EL COSTE DE LA VIDA
Con el fin de poder llevar una existencia
agradable y cómoda la mayoría perseguimos un objetivo: la felicidad y el
bienestar en nuestras vidas. Y esto a veces exige hacer sacrificios que no
son agradables, ya que tenemos que poner todo nuestro interés en alcanzar
aquello que puede hacernos felices. Tanto si lo conseguimos como si no,
seguimos con un vacío en nuestras vidas. Deseamos aún más de lo que ya
tenemos, algo que nos llene, y nunca nos sentimos satisfechos aunque la
ciencia y el progreso trabajen duro para proporcionarnos lo que carecemos.
El llamado estado del bienestar, situación social que muchos países
democratizados han conseguido gracias al crecimiento del trabajo y la
economía, solo pueden cubrir las necesidades materiales y vitales más
imperiosas. En cambio, las necesidades espirituales no ejercen ninguna
atracción en nosotros. ¿Qué pasa con ellas? La atención que podamos darles
para satisfacerlas es muy importante. Hay una manera de hacerlo sin invertir
ningún coste en ello, y esto solo es posible cuando conocemos a Dios, el
Creador del universo y Sustentador de la vida. Él dio a su Hijo Jesucristo
para poder regalarnos esta vida que Jesús llama abundante: «yo he venido
para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia.» (Juan 10:10). «De
cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió,
tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, sino que ha pasado de la
muerte a la vida.» (Juan 5:24).
Estas son las palabras del Dios eterno, justo y amoroso que nos ha amado
tanto hasta el extremo de tener que renunciar a su trono celestial para
hacerse hombre, y «hallado en su porte exterior como hombre, se humilló a sí
mismo, al hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz…»; «por amor a
nosotros se hizo pobre, siendo rico, para que fuéramos enriquecidos con su
pobreza.» (Filipenses 2:8; 2 Corintios 8:9).
He aquí el coste que tuvo que pagar el Señor muriendo en la cruz. Todos le
habíamos dado la espalda y no queríamos saber nada de Él. Nos apartamos como
ovejas que se extravían. Jesús dio su vida para salvarnos del juicio y en
nuestro lugar sufrió la justicia de Dios como castigo para pagar nuestro
pecado. ¿No es un precio muy elevado que Dios muriera como hombre para poder
reconciliarnos con él y salvarnos de una muerte eterna, segura y terrible?
Esto que acabamos de decir puede ser difícil de aceptar, y de hecho es algo
incomprensible para la razón si dejamos que trabaje y lo procese todo. Aquí
tenemos la raíz del problema. Cuando Dios habla no se dirige a la razón
puramente humana o a nuestra inteligencia racional, sino a la conciencia
individual para llegar hasta lo más profundo de nuestro corazón. ¿Se trata
acaso de un método sutil que Dios emplea para cambiar a las personas? Puede
que sea su método, pero de ningún modo emplea sutilezas porque para Él no
representa ningún esfuerzo dirigirse directamente a nosotros sin utilizar
palabras difíciles de entender. Nos habla de manera directa: «todos han
pecado y han sido destituidos de la gloria de Dios.» «Quien cree en el hijo
tiene vida eterna, pero quien le desobedece no verá la vida sino que la ira
de Dios está ya sobre él.»
Así y todo, el Hijo de Dios no obliga a nadie a creer, solo avisa de lo que
pasará si no lo hace. No trata de meter miedo a nadie. Lo que hace es
advertir y buscar con amor al hombre y la mujer perdidos sin Dios. La vida
que nos pertenece no es la de este mundo, es la eterna. Los hombres y
mujeres fuimos creados para vivir eternamente con Dios, y si a estas alturas
hemos perdido el sentido de dicha vida se debe al pecado que entró en este
mundo a través de Adán, el primer hombre creado. La vida eterna es, además
de una promesa que Dios nos hace, un hecho para el creyente que ha creído
por la fe en Cristo. El Hijo eterno de Dios, Señor del cielo y la tierra, no
obliga a nadie a tomar una decisión que tenga que lamentar después, al
contrario, da a todos la oportunidad de arrepentirse de una vida pasada sin
Dios y en el pecado para ofrecerles otra vida totalmente nueva que proviene
de Él: la vida eterna.
Esta vida es la que Dios nos dio con un determinado coste: «porque de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo
aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna.» No todos
estarían de acuerdo en dar a su hijo o hija para que pagara las faltas y
fracasos de los demás. ¡Y mucho menos si tuviera que morir! Pero Dios sí lo
hizo aunque no tenía necesidad, de buena voluntad, mostrando amor hacia
nosotros. Somos salvados del castigo eterno por su vida y eso nos da la
promesa de la otra vida. En la vida eterna radica la felicidad y la plenitud
del hombre, pues una vez que ha creído en el Dios salvador se transforma
radicalmente su manera de pensar y de opinar sobre el sentido de esta vida,
de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos. Su idea de Dios se
transforma también cuando conoce concretamente a una Persona divina. El
Señor nos da la respuesta en la Biblia, su palabra perdurable. Jesús nos la
dio a todos, y pese a la actitud rebelde de quienes le rechazaron cuando
estuvo en esta tierra Él insiste con amor en que todos acudan a Dios a
través del Hijo amado y alcancen este descanso eterno.
«YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA; EL QUE CREE EN MÍ, AUNQUE HAYA MUERTO,
VIVIRÁ.»
(JUAN 11:24)
«PORQUE SI SIENDO ENEMIGOS, FUIMOS RECONCILIADOS CON DIOS POR LA MUERTE DE
SU HIJO, MUCHO MÁS, HABIENDO SIDO RECONCILIADOS, SEREMOS SALVOS POR SU
VIDA.»
(ROMANOS 5:10)