juan el Bautista también tiene el testimonio para recibirle, como cualquier otro. Él ya no estaba en la condición de Mesías, de la que testificaba, sino como Hijo de Dios, y da Su testimonio completo a Juan. Pero la nación había rechazado a Dios, quien se manifestó lo mismo en gracia que en amonestaciones: sólo quedaba un remanente. La sabiduría era justificada por sus hijos. Después viene la sumisión a Su rechazo, cruel como lo era, según la voluntad del Padre; pero ello le lleva a penetrar en la conciencia de Su gloria personal, el verdadero terreno de este rechazo. Todas las cosas fueron entregadas a Él por Su Padre. Nadie podía conocerle, ni tampoco al Padre, a menos que Él le revelara. El mundo entero, probado por Su perfección, fue hallado sumido en la impiedad –aunque con un remanente preservado–, porque el hombre estaba universalmente alejado de Dios. Él miró desde el cielo, como leemos, pero todos se habían apartado del camino, y no había nadie justo, ni siquiera uno. Así que Jesús, cuando caminaba sobre el mar, permanecía solo en un mundo juzgado porque le rechazó, pero ahora en la soberana gracia del Padre permanecía como el Hijo revelador, invitando a la revelación de esta gracia en Sí mismo. Ésta es precisamente ahora la nueva posición. Él había probado al hombre. Todo aquello que Él era, impedía al pueblo recibirle como tal. Ahora, el que estuviera cansado, debería venir a Aquel que permanecía así en soledad, y Él le daría descanso. Debían aprender de Él, quien de esta manera se había sujetado plenamente, y obtendrían el descanso frente al mundo y frente a todo lo demás aquí. Lo mismo sucede con nosotros: donde nos sometemos totalmente, llegamos a la conciencia de que poseemos nuestros privilegios inmerecidamente, sobre el elevado terreno celestial.

La primera circunstancia que hizo que se cuestionara Su Persona, y el derecho Suyo de cerrar la dispensación, fue el recoger espigas de trigo por parte de los discípulos y el triturarlas en las manos para satisfacer su hambre. Por este motivo los reprendieron los fariseos, pues lo hicieron en sábado. Jesús presenta ante ellos que el rey, rechazado por la malicia de Saúl, participó de aquello solamente permitido a los sacerdotes. El Hijo de David, en un caso similar, bien podía gozar de un privilegio igual. Además, Dios actuaba en gracia. El sacerdote también profanaba el sábado en el servicio del templo; y Uno mayor que el templo se hallaba allí. De igual modo, si ellos hubieran conocido realmente la mente de Dios, y se hubieran concienciado de lo que el Espíritu declara que por Su Palabra le era aceptable, «misericordia quiero y no sacrificios», no habrían condenado a los inocentes discípulos. Como añadido, el Hijo del Hombre era Señor incluso del sábado. Aquí Él ya no utiliza el título de Mesías, sino el de Hijo del Hombre –un nombre que testificaba de un orden nuevo de cosas y de un poder más amplio. Ahora bien, lo que dijo tenía gran significado, pues el sábado era la señal del pacto entre Jehová y la nación (Ezeq. 20:12-20); y el Hijo del Hombre declaraba este poder sobre ello. Si esto era alterado, el pacto pasaba a formar parte del pasado.

Se suscita la misma pregunta en la sinagoga; y el Señor persevera al actuar en gracia y haciendo el bien, mostrándoles que ellos harían lo mismo por alguien del rebaño. Esto sólo excita su odio, tanto más cuanto mayor era la prueba de Su poder benefactor. Eran hijos del homicida. Jesús se retira de ellos y grandes multitudes le siguen. Los sana, y les pondera que no le delaten por ello. En todo esto, sin embargo, Su hechos no eran más que la consumación de una profecía que ubicaba la posición del Señor sobre este momento. Llegaría la hora cuando Él conduciría el juicio a la victoria. Entretanto, permanecía en la posición de completa humildad, en la cual la gracia y la verdad podían encomendarse solas a los que las necesitaban y sabían apreciarlas. Pero en el ejercicio de esta gracia, y en Su testimonio de la verdad, no haría nada que falsificase este carácter, ni atraería la atención de los hombres para que fuera obstáculo a Su verdadera obra, o que la convirtiera en algo suspicaz con que Él mantuviese Su honor. No obstante, el Espíritu de Jehová estaba sobre Él como el Amado, en quien se gozaba Su alma; y declarando el juicio a los gentiles, éstos deberían confiar en Su nombre. La aplicación de esta profecía a Jesús en aquel momento es muy evidente. Vemos hasta qué punto se guardaba de los judíos, absteniéndose de la gratificación de sus deseos carnales respecto a Sí mismo, y satisfecho de quedarse detrás si Dios el Padre era glorificado, y si con glorificarle Él sobre la Tierra era haciendo el bien. Pronto había de darse a conocer a los gentiles, ya fuera por la ejecución del juicio de Dios o presentándose como Aquel en quien deberían confiar.

Este pasaje es expresamente situado aquí por el Espíritu Santo, a fin de dar la representación exacta de Su posición antes de desarrollarse las nuevas escenas que Su rechazo prepara para nosotros.

Él, entonces, echa fuera de un hombre sordomudo a un demonio –una condición triste, que describe con acierto la misma del pueblo con respecto a Dios. La multitud, llena de admiración, exclama: «¿Será éste aquel Hijo de David?» Pero los religiosos, oyéndolo, celosos del Señor, y hostiles al testimonio de Dios, declaran que Jesús efectuó este milagro por el poder de Belzebú, sellando así su propia condición y colocándose bajo el definitivo juicio de Dios. Jesús demuestra lo absurdo de su declaración. Satanás no destruiría su propio reino. Los propios hijos de ellos, pretensiosos de hacer lo mismo, serían los que juzgarían su iniquidad. Pero si no fue el poder de Satanás –y los fariseos admitieron que los demonios sí fueron echados fuera– fue el dedo de Dios, y el reino de Dios estaba entre ellos. Aquel que había entrado en la casa del hombre fuerte para despojar sus bienes, tenía que atarlo primero.

La verdad es que la presencia de Jesús sometía todo a prueba. Del lado de Dios, todo estaba centrado en Él. Era Emanuel mismo quien se hallaba allí. El que no estaba por Él, estaba en contra de Él. Quien no recogía con Él, desparramaba. Todo a partir de ahora dependía solamente de Él. Soportaría toda la incredulidad acerca de Su Persona. La gracia no podía modificar eso. Él podía perdonar todos los pecados, pero hablar en contra y blasfemar del Espíritu Santo –es decir, reconocer el ejercicio de un poder, el cual es el de Dios, y atribuirlo a Satanás–, no tenía perdón, pues los fariseos admitían que el demonio fue echado, y con toda malicia y odio deliberado hacia Dios, ellos lo imputaban a Satanás. ¿Qué perdón podía hallarse para esto? No existía ninguno, ni en la época de la ley 33 ni en la del Mesías. La suerte de aquellos que actuaban de este modo estaba decidida. Esto es lo que el Señor quería que ellos entendieran. El fruto demostraba la naturaleza del árbol, que era esencialmente malo. Eran una generación de víboras. Juan les había dicho lo mismo; sus palabras los condenaban. Los escribas y fariseos pedían una señal acerca de ello. No era más que malignidad, pues ya habían tenido suficientes señales. Se trataba sólo de excitar la incredulidad del resto. Esta petición permite al Señor pronunciar el juicio de esta generación: solamente habría la señal de Jonás para ellos. Como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del pez, así el Hijo del Hombre estaría tres días y tres noches en el corazón de la Tierra. Pero he aquí que Cristo ya era a la sazón rechazado.

Los ninivitas, por su conducta, deberían condenar a esta generación en el día del juicio, porque se arrepintieron por la predicación de Jonás. Y uno mayor que Jonás se hallaba allí. La reina del sur asimismo testificaba en contra de la maldad de esta perversa generación. Su corazón, atraído por la fama de la sabiduría de Salomón, la había conducido a él desde los confines de la Tierra, y Uno mayor que Salomón se hallaba allí. Los pobres gentiles ignorantes comprendieron la sabiduría de Dios en Su Palabra, ya fuera mediante el profeta o el rey, mejor que Su amado pueblo, aun cuando el Gran Rey y Profeta estaba entre ellos.

Éste fue entonces Su juicio: el espíritu inmundo (de idolatría) que había salido del pueblo, no hallando descanso lejos de Israel –su verdadera casa, mientras que ellos, ay, debieron haberla sido para Dios– retornaría con siete espíritus peores que el primero. Hallaría la casa vacía, barrida y adornada, y el posterior estado de ésta sería peor que el primero. ¡Qué juicio más solemne del pueblo era éste, que aquellos entre quienes había caminado Jehová devinieran la habitación de un espíritu inmundo, de una sobreabundancia de espíritus inmundos; no meramente siete, el número completo, sino con éstos aquel otro espíritu –juntamente con los cuales les incitaría a la locura contra Dios y contra aquellos que le honraban, y los conduciría a su propia destrucción, volviendo otra vez a sumirlos en la idolatría de que habían salido! El juicio de Israel se había pronunciado.

En conclusión, Jesús rompe públicamente los lazos naturales que existían entre Él y el pueblo según la carne, reconociendo a aquellos solamente que estaban formados por la Palabra de Dios y se manifestaban haciendo la voluntad de Su Padre que está en los cielos. Aquellas personas eran las que Él reconocería como Suyas, formadas según el modelo del Sermón del Monte.

 

Capítulo 13

Sus acciones y Sus palabras, después de todo, testifican de la nueva obra que Él estaba haciendo sobre la Tierra. Abandonando la casa, se sienta junto al lago. Toma una nueva posición afuera para anunciar a la multitud aquello que era Su verdadera obra: un sembrador que salió a sembrar.

El Señor ya no buscaba fruto en Su viña. Fue un requisito conforme a las relaciones de Dios con Israel el que Él buscara este fruto; pero Su verdadero servicio, como bien sabía, era traer aquello que podía producir fruto, y no el hallar alguno en los hombres.

Es importante destacar aquí que el Señor habla del efecto visible y exterior de Su obra como Sembrador. La única ocasión aquí en que expresa Su juicio acerca del motivo en cuestión, es cuando dice: «No tenían raíz»; e incluso aquí es un hecho establecido. De las doctrinas respecto a la operación divina necesaria para la producción de frutos, no se nos habla aquí. Es el Sembrador quien está delante, y el resultado de Su siembra, no aquello que hace que la semilla germine en la tierra. En cada caso, excepto el primero, se produce un determinado efecto.

Luego es presentado el Señor comenzando Su obra, la cual es independiente de toda relación anterior entre Dios y los hombres, llevando con Él la semilla de la Palabra, que Él siembra en el corazón mediante Su ministerio. Donde permanece, donde es comprendida, donde no es sofocada ni marchitada, produce fruto para Su gloria y para la felicidad y provecho del hombre que la tiene.

En el versículo 11, el Señor muestra la razón por la que Él habla enigmáticamente a la multitud. Se produce definitivamente una distinción entre el remanente y la nación: esta última estaba bajo el juicio de ceguera anunciado por el profeta Isaías. Bienaventurados eran los ojos de los discípulos que vieron al Emanuel, al Mesías, el objeto de las esperanzas y de los deseos de tantos profetas y hombres justos. Todo ello marca el juicio, y un remanente llamado y preservado34.

Haré ahora unas cuantas observaciones sobre el carácter de las personas de las que el Señor habla en las parábolas.

Cuando la Palabra es sembrada en el corazón que no la comprende, cuando no produce ninguna relación de inteligencia, de sentimientos, o siquiera de conciencia entre el corazón y Dios, el enemigo se la lleva: no permanece en el corazón. Aquel que la escuchó, no era menos culpable: lo que fue sembrado en su corazón se adaptaba a cada necesidad suya, a la naturaleza y a la condición del hombre.

El recibimiento inmediato de la Palabra con gozo, en el próximo ejemplo, tiende más bien a corroborar que el corazón no quiere retenerla, pues es casi improbable en tal caso que la conciencia sea tocada. Una conciencia tocada por la Palabra torna en seriedad a un hombre, pues se ve en la presencia de Dios, lo cual es siempre algo serio, sea cual fuere la atracción de Su gracia o la esperanza inspirada por Su bondad. Si no se ha llegado a la conciencia, no hay raíz. La Palabra fue recibida por el gozo que transmitía. Cuando trae tribulación, es abandonada. Una vez ha sido ejercitada la conciencia, el evangelio trae de pronto alegría; pero si no, despierta la conciencia donde de veras se está produciendo una obra. El primer ejemplo es la respuesta a ello, y suple las privaciones que allí hay. El segundo ejemplo, crea estas privaciones.

La historia de cada día es, ¡ay!, la triste y mejor explicación del tercer ejemplo. No existe siquiera mala voluntad, sino esterilidad.

Que la Palabra fue comprendida se afirma solamente de aquellos que llevaron fruto. La comprensión verdadera de la Palabra trae a un alma en relación con Dios, porque la Palabra revela a Dios, expresa lo que Él es. Si yo la comprendo, yo le conozco; y el conocimiento verdadero de Dios –es decir, del Padre y de Su Hijo Jesucristo– es la vida eterna. Ahora bien, cualquiera que sea el grado de luz, es siempre Dios así revelado el que es dado a conocer por la Palabra que Jesús siembra. Así, siendo nacidos de Dios, produciremos, en diversas medidas, los frutos de la vida de Dios en este mundo. Porque el sujeto aquí es el resultado, en este mundo, de la recepción de la verdad traída por Jesús –no es el cielo, ni aquello que Dios motiva en el corazón para hacer que la semilla lleve fruto.

Esta parábola no habla, a modo de analogía, del reino, aunque la Palabra sembrada fuera la Palabra del reino, sino del gran principio elemental del servicio de Cristo en la universalidad de su aplicación, que fue llevado a cabo en Su propia Persona y servicio mientras estaba sobre la Tierra, y después de Su partida, aunque pudieran presentarse entonces aspectos más plenos de la gracia.

En las seis parábolas siguientes, hallamos analogías del reino. Debemos recordar que se trata del reino establecido durante el rechazo del Rey35, y que consecuentemente tiene un carácter peculiar. Es decir, que es caracterizado por la ausencia del Rey, añadiéndole a esto, en la explicación de la primera parábola, el efecto de Su retorno.

Las primeras tres de estas seis parábolas presentan el reino en su forma exterior en el mundo. Son dirigidas a la multitud. Las últimas tres presentan el reino conforme a la valoración del Espíritu Santo, de acuerdo a la realidad de su carácter visto por Dios –la mente y los consejos de Dios en ello. Éstas van pues destinadas sólo a los discípulos. El establecimiento público del reino en la justicia y el poder de Dios, también es anunciado a ellos, en la explicación de la parábola de la cizaña.

Consideremos primero la exterioridad del reino anunciado públicamente a la multitud, la forma exterior que asumiría.

Debemos recordar que el Rey, es decir, el Señor Jesús, fue rechazado sobre la Tierra; que los judíos, al rechazarlo, se condenaron ellos mismos; que, siendo la Palabra de Dios utilizada para consumar la obra de Aquel a quien el Padre había enviado, el Señor declaró así que el reino lo estableció Él, no por Su poder ejercido en justicia y en juicio, sino testificando a los corazones de los hombres; y que el reino ahora asumía un carácter relacionado con la responsabilidad del hombre, y con el resultado de la Palabra de luz sembrándose en la Tierra, dirigida a los corazones de los hombres y dejada allí como un sistema de verdad a la fidelidad y al cuidado de los hombres –Dios, sin embargo, guardando Su derecho soberano de preservar a Sus hijos y la verdad para Sí mismo. Esta última parte no es el asunto de las parábolas. Lo he presentado aquí porque de otro modo se habría supuesto que todo dependía absolutamente del hombre. Si así hubiera sido, todo se habría dado por perdido.

La parábola de la cizaña viene primero. Nos proporciona una idea general del efecto de estas siembras con respecto al reino, o más bien, el resultado de haber encomendado aquí abajo el reino a las manos de los hombres.

El resultado fue que el reino aquí abajo ya no presentaba en general el aspecto de la propia obra del Señor. Él no siembra cizaña. Por la negligencia y la inconstancia de los hombres, el enemigo obtuvo el medio de sembrarla. Obsérvese que esto no se aplica a los paganos ni a los judíos, sino al mal hecho por Satanás entre los cristianos a través de malas doctrinas, falsos maestros y sus seguidores. El Señor Jesús sembró. Mientras dormían los hombres, Satanás también sembró. Había judaizantes, filósofos, herejes que combregaban con los primeros por una parte, y por otra se oponían a la verdad del Antiguo Testamento.

No obstante, Cristo sólo sembró la buena semilla. ¿Debe pues la cizaña ser arrancada? Está claro que la condición del reino durante la ausencia de Cristo depende de la respuesta a esta pregunta, y arroja luz sobre esta condición. Pero existía aún menos poder para procurar un remedio, que el que había para prevenir el mal. Todo debería permanecer sin remedio hasta la intervención del Rey en el tiempo de la cosecha. El reino de los cielos sobre la Tierra, tal como es en manos de los hombres, debe quedar como un sistema confuso. Herejes y falsos hermanos estarán ahí, igual que el fruto de la Palabra de Dios, testificando, en este trato último de Dios con el hombre, de la incapacidad para mantener aquello que es puro y bueno en su estado prístino. Así ha sido siempre36.

En el tiempo de la cosecha –una frase que describe un determinado espacio de tiempo durante el cual los eventos relacionados con la cosecha tendrán lugar–, el Señor actuará primero, en Su providencia, con la cizaña. Digo en Su providencia, porque Él utiliza a los ángeles. La cizaña será atada en manojos para ser quemada.

Debemos observar que de las cosas exteriores en el mundo es lo que se trata aquí –actos que erradican la corrupción que ha crecido en medio del cristianismo–.

Los siervos no son capaces de hacer esto. La mezcla –provocada por su debilidad y negligencia– es tal, que al recoger la cizaña también arrancarían el trigo. No es solamente el discernimiento, sino el poder práctico de separación el que faltaría aquí para que ellos pudieran cumplir su propósito. Una vez la cizaña esta allí, los siervos no tienen nada que ver con ella en cuanto a su presencia en este mundo, en la cristiandad. Su servicio es para con lo bueno. La obra de purificar la cristiandad de la cizaña no era en su provincia. Es una obra de juicio sobre aquello que no es de Dios, para ejecutarlo Él conforme a la perfección de un conocimiento que todo lo abarca, y de un poder al que no se le escapa nada; tanto es así, que si dos hombres yacen en una cama sabrá cómo arrebatar al uno y dejar al otro. La ejecución del juicio en este mundo sobre los impíos, no es obligación de los siervos de Cristo37. Él lo derramará por los ángeles de Su poder, a quienes confía la ejecución de esta tarea.

Tras atar toda la cizaña, Él recoge el trigo en Su granero. No se habla de atar el trigo en manojos; Él lo toma todo para Sí. Tal es el fin de aquello concerniente al aspecto exterior del reino aquí abajo. Esto no es todo lo que la parábola nos puede enseñar, pero concluye el asunto del que esta parte del capítulo habla. Durante la ausencia de Jesús, el resultado de su siembra será perjudicado, como algo general aquí abajo, por la obra del enemigo. En el fin, Él atará toda la obra del enemigo en manojos; es decir, los preparará en este mundo para el juicio. Entonces arrebatará a la Iglesia. Es evidente que esto termina la escena que continúa durante la ausencia de Él. El juicio no es todavía ejecutado. Antes de referirse a él, el Señor perfila las formas que el reino asumirá durante Su retirada.

Aquello que se había sembrado como un grano de mostaza, deviene un árbol grande; un símbolo que representa un gran poder en la Tierra. Los asirios, Faraón, Nabucodonosor, son presentados ante nosotros en la Palabra como árboles grandes. Tal sería la forma del reino, la cual empezó siendo pequeña por la Palabra que sembró el Señor, y más tarde Sus discípulos. Lo que produjo esta semilla, asumiría gradualmente la forma de un gran poder que se haría prominente sobre la Tierra, a fin de que otros se cobijarían bajo él como pájaros debajo de las ramas de un árbol. Éste ha sido, en efecto, el caso.

A continuación, vemos que no habría únicamente un árbol en la Tierra, sino que el reino se caracterizaría como un sistema de doctrina que se divulgaría solo (una profesión que incluiría todo lo que abarcara dentro de su esfera de acción). El conjunto de las tres medidas serían leudadas. No es necesario detenerme aquí a explicar que la palabra «levadura» es empleada siempre en su sentido negativo por los escritores sagrados. Pero el Espíritu Santo hace que comprendamos que no se trata del poder regenerativo de la palabra en el corazón de una persona, que le trae de nuevo a Dios; ni es simplemente un poder que actúa por una fuerza ajena, tal como Faraón, Nabucodonosor y los otros árboles grandes de la Escritura. Es un sistema de doctrina que distinguirá a la masa, pervirtiéndola en su totalidad. No es la fe propiamente dicha, ni es la vida. Es una religión: la cristiandad. Una profesión de la doctrina en corazones que ni llevarán a Dios ni la verdad, y que se relaciona siempre con la corrupción misma de la doctrina.

Esta parábola de la levadura concluye Sus enseñanzas a la multitud. Todo era dirigido a ellos en parábolas, pues no le recibieron como Rey. Hablaba de cosas que daban por hecho Su rechazo, y de un aspecto del reino desconocido para las revelaciones del Antiguo Testamento, las cuales tienen en perspectiva el reino en poder o a un pequeño remanente que recibe, en medio de sufrimientos, la palabra del Profeta-Rey que había sido rechazado.

Tras esta parábola, Jesús se aleja de la multitud junto a la orilla –un lugar adecuado a la posición en que permaneció para con el pueblo después del testimonio dado al final del capítulo 12, y en el cual Él había reparado al salir de la casa. Ahora vuelve a entrar en la casa con Sus discípulos, y allí, en retirada intimidad con ellos, les revela el verdadero carácter –el objeto– del reino de los cielos, el resultado de lo que se hizo en él, y los medios que deberían emplearse para purificar todo sobre la Tierra cuando la historia exterior del reino durante Su ausencia hubiera terminado. Es decir, hallamos aquí aquello que caracteriza al reino para el hombre espiritual, lo que éste comprende como la mente real de Dios con respecto al reino, y el juicio que eliminaría de él todo lo que fuese contrario a Él –el ejercicio del poder que debería representarlo exteriormente en conformidad con el corazón de Dios.

Hemos visto la historia exterior del reino terminando con esto, el trigo guardado en el granero, y la cizaña apartada en manojos sobre la Tierra lista para ser quemada. La explicación de esta parábola reanuda la historia del reino en ese período; sólo hace que comprendamos y distingamos las diferentes partes de la mezcla, dándole a cada una el nombre de su autor. El campo es el mundo38, allí donde la Palabra fue sembrada para el establecimiento, de esta manera, del reino. La buena semilla son los hijos del reino, quienes pertenecían realmente a éste según Dios; son sus herederos. Los judíos ya no lo eran, ni tampoco por el privilegio del nacimiento natural. Los hijos del reino eran nacidos de la Palabra. Pero entre éstos, a fin de minar la obra del Señor, el enemigo introdujo a toda clase de personas, el fruto de las doctrinas que había sembrado entre aquellos nacidos de la verdad. Ésta es la obra de Satanás en el lugar donde la doctrina de Cristo ha sido plantada. La siega es el fin del siglo39. Los segadores son los ángeles. Se verá aquí que el Señor no explica históricamente aquello que tuvo lugar, sino los términos que se emplean para introducir el asunto cuando haya llegado la cosecha. El cumplimiento de aquello que es histórico en la parábola se da por supuesto; y Él continúa para ofrecer el gran resultado fuera de aquello que era el reino durante Su ausencia en los cielos. El trigo –es decir, la Iglesia– está en el granero, y la cizaña sobre el suelo en manojos. Pero Él recoge todo lo que constituye estos manojos, todo lo que en su forma de mal ofende a Dios en el reino, y lo lanza al horno de fuego, donde es el llorar y el crujir de dientes. Tras este juicio, los justos brillarán como Él mismo, el verdadero Sol de aquel día de gloria –del siglo venidero, en el reino del Padre. Cristo habrá recibido el reino del Padre, cuyos hijos ellos eran; y brillarán en este reino con Él conforme a este carácter.

Así, hallamos para la multitud los resultados sobre la Tierra de la siega divina, y las maquinaciones del enemigo –el reino presentado bajo esta forma–; más tarde, las alianzas de los impíos que tienen lugar entre ellos aparte de su orden natural, creciendo en el campo; y el arrebatamiento de la Iglesia. Para Sus propios discípulos, el Señor explica todo lo necesario para que comprendieran el lenguaje de la parábola. Luego hallamos el juicio ejecutado por el Hijo del Hombre sobre los impíos, los cuales son lanzados al fuego, y la manifestación de los justos en gloria –estos últimos acontecimientos tienen lugar después de que el Señor haya resucitado y puesto fin a la forma exterior del reino de los cielos sobre la Tierra, los impíos siendo recogidos en grupos y los santos tomados al cielo40–.

Y ahora, habiendo explicado la historia pública y sus resultados en juicio y en gloria para la plena enseñanza de Sus discípulos, el Señor les comunica los pensamientos de Dios con respecto a lo que transcurría sobre la Tierra, mientras que los eventos exteriores y terrenales del reino iban desarrollándose –aquello que el hombre espiritual debería discernir en ellos–. Para éste, para uno que comprendía el propósito de Dios, el reino de los cielos era semejante a un tesoro escondido en un campo. Un hombre encuentra el tesoro, y compra el campo para poder poseerlo. El campo no era su objeto, sino el tesoro que había en él, Su propio pueblo. Así, Cristo ha comprado el mundo. Lo posee por derecho. Su objeto es el tesoro escondido en él, Su propio pueblo, toda la gloria de la redención relacionada con él. En una palabra, la Iglesia vista no en su, y en cierto sentido divina, belleza moral, sino como el objeto especial de los deseos y del sacrificio del Señor –aquello que Su corazón había hallado en este mundo conforme a los consejos y la mente de Dios.

En esta parábola, es la poderosa atracción de esta «cosa nueva» lo cual induce a aquel que la ha encontrado a comprar todo el lugar, para poder poseerlo.

Los judíos no eran nada nuevo; el mundo no tenía atractivo; pero este nuevo tesoro indujo a Aquel que lo descubrió a vender todo lo que tenía para poder ganarlo. De hecho, Cristo abandonó todo. No sólo se despojó a Sí mismo para redimirnos, sino que renunció a todo lo concerniente a Él como Hombre, como Mesías sobre la Tierra, a las promesas, a Sus derechos reales, a Su vida, para tomar posesión del mundo que escondía en él este tesoro, el pueblo al cual Él amaba.

En la parábola de la perla de gran precio, tenemos de nuevo la misma idea, pero es modificada por otras. Un hombre buscaba finas perlas. Sabía lo que perseguía. Tenía gusto, discernimiento, conocimiento de aquello que buscaba. Fue la conocida belleza de ese objeto lo que le indujo a esta búsqueda. Sabe que cuando ha encontrado uno que corresponde con sus ideas, merece la pena venderlo todo para poder adquirirlo. Así Cristo ha hallado en la Iglesia misma una belleza, y –a causa de esta belleza– un valor que le indujo a despojarse de todo con tal de adquirirla. Es igual de cierto con respecto al reino. Considerando el estado del hombre, e incluso el de los judíos, la gloria de Dios demandaba que todo fuese abandonado a fin de tener esta cosa nueva; pues en el hombre no había nada que Él pudiera tomar para Sí mismo. No sólo se conformó Él con abandonar todo para poseer esta cosa nueva, sino que además aquello tras lo cual andaba Su corazón, lo que no podía hallar en otro lugar, lo halla en aquello que Dios le ha ofrecido en el reino. Él no compró otras perlas; hasta que la hubo hallado, no se inclinó a vender todo lo que tenía. Tan pronto como la ve, toma la decisión: abandona todo por ella. Su valor es lo que le decide, pues Él sabe cómo juzgar y buscar con discernimiento.

No digo que los hijos del reino no sean llevados por el mismo principio. Cuando hemos aprendido lo que es ser un hijo del reino, dejamos todo para obtener su disfrute siendo parte de la perla de gran precio. Pero no compramos aquello que no es el tesoro a fin de obtenerla, porque desconocemos acerca de cómo encontrar finas perlas antes de haber hallado la de gran precio. En toda su extensión, estas parábolas se aplican solamente a Cristo. La intención en ellas es presentar aquello que estaba entonces haciendo, en contraste con todo lo que había acontecido antes –con las relaciones de Dios hacia los judíos.

Queda todavía una de las siete parábolas: la de la red echada en el mar. En esta parábola no hay ningún cambio en las personas mencionadas, es decir, en la parábola misma. Las mismas personas que lanzan la red son las que la sacan a la orilla, y hacen la separación colocando el pez bueno en recipientes sin reparar en el malo. Asegurar el buen pez es la obra de aquellos que sacan la red a la orilla. Esto sólo es efectuado después de desembarcar. Clasificar el pez es su trabajo, no hay duda; pero sólo se ocupan del bueno. Ellos lo conocen. Hay otro pez junto a aquél, claro está, pero no es el bueno. No se necesita más juicio. Los pescadores conocen cuál es el bueno. Aquél no lo es, y lo dejan. Esto forma una parte de la historia del reino de los cielos. El juicio de los impíos no se halla aquí. El pez malo es dejado en la orilla cuando los pescadores recogen el bueno en recipientes. El destino final tanto del uno como del otro no es presentado aquí. No tiene lugar en esta orilla con respecto al pez bueno, ni con respecto al malo dejándolo simplemente allí. Es subsiguiente a la acción de la parábola; y, con respecto al malo, no tiene lugar meramente por su separación del bueno con el que había estado mezclado, sino por su destrucción. Ni en esta parábola ni en la del trigo y la cizaña, la ejecución del juicio forma parte de la parábola misma. Allí la cizaña es atada y dejada en el campo; aquí el pez malo es sacado fuera de la red.

Así, la red del evangelio ha sido lanzada al mar de las naciones, y ha incluido en ella a toda clase. Después de esta recolección general, que ha llenado la red, los agentes del Señor, teniendo que ver con los buenos, los recogen juntos separándolos de los malos. Obsérvese aquí que ello es una analogía del reino. Es el carácter que asume el reino cuando el evangelio ha reunido una masa de lo bueno y lo malo. Al final, cuando se saca la red y se ven en ella a todas las clases, los buenos son puestos aparte porque son preciosos, y los otros son dejados. Los buenos son reunidos en diversos recipientes. Los santos son reunidos, no por los ángeles, sino por la obra de aquellos que han trabajado en el nombre del Señor. La distinción no se hace por medio del juicio, sino por los siervos ocupados con los buenos.

La ejecución del juicio es otro asunto. Los obreros no tienen nada que ver con eso. Al final del siglo, los ángeles se adelantarán y separarán a los impíos de entre los justos, no a los justos de entre el resto como hicieron los pescadores, y los lanzarán al horno de fuego donde será el lloro y el crujir de dientes. Nada se dice aquí de que estuvieran ocupados con los justos. Reunirlos en recipientes no era la tarea de los ángeles, sino la de los pescadores. Los ángeles están en ambas parábolas ocupándose de los impíos. El resultado público se había dado, ya fuera durante el período del reino de los cielos como más tarde, en la parábola de la cizaña. Aquí no se vuelve a repetir. La tarea a realizar con respecto a los justos cuando la red está llena, es añadido aquí. El destino de los malos es reiterado para distinguir la tarea hecha con ellos de la efectuada por medio de los pescadores, los cuales recogen lo bueno en recipientes diversos. Todavía se nos presenta bajo otro aspecto; y los justos son dejados donde estaban. En la parábola de la cizaña, el juicio de los impíos es declarado igual que en ésta. Son lanzados al lloro y al crujir de dientes, pero allí es revelado el estado general del reino, y tenemos a los justos brillando como el sol –la parte más alta del reino. Aquí solamente es lo que los inteligentes comprenden, lo que las mentes espirituales ven. Los justos son colocados en recipientes. Hay una separación por el poder espiritual antes del juicio, que no existía en el estado público general del reino, pero sólo lo que la providencia hizo públicamente en el campo, y el buen grano recibido arriba. Aquí la separación es mediante relaciones con los buenos. Éste era el principal foco para la inteligencia espiritual. La manifestación pública no es la cuestión; solamente el juicio será ejecutado sobre los impíos, de hecho. Luego los justos serán dejados allí41.

En la explicación de la segunda parábola, se trata totalmente del juicio en el caso de la cizaña, que destruye y consume lo que queda en el campo, ya recogido y separado providencialmente del trigo. Los ángeles son enviados al final, no para separar la cizaña del trigo –lo cual ya fue hecho– sino para lanzar al fuego la cizaña, purificando así el reino. En la explicación de la parábola de los peces (vers. 49), tiene lugar la clasificación misma. Habrá justos sobre la Tierra, y los impíos serán separados de entre ellos. La enseñanza práctica de esta parábola es la separación de los buenos de los malos, y la reunión conjunta en compañías numerosas de los primeros. Esto se efectúa más de una vez, muchos otros del mismo ser siendo reunidos también en otra parte. Los siervos del Señor son los instrumentos empleados en lo que acontece en la misma parábola.

Estas parábolas contienen cosas nuevas y viejas. La doctrina del reino, por ejemplo, era una doctrina bien conocida. Que el reino tomara las formas descritas por el Señor y que abarcara a todo el mundo sin excepción, el pueblo de Dios debiendo su existencia no a Abraham sino a la Palabra, todo esto era bastante nuevo. Todo era de Dios. El escriba tenía conocimiento del reino, pero era completamente ignorante del carácter que iba a asumir como reino de los cielos plantado en este mundo mendiante la palabra, de la cual todo depende aquí.

El Señor continúa Su obra entre los judíos42. Para ellos, Él era solamente «el hijo del carpintero». Ellos conocían a Su familia según la carne. El reino de los cielos no tenía valor a sus ojos. La revelación de este reino fue efectuada en otro lugar, y allí el conocimiento de las cosas divinas fue comunicado. Los judíos no veían nada detrás de aquellas cosas que el corazón natural podía percibir. La bendición del Señor fue impedida por su incredulidad: fue rechazado como profeta, así como rey, por Israel.

 

Capítulo 14

Nuestro Evangelio reanuda el curso histórico de estas revelaciones, pero de tal manera que exhibe el espíritu por el que el pueblo era animado. Herodes –que amaba su poder terrenal y su propia gloria más que la sujeción al testimonio de Dios, y encadenado más por falsas ideas humanas que por su conciencia, aunque algunos aspectos de él parezcan corroborarle en su posesión de la verdad–, había decapitado al precursor del Mesías, Juan el Bautista; a éste le había encarcelado Herodes para quitar de delante de su esposa al fiel censor del pecado en que el monarca vivía.

Jesús se muestra sensible en cuanto a su importancia, cuyas noticias llegan a Sus oídos. Cumpliendo en servicio humilde –no obstante excelso en cuanto a Su Persona– juntamente con Juan, el testimonio de Dios en la congregación, se sintió unido de corazón y en obra a él; pues la fidelidad en medio de todo el mal une los corazones muy fuertemente, y Jesús había condescendido para tomar un lugar por lo que respectaba a la fidelidad (véase el Salmo 40:9, 10). En el momento de oír de la muerte de Juan, se retira a un lugar desierto. Pero al tiempo que se marchaba de la multitud que así comenzó a actuar abiertamente en el rechazo del testimonio de Dios, Él no cesa de ser el proveedor de todas sus insuficiencias y de testificar de este modo que Aquel que podía ministrarlos en sus necesidades se hallaba entre ellos. Porque la multitud, la cual sentía estas carencias y que, pese a no tener fe, admiraba el poder de Jesús, le siguió al lugar desierto. Y Jesús, movido a compasión, cura todas sus dolencias. A la noche, Sus discípulos le rogaron que despidiera a la multitud para que se procurase comida. Él rehúsa y testifica notablemente de la presencia, en Su propia Persona, de Aquel que tenía que satisfacer a los pobres de Su pueblo con pan (Salmo 132). Jehová el Señor, el cual estableció el trono de David, estaba allí en la Persona de Aquel que debería heredar ese trono. No dudo de que las doce cestas de pedazos de pan se refieren al número que, en la Escritura, designa siempre la perfección del poder administrativo en el hombre.

Adviértase también aquí, que el Señor espera hallar a Sus doce discípulos capaces de ser los instrumentos de Sus actos de bendición y poder, administrando conforme a Su propio poder las bendiciones del reino. «Dadles de comer», les dijo. Esto se aplica a la bendición del reino del Señor, y a los discípulos de Jesús, a los doce, siendo sus ministros. Asimismo, es básico el principio que apunta al resultado de la fe en cada intervención de Dios en gracia. La fe debería poder usar el poder que actúa en tal intervención, para producir obras propias de este poder de acuerdo al orden de la dispensación y a la inteligencia que éste tiene respecto a aquélla. Hallaremos este principio más adelante en detalle.

Los discípulos deseaban despedir a la multitud sin saber cómo usar el poder de Cristo. Deberían haber sido capaces de aprovecharse de él en nombre de Israel, conforme a la gloria de Aquel que estaba entre ellos.

Si el Señor demostraba con perfecta paciencia, mediante Sus acciones, que Aquel que podía bendecir así a Israel se hallaba en medio de Su pueblo, no restaba valor al testimonio que Él daba de Su separación de este pueblo con motivo de su incredulidad. Hace que Sus discípulos se embarquen en un bote para cruzar solos el mar; y despidiendo a la multitud Él mismo, sube a una montaña para orar aparte, al tiempo que el bote que llevaba a los discípulos era golpeado por las olas del mar con un viento contrario: una viva imagen de aquello que ha sucedido. Dios ha enviado verdaderamente a Su pueblo a cruzar solos el mar tormentoso del mundo, encontrándose la oposición contra la que es difícil luchar. Entretanto, Jesús ora solo allí arriba. Él ha despedido al pueblo judío, los cuales le habían rodeado durante el período de Su presencia aquí abajo. La partida de los discípulos, aparte de su carácter general, presenta peculiarmente ante nosotros al remanente judío. Pedro concretamente, saliendo del bote, se sale en figura de la posición de este remanente. Representa esa fe que, dejando atrás la comodidad terrenal de la embarcación, sale para encontrar a Jesús, el cual se había revelado a él, y camina sobre el mar –una audaz decisión, pero basada en la palabra de Jesús: «Ven».– Véase aquí que este caminar no tiene otro fundamento que «Señor, si eres tú...», es decir, Jesús mismo. No hay auxilio en el camino, ni posibilidad de continuarlo, si se pierde a Cristo de vista. Todo depende de Él. Hay un medio conocido en el bote: la fe, que mira a Jesús, para andar sobre el agua. El hombre, como tal, se hunde por el mismo hecho de encontrarse allí. Nada puede sostenerle salvo esa fe que obtiene de Jesús la fortaleza que en Él existe, la cual le imita. Es fascinante imitarle; y si uno está entonces más cerca de Él, más parecido es a Él. Ésta es la verdadera posición de la Iglesia, en contraste con el remanente en su carácter ordinario. Jesús camina sobre el agua lo mismo que si fuera sobre el suelo. Aquel que creó los elementos tales como son, podía disponer de sus cualidades como Él gustara. Él permite que se originen las tormentas para probar nuestra fe. Él anda sobre la encrespada ola igual que sobre la serena. Y además, la tormenta no tiene mucha relevancia, porque el que se hunde en las aguas tanto lo hace en las calmadas como en las tempestuosas, y el que sabe andar sobre ellas lo hará tanto en medio de las tranquilas como de las turbulentas. Claro está, a no ser que se mire a las circunstancias, la fe falle y el Señor sea olvidado. Pues con frecuencia las circunstancias nos hacen olvidar a Aquel en donde la fe debería capacitarnos para vencerlas por medio de nuestro caminar, confiando en Aquel que está sobre todas ellas. Sin embargo –¡bendito sea Dios!– Aquel que camina con Su propio poder sobre el agua está allí para sostener la fe y los vacilantes pasos del pobre discípulo; y en absoluto aquella fe habría traído a Pedro tan cerca de Jesús si Su mano extendida no pudiera sostenerlo. La falta de Pedro fue que miró las olas, se fijó en la tormenta –la cual, después de todo, no tuvo preponderancia en aquello–, en lugar de mirar a Jesús, quien permanecía inmutable y caminaba sobre aquellas mismas olas, como su fe debió haber observado. El grito de su angustia llevó el poder de Jesús a la acción, como su fe debería haberlo hecho. Pero ahora era para vergüenza suya, y no para el gozo de la comunión y del camino con el Señor.

Después de que Jesús entrara en el barco, el viento cesó. Así será siempre cuando Jesús vuelva al remanente de Su pueblo en este mundo. También entonces será Él adorado como el Hijo de Dios por todos los que estén en el bote, con el remanente de Israel. En Genesaret, Jesús ejerce de nuevo el poder que exterminará a partir de entonces todo el mal que Satanás ha introducido en la Tierra. Porque cuando Él vuelva, el mundo le reconocerá. Es una justa figura del resultado del rechazo de Cristo, el cual este Evangelio nos ha dado ya a conocer sucediendo en medio de la nación judía.

 

Capítulo 15

Este capítulo manifiesta al hombre y a Dios, el contraste moral entre la doctrina de Cristo y la de los judíos. Así el sistema judío es rechazado moralmente por Dios. Cuando hablo del sistema, me refiero a toda su condición moral, sistematizada por la hipocresía que intentaba ocultar la iniquidad, al tiempo que ésta crecía a ojos de Dios, delante de quien ellos se presentaban a sí mismos. Utilizaban Su nombre sólo para hundirse más profundamente, bajo el pretexto de la piedad, que las leyes de la conciencia natural. De esta manera un sistema religioso deviene el gran instrumento del poder del enemigo, y más aún cuando aquello, de lo cual todavía lleva el nombre, fue instituido por Dios. Pero entonces el hombre es juzgado, pues el judaismo era el hombre con la ley de Dios y la cultura divina.

El juicio que pronuncia el Señor sobre este sistema de hipocresía, mientras que manifestaba el consecuente rechazo de Israel, da origen a la enseñanza que va mucho más lejos, y la cual, escudriñando los corazones de los hombres y juzgando al hombre de acuerdo a lo que proviene de él, demuestra que son una fuente de alta iniquidad. Y de este modo evidencia que toda verdadera moralidad tiene su base en la convicción y la confesión del pecado. Porque, sin esto, el corazón es siempre falso y se envanece. Así Jesús va a la raíz de todo, y se sale de las relaciones especiales y temporales de la nación judía para entrar en la verdadera moralidad propia de todas las épocas. Los discípulos no observaban las tradiciones de los ancianos; pero de éstas el Señor no se ocupaba tampoco. Él se aprovecha de esta acusación para hacer pesar sobre las conciencias de sus acusadores que el juicio ocasionado por el rechazo del Hijo de Dios fue autorizado también en base de aquellas relaciones que existían ya entre Dios e Israel. Invalidaban el mandamiento de Dios por sus tradiciones, y ello en un grado extremo, sobre el cual dependían incluso todas las bendiciones terrenales para los hijos de Israel. Por medio de sus ordenanzas, Jesús expone también la hipocresía consumada, el egoísmo y avaricia de aquellos que pretendían guiar al pueblo y formar sus corazones según la moralidad y la adoración de Jehová. Isaías había pronunciado ya su juicio.

Más tarde, Él muestra a la multitud que se trataba de un asunto interno del hombre, de lo que procedía de su corazón, de su interior; y marca los oscuros meandros que fluyen de esta fuente corrompida. Era la simple verdad con respecto al corazón del hombre, como Dios lo conocía, que escandalizaba a los hombres del mundo que se imputaban su propia justicia, lo que era incluso incomprensible para los discípulos. Nada más sencillo que la verdad cuando ésta es conocida; nada más difícil y más oscuro cuando tiene que formar un juicio respecto a ella el corazón del hombre, el cual no posee la verdad. Porqué éste juzga según sus propios pensamientos, y la verdad no está en él. En una palabra, Israel, y más concretamente el Israel religioso, están en puro contraste con la verdadera moralidad: el hombre es situado bajo su propia responsabilidad, y bajo sus verdaderos colores delante de Dios.

Jesús escudriña el corazón, pero actuando en gracia, lo hace según el corazón de Dios, y lo manifiesta saliéndose, tanto para lo uno como para lo otro, de los términos convencionales de la relación de Dios con Israel. Una Persona divina, Dios, puede caminar en el pacto que Él ha dado, pero no puede quedar limitado por el mismo. Y la infidelidad de Su pueblo hacia esto es la ocasión de la revelación de Aquel que traspasa este lugar. He aquí el efecto de la religión tradicional al enceguecer el juicio moral. ¿Qué había de más claro y sencillo, que aquello que salía de la boca y el corazón contaminaba al hombre, y no lo que comía? Pero los discípulos, a través de la vil influencia de la enseñanza farisaica, que sostenía las formas exteriores por la pureza interior, no lo comprendían.

Cristo deja ahora los límites de Israel y Sus discusiones con los sabios de Jerusalén, para visitar aquellos lugares más alejados de los privilegios judíos, yéndose a la costa de Tiro y Sidón, donde las ciudades que Él mismo había utilizado como ejemplos estaban muy lejos de arrepentirse. Véase el capítulo 11, donde clasificándolas con Sodoma y Gomorra las califica de peores que ellas. Una mujer sale de estas provincias. Pertenecía a la raza maldita, según los principios que distinguían a Israel. Era una cananea. Acude a implorar la intercesión de Jesús a causa de su hija, poseída por el diablo. 

Al implorar este favor, ella se dirige a Jesús por Su título; su fe sabía que tenía relación con los judíos: «Hijo de David». Esto origina un rápido avance de la posición del Señor, y, al mismo tiempo, de las condiciones bajo las cuales el hombre podía esperar compartir el efecto de Su bondad, en efecto, para la revelación de Dios mismo.

Como el Hijo de David, Él no tiene nada que ver con una cananea. No le devuelve respuesta. Los discípulos deseaban deshacerse de ella concediéndole su ruego, a fin de librarse de su impertinencia. El Señor les contesta que Él no fue enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Ésta era, de hecho, la verdad. Cualesquiera hayan sido los consejos de Dios manifestados en ocasión de Su rechazo (véase Isaías 49), Él era el ministro de la circuncisión para la verdad de Dios, a fin de consumar Sus promesas hechas a los padres.

La mujer, en un lenguaje más sencillo y directo, y con la más natural expresión de sus sentimientos, implora la providencial intervención de Aquel en cuyo poder ella confiaba. El Señor le responde que no es lícito quitarles el pan a los hijos y dárselo a los perrillos. Vemos aquí Su verdadera posición, venido a Israel. Las promesas eran para los hijos del reino. El Hijo de David era el ministro de estas promesas. ¿Podía Él entonces borrar la distinción del pueblo de Dios?

Pero esa fe que adquiere fuerza a base de necesidad, y la cual no halla recurso sino en el Señor mismo, acepta la humillación de su posición y juzga que con Él hay pan para el hambre de aquellos que no tienen derecho a él. Esta fe es perseverante, porque hay la conciencia de la necesidad, y confianza en el poder de Aquel que ha venido en gracia.

¿Qué había hecho el Señor con Su aparente dureza? Había traído a la pobre mujer a la expresión y al sentido de su verdadero lugar delante de Dios, es decir, a la verdad en cuanto a ella misma. Pero entonces, ¿tenía derecho a decir que Dios era menos bondadoso de lo que ella creía, menos rico en misericordia hacia los desamparados y hacia aquellos cuya sola esperanza y confianza reposaba en esa misericordia? Esto hubiera sido negar el carácter y la naturaleza de Dios, de los cuales Él era la expresión, la verdad y el testigo sobre la Tierra. Se hubiera negado Él mismo, así como el objeto de Su misión. Él no podía decir que Dios no tenía siquiera las migas para ellos, sino que contesta sinceramente de corazón: «Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres». Dios sale fuera de los estrechos límites de Su pacto con los judíos, para actuar en Su soberana bondad conforme a Su propia naturaleza. Él se extralimita para ser Dios en bondad, y no meramente Jehová en Israel.

Esta bondad es ejercida hacia una que es llevada, en presencia de aquélla, a conocerse careciendo de derecho alguno a esa bondad. Hasta aquí la aparente dureza del Señor la había estado guiando. Ella recibió todo de la gracia, de la cual era inmerecedora. Es así, y solamente así, que cada alma obtiene la bendición. No se trata simplemente del sentido de la necesidad –la mujer la sentía desde el comienzo–, sino de aquello que la trajo allí. No basta simplemente con reconocer que el Señor Jesús puede suplir esa necesidad –la mujer vino con este convencimiento. Debemos estar en presencia de la única fuente de bendición, y ser llevados a sentir que, aunque estemos allí, no tenemos ningún derecho a beneficiarnos de ella. Y ésta es una posición terrible. Cuando de eso se trata, todo es gracia. Dios puede entonces actuar conforme a Su propia bondad, y Él responde a cada deseo que el corazón puede formular para su felicidad.

Así, vemos a Cristo aquí como un ministro de la circuncisión para la verdad de Dios, para consumar las promesas hechas a los padres, y que los gentiles pudieran también glorificar a Dios por Su misericordia, como está escrito. Al mismo tiempo, esta última verdad pone de manifiesto la verdadera condición del hombre, y la plena y perfecta gracia de Dios. Sobre ella actúa Él, al tiempo que permanece fiel a Sus promesas; y la sabiduría de Dios se manifiesta de un modo que despierta nuestra admiración.

Vemos hasta qué punto va desarrollándose la presentación, en este lugar, de la historia de la mujer siriofenicia, y el modo en que ilustra esta parte de nuestro Evangelio. El principio del capítulo presenta la condición moral de los judíos, la falsedad de la religiosidad sacerdotal y farisaica. Ello entresaca el estado real del hombre como tal, de qué era fuente el corazón del hombre, y después revela el corazón de Dios manifestado en Jesús. Sus tratos con esta mujer manifiestan la fidelidad de Dios a Sus promesas; y la bendición que se concede finalmente exhibe la gracia plena de Dios en relación con la declaración de la verdadera condición del hombre, aceptada por la conciencia –la gracia elevándose por encima de la maldición que se cernía sobre el objeto de esta gracia–, y sobre todo lo demás, a fin de abrirse camino a la necesidad que la fe presentaba ante ella.

El Señor ahora parte de allí y va a Galilea, el lugar donde Él estaba en relación con el remanente menospreciado de los judíos. No era Sión, ni el templo, ni siquiera Jerusalén, sino los menesterosos del rebaño, donde el pueblo moraba en tierra de sombra de muerte (Isaías 8, 9). Allí Sus compasiones siguen a este pobre remanente, y son nuevamente ejercidas a favor de ellos. Él renueva las evidencias, no solamente de Sus tiernas compasiones, sino de Su presencia que satisfacía a los menesterosos de Su pueblo con pan. Aquí, sin embargo, no es en el poder administrador del que Él podía investir a Sus discípulos, sino de acuerdo a Su propia perfección y viniendo de Él, provee para el remanente de Su pueblo. Por consiguiente, es la plenitud de siete cestas de pedazos lo que es recogido. Se marcha también sin que nada más suceda allí.

Hemos visto la eterna moralidad, y la verdad en sus partes intrínsecas, sustituida por la hipocresía de las formas, por el uso humano de la religión legalista y por el corazón del hombre, que es puesto en evidencia como fuente de mal y nada más. El corazón de Dios totalmente revelado, que se eleva sobre toda dispensación para mostrar la completa gracia en Cristo. Así, las dispensaciones son puestas aparte, aunque son del todo reconocidas, y el hombre y Dios son mostrados al hacer así. Es un capítulo maravilloso tocante a lo que es eterno en verdad acerca de Dios, y en cuanto a lo que la revelación de Dios muestra que es el hombre. Y esto propicia la ocasión para la revelación de la asamblea en el próximo capítulo, la cual no es una dispensación, sino el fundamento sobre la esencia misma de Cristo, el Hijo del Dios viviente. En el capítulo 12, Cristo fue dispensacionalmente rechazado, y el reino de los cielos fue sustituido en el capítulo 13. Aquí el hombre es puesto aparte, así como lo que había hecho de la ley, y Dios actúa en Su propia gracia sobre todas las dispensaciones. Luego vienen la asamblea y el reino en gloria.

 

Capítulo 16

El capítulo 16 sobrepasa la revelación de la simple gracia de Dios. Jesús revela lo que estaba a punto de ser formado en los consejos de esta gracia, donde Él era reconocido, mostrando el desprecio de los orgullosos entre Su pueblo hasta el punto de llegar a aborrecerlos, como ellos le aborrecían a Él (Zac. 11). Cerrando sus ojos –por su perversa voluntad– a las maravillosas y benéficas señales de Su poder, el cual Él derramó constantemente sobre los menesterosos que le buscaban, los fariseos y los saduceos, sorprendidos por estas manifestaciones, y no obstante descreídos de corazón y de voluntad, piden una señal del cielo. Él los reprende por su incredulidad, y les increpa que ellos supieran discernir las señales del clima; sin embargo, las señales de los tiempos eran mucho más dignas de observación. Ellos eran la generación adúltera y perversa, y Él los deja: significantes expresiones de lo que estaba sucediendo ahora en Israel.

Él previene a Sus confusos discípulos contra los ardides de estos sutiles adversarios hacia la verdad, y hacia Aquel a quien Dios había enviado para revelarle. Israel es abandonado, como nación, en las personas de sus líderes. Al mismo tiempo, en paciente gracia, Él recuerda a los discípulos lo que Sus palabras les explicaban.

Más tarde, hace a Sus discípulos la pregunta acerca de lo que los hombres decían en general de Él. Todo era materia de opinión, no de fe; es decir, la incertidumbre propia de la indiferencia moral, de la ausencia de esa necesidad consciente del alma que sólo puede descansar en la verdad, en el Salvador que uno ha hallado. Pregunta entonces qué pensaban ellos mismos de Él. Pedro, a quien el Padre se dignó revelarle, declara su fe diciendo: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». Ninguna incertidumbre ni materia de opinión son las que están aquí, sino el efecto poderoso de la revelación, hecha por el Padre mismo, de la Persona de Cristo, al discípulo que había elegido para este privilegio.

Aquí, la condición del pueblo se manifiesta de manera extraordinaria, no como en el capítulo precedente con respecto a la ley, sino con respecto a Cristo, quien había sido presentado a ellos. Nos damos cuenta enseguida al contrastarlo con la revelación de Su gloria a aquellos que le seguían. Tenemos así tres clases: en primer lugar, los altivos e incrédulos fariseos; en segundo lugar, las personas conscientes de que había un poder y una autoridad divinos en Cristo, pero que quedaban indiferentes; y por último, la revelación de Dios y la fe que Él daba.

En el decimoquinto capítulo, la gracia mostrada a uno que no tenía esperanza en ella, es contrastada por la desobediencia y la perversión hipócrita hacia la ley, mediante la cual los escribas y fariseos intentaban cubrir su desobediencia con la apariencia de piedad.

El decimosexto capítulo, juzgando la incredulidad de los fariseos con respecto a la Persona de Cristo, y poniendo aparte a estos hombres perversos, introduce la revelación de Su Persona como la fundación de la asamblea, que tenía que tomar el lugar de los judíos como testigos para Dios en la Tierra. Anuncia los consejos de Dios en referencia a su establecimiento. Nos muestra, en línea con ello, la administración del reino, como estaba siendo establecido ahora sobre la Tierra. Consideremos primero la revelación de Su Persona.

Pedro le confiesa ser el Cristo, la consumación de las promesas hechas por Dios, y de las profecías que anunciaban su cumplimiento. Él era Aquel que iba a venir, el Mesías que Dios había prometido.

Asimismo, Él era el Hijo de Dios. El segundo Salmo declaraba que, a pesar de los esquemas de los líderes del pueblo y de la altanera aversión de los reyes de la Tierra, el Rey de Dios sería ungido sobre la colina de Sión. Él era el Hijo, nacido de Dios. Los reyes y los jueces de la Tierra43 son llamados a someterse a Él, para no ser abatidos con la vara de Su poder cuando tome a los paganos por herencia Suya. Así, el verdadero creyente esperaba al Hijo de Dios nacido en tiempo oportuno sobre esta Tierra. Pedro confesó a Jesús ser el Hijo de Dios. También lo hizo Natanael: «Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel». Y, más tarde, también lo hizo Marta.

Pedro, no obstante, especialmente enseñado por el Padre, añade a su confesión una palabra simple, pero llena de poder: «Tú eres el Hijo del Dios viviente». No es sólo Aquel quien consuma las promesas y responde a las profecías; es del Dios viviente que Él es el Hijo, de Aquel en quien está la vida y en quien hay poder vivificador.

Él hereda este poder de vida en Dios que nada puede destruir ni abatir. ¿Quién puede vencer el poder de Aquel –de este Hijo– que proviene de «el viviente»? Satanás tiene el poder de la muerte; es él quien sujeta al hombre bajo el dominio de esta terrible consecuencia del pecado; y ello, por el justo juicio de Dios que constituye su poder. La expresión «las puertas del Hades», del mundo invisible, se refiere a este reino de Satanás. Es entonces sobre aquel poder, el cual deja la potestad del enemigo sin fuerza, que la asamblea es edificada. La vida de Dios no será destruida. El Hijo del Dios viviente no será conquistado. Esto, pues, que Dios fundamenta sobre la roca del inmutable poder de la vida en Su Hijo, no será suplantado por el reino de la muerte. Si el hombre ha sido vencido y ha caído bajo el poder de este reino de Satanás, Dios, el Dios viviente, no será vencido por éste. Es sobre aquél que Cristo edifica Su asamblea. Es la obra de Cristo basada en Él como Hijo del Dios viviente, no del primer Adán ni fundamentada en él –Su obra consumada de acuerdo al poder que esta verdad revela. La Persona de Jesús, el Hijo del Dios viviente, es su fortaleza. Es la resurrección lo que lo ha demostrado. En ella, Él es declarado el Hijo de Dios con poder. Por consiguiente, no es durante Su vida, sino cuando resucitó de entre los muertos, que Él comienza esta obra. La vida estaba en Él, pero es después de que el Padre hubiera golpeado las puertas del Hades –más bien, que Él mismo en Su divino poder lo hubiera hecho y hubiese resucitado– que Él comienza a edificar por el Espíritu Santo, cuando asciende al cielo, aquello que el poder de la muerte o de aquel que lo poseía –ya vencido– nunca pueden destruir. Es Su Persona la que es aquí contemplada, y es sobre Ella que todo queda fundamentado. La resurrección es la prueba de que Él es el Hijo del Dios viviente, y de que las puertas del Hades no prevalecen contra Él. El poder de aquéllas es destruido por éste. De este modo, vemos cómo la asamblea –aunque formada sobre la Tierra– es mucho más que una dispensación, pero no así el reino.

Era necesaria la obra de la cruz; pero no es la cuestión aquí de aquello que demandaba el justo juicio de Dios, ni de la justificación de un individuo, sino de aquello que anulaba el poder del enemigo. Era la Persona de Aquel de la que Pedro tuvo ocasión reconocer, Aquella que vivía conforme al poder de la vida de Dios. Era una revelación peculiar y directa del cielo, dada por el Padre. Sin duda, Cristo había dado pruebas suficientes de quién era Él; pero éstas no habían demostrado nada al corazón del hombre. La revelación del Padre era la manera de conocerle a Él, y esto excedía a las esperanzas en favor de un Mesías.

Entonces, el Padre había revelado directamente la verdad de la propia Persona de Cristo, una revelación que iba más allá de toda clase de relaciones con los judíos. Sobre este fundamento, Cristo edificaría Su asamblea. Pedro, mencionado con este nombre por el Señor, recibe la confirmación de este título en esta ocasión. El Padre había revelado a Simón, el hijo de Jonás, el misterio de la Persona de Jesús, y en segundo lugar, Jesús también le asegura, por el nombre que le ha dado44, la fidelidad, la firmeza, la durabilidad, la fortaleza práctica de Su siervo favorecido por gracia. El derecho de conceder un nombre corresponde a un superior, el cual puede asignar a aquel que lo lleva su lugar y su nombre, en la familia o en la situación en que se encuentra. El derecho, si es verdadero, supone discernimiento e inteligencia en aquello que está sucediendo. Adán da nombre a los animales. Nabucodonosor da nuevos nombres a los judíos cautivos; el rey de Egipto a Eliakim, a quien había emplazado en el trono. Jesús, por lo tanto, toma este lugar cuando Él dice el Padre te lo ha revelado, y yo también te doy un lugar y un nombre relacionados con esta gracia. Es sobre aquello que el Padre te ha revelado que yo voy a edificar mi asamblea45, contra la que –fundamentada en la vida que viene de Dios– las puertas del reino de la muerte nunca prevalecerán; y yo, el que edifico, haciéndolo sobre esta base inamovible, te doy el lugar de una piedra (Pedro) en relación con este templo viviente. Mediante el don de Dios, tú perteneces ya por naturaleza al edificio –una piedra viva, poseyendo el conocimiento de esa verdad que es el fundamento, y que hace de cada piedra una parte del edificio. Pedro fue una piedra prominente por medio de esta confesión; lo fue anticipadamente por la elección de Dios. Esta revelación fue hecha por el Padre en soberanía. El Señor le asigna, además, su lugar, poseyendo el derecho de administración y autoridad en el reino que Él iba a establecer.

Hasta aquí con respecto a la asamblea, mencionada ahora por primera vez, y los judíos habiendo sido rechazados a causa de su incredulidad, y el hombre pecador convicto.

Otro asunto se presenta en relación con éste de la asamblea que el Señor iba a edificar, esto es, el reino que se iba a establecer. Tenía que tener la forma del reino de los cielos, pues era así en los consejos de Dios, pero ahora iba a ser establecido de manera peculiar después de que el Rey hubiera sido rechazado sobre la Tierra.

Rechazado como fue, las llaves del reino estaban en la mano del Señor. Su autoridad pertenecía a Él. La investiría sobre Pedro, el cual, cuando se hubiera ido el Rey, debería abrir sus puertas al judío primero, y luego a los gentiles. Debería también ejercer la autoridad del Señor dentro del reino, de modo que todo lo que atara sobre la Tierra en el nombre de Cristo –el verdadero Rey, aunque ascendido al cielo– debería atarse en el cielo; y si se desataba algo sobre la Tierra, su acción debía ser ratificada en el cielo. En una palabra, él tenía el poder de gobernar el reino de Dios sobre la Tierra, teniendo ahora este reino el carácter del reino de los cielos, porque su Rey estaba en el cielo46, y el cielo sellaría sus actos con su autoridad. Pero es el cielo el que permite sus actos terrenales, no el que los ate o los desate para el cielo. La asamblea relacionada con el carácter del Hijo del Dios viviente y edificada por Cristo, aunque formada sobre la Tierra, pertenece al cielo; el reino, aunque gobernado desde el cielo, pertenece a la Tierra –tiene su lugar y administración aquí–.

Estas cuatro cosas son entonces declaradas por el Señor en este pasaje: primeramente, la revelación hecha por el Padre a Simón; en segundo lugar, el nombre dado a este Simón por Jesús, quien iba a edificar la Iglesia sobre el fundamento revelado en aquello que el Padre había dado a conocer a Simón; y tercero, la asamblea edificada por Cristo mismo, todavía incompleta, sobre el fundamento de la Persona de Jesús reconocido como Hijo del Dios viviente. En cuarto lugar, las llaves del reino que debían ser dadas a Pedro, es decir, la autoridad en el reino para su administración de parte de Cristo, poniendo en él el orden de Su voluntad, y que debía ser ratificado en el cielo. Todo esto está relacionado con Simón personalmente, en virtud de la elección del Padre –el cual, en Su sabiduría, le había escogido para que recibiera esta revelación– y de la autoridad de Cristo, quien había investido sobre él el nombre que le distinguía de manera personal en el gozo de este privilegio.

El Señor, habiendo pues dado a conocer los propósitos de Dios con respecto al futuro –propósitos que serían cumplidos en la asamblea y en el reino– no había ya necesidad de presentarse como el Mesías a los judíos. No significaba que abandonaba Su testimonio, lleno de gracia y de paciencia hacia el pueblo, y que Él había rendido en todo Su ministerio, sino que éste continuaba en realidad, pero los discípulos tenían que comprender que ya no era tarea de ellos anunciar al pueblo al Señor como el Cristo. A partir de este momento, Él comenzó a enseñar a Sus discípulos que debía sufrir, y ser muerto y resucitar.

Bendecido y honrado como fue Pedro por la revelación que el Padre le hizo, su corazón se aferraba todavía de manera carnal a la gloria humana de su Maestro –en realidad, a la suya propia– y permanecía aún lejos de los pensamientos de Dios. ¡Ay!, él no es el único ejemplo. Para estar convencido de las verdades más excelsas, e incluso para gozar verdaderamente de ellas como tales, es algo muy distinto del tener el corazón formado según los sentimientos y el caminar de aquí abajo, los cuales están en conformidad con esas verdades. No se trata de la sinceridad en el disfrute de la verdad lo que es necesario, sino el tener la carne y el yo mortificados, estar muertos al mundo. Podemos sinceramente gozar de la verdad enseñada por Dios, y aun así no poseer la carne mortificada o el corazón en un estado de acuerdo a esa verdad, en todo lo que la involucra aquí abajo. Pedro –así honrado por la revelación de la gloria de Jesús, y hecho depositario de un modo muy especial de la administración en el reino dado al Hijo, y poseyendo un lugar distinguido en medio de todo lo que debía seguir tras el rechazo del Señor por los judíos–, está haciendo ahora la obra del adversario con respecto a la perfecta sujeción de Jesús al sufrimiento e ignominia que tenían que presentar esta gloria y caracterizar al reino. ¡Ay!, el caso estaba claro: él saboreaba las cosas de los hombres y no las de Dios. Pero el Señor, en Su fidelidad, rehúsa a Pedro en este asunto, y enseña a Sus discípulos que el único camino, el señalado y necesario camino, era la cruz. Si alguien le seguía, éste era el camino que Él tomaba. Asimismo ¿qué aprovecharía al hombre si salvaba su vida y lo perdía todo, ganando el mundo y perdiendo su alma? Porque ésta era ahora la cuestión47, y no la gloria exterior del reino.

Habiendo examinado este capítulo, como la expresión de la transición del sistema mesiánico al establecimiento de la asamblea fundamentada sobre la revelación de la Persona de Cristo, deseo también dirigir la atención a los caracteres de incredulidad que aquí están desplegados, tanto entre los judíos como en los corazones de los discípulos. Será provechoso observar las formas de esta incredulidad.

En primer lugar, la forma mayor que ésta adquiere es la de pedir una señal del cielo. Los fariseos y saduceos se unen para mostrar su insensibilidad a todo lo que el Señor ha hecho. Exigen una prueba para sus sentidos naturales, es decir, para su incredulidad. No creerían a Dios, ni prestando atención a Sus palabras ni contemplando Sus obras. Dios tenía que satisfacer su voluntariedad, la cual no demostraba ser la fe ni la obra de Dios. Tenían entendimiento para las cosas humanas, las cuales eran, con todo, menos claras y evidentes, pero ninguno para las cosas de Dios. Un Salvador condenado para ellos, como judíos sobre la Tierra, debería serles suficiente señal. Tanto si querían como no, se someterían al juicio de la incredulidad que ellos mostraban. El reino sería quitado de ellos, abandonándolos el Señor. La señal de Jonás está relacionada con el asunto de todo el capítulo.

A continuación, vemos esta misma apatía hacia el poder manifestado en las obras de Jesús; pero no se trata ya de la oposición de la voluntad descreída, sino de la ocupación del corazón en las cosas del presente, que retiraban de éste toda influencia de las señales que se habían dado. Esto es debilidad, no voluntad propia. No obstante, ellos son culpables, pero Jesús los llama hombres de poca fe, no hipócritas ni generación adúltera y perversa.

Vemos entonces la incredulidad manifestándose bajo la forma de la opinión indolente, la cual prueba que el corazón y la conciencia no están interesados en un asunto que debería gobernarlos –ante el cual, si el corazón quería realmente afrontar su verdadera importancia, no descansaría hasta llegar a una certeza con respecto a ese asunto. Aquí el alma no siente la necesidad; consecuentemente no hay discernimiento. Cuando el alma siente esta necesidad, sólo hay una cosa que puede suplirla, y no halla descanso hasta que la ha encontrado. La revelación de Dios que creó esta necesidad no otorga paz al alma hasta que tiene la seguridad de poseer aquello que la despertó. Aquellos que no son sensibles a esta necesidad podrán descansar en probabilidades, cada cual conforme a su carácter natural, su educación y circunstancias. Es suficiente con despertar la curiosidad –la mente está ocupada en ella, y la considera. La fe tiene faltas, y en principio, inteligencia en cuanto al objeto que las suple; el alma es ejercitada hasta hallar lo que necesita. El hecho es que Dios está ahí.

Éste es el caso de Pedro. El Padre le revela al Hijo. Aunque débil, se halló en él verdadera fe, y hallamos la condición de su alma cuando dice: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente». ¡Dichoso el hombre a quien Dios revela verdades como éstas, y en quien hace despertar estas necesidades! Podrá haber conflicto, mucho que aprender, mucho que mortificar, pero el consejo de Dios está allí, y la vida relacionada con ello. Hemos visto su efecto en el caso de Pedro. Cada cristiano tiene su propio lugar en el templo del cual Pedro era una piedra tan eminente. ¿Quiere decir esto que el corazón sea, prácticamente, digno de la revelación que se le hace? No; puede hallarse, después de todo, la no mortificada carne en aquel punto donde la revelación toca nuestra posición terrenal.

De hecho, la revelación hecha a Pedro implicaba el rechazo de Cristo sobre la Tierra. Éste era el punto. Para sustituir la revelación del Hijo de Dios, la asamblea y el reino celestial, por la manifestación del Mesías sobre la Tierra, ¿cómo sería hecho sin que Jesús fuera entregado a los gentiles para ser crucificado, y después resucitara de nuevo? Pero moralmente, Pedro no había llegado a esto. Al contrario, su corazón carnal se beneficiaba de la revelación hecha a él, y de aquello que Jesús le había dicho, para exaltarse a sí mismo. Él vio, entonces, la gloria personal sin percibir las consecuencias morales y prácticas. Comienza a reprender al Señor, e intenta disuadirle del camino de la obediencia y de la sujeción. El Señor, siempre fiel, le trata como un adversario. ¡Ay, con cuánta frecuencia hemos gozado de una verdad, y no obstante hemos fracasado en las prácticas consecuencias a las que nos conducía sobre la Tierra! Un Salvador celestial y glorificado, el cual edifica la asamblea, comporta el llevar la cruz sobre la Tierra. La carne no comprende esto. Elevará a su Mesías al cielo, si se prefiere; pero participar de Su humillación, la cual seguía forzosamente, no es su idea de un Mesías glorificado. La carne debe ser mortificada para tomar este lugar. Debemos poseer la fortaleza de Cristo por el Espíritu Santo. Un cristiano que no esté muerto al mundo, no es sino una piedra de tropiezo para cada uno que quiera seguir a Cristo.

Éstas son las formas de la incredulidad que preceden a la verdadera confesión de Cristo, y las cuales se hallan, ¡ay!, en aquellos que sinceramente le confesaron y le conocieron –sin ser mortificada la carne para que el alma pueda andar al nivel de lo aprendido de Dios, y hallarse el entendimiento espiritual oscurecido por pensar en las consecuencias que la carne rechaza.

Si la cruz era la entrada al reino, la revelación de la gloria no se tardaría. Siendo el Mesías rechazado por los judíos, un título más glorioso y de trascendencia mucho más profunda es manifestado: el Hijo del Hombre había de venir en la gloria del Padre –pues Él era el Hijo de Dios–, y galardonar a cada hombre conforme a sus obras. Había incluso allí algunos que no pasarían por la muerte –pues de esto es lo que ellos hablaban– hasta que hubieran visto la manifestación de la gloria del reino que concernía al Hijo del Hombre.

Podemos destacar aquí el título de «Hijo de Dios» establecido como el fundamento; y el de Mesías, olvidado, por lo que hacía al testimonio rendido en ese tiempo, y sustituido por el de «Hijo del Hombre», el cual Él toma al igual que aquel de Hijo de Dios, que poseía una gloria propia de Él en Su derecho. Tenía que venir en la gloria de Su Padre como Hijo de Dios, y en Su propio reino como Hijo del Hombre.

Es interesante recordar aquí la enseñanza dada a nosotros al comienzo del libro de los Salmos. El hombre justo, distinguido de la congregación de los impíos, ha sido presentado en el primer Salmo. Luego, en el segundo, tenemos la rebelión de los reyes de la Tierra y de los gobernantes en contra del Señor y de Su Ungido –es decir, Cristo–. Sobre este decreto de Jehová, se le declara. Adonai, el Señor, se burlará de ellos desde el cielo. Además, el Rey de Jehová será establecido sobre el Monte de Sión. Éste es el decreto: «Jehová me ha dicho: mi hijo eres tú; yo te he engendrado hoy48». Los reyes de la Tierra y sus gobernantes son ordenados a besar al Hijo.

En los Salmos siguientes, toda esta gloria es oscurecida. La angustia del remanente, en el que Cristo tiene una parte, es relatada. Después, en el Salmo 8, Él es apelado como el Hijo del Hombre, el Heredero de todos los derechos conferidos soberanamente sobre el hombre por los consejos de Dios. El nombre de Jehová deviene excelente en toda la Tierra. Estos Salmos no traspasan la parte terrenal de estas verdades, excepto donde está escrito: «El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos»; mientras que en Mateo 16, la relación del Hijo de Dios con esto, Su venida con Sus ángeles –por no decir con la asamblea– son presentados a nosotros. Es decir, vemos que el Hijo del Hombre vendrá en la gloria del cielo. No que su morada allí sea la verdad declarada, sino que Él es investido con la gloria más alta del cielo cuando viene a establecer Su reino sobre la Tierra. Él viene en Su reino. Éste es establecido sobre la Tierra, pero viene para tomarlo con la gloria del cielo. Esto es manifestado en el capítulo siguiente, de acuerdo a la promesa aquí del versículo 28.

En cada evangelio que se habla de ella, la transfiguración sigue inmediatamente a la promesa de que no se pasará por la muerte antes de poder ver el reino del Hijo del Hombre. Y no solamente esto, sino que Pedro –en su segunda epístola, 1:16–, cuando habla de esta escena declara que fue una manifestación del poder y de la venida de nuestro Señor Jesucristo. Dice que la palabra profética fue confirmada a ellos por ver en Él Su majestad, de modo que ellos sabían de qué hablaban al serles dado a conocer el poder y la venida de Cristo, tras haber contemplado Su majestad. De hecho, es precisamente en este sentido que el Señor habla de ello aquí, como vimos. Era una muestra de la gloria en la cual Él vendría después, ofrecida para confirmar la fe de Sus discípulos en la perspectiva de Su muerte, que justo les había anunciado.

 

Capítulo 17

En este capítulo, Jesús los conduce a una alta montaña, donde es transfigurado delante de ellos: «Su semblante brillaba como el sol, y sus vestidos eran blancos como la luz». Moisés y Elías se aparecieron también hablando con Él. Dejo el asunto de su discurso, el cual es profundamente interesante, hasta que lleguemos al evangelio de Lucas, donde se añaden algunas circunstancias más, que, en algunos aspectos, dan otro contenido a esta escena.

Aquí el Señor aparece en gloria, y Moisés y Elías con Él: el uno es el legislador de los judíos, y el otro –casi distinguidos por igual– el profeta que intentó hacer volver a las diez tribus apóstatas a la adoración de Jehová, y quien, desesperanzado a causa del pueblo, regresó a Horeb, de donde la ley fue dada, y después fue tomado al cielo sin pasar por la muerte.

Estas dos personas, sublimemente insignes en las relaciones de Dios con Israel, como fundadores y restauradores del pueblo en relación con la ley, aparecen en compañía de Jesús. Pedro –absorto con esta aparición, gozándose de ver a su Maestro asociado con estos pilares del sistema judío, con tales eminentes siervos de Dios, ignorando la gloria del Hijo del Hombre y olvidando la revelación de la gloria de Su Persona como el Hijo de Dios– desea construir tres tiendas, y emplazar a los tres sobre el mismo nivel de oráculos. Pero la gloria de Dios se manifiesta; es decir, la señal conocida en Israel como la morada (shechinah) de esa gloria49, y la voz del Padre es escuchada. La gracia puede emplazar a Moisés y Elías en la misma gloria que la del Hijo de Dios, y asociarlos con Él; pero si la locura del hombre, en su ignorancia, los quiere situar juntos como teniendo igual autoridad sobre el corazón del creyente, el Padre debe vindicar de inmediato los derechos de Su Hijo. No pasa un momento sin que la voz del Padre proclame la gloria de la Persona de Su Hijo, Su relación con Él, que Él era el objeto de todo Su afecto, y en quien tenía toda Su complacencia. Es Él a quien los discípulos tienen que oír. Moisés y Elías han desaparecido. Cristo está allí solo, como Aquel que ha de ser glorificado, Aquel que enseñaría a aquellos que escucharan la voz del Padre. El Padre mismo le distingue y le presenta a la atención de los discípulos, no porque fuese digno del amor de ellos, sino como el objeto de Su propia complacencia. En Jesús, Él mismo estaba complacido. Así, los afectos del Padre se nos presentan como los que gobiernan los nuestros, presentándonos un objeto común. ¡Qué posición para unas pobres criaturas como nosotros! ¡Qué gracia!50

Al mismo tiempo, la ley, y toda idea de su restauración bajo el antiguo pacto, han quedado atrás; y Jesús, glorificado como el Hijo del Hombre, y el Hijo del Dios viviente, permanece el solo dispensador del conocimiento y la mente de Dios. Los discípulos caen sobre sus rodillas, llenos de espanto, cuando oyen la voz de Dios. Jesús, a quien esta gloria y esta voz eran familiares, les anima, como siempre hizo sobre esta Tierra, diciéndoles: «No temáis». Estando con Aquel que era el objeto del amor del Padre, ¿por qué debían tener miedo? Su mejor Amigo era la manifestación de Dios sobre la Tierra, la gloria le pertenecía. Moisés y Elías habían desaparecido, y la gloria también, la cual los discípulos no podían aún soportar. Jesús, que había sido así manifestado a ellos en la gloria dada a Él, y en los derechos de Su gloriosa persona, en Sus relaciones con el Padre, permanece el mismo para con ellos como siempre le habían conocido. Pero esta gloria no tenía que ser el asunto de su testimonio hasta que Él, el Hijo del Hombre, fuera resucitado de entre los muertos –el sufriente Hijo del Hombre. La gran prueba debía ser dada entonces de que Él era el Hijo de Dios con poder. El testimonio de ello debía ser rendido, y Él ascendería personalmente a esa gloria que acababa de resplandecer delante de sus ojos.

Pero surge una dificultad en las mentes de los discípulos provocada por la doctrina de los escribas con respecto a Elías. Éstos decían que Elías debía venir antes de la manifestación del Mesías; y de hecho la profecía de Malaquías autorizaba esta expectativa. ¿Por qué entonces, preguntan ellos, dicen los escribas que Elías debía venir primero? –es decir, antes de la manifestación del Mesías–; mientras que nosotros hemos visto ahora que Tú eres Él, sin haber venido Elías. Jesús confirma las palabras de la profecía, añadiendo que Elías debía restaurar todas las cosas: «Pero», continúa el Señor, «os digo que ya ha venido, y han hecho con él lo que ellos quisieron; asimismo sufrirá el Hijo del Hombre por mano de ellos». Entonces comprendieron ellos que hablaba de Juan el Bautista, quien vino en el espíritu y poder de Elías, como había declarado el Espíritu Santo por medio de Zacarías su padre.

Unas cuantas palabras sobre este pasaje. Primero, cuando el Señor dice «Elías en verdad viene primero y restaurará todas las cosas», no confirma aquello que los escribas habían dicho, según la profecía de Zacarías, como si hubiera querido decir «Tienen razón». Él declara a la sazón el efecto de la venida de Elías: «Él restaurará todas las cosas». Pero el Hijo del Hombre tenía que venir todavía. Jesús había dicho a Sus discípulos «No iréis sobre las ciudades de Israel hasta que el Hijo del Hombre no haya venido». No obstante, Él había venido y estaba hablando con ellos. Pero esta venida del Hijo del Hombre de la que hablaba, es Su venida en gloria, cuando será manifestado como el Hijo del Hombre en juicio conforme a Daniel 7. Fue así que todo lo que se había dicho a los judíos tenía que cumplirse; y en el Evangelio de Mateo Él les habla en relación con esta expectativa. Sin embargo, era necesario que Jesús fuera presentado a la nación y sufriera, que la nación fuese sometida a prueba por la presentación del Mesías de acuerdo a la promesa. Esto fue hecho, y como Dios había también predicho por los profetas, «menospreciado de los hombres». De esta manera Juan fue también delante de Él, según Isaías 40, como la voz en el desierto, aun en el espíritu y poder de Elías; Y fue rechazado como el Hijo del Hombre también lo sería51.

El Señor, entonces, por estas palabras, declara a Su discípulos, en relación con la escena que justo habían dejado de ver, y con toda esta parte de nuestro Evangelio, que el Hijo del Hombre, ahora presentado a los judíos, tenía que ser rechazado. Este mismo Hijo del Hombre tenía que ser manifestado en gloria, como la habían visto por un momento en el Monte. Elías, en realidad, tenía que venir, como dijeron los escribas, pero Juan el Bautista había ya consumado ese oficio en poder para esta presentación del Hijo del Hombre; la cual – siendo abandonados los judíos, como convenía, a su propia responsabilidad– terminaría sólo en Su rechazo, y en el abandono de la nación hasta los tiempos cuando Dios comenzaría de nuevo a relacionarse con Su pueblo, todavía querido para Él, cualquiera que fuese su condición luego. Restauraría entonces todas las cosas –una obra gloriosa que Él cumpliría trayendo de nuevo a Su Primogénito al mundo. La expresión «restaurar todas las cosas» se refiere aquí a los judíos, y es empleada moralmente. En Hechos 3, se refiere al efecto de la propia presencia del Hijo del Hombre.

La presencia temporal del Hijo del Hombre fue el momento en que una obra estaba siendo realizada y de la que la gloria eterna dependía, y en la cual Dios era totalmente glorificado, sobre todo y más allá de toda dispensación, revelándose así Dios y el hombre en base de ello. Una obra en la que incluso la gloria exterior del Hijo del Hombre no es sino el fruto, por lo que respecta a ella, y no a Su divina Persona. Una obra en la que, en un sentido moral, Él fue perfectamente glorificado al glorificar de manera perfecta a Dios. Además, en cuanto a las promesas hechas a los judíos, no fue sino el último paso en la prueba a la que ellos estaban sujetos por la gracia. Dios bien sabía que rechazarían a Su Hijo, pero no los consideraría definitivamente culpables hasta que no lo hubieran hecho realmente. Así, en Su divina sabiduría –mientras que después cumpliría Sus promesas inmutables– Él les presenta a Jesús, a Su Hijo, al Mesías. Les proporciona toda prueba necesaria. Les envía a Juan el Bautista en el espíritu y poder de Elías como precursor Suyo. El Hijo de David es nacido en Belén con todas las señales que deberían haberles convencido, pero estaban cegados por su orgullo y autojusticia, que rechazaba todo. No obstante, Jesús devino en gracia para adaptarse Él mismo, en cuanto a Su posición, a la mísera condición del pueblo. Así también, el Antitipo del David rechazado en su tiempo, compartía la aflicción de Su pueblo. Si los gentiles los oprimían, el Rey debía identificarse con la angustia de ellos, al tiempo que daba toda prueba de lo que Él era y los buscaba en amor. Él rechazado, todo se transforma en gracia pura. Ya no poseen derecho a nada conforme a las promesas, y se ven reducidos a recibir solamente por la gracia todo ello, así como haría un pobre gentil. Dios no iba a fallar en la gracia. De esta manera, Él les hace ver su propia posición de pecadores, y consumirá no obstante Sus promesas. Éste es el asunto de Romanos 11.

El Hijo del Hombre que regresará, será este mismo Jesús que marchó. Los cielos le recibirán hasta los tiempos de la restitución de todas las cosas, de las cuales los profetas hablaron. Pero aquel que tenía que ser Su precursor en esta presencia temporal aquí no podía ser el mismo Elías. Por consiguiente, Juan estaba conformado a la entonces manifestación del Hijo del Hombre, salvo la diferencia que manaba necesariamente de la Persona del Hijo del Hombre, que podía ser sólo una, mientras éste no podía ser el caso con Juan el Bautista y Elías. Pero del mismo modo que Jesús manifestó todo el poder del Mesías y todos los derechos concernientes a Su calidad de Mesías, sin asumir todavía la gloria externa y sin ser venida Su hora, así Juan cumplió moralmente y en poder la misión de Elías para preparar el camino del Señor delante de Él –según el verdadero carácter de Su venida, como se cumplió entonces–, y respondió literalmente a Isaías 40 y Malaquías 3 incluso, los únicos pasajes aplicados a él. Ésta es la razón por la que Juan dijera que él no era Elías y que el Señor dijo «si le recibís, éste es el Elías que había de venir». En consecuencia, Juan tampoco se aplicó Malaquías 4:5, 6 a sí mismo, sino que se presentó cumpliendo Isaías 40:3-5, y ello en cada uno de los Evangelios, independientemente de su carácter particular52.

Pero sigamos con nuestro capítulo. Si el Señor asciende a la gloria, Él desciende a este mundo ahora en Espíritu y compasión, y se enfrenta con la muchedumbre y el poder de Satanás, con los cuales nosotros también tenemos que enfrentarnos. Mientras el Señor estaba en el Monte, un pobre padre había traído a los discípulos a su hijo lunático, poseído por el diablo. Aquí se desarrolla otro aspecto de la incredulidad del hombre, y la del creyente, incapaz de utilizar el poder que está, por así decirlo, al alcance de él en el Señor. Cristo, Hijo de Dios, Mesías, Hijo del Hombre, había vencido al enemigo y ató al hombre fuerte, teniendo derecho a echarlo fuera. Como hombre, el Obediente, pese a las tentaciones de Satanás, le había vencido en el desierto, y como hombre tenía el derecho de despojarle de su control mundano sobre un hombre, y esto es lo que hizo. Al echar a los demonios y curar a los enfermos, Él liberaba al hombre del poder del enemigo. «Dios», dijo Pedro, «ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo y con poder, e hizo buenas obras y curaba a todos los oprimidos por el diablo». Este poder debieron utilizarlo los discípulos, quienes debieron haber conocido cómo sacar rendimiento por la fe de aquello que Jesús había manifestado así sobre la Tierra; pero no fueron capaces de hacerlo. Sin embargo, ¿de qué aprovechaba llevar este poder aquí abajo si los discípulos no tenían fe para utilizarlo? El poder estaba ahí; el hombre podía beneficiarse de él para la completa liberación de toda la opresión del enemigo; pero no tenía fe para ello, ni los creyentes tampoco. La presencia de Cristo sobre la Tierra no tenía sentido si los discípulos no sabían cómo sacar provecho de este poder. Había más fe en el hombre que trajo a su hijo que en ellos, pues sintió que la necesidad le presentaba el remedio. Por tanto, el Señor pronuncia la frase: «Oh generación perversa y de poca fe». Tuvo que dejarlos; y aquello que la gloria había revelado arriba, lo comprendería la incredulidad abajo.

Adviértase aquí que no se trata del mal en el mundo el que pone término a una intervención particular de Dios; al contrario, da ocasión para la intervención en gracia. Fue a causa del control de Satanás sobre los hombres que Cristo vino. Él se marcha porque aquellos que le habían recibido eran incapaces de utilizar el poder que Él trajo consigo, y que Él otorga para su liberación: no sabían valerse de él mediante las ventajas de que entonces gozaban. Faltaba la fe. No obstante, obsérvese también esta verdad importante y llena de sentido, que mientras tal dispensación de Dios continuase, Jesús no fallaba al satisfacer la fe personal con bendición, incluso cuando Sus discípulos no supieran glorificarle ejercitando su fe. La misma sentencia que juzga la incredulidad de los discípulos, lleva al angustiado padre al goce de la bendición. Después de todo, para ser capaces nosotros mismos de valernos de Su poder, debemos estar en comunión con Él por la energía práctica de la fe.

Él bendice entonces a ese padre según su necesidad; y lleno de paciencia, reanuda el curso de la enseñanza que estaba dando a Sus discípulos sobre el asunto de Su rechazo y Su resurrección como Hijo del Hombre. Amando al Señor, e incapaces de elevarse por encima de las circunstancias del momento, están confusos; y no obstante, eso era la redención, la salvación y la gloria de Cristo.

Antes de seguir adelante y de enseñarles aquello que debía ser la porción de los discípulos de un Maestro así rechazado, y la de la posición que tenían que ocupar, Él les presenta Su gloria divina y su asociación con Aquel que la tenía, del modo más emocionante, si podían al menos comprenderlo; y al mismo tiempo, con perfecta condescendencia y simpatía hacia ellos se sitúa Él mismo con ellos, o mejor dicho, Él los coloca en el mismo lugar con Él mismo, como Hijo del gran Rey del templo y de toda la Tierra.

Los que recolectaban el tributo oficial para el servicio del templo, acudieron a Pedro y le preguntaron si su Maestro lo pagaba. Siempre presto a adelantarse a todo, olvidando la gloria que había visto y la revelación hecha a él por el Padre, Pedro, bajando al ordinario nivel de sus propios pensamientos, ansioso de que su Maestro fuera considerado un buen judío, sin consultarle contesta a la pregunta afirmativamente. El Señor se anticipa a Pedro en su intervención, mostrándole Su divino conocimiento de lo que ya había tenido lugar a una distancia de Él. Al mismo tiempo, Él habla de Pedro y de Sí mismo como hijos los dos del Rey del templo –Hijo de Dios que aún mantenía con paciente bondad su humilde lugar como judío–, y libres ambos de presentar tributo. Pero como no debían ser ofendidos, Él ordena a la creación –pues Él puede hacer todas las cosas, porque las conoce todas– haciendo que un pez trajera precisamente la suma requerida, y combinando como novedad el nombre de Pedro con el Suyo. Él dijo «para no ofenderlos», «dales a ellos por ti y por mí». ¡Maravillosa y divina comprensión! Aquel que escudriña los corazones, y que dispone a voluntad de toda la creación, el Hijo del soberano Señor del templo, sitúa a sus pobres discípulos en la misma relación con Su Padre celestial, con el Dios que era adorado en ese templo. Se somete a las demandas que son justamente impuestas a los extranjeros, pero Él sitúa a Sus discípulos en Sus mismos privilegios como Hijo. Vemos comprensiblemente la relación entre esta conmovedora expresión de la gracia divina y el asunto de estos capítulos. Demuestra todo el significado del cambio que estaba teniendo lugar.

Es interesante remarcar que la primera epístola de Pedro se basa en Mateo 16, y la segunda en el capítulo 17, que hemos estado considerando53. En el capítulo 16, Pedro es enseñado por el Padre, confiesa al Señor el Hijo del Dios viviente, y el Señor le dice que sobre esa roca edificaría Su iglesia, que aquel que tenía el poder de la muerte no prevalecería contra ella. Así también Pedro, en su primera epístola declara que ellos habían nacido de nuevo para una esperanza viva, por esta resurrección de Cristo Jesús de entre los muertos. Es por esta resurrección que el poder de la vida del Dios viviente fue manifestada. Más tarde, llama a Cristo la piedra viva, a quien imitando nosotros, como piedras vivas, somos edificados un templo santo para el Señor.

En su segunda epístola recuerda, de manera especial, la gloria de la transfiguración como prueba de la venida y del reino del Hijo del Hombre. Por consiguiente, él habla en esta epístola del juicio del Señor.

 

Capítulo 18

En el capítulo que entramos, se refieren los grandes principios concernientes a un nuevo orden de cosas dadas a conocer a los discípulos. Examinemos un poco estas dulces y preciosas enseñanzas del Señor.

Podemos contemplarlas bajo dos aspectos: cuando revelan los caminos de Dios con respecto a aquello que debía tomar el lugar del Señor sobre la Tierra, y al tratarse de un testimonio de la gracia y de la verdad. Además de esto, describen el carácter mismo del verdadero testimonio que hay que debe ser rendido.

Este capítulo da por supuesto que Cristo ha sido ya rechazado y está ausente, y que la gloria del capítulo 17 no ha llegado aún. Omite el capítulo 17 para enlazarse con el capítulo 16 –salvo que en los últimos versos del 17 se ofrece un testimonio práctico de Su renuncia de Sus derechos legítimos hasta que Dios los vindicara. El Señor habla de los dos asuntos contenidos en el capítulo 16: el reino y la iglesia.

Aquello que sería conveniente al reino era la mansedumbre de un niño, la cual es incapaz de afirmar sus propios derechos en vistas de que un mundo la ignora –el espíritu de dependencia y humildad. Ellos debían ser como niños. En ausencia de Su Señor rechazado, éste era el espíritu que convenía a Sus seguidores. Aquel que recibía a un niño en el nombre de Jesús, le recibía a Él. Por otro lado, el que ponía una piedra de tropiezo en el camino de uno de estos chiquillos que creían en Jesús54, sería visitado con el más horrible juicio. El mundo hace esto, pero, ¡ay del mundo por este motivo! En cuanto a los discípulos, si aquello que ellos más valoraban se convertía en lazo, debían arrancarlo y cortarlo, practicando un cuidado extremo en gracia para no ser lazos a un pequeñito que creía en Cristo, así como una severidad implacable en cuanto a aquello que pudiera ser una red para ellos mismos. La pérdida de lo más precioso aquí no era nada, comparado con su eterna condición en otro mundo; pues ésta era la cuestión ahora, y el pecado no podía tener lugar en la casa de Dios. Un cuidado hacia los demás, incluso hacia los más débiles, y severidad con el yo, eran la norma para que en el reino no existiera ningún lazo ni ninguna raíz de mal. En cuanto a la ofensa, gracia plena al perdonar. No tenían que menospreciar a esos pequeñitos, pues si eran incapaces de abrirse camino en este mundo, eran por ello los objetos del favor especial del Padre, como aquellos que, en las cortes terrenales, tenían el privilegio peculiar de ver el rostro del rey. No es que no hubiera pecado en ellos, sino que el Padre no menospreciaba a aquellos que estaban lejos de Él. El Hijo del Hombre había venido para salvar a los perdidos55. Y no era la voluntad del Padre que ninguno de éstos se perdiera. Él hablaba, no lo dudo, de los pequeñitos como aquellos que Él tomaba en Sus brazos. Les inculca a Sus discípulos el espíritu de humildad y dependencia por una parte, y por la otra el espíritu del Padre que ellos tenían que imitar, a fin de ser verdaderamente los hijos del reino, sin andar en el espíritu del hombre que intenta mantener su lugar y autoestima. Tenían que humillarse y someterse al vituperio; y al mismo tiempo –y esto es la verdadera gloria– imitar al Padre, el cual considera a los humildes y los admite en Su presencia. El Hijo del Hombre había venido de parte de los vituperados. Éste es el espíritu de la gracia del que se habla al final del capítulo 5. Es el espíritu del reino.

La asamblea, más concretamente, tenía que ocupar el lugar de Cristo sobre la Tierra. Con referencia a las ofensas contra uno mismo, el espíritu de mansedumbre es el que convenía a Su discípulo, para ganar a su hermano. Si este último le escuchaba, el asunto debía quedar enterrado en el corazón de aquel al que había ofendido; si no, dos o tres más, entonces, habían de acompañar a la persona ofendida para llegar a la conciencia del otro, o hacer de testigos. Si de nada valían estos medios designados, debía darse a conocer a la asamblea; y si ello no producía sumisión, aquel que había hecho el mal tenía que ser considerado por el otro como un extraño, igual que un pagano y un publicano lo eran para Israel. La disciplina pública de la asamblea no es tratada aquí, sino el espíritu en el cual los cristianos tenían que caminar. Si el ofensor agachaba la cabeza cuando era interpelado, debía perdonársele incluso setenta veces siete diarias. Pero aunque no se hable de la disciplina de Cristo, vemos que la asamblea tomaba el lugar de Israel sobre la Tierra. El afuera y el adentro, por lo tanto, se aplicaban a ella. El cielo ratificaría aquello que la asamblea atase sobre la Tierra, y el Padre respondería a la oración de dos o tres que convinieran en hacer juntos su petición; pues Cristo estaría en el medio de dondequiera que dos o tres se reunieran en, o hacia Su nombre56. Así, para las decisiones y para las oraciones, ellos eran como Cristo sobre la Tierra; Él estaba allí con ellos. ¡Solemne verdad! Inmenso favor otorgado sobre dos o tres cuando se reunían verdaderamente en Su nombre, pero que deviene un asunto profundamente triste cuando esta unidad es fingida y la realidad no está allí.57

Otro elemento del capítulo concerniente al reino, que se había manifestado en Dios y en Cristo, es la gracia perdonadora. En esto también los hijos del reino tenían que ser imitadores de Dios, y perdonar siempre. Esto se refiere solamente a los males causados a uno, y no a la disciplina pública. Debemos perdonar hasta el final, o mejor dicho, no debería haber nunca un final; así como Dios nos ha perdonado a nosotros todo. Además, creo que las dispensaciones de Dios a los judíos son aquí descritas. No sólo habían quebrantado la ley, sino que sacrificaron al Hijo de Dios. Cristo intercedió por ellos, diciendo «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». En respuesta a esta oración, un perdón provisional fue predicado por el Espíritu Santo por boca de Pedro. Pero esta gracia también fue rechazada. Cuando se tratara de mostrar gracia a los gentiles, quienes sin duda, les debían a los judíos los cien denarios, no escucharían, y serían entregados al castigo58 hasta que el Señor pudiera decir «Han recibido doble por la paga de su pecado».

En una palabra, el espíritu del reino no es poder exterior, sino humildad; pero en esta condición hay una proximidad al Padre, y entonces es fácil ser manso y humilde en este mundo. El que haya gustado del favor de Dios no buscará la grandeza sobre la Tierra, porque está embebido del espíritu de gracia, y aprecia a los humildes y perdona a aquellos que le han hecho mal, está cerca de Dios y se asemeja a Él en sus caminos. El mismo espíritu de gracia reina, ya sea en la asamblea o en sus miembros. Solamente representa a Cristo sobre la Tierra, y relaciona con ello aquellas normas que se fundamentan sobre la aceptación de un pueblo que pertenece a Dios. Dos o tres realmente reunidos en el nombre de Jesús actúan con Su autoridad, y gozan de Sus privilegios con el Padre, pues Jesús mismo está allí en su centro.

 

Capítulo 19

Este capítulo continúa con el propósito del espíritu conveniente para el reino de los cielos, y profundiza en los principios que gobiernan la naturaleza humana, y en aquello que se introducía ahora divinamente. Una pregunta hecha por los fariseos –pues el Señor se ha acercado a Judea– da lugar a que Su doctrina sobre el matrimonio sea expuesta, y habiéndose vuelto de la ley, dada en ocasión de sus corazones endurecidos, Él regresa59 a las instituciones de Dios, según las cuales un hombre y una mujer tenían que unirse y ser uno a los ojos de Dios. Él establece, o mejor dicho, restablece, el verdadero carácter del indisoluble lazo del matrimonio. Lo llamo indisoluble, porque la excepción del caso de infidelidad no lo es; la persona culpable había roto el lazo. Ya no eran hombre y mujer en una carne. Al mismo tiempo, si Dios daba poder espiritual para ello, era mejor aún permanecer soltero.

Entonces renueva Él Su enseñanza con respecto a los niños, al tiempo que testifica de Su afecto hacia ellos. Aquí, según me parece, es más bien en relación con la ausencia de todo lo que ata al mundo, a sus distracciones y codicias, y reconociendo lo que es amante, confiable y naturalmente impoluto en aspecto; mientras que en el capítulo 18, era el carácter intrínseco del reino. Después de esto, Él muestra –con referencia a la introducción del reino en Su Persona– la naturaleza de la completa devoción y sacrificio de todas las cosas, a fin de poder seguirle, si es que ellos sólo buscaban agradar a Dios. El espíritu del mundo se oponía en todos los sentidos –pasiones carnales, y riqueza. No hay duda de que la ley de Moisés refrenaba estas pasiones; pero las aceptaba como realidad, y, en algunos sentidos, las soportaba. Según la gloria del mundo, un niño no era de valor. ¿Qué poder podía haber ahí? Pero para el Señor, era de valor a Sus ojos.

La ley prometía vida al hombre que la guardaba. El Señor la hace sencilla y práctica en sus demandas, o más bien, las lleva a la mente en su verdadera sencillez. Las riquezas no eran prohibidas por la ley; es decir, aunque la obligación moral entre el hombre y sus semejantes era mantenida por la ley, aquello que ataba el corazón al mundo no era juzgado por ella. Lo era más bien la prosperidad, conforme al gobierno de Dios, relacionado con la obediencia a ella. Porque ello implicaba a este mundo, y al hombre viviendo en él, probándole aquí. Cristo acepta todo eso, pero los motivos del corazón son probados. La ley era espiritual, y, el Hijo de Dios estaba allí. Hallamos de nuevo lo que vimos antes –el hombre probado y detectado, y Dios revelado. Todo es intrínseco y eterno en su naturaleza, pues Dios es ya revelado. Cristo juzga todo aquello que tiene un mal efecto sobre el corazón y que actúa por propio egoísmo, separándolo así de Dios. «Vende todo lo que tienes», dice Él «y sígueme». Ay, el joven no supo renunciar a sus pertenencias, a su comodidad, a él mismo. «Difícilmente», dice el Señor «entrará un rico en el reino de los cielos». Esto era manifiesto; era el reino de Dios, de los cielos. El yo y el mundo no tienen lugar en él. Los discípulos, quienes no comprendían que no existía ningún bien en el hombre, quedaban pasmados al ver que alguien tan favorecido y dispuesto a seguir al Señor debiera estar todavía lejos de la salvación. ¿Quién tendría entonces éxito? Se descubre toda la verdad. Es imposible para los hombres, porque no pueden vencer los deseos de la carne. Moralmente, y en cuanto a su voluntad y afectos, estos deseos son el hombre. Uno no puede hacer blanco a un negro, o quitarle las manchas al leopardo: aquello que ellos exhiben está en su naturaleza. Pero para Dios –¡bendito sea Su nombre!– todas las cosas son posibles.

Estas enseñanzas acerca de las riquezas dan origen a la pregunta de Pedro: ¿Cuál será la porción de aquellos que han renunciado a todo? Esto nos retrotrae a la gloria del capítulo 17. Habría una regeneración. El estado de cosas debería ser totalmente renovado bajo el dominio del Hijo del Hombre. En aquel entonces deberían sentarse ellos sobre doce tronos, juzgando a las doce tribus de Israel. Ellos tendrían el primer lugar en la administración del reino terrenal. Cada uno, no obstante, debería tener su propio lugar, pues a todo lo que se renunciara por amor de Jesús, recibiría cien veces más y la vida eterna. No obstante, estas cosas no las decidirían las apariencias aquí, ni el lugar que los hombres sostuvieran en el antiguo sistema y ante los otros hombres: los que fueran los primeros serían los últimos, y los últimos primeros. De hecho, había que temer que el corazón carnal cobrara estos ánimos, dados en la figura del galardón por toda su labor y todos sus sacrificios, en un espíritu mercenario, e intentar hacer a Dios su deudor. Y por lo tanto, en la parábola en la que el Señor continúa Su discurso (cap. 20), Él establece el principio de gracia y de la soberanía de Dios en aquello que Él da, y hacia aquellos a quienes llama, de manera muy distinta. Hace que Sus dones dados a quienes Él introduce en Su viña, dependan de Su gracia y de Su llamamiento.

 

Capítulo 20

Podemos destacar que, cuando el Señor responde a Pedro, fue la consecuencia de haber dejado todo por Cristo a Su llamada. El motivo era Cristo mismo; por lo tanto Él dice: «Vosotros los que me habéis seguido». Habla también de aquellos que lo habían hecho por amor a Su nombre. Éste era el motivo. La recompensa es un ánimo, cuando, por causa de Él, estamos ya en el camino. Éste es siempre el caso cuando se habla del galardón en el Antiguo Testamento60. Aquel que fue llamado a la hora undécima, dependía de esta llamada para su entrada en la obra, y si, en su bondad, el maestro prefería darle tanto como a los demás, ellos deberían haberse alegrado por ello. Los primeros se adhirieron a la justicia; ellos recibieron aquello que se acordó; los últimos gozaron de la gracia de su maestro. Y hay que observar que aceptaron el principio de la gracia, de la confianza en ello. «¡Cualquier cosa que sea buena, ésa daré!» El gran punto en la parábola es ésta: la confianza en la gracia del maestro de la viña, y la gracia como la base de su acción. Pero ¿quién lo comprendía? Un Pablo podía entrar en la obra tarde, habiéndole llamado Dios, y ser un testimonio más fuerte de la gracia que los obreros que habían trabajado desde el alba del día del evangelio.

El Señor más tarde prosigue el asunto con Sus discípulos. Sube a Jerusalén , donde el Mesías debió haber sido recibido y coronado, para ser rechazado y dado muerte, pero para resucitar más tarde. Y cuando los hijos de Zebedeo vienen y le piden los dos primeros lugares en el reino, Él responde que podía conducirlos realmente al sufrimiento; pero en cuanto a los primeros lugares en Su reino, no podía otorgarlos, excepto –conforme a los consejos del Padre– a aquellos para quienes los había preparado el Padre. ¡Asombrosa abnegación! Es por el Padre, por nosotros, que Él obra. Él no dispone de nada. Puede otorgar a aquellos que le sigan una parte en Sus sufrimientos; todo lo demás será dado según los consejos del Padre. ¡Pero qué verdadera gloria para Cristo y qué perfección en Él, y qué privilegio para nosotros tener sólo este motivo para participar en los sufrimientos del Señor! ¡Y qué purificación de nuestros corazones carnales se nos propone aquí al hacernos actuar solamente para un Cristo sufriente, compartiendo Su cruz, y comprometiéndonos con Dios para la recompensa!

El Señor aprovecha entonces la ocasión para explicar los sentimientos que convienen a Sus seguidores, la perfección de lo que ellos habían visto en Él mismo. En el mundo, era buscada una autoridad, pero el espíritu de Cristo era un espíritu de servicio, que llevaba a la elección del lugar más bajo, y a la completa devoción hacia los demás. Preciosos y perfectos principios, brillante perfección de lo que se manifestó en Cristo. La renunciación a todo, a fin de depender confiadamente en la gracia de Aquel a quien servimos, la inflexible solicitud a ocupar el lugar más bajo, y ser así el siervo de todos, debían ser el espíritu de aquellos que tienen parte en el reino ahora establecido por el Señor rechazado. Esto es lo que conviene a Sus seguidores.61

Con el final del versículo 28, termina esta parte del Evangelio, y las escenas concluyentes de la vida del bendito Salvador comienzan. En el versículo 2962, comienza Su última presentación a Israel como Hijo de David, el Señor, el verdadero Rey de Israel, el Mesías. Comienza Su carrera al respecto en Jericó, el lugar donde Josué entró en la tierra –el sitio en el cual la maldición había permanecido tanto tiempo. Él abre los ojos ciegos de Su pueblo que cree en Él y le recibe como el Mesías, porque tal era Él en verdad, aunque rechazado. Ellos le saludan como Hijo de David, y Él responde a su fe abriéndoles sus ojos. Y ellos le siguen –una figura del verdadero remanente de Su pueblo, que le esperará.

 

Capítulo 21

Seguidamente, disponiendo de todo lo que concernía a Su complaciente pueblo, Él hace Su entrada en Jerusalén como Rey y Señor, según el testimonio de Zacarías. Pero aunque entró como Rey –el último testimonio a la ciudad amada, la cual, para su ruina, iba a rechazarle–, Él vino como un Rey manso y humilde. El poder de Dios influencia el corazón de la muchedumbre, que le saluda como Rey e Hijo de David, utilizando el lenguaje comunicado en el Salmo 118,63 que celebra el sábado milenial introducido por el Mesías, para ser luego reconocido por el pueblo. La multitud extiende sus ropas para preparar el camino para su manso, aunque glorioso Rey. Cortan ramas de los árboles para darle testimonio, y Él es conducido en triunfo a Jerusalén mientras exclama el pueblo: «¡Hosanná [excepto ahora] al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanná en las alturas!» Felices de ellos si sus corazones fueron cambiados para retener este testimonio en el Espíritu. Pero Dios dispuso soberanamente sus corazones para que dieran este testimonio. No podía permitir que Su Hijo fuera rechazado sin haberlo recibido.

Ahora el Rey va a hacer una examen de todo, manteniendo todavía Su posición de humildad y de testimonio. Por lo visto, las diferentes clases acuden para juzgarle, o para dejarle perplejo, pero de hecho se presentan todos ellos ante Él para recibir de Sus manos, uno después del otro, el juicio de Dios respecto a ellos. Es una sorprendente escena que se abre ante nosotros –el verdadero Juez, el Rey eterno, presentándose por última vez a Su pueblo rebelde con el testimonio más pleno de Sus derechos y de Su poder, y ellos, acudiendo para intimidarle y condenarle, conducidos por su propia malicia efectuada en Su contra, manifiestan su propia condición y reciben el juicio de Sus labios, sin que olvide Él por un momento –excepto cuando purificaba el templo, antes de comenzada esta escena– la posición del Testigo fiel y verdadero en toda mansedumbre sobre la Tierra.

La diferencia entre las dos partes de la historia es distinguible. La primera presenta al Señor en Su carácter de Mesías y Jehová. Como Señor, Él ordena que le sea traído un asno. Entra en la ciudad, según la profecía, como Rey. Él purifica el templo con autoridad. En respuesta a las objeciones de los sacerdotes, cita el Salmo 8, que habla de la manera en que Jehová le glorificó y cómo perfeccionó las alabanzas debidas a Él de boca de los niños, y de los que mamaron. En el templo Él sana también a Israel. Luego los deja, y no se queda en la ciudad, la cual no podía reconocer ya, sino que se marcha fuera con el remanente. El día siguiente, en figura sorprendente, Él exhibe la maldición que estaba a punto de caer sobre la nación. Israel era la higuera de Jehová, pero fatigaba mucho el suelo. Estaba cubierta de hojas, pero no había fruto. La higuera, condenada por el Señor, está seca en el presente. Es una figura de esta desdichada nación, del hombre en la carne contando con todas las ventajas, el cual no llevaba fruto para el Labrador.

Israel, de hecho, poseía todas las formas exteriores de la religión, y eran celosos de la ley y de las ordenanzas, pero no producían fruto para Dios. En lo que respecta a su posición responsable de producir fruto, es decir, bajo el antiguo pacto, nunca lo van a hacer. Su rechazo de Jesús puso fin a toda esperanza. Dios actuará en gracia bajo el nuevo pacto, pero ésta no es la cuestión aquí. La higuera es Israel tal como era, el hombre cultivado por Dios, pero en balde. Todo terminó. Aquello que Él dijo a los discípulos acerca de cambiar de lugar una montaña, mientras que es un gran principio general, se refiere también a lo que debería acontecer en Israel mediante el ministerio de aquéllos. Vistos corporativamente sobre la Tierra como una nación, Israel debería desaparecer y perder su identidad entre los gentiles. Los discípulos eran aquellos que Dios aceptaba de acuerdo a su fe.

Vemos al Señor entrando en Jerusalén como un rey –Jehová, el Rey de Israel– y el juicio anunciado sobre la nación. Después siguen los detalles del juicio sobre las distintas clases de que se componía. En primer lugar, están los sacerdotes y los ancianos, quienes deberían haber guiado al pueblo; éstos se acercan al Señor y ponen en duda Su autoridad. Dirigiéndose así a Él, ocuparon el lugar de los principales de la nación asumiendo el papel de jueces, capaces de pronunciarse sobre la validez de cualesquiera reclamaciones que fueran hechas. Si no era así, ¿por qué tenían que preocuparse por Jesús?

El Señor, en Su infinita sabiduría, les hace una pregunta que somete a prueba su capacidad, y que por la confesión que le dieron demostraron ser incapaces. ¿Cómo juzgarle entonces64? Explicarles Él la base de Su autoridad, era inútil. Era demasiado tarde ahora para explicárselo. Le hubieran apedreado si Él hubiera argüido sobre el verdadero origen de aquélla. Él replicó diciendo que lo decidieran ellos sobre la misión de Juan el Bautista. Si no podían decidir, ¿por qué insistir en ello? No podían. Si reconocían a Juan como el enviado de Dios, habría sido reconocer a Cristo. Negarlo hubiera sido una pérdida de influencia para con el pueblo. En cuanto a su conciencia, no había nada que hacer. Confesaron su incapacidad. Entonces Jesús, declinó su competencia como líderes y guardianes de la fe del pueblo. Se habían juzgado a ellos mismos, y el Señor procede a testificarles su conducta y los tratos de Él con ellos, claramente delante de sus ojos, desde el versículo 28 al capítulo 22:14.

Aunque profesaban hacer la voluntad de Dios, no era cierto, mientras que los declaradamente impíos se habían arrepentido e hicieron Su voluntad. Ellos, al verlo, se endurecieron aún más. No sólo no fue tocada su conciencia natural, ya fuera por el testimonio de Juan o por la inminencia del arrepentimiento en los demás, sino que aunque Dios había empleado todos los medios para hacerlos producir frutos dignos de su acerbo cultural, no halló nada en ellos sino malignidad y rebeldía. Los profetas habían sido rechazados, y Su Hijo también lo sería. Deseaban tener Su herencia para ellos solos. No podían por menos de reconocer que, en tal caso, la consecuencia había de ser necesariamente la destrucción de aquellos hombres impíos, y el ofrecimiento de la viña a otros. Jesús aplica esta parábola a ellos mismos citando el Salmo 118, el cual anuncia que la piedra rechazada por los edificadores debería ser la piedra principal del ángulo. Además, que cualquiera que cayese sobre esta piedra –y ésta sería la suerte de la nación rebelde en los últimos tiempos–, sería reducido al polvo. Los principales sacerdotes y los fariseos entendieron que hablaba de ellos, pero no se atrevieron a poner sus manos sobre Él porque la multitud le consideraba un profeta. Ésta es la historia de Israel, visto sometido a responsabilidad hasta los últimos tiempos. Jehová estaba buscando fruto en Su viña.

 

Capítulo 22

En este capítulo, su conducta con respecto a la invitación de la gracia es presentada a su vez. La parábola es por tanto un símil del reino de los cielos. El propósito de Dios es honrar a Su Hijo celebrando Sus bodas. Antes de todo, los judíos, quienes ya estaban invitados, son ofrecidos a ir a la fiesta de bodas. Pero no quisieron. Esto fue durante la vida de Cristo. Después, estando todas las cosas preparadas, de nuevo envía Él a Sus mensajeros para obligarlos a venir. Ésta es la misión de los apóstoles a la nación, cuando la obra de la redención haya sido consumada. Ellos menosprecian tanto el mensaje como matan a los mensajeros65. El resultado es la destrucción de esos hombres impíos y su ciudad. Ésta fue la destrucción que cayó sobre Jerusalén. En su rechazo de la invitación, los destituidos, los gentiles, aquellos que están fuera, son llevados adentro en la fiesta, y la boda se llena de invitados. Ahora se presenta otra cosa. Es cierto que hemos visto el juicio de Jerusalén en esta parábola, pero, como es un símil del reino, tenemos el juicio de aquello que está también dentro del reino. Debe haber una disposición para esta ocasión. Para una fiesta de bodas debe haber un traje de boda. Si Cristo tiene que ser glorificado, todo debe ser conforme a Su gloria. Podrá haber una entrada exterior en el reino, una profesión del cristianismo, pero aquel que no esté vestido adecuadamente a la fiesta será echado fuera. Debemos vestirnos de Cristo mismo. Por otro lado, todo está preparado, nada más es necesario. No les tocaba a los invitados llevar nada a la fiesta, pues el Rey proveyó todo. Pero debemos imbuirnos del espíritu de aquello que está hecho. Si existe alguna idea de lo que es idóneo para una fiesta de bodas, la necesidad de ir vestido con traje de boda sería la más apropiada. Si no, el honor del Hijo del Rey sería olvidado. El corazón era extraño a este honor; y el hombre mismo devendrá un extraño en el juicio del Rey cuando Él reconozca a los invitados que entraron con traje.

Así también la gracia ha sido mostrada a Israel, y ellos son juzgados por refutar la invitación del gran Rey a las bodas de Su Hijo. Y luego, el abuso de esta gracia por aquellos que parecen aceptarla, es juzgado también. La introducción de los gentiles es expresada.

Aquí concluye la historia del juicio de Israel en general, y del carácter que el reino asumiría.

Tras ello (caps. 22:15 y ss.), las diferentes clases de los judíos acuden, cada una por turno. En primer lugar, los fariseos y herodianos –es decir, aquellos que favorecían a la autoridad de los romanos, y aquellos que se oponían a ella–, intentan atrapar a Jesús en Su manera de hablar. El bendito Señor les responde con esa sabiduría perfecta que siempre se manifestó en todo lo que dijo e hizo. Por su parte, era malignidad pura manifestando una total falta de conciencia. Era su propio pecado que les había traído bajo el yugo romano –una posición en realidad contraria a aquella que debería haber correspondido al pueblo de Dios sobre la Tierra. Parece que entonces Cristo debiera convertirse en un objeto de sospecha a las autoridades o que renunciase a Su derecho de ser el Mesías, y consecuentemente el Libertador. ¿Quién había suscitado este dilema? Fue el fruto de sus propios pecados. El Señor les muestra que ellos mismos habían aceptado ese yugo. El dinero llevaba muestra de ello: démoslo pues a aquellos a quienes pertenece, y demos también –lo cual no hacían– a Dios lo que es de Dios. Él los deja bajo este yugo, cuyo peso estaban obligados a confesar que habían aceptado. Les recuerda los derechos de Dios, los cuales olvidaron. Tal pudiera además haber sido el estado de Israel conforme al establecimiento del poder en Nabucodonosor, como «una vid de mucho ramaje, de poca altura».

Los saduceos vienen seguidamente ante Él, cuestionándole acerca de la resurrección, con lo cual pensaban demostrar su absurdidad. Así, en cuanto la condición de la nación fue exhibida en Su discurso con los fariseos, la incredulidad de los saduceos es manifestada aquí. Ellos sólo pensaban en las cosas de este mundo e intentaban negar la existencia de otro. Pero cualquiera que fuera el estado de degradación y sometimiento en que el pueblo hubiera caído, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob no cambiaba. Las promesas hechas a los padres permanecían firmes, y los padres estaban vivos para gozar de estas promesas desde entonces. Era la Palabra y el poder de Dios lo que se cuestionaba. El Señor los defiende con poder y evidencia, tras lo cual los saduceos quedaron en silencio.

Los magistrados, sorprendidos por Su respuesta, le hacen una pregunta, lo que da ocasión al Señor para extraer de toda la ley aquello que, a los ojos de Dios, es su esencia, presentando así su perfección, y aquello que –cualquiera sea la manera como se llegue allí– constituye la felicidad de aquellos que caminan en ella. Sólo la gracia se eleva más alto.

Aquí cesan sus críticas. Todo es juzgado, todo es traído a la luz con respecto a la posición del pueblo y de las sectas de Israel; y el Señor dejó en claro los perfectos pensamientos de Dios acerca de ellos, tanto sobre su condición, Sus promesas o sobre la sustancia de la ley.

Era ahora el turno del Señor para proponer Su pregunta, a fin de poner en claro Su posición. Preguntó a los fariseos si eran capaces de reconciliar el título de Hijo de David con el de Señor, que David mismo le dio, y ello en relación con la ascensión de este mismo Cristo a la diestra de Dios hasta que hubiera puesto a sus enemigos por estrado de Sus pies, y Él hubiese establecido Su trono en Sión. Esto era en ese momento toda la afirmación de la posición de Cristo. Ellos fueron incapaces de contestarle, y nadie se atrevió a hacerle más preguntas. De hecho, el comprender ese Salmo hubiera sido comprender todos los caminos de Dios con respecto a Su Hijo en el momento que ellos iban a rechazarle. Esto concluyó inevitablemente estos discursos mostrando la verdadera posición de Cristo, quien, aunque Hijo de David, debía ascender a lo alto para recibir el reino, y, mientras lo esperaba, debía sentarse a la diestra de Dios conforme a los derechos de Su gloriosa Persona –el Señor de David, así como el Hijo de David.

Hay otro apartado de interés aquí digno de observación. En estas entrevistas y estos discursos con las diferentes clases de los judíos, el Señor destaca la condición de los judíos de todos lados con respecto a sus relaciones con Dios, y después la posición que Él mismo tomó. Primeramente, Él les muestra su posición nacional hacia Dios, bajo responsabilidad ante Él, según la conciencia natural y los privilegios que les eran propios. El resultado iba a ser su apartamiento, y la introducción de otras personas en la viña del Señor. Esto es en el capítulo 21:28-46. Luego Él expone su condición respecto a la gracia del reino, y la introducción de pecadores gentiles. Aquí también el resultado es el apartamiento y la destrucción de la ciudad66. Más tarde, los herodianos y los fariseos, los amigos de los romanos y sus enemigos, los supuestos amigos de Dios, dan evidencia de la verdadera posición de los judíos con respecto al poder imperial de los gentiles y al de Dios. En Su entrevista con los saduceos, Él muestra la certeza de las promesas hechas a los padres y la relación en que Dios permanecía con ellos respecto a la vida y la resurrección. Después de esto, Él pone el verdadero significado de la ley ante de los escribas; y luego la posición que Él tomó, el mismo Hijo de David, según el Salmo 110, el cual estaba ligado a Su rechazo por los líderes de la nación que estuvieron alrededor de Él.

 

Capítulo 23

Claramente se muestra en este capítulo cuán separados son contemplados los discípulos en relación con la nación, puesto que eran judíos. Aunque el Señor juzga a los líderes, quienes seducían al pueblo y deshonraban a Dios con su hipocresía. Él habla a la multitud y a Sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés están sentados los escribas y los fariseos». Siendo los expositores de la ley, tenían que ser obedecidos de acuerdo a todo lo que decía esta ley, aunque su propia conducta fuera hipócrita. Lo que es importante aquí es la posición de los discípulos; de hecho, la misma que la de Jesús. Ellos estaban relacionados con todo lo que era de Dios en la nación, es decir, con la nación como pueblo reconocido por Dios, y consecuentemente, con la ley que poseía autoridad de Dios. Al mismo tiempo, el Señor juzga, y los discípulos también tenían que juzgar en la práctica los caminos de la nación, tal como los representaban públicamente sus líderes. Mientras que formaban parte de la nación, debían ir con cuidado para evitar los caminos de los escribas y los fariseos. Después de reprocharles a estos pastores de la nación su hipocresía, el Señor les señala la manera con que ellos mismos condenaban las acciones de sus padres –construyendo los sepulcros de los profetas a quienes habían matado. Ellos eran, en ese momento, los hijos de aquellos que los mataron, y Dios iba a someterlos a prueba enviándoles también profetas, hombres sabios y escribas, hasta que llenaran la medida de su iniquidad dándoles muerte a todos ellos y persiguiéndolos –condenados así por sus propias bocas–, a fin de que toda la sangre justa que se había derramado, desde la de Abel a la del profeta Zacarías, viniese sobre esta generación. ¡Terrible carga de culpa acumulada desde los primeros odios con que el hombre pecador, situado bajo responsabilidad, ha mostrado siempre al testimonio de Dios; y que crecían a diario porque la conciencia se endurecía cada vez que resistía este testimonio! La verdad se manifestaba tanto más por el sufrimiento de sus portadores testimoniales. Era una roca, puesta en evidencia, que era evitada en el camino del pueblo. Persistieron en su maligno proceder, y cada paso que daban, cada acto similar, era la prueba de una obstinación aún creciente. La paciencia de Dios, que en gracia actuaba en el testimonio, no se había olvidado de sus caminos, y bajo esta paciencia se había colmado todo, acumulándose sobre las cabezas de esta generación réproba.

Obsérvese aquí que el carácter dado a los apóstoles y a los profetas cristianos. Ellos son escribas, hombres instruidos, profetas enviados a los judíos –a la siempre rebelde nación. Esto destaca con claridad el aspecto bajo el cual se los considera en este capítulo. Incluso los apóstoles son «hombres sabios», «escribas», enviados a los judíos como tales.

Pero la nación –Jerusalén, la ciudad amada de Dios– es culpable, y es juzgada. Cristo, como hemos visto, desde la curación del ciego en Jericó, se presenta como Jehová el Rey de Israel. ¡Con qué frecuencia hubiera querido juntar a los hijos de Jerusalén, y éstos se habían negado! Y ahora su casa quedaría desolada hasta que – estando convertidos sus corazones– utilizaran el lenguaje del Salmo 118, y, deseándolo, saludaran a Su llegada al que venía en nombre de Jehová, buscando la liberación de manos de Él y rogándole por ella –en una palabra, hasta que exclamaran Hosanná al que venía. No verían más a Jesús hasta que, humillado su corazón, llamaran bendito al que estaban esperando, y a quien ahora rechazaban –hasta que estuvieran preparados de corazón. La paz debía seguir a Su venida, y el deseo precederla.

Los últimos tres versículos exponen ante Dios con bastante claridad la posición de los judíos, o de Jerusalén, como el centro del sistema. Desde tiempo atrás hubiera congregado Jehová el Salvador a los hijos de Jerusalén como una gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas, pero ellos se resistirían. Su casa debía permanecer abandonada y desolada, pero no para siempre. Después de haber matado a los profetas, y apedreado a los mensajeros enviados a ellos, habían crucificado a su Mesías, y rechazaron y mataron a aquellos que Él envió para anunciarles la gracia, incluso después de Su rechazo. Así que no le iban a ver hasta que hubiera arrepentimiento y un deseo de verle en sus corazones, hasta que estuvieran preparados para bendecirle voluntariamente, y confesaran su prontitud para hacerlo. El Mesías, quien estaba a punto de abandonarlos, no sería visto por ellos hasta que el arrepentimiento hubiese vuelto sus corazones hacia el que ahora rechazaban. Entonces, ellos le verían. El Mesías, viniendo en el nombre de Jehová, será manifestado a Su pueblo Israel. Es Jehová su Salvador quien aparecería, y el Israel que le rechazó le vería venir como tal. El pueblo, por lo tanto, debería retornar al gozo de sus relaciones con Dios.

Tal es el cuadro moral y profético de Israel. Los discípulos, judíos, eran vistos como parte de la nación, aunque como un remanente espiritualmente apartado de ella, y dando en ella testimonio.

 

Capítulo 24

Hemos visto ya que el rechazo del testimonio en gracia acerca del reino, es la causa del juicio que cae sobre Jerusalén y sus habitantes. Ahora, en el capítulo 24, tenemos la posición de este testimonio en medio del pueblo; la condición de los gentiles y la relación en la cual permanecían frente al testimonio rendido por los discípulos. Después de esto, la condición de Jerusalén, subsiguiente a su rechazo del Mesías y del menosprecio por el testimonio; y más tarde, la caída universal al final de aquellos días. Un estado de cosas que deberá cesar a la aparición del Hijo del Hombre, y a la reunión de los elegidos de Israel desde los cuatro vientos.

Debemos examinar este destacado pasaje, presentado ya como profecía y enseñanza a los discípulos para su guía en el camino que deberán seguir en medio de los acontecimientos futuros.

Jesús se marcha del templo, y para siempre –un acto solemne, el cual podemos decir que ejecutaba el juicio que Él acababa de pronunciar. La casa estaba ahora desolada. Los corazones de los discípulos estaban todavía ligados a ella por su anterior elegancia, y dirigen la atención del Señor hacia los magníficos edificios que allí se hallaban. Jesús les anuncia su completa destrucción. Sentados aparte con Él en el monte de los Olivos, los discípulos inquieren cuándo tenían que suceder estas cosas, y cuál sería la señal de Su venida y la del fin del siglo. Ponen en un mismo saco la destrucción del templo, el regreso de Cristo y el final del siglo. Debemos observar que, aquí, el fin del siglo, es el fin del período durante el cual Israel estaba sujeto a la ley bajo el antiguo pacto. Un período que tenía que cesar, dando lugar al Mesías y al nuevo pacto. Obsérvese también que el gobierno de la Tierra por parte de Dios es aquí el asunto, y los juicios que deberían tener lugar a la venida de Cristo, la cual pondría fin al presente siglo. Los discípulos confundían aquello que dijo el Señor acerca de la destrucción del templo, con este intervalo de tiempo67. El Señor trata de este asunto desde Su propio punto de vista –es decir, con referencia al testimonio que los discípulos tenían que rendir en relación con los judíos durante Su ausencia y con el final del siglo. No añade nada acerca de la destrucción de Jerusalén, la cual ya había anunciado. El tiempo de Su regreso estaba expresamente ocultado. Además, la destrucción de Jerusalén por Tito terminó, de hecho, la posición que las enseñanzas de Cristo tenían en perspectiva. No existía ya ningún testimonio reconocible entre los judíos. Cuando esta posición sea retomada, la aplicabilidad del pasaje también comenzará de nuevo. Después de la destrucción de Jerusalén hasta este momento, sólo la Iglesia es tenida en consideración.

El discurso del Señor se divide en tres partes:

1. La condición general de los discípulos y del mundo durante el tiempo del testimonio, hasta el final del versículo 14.

2. El período marcado por el hecho de que la abominación desoladora se halla en el lugar santo (vers. 15).

3. La venida del Señor y la reunión de los escogidos en Israel (vers. 29).

 

El tiempo del testimonio de los discípulos está caracterizado por falsos Cristos y falsos profetas entre los judíos; por la persecución de aquellos que rinden el testimonio, quienes son delatados a los gentiles. Pero hay aún algo más determinado con respecto a esos días. Habría falsos Cristos en Israel, habría guerras, hambrunas, pestilencias y terremotos. Pero no debían atribularse, porque aún no sería el fin. Estas cosas iban a ser sólo un principio de dolores, pues eran principalmente cosas exteriores. Había otros acontecimientos que los someterían bajo pruebas más pesadas, y los probarían profundamente –cosas desde adentro. Los discípulos serían entregados, dados muerte y odiados por todas las naciones. La consecuencia, entre quienes hacían profesión, iba a ser que muchos se sentirían ofendidos, y que se traicionarían unos a otros. Aparecerían falsos profetas que engañarían a muchos, y por causa de la abundancia de iniquidad, el amor de la mayoría se enfriaría –una triste circunstancia. Pero estas cosas darían oportunidad para que la fe que hubiera sido probada fuese ejercitada. El que resistiese hasta el final, sería salvo. Esto concierne a la esfera del testimonio en particular. Aquello que dice el Señor, no se limita absolutamente al testimonio en Canaán, sino que es desde allí que el testimonio se expande. Todo está relacionado con esa tierra como el centro de los caminos de Dios. Pero, además de esto, el evangelio del reino debería predicarse en todo el mundo para testimonio a todas las naciones, y luego vendría el fin. Ahora bien, aunque el cielo será la fuente de la autoridad cuando sea establecido el reino, Canaán y Jerusalén serán sus centros terrenales. De modo que la idea del reino, mientras que se diseminará por todo el mundo, vuelve nuestros pensamientos hacia la tierra de Israel. Es «este evangelio del reino»68 del que se habla aquí. No es la proclamación de la unión de la Iglesia con Cristo, ni de la redención en toda su plenitud, como predican y enseñan los apóstoles tras la ascensión, sino el reino que iba que ser establecido sobre la Tierra, como Juan el Bautista y el Señor mismo habían anunciado. El establecimiento de la autoridad universal del Cristo ascendido, debería predicarse en todo el mundo para probar su obediencia, y para proveer del objeto de la fe a aquellos que tenían oídos.

Ésta es la historia general de aquello que tendría lugar hasta el fin del siglo, sin entrar en la cuestión de la proclamación que fundamentaba la asamblea propiamente dicha. La destrucción inminente de Jerusalén, y la negativa de los judíos a recibir el evangelio, hicieron que Dios levantara un testimonio especial por manos de Pablo, sin anular la verdad del reino venidero. Lo que sigue después, demuestra que tal avance del testimonio del reino tendrá lugar al final, y que ese testimonio llegará a todas las naciones antes de la venida del juicio que pondrá término a este siglo.

Habrá un momento cuando, dentro de una esfera determinada –es decir, en Jerusalén y en sus proximidades–, un tiempo especial de sufrimiento se impondrá con respecto al testimonio en Israel. Al hablar de la abominación desoladora, el Señor nos remite a Daniel para que entendamos de qué habla. Ahora Daniel (cap. 12, donde se habla de la tribulación) nos trae definitivamente a los últimos tiempos –el momento cuando Miguel se levantará por el pueblo de Daniel, es decir, los judíos, los cuales están bajo el dominio gentil–, los tiempos en que sobrevendrá una época de dolores, tal como nunca ha habido ni habrá, y en la que el remanente será liberado. En la última parte del capítulo anterior de este profeta, este tiempo es llamado «los días del fin», y la destrucción del rey del norte es declarada en profecía. Ahora el profeta anuncia que 1.335 días antes de la bendición completa –¡Bendito aquel que tendrá parte en ella!–, el sacrificio diario será quitado y establecida la abominación desoladora. Desde ese momento habrá 1.290 días (es decir, un mes más que los 1.260 días mencionados en Apocalipsis, durante los cuales la mujer que huye de la serpiente es alimentada en el desierto; y también más que los tres años y medio de Daniel 7). Al final, como vemos aquí, viene el juicio y el reino es dado a los santos.

Así queda probado que este pasaje se refiere a los últimos tiempos y a la posición de los judíos en aquel tiempo. Los acontecimientos del tiempo pasado, desde que el Señor hablara del él, confirman este pensamiento. Ni en los 1.260 días, ni en los 1.260 años, después de los días de Tito, ni siquiera 30 días o años más tarde, ocurrió jamás ningún suceso que pudiera ser la consumación de este tiempo en Daniel. Los períodos pasaron hace muchos años. Israel no ha sido liberado, ni Daniel ha tenido parte en su suerte al final de aquellos días. Igual de claro es que Jerusalén es tratada en este pasaje, y sus alrededores, pues los que están en Judea son ordenados a huir a las montañas. Los discípulos que estarán allí en ese momento, tendrán que orar para que su huída no sea en sábado –un testimonio adicional de que son los judíos los sujetos de esta profecía–, pero también un testimonio del tierno cuidado que tiene el Señor para con los que son Suyos, preocupándose incluso en medio de estos sucesos sin precedentes de que no fuera en invierno el momento de su huída.

Al lado de todo esto, otras circunstancias demuestran, si es que se precisa de más pruebas, que es el remanente judío del que se está tratando, y no la asamblea. Sabemos que todos los creyentes serán arrebatados para encontrarse con el Señor en el aire. Más tarde, volverán ellos con Él. Pero aquí habrá falsos Cristos sobre la Tierra, y la gente dirá «está en el desierto», «está en las habitaciones interiores». Pero los santos que serán arrebatados y que volverán con el Señor, no tienen nada que ver con falsos Cristos sobre la Tierra, pues ellos irán al cielo para estar con Él allí, antes de que regrese a la Tierra. Mientras, es fácil entender que los judíos, quienes esperan la liberación de la tierra, sean propensos a tales tentaciones, y que sean engañados por ellas a menos que Dios mismo los guarde.

Esta parte, entonces, de la profecía, se aplica a los últimos tiempos, los últimos tres años y medio antes del juicio que será abocado repentinamente al regreso del Hijo del Hombre. El Señor regresará rápidamente como el resplandor de un rayo, como águila a por su presa, hacia el lugar donde se halla el objeto de Su juicio. Inmediatamente después de la tribulación de aquellos últimos tres años y medio, todo el sistema jerárquico de gobierno será conmovido y completamente derrocado. Entonces, aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo, y verán al Hijo del Hombre viniendo en las nubes del cielo con poder y gran gloria. Este versículo 30 contiene la respuesta a la segunda parte de la pregunta de los discípulos en el verso 3. El Señor previene a Sus discípulos para su guía, pero el mundo no verá señales, por muy claras que parecerán a aquellos que las entenderán. Pero esta señal sería en el momento de la aparición del Señor. El resplandor de Su gloria que ellos habían despreciado, les mostraría quién era el que venía ahora, y sería algo inesperado. ¡Qué terrible momento cuando, en lugar de un Mesías que respondía a su mundanal orgullo, el Cristo a quien despreciaron aparecerá en los cielos!

Más tarde el Hijo del Hombre, así venido y manifestado, mandaría reunir a todos los escogidos de Israel desde los cuatro confines. Es esto lo que finaliza la historia de los judíos, e incluso aquella de Israel, en respuesta a la pregunta de los discípulos, y despliega los tratos de Dios con respecto al testimonio entre el pueblo que le había rechazado, anunciando el momento de su profunda angustia, y el juicio que será derramado en medio de esta escena cuando venga Jesús, siendo completa la subversión de todos los poderes grandes y pequeños.

El Señor ofrece la historia del testimonio en Israel, y la del mismo pueblo, desde el momento de Su partida hasta Su regreso. La longitud del tiempo, durante el cual no debería existir ni el pueblo, ni el templo, ni la ciudad, no nos es definida. Es esto lo que concede importancia a la toma de Jerusalén. No se nos habla aquí de la misma en términos directos, el Señor no lo describe. Pero puso fin a aquel orden de cosas al cual se aplica Su discurso, y esta aplicación no es reanudada hasta que Jerusalén y los judíos están nuevamente presentes. El Señor lo anunció al principio. Los discípulos pensaron que Su venida tendría lugar al tiempo de la caída de Jerusalén. Les responde de manera tal que Su discurso a ellos les sería de utilidad hasta que sucediera la toma de la ciudad. Pero una vez mencionada la abominación desoladora, nos vemos transportados a los últimos tiempos.

Los discípulos tenían que comprender las señales que Él les daba. He dicho ya que la destrucción de Jerusalén, por el hecho mismo, interrumpió la aplicación de Su discurso. La nación judía fue puesta aparte; pero el versículo 34 tiene un sentido mucho más amplio, y uno todavía más propio de él. Los judíos incrédulos habían de existir como tales hasta que todo fuera cumplido. Comparar Deuteronomio 32:5, 20, donde está en vista este juicio sobre Israel. Dios oculta Su rostro de ellos hasta que vea cuál será el fin de ellos, pues son una generación muy contendiente –un monumento a la permanente certeza de los tratos de Dios, y de las palabras del Señor.

Para concluir, el gobierno de Dios, ejercido con respecto a este pueblo, ha sido esbozado hasta su final. El Señor viene, y Él reúne a los escogidos dispersados de Israel.

La historia profética continúa en el capítulo 25:31, el cual está relacionado con el capítulo 24:30. Y como narra el capítulo 24:31, la reunión de Israel tras la aparición del Hijo del Hombre, el capítulo 25:31 anuncia Sus tratos en juicio con los gentiles. Él aparecerá sin duda como el rayo con respecto a la apostasía, que será ante Sus ojos como algo sin vida. Cuando Él venga solemnemente para tomar Su lugar terrenal en gloria, esa apostasía no pasará como el rayo. Se sentará en el trono de Su gloria y todas las naciones comparecerán ante Él en Su trono judicial, donde serán juzgadas conforme a cómo trataron a los mensajeros del reino, quienes habían salido a predicarles. Estos mensajeros son los hermanos (vers. 40); aquellos que los recibieron son las ovejas, y los que los despreciaron son los cabritos. El relato que comienza el capítulo 25:31, de la separación de las ovejas y los cabritos, y de su resultado, es un retrato de las naciones que serán juzgadas sobre la Tierra conforme a su trato hacia esos mensajeros. Es el juicio de los vivos, al menos hasta donde están implicadas las naciones –un juicio igual de final como aquel de los muertos. No se trata del juicio de Cristo en batalla, como en Apocalipsis 20:4. Hablo del principio, o más bien, del carácter del juicio. No dudo de que estos hermanos son judíos, así como lo eran los discípulos, es decir, aquellos que estarán en una posición similar en cuanto a su testimonio. Los gentiles, quienes habían recibido este mensaje, serían aceptados como si hubieran tratado a Cristo de la misma manera. El Padre de Cristo les había preparado para el disfrute del reino; y ellos deberían entrar en él mientras estuvieran aún sobre la Tierra, pues Cristo había venido a ella en el poder de la vida eterna69.

Por el momento, he pasado mucho de largo entre el capítulo 24:31 y el capítulo 25:31, porque el propósito de este último capítulo apura todo lo concerniente al gobierno y al juicio de la Tierra. Pero existe una clase de personas cuya historia nos es dada en sus grandes rasgos morales, en mitad de estos dos versículos que he mencionado.

Éstas son los discípulos de Cristo, fuera del testimonio llevado en medio de Israel, a quienes Él encomendó Su servicio y una posición relacionada con Sí mismo, durante Su ausencia. Esta posición y servicio van ligados a Cristo mismo, y no tienen nada que ver con Israel, dondequiera que sea que se realice este servicio.

Hay, no obstante, y antes de que lleguemos a éstos, otros versículos de los que no he hablado todavía, los cuales se aplican más particularmente al estado de cosas en Israel como advertencia a los discípulos que están allí, y describen el juicio discriminador que tiene lugar entre los judíos en los últimos tiempos. Hablo de ellos aquí porque toda esta parte del discurso –esto es, del capítulo 24:31 al 25:31– es una exhortación, una disertación del Señor sobre el asunto de sus deberes durante Su ausencia. Me refiero al capítulo 24:32-44. Hablan de la constante espera impuesta sobre los discípulos por su desconocimiento del momento en que el Hijo del Hombre vendría, y con la cual éstos fueron dejados intencionalmente –y el juicio es el terrenal. Mientras que a partir del versículo 45, el Señor se comunica de manera más directa, y a la vez de modo más general, acerca de su conducta durante Su ausencia, no en relación con Israel, sino con los Suyos, su familia. Les encomendó la tarea de suministrarles a su debido tiempo comida apropiada. Ésta es la responsabilidad del ministerio en la asamblea.

Es importante destacar que, en la primera parábola, el estado de la asamblea es visto en general. La parábola de las vírgenes y la de los talentos ofrecen una responsabilidad individual. De aquí que el siervo que es infiel sea cortado y tenga su parte con los hipócritas. El estado de la asamblea responsable dependía de su espera de Cristo, o de su corazón diciendo que Él retardaba Su venida. Sería a Su regreso que el juicio sería pronunciado sobre su fidelidad en el intervalo. La fidelidad será correspondida ese día. Por otra parte, la práctica del olvido de Su venida conducirá al libertinaje y a la tiranía. No se trata aquí de un sistema intelectual: «Dice el siervo malo en su corazón, mi Señor tarda en venir»; su conciencia estaba implicada en ello. El resultado fue que se manifestó la voluntad carnal. Ya no era el servicio devoto a Su familia, con un corazón atento a la aprobación del Maestro cuando regresara, sino la frivolidad en la conducta, y la asunción de una autoridad arbitraria, propiciadas por el servicio que se le encomendó. Come y bebe con los borrachos, se une al mundo y participa de sus caminos; golpea a sus consiervos como él quiere. Tal es el efecto de aplazar durante Su ausencia, deliberadamente en el corazón, la venida del Señor y el de querer retener la asamblea aquí abajo. ¿No nos es una escena harto familiar?

¿Qué fue lo que sucedió con aquellos que sostenían el lugar de servicio en la casa de Dios? Las consecuencias para ambas partes son éstas: el siervo fiel, quien se aplicó con amor y con devoción al cuidado de Su familia, debería ser hecho gobernador al regreso de Su maestro sobre todos Sus bienes. Aquellos que fueron fieles en el servicio de la casa, serán establecidos sobre todas las cosas por el Señor, cuando Él tome Su lugar de poder y actúe como Rey. Todas las cosas son entregadas en manos de Jesús por el Padre. Aquellos que humildemente hayan mostrado fidelidad a Su servicio durante Su ausencia, serán hechos gobernadores sobre todo lo que es encomendado a Él, es decir, sobre todas las cosas –que no son sino los «bienes» de Jesús. Por otro lado, aquel que durante la ausencia del Señor se hubiera establecido como maestro y haya seguido el espíritu de la carne y del mundo al que se había unido, no tendría meramente la porción del mundo; su Maestro vendría repentinamente, dándole el castigo de los hipócritas. ¡Qué lección para aquellos que se arrogan un lugar de servicio en la asamblea! Obsérvese aquí que, no se dice que sea un borracho, sino que come y bebe con los que son así. Se hace aliado del mundo y sigue sus costumbres. Éste es además el aspecto general que el reino asumirá en aquel día, aunque el corazón del siervo malo sea perverso. El Esposo ciertamente se rezagaría, y las consecuencias que se podrían esperar del corazón del hombre no tardarán en cumplirse. Pero el efecto, vemos luego, es hacer manifiestos a aquellos que poseían70 realmente la gracia de Cristo y a los que no la poseían.

 

Capítulo 25

Los profesantes, durante la ausencia del Señor, son presentados aquí como vírgenes que salieron a encontrar al Esposo y a iluminarle el camino a la casa. En este pasaje, Él no es el Esposo de la Iglesia. No salen más personas a Su encuentro, en ocasión de Su boda con la Iglesia en el cielo. La Esposa no aparece en esta parábola. Si hubiera sido presentada, habría sido Jerusalén sobre la Tierra. La Iglesia no es vista en estos capítulos como tal.

Aquí es sobre la responsabilidad personal71 durante la ausencia de Cristo. Aquello que caracterizaba a los fieles en este período, era que ellos salían del mundo, del judaísmo, de todos sitios, incluso de la religión relacionada con el mundo, para ir a encontrar al Señor que venía. El remanente judío, al contrario, le esperan en el lugar donde están. Si esta espera fuese real, la característica de alguien gobernado por ella sería el pensamiento de aquello que se necesitaba en vista de Aquel que venía –la luz, el aceite. De contra, ser compañeros de los profesantes mientras tanto, y llevar lámparas con ellos, satisfacía el corazón. No obstante, todos tomaron una posición: salen fuera, abandonando la casa para salir al encuentro del Esposo, el cual se retarda. Esto también ha tenido lugar. Todas las vírgenes se durmieron. Toda la Iglesia profesante ha dejado de pensar en el regreso del Señor –incluso los fieles que tienen al Espíritu. Éstos también deben de haber salido para dormirse tranquilamente en algún lugar de descanso para la carne. Pero a medianoche, de repente, se oye el grito: «He aquí el Esposo; salid a recibirle». ¡Ay!, necesitaban ser llamados como al principio. Nuevamente debían salir a recibirle. Las vírgenes se levantan y despabilan sus lámparas. Hay tiempo suficiente entre el grito de medianoche y la llegada del Esposo para probar la condición de cada una. Pero algunas no tenían aceite en sus lámparas. Se estaban apagando72. Las sensatas sí lo tenían. Era imposible para ellas compartirlo con las demás. Aquellas solo que lo poseían entraron con el Esposo para participar de la boda. Él rehusó aceptar a las otras. ¿Cuál era la obligación de cada una de ellas allí? Las vírgenes tenían que dar luz con sus lámparas. No lo habían hecho. ¿Por qué tendrían que compartir la fiesta con las demás? Habían fracasado en cumplir lo que las hubiera permitido estar allí. ¿Qué derecho tenían de estar en la fiesta? Las vírgenes de la fiesta eran las que acompañaban al Esposo. Las otras no habían cumplido, y no fueron admitidas. Pero incluso las sensatas habían olvidado la venida del Cristo, y se durmieron. Pero al menos, poseían lo esencial concerniente a ello. La gracia del Esposo hace que el grito sea oído para proclamar Su llegada. Éste las despierta: tienen aceite en sus lámparas, y el retraso que hace que las lámparas de las imprudentes se apaguen, da tiempo a las fieles para prepararse y hallarse en su lugar, y por olvidadizas que hayan sido ellas, entran con el Esposo a la fiesta nupcial.73

Pasamos ahora del estado del alma al servicio.

Porque en realidad (vers. 14) trata sobre un hombre que se había ido lejos de su casa (pues el Señor habitaba en Israel), y que entrega sus bienes a sus siervos, marchándose luego. Aquí tenemos los principios que caracterizan a los siervos fieles, o el contrario. No es ahora la esperanza personal del individuo y la posesión del aceite, requisito para un lugar en el glorioso tren del Señor; ni es la posición pública ni general de aquellos que estaban en el servicio del Maestro, caracterizada como posición y como un todo, y por lo tanto representados por un único siervo. Se trataba de la fidelidad individual en el servicio, como antes en la espera del Esposo. El Maestro a Su regreso pasará cuentas con cada uno. Ahora bien, ¿cuál era la posición de ellos? ¿Cuál era el principio que causaba fidelidad? Démonos cuenta, primero de todo, que no son dones providenciales ni posesiones terrenales los que son considerados. Éstos no son los «bienes» que Jesús entregó a Sus siervos cuando se marchó. Eran dones que les capacitaban para la labor en Su servicio mientras permaneciera ausente. El Maestro era soberano y sabio. Él daba distintamente a cada uno, y a cada cual de acuerdo a su capacidad. Cada uno estaba capacitado para el servicio en el que iba a ser empleado, y los dones necesarios para este cumplimiento del deber fueron investidos sobre ellos. La única cuestión para realizar este servicio era la fidelidad. Aquello que distinguía a los fieles de los infieles, era la confianza en su Maestro. Tenían suficiente confianza en Su bien conocido carácter, en Su bondad, en Su amor, para trabajar sin ser autorizados de otro modo que no fuera por su conocimiento de Su carácter personal, y por la inteligencia que esa confianza y ese conocimiento producían. ¿Qué utilidad había en hacer grandes sumas de dinero, si no se negociaba antes con él? ¿Había fracasado en Su sabiduría cuando Él otorgó estos dones? La devoción que fluía del conocimiento del Maestro, contaba con el amor de Aquel a quien conocía. Ellos trabajaron, y fueron recompensados. Éste es el verdadero carácter, y la fuente, del servicio en la Iglesia. Esto era de lo que carecía el tercer siervo. No conocía a Su Maestro, no confiaba en Él. Ni siquiera podía hacer lo que era consistente con sus propios pensamientos. Esperaba alguna autorización que le previniera contra el carácter que su corazón daba falsamente de su Maestro. Aquellos que conocían el carácter de su Maestro, entraron en Su gozo.

Hay esta diferencia entre la parábola aquí y aquélla de Lucas 19, en que en esta última cada hombre recibe una libra. Su responsabilidad es lo único que interesa. Y consecuentemente, aquel que ganó las diez libras es puesto sobre diez ciudades. Aquí la soberanía y la sabiduría de Dios son contempladas, y el que trabaja es guiado por el conocimiento que él tiene de su Maestro; y los consejos de Dios en gracia son consumados. Aquel que tiene más, recibe todavía más. Al mismo tiempo, la recompensa es más general. Aquel que ha ganado dos talentos, y el que ha ganado cinco, entran de igual modo en el gozo del Señor, al cual han servido. Le han conocido en Su verdadero carácter, y entran en Su gozo completo. ¡El Señor nos lo garantiza!

Hay mucho más que esto en la segunda parábola de las vírgenes. Se refiere más directa y exclusivamente al carácter celestial de los cristianos. No es la asamblea, propiamente llamada, como un cuerpo, sino que los fieles salieron a encontrar al Esposo que volvía para las bodas. Al tiempo de Su regreso para ejecutar juicio, el reino de los cielos asumirá el carácter de personas salidas del mundo, y todavía más del judaísmo (de todo esto, en lo que respecta a la religión, que pertenece a la carne, y de todo aquella forma mundana establecida) para ser asociados solamente con la venida del Señor, y salir a encontrarle. Éste era el carácter de los fieles desde el principio, que tenían parte en el reino de los cielos si hubieran comprendido la posición en la que fueron puestos por el rechazo del Señor. Las vírgenes, es cierto, habían entrado en ella de nuevo, y esto fue lo que falseó su carácter; pero el grito de medianoche las devolvió de nuevo a su correspondiente lugar. En la primera parábola, y en la de Lucas, el asunto tratado es Su regreso a la Tierra, y el galardón individual (los resultados, en el reino, de su conducta durante la ausencia del Rey74). El servicio y sus resultados no son tratados en la parábola de las vírgenes. Aquellas que no tienen aceite, no entran de ninguna de las maneras. Esto debería ser suficiente. Las demás comparten la bendición todas, y entran con el Esposo a las bodas. No se menciona una tilde del premio personal, ni la diferencia de conducta entre ellas. Era la esperanza del corazón, aunque la gracia hizo que tuvieran que volver a abrigarla nuevamente. Cualquiera que hubiera sido el lugar de servicio, la recompensa era segura. Esta parábola se aplica y se limita a la porción celestial del reino como tal. Es una semejanza del reino de los cielos.

Podemos observar aquí también, que el retraso del Maestro se observa del mismo modo en la tercera parábola «después de algún tiempo». Su fidelidad y constancia fueron así sometidas a prueba. Que el Señor nos dé para hallarnos fieles y dedicados, ahora al final de los tiempos, para que pueda decirnos «¡Bien hecho, siervos buenos y fieles!». Merece la pena resaltar que en estas parábolas, aquellos que están en el servicio, o que salen de él primero, son los mismos se hallan al final. El Señor no haría la suposición de que el retraso rebasara a «nosotros los que vivimos y quedamos».75

El lloro y el crujir de dientes son la porción del que no ha conocido a su Maestro, del que le ha traicionado con los pensamientos que derivaba de Su carácter.

En el versículo 31, la historia profética es retomada desde el versículo 31 del capítulo 24. Allí veíamos al Hijo del Hombre aparecer como un relámpago, y después reuniendo al remanente de Israel desde los cuatro confines. Pero esto no es todo. Si Él aparece así de manera repentina, también establece Su trono de juicio y gloria sobre la Tierra. Si destroza a Sus enemigos a quienes halla en rebeldía contra Él, se sienta igualmente sobre Su trono para juzgar a todas las naciones. Éste es el juicio sobre la Tierra de los vivos. Cuatro grupos distintos son hallados juntamente: el Señor, el Hijo del Hombre mismo, los hermanos, las ovejas y los cabritos. Sostengo que aquí los hermanos son judíos, y Sus discípulos también, a quienes utilizó para predicar el reino durante Su ausencia. El evangelio del reino tenía que predicarse como un testimonio a todas las naciones, y luego vendría el fin del siglo. El momento en que se habla aquí, esto se había hecho ya. El resultado se manifestaría ante el trono del Hijo del Hombre sobre la Tierra.

Él llama a estos mensajeros, por tanto, Sus hermanos. Les había advertido que serían maltratados, y así fue. Pero hubo quienes recibieron su testimonio.

Tal era Su afecto por Sus fieles siervos, y de tal modo los valoraba que Él juzgó a aquellos objetos del testimonio enviado, de la misma manera como recibieron a estos mensajeros, ya fuera bien o mal, como si lo hubieran hecho con Él mismo. ¡Qué aliento para Sus testigos durante ese tiempo de sufrimiento, en que la fe de ellos estaría en servicio mientras eran probados! Al mismo tiempo, era la justicia moral hacia aquellos que fueron juzgados, pues habían rechazado el testimonio sin importarles quiénes lo rendían. Tenemos también el resultado de su conducta, tanto de los unos como de los otros. Es el Rey (pues éste es el carácter que Cristo ha tomado ahora sobre la Tierra) quien pronuncia el juicio; y Él llama las ovejas (las que habían recibido a los mensajeros y se habían compadecido de ellos en sus aflicciones y persecuciones) para que heredasen el reino preparado para ellas desde la fundación del mundo; pues tal había sido el propósito de Dios con relación a esta Tierra. Siempre tenía en mente el reino. Eran los benditos de Su Padre. No eran hijos que entendían su propia relación con el Padre, sino los receptores de la bendición del Padre del Rey de este mundo. Además, tenían que entrar a la vida eterna, pues tal era el poder, por la gracia, de la palabra que habían recibido en sus corazones. Poseedores de la vida eterna, serían bendecidos en un mundo igualmente bendecido.

Aquellos que despreciaron el testimonio, y los que lo escucharon, han despreciado al Rey que los envió; y éstos deberán marchar al castigo eterno.

Así, el efecto entero de la venida de Cristo con respecto al reino y a Sus mensajeros durante Su ausencia, queda manifestado: con respecto a los judíos, hasta el versículo 31 del capítulo 24; con respecto a Su siervos durante Su ausencia, hasta el final del versículo 30 del capítulo 25, inclusive el reino de los cielos en su condición actual, y las recompensas celestiales que serán dadas. Después, del versículo 31 al final de capítulo 25, se manifiesta con relación a las naciones que serán bendecidas sobre la Tierra a Su regreso.

 

Capítulo 26

El Señor ha terminado Sus discursos. Se prepara ahora a sufrir y a dar Su última y conmovedora despedida a Sus discípulos, a la mesa de Su última pascua sobre la Tierra, desde donde instituyó el simple y precioso memorial que evoca Sus sufrimientos y Su amor con un interés tan profundo. Esta parte de nuestro Evangelio no requiere mucha explicación, pero no porque sea de menos interés, sino porque hay que sentirlo mejor que ser explicado.

¡Con qué sencillez el Señor anuncia aquello que tenía que pasar! Había llegado ya a Betania seis días antes de la Pascua (Juan 12:1): allí habitó, a excepción de la última cena, hasta que fue tomado prisionero en el jardín de Getsemaní, aunque visitó Jerusalén y participó de Su última comida allí.

Hemos examinado ya los discursos pronunciados durante aquellos seis días, así como Sus acciones, tales como la purificación del templo. Aquello que precede a este capítulo, o bien es la manifestación de Su derecho como Emanuel, Rey de Israel, o la del juicio del gran Rey con respecto al pueblo –un juicio expresado en discursos frente al cual el pueblo no tenía respuesta–; o finalmente, la condición de Sus discípulos durante Su ausencia. Tenemos ahora Su sujeción a los sufrimientos que le fueron fijados, al juicio que estaba a punto de caer sobre Él, pero el cual era, en verdad, sólo la consumación de los consejos de Dios Su Padre, y de la obra de Su mismo amor.

La escena del temible pecado del hombre en la crucifixión de Jesús, es desarrollada ante nosotros. Pero el Señor mismo (cap. 26:1) la anuncia de antemano con toda la serenidad de Aquel que había venido para este propósito. Antes de que tuvieran lugar las resoluciones por parte de los sacerdotes, Jesús habla de ella como un asunto ya zanjado: «Sabéis que dentro de dos días se celebra la Pascua, y el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado».

Más tarde (vers. 3) los sacerdotes, los escribas y los ancianos se reúnen para urdir sus planes a fin de echar mano sobre Su Persona, y deshacerse de Él.

En una palabra, en primer lugar, los maravillosos consejos de Dios, y la sujeción de Jesús, conforme a Su conocimiento de estos consejos y de las circunstancias que iban a darles cumplimiento; y, más tarde, los consejos inicuos del hombre, que no hacen sino cumplir aquellos de Dios. Su trabajado plan de no prenderle en la fiesta por temor del pueblo (cap. 26:25) no era la idea de Dios, y fracasa: Él tenía que sufrir en la fiesta.

Judas fue el instrumento de su malicia en manos de Satanás. Después de todo, si urdió todos estos planes fue por intención divina. Desearon, pero de balde, evitar prenderle durante la fiesta, por temor de la multitud, que tal vez intercedería por Jesús si Él les solicitaba protección. El pueblo así lo hizo cuando Él entró en Jerusalén. Los principales se imaginaron que Jesús pediría defensa, pues su iniquidad siempre deducía sus cálculos en base de los principios ajenos. Esto explica por qué fracasan tanto en burlar el derecho, porque eran torpes. Aquí se trataba de la voluntad de Dios que Jesús tuviera que sufrir en la fiesta. Pero Él había preparado providencialmente alivio para el corazón de Jesús –un bálsamo para Su corazón antes que para Su cuerpo–, circunstancia que emplea el enemigo para llevar a Judas al extremo de asociarse con los principales sacerdotes.

Betania76 –retenida en la memoria por los últimos momentos de paz y tranquilidad en la vida del Salvador, el lugar donde habitaban Marta y María, y Lázaro, el muerto resucitado–, recibe a Jesús por última vez: el bienaventurado y fugaz retiro de un corazón que, siempre dispuesto  a prodigar amor, caminaba en la estrechura de un mundo de pecado que no podía ni sabía corresponderle. Pero un corazón que nos ha dado, en Sus relaciones con esta amada familia, el ejemplo de un afecto perfecto, y humano, que hallaba dulzura en ser respondido y apreciado. La proximidad de la cruz, donde Él tendría que dar Su rostro como un pedernal, no privó a este corazón del gozo de la dulzura de esta comunión, al tiempo que la volvía solemne y afectuosa. Al hacer la obra de Dios, no cesó de ser Hombre. En todo condescendió para ser nuestro. No podía aceptar ya a Jerusalén, y este santuario le cobijó por unos momentos de la tosca mano del hombre. Aquí pudo manifestar lo que siempre fue como Hombre. Es con acierto que la acción de alguien, que en cierto sentido podía apreciar lo que Él sentía77–cuyo afecto penetró inconscientemente en la creciente hostilidad manifestada contra el objeto que ella amaba y por el cual era atraída–, y el gesto que expresa el valor que su corazón daba a Su hermosura y gracia, serían contados en todo el mundo. Esto es una escena, un testimonio que trae al Señor sensiblemente más cerca de nosotros, y despierta en nuestros corazones un sentimiento santificador, cuando los vincula a Su Persona amada.

Su vida de cada día continuaba en una tensión de alma, en proporción a la fuerza de Su amor –una vida de devoción en medio del pecado y de la miseria. Por un momento, Él podría y reconocería –en presencia del poder del mal, que ahora se manifestaba, y del amor que se aferraba a Él, inclinándose ante el mismo, mediante el conocimiento cultivado a las plantas de Sus pies– aquella devoción a Su Persona, derivada de aquello ante lo que se inclinaba, con divina perfección, Su alma. Él podía decir una palabra inteligente, dar su verdadero significado, a aquello sobre lo cual, de manera silenciosa, obraba el afecto divino78.

El lector hará bien en estudiar atentamente esta escena de la conmovedora condescendencia y esparcimiento de corazón. Jesús, Emanuel, el Rey y supremo Juez, ha estado haciendo que todas las cosas fueran pasando ante Él en juicio (del cap. 21 al final del 25). Había terminado aquello que tenía que decir. Su tarea aquí, en este sentido, estaba cumplida. Ahora ocupará el lugar de Víctima, sufriendo solamente, a la vez que consintiéndose el disfrute de las emocionantes expresiones de afecto que fluyen de un corazón entregado a Él. No podía por menos que probar la miel y pasarla de largo. Pero al degustarla, no rechazaba ningún afecto que Su corazón supiera apreciar y lo hiciera.

Obsérvese de nuevo el resultado del profundo afecto para el Señor. Los afectos respiran la atmósfera en que, forzosamente y en aquel momento, es hallado el Señor. La mujer que le ungió no estaba informada de las circunstancias que estaban a punto de suceder, ni era ella una profetisa. Pero la proximidad de esa hora oscura era sentida por aquella cuyo corazón estaba muy atento en Jesús79. Las diferentes formas del mal se desarrollaban ante Él manifestándose con sus colores verdaderos. Bajo la influencia de un maestro, Satanás, se amontonaban en torno al único objeto contra el cual merecía la pena formar esta concentración de malicia, y el cual sacó su verdadero carácter a la luz delatadora del día.

Pero la perfección de Jesús, que ahuyentó la enemistad, hizo salir también el afecto en la  mujer; y ella (por decirlo así) reflejaba la perfección en este afecto; y cuanto más actuaba esta perfección, iluminada por esa enemistad, tanto más su afecto. Así, el corazón de Cristo no podía sino satisfacerlo. Jesús, a causa de esta enemistad, era todavía más el objeto ocupando un corazón que, llevado sin duda por Dios, avistaba inconscientemente lo que sucedía. El tiempo del testimonio, y el de la explicación de Sus relaciones con todos los que le rodeaban, había expirado. Su corazón era libre para gozar de los buenos, verdaderos y espirituales afectos de los que Él era objeto; y de los que, adquirieran formas humanas cualesquiera, mostraban tan claramente su origen celestial, que estaban unidos a ese objeto sobre el que en este momento solemne se concentraba toda la atención del cielo.

Jesús mismo era consciente de Su posición. Sus pensamientos estaban puestos en Su partida. Durante el ejercicio de Su poder, Él se oculta, se olvida de Sí mismo. Pero ahora oprimido, rechazado, y como un cordero conducido al matadero, siente que es el justo objeto de los pensamientos de aquellos que son Suyos, de todos los que tienen corazón para apreciar aquello que Dios aprecia. Su corazón está lleno de los sucesos venideros. Ver versículos 2, 10-13, 21.

Aún unas palabras sobre la mujer que le ungió. El resultado de tener el corazón puesto afectuosamente en Jesús, se muestra en esta mujer de manera extraordinaria. Ocupada en Él, se muestra sensible ante Su situación. Ella siente lo que le afecta, y esto hace que sus afectos actúen en conformidad a la devoción especial que inspira esa situación. Como se levantó contra Él el odio hasta alcanzar cotas homicidas, el espíritu de fervor hacia Él crece en ella como contrapartida. Consecuentemente, procediendo con tacto devocional, hizo precisamente lo que requería Su situación. La pobre mujer no era muy consciente de esto; y no obstante procedió según lo satisfactorio. Su valoración de la Persona del Señor Jesús, tan infinitamente preciosa para ella, hizo que se apercibiera con respecto a aquello que pasaba por Su mente. A sus ojos, Cristo estaba investido de todo el interés de Sus circunstancias; y ella prodiga sobre Él lo que expresaban sus afectos. Fruto de este sentimiento, su acción fue conforme a las circunstancias, y aunque fue solamente el instinto de su corazón, Jesús le dio todo el valor que Su perfecta inteligencia sabía atribuirle, incluyendo de inmediato los sentimientos de su corazón y los sucesos venideros.

Pero este testimonio de afecto y entrega a Cristo evidencia el egoísmo y la escasez de corazón en los demás. Ellos culpan a la pobre mujer. ¡Lamentable prueba –por no hablar de Judas80– de los escasos afectos que despierta forzosamente en nuestros corazones el conocimiento de Jesús! Después de esto, sale Judas para concertar con los desdichados sacerdotes la traición de Jesús por el precio de un esclavo.

El Señor sigue Su carrera de amor; y como Él había aceptado el testimonio afectuoso de la pobre mujer, así otorga Él ahora a Sus discípulos uno de infinito valor para nuestras almas. El versículo 16 concluye este asunto del cual hemos estado hablando: el conocimiento de Cristo, conforme a Dios, de aquello que le aguardaba; la conspiración de los sacerdotes; el afecto de la pobre mujer y el egoísmo y frialdad de los discípulos, así como la traición por parte de Judas.

El Señor instituye ahora el memorial de la verdadera pascua. Envía a Sus discípulos a hacer los preparativos para la celebración de la fiesta en Jerusalén, señalando a Judas como aquel que le entregaría a los judíos. Se verá que no fue solamente Su conocimiento acerca del que le traicionaría, el que el Señor expresa aquí, puesto que lo supo cuando llamó a Judas a Su lado, sino que Él dice «uno de vosotros me va a entregar». Era aquello lo que sensibilizaba Su corazón, y deseaba también que sensibilizara el corazón de los demás.

Luego manifiesta que es un Salvador muerto, el que tiene que recordarse. No se trata ya del Mesías vivo; eso había terminado. No era el recuerdo de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. Cristo, y el Cristo muerto, comenzó un orden de cosas completamente nuevo. Acerca de Él deberían pensar ellos en adelante como el que fue muerto sobre la Tierra. Luego concentra su atención en la sangre del nuevo pacto, añadiendo aquello que alcanza a otros aparte de los judíos, sin nombrarlos: «es derramada por muchos». Además, esta sangre no es, como en el Sinaí, solamente para confirmar el pacto, por la fidelidad por la que ellos eran responsables. Se derramaba para la remisión de los pecados. De modo que la cena del Señor presenta el recuerdo del Jesús muerto, quien, al morir, rompió con el pasado, y puso el fundamento del nuevo pacto. Obtuvo la remisión de los pecados, y abrió la puerta a los gentiles. Es sólo en Su muerte que la cena nos lo presenta a nosotros. No es Cristo viviendo sobre la Tierra, ni Cristo glorificado en el cielo. Él está separado de Su pueblo, por lo que respecta a sus goces sobre la Tierra. Habían de esperarle como el compañero de la felicidad que Él ha asegurado para ellos; pues Él afirma que será así, en tiempos mejores: «No la beberé más del fruto de la vid, hasta aquel día que la beba nueva81 con vosotros en el reino de mi Padre». Pero una vez rotos estos vínculos, ¿quién, sino Jesús, podía soportar el conflicto? Todos le abandonarían. Los testimonios de la Palabra debían cumplirse. Estaba escrito: «Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño».

Sin embargo, Él seguiría adelante para renovar Sus relaciones, como Salvador resucitado, con estos menesterosos del rebaño, hasta el mismo lugar donde se había ya identificado con ellos durante Su vida. Él les precedería en Su entrada a Galilea. Esta promesa es muy notoria, porque el Señor retoma, bajo una forma nueva, Sus relaciones hebreas con ellos y con el reino. Podemos destacar aquí que, como había juzgado Él a todas las clases –hasta el final del cap. 25–, ahora exhibe el carácter de Sus relaciones con todos aquellos entre quienes Él mantenía alguna. Ya se trate de la mujer, o de Judas, o de los discípulos, cada uno toma su lugar en relación con el Señor. Esto es todo lo que hallamos aquí. Si Pedro tenía la energía natural suficiente como para sobrepasar el límite, sería sólo para una caída más profunda en el lugar donde sólo el Señor sabía permanecer en pie.

Ahora se adentra en soledad para presentar, en súplicas a Su Padre, los sufrimientos que le esperaban.

Pero al tiempo que se rodea de soledad, se lleva a tres de Sus discípulos para que en aquella hora solemne puedan velar con Él. Eran los mismos tres que estuvieron con Él durante la transfiguración. Tenían que ver Su gloria en el reino, y Sus sufrimientos. Se adelanta un poco de ellos. En cuanto a los discípulos, se durmieron igual que en el monte de la transfiguración. La escena aquí está descrita en Hebreos 5:7. Jesús no bebía aún la copa, pero estaba delante de Él. En la cruz sí la bebió, hecho pecado por nosotros, sintiendo en Su alma que era abandonado. Aquí es el poder de Satanás, utilizando la muerte como un terror con el que abrumarle. Pero la consideración de este asunto tendrá más consonancia cuando lleguemos al Evangelio de Lucas.

Vemos aquí Su alma bajo el peso de la muerte –anticipadamente– como sólo Él podía saberlo, no había perdido ésta su aguijón. Conocemos quién tiene el poder de la muerte, y la muerte todavía tenía todo el carácter de la paga del pecado, y la maldición, del juicio de Dios. Pero Él veló y oró. Como Hombre, sujeto por Su amor a esta acometida en presencia de la más poderosa tentación a la que Él podía exponerse, por una parte velaba, y por otra presentaba Su angustia a Su Padre. Su comunión no fue interrumpida aquí, por muy grande que hubiese sido el desasosiego. Esta ansiedad le acercó más, con toda sumisión y confianza, a Su Padre. Pero si teníamos que ser salvos, si Dios tenía que glorificarse en Aquel que había iniciado nuestra causa, la copa no debía pasar de largo. Su sujeción fue completa.

Dulcemente recuerda a Pedro su falsa confianza82, haciéndole consciente de su debilidad. Pero Pedro era demasiado egoísta como para escuchar. Se despierta del sueño, sin alterarse la confianza en sí mismo. Era necesaria una experiencia más triste para su curación.

Por tanto, el Señor toma la copa de manos de Su Padre. Fue Su voluntad que Él la bebiera. Entregándose por completo a Su Padre, no es ni de manos de Sus enemigos ni de Satanás –aunque ellos fueran los instrumentos– que Él la toma. De acuerdo a la perfección con la que se había sujetado a la voluntad de Dios en esta cuestión, encomendando todo a Él, es solamente de Su mano que Él la recibe. Es la voluntad del Padre. Es así que escapamos de segundos motivos y de las tentaciones del enemigo, si buscamos la sola voluntad de Dios que dirige todo. Es de Él que recibimos la aflicción y la prueba cuando éstas vienen.

Los discípulos no necesitan velar más: había llegado la hora83. Él tenía que ser entregado en manos de los hombres. Esto ya era decir mucho. Judas le señaló con un beso. Jesús salió a hallarse con la multitud y reprendió a Pedro por querer resistirse con armas carnales. Si Cristo hubiera deseado escapar, habría ordenado a doce legiones de ángeles acudir. Pero todas las cosas tenían que cumplirse84. Era la hora de sujetarse a los efectos de la malicia del hombre y al poder de las tinieblas, y al juicio de Dios contra el pecado. Él es el Cordero que iba al matadero. Luego, todos los discípulos le abandonan. Él se entrega, reconviniendo a la multitud que se acercaba a Él lo que estaba haciendo. Si nadie podía demostrar Su culpabilidad, Él no negaría la verdad. Confiesa la gloria de Su Persona como Hijo de Dios, y declara a partir de entonces que ellos verían al Hijo del Hombre, no ya en la humildad de Aquel que no quebraría la caña cascada, sino viniendo en las nubes del cielo y sentándose a la diestra del poder. Habiendo dado este testimonio, es condenado por causa de lo que dijo de Sí mismo, por la confesión de la verdad. Los falsos testimonios no salieron con éxito. Los sacerdotes y los principales de Israel eran culpables de Su muerte, en virtud de su propio rechazo del testimonio que Él rindió a la verdad. Él era la Verdad; ellos estaban bajo el poder del padre de mentira. Rechazaron al Mesías, al Salvador de Su pueblo. No vendría más a ellos, excepto como Juez.

Le insultan y le denigran. Cada uno, ¡ay!, ocupa, como hemos visto, su propio lugar: Jesús, el de Víctima, los demás, el de traidores, desdeñosos, delatores y negadores del Señor. ¡Qué escena! ¡Qué momento más solemne! ¿Quién podía permanecer en ella? Sólo Cristo podía pasar por ese momento con constancia. Y lo hizo como una víctima. Como tal, debía ser despojado de todo, y ello en presencia de Dios. Todo lo demás desapareció, salvo el pecado que provocó todo; y conforme a la gracia, antes también de la poderosa eficacia de este acto. Pedro, confiado en sí mismo, vacilante, atrapado, respondiendo a la mentira, y jurando, niega a su Maestro; y dolorosamente convencido de la nulidad del hombre frente al enemigo de su alma y frente al pecado, sale y llora amargamente. Las lágrimas, que no pudieron borrar su culpa, pero que demostraron la existencia, a través de la gracia, de un corazón recto, testifican de la impotencia que la rectitud de corazón no puede remediar85.

 

Capítulo 27

Después de esto, los desdichados sacerdotes y principales del pueblo entregan a su Mesías a los gentiles, como Él había contado a Sus discípulos. Judas, desesperado bajo el poder de Satanás, se ahorca tras haber tirado la recompensa de su iniquidad a los pies de los principales sacerdotes y ancianos. Satanás fue obligado a testificar, incluso a través de una conciencia que él traicionó, de la inocencia del Señor. ¡Qué panorama! Luego, los sacerdotes que no quisieron que la conciencia les acusara si compraban la sangre de Judas, sí fueron lo bastante escrupulosos para guardar el dinero en la tesorería del templo, pues era precio de sangre. En vista de lo que discurría dentro de él, Judas viose forzado a mostrarse tal como era, y el poder de Satanás sobre él. Habiéndose reunido el consejo, decidieron comprar el camposanto para extranjeros, pues éstos eran muy profanos a sus ojos para ser considerados como tales, a menos que ellos mismos no se contaminaran con tal clase de dinero. Pero aún era el tiempo de la gracia de Dios para el extranjero, y del juicio sobre Israel. Además, establecieron un memorial perpetuo de su propio pecado y de la sangre que se había derramado. Acéldama es todo lo que queda en este mundo de las circunstancias de aquel gran sacrificio. El mundo es un campo de sangre, pero que habla cosas mejores que la de Abel.

Sabemos que esta profecía está en el libro de Zacarías. El nombre «Jeremías» puede haber sido insertado en el texto cuando no había nada más que «por medio del profeta»; y quizás fuera porque el profeta venía primero en el orden prescrito por los talmudistas para los libros de la profecía. Por esta razón, muy probablemente también, decían: «Jeremías, o uno de los profetas», como en el capítulo 16:14. Pero éste no es lugar para discutir este asunto.

La parte de ellos en la escena judía concluye. El Señor está delante de Pilato. Allí no se cuestiona si Él es Hijo de Dios, sino si Él es el Rey de los judíos. Aunque era así, fue sólo en el carácter de Hijo de Dios que permitiría que los judíos le recibieran. Si le hubieran recibido como el Hijo de Dios, habría sido su Rey. Pero no fue así: Él debía consumar la obra de la redención. Habiéndole rechazado como Hijo de Dios, los judíos no solamente le niegan como Rey, sino que los gentiles también se hacen culpables en la persona de su gobernante en Palestina, cuyo gobierno había sido puesto en sus manos. El gobernante gentil debería haber reinado en justicia. Su representante en Judea, reconoce la malicia de los enemigos de Cristo; su conciencia, alarmada por el sueño que tuvo su esposa, intenta evadir la culpa de condenar a Jesús. Pero el verdadero príncipe de este mundo, en lo que respecta al ejercicio actual del control, era Satanás. Pilato, lavándose las manos –fútil intento de exoneración– entrega al inocente a la voluntad de Sus enemigos, diciendo a la vez que no halla delito en Él. Y les suelta a los judíos a un hombre culpable de homicidio y sedición, en lugar del Príncipe de la vida. Pero era de nuevo sobre Su propia confesión, y solamente ésa, que Él fue condenado, al confesar lo mismo en los tribunales gentiles como hiciera en los judaicos, la verdad en cada uno, testificando de una buena confesión concerniente a la verdad acerca de aquellos que tenía delante.

Barrabás86, la expresión del espíritu de Satanás, que era homicida desde el principio, y de la rebelión en contra de la autoridad que Pilato debía mantener allí –Barrabás era querido por los judíos–, y con él, la errada indolencia de su gobernante, impotente frente al mal, procuraron satisfacer la voluntad del pueblo al cual debería haber gobernado. «Todo el pueblo» es culpable de la sangre de Jesús en la solemne palabra, que sigue cumpliéndose hasta este día, hasta que la gracia soberana, según el propósito de Dios, la borre –solemne pero terrible verdad–: «Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos». ¡Lamentable y temible ignorancia que la propia voluntad acarreó sobre un pueblo que rechazaba la luz! De qué manera, ¡ay!, ocupa cada cual su lugar en presencia de esta piedra de toque, la de un Salvador rechazado. La compañía de los gentiles y los soldados, tomaron su posición con mofa, con la brutalidad habitual en ellos de paganos y ejecutadores, como harán los gentiles en gozosa adoración cuando Aquel del que se burlaron será realmente el Rey de los judíos en gloria. Jesús soportó todo eso. Era la hora de Su sujeción a todo el poder del mal: la paciencia debía tener su obra perfecta, a fin de que Su obediencia pudiera ser completa en todos los aspectos. Todo lo aguantó desprovisto de alivio, antes que faltar a la obediencia a Su Padre. ¡Qué diferencia entre esto y la conducta del primer Adán rodeado de bendiciones!

Cada uno había de ser siervo del pecado, o de la tiranía de la impiedad en esta hora solemne, en que todo es sometido a prueba. Obligaron a un Simón –conocido después, según parece, entre los discípulos– a llevar la cruz de Jesús; y el Señor es conducido al lugar de Su crucifixión. Él no evitaría la copa que tenía que beber, ni se privaría de las facultades a fin de permanecer insensible frente a la voluntad de Dios que Él debía sufrir. Las profecías de los Salmos son consumadas en Su Persona, por medio de aquellos que poco pensaban lo que estaban haciendo. Asimismo, los judíos consiguieron bajar al último escalafón del menosprecio. Su Rey fue colgado. Habían de soportar la vergüenza a pesar suyo. ¿De quién era la culpa? Endurecidos y contumaces, compartieron con un malhechor la sórdida satisfacción de insultar al Hijo de Dios, su Rey, el Mesías, para su propia ruina. Citaron de sus Escrituras –fijémonos cuán ciega es la incredulidad–, como expresión de lo que pensaban, aquello que en ellos fue puesto en boca de los enemigos incrédulos de Jehová. Jesús fue sensible a todo, pero la angustia de Su prueba, en la que Él era un testimonio fiel y sosegado, y el abismo de Sus sufrimientos, contenían algo mucho más terrible que toda esta malicia o abandono del hombre. Las crecidas elevaron sus voces87. Una tras otra, las olas de la impiedad arremetieron contra Él; pero las profundidades que le aguardaban debajo, ¿quién podía sondearlas? Su corazón, Su alma –el recipiente de un amor divino– sólo podían ser más profundos que el fondo de aquel abismo que el pecado había abierto para el hombre, para liberar a aquellos que permanecían allí tras haber soportado Él los dolores abismales en Su propia alma. Un corazón que fue siempre fiel, fue abandonado por Dios. Donde el pecado llevó al hombre, el amor llevó al Señor, con una naturaleza y percepción en las que no existían distancias ni separaciones, de modo que pudiera sentirse el pecado en toda su plenitud. Nadie sino Aquel que estaba en ese lugar, podía sondearlo o sentirlo.

Es un espectáculo demasiado maravilloso como para no ver a aquel Hombre justo en el mundo exclamar al final de Su vida que fue abandonado por Dios. Pero así, Él glorificó a Aquel como nadie hizo nunca, y donde nadie excepto Él pudo haberlo hecho –hacerse pecado, en presencia de Dios como tal, sin ningún velo que ocultara, ni propiciación que la cubriera o la soportara.

Los padres, llenos de fe, habían experimentado en sus ansias la fidelidad de Dios, quien respondía a sus corazones. Pero Jesús –en cuanto a la condición de Su alma en aquel momento– gritó en vano. «Gusano y no hombre» ante la vista de todos, tuvo que soportar el abandono de Dios, en quien confiaba.

Los pensamientos de los que le rodeaban, muy alejados de los Suyos, no entendieron siquiera Sus palabras, pero ellos cumplieron las profecías con su ignorancia. Jesús, testificando con un alto tono de voz que no era el peso de la muerte lo que le oprimía, entregó el espíritu.

La eficacia de Su muerte nos es presentada en este Evangelio bajo un doble aspecto. En primer lugar, el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo. Dios, quien se había ocultado siempre detrás de este velo, se descubrió completamente por medio de la muerte de Jesús. La entrada en el lugar santo se hace evidente –un camino vivo y nuevo que Dios ha consagrado para nosotros a través del velo. Todo el sistema judío, las relaciones del hombre con Dios bajo su gobierno, su sacerdocio, se derrumbó con la rasgadura del velo. Cada uno se halló, pues, ante la presencia de Dios sin ningún velo de por medio. Los sacerdotes tenían que estar siempre delante de Su presencia, pero, por este mismo hecho, el pecado, que hacía imposible que estuviéramos allí, fue para el creyente puesto aparte totalmente delante de Dios. El Dios santo y el creyente, lavado de sus pecados, son llevados cerca por la muerte de Cristo. ¡Qué amor tal el que consumó todo esto!

En segundo lugar, aparte de esto, fue tal la eficacia de Su muerte que cuando Su resurrección rompió los lazos que los apresaban, muchos muertos aparecieron en la ciudad –testigos de Su poder, quien, habiendo sufrido la muerte, se elevó por encima de ella, y venciéndola destruyó su poder en Sus propias manos. La bendición se mostraba ahora en la resurrección.

La presencia, por lo tanto, de Dios sin un velo, y de los pecadores sin el pecado delante de ellos, demuestra la eficacia de los sufrimientos de Cristo.

La resurrección de los muertos, sobre los que el rey de los espantos no sostenía más derechos, manifestó la eficacia de la muerte de Cristo para los pecadores, y el poder de Su resurrección. El judaísmo se terminó para aquellos que tienen fe, lo mismo que el poder de la muerte. El velo está rasgado. El sepulcro entregó su presa; Él es el Señor de los muertos y de los vivos88.

Todavía hay un testimonio especial del grandioso poder de Su muerte, hasta el punto de verse reflejado en estas palabras: «Si resucitara de los muertos, traeré a mí a todos los hombres». El centurión de la guardia en la crucifixión del Señor, viendo el terremoto y lo que había sucedido, temblando confiesa la gloria de Su Persona; y extranjero como era para Israel, rinde el primer testimonio de fe entre los gentiles: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios».

Pero el relato sigue. Unas pobres mujeres –a quienes la devoción otorga a menudo, de parte de Dios, más valor que a los hombres en su posición más responsable y ocupada–, permanecían al lado de la cruz, observando lo que hacían a Aquel que amaban89.

Pero ellas no eran las únicas que llenaban el lugar de los asustados discípulos. Otros –y esto ocurre a menudo– a quienes el mundo había demorado, una vez que la profundidad de su afecto es enardecida por los sufrimientos de Aquel que ellos amaban, cuando el momento es tan doloroso que los demás quedan aterrorizados, entonces, valentonados por el rechazo de Cristo sienten que ha llegado el momento de decidirse a confesar al Señor abiertamente. Asociados hasta aquí con aquellos que le crucificaron, ellos debían aceptar este hecho, o bien posicionarse. Por gracia, hicieron esto último.

Dios había preparado todo de antemano. Su Hijo iba a tener Su tumba con los ricos. José osa acudir a Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús, y una vez le fue entregado, lo envuelve en tela de lino fino y lo coloca en su propio sepulcro, el cual no había sido nunca utilizado para enterrar en él la corrupción del hombre. María Magdalena y la otra María90, pues éstas eran conocidas, se sentaron cerca del sepulcro, resignadas por todo lo que quedaba de su fe hacia Aquel que habían amado y seguido con adoración durante Su vida.

La incredulidad no contiene fe, y temiendo que lo que niega no sea verdad, desconfía de todo. Los principales sacerdotes solicitaron a Pilato que guardara el sepulcro, a fin de frustrar cualquier intento de los discípulos de fundar la doctrina de la resurrección en la ausencia del cuerpo de Jesús de la tumba en que había sido puesto. Pilato les ordenó asegurar el sepulcro ellos mismos, así que todo lo que hicieron sirvió para que fuesen ellos testimonios indirectos del hecho, y nos aseguráramos nosotros del cumplimiento de lo que ellos temían. Así, Israel era culpable de este esfuerzo de inútil resistencia al testimonio que Jesús había rendido contra ellos, para convencerlos. Las precauciones que Pilato tal vez no habría tomado, ellos las extremaron, de manera que cualquier error acerca del hecho de Su resurrección era imposible.

La resurrección del Señor es descrita brevemente en Mateo. El objetivo es, nuevamente, después de la resurrección, relacionar el ministerio y servicio de Jesús, ahora transferido a Sus discípulos, con los menesterosos del rebaño, el remanente de Israel. Los reunió de nuevo en Galilea, donde continuamente les había estado enseñando, y donde los menospreciados de entre el pueblo habitaban lejos del orgullo de los judíos. Esto vinculó la obra de ellos con la de Él, en aquello que la distinguía de manera especial con referencia al remanente de Israel.

 

Capítulo 28

Examinaré los detalles de la resurrección en otro momento. Aquí sólo voy considerar su significado en este Evangelio. El sábado terminó –la noche del domingo para nosotros [cap. 28]–, y las dos Marías acuden para ver el sepulcro. En aquel momento, esto fue todo lo que hicieron. Cuando ocurrió el terremoto y sus sucesivos resultados, nadie se hallaba allí excepto los soldados. De noche todo era seguro. Los discípulos ignoraban lo que sucedió a la mañana siguiente. Cuando las mujeres llegaron en el crepúsculo, el ángel que estaba sentado a la puerta del sepulcro las tranquilizó con las noticias de la resurrección del Señor. El ángel del Señor había descendido y abrió la puerta de la tumba, la cual el hombre había cerrado con todas las precauciones91. Al decir verdad, habían dado por segura, mediante testigos irreprochables, la verdad de la predicación de los discípulos, colocando allí a los soldados.  Las mujeres, con su visita la noche anterior, y la mañana cuando el ángel les habló, recibieron plena seguridad para su fe del hecho de Su resurrección. Todo lo que es presentado aquí son los hechos. Las mujeres habían estado allí de noche. La intervención del ángel certificó a los soldados el verdadero carácter de Su abandono de la tumba; y la visita de las mujeres en la mañana estableció el hecho de Su resurrección como un objeto de fe para ellas mismas. Fueron a anunciárselo a los discípulos, quienes, lejos de hacer aquello que los judíos les imputaban, no creían siquiera las afirmaciones de las mujeres. Jesús mismo se apareció a las mujeres que volvían del sepulcro cuando creyeron las palabras del ángel.

Como ya he dicho, Jesús se vincula con Su anterior obra entre los menesterosos del rebaño, apartado del solio de la tradición judía, y del templo, y de todo lo que mantenía al pueblo asociado con Dios según el antiguo pacto. Él concede a los discípulos que le fueran a encontrar allí, y entonces le hallan, y le reconocen. Es en esta escena anterior de los trabajos de Cristo, según Isaías 8 y 9, donde reciben su comisión de parte de Él. Por tanto, no tenemos en este Evangelio, en absoluto, la ascensión de Cristo, sino todo el poder que le es dado a Él en el cielo y en la Tierra, y conforme a ello, la comisión dada a Sus discípulos alcanza a todas las naciones –a los gentiles. A éstos debían ellos anunciar Sus derechos, y hacerlos discípulos.

No obstante, no era solamente el nombre del Señor, ni en relación con Su trono en Jerusalén. Señor del cielo y de la Tierra, Sus discípulos tenían que anunciarle por todas las naciones fundando su doctrina sobre la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Tenían que enseñar, no la ley, sino los preceptos de Jesús. Él estaría con ellos, con los discípulos que así le confesaran, hasta el fin del mundo. Es esto lo que relaciona todo lo que será consumado hasta que Cristo se siente sobre el gran trono blanco, con el testimonio que Él mismo dio sobre la Tierra en medio de Israel. Es el testimonio del reino, y de su Cabeza, una vez rechazada por un pueblo que no le conoció. Vincula el testimonio a las naciones con un remanente en Israel que reconoce a Jesús como el Mesías, pero ahora resucitado de entre los muertos, como Él había dicho, pero no con un Cristo conocido como el ascendido a los cielos. Ni tampoco presenta a Jesús solamente, ni a Jehová, como no siendo el sujeto del testimonio, sino como la revelación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, el nombre santo por el cual las naciones eran asociadas con Dios.

 

horizontal rule

Referencias

1  Esta comisión fue dada desde la resurrección en Galilea; no desde el cielo o la gloria, sino desde cerca de Damasco. Volver a nota 1

2  Está escrito: «Porque Él salvará a Su pueblo», demostrando claramente el título de Jehová contenido en la palabra Jesús o Jehoshua. Esto es porque Israel era el pueblo del Señor, es decir, de Jehová. Volver a nota 2

3  La relación ampliada se da con más detalle en el Evangelio según Lucas, donde se traza su geneología hasta Adán; pero aquí es especialmente apropiado el título de Hijo del Hombre. Volver a nota 3

4  La estrella no guía a los magos desde su propio país hasta Judea. Le plació a Dios presentar este testimonio a Herodes y a los líderes del pueblo. Habiendo sido dirigidos por la palabra (el significado de la cual fue declarada por los principales sacerdotes y escribas, y según la cual Herodes les envió a Belén), ellos vuelven a ver la estrella que vieron en su propio país, la cual los conduce a la casa. Su visita también tuvo lugar un tiempo después del nacimiento de Jesús. No hay duda de que vieron la estrella por primera vez en el tiempo de Su nacimiento. Herodes hace sus cálculos según el momento de la aparición de la estrella, el cual conoció por medio de los magos. El viaje de los magos tuvo que durar un tiempo. El nacimiento de Jesús se relata en el capítulo 1. En Mateo 2:1 tendría que leerse: «Una vez nacido Jesús...», en tiempo pasado. También remarcaría aquí que las profecías del Antiguo Testamento se citan de tres maneras que no se deben confundir: «para que se cumpliese...» con una cita concreta que sigue, lo mismo pero sin cita concreta, y «se cumplió». El primer caso es el propósito de la profecía; un ejemplo es Mateo 1:22-23. El segundo caso es el cumplimiento contenido en el alcance de la profecía, pero no el único y completo pensamiento del Espíritu Santo; por ejemplo en Mateo 2:23. En el tercero es simplemente un hecho que corresponde con lo que se ha citado, que en su manera de citar se aplica al caso, sin ser su propósito concluyente. Un caso como este se encuentra en Mateo 2:17. No me consta que las dos primeras se distingan en nuestra traducción (inglesa). Confío en poder señalar concretamente la diferencia donde el significado lo requiera. Volver a nota 4

5  En el versículo 5, Cristo asume este título de Siervo. La misma sustitución de Cristo por Israel se encuentra en Juan 15. Israel era la vid traída de Egipto. Cristo es la vid verdadera. Volver a nota 5

6  Esta expresión se halla solamente en Mateo con relación especial a las dispensaciones y a las relaciones de Dios con los judíos. "El reino de Dios" es el nombre genérico. "El reino de los cielos" es el reino de Dios, pero el reino de Dios tomando este carácter de gobierno celestial. Veremos muy adelante este reino dividido en el reino de nuestro Padre y el reino del Hijo del Hombre. Volver a nota 6

7  Debemos recordar que, además de las promesas especiales a Israel y su llamamiento a ser el pueblo terrenal de Dios, ellos eran contemplados tan solo como hombres responsables a Dios bajo el conocimiento más pleno que Dios podía darles. Hasta el diluvio hubo un testimonio, pero ningunas relaciones dispensacionales o instituciones de Dios. Después del diluvio, en el nuevo mundo, el gobierno humano, el llamamiento y las promesas en Abraham, la ley, el Mesías, Dios venido en gracia, todo aquello que Dios podía hacer y hacía en perfecta paciencia era hecho, pero en balde para procurar el bien en la carne. Y ahora Israel era puesto aparte en la carne, y su carne era juzgada, la higuera maldita como árbol infructuoso, y el hombre de Dios, el segundo Adán, que bendecía mediante la redención, presentado en el mundo. En los tres primeros evangelios, como hemos visto, tenemos a Cristo presentado al hombre para que le recibiera; en Juan es el hombre e Israel los que son puestos aparte, y son introducidos los caminos soberanos de Dios en gracia y resurrección. Volver a nota 7

8  Viene a ser lo mismo que la conciencia de nuestra vaciedad. Él se anonadó, y conscientes de nuestra vaciedad nos hallamos nosotros con Él, siendo llenos al mismo tiempo de Su plenitud. Incluso cuando caemos, no es hasta que somos llevados a conocernos como realmente somos que hallamos a Jesús levantándonos de nuevo. Volver a nota 8

9  Al principio de Ezequiel, se dice en realidad que los cielos fueron abiertos; pero esto fue solamente en visión, como lo explica el profeta mismo. En aquel instante, era la manifestación de Dios en juicio. Volver a nota 9

10  Esto también se aplica a nosotros, cuando por gracia estamos en esta relación. Volver a nota 10

11  Es totalmente incorrecto hacer de Cristo la escalera. Él, como Jacob lo era, es el objeto del servicio y ministerio de los ángeles. Volver a nota 11

12  Necesitamos confianza para hallar el coraje para obedecer; pero la verdadera confianza se halla en el camino de la obediencia. Satanás podía usar la palabra con astucia, pero no podía desviar a Cristo el Señor de ella. Él la usa como la suficiente arma divina, y Satanás se queda sin respuesta. El tener una obediencia prohibida hubiera sido que se mostrara Satanás. En cuanto al lugar en que el Señor se hallaba dispensacionalmente, podemos destacar que el Señor siempre cita de Deuteronomio. Volver a nota 12

13  No debe existir otro motivo para la acción que la voluntad de Dios, la cual, para el hombre, tiene que ser hallada siempre en la Palabra; porque, en ese caso, cuando Satanás nos tienta a actuar, como siempre lo hace, por algún otro motivo, este motivo resulta estar en oposición a la Palabra que está en el corazón, y al motivo que lo gobierna, y por tanto es considerado como algo opuesto a él. Está escrito: “En mi boca he guardado mis dichos, para no pecar contra ti.” Esta es la razón por la cual es siempre importante, cuando dudamos, que nos preguntemos por qué motivo estamos siendo influenciados. Volver a nota 13

14  Un examen cuidadoso del Pentateuco mostrará que, a pesar de que los hechos históricos necesarios sean citados, el contenido del Éxodo, Levítico y Números son esencialmente típicos. El tabernáculo fue construido conforme al modelo mostrado en el monte (el modelo de las cosas celestiales); y no solamente las ordenanzas cerimoniales, sino los hechos históricos, como el apóstol expone con claridad, que acontecieron a ellos para figura, y están escritos para nuestra enseñanza. Deuteronomio da instrucciones para su conducta en la tierra; pero los tres libros mencionados, incluso donde están los hechos históricos, son típicos en su objeto. No sé si se ofreció un sacrificio después de que éstos fueran instituidos, a menos que quizá se ofrecieran los que eran oficiales (ver Hechos 7:42). Volver a nota 14

15  Llamada “el pueblo” en los Evangelios. Volver a nota 15

16  Podemos destacar aquí que Él abandona a los judíos y Jerusalén, como ya se ha observado, y Su lugar natural, por decirlo así, que le dio a Él Su nombre, Nazaret, y toma Su lugar profético. El arrojo de Juan en prisión era un signo de Su propio rechazo. Juan fue Su precursor, así como en Su misión, del Señor. Ver capítulo 17:12. El testimonio de Jesús es el mismo que el de Juan el Bautista. Volver a nota 16

17  Es notable que todo el ministerio del Señor sea resumido en un versículo (el 23). Todas las subsiguientes afirmaciones son hechos, que tienen una importancia moral especial, y los cuales muestran qué estaba cruzando entre el pueblo en gracia hacia Su rechazo, y no una historia propiamente derivada de ello. Esto sella el carácter de Mateo muy claramente. Volver a nota 17

  18  En el texto he dado una división que podría ser de ayuda para una aplicación práctica del Sermón del Monte. Con respecto a los temas contenidos en él, quizás podría, aunque la diferencia no es muy grande, estar dividido mejor de esta manera:

                Capítulo 5:1-16: contiene el cuadro completo del carácter y posición del remanente que recibió Sus instrucciones (su posición, como debería ser conforme a la mente de Dios). El cuadro es completo en sí mismo.

                Versículos 17-48: establecen la autoridad de la ley, la cual debería haber dirigido la conducta de los fieles hasta la introducción del reino; la ley que ellos habían de haber cumplido, así como las palabras de los profetas, para que ellos (el remanente) fueran puestos en este nuevo terreno; y el menosprecio de la cual excluiría del reino a quienquiera que fuera culpable de ella; porque Cristo está hablando, no en el reino, sino anunciando que éste se acercaba. Pero, al tiempo que estableciendo de este modo la autoridad de la ley, continúa con los dos grandes elementos del mal, considerados en la ley solamente como actos exteriores, violencia y corrupción, y juzga el mal en el corazón (22, 28), con gran ahínco para que saliera de Sus discípulos, y su estado del alma (aquel estado que tenía que caracterizarlo y cada ocasión de éste, mostrando así cuál tenía que ser la conducta de ellos como tales). Entonces el Señor retoma ciertas cosas que Dios había soportado en Israel, y preceptuadas conforme a lo que ellos podían soportar. Así era traído a la luz de un verdadero juicio moral el divorcio (el casamiento siendo la base divina de toda relación humana), y el jurar u ofrecer votos, la acción de la voluntad del hombre relacionado con Dios; la paciencia del mal, y la plenitud de la gracia, Su propio bendito carácter, que conllevaba el título moral de lo que era Su vivo lugar (hijos de su Padre que estaba en los cielos). En vez de debilitar aquello que Dios demandaba bajo la ley, Él no solamente iba a observarlo hasta su consumación, sino que Sus discípulos habían de ser perfectos así como su Padre que está en los cielos era perfecto. Esto añade la revelación del Padre al caminar moral y al estado que convenía al carácter de hijos tal como fue revelado en Cristo.

                Capítulo 6: tenemos los motivos, el objeto, los cuales debían gobernar el corazón al hacer buenas obras, al vivir una vida religiosa. Su ojo debía estar puesto sobre su Padre. Esto es personal.

                Capítulo 7: este capítulo se ocupa esencialmente de la relación apta entre Su propio pueblo y los demás (sin juzgar a sus hermanos y sí desconfiar de los profanos). Luego Él les exhorta a que confiaran cuando pidieran a su Padre por sus necesidades, y les instruye que actuasen hacia los demás con la misma gracia que gustarían de ver reflejada sobre ellos. Esto está fundamentado sobre el conocimiento de la bondad del Padre. Finalmente, les exhorta a exhibir la energía que les permitía entrar por la puerta estrecha, y escoger el camino de Dios, costase lo que costase (pues muchos gustarían de entrar en el reino, pero no por esa puerta); y les previene contra aquellos que intentarían engañarlos fingiendo que tenían la Palabra de Dios. No es de nuestros corazones solamente que deberíamos desconfiar, y del mal positivo, cuando siguiéramos al Señor, sino también de los ardides del enemigo y de sus agentes. Pero sus frutos iban a delatarlos. Volver a nota 18

19  Es importante, sin embargo, reiterar que no existe una espiritualización de la ley, como a menudo se dice. Los dos grandes elementos de la inmoralidad entre los hombres son considerados (violencia y corrupción), a los cuales son añadidos votos voluntarios. En éstos, las exigencias de la ley y lo que Cristo demandaba son contrastados. Volver a nota 19

20  Debemos recordar siempre que, mientras que Israel tiene dispensacionalmente una gran importancia como el centro del gobierno divino de este mundo, moralmente Israel no dejaba de ser el hombre donde todos los caminos y relaciones de Dios habían sido llevados a cabo para traer su estado a la luz. El gentil era el hombre abandonado a sí mismo en lo que se refiere a los caminos especiales de Dios, y por ello no revelados. Cristo era una luz (eis apokalypsen ethnon) para revelar a los gentiles. Volver a nota 20

21  Los caracteres pronunciados en las bienaventuranzas pueden ser definidos brevemente. Dan por supuesto el mal en el mundo, y entre el pueblo de Dios. El primer carácter no busca grandes cosas para el yo, aceptando un lugar despreciativo en una escena contraria a Dios. De ello que la lamentación es lo que los caracteriza aquí, y la mansedumbre, una voluntad que no se eleva en contra de Dios, ni para mantener su posición o derechos. Luego está el bien positivo ansiado, pues todavía no ha sido hallado; a partir de ahí, el hambre, y luego la sed; tal es el estado interior y actividad de la mente. Después, la gracia hacia los demás. Más tarde, la pureza de corazón, la ausencia de lo que desplaza a Dios; y, lo que está siempre relacionado con ello, la pacificación y el hacimiento de paz. Pienso que hay un progreso moral en los versículos, conduciendo uno al siguiente como efecto de ello. Los dos últimos son consecuencias de querer mantener una buena conciencia y relación con Cristo en un mundo de maldad. Hay dos principios de sufrimiento, como en 1 Pedro, por causa de la justicia y del nombre de Cristo. Volver a nota 21

22  Aquellos que sean dados muerte irán al cielo, como Mateo 5:12 lo testifica, y el Apocalipsis también. Los otros, que son así conformados a Cristo como judío sufriente, estarán con Él sobre el Monte Sión; aprenderán el cántico que se canta en el cielo, y seguirán al Cordero dondequiera que Él fuere (sobre la Tierra). Podríamos también resaltar aquí que en las bienaventuranzas hay la promesa de la Tierra para los mansos, la cual será literalmente consumada en los últimos tiempos. En el versículo 12, un galardón en el cielo es prometido a aquellos que sufrirán por Cristo, cierto para nosotros ahora, y de algún modo para aquellos que serán matados por causa de Su nombre en los últimos tiempos, y los cuales tendrán su lugar en el cielo aunque sean éstos una parte del remanente judío, y no la asamblea. Lo mismo encontramos en Daniel 7: solamente, observad, son los tiempos y las leyes los que serán entregados en manos de la bestia, no los santos. Volver a nota 22

23  Es decir, el del Padre. Comparar Mateo 13:43. Volver a nota 23

24  La ley es la norma perfecta para un hijo de Adán, la norma o medida de lo que debería ser, pero no de la manifestación de Dios en gracia como Cristo lo era, en lo cual Él es nuestro modelo (una llamada justa a amar a Dios y a caminar en el cumplimiento del deber en las relaciones con Él, pero no una imitación de Dios; caminando en amor, como Cristo nos amó y se dio a Sí mismo por nosotros). Volver a nota 24

25  Los milagros de Cristo tenían un carácter peculiar. No eran meramente actos de poder, sino que eran todos ellos poder de Dios visitando este mundo en bondad. El poder de Dios había sido mostrado frecuentemente de modo especial, desde Moisés, pero a menudo en juicio. Pero los milagros de Cristo eran todos la liberación de los hombres de las maléficas consecuencias que el pecado había introducido. Había una excepción, la maldición de la higuera, pero ésta era una sentencia judicial sobre Israel, es decir, el hombre bajo el antiguo pacto en donde había gran apariencia, pero ningún fruto. Volver a nota 25

26  Incluyo aquí algunas notas de los manuscritos, tomadas cuando leía Mateo, pues esto fue escrito como arrojando, creo, luz sobre la estructura de este Evangelio. Mateo 5 al 7 ofrece el carácter necesario para la entrada en el reino, el carácter que tenía que distinguir al remanente aceptado; Jehová, estando ahora en el camino con la nación hacia el juicio. Los capítulos 8 al 9 ofrecen el otro aspecto –gracia y bondad venidas, Dios manifestado, Su carácter y hechos, esa cosa nueva que no podía ser metida en odres viejos– bondad en poder, pero rechazada, el Hijo del Hombre (no el Mesías), quien no tenía dónde recostar Su cabeza. El capítulo 8 ofrece la intervención con poder bajo una bondad temporal. De ahí, bajo la bondad, se continúa más allá de Israel, puesto que trata en gracia con lo que fue excluido del campamento de Dios en Israel. Se habla además del poder sobre el poder satánico, sobre la enfermedad y sobre los elementos, y ello tomando la carga sobre Sí mismo, pero bajo un rechazo consciente. El capítulo 8:17-20 nos lleva a Isaías 53:3, 4, y al estado de cosas que llamaban a un total seguimiento tras Él, abandonando todo. Esto nos conduce al triste testimonio de que, si el poder divino expele el de Satanás, la presencia divina manifestada en aquél es insoportable para el mundo. La figura del hato de cerdos prefigura a Israel. El capítulo 9 provee el lado religioso de Su presencia en gracia, el perdón, y el testimonio de que Jehová estaba allí conforme al Salmo 103, pero llamando a pecadores, no a justos. Y esto era especialmente lo que no se adaptaba a los odres viejos. Para acabar, este capítulo, prácticamente, salvo la paciencia de la bondad, cierra la historia. Él vino para salvar la vida de Israel. Había realmente muerte cuando Él vino: sólo que, donde había fe en medio de la muchedumbre agolpada, había también curación. Los fariseos muestran la blasfemia de los líderes: solamente la paciencia de la gracia subsiste aún, llevada a cabo hacia Israel en el capítulo 10, pero son hallados incorregibles en el capítulo 11. El Hijo revelaba al Padre, y esto es lo que permanece y da descanso. El capítulo 12 despliega totalmente el juicio y el rechazo de Israel. El capítulo 13 presenta a Cristo como sembrador, no buscando fruto en Su viña, y la forma real del reino de los cielos. Volver a nota 26

27  Aquel que tocaba a un leproso se volvía impuro; pero el Bendito vino tan cerca del hombre que quitó la impureza sin contraerla. El leproso conocía Su poder, pero no estaba seguro de Su bondad. «Quiero» la declaró, pero con un título que solamente el Señor puede decir: «Quiero». Volver a nota 27

28  En aquel entonces Satanás será atado y el hombre liberado por el poder de Cristo. Ya había liberaciones parciales de esta clase. Volver a nota 28

29  Hay una división del discurso del Señor en el versículo 15. Hasta ahí, es la misión actual del momento. A partir del versículo 16, tenemos reflexiones más generales sobre la misión de ellos, vista generalmente en medio de Israel hasta el final. Evidentemente que va más allá de su misión actual de entonces, y supone la venida del Espíritu Santo. La misión por la cual la Iglesia es llamada como tal y como algo distinto. Esto se aplica solamente a Israel, quienes fueron impedidos de ir a los gentiles. Esto concluyó forzosamente con la destrucción de Jerusalén y la dispersión de la nación judía, pero que va a ser renovada al final, hasta que el Hijo del Hombre haya venido. Había un testimonio solamente a los gentiles, presentado ante ellos como jueces, como lo fue Pablo, y esta parte de su historia ya hasta Roma en Hechos, ocurrió entre los judíos. La última parte, a partir del versículo 16, tiene menos que ver con el evangelio del reino. Volver a nota 29

30  Obsérvese aquí la expresión «Hijo del Hombre». Éste es el carácter en el cual (según Dan. 7) el Señor vendrá en un poder y gloria mucho mayores que aquellos bajo los que se manifestó como Mesías, el Hijo de David, y que manifestará dentro de una esfera más amplia. Como el Hijo del Hombre, Él es el heredero de todo lo que Dios destina al hombre (ver Heb. 2:6-8 y 1 Cor. 15:27). En consecuencia, y en vista de la condición del hombre, Él debe sufrir para poder poseer esta herencia. Él estaba allí como el Mesías, pero debía ser recibido en Su verdadero carácter, Emanuel; y los judíos debían ser sometidos moralmente a prueba. Él no poseerá el reino sobre principios carnales. Rechazado como Mesías, como Emanuel, pospone el período de aquellos acontecimientos que concluirán el ministerio de Sus discípulos con respecto a Israel, a Su venida como el Hijo del Hombre. Entretanto, Dios ha producido otro estado de cosas que habían estado ocultas desde la fundación del mundo, la verdadera gloria de Jesús el Hijo de Dios, Su gloria celestial como Hombre y la Iglesia unida a Él en el cielo. El juicio de Jerusalén, y la diáspora de la nación, han suspendido el ministerio que había comenzado en el momento en que el evangelista habla aquí. Aquello que ha ocupado el intervalo desde entonces, no es el asunto a tratar en el discurso del Señor, el cual solamente se refiere al ministerio que tenía como objeto a los judíos. Los consejos de Dios con respecto a la Iglesia, en relación con la gloria de Jesús a la diestra de Dios, los veremos referidos más adelante. Lucas nos dará más detalles concernientes al Hijo del Hombre. En Mateo, el Espíritu Santo nos ocupa con el rechazo de Emanuel  Volver a nota 30

31  Al mandar a buscar a Jesús, muestra plena confianza en Su palabra como profeta, pero ignorancia en cuanto a Su Persona; y esto es lo que se manifiesta aquí en toda su luz. Volver a nota 31

32  Esto no es la asamblea de Dios; pero manifestados y establecidos los derechos del Rey en gloria, y estando puesto el fundamento, los cristianos están en el reino, aunque de manera muy peculiar y excepcional. Están en el reino y en la paciencia de Jesucristo, quien es glorificado pero oculto en Dios. Ellos comparten el destino del Rey, y compartirán Su gloria cuando Él reine. Volver a nota 32

33  Obsérvese atentamente esta expresión. Vemos la manera como el Espíritu Santo recorre el tiempo presente, de cuando los judíos estaban allí, hasta el momento en que el Mesías establecerá Su reino, su «siglo venidero». Nosotros tenemos una posición fuera de todo esto, durante la interrupción del establecimiento público del reino. Incluso los apóstoles predicaron sobre él y lo anunciaron, pero no lo establecieron; sus milagros eran «los poderes del siglo venidero» (comparar 1 Pedro 1:11-13). Esto, como veremos más adelante, es de gran importancia. Sucede igual con respecto al nuevo pacto del cual Pablo era ministro; y, sin embargo, él no lo estableció con Judá ni Israel. Volver a nota 33

34  Comparar Marcos 4:33, 34. Todo se adaptaría a ellos si mostraban oídos para oír, pero habría oscuridad para los obstinados. Volver a nota 34

35  En el capítulo 12, habiéndose presentado ante nosotros el juicio del pueblo judío, tenemos ahora el reino tal como es en la ausencia del Rey (cap. 13). La asamblea edificada en Cristo, se ve en el capítulo 16; y el reino en gloria, en el cap 17. Volver a nota 35

36  Es un pensamiento solemne que el primer acto del hombre ha sido corromper lo que Dios ha fundado como bueno. Así con Adán, pasando por Noé, la ley y el sacerdocio de Aarón, el hijo de David, Nabucodonosor y la Iglesia. En los tiempos de Pablo todos procuraban lo suyo, no lo que es de Jesucristo. Todo es hecho perfecto, mejor y estable en el Mesías. Volver a nota 36

37  Hablo aquí de aquellos que habrán sido Sus siervos sobre la Tierra durante Su ausencia. Pues los ángeles son también Sus siervos, así como lo son los santos del siglo venidero. Volver a nota 37

38  Evidentemente no fue en la Iglesia que el Señor comenzó a segar, pues no existía entonces. Pero Él distingue a Israel aquí del mundo, y habla del último. Él buscaba fruto en Israel; Él siembra en el mundo porque Israel, pese a toda su cultura, no produjo fruto. Volver a nota 38

39  No meramente el instante que lo concluye, sino los actos que consuman el propósito de Dios al concluirlo (synteleia). Volver a nota 39

40  Obsérvese también aquí que el reino está dividido en dos parcelas: el reino del Hijo del Hombre, y el reino de nuestro Padre: los objetos de juicio cuyo lugar está sujeto a Cristo, y un lugar como el Suyo delante del Padre para los hijos. Volver a nota 40

41  En todas las profecías simbólicas y en las parábolas, la explicación va más allá de la parábola, y añade hechos, porque la ejecución pública del juicio testifica de aquello que en tiempos de la parábola podía solamente discernirse espiritualmente. Esta última puede comprenderse de manera espiritual. El resultado es que el juicio lo declarará públicamente, así que nosotros debemos anticiparnos a la explicación en la parábola. El juicio explica públicamente lo que es comprendido antes de manera espiritual, e introduce un orden nuevo de cosas (compárese Dan. 7). Volver a nota 41

42  Los capítulos que siguen son extraordinarios en su carácter. La Persona de Cristo, como el Jehová del Salmo 132, es presentado, pero Israel es despachado, los discípulos dejados solos, mientras Él ora en lo alto. Luego Él regresa, se une a los discípulos, y el mundo gadareno le reconoce. Luego tenemos en el capítulo 15 la plena descripción moral del terreno en que Israel, al decir verdad, permanecía, y debía permanecer, pero llevado a comprender más lo que es el corazón del hombre; y después lo que es Dios, revelado en gracia a la fe, incluso si era a un gentil. Históricamente todavía reconoce Él a Israel, pero en perfección divina, y ahora en poder humano administrativo; y después (cap. 16) la Iglesia es presentada proféticamente; y en el capítulo 17 el reino de gloria en visión. En el capítulo 16, los discípulos son impedidos de decir que Él es el Cristo. Aquí termina todo. Volver a nota 42

43  El estudio de los Salmos nos hará comprender que ésta es la relación con el establecimiento del remanente judío, en bendición, en los últimos tiempos. Volver a nota 43

44  El pasaje (cap. 16:18) debería leerse: «Y yo también te digo a ti». Volver a nota 44

45  Es importante distinguir aquí la Iglesia que Cristo edifica, aún inacabada, pero que Él mismo edifica, de aquello que es, como un todo manifestado en el mundo, edificado en responsabilidad por el hombre. En Efesios 2:20, 21 y 1 Pedro 2:4, 5, tenemos este divino edificio creciendo y edificándose. No se halla ninguna mención de la obra humana en ninguno de los dos pasajes; otros pueden edificar madera, heno y hojarasca. La confusión de éstos ha sido la base para la formación del Papado y otras corrupciones halladas en la llamada iglesia. Su Iglesia, vista en su realidad, es una obra divina que Cristo lleva a cabo y que permanece. Volver a nota 45

46  Obsérvese aquí lo que he hablado en otro lugar: no hay tales llaves de la iglesia o asamblea. Pedro tenía las llaves de la administración en el reino. Pero la idea de las llaves en relación con la Iglesia, o el poder de las mismas en la Iglesia, es una pura falacia. No existen las de este tipo en absoluto. La Iglesia es edificada; los hombres no edifican con llaves, y es Cristo (no Pedro) quien la edifica. Además, los actos así permitidos eran actos de administración aquí abajo. El cielo daba su aprobación sobre ellos, pero éstos no iban relacionados con el cielo, sino con la administración terrenal del reino. Además, hay que observar que lo que aquí se confiere es individual y personal. Se trataba de un nombre y una autoridad conferidos sobre Simón, el hijo de Jonás.

        Otras observaciones aquí nos ayudarán a comprender mejor el significado de estos capítulos. En la parábola del sembrador (cap. 13), la Persona del Señor no es presentada, sino sólo el hecho de que se está sembrando, no segando. En la primera similitud del reino, Él es Hijo del Hombre, y el campo es el mundo. Él está ya casi fuera del judaísmo. En el capítulo 14, tenemos el estado de cosas desde el rechazo de Juan hasta el tiempo que el Señor es reconocido a Su regreso, donde había sido rechazado. En el capítulo 15, es la controversia moral, y Dios mismo en gracia por encima del mal. Este punto ya no lo abordaré más. Pero en el capítulo 16 tenemos la Persona del Hijo de Dios, el Dios viviente, y de ahí la asamblea, Cristo el edificador. En el capítulo 17, el reino con el Hijo del Hombre viniendo en gloria. La llaves –por mucho que el cielo aprobara que Pedro las utilizara–, eran, como hemos visto, del reino de los cielos –no de la asamblea–; y este reino, como la parábola de la cizaña muestra, había de corromperse y echarse a perder irremediablemente. Cristo edifica la Iglesia, no Pedro. Compárese 1 Pedro 2: 4, 5. Volver a nota 46

47  En la epístola de Pedro, hallamos constantemente estos mismos pensamientos: las palabras «esperanza viva», «piedra viva» (aplicadas a Cristo, y después a los creyentes). Y nuevamente, de acuerdo a nuestro asunto, la salvación por la vida en Cristo, el Hijo del Dios viviente, hallamos que obtenemos «el objetivo de nuestra fe, incluso la salvación de [nuestras] almas». Podemos leer todos los versículos por los cuales el apóstol presenta su enseñanza. Volver a nota 47

48  Hemos visto que Pedro fue más allá de esto. Cristo es aquí visto como el Hijo nacido sobre la Tierra en el tiempo, no como el Hijo de la eternidad en el seno del Padre. Pedro, sin la total revelación de esta última verdad, ve que Él es el Hijo conforme al poder de la vida divina en Su propia Persona, sobre la cual la asamblea podía ser consecuentemente edificada. Pero tenemos que considerar aquí aquello que concierne al reino. Volver a nota 48

49  Pedro, enseñado por el Espíritu Santo, la llama «la gloria excelente». Volver a nota 49

50  No era en relación con la divina validez de su testimonio que Moisés y Elías hubieran desaparecido. No podían ser una confirmación más firme, como de hecho Pedro dice, como en esta escena. Pero no sólo no eran ellos los sujetos del testimonio de Dios como Cristo lo era, sino que su testimonio no se refería ni sus exhortaciones llegaban a las cosas celestiales que debían ahora ser reveladas en asociación con el Hijo del cielo. Incluso Juan el Bautista hace esta diferencia (Juan 3:31-34). De ahí, y allí manifestado, el Hijo del Hombre debía ser resucitado. Entonces, aquí el Señor encarece a los discípulos que no dijeran que Él era el Mesías, pues el Hijo del Hombre había de sufrir (véase Juan 12:27). La historia judía fue cerrada en el capítulo 12, de hecho ya en el 11, y dispuesta la base del cambio. Tanto Juan como Él fueron rechazados, la perfecta sumisión, todas las cosas entonces entregadas a Él por Su Padre, y la revelación de Él del Padre. Compárese Juan 13, 14. Pero en Mateo 13, aparte del judaísmo, Él comienza con lo que traía, sin buscar fruto en el hombre. Volver a nota 50

51  A partir también de esto, Juan rechaza la aplicación de Malaquías 4:5, 6 dicha de él mismo, mientras que Isaías 40 y Malaquías 3:1 se aplican a él en Lucas 1:76; 7:27. Volver a nota 51

52  Ver nota anterior. Volver a nota 52

53  Ambas epístolas, después de declarar la redención por la sangre preciosa de Cristo y de ser nacidos de la semilla incorruptible de la Palabra, tratan del gobierno de Dios; la primera, de su aplicación para los Suyos guardándolos, y la segunda, para los malvados y para el mundo, siguiendo hasta los elementos que se funden en el calor violento, y hasta llegar a los cielos nuevos y tierra nueva. Volver a nota 53

54  El Señor aquí distingue a un creyente pequeño. En los otros versículos, Él habla de un niño, haciendo de su carácter, como tal, un modelo de aquél del cristiano en este mundo. Volver a nota 54

55  Como doctrina, la condición de pecado del niño, y su necesidad del sacrificio de Cristo, son expresados claramente aquí. Él no dice aquí «buscar» refiriéndose a ellos. El empleo de la parábola de la oveja perdida aquí es sorprendente. Volver a nota 55

56  Es importante hacer memoria aquí que, mientras el Espíritu Santo es personalmente reconocido en Mateo, como en el nacimiento del Señor, y en el capítulo 10 actuando y hablando en los discípulos en su servicio, como una Persona divina, como ocurre siempre que nosotros sólo de Él podemos actuar rectamente, la venida del Espíritu Santo, en el orden de la dispensación divina, no forma parte de la enseñanza de este Evangelio, aunque sea reconocido como un hecho en el capítulo 10. La consideración de la Iglesia en Mateo concluye con Su resurrección, y el cuerpo judío es enviado fuera de Galilea como un cuerpo aceptado por el mundo para evangelizar a los gentiles, y Él declara que estaría con ellos hasta el fin del mundo. Así, aquí está Él en medio de dos o tres reunidos a Su nombre. La Iglesia aquí no es el Cuerpo por el bautismo del Espíritu Santo; no es la casa donde mora el Espíritu Santo sobre la Tierra, sino que donde dos o tres se congregaban a Su nombre, allí estaba Cristo. No dudo de que todo bien de la vida, y la Palabra de vida, vienen del Espíritu, pero esto es otra cosa, y la asamblea aquí no es el Cuerpo ni la casa, a través del descenso del Espíritu. Esto era una enseñanza y revelación consecuentes, y continúa siendo benditamente cierto. Pero se trata de Cristo en medio de aquellos reunidos a Su nombre. Incluso en el capítulo 16 es Él quien edifica, pero eso es otro asunto. Por supuesto, es de manera espiritual que Él está presente. Volver a nota 56

57  Es muy extraordinario ver aquí que, la única sucesión en el oficio de atar y desatar que permite el Cielo, es aquella de dos o tres reunidos en el nombre de Cristo. Volver a nota 57

58  Esta entrega, y la apertura formal del lugar celestial intermediario en relación con el Hijo del Hombre en gloria, está en Hechos 7, donde Esteban relata su historia desde Abraham, el primero llamado «raíz de la promesa», hasta aquel momento. Volver a nota 58

59  La relación es aquí trazada entre lo nuevo y la naturaleza, como Dios la formó originalmente, pasando de largo de la ley como algo que fue introducido entre ambas cosas. Era un poder nuevo, porque el mal había entrado, que reconocía la creación de Dios, al tiempo que probaba el estado del corazón, sin ceder ante su debilidad. El pecado corrompió lo que Dios creó bueno. El poder del Espíritu de Dios, dado a nosotros mediante la redención, hace que el hombre y su camino resurjan de la vieja condición de la carne, introduciendo un nuevo poder divino por el que el hombre camina en este mundo, según el ejemplo de Cristo. Pero esto va acompañado de todo el beneplácito de aquello que estableció Dios originalmente. Era bueno, aunque podía existir lo que era mejor. La manera en que la ley es dejada de lado para llegar hasta las instituciones de Dios del principio, donde el poder espiritual no quita el corazón de toda aquella escena, aunque anduviera en ella, es muy sorprendente. En el casamiento, el niño, el carácter del hombre joven, lo que es de Dios y delicado en naturaleza, es aceptado por Dios. Pero el estado del corazón del hombre es escudriñado. Esto no depende del carácter, sino del motivo, y es totalmente probado por Cristo –hay un cambio total de dispensación, pues las riquezas fueron prometidas a un judío que fuese fiel– y un Cristo rechazado –la senda al cielo– todo, y el examen de todo, esto es, del corazón del hombre. 

        Dios hizo al hombre recto con determinados lazos de familia. El pecado corrompió esta vieja o primera creación del hombre. La venida del Espíritu Santo introdujo un poder que levanta, en el Segundo Hombre, de la vieja creación a la nueva, y nos ofrece cosas celestiales –no sólo con respecto a los vasos, nuestros cuerpos. No puede rechazarse o condenar aquello que Dios creó en el principio. Esto sería imposible. En el principio, Dios los creó. Luego llegamos a la condición celestial, donde todo ello, aunque no es el fruto de sus ejercicios en gracia, desaparece. Si un hombre, en el poder del Espíritu Santo, tiene el poder para hacerlo, y ser completamente celestial, tanto mejor. Pero está muy mal condenar o hablar en contra de las relaciones que Dios creó originalmente, o subestimar o detractarse de la autoridad que Dios vinculó a ellas. Si un hombre puede vivir por encima de estas relaciones para servir a Cristo, está bien. Pero es un caso raro y excepcional. Volver a nota 59

60  En realidad, Israel es siempre en la Escritura un ánimo para aquellos que están angustiados y sufren al haber entrado, por motivos más elevados, en el camino de Dios. Así Moisés; así Cristo, cuyo motivo en amor perfecto conocemos, y soportó por el gozo que le aguardaba la cruz, desdeñando la vergüenza. Él fue el archegos kai teleiotes en la senda de la fe. Volver a nota 60

61  Observad la manera en que los hijos de Zebedeo y su madre vienen para procurar el lugar más alto, en el momento en que el Señor se estaba preparando abiertamente a ocupar el más bajo. ¡Ay, vemos tanto del mismo espíritu! El resultado era manifestar cómo se había Él despojado absolutamente de todo. Estos son los principios del reino celestial: perfecta renunciación a ser sostenida en completa devoción. Éste es el fruto del amor que no busca el suyo propio. La sumisión que brota de la ausencia de buscar lo propio; sujeción cuando se es menospreciado; mansedumbre y humildad de corazón. El espíritu de servicio hacia los demás es aquello que el amor produce al mismo tiempo que la humildad, la cual está satisfecha con este lugar. El Señor cumplió esto hasta la muerte, dando Su vida en rescate por muchos. Volver a nota 61

62  El caso del ciego en Jericó es, en todos los tres primeros evangelios, el comienzo de las circunstancias finales de la vida de Cristo, que condujeron la cruz, el contenido general y enseñanzas de cada uno al ser concluidos. De aquí que Él es dirigido como Hijo de David, siendo la última presentación de Aquel como tal a ellos, el testimonio de Dios siendo dado a Él como tal. Volver a nota 62

63  Este Salmo es peculiarmente profético del tiempo de Su recibimiento venidero, como a menudo se cita en relación con ello. Volver a nota 63

64  El recurrir a la conciencia es a menudo la respuesta más sabia, cuando la voluntad es perversa. Volver a nota 64

65  Desprecio y violencia son las dos formas del rechazo del testimonio de Dios, y del verdadero testigo. Odian al uno y aman el otro, o aceptan al uno y menosprecian el otro. Volver a nota 65

66  Obsérvese aquí que, desde el capítulo 21:28 hasta el final, tenemos la responsabilidad de la nación vista en posesión de sus privilegios originales, para los cuales debería haber llevado fruto. No habiendo hecho esto, otros son puestos en el lugar de ellos. Ésta no es la causa del juicio que fue, y todavía va a ser de un modo mucho más terrible, ejecutado en Jerusalén, y el cual incluso entonces llevó a cabo la destrucción de la ciudad. La muerte de Jesús, la de los últimos que fueron enviados para buscar fruto, trae el juicio sobre sus asesinos (Mat. 21:33-41). La destrucción de Jerusalén es la consecuencia del rechazo del testimonio del reino presentado para llamarlos en gracia. En el primer caso, el juicio fue sobre los labradores de la vid (los escribas y principales sacerdotes, y los líderes del pueblo). El juicio ejecutado por causa del rechazo del testimonio acerca del reino va más allá (ver cap. 22:7). Algunos menosprecian el mensaje, y otros maltratan a los mensajeros; y, la gracia siendo así rechazada, la ciudad es incendiada y sus habitantes cortados. Comparar cap. 23:36 y la profecía histórica en Lucas 21. La distinción se mantiene en todos los tres evangelios. Volver a nota 66

67  De hecho, esta posición de Israel, y el testimonio relacionado con ella, fueron interrumpidos por la destrucción de Jerusalén; y ésta es la razón por la cual este acontecimiento viene aquí a colación en relación con esta profecía, de la cual no es en absoluto el cumplimiento. El Señor no ha venido todavía, ni la gran tribulación. Pero el estado de cosas a las que alude el Señor, al final del versículo 14, fue violenta y judicialmente interrumpido por la destrucción de Jerusalén, de modo que bajo este punto de vista existe una relación. Volver a nota 67

68  El evangelio del reino fue limitado a Israel en el capítulo 10, y aquí éste, aunque sin ser el asunto de la enseñanza, es el supuesto tema hasta el versículo 14, pero sin hecha una distinción formal: la misión en el capítulo 28 es a los gentiles. Pero luego no hay nada del reino, sino al contrario, aunque Cristo sea sólo resucitado, pero todo el poder es dado a Él en el cielo y en la Tierra. Volver a nota 68

69  No existe un posible terreno para aplicar esta parábola a lo que se llama el juicio general, una expresión realmente contraria a la Escritura. En primer lugar, hay tres grupos, no solamente dos –cabritos, ovejas y hermanos. Luego, es el juicio sólo de los gentiles; y más tarde la base del juicio es totalmente inaplicable a la gran masa incluso de estos últimos. La base del juicio es la manera en que estos hermanos han sido recibidos. Ninguno ha sido enviado a la vasta mayoría de los gentiles en el transcurso de los siglos. El tiempo de esta ignorancia lo toleró Dios, y otra base de juicio respecto a ellos ha sido ya vista en los capítulos 24 y en la anterior parte del capítulo 25. Son precisamente aquellos que el Señor hallará sobre la Tierra cuando venga, y que serán juzgados conforme al trato ofrecido a los mensajeros que Él envió. Volver a nota 69

70  ¡Qué solemne el testimonio dado aquí del efecto de la Iglesia olvidando la cercana esperanza del regreso del Señor! Lo que provoca que la Iglesia profesante se someta a opresión jerárquica y a mundanalidad, como para ser cortada al fin y considerada hipócrita, es que diga en el corazón: «mi señor tarda en venir», abandonando la esperanza actual. Éste ha sido el origen de la ruina. La verdadera posición de los cristiano se perdió cuando empezaron a posponer la venida del Señor; y son tratados, démonos cuenta, pese a este estado, como el siervo responsable. Volver a nota 70

71  El siervo en el capítulo 24 es la responsabilidad colectiva. Volver a nota 71

72  La palabra significa mejor «linternas». Con ellas tenían, o debían tener, aceite en recipientes para alimentar la llama. Volver a nota 72

73  Obsérvese aquí que el despertar es por el grito, que despierta a todas. Esto es suficiente para levantar a todos los profesantes a la actividad, pero el efecto de ello es para probarlos y separarlos. No era el tiempo de obtener aceite o suministros de la gracia para aquellos que ya eran profesantes; la conversión no es el asunto de la parábola, sino el del obtener aceite, y la cual enseña, no lo dudo, que no era el momento de obtenerlo. Volver a nota 73

74  En la parábola de los talentos en Mateo, advertimos el gobierno sobre muchas cosas, el reino, pero se hace más patente mediante la expresión «entra en el gozo de tu Señor», y se otorga la bendición sobre todos los que fueron igualmente fieles en el servicio, fuesen estos grandes o pequeños. Volver a nota 74

75  En las Iglesias de Apocalipsis, Él habla de iglesias existentes, aunque no dudo que es una historia completa de la Iglesia. Volver a nota 75

76  No fue en la casa de Marta que ocurrió esta escena, sino en la de Simón el leproso: Marta servía y Lázaro se sentaba a la mesa. Esto personaliza aún más el sabio gesto de María. Volver a nota 76

77  No hallamos ejemplo de que los discípulos entendieran alguna vez lo que Jesús les decía. Volver a nota 77

78  Cristo satisfizo el corazón de la pobre mujer en la ciudad en la que fue pecadora, explicó allí la mente de Dios, y se la contó a ella. Satisfizo el corazón de María allí, y justificó y gratificó su afecto, dando la divina apreciación de lo que ella hizo. Él satisfizo el corazón de María Magdalena en el sepulcro, para quien el mundo era algo vacío si Él no se hallaba allí, y revela la mente de Dios en sus formas más elevadas de bendición. Tal es el efecto de una unidad con Cristo. Volver a nota 78

79  La envidia de los principales de Israel era conocida de los discípulos: «Maestro, los judíos de antes intentaron apedrearte, y tu vuelves allí?» Y después por Tomás (un testimonio providencial al amor de aquel que después mostró su incredulidad acerca de la resurrección de Jesús): «Vayamos para que podamos morir con Él». El corazón de María sin duda que sintió esta enemistad, y mientras crecía, su unidad al Señor crecía con ella. Volver a nota 79

80  El corazón de Judas fue el origen de este mal, pero los otros discípulos, no ocupándose en Cristo, caen en la trampa. Volver a nota 80

81  «Nueva» no es nuevamente (neon), sino de manera novedosa (kainon). Volver a nota 81

82  Es maravilloso ver al Señor en la plena agonía de la copa anticipada, sólo hasta entonces presentándosela a Su Padre, sin beberla. Y cuando se vuelve para dirigirse a los discípulos para hablarles con gracia serena, igual que en Galilea, regresando al terrible conflicto de espíritu exactamente por lo que ante Su alma se exhibía. En Mateo, Él es la víctima, y el agravio, sin circunstancia que lo aliviara, es lo que halla aquí Su alma. Volver a nota 82

83  Me propongo hablar de los sufrimientos del Señor cuando estudiemos el Evangelio de Lucas, en donde son descritos con más detalle; puesto que es como Hijo del Hombre que Él allí es especialmente presentado. Volver a nota 83

84  Obsérvese en este momento crucial y solemne, el lugar que el Señor otorga a las Escrituras: que así debía ser, que allí fue (vers. 54). Éstas son la Palabra de Dios. Volver a nota 84

85  Creo que se podrá ver, al comparar los Evangelios, que el Señor fue custodiado en casa de Caifás en el transcurso de la noche, cuando Pedro le negó, y que se reunieron formalmente de nuevo por la mañana, y preguntándole al Bendito Señor, recibieron de Él la confesión por la que le condujeron a Pilato. De noche se trataba solamente de líderes activos, pero de mañana hubo una reunión formal del Sanedrín. Volver a nota 85

86  Es curioso que este nombre signifique «hijo de Abba», como si Satanás se burlara de ellos con él. Volver a nota 86

87  Hallamos en Mateo, reunidos a propósito, la deshonra cometida al Señor y los insultos que se le hicieron, y en Marcos, el abandono de Dios. Volver a nota 87

88  La gloria de Cristo en ascensión, y como Señor de todo, no es contemplada históricamente en el entorno de Mateo. Volver a nota 88

89  La parte que tienen las mujeres en toda esta historia es muy instructiva, especialmente para ellas. La actividad del servicio público, el que puede llamarse «obra», pertenece naturalmente a los hombres –todo lo relativo a lo designado generalmente como ministerio–, aunque las mujeres participan de una actividad muy preciosa en privado. Pero hay otro aspecto de la vida cristiana que les pertenece exclusivamente a ellas, y es la devoción amante y personal a Cristo. Fue una mujer la que ungió al Señor mientras los discípulos murmuraban; las mujeres que estaban a la cruz cuando todos, excepto Juan, le abandonaron; las mujeres que vinieron al sepulcro y que fueron enviadas a anunciar la verdad a los apóstoles, quienes después de todo regresaron a sus hogares; las mujeres que ministraron las necesidades del Señor. En realidad, esto tiene un alcance mayor. La entrega en el servicio quizás sea la parte del hombre, pero el instinto de afecto que penetra más íntimamente en la posición de Cristo, y está así en relación directa con Sus sentimientos, en comunión más estrecha con los sufrimientos de Su corazón, es la parte de la mujer; ciertamente muy bendecida. La actividad del servicio para Cristo, tiene al hombre un poco fuera de esta posición, cuando menos si el cristiano no es prudente. Todo tiene, no obstante, su lugar. Hablo de aquello que es característico, pues existen mujeres que han servido mucho, y hombres que han sentido mucho. Obsérvese también aquí que, lo que creo ya manifesté, este acercamiento del corazón hacia Jesús es la posición donde las comunicaciones del verdadero conocimiento son recibidas. Todo el primer evangelio es anunciado a la pobre mujer que era pecadora y que lavó Sus pies; a María, el bálsamo para Su muerte; a María Magdalena, nuestra elevada posición; a Juan, que se reclinaba en Su regazo, la comunión que Pedro deseaba. Y aquí, las mujeres tienen una amplia participación. Volver a nota 89

90  Es decir, María la mujer de Cleofás, y madre de Santiago y José, de la que se habla tanto como «la otra María». En Juan 19:25, María la mujer de Cleofás es tomada como aposición de la hermana de Su madre. Pero esto es simplemente un error. Se trata de otra persona. Había cuatro: tres Marías, y la hermana de Su madre. Volver a nota 90

91  Yo entiendo que el Señor Jesús había abandonado la tumba antes de que fuera retirada la piedra. Esto último era para los ojos mortales. Volver a nota 91

Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz

 

. . . . . .    Volver a ESTUDIO   . . . . . .

. . . . . .    Volver a la página principal   . . . . . .