ARREBATADOS POR EL ESPOSO, VUELVEN CON EL REY
Un estudio acerca de la esperanza del creyente
Por George Cutting
« ... porque ellos mismos
cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de
los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos
a su Hijo, al cual resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira
venidera» (1 Tesalonicenses 1:9-10).
Amado lector, ¿sabes que el Señor Jesucristo está a punto de volver; que Su
regreso es inminente? Por doquier, millares de personas se preocupan por este
hecho solemne, y están persuadidos de que algo grave debe acontecer pronto;
aunque burladores y escarnecedores de los últimos tiempos repitan: «¿Dónde está
la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron,
todas las cosas permanecen así como desde el principio de la creación» (1 Pedro
3:4), y que el siervo malo diga: «Mi Señor tarda en venir» (Mateo 24:48). Sin
embargo, «El que ha de venir vendrá, y no tardará» (Hebreos 10:37); «Por tanto,
también vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora
que no pensáis» (Mateo 24:44).
Estamos seguros de que existe, entre los que son del Señor, una creciente
convicción —basada en la Palabra de Dios— de que Cristo volverá pronto para
arrebatar a su amada Esposa (o sea, a todas las almas redimidas por Su preciosa
sangre), y llevarla a la «casa del Padre», donde muchas moradas hay.
Lector, este asunto —de gran solemnidad por lo que implica— ¿es una viva
realidad para ti? Si no es así, quiera el Espíritu Santo valerse de estas breves
páginas para despertar tu alma, para sacudir tu indiferencia o tu sopor
espiritual, no sea que viniendo el Señor de repente, ¡«os halle durmiendo»!
(Marcos 13:36).
Quisiera tratar este tema bajo los siguientes puntos:
1. La promesa del retorno de Jesucristo.
2. La Persona que viene.
3. El objeto de Su venida.
4. La preparación para Su venida.
La promesa del retorno de Jesucristo
Tiempo hubo en que la venida del
Mesías como «Varón de dolores» era todavía una profecía sin cumplir. Tras este
vaticinio se fueron sucediendo las generaciones; surgían y desaparecían; el
reino de Israel (las diez tribus) y más tarde el de Judá fueron destruidos, y
sus habitantes diseminados o llevados en cautiverio. Sólo un residuo, unos pocos
miembros de la tribu de Judá, volvieron de Babilonia; pero el Mesías prometido
no había aparecido aún.
Vemos, cuatro siglos después, que la gran mayoría de los que regresaron de
Babilonia se habían asentado confortablemente en Jerusalén, olvidándose casi por
completo de Aquel que había de venir. De repente hubo una creciente agitación en
la ciudad: unos extranjeros, recién llegados, divulgaban la asombrosa noticia de
que el Rey de los judíos —prometido hace mucho tiempo— había finalmente nacido.
Del palacio de Herodes, pasando por los sacerdotes del Templo, la noticia se
propagó con rapidez entre el pueblo.
Pero, ¿cual fue el resultado producido por semejante revelación? ¿un cántico, o
clamor unánime de alabanzas a Dios por haber por fin cumplido Su palabra,
enviando al Mesías tanto tiempo esperado? ¿Irradiaba de gozo cada rostro? ¿Se
estremecía de alegría cada corazón? ¡Al contrario! El cuadro que se nos presenta
es muy distinto: «El rey Herodes se turbó, y toda Jerusalén con él» (Mateo 2:3).
¿Por qué? Si hubiesen conocido algo de las Escrituras tocante a la venida del
Mesías, hubieran entendido el vaticinio del profeta Isaías: «He aquí que para
justicia reinará un rey, y príncipes presidirán en juicio. Y será aquel varón
como escondedero contra el viento, y como refugio contra el turbión; como
arroyos de aguas en tierra de sequedad, como sombra de gran peñasco en tierra
calurosa» (cap. 32:1-2).
Ahora bien, aunque había en la ciudad una ingente multitud de personas que se
consideraban como «justas» ante Dios, muchos otros estaban convencidos de no
estar listos para presentarse delante del Mesías, el Justo por excelencia; por
consiguiente, lo que hubiera tenido que llenar el corazón de agradecimiento y de
gozo resultaba ser motivo de espanto y de turbación. Sin embargo, preparados o
no, Cristo había venido; había aparecido, no sólo como el Mesías de Israel, sino
como el «Salvador del mundo», para revelar al Padre. Lo que aconteció después de
este episodio es de sobra conocido: odiado y despreciado por los mismos que
venía a salvar, el Hijo de Dios se encaminó al Calvario donde, clavado en el vil
madero, murió por manos inicuas. Pero al tercer día resucitó.
Cuando Dios envió a su Hijo unigénito a este mundo, cumplió las promesas hechas
a Abraham, Isaac y Jacob. Por su parte, al condenar a Jesús, los judíos
cumplieron las palabras de los profetas acerca de los sufrimientos del Salvador:
«Porque los habitantes de Jerusalén y sus gobernantes, no conociendo a Jesús, ni
las palabras de los profetas que se leen todos los días de reposo, las
cumplieron al condenarle … Y nosotros —prosigue el apóstol— también os
anunciamos el evangelio de aquella promesa hecha a nuestros padres, la cual Dios
ha cumplido a los hijos de ellos, a nosotros, resucitando a Jesús …» (Hechos
13:27, 32-34).
Poco antes de Su muerte, el Señor —Objeto de las promesas— dejó también una
promesa. Tras haber salido el traidor del aposento alto, y rodeado de Sus
discípulos, Cristo les muestra la terrible sombra de la cruz que iba alargándose
sobre ellos. ¡Qué momento más solemne! Imaginemos el dolor reflejado en el
rostro de los discípulos al inclinarse hacia el Maestro amado para escuchar Sus
palabras de despedida: «No se turbe vuestro corazón, creéis en Dios, creed
también en Mí». Es como si hubiera dicho: «Habéis creído en Dios sin haberle
visto; ahora, cuando ya no me veréis, seguid teniendo igual confianza en Mí.
Dios os hizo una promesa, anunciándola por boca de los profetas, y la cumplió
fielmente al enviarme. Yo asimismo os hago una promesa, y tened confianza en que
también la cumpliré.»
¿Cuál es, entonces, esta nueva promesa? Leyendo atentamente el Evangelio según
Juan, cap. 14, la hallaremos entre los primeros versículos: «En la casa de mi
Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a
preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra
vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis» (vv.
2-3). No hay el menor motivo para suponer que la «venida» mencionada por el
Señor en éstos versículos aluda a la «muerte»; creerlo sería cometer la peor de
las equivocaciones.
Tomemos un ejemplo para ilustrar la diferencia entre ambas cosas. Un padre
amante y cariñoso lleva a su hijo a una ciudad lejana donde, por mucho tiempo,
el joven tendrá que vivir solo. Al separarse, el padre comprende la lucha
interna de su hijo para reprimir sus lágrimas, y le consuela diciendo: «Ten
confianza, hijo mío, ahora tengo que dejarte, pero vendré el primer día de
vacaciones y nos iremos juntos a casa.» ¿Cabe suponer que el joven haya tenido
la menor duda acerca de la promesa hecha por su padre? Pues bien, del mismo
modo, las palabras que el Señor dirigió a sus discípulos desconsolados no pueden
prestarse a equivocación alguna. No dijo: «ahora voy al cielo, vosotros
moriréis, y después de esto os reuniréis conmigo», sino: «vendré otra vez, y os
tomaré a Mí mismo».
En cuanto a los creyentes que duermen en Cristo, la Escritura dice que se han
ausentado del cuerpo para estar «presentes al Señor» (2 Corintios 5:8). Mientras
que cuando se trata de la vuelta del Señor, en vez de «estar ausentes del
cuerpo», o de «ser desnudados» de nuestra casa terrestre, leemos que seremos
«transformados»; y en Filipenses 3:21, que el Señor «transformará el cuerpo de
la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya». En
un momento, en un abrir y cerrar de ojos, al sonar la última trompeta, los
muertos en Cristo resucitarán primero, y los que vivimos seremos transformados.
Vemos por lo tanto que la venida o regreso del Señor no debe confundirse con la
muerte: es exactamente lo contrario de ella; es la aniquilación o abolición de
todo cuanto ha hecho la muerte —desde que entró en este mundo— en los cuerpos de
los que son hijos de Dios; será el triunfo definitivo de Cristo sobre la muerte,
victoria que compartiremos todos los que somos suyos.
Consideramos ahora el segundo punto de nuestra meditación, es a saber:
La persona que viene
Muchos de los que saben algo acerca
de la «doctrina» de la segunda venida de Cristo parecen tener su mente llena de
«señales» y «acontecimientos» que creen cumplidos ya, que están verificándose, o
que se realizarán pronto. Ello se debe a que dichas personas se ocupan de los
«sucesos» en vez de la misma Persona que viene.
Una madre viuda está en el muelle de un puerto con la mirada clavada en el
horizonte. Ha oído decir que regresarán tres barcos con tropas, tras una
victoriosa campaña en ultramar. Entre los soldados está su hijo, a quien espera
ardientemente. Se hacen muchos preparativos para la gran revista que se
verificará en cuanto los héroes bajen a tierra. Pero estas cosas no tienen gran
atractivo para ella. Las bandas militares, las banderas que ondean, los arcos de
triunfo y los brillantes uniformes de gala podrán satisfacer la curiosidad del
mero espectador; pero ella espera a su propio hijo. Día y noche, desde su
partida, ha deseado e invocado vivamente su retorno. ¿Y qué podrá brindarle la
mayor felicidad? El verle sano y salvo. Desde luego que nada tiene que objetar a
los honores que se rendirán a su hijo, ya que le cree digno de ellos, pero todo
esto ocupa un lugar secundario en el corazón de la madre; sólo ansía el momento
de estrecharle en sus brazos.
Amado lector, puede que en nuestros tiempos estén sucediendo cosas que nos estén
indicando que no está lejano el día en que, en palabras del profeta Malaquías,
«nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación» para aquellos del
pueblo de Israel que temen a Jehová; mientras que para los impíos será «el día
ardiente como un horno», en el cual «todos los soberbios y todos los que hacen
maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará» (cap. 4:1-2). Pero la
esperanza inmediata del creyente no es ese «día grande de Jehová, cercano y muy
próximo …», ni tampoco «el Sol de Justicia», sino —según las propias palabras de
Jesús— «la Estrella resplandeciente de la mañana» (Apocalipsis 22:16). Ahora
bien, la estrella de la mañana apunta en el horizonte antes de la salida del
sol, y algunas veces un tiempo considerable separa ambos eventos.
Precisamente será entre la venida del Señor cual «Estrella de la mañana» y el
momento en que aparecerá como «Sol de justicia» que caerán sobre la tierra los
juicios descritos en Apocalipsis. Entonces surgirá aquella terrible
personificación de suprema maldad y anarquía, el «hombre de pecado», el «hijo de
perdición», «aquel inicuo»: el Anticristo (2 Tesalonicenses cap. 2). Será «el
tiempo de angustia —o de la apretura— para Jacob» (Jeremías 30:7), y el de la
«gran tribulación» (Mateo 24:31); pero un residuo será preservado en medio de
todo, del mismo modo que lo fueron los tres jóvenes hebreos echados en el horno
por orden de Nabucodonosor (Daniel cap. 3). Entonces, los que sólo aparentemente
profesan el cristianismo, los que ahora no «no recibieron el amor de la verdad
para ser salvos», se verán abandonados por Dios, entregados a una eficaz «poder
engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que
no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia.» (2
Tesalonicenses 2:11-12). Se harán milagros e innumerables señales del carácter
más espantoso, habrá abundancia de dolores, y lo que verán y oirán aterrorizará
a los más valientes: «en aquellos días los hombres buscarán la muerte, pero no
la hallarán; y ansiarán morir, pero la muerte huirá de ellos» (Apocalipsis 9:6).
Pero es necesario recordar que lo antedicho sucederá después, no antes del
arrebatamiento de la Iglesia, la Esposa celestial de Jesús. ¡Cuán a menudo
olvidamos que es Él mismo que viene presto para reunir a Su alrededor a los que
rescató! Mirar los acontecimientos en vez de mirar a Jesús priva al corazón de
esa dicha y de esa lozanía que es la verdadera porción de nuestra esperanza
celestial. Demasiado ha logrado Satanás al presentarnos la segunda venida del
Señor como una amenaza terrible y justiciera, mientras que fue la consolación
más eficaz para los discípulos abatidos, como hemos visto en Juan cap. 14. Y
cuando, años más tarde, el apóstol Pablo escribe su primera carta a los recién
convertidos en Tesalónica —que estaban padeciendo pruebas y persecuciones—,
añade esta frase, corta pero significativa, a lo que les dice acerca del retorno
de Cristo: «Alentaos los unos a los otros con estas palabras».
Examinemos, pues, estas frases de aliento que, bajo la inspiración divina, él
les dirigió: «Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con
trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en Cristo resucitarán
primero. Luego nosotros los que vivimos, los que hayamos quedado, seremos
arrebatados juntamente con ellos en las nubes para recibir al Señor en el aire,
y así estaremos siempre con el Señor» (1 Tesalonicenses 4:16-17).
Notemos que era el Señor mismo en su perfecta humanidad, como Hombre viviente,
que iba a descender del cielo, y al que debían encontrar en las nubes. Al
convertirse, supieron los tesalonicenses que «ese mismo Jesús» que los había
salvado y librado de la ira venidera por Su muerte y resurrección, iba a volver.
La epístola nos dice que se habían convertido (esto es, se habían tornado,
vuelto definitivamente) «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y
verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo » (1 Tesalonicenses 1:9-10). Su
esperanza no estaba pues cifrada en algún acontecimiento profético, sino en la
misma Persona del Hijo de Dios. Escribiendo a los filipenses, el apóstol Pablo
les recuerda que «nuestra ciudadanía (o sea, nuestra verdadera nacionalidad)
está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor
Jesucristo»; es decir, a Jesús en su carácter de Salvador; una Persona conocida,
amada y en la que confiaban plenamente. Pero allí donde no se confía en Él y
donde no se reconoce Su autoridad, no es extraño que la noticia de Su próxima
venida traiga turbación, como ocurrió en la religiosa Jerusalén de entonces.
Pero, amado lector, no debería ser así contigo. Sin duda alguna, debemos ser
conscientes acerca de nuestra manera de andar en esta tierra, a fin de que
seamos más semejantes a Aquel que pronto viene. Y así sucederá si tomamos a
pecho la promesa de Su venida, según leemos: «todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:3).
Además, no olvidemos nunca lo que nos dice el apóstol Pablo en 2 Corintios 5:10,
«porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de
Cristo», cuando todas nuestras acciones se pondrán de manifiesto y cada uno
recibirá según lo que hubiere hecho; eso será como la gran revista, el desfile
militar al cual hemos aludido antes.
Esa manifestación tendrá lugar cuando hayamos llegado al cielo. Pero al igual
que los soldados que visten sus más hermosos uniformes para el desfile,
nosotros, ante Su tribunal, apareceremos revestidos de un cuerpo semejante al
Suyo; habremos «resucitado en gloria» (1 Corintios 15:42-44). Por consiguiente,
el creyente no tiene nada que temer en cuanto al cumplimiento de este su deseo,
aunque haya mucha necesidad de humillación y ejercicio para los más fieles de
entre nosotros.
Hace algunos años, conocí en la ciudad de Madrid a un muchachito de unos seis
años que iba repitiendo una pequeña canción, al parecer de su propia
composición. Era breve, tres palabras nada más: «¡A las diez, a las diez, a las
diez! …» Tantas veces la repetía, tan absorto parecía, que le pregunté lo que
significaba su estribillo. Después de unas cariñosas palabras, me abrió su
corazoncito y me explicó que su madre se había ausentado de la casa hacía algún
tiempo, pero que su padre había recibido una carta anunciando que ella volvería
ese mismo día «a las diez». Sobra decir que la pequeña copla no precisaba mayor
explicación. La llegada de su madre llenaba el corazón del chico hasta hacerlo
rebosar. Desde luego, la había añorado mucho, y mucho había lamentado mucho su
ausencia, pero ahora estaba a punto de volver, y esta noticia le colmaba de gozo
de tal modo que repetía sin cesar: «¡a las diez, a las diez, a las diez!»
Ahora bien, ¿por qué habría de ser distinto para ti y para mí cuando oímos
hablar del retorno del Señor? ¿No experimentamos, acaso, la dulzura de Su amor?
¿No es Él quien sufrió y murió por nosotros? ¿No nos ha guardado a lo largo del
camino, desde el día que le conocimos, llevando nuestras cargas, socorriéndonos,
simpatizando en nuestros dolores y restaurándonos después de muchas caídas?
Difícilmente podríamos expresar la intensidad de Su amor para con nosotros.
Amados hermanos, cuando pensamos en Él, ¿no arden nuestros corazones con el
deseo de verle?
Cuando pienso en Ti, oh Señor,
En Tu gracia y en Tu amor,
Mi corazón arde dentro de mí
Ansiando ver Tu faz, contemplarte a Ti.
Hace poco me decía una hermana en Cristo: «cuando pienso en la venida del Señor,
mi corazón arde de alegría». Así tendría que ser para todos nosotros. Una niña
de once años decía, tras volver de un recado: «Mamá, al cruzar la calle, veía
las nubes correr tan de prisa que me paré mirarlas, pensando que si el Señor
volviera ahora mismo, quisiera ser yo la primera en verle». ¿Cuál era el secreto
de la paz y felicidad de esta niña, cuando sola —al anochecer— meditaba en el
regreso de Cristo? Sencillamente esto: conocía a la Persona esperada y confiaba
en ella; la amaba aunque no la había visto; sabía que por su muerte expiatoria
todos sus pecados estaban no sólo perdonados, sino también olvidados para toda
eternidad.
Quizá alguien diga: «Aunque confío de corazón en Su preciosa sangre, no puedo
estar tan tranquilo al pensar que de un momento a otro Jesucristo puede venir»…
Es que olvida entonces que se trata del mismo Jesús que, en otro tiempo, cansado
del camino, pidió de beber a la mujer samaritana; que se encontró con la viuda
de Naín y le restituyó su único hijo; que permitió a la pecadora, en casa de
Simón el fariseo, tocar Sus pies, regarlos con lágrimas, besarlos, y expresar
así su amor para con el Salvador; sí, el mismo Jesús que dirigió esas
maravillosas palabras de gracia y de perdón al ladrón en la cruz: «¡hoy estarás
conmigo en el Paraíso!» ¡Es Aquel que ha de venir!
¿Quien es éste que a encontrarme viene con gran amor,
Cual Estrella de la mañana, de la luz albor?
Es Aquel que en cruz cruenta padeció una vez;
Aún en gloria le conozco, pues Él mismo es.
¿Hacen falta pruebas? Leamos, pues, en Hechos 1:11, lo que los dos ángeles
dijeron a los discípulos en el monte de los Olivos. El Señor acababa de
dejarles, ascendiendo al cielo, y habiéndoles demostrado de modo tangible que Él
no era un espíritu, algún aparecido, sino un Hombre viviente, de carne y hueso,
al que podían tocar y palpar si acaso dudaban de Sus palabras. Y los ángeles
añaden: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús,
que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al
cielo».
¡Veinte siglos en la gloria no le han cambiado en absoluto! La misma Persona que
Marta fue a encontrar, tras la muerte de su hermano, es la que esperamos
nosotros; y si hemos de «dormir» antes que Él vuelva, Aquel que es «la
Resurrección y la Vida», que dijo: «Nuestro amigo Lázaro duerme; mas voy para
despertarle», nos despertará también en Su venida, para que —al igual que
Lázaro— nos sentemos a Su mesa, en las mansiones celestiales.
Así, ¿por qué deberíamos sentir temor al saber que tal Amigo viene en breve a
llevarnos? «Ciertamente vengo en breve» es la feliz promesa que nos dejó. A la
vista de semejante amor, ¿no suscitará nuestro afecto por Él esta exclamación en
nosotros: «¡Amén, sea así! ¡Ven, Señor Jesús!»? (Apocalipsis 22:20).
Examinaremos ahora:
El objeto de su venida
Es preciso comprender que una vez
que el Mesías fue rechazado y crucificado por su propia nación, Dios reveló al
apóstol Pablo lo que la Escritura llama el «misterio», «encubierto desde tiempos
eternos» (Romanos 16:25), y «escondido desde los siglos en Dios» (Efesios 3:9).
Este designio que existía en el corazón de Dios —además de lo revelado en el
Antiguo Testamento— era el de preparar una Esposa para su amado Hijo; Esposa que
había de ser formada por la unión «en un solo cuerpo» (la Iglesia), de judíos y
gentiles salvados, unidos por el Espíritu Santo a Cristo, su Cabeza glorificada
en el cielo: «Y él [Cristo] es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es
el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la
preeminencia» (Colosenses 1:18-19). «Y [el Padre] sometió todas las cosas bajo
sus pies, y lo dio por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia, la cual es su
cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo» (Efesios 1:22-23). «Que
los gentiles son coherederos y miembros del mismo cuerpo, y copartícipes de la
promesa en Cristo Jesús por medio del evangelio» (3:6). «Porque somos miembros
de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. … Grande es este misterio; mas yo
digo esto respecto de Cristo y de la iglesia» (5:30, 32).
El Espíritu Santo dio principio al cumplimiento del designio divino en el día de
Pentecostés, bautizando —en «un solo cuerpo»— a los discípulos reunidos en el
aposento alto.
Para que comprendamos mejor este asunto, conviene observar que, debido a que el
Señor fue rechazado, quedaron sin cumplirse numerosas promesas del Antiguo
Testamento referente a las bendiciones del pueblo de Israel y de la tierra en
general. Citemos, por ejemplo, las profecías de Isaías acerca del reinado del
verdadero Hijo de Isaí: «Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el
cabrito se acostará; el becerro y el león y la bestia doméstica andarán juntos,
y un niño los pastoreará. La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán juntas;
y el león como el buey comerá paja. Y el niño de pecho jugará sobre la cueva del
áspid, y el recién destetado extenderá su mano sobre la caverna de la víbora.<
No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del
conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar.» (cap. 11:6-9). El cap. 35
del mismo libro nos dice: «Se alegrarán el desierto y la soledad; el yermo se
gozará y florecerá como la rosa. … La gloria del Líbano le será dada, la
hermosura del Carmelo y de Sarón. Ellos verán la gloria de Jehová, la hermosura
del Dios nuestro.
Y Amós describe estas bendiciones con estas palabras: «He aquí vienen días, dice
Jehová, en que el que ara alcanzará al segador, y el pisador de las uvas al que
lleve la simiente …» (cap. 9:13-15). Mientras que Miqueas añade: «Martillarán
sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación
contra nación, ni se ensayarán más para la guerra». (cap. 4:3). «La tierra será
llena del conocimiento de la gloria de Jehová» (Habacuc 2:14). Luego, en
relación con la restauración de Israel en su tierra, testifica Isaías: «Y
levantará pendón a las naciones, y juntará los desterrados de Israel, y reunirá
los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra» (cap. 11:12). «Y los
redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sión con alegría; y gozo perpetuo será
sobre sus cabezas …» (cap. 35:10). Leemos además en Jeremías 23:5-6; Ezequiel
36:24, y Jeremías 31:10: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en que levantaré
a David renuevo justo, y reinará como Rey, el cual será dichoso, y hará juicio y
justicia en la tierra …» — «Y yo os tomaré de las naciones, y os recogeré de
todas las tierras, y os traeré a vuestro país» — «El que esparció a Israel lo
reunirá y guardará, como el pastor a su rebaño» …
Observando atentamente estos pasajes y cotejándolos con otros semejantes,
hallaremos que el cumplimiento de esas profecías no es el resultado de la
conversión del mundo por la predicación del Evangelio, sino de los juicios que
precederán a dicha era milenaria. Y no olvidemos que «hasta que pasen el cielo y
la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley [esto es, de las
Escrituras], hasta que todo se haya cumplido» (Mateo 5:18).
Así, al volver al cielo, el Señor dejó sin realizar, sin cumplir, dos series de
bendiciones prometidas: (1) Las que se relacionan con la Iglesia; (2) Las que se
relacionan con el pueblo de Israel, enteramente distintas las unas de las otras.
Para dar cumplimiento a la primera, vendrá el Señor no con los atributos de un
Juez, sino como Isaac cuando salió al encuentro de Rebeca: como esposo lleno de
amor (Génesis cap. 24). En contraste, y para dar cumplimiento a la segunda serie
de bendiciones, vendrá semejante a David, como poderoso conquistador, para tomar
posesión de Su reino. En otras palabras, Jesús es el Esposo de la Iglesia y es
el Rey de Israel.
La Palabra de Dios menciona dos fases distintas de la segunda venida de
Jesucristo: dos estaciones —por expresarlo de este modo— del mismo viaje.
Primeramente descenderá del cielo para arrebatar a Sus santos (o sea, a cuantos
han depositado su fe en Él para ser salvos), y llevarlos arriba en las mansiones
celestiales; luego, pasado un breve período, volverá con ellos con poder y
gloria para establecer Su reino.
Tomemos un ejemplo para ilustrar esta parte del tema. Paseando por el campo
cierta mañana, reparamos en un charquito de agua, lo evitamos y —sin pensar más
en él— seguimos caminando. Unos días después, al pasar por el mismo lugar, el
charco ha desaparecido, el agua ya no está: hasta las gotas que penetraron en la
tierra se evaporaron. ¿Que sucedió? Sencillamente que el sol, brillando con toda
su fuerza, las atrajo a lo alto. Nadie las ha visto subir, y sin embargo ¡han
subido! Semanas más tarde, notamos las mismas gotas, pero enteramente
transformadas; son ahora hermosísimos copos de nieve, que suscitan la admiración
de todos.
Amado lector, así será en breve. Jesús descenderá del cielo y en un instante
surgirán del polvo los cuerpos resucitados de los que «durmieron» en Él,
mientras que los que vivamos seremos transformados, para ascender juntos a Su
encuentro. Nada hay en la Escritura que nos haga suponer que los inconversos nos
verán cuando seamos arrebatados. La repentina desaparición de todos los
creyentes —redimidos por la sangre de Cristo— manifestará lo que ha pasado. «Enoc
fue trasladado para que no viese la muerte; y no fue hallado, porque le había
trasladado Dios» (Hebreos 11:5). Es precisamente lo que sucederá con la Iglesia:
casi secretamente arrebatada, volverá a aparecer en gloria con Cristo, cuando Él
sea manifestado: «y todo ojo le verá» (Apocalipsis 1:7).
El mismo Señor presenta claramente estas dos fases de Su venida en el capítulo
25 de Mateo. En la parábola de las diez vírgenes describe un aspecto de la
misma; y en la de las ovejas y de las cabras, el otro. En el primer símil, las
vírgenes prudentes, con sus lámparas bien provistas de aceite, entran con el
Esposo al lugar de las bodas; mientras que en el segundo, se ve al Rey salir
para juzgar. Fijémonos en éste contraste. En la primera parábola, los salvos
(bajo la figura de las vírgenes prudentes) entran a las bodas, siendo llevados
al cielo, mientras que malvados e incrédulos (la vírgenes fatuas), dejados en la
tierra, quedan atrás para sufrir luego el juicio. En la segunda parábola, los
malos son llevados al suplicio eterno, mientras que los justos son dejados en la
tierra para gozar de las bendiciones del reino milenario. En el primer caso, los
santos entran y se cierra la puerta; en el segundo, el cielo está abierto y los
santos salen.
Los capítulos 5, 6 y 19 del Apocalipsis relatan lo que se verificará en los
cielos una vez que la Iglesia haya entrado allí. Los santos, representados por
los veinticuatro ancianos, están sentados alrededor del trono; vestidos de ropas
blancas y ceñidas sus frentes de coronas de oro, adoran —postrados delante del
que está sentado en el trono— diciendo: «Digno eres de tomar el libro y de abrir
sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para
Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación …» En el cap. 19 leemos:
«Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del
Cordero». ¡Que contraste más grande con lo que se describe en Mateo 25:11! En
este pasaje del primer Evangelio, la Palabra nos hace oír el lamento de los que
quedaron fuera; mientras que en Apocalipsis 19, percibimos los acentos de gozo
triunfal de los que están dentro. Lector, ¿con cual de estos dos grupos te
hallas tú? Medítalo bien, ¡es una solemne pregunta de cuya respuesta depende tu
condición eterna! ¿Perdido o salvo?, ¿fuera o dentro? ¿Cual es tu estado? ¿Dónde
estás tú?
«Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba
se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea», prosigue el capítulo
19 del Apocalipsis (vv. 11-16), donde vemos salir al Señor de los señores y al
Rey de los reyes con sus ejércitos: «De su boca sale una espada aguda, para
herir con ella a las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el
lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso».
Echemos todavía una mirada al capítulo 25 de Mateo. Una interpretación bastante
común —pero completamente errónea— pretende que la parábola de «las ovejas y de
las cabras» es una ilustración del juicio final. Y a menudo se pregunta: «¿No
hemos de estar todos allí, para ser entonces colocados unos entre las «ovejas»,
a Su derecha, otros entre las «cabras», a Su izquierda?» Sin el menor titubeo,
contesto rotundamente que no.
Esta escena representa el juicio de las «Naciones» (o de «los gentiles»)
viviendo sobre la tierra cuando el Señor venga a establecer Su reino. No son
israelitas por cuanto está escrito: «he aquí que este pueblo habitará solo, y
entre las (demás) naciones no será contado» (Números 23:9). Tampoco se trata de
los creyentes que componen la Iglesia, ya que en ella no puede haber tales
distinciones como «griego y judío, circuncisión e incircuncisión» (véase
Colosenses 3:11 y Hechos 15:14).
Cabe entonces preguntar: Si Israel y la Iglesia no forman parte de las
«naciones» aquí juzgadas, ¿dónde pues se hallan éstos? Dejemos que conteste la
Escritura.
1.En cuanto a la Iglesia, los siguientes pasajes son concluyentes: «Cuando
Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis
manifestados con él en gloria» (Colosenses 3:4); «He aquí, vino el Señor con sus
santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a
todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente …» (Jud.
14-15); «y vendrá Jehová mi Dios, y con él todos los santos … Y Jehová será rey
sobre toda la tierra» (Zacarías 14:5 y 9); «Al que venciere», dice el Señor a
los de Laodicea, «le daré que se siente conmigo en mi trono» (Apocalipsis 3:21).
¿Hay algo más claro que estos pasajes para demostrar cual será el lugar y la
posición que ocuparán los «coherederos», el día que Aquel que es «constituido
Heredero de todo» tome posesión de Su herencia?
2.En cuanto al pueblo de Israel, recordemos en primer lugar que es «simiente de
Abraham», según la carne, mientras que Jesús es «Hijo de David, hijo de Abraham»
(Mateo 1:1). En Hebreos 2:16 leemos: «Porque ciertamente no socorrió a los
ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham. Por lo cual debía ser
en todo semejante a sus hermanos …» Por lo tanto, si como Hijo de David, Cristo
es «Rey» de los Israelitas; como Hijo de Abraham puede hablar de ellos como
siendo Sus «hermanos». Y, para cumplir la profecía encerrada en la bendición
otorgada por el hijo de Abraham (Isaac) a Jacob, el Rey bendice a los que
favorecieron a los hijos de Jacob, mientras que maldice a los que no lo
hicieron; según estas palabras: «¡Malditos los que te maldijeren, Y benditos los
que te bendijeren!» (Comparar Génesis 27:29 con Mateo 25:34 y 41).
Además de los creyentes que aparecerán con Él en gloria, según vimos en otros
pasajes, el Señor menciona aquí tres grupos distintos: las «ovejas», las
«cabras» y «mis hermanos». Estos últimos son, según la carne, los de Su propia
nación; pero cabe preguntar: ¿quienes son, entonces, las «ovejas» y las
«cabras»?
Otras porciones bíblicas nos revelan que cuando la Iglesia haya sido arrebatada
a la gloria habrá mensajeros judíos que llevarán un mensaje especial a «todas la
naciones»: «Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para
testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin» (Mateo 24:14). Cabe
que el tema principal de dicho mensaje sea la preparación para el advenimiento
del verdadero «Rey». Algunos de éstos «gentiles», o de entre las «naciones»,
recibirán el testimonio, tratando bien a los mensajeros; mientras que otros no
sólo rechazarán el mensaje, sino que aborrecerán a esos enviados maltratados y
despreciados.
Notemos que es únicamente por este motivo —el modo de tratar a Sus «hermanos»—
por lo que el Rey, en su venida, separa a las naciones, y finalmente las bendice
o las maldice. Una parte de ellas está representada bajo el símil de las
«ovejas», y la otra por las «cabras» o «cabritos». Los primeros (como Rut la
moabita, llena de benevolencia para con Noemí, la viuda israelita), serán
premiados con la participación de la gloria del reino milenario del Mesías sobre
la tierra; y sabemos que el Señor tendrá en cuenta hasta el menor vaso de agua
fría que se haya dado en nombre de discípulo (Mateo 10:42); mientras que los
demás gentiles serán «cortados de la tierra» por el juicio.
Esta parábola no habla para nada de la resurrección ni del fin del mundo; ni
tampoco el capítulo 19 del Apocalipsis, que presenta una escena análoga.
Sabemos que hay dos resurrecciones: la de los salvos, y la de los malvados; o
según el Señor las llama: «la resurrección de vida, y la resurrección de —o
para— condenación.» La primera se divide en tres fases:
1. Cristo, «primicias de los que durmieron» (1 Corintios 15:20).
2. Los creyentes que resucitarán —según vimos— cuando venga el Señor a buscar a
su Iglesia (1 Tesalonicenses 4:16; 1 Corintios 15:52).
3. Los mencionados en Apocalipsis 20:4-6: «los decapitados por causa del
testimonio de Jesús y por la palabra de Dios, los que no habían adorado a la
bestia … y vivieron y reinaron con Cristo mil años … Esta es la primera
resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera
resurrección».
La segunda resurrección, la de los malvados, se verificará después de los mil
años del reinado de Cristo, según vemos claramente por éste texto: «Pero los
otros muertos no volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años»
(Apocalipsis 20:5). Al final de esa era de paz y de justicia, cuando habrán
huido la tierra y el cielo que ahora son, entonces los muertos, «grandes y
pequeños», serán juzgados delante del gran trono blanco, cada uno según sus
obras: será la resurrección de condenación (Juan 5:29); «y cualquiera que no fue
hallado escrito en el libro de la vida, fue arrojado en el lago de fuego». «Esta
es la muerte segunda» (Apocalipsis 20:14-15).
Y el que recibió esta revelación añade: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva»,
de los que Pedro dice: «en los cuales mora la justicia» (2 Pedro 3:13). «Vi la
santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como
una esposa ataviada para su marido …» Así, hasta el versículo 8 del cap. 21 de
Apocalipsis que hemos empezado a citar, tenemos una descripción del estado
eterno.
¡Bendito sea Dios por habernos revelado esas maravillosas realidades, y por el
don del Espíritu Santo que nos las hace entender! «¡Oh profundidad de las
riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!» (Romanos 11:33)
Para terminar, consideraremos brevemente la última parte de nuestro tema:
Cómo prepararse para su venida
En la Biblia hallamos dos maneras
de estar preparados para aquel momento:
1.«Y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas; y se cerró la
puerta …» (Mateo 25:10).
2.«Porque yo», dice el apóstol Pablo, «ya estoy para ser sacrificado, … he
peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo
demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que aman su
venida» (2 Timoteo 4:6-8).
En el primer sentido, todos los que son de Cristo (1 Corintios 15:23) están
preparados: han depositado su fe en Él, y han sido lavados de sus pecados por Su
preciosa sangre; son hechos agradables a Dios y el Espíritu de Cristo mora en
ellos (Romanos 8:9), y ello sin mérito alguno de ellos. Pueden dar gracias al
Padre que los hizo aptos para participar de la herencia de los santos en la luz
(Colosenses 1:12-14).
En el segundo sentido, vemos que el apóstol estaba preparado, no sólo por cuanto
era salvo —cosa que sabía por muchos años ya—, sino porque su servicio y su
testimonio habían sido tales que tenía la certidumbre de que recibiría la
aprobación de su Maestro.
Aclaremos esto con un ejemplo: supongamos, amado lector, que envías a tu hijo a
una ciudad lejana donde debe llevar a cabo un asunto importante. Al partir, le
entregas un billete (o «boleto») de ida y vuelta para el viaje; le das las
instrucciones necesarias acerca del sitio adonde debe ir y de lo que debe hacer;
le exhortas, en fin, para que se aplique con diligencia a satisfacer tus deseos.
Cuando llega a dicha ciudad, tu hijo parece muy enérgico y lleno de buena
voluntad. Pero, al cabo de algún tiempo, se une con unos antiguos camaradas;
olvida tus recomendaciones y pierde su tiempo en callejear. De repente,
sobresaltado, se da cuenta que no tiene ni un momento que perder si quiere
alcanzar el último tren para volver a casa. Se precipita a la estación, llega
precisamente cuando el convoy arranca del andén y, tras una breve carrera, el
joven sube en marcha y viaja, sano y salvo, hacia su hogar. Preguntemos ahora:
¿Estaba listo para volver? En cuanto a lo que podía exigir la compañía
ferroviaria, sí; porque tenía su billete y ningún empleado podía discutir de la
validez del mismo, ni de su derecho a viajar. Pero, ¿de qué modo obtuvo el
billete? ¿Por algún esfuerzo suyo? ¿Por lo que negoció, o ganó en aquella
ciudad? No, sino sólo porque tú se lo compraste y se lo entregaste. ¿Y en cuanto
a tu encargo, tus negocios? ¡Perdió cualquier derecho a tu aprobación por estos!
No le podrás decir a tu hijo: «está bien, me has servido fielmente». Sin
embargo, en cuanto regrese tendrá —como hijo— su sitio a la mesa con los demás
miembros de la familia.
Ahora bien, por la fe en la obra cumplida del Salvador —que murió por nuestros
delitos y pecados, que ha resucitado para nuestra justificación, y que ha sido
glorificado en el cielo— cada creyente tiene lo que corresponde al «billete» de
nuestro ejemplo, esto es, la incuestionable prueba de que su viaje al cielo está
enteramente pagado. Pero, si bien la Escritura nos asegura que «en él —Cristo—
es justificado todo aquel que cree» (Hechos 13:39), y que «a los que justificó,
a éstos también glorificó» (Romanos 8:30), sin embargo no todos los creyentes
recibirán igual premio: «cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor» (1
Corintios 3:8). Estas dos cosas tendrá en cuenta el Señor: la cantidad de
trabajo que habremos realizado, como también su calidad, según éstos criterios:
«Aconteció que vuelto él, … mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales
había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno» (Lucas 19:15).
Lo que se averigua aquí es la cantidad de trabajo que han llevado a cabo.
Asimismo se hará patente la calidad de nuestra obra: «la obra de cada uno se
hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y
la obra de cada uno cuál sea, el fuego [imagen de juicio] la probará. Si
permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra
de alguno se quemare, él sufrirá pérdida [pérdida de galardón], si bien él mismo
será salvo …» (1 Corintios 3:13-15).
Quiera Dios, cristiano lector, que además del privilegio de entrar con el Señor
Jesucristo a las bodas, ocupando el lugar que nos tiene reservado, tanto tu
suerte como la mía sea la de ser vigilantes, trabajando para Él, enterándonos de
Sus deseos, tomándonos a pecho Sus intereses, constreñidos por el poder de Su
inmutable amor, hasta que Él venga. Recordemos que si queremos llevar nuestra
cruz y seguirle con un corazón verdaderamente consagrado, es ahora que debemos
hacerlo.
Hemos llegado a esos «tiempos peligrosos» en que los hombres son «amadores de
los deleites más que de Dios, que tendrán apariencia de piedad, pero negarán la
eficacia de ella»; tiempos en los que «los malos hombres y los engañadores irán
de mal en peor, engañando y siendo engañados» (2 Timoteo 3:1-9, 13). ¡Qué
solemne contradicción con el error común según el cual el mundo entero se
convertirá antes del regreso de Cristo! Estamos en una época de ruidosas
actividades religiosas, pero de escasa vida que mane realmente de Dios; época en
que el espíritu de iniquidad va afirmándose cada vez más en el mundo, mientras
que en la Iglesia en general se nota una creciente elasticidad de principios y
falta de fidelidad a Cristo. A pesar de todo, tenemos y seguiremos teniendo «a
Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros
herencia con todos los santificados» (Hechos 20:32). O sea, la Palabra de Dios
para guiar nuestros pasos, y Su gracia para sostenernos en la senda que nos va
trazando.
No nos dejemos engañar por las apariencias, ni no desanimemos si en el camino de
la obediencia a Cristo no hallamos lo que —a criterio humano— pudiera asemejarse
al éxito. Ciertamente «el obedecer es mejor que los sacrificios»; y ojalá haga
mella en nuestros corazones aquella exhortación de nuestro amado Maestro: «Estén
ceñidos vuestros lomos, y vuestras lámparas encendidas; y vosotros sed
semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que
cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a
los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se
ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles» (Lucas 12:35-37).
Y si estas páginas llegaren hasta ti, lector, y tu corazón no ha sido todavía
regenerado (aunque tal vez hayas sido bautizado, y lleves incluso el nombre de
«cristiano»), quisiera llamar tu atención sobre el hecho que la venida del Señor
será repentina, y que serás dejado atrás si Él te halla «sin aceite en tu vaso».
Deténte, y considera —siquiera por un instante— lo que te reserva el futuro cada
vez más cercano. ¡Medita cuán velozmente te arrastran las alas del tiempo hacia
la eternidad! ¡Y qué eternidad! Ser dejado sobre esta tierra —futuro escenario
de los juicios divinos— mientras que los salvos (tal vez tu amigos y parientes)
han sido arrebatados al cielo. Y eso por haber cerrado los oídos a la última
advertencia que te había sido dirigida por el Espíritu Santo, por haber
escuchado con un corazón incrédulo la postrer oferta de la gracia de Dios. ¡Qué
triste y solemne será esto! Pero no menos solemne será el hecho que tu cuerpo
quedará en la tumba fría y lóbrega durante el milenio de felicidad, cuando la
tierra estará llena de la gloria de Dios, cuando el Príncipe de Paz extenderá Su
señorío de mar a mar, y desde el río hasta los fines de la tierra (véase Salmo
72:19 y Zacarías 9:10).
No disfrutar de estas bendiciones será, ciertamente, una pérdida cuantiosa.
Luego, tendrás que encararte aún con la ETERNIDAD. ¡No lo olvides! Serás
resucitado de los muertos por la poderosa voz del Hijo de Dios (Juan 5:25, 29),
para ser juzgado delante del gran trono blanco. Allí deberás responder de cada
acto que hayas cometido al lo largo de tu vida, de cualquier palabra torpe que
hayas pronunciado, y hasta de cualquier pensamiento malo o impuro en los que te
habrás recreado durante cuarenta, sesenta, u ochenta años: «la paga del pecado
es muerte», y como es cierto que Dios no puede mentir, tu suerte quedará fijada
en el lago ardiendo de azufre y fuego. Así, no trates este asunto a la ligera.
Ahora está abierta la puerta de la gracia; Jesús te convida todavía; los Suyos
no han sido arrebatados aún; pero te advierto del peligro y te ruego acudas al
Refugio mientras haya tiempo.
Jesucristo puede venir incluso antes de que termines la lectura de éstas
páginas. Presta atención, deja de huir de Dios y vuélvete hacia Él, arrodíllate
a las plantas puras del único Salvador —del único Mediador entre Dios y los
hombres— y confiésale todos tus pecados. Luego, Él te dará la bienvenida, te
bendecirá y te salvará, y Su paz inundará tu corazón. ¡Bendito sea para siempre
tan poderoso Salvador!
«Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo
para salvar a los pecadores» (1 Timoteo 1:15). Gracias a Dios, «aún hay lugar»
(Lucas 14:22).
Fuente:
DEPÓSITO DE LITERATURA CRISTIANA
Av Forest 1520
Buenos Aires
Argentina