UNA CARTA SOBRE LA ADORACIÓN
Una carta acerca de la necesidad de una adoración agradable a Dios


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Porice Park,
27 de noviembre de 1891



Querido Hermano–
Su carta del 22 llegó anoche y la he recibido con mucha alegría. … Respecto a la cuestión que usted menciona, ha estado también durante mucho tiempo en mi corazón.

Tengo unos fuertes sentimientos acerca de ello, pero no estoy seguro de poder expresar de manera correcta lo que siento. Hay reuniones que están entre mis recuerdos más preciosos, cuando uno casi podía ver o tocar a Aquel que estaba presente con aquellos reunidos a Su Nombre. Recuerdo una reunión en que el espíritu de adoración nos embargó de tal manera que mientras cantábamos un himno de adoración, las voces cesaron una tras otra, hasta que sólo dos se oyeron al final de la estrofa –los corazones estaban demasiado llenos para hablar, y la emoción más allá del control físico.

Pero, ¡cuántas veces dejamos el local y la hora de adoración con una sensación de desilusión! Hemos «disfrutado de la reunión», como decimos, y puede que hayamos sido edificados –pero faltaba algo, y este «algo» era algo debido a Dios y que no habíamos ofrecido. Es difícil hablar acerca de ello, pero no el sentirlo y reconocerlo. Como en un ramo de flores, o en un fruto, pueden estar ausentes un aroma y una fragancia que el ojo no puede ver, pero toda la hermosura que el ojo capta no puede compensar esta pérdida.

Ahora le daré mis pensamientos acerca de la adoración y acerca de la reunión de la mañana, que espero que sean conforme a Su Palabra, pero no siempre citaré los pasajes, y dejaré que lleve a los mismos, si le agradan, la delicadeza de la fragancia –el sabor de las cuatro «especias principales» que eran sólo para Dios –la composición que no podemos hacer para nosotros, sino que es «sagrada para Jehová». Pero, observemos, esta «composición» la hacemos para Él. Se trata ciertamente del siempre bendito Señor Jesús –el propio Hijo de Dios–, pero el incienso se levanta cuando el sacerdote lo pone sobre el fuego tomado del altar de bronce, este perfume de cuádruple composición, bien molido y quemado sobre el altar de oro junto al velo.

Pongamos el símbolo en términos del Nuevo Testamento y tendremos el fondo de la respuesta a su pregunta. Quizá el resto de mi carta lo incluya. Establezcamos primero unas definiciones, comenzando desde nuestro lado, o desde nuestro acercamiento a Dios –desde «pecadores salvos» hasta nuestra posición ante Dios «en el lugar Santísimo».

Antes de llegar al primer punto se trata de «todo del yo» y nada de Dios: pero cuando somos adoradores es todo de Dios y nada de nosotros.

Pero cuando «nacemos de nuevo» recibimos una sensación de necesidad, y pedimos lo que necesitamos; esto es, oramos. Luego, al abundar Sus misericordias y llegar a la conciencia de Su amante reconocimiento y provisión de nuestra necesidad, le agradecemos las misericordias recibidas.

Aprendiendo más de nuestro Dios –el Padre del Hijo, por medio del Espíritu, reconocemos «Su grandeza–Su gloria», las glorias de la creación y de la redención, también de la preservación, y así alabamos. Hay todavía otra cumbre –estamos conscientes «en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo» y ante nosotros tenemos a Dios. Nos inclinamos ante Él (la palabra adoración significa primariamente una genuflexión o prosternación, como en Mt. 2:11), por lo que Él es en Sí mismo –el yo queda olvidado, de modo que no oramos ni presentamos acciones de gracias: adoramos, reverenciamos. Ésta será nuestra feliz ocupación en el cielo –en nuestra debilidad aquí más bien aspiramos a ello que lo alcanzamos. Nuestra adoración aquí irá mezclada de alabanza, su pariente más próximo, y a menudo también con recuerdo del yo –lo que Él ha hecho por nosotros, y por ello también damos gracias; y bajando más llegamos a la oración –pero si nuestros pensamientos se han movido juntos, distinguiremos entre una y otra actividad. La cruz, esto es, el altar de bronce, es la base de todo. Ahí acude el sacerdote y toma del fuego, esto es, del juicio de un Dios santo sobre el pecado, como ha sido soportado por Su Hijo, nuestro Salvador. Este fuego puede ser depositado sobre Su propia intrínseca santidad, y sobre él se dispone el incienso, y el perfume del mismo es la porción de Dios. Y cuando en el gran día de la Expiación el Sumo Sacerdote entraba más allá del velo, con sus manos llenas de incienso molido (manos llenas significa consagración), su humo le protegía del juicio del Santo de Israel, mientras presentaba a Israel a su Jehová.

Sólo para aplicar estas cosas a nuestra reunión de la mañana. Pero primero, como ejemplo escriturario, contemplemos Salmos 28, 29 y 30, y vinculemos el primero con la oración, el segundo con la adoración y el 30 con la alabanza.

Acudimos a recordar al Señor Jesús –los símbolos son un memorial de Él: el maná, –Su carne, –Su sangre, –son símbolos que Él emplea de Sí mismo. Él toma asimismo el pan y la copa –y parte el pan –separa la copa del pan, e invita a Sus discípulos a repartirlo entre ellos. Estos actos hacen que estos símbolos nos sean recordatorio, no sólo del Señor Jesús en Su persona, sino que comer el pan partido y el participar de la copa, son proclamación de Su muerte. De modo que la Cena del Señor es el recuerdo de nuestro Salvador –de nuestro Señor Jesús– en Su muerte. Este es el pensamiento primordial de la reunión, y nada debería interferir con él ni nublarlo.

Pero no podemos pensar en Su muerte sin asociarla con el propósito y resultados de la misma, y estos en relación con Dios y con nosotros. ¿Podemos hacer nada mejor que seguir a nuestro mismo Señor en el Salmo 22 y en el 102? Él padece bajo la mano de Dios, pero le glorifica, le alaba, pero como el Director en la gran congregación; el resultado final se ha de manifestar todavía en Su Señorío sobre la tierra, y en la bendición a sus gentes.

No tenemos reglas dadas para la reunión, sino sólo como se nos enseña de forma general en Hechos 20 y en 1 Corintios 14 –de modo que nuestros sentidos espirituales han de estar despiertos y alertas para hacer todo lo idóneo y excelente u ordenado en nuestro papel. Si tenemos en mente el propósito de la reunión, y si somos conscientes de la invisible Presencia y estamos sujetos a Su Espíritu (y por nosotros me refiero a cada uno de los presentes), estaremos juntos a la hora señalada –esperando en el Señor. La asamblea alabará o adorará, expresando juntos en un himno de alabanza o de adoración, o mediante una voz en expresión audible.

El Evangelio de Su gracia, por inexpresablemente precioso que sea, no vendrá a la mente. Las pruebas del camino, nuestra peregrinación, serán olvidados. No tenemos necesidades, ni deseos. El corazón está lleno, y rebosa –la asamblea tiene que alabar o adorar –puede estar en silencio, o en voz: no importa. Así, con un solo corazón, «unánimes, a una voz, glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». Jesús está ante nosotros –Su Persona, Su muerte– nuestras «manos llenas» de Él –molido– porque la comprensión de uno puede ser mayor que la de otro, esto no importa ahora; no se trata de cuánto de Jesús pueda yo recibir; estoy lleno, por poco que pueda contener de Él. El anciano y probado santo, que ha andado años con Jesús y le conoce íntimamente –el «padre»–, queda lleno; el recién nacido que acaba de emprender su camino queda lleno –no se trata de capacidad ahora: sino de Jesús que llena cada capacidad, sea ésta grande o pequeña. ¡Oh, cómo mi corazón anhela estar ahora en esta reunión! ¿Puede haber una regla –un orden de ritual para una reunión así? Un himno –una voz expresando la adoración de la asamblea; una porción de Su dulce Palabra que nos hace gozar tanto más de la conciencia de Su presencia, todo esto puede preceder o no al solemne cumplimiento del un rito que si que está ordenado. Ahora «damos gracias» –todos nosotros – la asamblea – al ponerse uno en pie para pronunciarlas por nosotros. No sé quién –si hay alguien dotado, que dé más tiempo, no sea que interfiera entre el Espíritu Santo y Su elección de portavoz.

Si el Espíritu Santo es dejado libre para mover a la asamblea, Él escogerá aquel aspecto de Jesús que sea apropiado –porque no podemos contemplarlo en todas Sus glorias de una vez. Luego el himno – la Escritura – la expresión de la adoración de la asamblea, todo ello estará en armonía con el tema escogido. No se precisa de ningún arreglo previo – sólo de esperar verdaderamente en Él. Y el período después de la reunión mostrará también armonía respecto a ello: la palabra, si se da alguna, para edificación o exhortación, no atacará a ningún corazón. Es siempre una reunión hacia Dios, y por ello no es lugar ni ocasión para ejercitar los dones –mucho menos para una larga arenga o sermón.
Si lo he bosquejado de manera correcta, no caeremos en una rutina de una forma o procedimiento largamente continuados. Tampoco hay regla alguna acerca de dirigirse al Padre o al Hijo a la mesa; que sea como el Espíritu dirige. Hay sólo una regla, y es la de estar sujetos al Espíritu. Y luego que todas las cosas sean hechas «decentemente y con orden». Él empleará a aquel que Él escoja (en el transcurso de la reunión), Dios será adorado –nuestro Señor Jesús será recordado, y el santo dejará el lugar como uno que ha tenido un paladeo del cielo.

Pero, cuán infrecuente es una reunión así: porque si hay alguien que no esté «en sintonía» con el tema del Espíritu, la armonía queda afectada, quizá echada a perder. Especialmente si el tal toma parte audible, dando un himno no apropiado para la ocasión o una porción de la Escritura no ajustada al tema, u ora, por cuanto no está en disposición de adorar.

Entonces, ¿qué hará el adorador? Nada, sino poseer su alma en paciencia –unirse a ello cuando lo pueda hacer, y cuando no pueda, estar a solas con Dios.

… En el amor de Cristo a usted …

C. H. H.



 

 

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