EL REINO DEL REY
AUSENTE
Las Parábolas del
Reino
(MATEO XIII)
por F. W. Grant
Revisado y adaptado
CONTENIDO:
I. Los
«misterios del reino»
-Introducción
II. La
siembra de la simiente y sus resultados
-Parábola del sembrador
III. Cizaña
entre el trigo
-Parábola del trigo y la cizaña. 1ª Parte
IV. El
tiempo de la siega
-Parábola del trigo y la cizaña. 2ª Parte
V. El poder
secular, y «la voz de la iglesia»
-Parábola de la semilla de mostaza
-Parábola de la levadura
VI. El
consejo y el propósito divinos
-El tesoro escondido
-La perla de gran precio
VII. El
evangelio eterno
-La red
EL REINO DEL
REY AUSENTE
I. LOS «MISTERIOS DEL REINO»
Introducción
«¿Luego, eres tú rey?» «Tú lo dices; yo soy rey»
Y, sin embargo, mientras entre los
cristianos no hay, ni puede haber, discusión en cuanto a esto (que Cristo es rey
y por lo tanto tiene asignado un reino), ha habido gran debate con respecto a la
naturaleza y forma de este reino. Debemos ocuparnos de esta controversia, antes
de examinar en detalle las parábolas que están ante nosotros en este capítulo 13
de Mateo.
Ante todo, permitidme que os refiera a un versículo de Apocalipsis, cuya
consideración creo que respondería a muchas de las cuestiones, poniendo fin a
mucha de la duda que tienen tantos con respecto a este asunto. Está en la
promesa para el que venciere, en la carta a Laodicea: «Al que venza, le daré que
se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido, y me he sentado con mi
Padre en su trono» (Ap 3:21).
Es el Señor Jesús quien habla, como bien sabemos; y él habla claramente de los
tronos donde se sienta. En el del Padre ya está sentado, la autoridad que de
éste le pertenece ya la ejerce. En el otro, parece dar a entender que no se
sienta todavía, y enseguida veremos que ésta es la verdad actual; es un trono
que él espera, no ocupado aún.
Uno es el trono de su Padre, el asiento de la omnipotencia y autoridad Divinas,
y aunque como hombre, y como el que ha vencido en el poderoso conflicto en que
ha estado ocupado, él está sentado allí. Sin embargo, solamente como Uno que es
un ser Divino pudo hacerlo así. Ninguna criatura podía ocupar o participar del
trono de Dios mismo.
Pero hay otro trono que él puede compartir con otros. A éste llama él aquí «MI
TRONO», un trono que ocupa como hombre, distinto al trono de Dios. En este
sentido habla el Salmo 8, citado y explicado en Hebreos 2: «Porque no sometió a
los ángeles el mundo venidero, acerca del cual estamos hablando; pero alguien
testificó en cierto lugar, diciendo: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de
él, o el hijo del hombre, para que te preocupes de él? Le hiciste un poco menor
que a los ángeles, le coronaste de gloria y de honra, y le constituiste sobre
las obras de tus manos; todo lo sometiste bajo sus pies». Éste es pues,
inequívocamente, hombre, según testifica el apóstol, puesto sobre el mundo que
está por venir. ¿Y en quién tiene este maravilloso lenguaje su cumplimiento?
Pues, según él lo explica más adelante, en el Señor Jesús, al ocupar ese trono
que él espera: «Pero ahora todavía no vemos que todas las cosas le estén
sometidas. Pero vemos a Aquél que fue hecho un poco menor que los ángeles, a
Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte». Él
es a quien se refiere todo esto. Él está coronado de gloria y de honra, y
sentado en el trono de su Padre. Es decir, como hombre, no tiene puestas todas
las cosas bajo él, pero eso tendrá su cumplimiento en el mundo venidero, al
final de la tribulación, cuando todo será puesto bajo su regia mano (Ap 11:15).
En este sentido, la Escritura es abundantemente clara y precisa, y es en todas
partes consistente: Que Cristo es ahora un Rey, que tiene actualmente un reino,
que lo sostiene donde quiera; pero ese reino al cual estamos trasladados es el
«reino de su amado Hijo» (Col 1:13), mientras que aquel reino que será
establecido sobre la tierra en los días venideros, uniformemente es llamado el
«reino del Hijo del hombre», una referencia clara a la visión de Dn 7:13-14 y a
la del Salmo 8, anteriormente citado.
El término usado en este capítulo 13 de Mateo, «El reino de los cielos», es
también tomado del libro de Daniel (5:26), y allí se aplica al gobierno que Dios
ejerce sobre la tierra en todo tiempo. No obstante, no es de ese constante
gobierno ejercido siempre por el Altísimo sobre los negocios de los hombres del
que se habla aquí en Mateo, sino de un reino celestial en las manos de Cristo
como rey. Así lo proclamó Juan el Bautista como que «se acerca» un reino por
venir, mas no venido. De igual modo, también fue proclamado más tarde por el
Señor Jesús. No fue sino hasta después de terminada su obra, y que resucitó de
la muerte, que él asumió abiertamente el poder de este reino, cuando dijo: «Toda
autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra» (Mt 28:18). Él había
vencido, por lo cual se había sentado en el trono del reino.
El reino de los cielos abarca ambos reinos ya mencionados: Ese que el Señor
Jesús se sienta como rey en el trono de su Padre, y aquel que está por venir, en
el cual ocupará el trono como el Hijo del hombre, y lo compartirá con los
vencedores del tiempo presente. Haciendo otra aplicación bíblica de estas cosas,
vemos que ella incluye también ambos, «el reino y paciencia de Jesucristo (Ap
1:9), y también su reino y gloria (1 Ts 2:12)». En el primer caso el rey está
ausente de nosotros, y sufrimos. En el otro, aquellos que han sufrido reinarán
con él (2 Ti 2:12).
Esto nos guiará a la expresión: «LOS MISTERIOS DEL REINO DE LOS CIELOS». Las
parábolas de Mateo 13, dadas por nuestro Señor, tratan de estos misterios. Y lo
que eso significa nos es explicado inmediatamente por el evangelista, donde
dice«Todo esto habló Jesús en parábolas a la gente, y sin parábolas no les
hablaba nada, de modo que se cumpliese lo dicho por medio del profeta, cuando
dijo: Abriré en parábolas mi boca; declararé cosas escondidas desde la fundación
del mundo» (Mt 13:34-35). Estas cosas escondidas hasta entonces, y ahora
manifestadas en estas parábolas, son, por consiguiente, los misterios del reino
de los cielos.
El Señor no dice aquí que el reino en sí mismo fuese un misterio. No había sido
escondido que Cristo reinaría, ya que todos los profetas habían dado testimonio
de esto. Aunque si habían hablado de ello, no fue, sin embargo, sino una parte
de este reino lo que ellos habían manifestado. Fue del reino y de la gloria
solamente, y no del reino y de la paciencia. Fue del reino triunfante y
manifestado, no de aquél de un Rey ausente, donde los verdaderos súbditos
sufrirían, y los más fieles sufrirían más. En una palabra, fue del reino del
futuro (milenio) del cual ellos hablaron, y no del presente.
En ese reino del futuro, el reino del Hijo del hombre, han de ser cumplidas
todas las esperanzas y promesas de Israel. Y cuando, bajo el cetro de paz de
Aquel que tiene derecho a él, sean congregadas todas las naciones en el nombre
del Señor, será en Jerusalén donde se congregarán. «En aquel tiempo llamarán a
Jerusalén: Trono de Jehová, y todas las naciones se reunirán con ella en el
nombre de Jehová en Jerusalén; ni andarán más tras la dureza de su malvado
corazón. En aquellos días andará la casa de Judá con la casa de Israel, y
vendrán juntamente de la tierra del norte a la tierra que hice heredar a
vuestros padres» (Jer 3:17-18).
Palabras que apenas pueden ser más claras y decisivas. ¿Han sido ellas cumplidas
en alguna época o período del pasado? Ciertamente no. Ellas aguardan su
cumplimiento en el futuro. Hasta entonces, y mientras dure la completa
proclamación del evangelio, «Por lo que atañe al evangelio, son enemigos» (Ro
11:28). Esta es, pues, la porción de todo Israel, hasta que concluya la actual
siembra de la simiente del evangelio, y el tiempo de la siega, que es de lo que
habla la segunda parábola en Mt 13, venga.
El principio del evangelio de Mateo nos da la razón de la condición de Israel en
el tiempo presente. El capítulo segundo, en el cual los gentiles anuncian al rey
de los judíos en Jerusalén, y toda Jerusalén se turba con las nuevas, está lleno
de significado. Después, en el capítulo tercero, el Bautista proclama la
aproximación del reino, e invita al pueblo a preparar el camino del Señor, ya
listo para aparecer entre ellos. Viene él, y recibe el testimonio como el Hijo
de Dios; declara el carácter de aquellos bienaventurados a quienes el reino
pertenece (Caps. 5-7); y finalmente se manifiesta él mismo como aquel en quien
habita todo el poder necesario para traer la plena bendición al hombre, el
completo libramiento de todo aquello que lo agobia y oprime. La enfermedad es
ahuyentada con un tocamiento o una palabra; los diablos son arrojados fuera; las
olas y los vientos sujetados; allí está él para salir al encuentro al pecado
mismo, causa de todas las tristezas por doquier; el Hijo del hombre tiene poder
para perdonar pecados. Allí está el Rey, el Rey venido de Dios, presente
conforme a la promesa y a la profecía de siglos pasados. El reino de los cielos
indudablemente está cerca.
Y el hombre, pobre criado y cautivo del Diablo, ligado con la cadena de sus
propios pecados en las manos de Satanás, ¿cómo dará la bienvenida a la
liberación? ¿con qué alegría y gratitud de corazón saludará al Libertador? ¡Ay!,
demasiado bien sabemos cómo lo hizo. Y de este modo, juntamente con este
desarrollo de poder y gracia sin igual, estos dos capítulos (Mt. 8 y 9) nos
ofrecen la repulsión que hizo el hombre del Príncipe y Salvador nombrado por
Dios. Mientras más se despliega la gloria de su persona, más enfática es esa
repulsión. «Las zorras tienen guaridas; y las aves de los cielos, nidos; mas el
Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza» (Lc 9:58). Las gentes le
ruegan que se retire de sus costas. Y cuando les da la prueba manifiesta de ser
él a quien necesitan, el que podría ministrar la única ayuda efectiva,
perdonando el pecado mismo, dicen en sus corazones: «Éste blasfema» (Mt 9:3).
El principio del fin ha llegado. Desde entonces, aunque ni su amor fue detenido
ni contradicho su propósito, la senda del hijo del hombre
Sin terrenal sonrisa consolada,
Es su senda tan solo a la cruz guiada.
A pesar de todo, él será misericordioso; llamará al publicano para que le siga,
y se sentará abiertamente con publicanos y pecadores. Y si el nuevo vino no está
bien en los viejos odres del judaísmo, él debe tener otros odres.
En el capítulo 10 se da formal llamamiento a la nación para prepararse para el
reino cercano. Israel es convocado; no los samaritanos ni los gentiles. Aunque
él previene a sus mensajeros, como quien todo lo prevé, de lo que podían esperar
de las manos de los hombres. Pues los envía como a corderos en medio de lobos; y
el Príncipe de paz había traído espada. Ésa era la porción que les correspondía
como sus seguidores, porque el discípulo no es más que su Maestro, ni el siervo
más que su Señor. Y el Jefe de la casa ya había sido llamado Beelzebub.
Y ahora los hijos del reino tienen que ser echados fuera. En los capítulos 11 y
12, tenemos el rechazo del pueblo a causa de su incredulidad. El Bautista había
venido en el camino de justicia y los había llamado al arrepentimiento. El mismo
Jesús había venido en el camino de la gracia, con nuevas de gozo y de libertad.
Ellos no lamentaron cuando el uno endechó (el Bautista), ni entraron al gozo y
alegría del otro (Jesús). Los publicanos y pecadores, solamente los pobres y
despreciados del pueblo, habían dado la bienvenida ya a uno, ya al otro.
Así que los más altos privilegios se tornan para ellos en su más profunda
condenación. Fue ¡ay! para Corazín, ¡ay! para Bethsaida; y Capernaum levantada
hasta el cielo, hasta los infiernos sería abatida. Sería más tolerable el
castigo en el día del juicio para Tiro y para Sidón que para ellas.
En el capítulo 12, él continúa el mismo estilo de juicio, interrumpido sin duda
de una manera característica, por la frecuente vuelta hacia la misericordia, la
cual él ama mucho más. Pero a ellos no se les daría ahora ninguna señal, sino la
señal de Jonás el profeta, porque el Hijo del hombre debía morir. Pero mientras
Nínive se arrepintió a la predicación de Jonás, ellos no lo hacían a la de uno
mayor que éste. Y sería con ellos, de quienes el antiguo espíritu de idolatría
había salido, semejante a una casa adornada y barrida, aunque desocupada de
habitantes, lista para que volviese el Diablo y tomase posesión de ella otra vez
con más poder que antes. Así sería en aquella generación malvada.
Mientras él aún estaba hablando a la multitud, tuvo lugar aquello que dio más
significación a sus palabras preventivas. Su madre y sus hermanos estaban fuera
y querían hablar con él. Mas cuando uno de la muchedumbre le dio aviso,
respondiendo él, le dijo: «¿Quién es mi madre, y quiénes son mis hermanos? Y
extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos.
Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése
es mi hermano, mi hermana, y mi madre» (Mt 12:48-50).
Palabras significativas que contienen el germen de mucho de lo que ha sido
desarrollado desde entonces. El cristianismo, haciendo abstracción de las
distinciones nacionales del judaísmo, fue el primero en reunir, efectivamente
del mundo, esta hermandad de sus discípulos.
El poderoso cambio que amenazaba está, por tanto, predicho aquí. Él es el que,
en cuanto a la carne, vino de Israel, desconociendo ese parentesco carnal.
Solamente aquel que fuese espiritual sería reconocido.
De manera que si el reino iba a ser establecido ahora, debía tomar otro aspecto
y no aquel que tomó en las predicciones de los profetas de la antigüedad. Había
misterios que revelar acerca de él: cosas escondidas desde la fundación del
mundo; parábolas, sin duda para los judíos ciegos judicialmente, pero llenas de
profundo significado y valor para aquellos de quienes él pudo decir: «Pero
bienaventurados vuestros ojos, porque ven; y vuestros oídos, porque oyen. Porque
de cierto os digo, que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis, y no
lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron» (Mt 13:16-17). ¡Qué profundo
interés deberían producirnos palabras como éstas, en la boca de Nuestro Señor,
en esta revelación de cosas por tanto tiempo veladas, tan llenas de bendición en
su designio para aquellos a quienes ha sido dado el privilegio de oírlas!
Estos misterios del reino son las cosas concernientes a este reino según se
encuentra establecido en el tiempo actual, habiendo rechazado Israel a su Rey,
siendo (por el presente) rechazados ellos mismos; la Palabra del evangelio
llevada por todas partes para sembrar nuevos campos fuera del aprisco judaico,
el cual indudablemente está devastado, su cercado quitado y su muro derribado
(Isaías 5:5). El campo es, pues, el mundo (Mt 13:38); la siembra de la simiente
no está restringida por ningún límite de pueblo o de país. La palabra es la
Palabra del reino, y dondequiera que ella brote, está el reino. Pero el Rey está
ausente. Cristo ha muerto, resucitado, e ido hacia Dios. El mundo no lo ha
conocido, y sus príncipes han crucificado al Señor de la gloria. Satanás, su
príncipe (Jn 12:31; 14:30; 16:11) y dios (2 Co 4:4) demostrado, está todavía
sobre todos. De tal manera que la Palabra del reino es sembrada en un terreno
desfavorable, y brota bajo el ojo de enemigos vigilantes. El poder no está
puesto abiertamente contra ellos (los enemigos), ya que ahora es el reino y la
paciencia; todavía no es el reino y la gloria. De aquí la extraña y variada
lucha del mal contra el bien, hasta que el Hijo del hombre envíe a sus ángeles,
y «recogerán de su reino todo lo que sirve de tropiezo, y a los que hacen
iniquidad» (Mt 13:41). Con esto terminan los misterios del reino. Muchos
profetas han hablado la historia de lo que acontecerá en aquellos días, cuando
al fin, aquel a quien pertenece el derecho, tomará para sí su gran poder y
reino.
II. LA SIEMBRA DE LA SIMIENTE Y SUS RESULTADOS
Parábola del sembrador
El Señor, pues, que ha anunciado su
muerte y su resurrección debe ser el antitipo de Jonás: «en el corazón de la
tierra tres días y tres noches» (Mt 12:40). Y en consecuencia, sigue la
predicción de lo que ocurriría a aquella perversa generación que lo había
rechazado (12:41-45); mientras la nueva comunión del Hijo del hombre,
resucitado, sería con los hacedores de la voluntad de su Padre, y con éstos
solamente (12:46-50). Esto excluiría manifiestamente a la nación de Israel en su
incredulidad, mientras incluiría a cualquiera y a todos los gentiles creyentes.
El judaísmo, por consiguiente, con sus estrechas restricciones, había concluido.
Otra acción significativa del Señor, da introducción a estas parábolas del
capítulo trece. Él sale de la casa para sentarse junto al mar. Que el lector
compare la figura de la mujer que está sentada junto a las aguas en Ap 17:1, y
hallará el significado de esto. El ángel nos la interpreta en ese capítulo: «Las
aguas que has visto donde la ramera se sienta, son pueblos, muchedumbres,
naciones y lenguas» (Ap 17:15). De modo que aquí el Señor deja la casa, el lugar
de comunión reconocido, para tomar lugar, como en efecto fue, en el camino real
del comercio del mundo, el cual es el mar. Y allí en la playa, empieza su
parábola para la multitud, con: «He aquí, que salió el sembrador a sembrar».
Todos nosotros estamos familiarizados con esta parábola en cierto sentido. Todos
reconocemos en el Señor mismo a ese sembrador. Él se representa a sí mismo como
uno que salió a sembrar la Palabra del reino, ya declarada a Israel por Juan el
Bautista y por él mismo, y rechazada por aquéllos, para, por medio de ella,
conseguir fruto para sí en el campo de toda la extensión del mundo. Estamos
frente a frente desde luego, con aquello que ha acontecido durante todo el
tiempo de la historia del cristianismo. Los resultados, según el Señor los da
aquí, están ante nuestros ojos.
La simiente es la Palabra del reino, la declaración de la autoridad y poder del
rechazado y crucificado Rey de los judíos. Resucitado de los muertos por la
gloria del Padre, está sentado en el trono de Éste; y toda la autoridad en el
cielo y en la tierra le es dada a él, quien está exaltado para ser al mismo
tiempo Príncipe y Salvador. Ésta es la simiente que él siembra, pues la acción
de la siembra es siempre suya, aunque pudiera usar a otros como sus
instrumentos. La forma que el reino tiene, por tanto, es una aún no establecida
por el poder Omnipotente, al cual deben necesariamente rendirse y ceder todas
las cosas; pero es una forma ofrecida, sin embargo, para que el hombre la
acepte. La fe debe todavía preparar el camino del Señor, y, ¡ay!, no todos los
hombres tienen fe. Aquí podemos ver que hay un contraste manifiesto entre el
reino presente de Cristo y el futuro milenario. Entonces una vara de hierro
abatirá toda oposición. Aquí le es permitido ostentarse a sí misma (la
simiente); y desde luego la veremos en sus tres formas del diablo (v.19), la
carne (v.21) y el mundo (v.22). Tres partes de la simiente resultarán
infructuosas. Las gentes reciben la Palabra, y así vienen a ser súbditos, pero
se engañan a sí mismos. De esta manera el mundo que nos rodea de los que
profesan ser cristianos, está retratado en alguna de estas grandes apariencias.
La primera clase representada aquí, está representada por el oyente de junto al
camino. En él está manifestado el poder del diablo. Todavía produce solemnidad
leer de alguien, en el que la Palabra fue sembrada en su corazón. Eso no es
conversión. No entiende siquiera, y su retrato es el de junto al camino: terreno
duro, pisoteado, en el cual no penetra la simiente, sino que queda expuesta a
las aves del cielo, tentando, por decirlo así, al tentador, para que sea
arrebatada. Sin embargo, fue sembrada en el corazón. Pues dondequiera que la
Palabra de Dios habla, lleva consigo su propia autoridad divina. El hombre
interior del corazón es hecho sabedor de aquello que trae consigo su propia
evidencia y derecho (la Palabra). No obstante, la luz del conocimiento está
allí, en el alma que se aleja de la Palabra; pero se aleja porque el
conocimiento es luz, y ama más bien las tinieblas, porque sus hechos son malos.
¿Puede ser extraño a esta convicción pasajera aquel que alguna vez ha escuchado
la Palabra? Ni se espera que la Palabra sea entendida en un sentido propio.*
Ella cae como luz, descubriendo los pensamientos e intentos del corazón; y aquel
que la siente y se aleja de ella porque la siente, cae bajo el poder del diablo.
La impresión causada pronto es removida. La simiente sembrada es arrebatada. El
pobre, crédulo de Satanás, tal vez aprenderá aún a reírse de la convicción
momentánea que tuvo, y se congratulará de la sabiduría de su actual
indiferencia.
En la siguiente clase de oyentes, el terreno pedregoso ilustra la oposición de
la carne. Está representada aquí, no en lo peor de ella, sino en lo mejor. Este
hombre «oye la Palabra, y al momento la recibe con gozo; pero no tiene raíz en
sí mismo». Aquí no está el rechazo que tiene el hombre natural hacia la Palabra,
sino la recepción que hace de ella; sin embargo, aquí no hay un fruto más
verdadero que el que había en el primer caso. La simiente ha crecido
rápidamente, formándole una especie de capa natural caliente, el suelo
pedregoso, de modo que brota violentamente, con abundantes promesas. Pero la
misma cosa que favorece este pronto desarrollo, impide su permanencia. La
simiente no puede enraizar en la roca, y el sol la marchita.
Es fácil ver lo que falta aquí, y que la descripción es la del corazón de piedra
de la incredulidad, es decir, el corazón inconverso, rehusando la entrada a la
Palabra, donde parecía ser bien recibida. Hay muchos casos semejantes donde el
evangelio es aparentemente recibido desde luego, y con gozo, pero ese gozo
inmediato es precisamente la señal de la obra superficial y vana en el fondo. En
el tal nunca ha hecho huella la reja del arado de la convicción para que penetre
la simiente. La obra es mental y de emoción, no en la conciencia. No ha habido
arrepentimiento ni humillación hasta el polvo, con el conocimiento íntimo de una
condición perdida, sin auxilio, arruinada, a la cual nada sino la sangre y la
gracia de Cristo pueden hacerle frente. No ha habido desprendimiento de sí
mismo,de la propia justicia y suficiencia, para entregarse a él. Así pues, no
hay raíz en el hombre mismo, Cristo no es su verdadera y grande necesidad. Por
ello, «al venir la aflicción o la persecución por causa de la Palabra, luego
tropieza». Ésta es la religión de la carne, del sentimiento, de la imaginación;
y su fin es éste: carece del sello y de la señal de una obra verdaderamente
divina: la permanencia; «Sino que es de corta duración».
«He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo» (Ec 3:14).
Esta Escritura debería amonestar a cada obrero que sale con la preciosa simiente
de la Palabra de Dios. La lección que nuestro Señor enseña aquí es que tal
brotamiento apresurado de la Palabra, no debe cautivar al hombre, ni debe
regocijarse en ello, sino al contrario. Es dar un paso fácil al gozo y a la paz,
sin ninguna convicción profunda, sin haber tomado verdaderamente el lugar de un
pecador perdido delante de Dios. No son éstas las experiencias que deben
predicarse, o en las que las almas deben confiar para la paz. En cambio, más
bien debiéramos ser amonestados, que si Cristo «vino a buscar y a salvar lo que
se había perdido», y eso es evangelio, buenas nuevas, los hombres deben saber
que están perdidos antes de que entiendan realmente, o reciban para salvación,
este mensaje evangélico. Ésta es la verdad de la Escritura y la necesidad del
arrepentimiento; y éste es su lugar: «arrepentíos, y creed en el evangelio» (Mr
1:15).
Ahora veremos la tercera clase de estos oyentes: «el que fue sembrado entre
espinos». El Señor mismo nos da la interpretación de lo que representa aquí la
oposición del mundo: «el afán de este siglo y el engaño de la riquezas ahogan la
Palabra, y se hace infructuosa». Es una prevención más solemne, quizá, que
cualquiera de las dos anteriores. Porque aquí, la Palabra parece alcanzar más
profunda raíz y no es el asalto violento de la persecución lo que destruye esta
fe, sino, en una u otra forma, la influencia pacífica de las cosas que nos
rodean a todos. Tal vez, nada más que las pruebas (en mayor o menor grado), como
la ocupación con lo necesario y con las cosas legales, tienden a ser un afán que
mina dentro de nosotros la vida y ocupación en todo aquello que es de Dios.
Todos nosotros sentimos la tendencia; ¿y quién no recuerda casos semejantes a
éste, de aquellos en que la simiente de la Palabra brotó aparentemente, y dónde,
no por asalto repentino, ni por la opresión de la tentación, sino justamente en
el curso ordinario de la vida (quizá en compañía de la influencia no sospechosa
de la llamada prosperidad, semejante a la simiente entre espinas) fue ahogada la
promesa del fruto?
Tristemente, y en cualquiera de estos tres casos, debemos notar que sea como sea
la apariencia que tomó la simiente, nunca hubo ningún fruto. Era fe que, no
teniendo obras, fue muerta estando sola. No obró nada efectivo para Dios en las
almas que la tuvieron. No efectuó ningún juicio del pecado ni quebrantamiento
del corazón, ni vuelta hacia Dios, pues donde esto existe hay fruto, fe
verdadera y vida eterna. Los tales nunca perecerán, ni nadie los arrebatará de
la mano de aquel en quien han creído.
Solamente del de la cuarta clase se declara que «oye y entiende la Palabra».
Éste es el carácter de aquel en quien la simiente fue sembrada «en buena
tierra». Esta comprensión de la Palabra es, por tanto, el gran punto aquí. Y lo
que nos pone en condición de entender el evangelio es exactamente el
conocimiento de nosotros mismos. Nuestra culpabilidad, nuestra impotencia,
nuestra absoluta necesidad en toda su realidad, comprendida por el alma, abre el
camino para comprender la idoneidad y bienaventuranza del mensaje del evangelio.
Si yo soy un pecador, y sin poder para conseguir salir de ese lugar por ningún
esfuerzo propio, cuán grato y puro es el hecho de que Jesús murió por los
pecadores, y que Dios por medio de él «justifica al impío». Si yo no puedo hacer
nada, ¡cómo brillan para mi alma aquellas palabras: «mas al que no obra, sino
cree»! Yo entiendo eso. Eso me conviene; es digno de Dios. No hay buena tierra
preparada para recibir la verdad del evangelio, excepto aquella que ha sido
abierta por la reja del arado de la convicción, no simplemente del pecado, sino
del desamparo. «Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los
impíos» (Ro 5:6).
III. Cizaña entre el trigo
Parábola del trigo y la cizaña. 1ª Parte
Siendo así, está claro que el reino
en su forma presente no ha de ser universal. Se diferencia ampliamente de lo que
describen los profetas del Antiguo Testamento. Dejado a la espontánea acogida
del hombre, y no impuesto por la mano del poder, es recibido por algunos,
rechazado por muchos, y aun donde es exteriormente recibido, en muchos casos el
resultado no es el fruto efectivo hacia Dios. En consecuencia hay hijos del
reino que al fin, semejantes a aquellos de entre los de Israel, son arrojados
afuera. Y no por que hay falta en la simiente o en el sembrador de ella, sino
que la falta está enteramente en la naturaleza del suelo en que fue sembrada.
Pero ésa no es toda la figura de ninguna manera. Debemos ver ahora, no
simplemente el mal éxito de la buena simiente, sino el resultado de la
introducción de la semilla de otro carácter, y sembrada por otra mano. Es decir,
la siembra positiva del enemigo mismo y no solamente su oposición a lo que es
sembrado por otro. «El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró
buena semilla en su campo; pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y
sembró cizaña entre el trigo, y se fue» (Mt 13:24-25). De modo que, precisamente
en medio de lo que la primera parábola nos ha enseñado que está brotando (la
buena simiente, aunque pueden haber muchos oídos estériles y anublados), el
enemigo siembra, no trigo, sino cizaña. En este caso está claro que no es la
Palabra de Cristo la que se siembra, sino la corrupción de ella por Satanás. El
nacimiento de la buena simiente no podía producir cizaña, ni el padre de la
mentira puede predicar la verdad. Por consiguiente, la prueba de si lo que habla
un hombre es producido por buen o mal espíritu, puede ser: «Todo espíritu que
confiesa que Jesucristo ha venido en carne, procede de Dios; y todo espíritu que
no confiesa que Jesucristo ha venido en carne, no procede de Dios; y éste es el
espíritu del anticristo» (1 Jn 4:2). El enemigo de Cristo, aún como ángel de
luz, simulará a Cristo, porque él sabe demasiado bien lo que es Cristo para las
almas. Por otra parte, cuando Cristo fue predicado, aun por contención y
envidia, el apóstol pudo regocijarse por la misma razón (Fil 1:15-18). Pero aquí
no es sembrado el grano de trigo (Jn 12:24), que produciría trigo si brotase,
sino que es sembrada cizaña; y nada más que cizaña nacerá. La Palabra sembrada
en imitación, y aún en real oposición a la verdad, produce bajo el nombre y
ropaje cristianos una legión de verdaderos enemigos de la verdad y de Cristo.
Produce hijos del malo, no meramente hijos de una naturaleza caída, sino hijos
propios del diablo, engendrados por su palabra, a modo de hijos de Dios
engendrados por la de él.
Y aquí, ¡ay!, no leemos de ningún obstáculo, ninguna oposición de terreno duro y
hollado, o de roca subyacente, ni de arrebato de las aves del cielo, ni
ahogamiento por las espinas.
Todas las circunstancias favorecen esta simiente y su crecimiento. No necesita
del cultivo; se desarrollará en medio de los cuidados de este siglo, y crecerá
en compañía con el engaño de las riquezas. Está en casa por doquier, y el suelo
todo le es connatural, porque su sabiduría no es «Cristo poder de Dios, y
sabiduría de Dios» (1 Co 1:24), «no es la que desciende de lo alto, sino
terrenal, natural, diabólica» (Stg 3:15).
Así es como prospera. Y aún los hijos de Dios, no así los siervos (Mt 13:27),
son tardos para discernir la verdadera naturaleza de lo que se está sembrando y
creciendo entre ellos. Triste y solemne es ver cuán ligeramente pensamos acerca
del error; lo cual es nada más que otra manera de decir cuán ligeramente
apreciamos la verdad. No obstante, somos engendrados por la Palabra de verdad (Stg
1:18), y por la verdad somos santificados (Jn 17:17). Es únicamente por esta
Palabra que llegamos a conocernos a nosotros mismos, o conocemos a Dios. De la
perversión de esta Palabra es de la que el apóstol dice: «Mas si aun nosotros, o
un ángel del cielo, os anuncia otro evangelio diferente del que os hemos
anunciado, sea anatema» (Gá 1:8); palabras que repite enfáticamente para que
estemos seguros de que no era un celo mal reprimido lo que lo movía, sino la
verdadera inspiración del Espíritu de Cristo.
La simiente brota, pues, y ahora hay cizaña entre el trigo. ¡Qué pronto comenzó
eso en la iglesia profesante! Judaísmo, legalismo, ritualismo, y aún la negación
de la resurrección misma, clave de la doctrina cristiana, se pueden hallar entre
las iglesias de los días apostólicos; y qué solemnes amonestaciones tenemos en
la infalible Palabra de Dios en cuanto al futuro, un futuro que hace mucho
tiempo ya es presente. «Así ahora han surgido muchos anticristos», escribió el
último de los apóstoles, «por esto conocemos que es el último tiempo» (1 Jn
2:18).
Aunque los responsables de la siembra de esta cizaña, son aquellos a quienes ha
sido confiado el campo. «Pero mientras dormían los hombres, vino su enemigo y
sembró cizaña entre el trigo» (Mt 13:25). Ahí estuvo la falta. En el caso dado
en la primera parábola, ellos no tenían poder para evitar el mal recibimiento de
la Palabra de verdad, o la falsedad de una profesión externa de la verdad, en
los corazones de los hombres; la cual Palabra no tenía raíz en el hombre que
hizo la profesión. Todos los que recibieron con gusto la Palabra, el día de
Pentecostés, fueron bautizados el mismo día. No hubo espera para ver si, cuando
la tribulación viniese, soportarían; sin embargo, ésa fue la verdadera prueba
para el oyente de terreno pedregoso. Los tales recibieron con gozo la Palabra,
así como el bautismo, y fueron añadidos a los discípulos. No hubo falta, si la
hubo, de parte de los bautizantes, porque ellos no podían leer el corazón. Allí
cada hombre estuvo bajo su propia responsabilidad ante Dios.
Pero fue diferente cuando aquello que no era la Palabra, sino la corrupción de
ella por Satanás, empezó a ser sembrada en medio de los discípulos. Y una vez
más digo: qué pronto empezó eso a tener lugar; y qué pronto fue necesario
escribir aun a los hijitos, acerca del anticristo (1 Jn 2:18); y exhortar a los
hombres a que contendiesen «ardientemente por la fe que ha transmitida a los
santos de una vez por todas»; y eso porque «se han introducido solapadamente
algunos hombres, … hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de
nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo» (Jud
3-4). De este modo fue ya manifestada la cizaña. Los hijos del malo estaban
allí. Cristo fue negado en su propio reino. Se levantó la cuestión de su actual
soberanía, y él vendrá en soberanía y en juicio, para decidir esa cuestión. Los
siervos no son competentes para decidirla. «Y los siervos le dijeron: ¿quieres,
pues, que vayamos y la arranquemos? Él les dijo: no, no sea que al arrancar la
cizaña, arranquéis también con ella el trigo» (Mt 13:28-29).
Ésta es una lección solemne, de la cual, si queremos, podemos aprender mucho;
aunque no enseña lo que muchos parecen estar dispuestos a aprender de ella. Pues
está claro que la cuestión aquí no es la comunión a la mesa del Señor; y no es
más que una ceguedad absolutamente voluntaria el persistir en esta aplicación de
ella a la luz de muchas Escrituras que contradicen dicha aplicación. ¿Qué
significado podrán tener aquellas palabras dirigidas a la iglesia de Corinto:
«quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros» (1 Co 5:13), para aquellos que
aprenden de los labios del Señor mismo, según ellos dicen, que la cizaña y el
trigo deben crecer juntos en la iglesia, y que es vano y erróneo intentar
cualquier tipo de separación? ¿Y qué significan sus mismos débiles esfuerzos
para poner afuera a algunos ofensores notorios, si según ellos esto debe ser
así? Si esto es coger la cizaña, ¿por qué hacerlo aunque sea en el peor de los
casos, cuando el principio que ellos sostienen es no hacerlo para nada?
En el otro sentido, este pasaje nos enseña, que una cosa es conocer y denunciar
el mal que se ha introducido, y otra enteramente diferente el tener autoridad o
poder para arreglar las cosas enseguida. Los hombres se durmieron y la cizaña
fue sembrada. Ninguna vigilancia o celo posteriores podían reparar ya el
perjuicio. La recolección debe dejarse a las manos de los ángeles en el día de
la siega. «Dejad crecer juntas las dos cosas hasta la siega; y al tiempo de la
siega, les diré a los segadores: recoged primero la cizaña, y atadla en manojos
para quemarla; pero el trigo recogedlo en mi granero» (Mt 13:30).
El remedio de Judas para tal estado de cosas es exactamente el mismo. De los
impíos, de quienes él habla como habiéndose introducido encubiertamente, dice:
«De éstos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí, vino el
Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y
dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho
impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos hablaron contra
él» (Jud 14-15). Así, pues, en el trigal de la cristiandad, solamente por el
Señor está efectuada la separación del mal y del bien. Otra cosa enteramente
diferente es el limpiarnos nosotros mismos, conforme a las palabras del apóstol
a Timoteo (2 Ti 2:20-21), de los vasos de deshonra que hay en la casa; y esto
estamos obligados a hacerlo. La limpieza de la casa misma, solamente el Señor la
hará o la puede hacer.
Entre tanto la cizaña y el trigo crecen juntos. El deshonor hecho a Cristo en la
cristiandad no implica ni justifica que nosotros podamos alguna vez destruir o
enmendar el estado actual de cosas. No, ni siquiera la predicación más celosa
del evangelio, por mucho que sea bendecido el fruto de ella, convertirá la
cizaña del Universalismo, Unitarismo, Papismo, la doctrina del aniquilamiento
del alma, u otras herejías, en trigo bueno para el granero de Dios. Ni siquiera
podemos escaparnos de que sean contados con nosotros como cristianos en la
profesión común del día. Si los encontrásemos en la mesa del Señor, como si no
nos importase o no pudiésemos evitarlo, nos declararíamos un pan, un cuerpo con
ellos (1 Co 10:17); porque un pan es que muchos somos un cuerpo, «pues todos
participamos de ese pan, que es uno solo». Pero mientras que rehusamos unirnos
con ellos a causa del deshonor de nuestro Señor y Maestro, al mismo tiempo no
podemos ponernos a nosotros mismos fuera de la profesión común de la cristiandad
evitando la asociación con ellos. Y aunque tuviésemos poder, no tendríamos
habilidad para separar infaliblemente al pueblo del Señor, muchos miembros del
cual se hallan mezclados con la mayoría de las varias formas de error. «El Señor
conoce a los que son suyos» (2 Ti 2:19), es nuestro confortamiento. Él no se
confunde. Y «El Señor viene» (1 Co 16:22), es el único remedio eficaz que la fe
busca para el actual estado de cosas.
iv. el tiempo de la siega.
Parábola del trigo y la cizaña. 2ª Parte
La separación, para la cual las
manos de los hombres han sido declaradas incompetentes, queda para las manos de
los ángeles en el día de la siega de la cristiandad. Ellos son, entonces, los
segadores. El campo tiene que ser desocupado del trigo y de la cizaña
igualmente; y en un momento se ordenará juntar ambos: la cizaña en manojos para
quemarla, y el trigo en el granero. Así termina solemnemente el día (o
dispensación) del cristianismo profesante.
Pero veamos un poco más de cerca el orden y la naturaleza de esto, lo cual es de
la mayor importancia a fin de entenderlo correctamente.
«Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla» (Mt 13:30).
Todavía no hay orden para el incendio inmediato; no hay remoción del campo (el
mundo). Es una separación de la cizaña en el campo, para dejar así el trigo
distinto y listo para la cosecha. Debemos refrenarnos de conjeturas; si la
separación será ectuada gradual o repentinamente, no lo sabemos. Sin embargo, la
separación será hecha, los del pueblo del Señor estarán en su propia y
diferenciada compañía al fin, cuando ese día arrebatador venga. Entonces no
habrá una remoción de la cizaña, sino del trigo. La cizaña se dejará en manojos
en el campo; el trigo debe ser recogido en el granero.
Nosotros sabemos muy bien lo que significa eso; y cuántas esperanzas de gozo
están acumuladas en esa corta sentencia. La escena está representada en 1 Ts
4:13-18: El descenso del Señor en el aire; la aclamación; la voz del arcángel, y
la trompeta de Dios; la resurrección de los muertos en Cristo, las miriadas de
los que durmieron en él durante los largos siglos del pasado; la transformación
de los santos vivos en toda la tierra; el levantamiento de esa gloriosa
compañía; la reunión y la bienvenida; el «estaremos siempre con el Señor». Todas
éstas son las varias partes y apariencias de lo que nos representan las
palabras: «recoged el trigo en mi granero». Sabemos que esto será
repentinamente. «En un instante, en un abrir y cerrar de ojos» (1 Co 15:52), se
efectuará este cambio; cada uno de los santos vivos será recogido de lo largo y
de lo ancho del reino cristiano1; y será dejado un campo de cizaña únicamente,
con la cizaña reunida y atada en manojos, lista para el fuego.
¿Y dónde están los oídos estériles y anublados de la falsa profesión? ¿Dónde
está el del terreno pedregoso? ¿Dónde el hombre en quien la buena simiente de la
palabra fue ahogada por los afanes de este siglo, y los engaños de las riquezas,
y que no produjo ningún fruto para la perfección? Hemos visto que la cizaña no
son simplemente éstos, sino el fruto de la perversión de la Palabra por Satanás.
Esta perversión no son aquellos de quienes habla el apóstol Pablo «que tendrán
apariencia de piedad, pero negarán la eficacia de ella» (2 Ti 3:5); sino más
bien la forman aquellos enseñadores o enseñados, a quienes otro apóstol nombra
como los «falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías
destructoras, y aún negarán al Dueño que los compró2 … Y muchos seguirán la
lascivia de ellos, por causa de los cuales el camino de la verdad será
blasfemado» (2 P 2:1-2). Éstos son la cizaña de la siembra del diablo, y es
importante distinguirlos de los meros formalistas y estériles profesantes de la
verdad. Es por causa de éstos que, ambos, Pedro y Judas, nos dicen que el
juicio, pronto y terrible, que dará fin a todos, viene. «De éstos también
profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí vino el Señor con sus
santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos» (Jud 14-15).
Aunque, no obstante, el formalista, el hombre de mera profesión tampoco
escapará. En el juicio de la muerte ante el Gran Trono Blanco, ciertamente ellos
recibirán conforme a sus obras, como cualquier otro, pero eso será mucho después
de la escena que está ante nosotros en esta parábola. Aquí es una simple
cuestión de trigo bueno para el granero, o cizaña para el fuego. Absolutamente
nada más hay en el campo. No hay clase media ni infructuosos profesantes
ortodoxos; todos parecen haber tomado su lado antes de la llegada solemne del
tiempo de la siega, ya sea manifiestamente por Cristo, o bien manifiestamente
contra él. ¿Es esto realmente así? ¿Tenemos garantía para tal interpretación del
lenguaje de la parábola? La respuesta a esto es una muy solemne y la hallaremos
en la 2ª carta a los Tesalonicenses. En la primera epístola, el apóstol Pablo ha
hablado de la venida del Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él. Él les
había asegurado que aún los santos que hubiesen dormido serían traídos con
Cristo a su regreso (1 Ts 4:14); y que a fin de acompañarle en su retorno a la
tierra, serían resucitados de la muerte, y reunidos con todos los vivos de ese
día, para ser arrebatados y encontrar al Señor en el aire. Así que, cuando él
aparezca para juzgar al mundo, ellos aparecerán con él en gloria (Col 3:4). El
apóstol podía, por tanto, en esta segunda epístola, encarecer a los cristianos
tesalonicenses, por el conocimiento que tenían de esta venida, y de esta
reunión, que no se dejasen mover de su forma de pensar, suponiendo o siendo
persuadidos de que el día del Señor había venido ya. Ese día (como todos los
profetas testifican) es el día del Señor, en el cual ha de quitar la tierra de
debajo de la mano del hombre para tomarla bajo la suya propia; el tiempo en el
cual se han de ejercer sus juicios sobre la tierra, y los habitantes del mundo
han de aprender justicia. El apóstol les asegura que ese día «no vendrá sin que
antes venga la apostasía, y sea revelado el hombre de pecado, el hijo de
perdición, el cual se opone y se exalta contra todo lo que se llama Dios o es
objeto de culto» (2 Ts 2:3-4).
Ahora bien, mi intención no es hacer alguna aplicación o interpretación especial
de esto. Es evidente que este hombre de pecado, quien quiera que pueda ser,
encabezará la apostasía de los últimos días. El mal, el misterio de iniquidad,
ya estaba en marcha en los días de los apóstoles (2 Ts 2:7). Había, sin embargo,
una sujeción temporal sobre este misterio de iniquidad. Cuando esa sujeción
fuese quitada, el inicuo se manifestaría, quien sería destruido solamente, por
la venida del Señor (2 Ts 2:8).
Por consiguiente, estamos evidentemente a la vista del mismo período como el que
se contempla en la parábola que está delante de nosotros, así como del juicio
del cual Judas nos previene. El pasaje en Tesalonicenses, no obstante, exhibe al
hombre de pecado como la cabeza y guía precisa de la apostasía de los postreros
días, y además nos declara lo lejos que se extenderá esta apostasía. Se declara
que la venida del inicuo será con un terrible poder de engaño, el cual llevará
cautivas a las masas de inconversos que profesan ser cristianos, hasta que no
quede ninguno de esa clase media o neutral. Aquel «inicuo cuyo advenimiento es
por la actuación de Satanás, con todo poder y señales y prodigios mentirosos, y
con todo engaño de iniquidad para los que se pierden, por cuanto no recibieron
el amor de la verdad para ser salvos. Por esto Dios les envía un espíriu
engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que
no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia» (2 Ts
2:9-12).
De esta forma tan terrible terminará la historia del reino cristiano. Una vez
sacados de él los verdaderos santos, las puertas de la gracia se cerrarán para
siempre sobre aquellos que la rechazaron. Ellos serán entregados para venir a
ser, y de forma apresurada, de incrédulos de la verdad a creyentes de la
mentira. Así que habiendo sido recogido el trigo del campo, sólo quedará en él
cizaña.
El incendio efectivo de la cizaña no se halla en la parábola misma, sino en la
interpretación de ella, la cual el Señor da después a sus discípulos. «Así,
pues, como se recoge la cizaña, y se quema en el fuego, así será el fin del
mundo. Enviará el Hijo del hombre a sus ángeles, y recogerán de su reino a todo
lo que sirve de tropiezo, y a los que hacen iniquidad, y los echarán en el horno
de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes. Entonces los justos
resplandecerán como el sol en el reino de su Padre» (Mt 13:40-43).
Esto será cuando el Señor venga como Hijo del hombre, para tomar aquel trono del
cual ha prometido participar a su pueblo. Entonces, cuando el tiempo de la
paciencia halla terminado, y la vara de hierro halla roto en piezas toda
resistencia para con el Rey de reyes, el juicio, largo tiempo separado de aquél,
será vuelto a justicia, y la tierra será libertada del yugo de la opresión y de
la esclavitud de la corrupción. Éste es el tiempo del cual habla el Salmo 37
cuando «los malhechores serán destruidos, pero los que esperan en Jehová,
heredarán la tierra. Pues de aquí a poco no existirá el malvado; observarás su
lugar, y yano estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán
con abundancia de paz» (Sal 37:9-11).
Algún tiempo antes habrá tenido lugar la reunión (arrebatamiento) para el cielo,
y los santos habrán encontrado al Señor, según hemos visto. De manera que, en
este día del juicio, el cual prepara el camino para la bendición de la tierra, a
los santos se les ve en sus lugares en el cielo. «Entonces los justos
resplandecerán como el sol». Palabras benditas que hablan de la asociación de
ellos con su Señor en otro sentido más elevado que simplemente como
participantes de su gobierno con la vara de hierro. «Mas a vosotros los que
teméis mi nombre, os nacerá el Sol de justicia, y en sus alas traerá salvación»,
dice la Palabra por Malaquías a Israel, (Mal 4:2). Quién lleva ese nombre,
nosotros lo sabemos; y también cómo habla él de que el tiempo de la noche de la
tierra ha pasado. Mas «cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces
vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col 3:4). Así como el
Sol, brillarán los justos en el reino de su Padre. Brillarán con Cristo, como
él; súbditos ellos mismos en una esfera, aunque gobernantes en otra; no
obstante, súbditos con toda la profunda devoción del corazón, donde el servicio
es la más completa libertad, sirviendo como hijos a aquel que ellos llaman al
mismo tiempo Dios y Padre.
V. El poder secular, y «la voz de la iglesia»
Parábola de la semilla de mostaza — Parábola de la levadura
Hemos tratado toda la historia del
reino del ausente Rey hasta su clausura en el juicio, a la venida de él. Las
próximas dos parábolas que abordaremos, nos llevan hacia atrás para contemplar
la misma escena bajo otros aspectos.
Y estas dos parábolas, aunque diferentes entre sí, tienen en común (en lo cual
difieren de las dos anteriores), que hablan, no de individuos, sino del
colectivo, de la masa como tal. Ellas nos muestran la forma exterior, así como
la realidad espiritual interior, de lo que el cristianismo viene a ser como
cuerpo. O mejor dicho, en aquello en lo que se ha convertido, pues los hechos
están bastante claros para todos (la corrupción del reino), ya sea que los
hombres duden o no de la aplicación de las parábolas a esos hechos.
«Les propuso otra parábola, diciendo: El reino de los cielos es semejante a un
grano de mostaza, que un hombre tomó y lo sembró en su campo; el cual a la
verdad es menor que todas las semillas; pero cuando ha crecido, es mayor que las
hortalizas, y se hace árbol, de tal manera que vienen las aves del cielo y hacen
nidos en sus ramas» (Mt 13:31-32).
El Señor no nos da ninguna interpretación directa de esta parábola. No obstante
es otra clara semejanza del mismo reino del que han hablado las anteriores. Y
como la Escritura debe ser su propio intérprete, y como indudablemente estamos
tratando de entender las palabras del Señor aquí, podemos confiar en que la
clave para la inteligibilidad de ellas no está lejos. Vea el lector el siguiente
pasaje del libro de Daniel, y diga si él no le proporciona desde luego la clave
(las palabras son de Nabucodonosor, rey de Babilonia): «Miré, y vi en el centro
de la tierra un árbol, cuya altura era muy grande. El árbol había crecido y se
había hecho muy fuerte, y su copa llegaba hasta el cielo, y se le alcanzaba a
ver desde todos los confines de la tierra. Su follaje era hermoso y su fruto
abundante, y había en él alimento para todos. Debajo de él se ponían a la sombra
todas las bestias del campo, y en sus ramas hacían morada las aves del cielo, y
se mantenía de él todo ser viviente» (Dn 4:10-12).
Ésto es interpretado refiriéndose al rey mismo: «eres tú mismo, oh rey, que
creciste y te hiciste fuerte» (Dn 4:22). La figura, por lo tanto, que tenemos
por doquier, y siempre con el mismo significado, como en Ez 17:5-8; 31:3-6, es
la del poder y la grandeza mundanos. Pero lo extraño en Mateo 13 es que la que
era «menor que todas las semillas» creciera como un árbol semejante. Pues la
simiente aquí, es «el mensaje del reino» (Mt 13:19). Y ya hemos visto cómo los
hombres trataron esa palabra. El reino del Crucificado no pudo tener sino poca
atracción para los hijos de los hombres que le crucificaron. Los corazones
humanos probablemente están demasiado tristes por eso. ¿Cómo podía entonces
desarrollarse un gran poder mundano a partir de la siembra del evangelio en el
mundo?
Concedido que esto ha venido a ser así, ¿es esto una señal para bien, o
viceversa? ¿Cómo podrían adaptarse a esto las palabras «Mi reino no es de este
mundo» (Jn 18:36)? ¿Y qué dominio, y vencimiento de su maldad por el bien
divino, puede haber sobre este mundo, donde tres partes de los discípulos que
profesaban serlo, eran, conforme a la primera parábola, simplemente oyentes
infructuosos, y, conforme a la segunda, la cizaña de Satanás había sido sembrada
esparciéndola entre el trigo?
Así que, si queremos términos claros en cuanto a esto, podemos hallarlos en
abundancia; y si por una parte sabemos, por lo que nos rodea, que la cristiandad
profesante ha venido a ser un poder en el mundo, también sabemos por la otra,
tanto por experiencia práctica como por la segura Palabra de Dios, que ha venido
a ser tal, por sus relaciones de conveniencia mutuas con el mundo. Ha comprado
la antigua e inherente enemistad del mundo, a costa del deshonor de su Señor,
por el sacrificio de sus propios principios divinos y no mundanos. El que está
en la carrera de la fe cristiana puede leer acerca de los tiempos peligrosos de
los últimos días, ya manifestados actualmente (2 Ti 3:1-5).
Sí, la pequeña simiente ha venido a ser indudablemente un árbol, pero… las aves
del cielo están en sus ramas. Satanás mismo ha conseguido alojamiento y abrigo
precisamente en medio del árbol del cristiandad. El mundo cristiano es el mundo
todavía; y «el mundo entero yace en poder del maligno» (1 Jn 5:19). La oposición
hacia Cristo y su verdad es ahora desde adentro, en lugar de ser desde fuera; y
no es la más pequeña, bajo ningún concepto, sino la más mortal.
Roma es la más estrepitosa defensora de esta pretensión de poder en el mundo, y,
¿qué no ha hecho Roma para mantener su pretensión? Su retrato está en
Apocalipsis 17 y 18. Sucesora del árbol semejante al poder de la antigua Babel,
es llamada «Babilonia la Grande». Y es juzgada culpable al haber hecho alianza
con las naciones de la tierra mientras profesa ser la esposa de Cristo: «Porque
todas las naciones han bebido del vino del ardor de su fornicación; y los reyes
de la tierra han fornicado con ella, y los mercaderes de la tierra se han
enriquecido de la potencia de sus deleites» (Ap 18:3). Y, ¡ay!, con el poder del
enemigo de Israel, ella ha heredado también la antigua antipatía hacia el pueblo
de Dios: «Vi a la mujer ebria de la sangre de los santos, y de la sangre de los
mártires de Jesús; y cuando la vi, quedé asombrado con gran asombro» (Ap 17:6).
Éste es el pleno resultado ya sazonado. El comienzo de este resultado se vio en
Corinto ya en los días del Apóstol: «Ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin
nosotros reináis. ¡Y ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también
juntamente con vosotros! … Nosotros somos insensatos por amor de Cristo, mas
vosotros prudentes en Cristo; nosotros débiles, mas vosotros fuertes; vosotros
honorables, mas nosotros despreciados» (1 Co 4:8,10).
Tan temprano fue el desarrollo de la pequeña simiente; tan prontamente la
Cristiandad aun de los tiempos apostólicos, divergió de la de los apóstoles.
Pablo vivió para decir de sus primitivos y más prósperos trabajos: «me
abandonaron todos los que están en Asia» (2 Ti 1:15). Tan extendida estaba ya la
divergencia. Los que nos citan la Cristiandad de cien o doscientos años de ese
tiempo, deberían detenerse y preguntarse a sí mismos qué tipo de ella están
siguiendo, si aquel degenerado de Asia, o si el noble y mundano de Corinto, o
cuál otro.
Ésa es, pues, la vista exterior que esta parábola presenta del estado del reino
durante la ausencia del Rey. Había echado sus raíces profundamente y había
florecido. Tal poder es la cristiandad hoy en el mundo. Bajo su amplia capa de
profesión respetable, ha reunido dentro de sí al hipócrita, al formalista, al
infructuoso, en resumen, al mundo; y los enemigos más mortales de Cristo y de su
cruz son aquellos criados en su propio seno.
Pero, continuemos con la otra parábola para obtener una visión más profunda e
íntima de esta casa grande (la cristiandad) en la cual se ha convertido el
cristianismo:
«Les dijo otra parábola: El reino de los cielos es semejante a la levadura que
una mujer tomó y la escondió en tres medidas de harina, hasta que todo quedó
fermentado» (Mt 13:33).
Ahora bien, ¿qué es levadura? Es una figura no rara vez usada en la Escritura, y
no será difícil reunir los ejemplos en que se aplica y explica en el Nuevo
Testamento. Seguramente no podemos ir errados al consentir que éste sea para
nosotros el intérprete de sí mismo, en lugar de seguir nuestras propias
conjeturas.
Los siguientes, pues, son todos los pasajes del Nuevo Testamento en que aparece
esta figura (levadura): «Jesús les dijo: Mirad, guardaos de la levadura de los
fariseos y de los saduceos» (Mt 16:6). En el versículo doce está explicado esto:
«Entonces entendieron que no les había dicho que se guardasen de la levadura del
pan, sino de la doctrina de los fariseos y de los saduceos» (Mt 16:12).
Los pasajes en Marcos y Lucas son semejantes (Mr 8:15 y Lc 12:1).
En el capítulo 5 de la primera carta de Pablo a los corintios, el apóstol los
censura por su tolerancia allí de ese perverso. «¿No sabéis que un poco de
levadura hace fermentar toda la masa? Purificaos, pues, de la vieja levadura,
para que seáis nueva masa, sin levadura como sois; porque nuestra pascua, que es
Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta, no con la
vieja levadura, ni con la levadura de malicia y de maldad, sino con panes sin
levadura, de sinceridad y de verdad» (1 Co 5:6-8).
En la epístola, la levadura representa el mal moral, así como en el evangelio es
figura del mal doctrinal. En Gá 5 (único pasaje que queda) es otra vez
doctrinal. «De Cristo os desligasteis, los que por la ley os justificáis …
corríais bien; ¿quién os impidió obedecer a la verdad? Esta persuasión no
procede de aquel que os llama. Un poco de levadura hace fermentar toda la masa»
(Gá 5:4,7-9).
Si tomamos la Escritura, pues, como intérprete de sí misma, deberá admitirse que
la levadura es siempre una figura de mal, moral o doctrinal, nunca de bien. Pero
es posible definir su significado y el de la parábola más claramente todavía.
Es Levítico 2 el que nos suministra la clave en este caso. Entre las ofrendas
con que este libro se abre (de las cuales apenas necesito decir que hablan de
Cristo), la ofrenda de comida (o alimento) es la única en la cual no hay vida
tomada, ni sangre derramada. Es una ofrenda de flor de harina, la cual es figura
de Cristo, pero no en la gracia de su muerte expiatoria, sino en su perfección y
elevado valor moral personal como el pan de vida ofrecido a Dios, sin duda, y
primero que todo satisfaciéndolo a él; pero a la vez, alimento del hombre
también. Según él declaró: «el que me come, él también vivirá por medio de mí» (Jn
6:57).
Ahora bien, es con esta ofrenda de comida con la cual está estrictamente
prohibido mezclar esa levadura: «Ninguna ofrenda que ofrezcáis a Jehová será con
levadura» (Lv 2:11). Fiel a su uso constante en la Escritura como una figura de
mal (la levadura), aquello que fue un tipo del Señor mismo (el pan sin levadura
de Lv 2:11) se guardó celosamente de mezclarlo con ella. Ahora en la parábola,
las tres medidas de harina son exactamente esta flor de harina de la ofrenda.
Las palabras son idénticas en significado. La harina es claramente el alimento
del hombre en cuanto a lo que se refiere a la ofrenda, e interpretado
espiritualmente puede aplicarse únicamente a Cristo. Y aquí vemos que la mujer
está haciendo precisamente lo que la ley de las ofrendas prohibía; ella está
mezclando la levadura con la flor de harina. Está corrompiendo el pan de vida
puro, con el mal y el error.
¿Y quién es esta mujer en sí? Sin duda, la Iglesia. La que en Efesios 5, se nos
muestra como la esposa de Cristo, aquella que está sujeta a él. Puede ser
también, según hemos visto ya, la figura del mero cuerpo profesante, como la
mujer es Babilonia la Grande. En este sentido toda la parábola en sí es
sencilla. Es la mujer quien ha mezclado de drogas la copa en Apocalipsis 17,
para engañar a las naciones, adulterando también aquí, el pan.
La levadura de los fariseos: legalidad y superstición; la levadura de los
saduceos: infidelidad y racionalismo; la levadura de Herodes: cortesía solapando
las pasiones del mundo. Cosas todas, no del pasado simplemente, sino de la
historia corriente, que han sido mezcladas con la verdad de Dios y la han
corrompido. Todos deben reconocer esto cualquiera que sea su punto de vista
peculiar. Los Romanistas dirán: «los Protestantes han hecho eso»; los
Protestantes a su vez acusarán a Roma; las miles de sectas que riñen se harán
cargos la una a la otra; los paganos dirán a una y a todas: «Nosotros no sabemos
a cuál de vosotras creer, cada una contradice y se opone a la otra; id y
arreglad primero vuestras diferencias, y entonces venid, si queréis, a
nosotros».
La levadura está fermentando toda la masa. El mal no está disminuyendo de
ninguna manera, sino empeorando. No hay duda que Dios está obrando. Y no hay
duda de que, mientras el Señor tenga un pueblo en medio de la cristiandad, no se
permitirá que las cosas lleguen al punto extremo. Pero la tendencia está
inclinada hacia ese punto; y una vez que sea removido el impedimento (el
Espíritu Santo), la apostasía (que hemos visto que la Escritura predice) vendrá
entonces.
Pero a los hombres no les gusta pensar en esto. Y estoy preparado para la
pregunta (una que la gente ha puesto a menudo donde se han declarado estas
cosas). ¿Cómo puede ser el reino de los cielos semejante a la levadura, si la
levadura es siempre mala? ¿No debe tener la figura aquí, un significado
diferente de aquel que vosotros le habéis dado? ¿No debe ser una figura de la
secreta pero poderosa influencia del evangelio, penetrando y transformando el
mundo?
A lo cual contesto:
1. Esto es contrario al testimonio de la Escritura, la cual nos asegura que, en
lugar de que la Cristiandad obrase una verdadera transformación espiritual del
mundo en general, al contrario el misterio de iniquidad estaba ya obrando en
ella en los días de los apóstoles, y que seguirá obrando (aunque bajo
restricción por cierto tiempo) hasta la apostasía general y la manifestación del
hombre de pecado (2 Ts 2:3).
2. Es contrario al testimonio de estas mismas parábolas, las cuales ya nos han
mostrado lo poco universal sería la recepción de la verdad: tres partes de
cuatro de la simiente desparramada dejan de dar fruto.
3. El lenguaje de donde se quiere argüir esto: «el reino de los cielos es
semejante a»; no significa meramente que es en sí mismo semejante a la levadura,
como lo exponen, sino semejante a la levadura fermentando tres medidas de
harina. Toda la parábola es la semejanza del reino en tal estado, no simplemente
su semejanza a la levadura.
Cualquiera que compare el lenguaje de la segunda parábola con el de ésta, no
dejará de ver esta verdad:
—V.24– «El reino de los cielos es semejante a un hombre que sembró buena
semilla en su campo»
—V.33– «El reino de los cielos es semejante a la levadura que una mujer
tomó y la escondió en tres medidas de harina»
¿No está claro que el reino no es más comparado a la levadura del versículo 33,
que lo es al hombre del versículo 24? En cada caso, la semejanza del reino es a
la totalidad de la parábola.
Que la levadura sea mala, no implica que el reino sea malo, ni que la levadura
sea buena porque el reino es bueno. Y representando el reino en su forma
presente, el mal puede y, ¡ay!, debe entrar, si no, ¿para qué se necesitaría el
juicio para rectificarlo?
Hay una verdadera y clara consistencia en el cuadro en que estas parábolas nos
presentan el reino: una progresión uniforme del mal y no del bien. Primero, la
infructuosidad de la buena simiente en la primera parábola; después la
introducción y crecimiento de la mala simiente, en la segunda. Después, la forma
y el aspecto total del reino se transforma en la forma y aspecto de algo que
representa los reinos del mundo. Ésta es la cautividad Babilónica de la Iglesia.
Y al fin, el alimento mismo de los hijos de Dios es alterado y corrompido, hasta
que ocurre la completa apostasía de la fe. Cristo se pierde totalmente y viene
el Anticristo.
Aquí, gracias a Dios, las tinieblas tienen su límite; y en las últimas tres
parábolas del capítulo tenemos que ver las cosas bajo otro aspecto, y seguir las
huellas de esa obra de Dios que nunca cesa en medio de todas las tinieblas; de
Aquél de quien
Cada acto, bendición purísima es;
Su senda, de inmaculada luz.
vi. el consejo y el propósito divinos
El tesoro escondido — La perla de gran precio
Las tres parábolas que quedan por
considerar han hallado interpretaciones más variadas y opuestas que las
precedentes, y requieren, por tanto, un examen proporcionalmente más cuidadoso.
Las anteriores todas fueron habladas (con excepción de la interpretación de la
segunda) en presencia de toda la multitud, y se refieren a una condición de
cosas de las cuales el mundo en general es testigo en nuestros días. Pero
«Entonces», leemos después de que fueron dirigidas estas primeras cuatro
parábolas, «Jesús dejó marchar a la gente y se fue a casa; y acercándose a él
sus discípulos…» (Mt 13:36). Únicamente a éstos dice las parábolas que siguen,
porque ellas no contienen meramente historia exterior, sino la mente divina
cumpliéndose en medio de toda esta confusión y ruina exteriores, de lo cual las
parábolas anteriores han mostrado que él, quien lo había predicho desde el
principio, no era ignorante.3
No será necesario hacer referencia a las diferentes opiniones que prevalecen en
cuanto al significado de estas tres últimas parábolas que están ante nosotros,
sino solamente procurar mostrar por la Escritura misma, tan plenamente como sea
posible, las bases para la interpretación que consideramos aquí como la correcta
y verdadera.
La parábola del tesoro y la de la perla, puesto que invitan a la comparación por
la evidente semejanza entre ellas, las analizaremos juntas:
«Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo,
que, encontrándolo un hombre, lo esconde; y gozoso por ello, va, vende todo lo
que tiene, y compra aquel campo» (Mt 13:44).
«También es semejante el reino de los cielos a un mercader que busca perlas
finas, y habiendo hallado una perla de gran valor, fue y vendió todo lo que
tenía, y la compró» (Mt 13:45-46).
Las parábolas son semejantes en que ambas nos presentan la acción de un hombre
que compra aquelo que tiene gran valor a costa de todo lo que tiene. La cuestión
es, ¿quién está representado aquí? La poco espiritual, pero habitual respuesta,
contesta que es el hombre en busca de la salvación o de Cristo, En esta
respuesta tenemos, nuevamente, la historia de los esfuerzos individuales en pos
de la salvación, ofreciendo todo lo que tenemos con el fin de obtenerla. Pero,
¿es esto consistente con la constante exposición de la Escritura, o con los
hechos mismos? ¿Podemos comprar, pues, a Cristo a coste de todo lo que tenemos?
Es verdad que tenemos en el profeta la exhortación para comprar (Is 55:1), donde
el vino y la leche son sin duda la figura de la substancia espiritual. Pero allí
(que no halla equívoco en este asunto) la compra se dice que debe ser sin dinero
y sin precio. El hombre nunca está representado buscando la salvación con la
riqueza en la mano para comprarla. El pródigo busca, pero sólo cuando está
pereciendo de hambre. Reducido a la mendicidad, arrastrado por la necesidad, y
solamente así (Lc 15). Y todo aquel que alguna vez ha vuelto realmente al Padre,
sabe que ésta es la verdadera representación del asunto.
Por el contrario, el verdadero Buscador, Hallador y Comprador, en cualquier
parte de la Escritura, es el Señor Jesucristo. La figura en ambas parábolas es
evidentemente la de él. En cada una se representa la misma persona, y también la
misma obra de redención, aunque bajo diferentes aspectos.
En la primera parábola es el tesoro escondido en el campo lo que constituye el
objeto del Comprador. El campo, se nos dice en la interpretación de la parábola
de la cizaña, es el mundo. De modo que hay un objeto en el mundo, un objeto
terrenal, que es buscado con ansia para obtenerlo. Así que, en esta parábola, él
está representado como comprando ese campo, comprando el mundo. Él compra el
campo para obtener el tesoro. Lo cierto es que ningún hombre jamás ha comprado
el mundo para obtener a Cristo. Por consiguiente, el creyente no es el hombre
representado en la parábola.
¿Compró, pues, Cristo al mundo con sus sufrimientos? Vayamos al último capítulo
del evangelio de Mateo y, ya resucitado de la muerte, le oiremos decir: «Toda
autoridad me ha sido dada en el cielo y sobre la tierra» (Mt 28:18). Él tiene
derecho sobre todo, y eso es como el Resucitado. «Pídeme», es la palabra de
Jehová para con el Hijo engendrado sobre la tierra, «y te daré por herencia las
naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra» (Sal 2:8). Y es por
ello que él tomará el trono en el día de su aparición y de su reino. Así que él
llevó a cabo el maravilloso descenso a las profundidades insondables de la
«muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le otorgó
el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda
rodilla de los que están en los cielos, en la tierra, y debajo de la tierra; y
toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil
2:8-11). Esto es lo que explica, y que hace vacilar a algunos, que Pedro pueda
hablar de aquellos que «negarán al Dueño que los compró, atrayendo sobre sí
mismos destrucción repentina» (2 P 2:1). Éstos no son de ninguna manera
redimidos (salvados), pero son rescatados (comprados), porque todos los hombres
y todo el mundo le pertenecen como el fruto de sus sufrimientos en esa cruz,
donde él, por causa de aquello que ante sus ojos tenía gran valor y hermosura,
vendió todo lo que tenía.
Así pues, es incuestionable que quien constituye la figura central en estas dos
parábolas es Cristo mismo. De modo que, clarificado este asunto, podemos ya
comparar los dos aspectos de su obra presentada en ellas. En la del tesoro,
hemos visto que es el campo del mundo el que es comprado por amor del tesoro que
hay en él; mientras que en la de la perla, ningún campo es comprado, sino
únicamente la perla misma. ¿Son, pues, estas dos figuras, el tesoro y la perla,
diferentes aspectos de la misma cosa, o diferentes cosas?, ¿el mismo objeto bajo
diferentes puntos de vista, o diferentes objetos?
Si consideramos por un momento lo que ya ha sido mencionado en lo tocante al
reino de los cielos, del cual estas dos parábolas son semejanzas, veremos que
éste abarca dos esferas, acerca de las cuales el Señor mismo nos ha hablado:
«Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra». Cristo está ahora, de
manera positiva, recogiendo de la tierra a aquellos que «se sentarán con Abraham
e Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8:11), no en bendición terrenal,
sino en celestial. Pero antes del aparecimiento y del reino, antes de que sea
consumado este propósito y los santos celestiales sean arrebatados para
encontrar al Señor, Éste reunirá a sí mismo, para bendición sobre la tierra, un
residuo de Israel y una parte de los elegidos de los gentiles. Considerad los
dos propósitos de la muerte de Cristo según se expresan en Juan 11; allí tenéis
el inspirado comentario sobre el consejo de Caifás al concilio judío: «Esto no
lo dijo por sí mismo, sino que como era el sumo sacerdote aquel año, profetizó
que Jesús iba a morir por la nación; y no solamente por la nación, sino también
para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11:51-52).
Ahora pregunto: ¿no es significativo que hallemos en una de estas parábolas el
mismo tipo de unidad, una perla, como aquello que compró el comerciante? ¿No es
entonces permisible y natural volver a la otra con la anticipación de hallar en
ella aquella nación de Israel, por la cual murió también Jesús, bajo la figura
del tesoro escondido en el campo?
Así, Israel por una parte y la iglesia por la otra, serían los representantes de
las bendiciones terrenal y celestial respectivamente: las naciones gentiles
viniendo a participar con Israel de la bendición terrenal, así como los santos
que han partido, pertenecientes a la antigua dispensación, vienen a participar
con la Iglesia de la bendición celestial. La razón de que estén presentadas por
separado (Israel y la Iglesia), y no la Iglesia juntamente con los santos de los
antiguos tiempos, o de Israel juntamente con los gentiles de los tiempos
futuros, creo que será clara para aquellos que consideren el modo en que la
Escritura pone estas mismas cosas. De manera que, a Israel pertenecen las
promesas, según Romanos 9:4 declara. No se tiene en más consideración a los
gentiles allí (Ro 9:4), que en la parábola del tesoro aquí. Sin embargo, muchas
escrituras prometen la bendición de los gentiles en un día futuro. No obstante,
éstas bendiciones vienen bajo la falda del judío que ahora es despreciado (Zac
8:23). Pero en cuanto a la Iglesia, esta es la única compañía de gente reunida
abierta y declaradamente para bendición celestial. Y más todavía, es la compañía
que está siendo reunida ahora, y comenzó a serlo con la siembra de la simiente
del evangelio en la parábola del sembrador.
Veamos ahora algo más de cerca los detalles de la parábola del tesoro escondido
en el campo.
Se ha dicho desde la antigüedad: «JAH ha escogido a Jacob para sí, a Israel por
posesión suya (o su peculiar tesoro)» (Sal 135:4). Pero en aquel tiempo, cuando
vino a lo suyo, aquel que de ese modo los había escogido, no había sino poca
apariencia en la condición del pueblo, del lugar que ellos tenían en el corazón
de Jehová. «Lo-ammi,…no sois mi pueblo» (Os 1:9), les había dicho hacía mucho
tiempo. Ellos fueron aun desparramados entre los gentiles. La figura del tesoro
escondido en el campo fue la verdadera semejanza de la condición de ellos;
cuidados como amados por el amor del Padre, y sin embargo pisoteados por el pie
del opresor, por nadie era conocido que tenían un valor elevado ante Dios sino
por aquel que aún los deseaba con vehemencia.
Sin embargo hubo uno que reconoció el valor de este tesoro. Uno que en su
nacimiento había cumplido para Israel la profecía de Isaías respecto a Emanuel,
«Dios con nosotros». Uno a quien al nacer, los gentiles habían traído su
homenaje como «Rey de los judíos». Él halló este tesoro presentándose él mismo
entre ellos como uno que tenía poder divino para remediar su condición, y
sacarlos del lugar oculto, y hacer manifiesto el objeto del favor y el deleite
divinos. Y aquellos que conocieron mejor sus pensamientos, estuvieron siempre
esperando el tiempo cuando él descubriría este tesoro y lo desplegaría
abiertamente. Aquella cuestión que ellos le propusieron después de su
resurrección, muestra lo que había estado por largo tiempo en sus corazones:
«Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?» (Hch 1:6).
Y no entendieron cómo el destello de la brillantez que había resplandecido para
ellos cuando entró cabalgando en Jerusalén en el más halagüeño de los triunfos,
en medio de las aclamaciones de la multitud, palidecía y moría en las tinieblas
de pleno día que tan poco tiempo después cayeron sobre el calvario. Todavía no
habían entendido que él era en todo esto, aquel hombre en su propia parábola,
quien hallando el tesoro en el campo, «lo esconde; y gozoso por ello, va, vende
todo lo que tiene, y compra aquel campo».
Y el tesoro está aún escondido.4 El calvario vino y se fue; la tumba nueva de
José está vacía de su huésped; ellos han estado sobre el Monte llamado Olivete,
y han visto a aquel que han reconocido como Rey de los judíos, ir a tomar otro
trono mejor que el de David. Después se les halla acusando al pueblo de haber
negado a aquel Santo y Justo, invitándoles todavía al arrepentimiento y a que se
convirtiesen; y aún más, aquel que los había dejado, les sería enviado otra vez,
y los tiempos de refrigerio vendrían de la presencia del Señor. Siguen escenas
ante el concilio; en una al fin, en la cual un hombre cuyo rostro brilla con la
gloria del cielo, se pone en pie y presenta cargos a los jefes de la nación de
la culpabilidad acumulada por siglos: «¡Duros de cerviz, e incircuncisos de
corazón y de oídos! Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo; como vuestros
padres, así también vosotros» (Hch 7:51). Y entonces lo arrojaron de la ciudad y
lo apedrearon. Aquellos que fueron invitados han sido llamados al matrimonio, y
ellos no quieren venir.5
La ciudad es destruida, y el pueblo esparcido. Israel es aún un tesoro
escondido. La parábola no habla del descubrimiento, simplemente es comprado el
campo. Ahora solo es el tiempo de «Pídeme y te daré». Todos esperan la voluntad
de aquel a quien pertenecen ahora todas las cosas.
Pero él espera, y ha esperado por veinte siglos, como si el tesoro fuese ahora
nada para él, y como si hubiese olvidado su propósito.
En seguida viene la parábola de la perla, que hemos tenido en dilación, y se
hace necesaria su explicación. La «una perla de gran valor» habla de la
preciosidad para él, de otro objeto sobre el cual ha puesto su corazón. «Cristo
amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5:25), «fue y vendió
todo lo que tenía, y la compró» (Mt 13:46). No por esto (la Iglesia) el campo
del mundo es ahora celestial. Israel tiene todavía las promesas terrenales.
Nosotros somos bendecidos con toda bendición espiritual en lugares celestiales
en Cristo Jesús.
Esta Iglesia es una una perla. Sacada de la profundidad del mar, y arrancada de
la áspera concha en la cual estaba encajada primero (arrancada a costa de la
vida de aquel a quien le debe el ser), la perla es el tipo adecuado de aquello
que ha sido sacado de las aguas del mar gentil, y fuera de la rudeza de su
condición natural, a costa de la vida de aquel en quien fue vista y escogida
desde antes de la fundación del mundo. Su muerte puede dar testimonio de cuán
grande precio es para él esa perla. Es grato ver el título que el corazón de él
da a su pueblo. Nosotros, queridos hermanos creyentes, somos su perla preciosa.
Aquí no se vuelve a esconder nada (Mt 13:44), ni se suspende este propósito.
Éste es el segundo significado de la cruz: que «habiendo hallado una perla de
gran valor, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró».
vii. el «evangelio eterno»
La red
En la siguiente y última parábola,
lo que hallamos no es otro aspecto de la manera de obrar divina con la mezclada
cosecha (trigo y cizaña) del campo de la cristiandad, sino una nueva
representación, ya sea en gracia o en juicio, después de que aquel hombre (el
mercader) ha tomado posesión por sí mismo de su perla, o en otras palabras,
después de que los santos del tiempo pasado y presente son arrebatados hacia
Cristo.
«Asimismo el reino de los cielos es semejante a una red que se echa al mar y
recoge peces de toda clase; y una vez llena, la sacan a la orilla, se sientan,
recogen los buenos en cestas y tiran los malos. Así será en el fin del mundo:
saldrán los ángeles, y separarán a los malos de entre los justos, y los echarán
en el horno de fuego; allí será el llanto y el crujir de dientes» (Mt 13:47-50).
La parábola termina, de esta manera (precisamente en el mismo punto que la
parábola de la cizaña del campo), con el juicio ejecutado en la venida del
Señor. La interpretación que habitualmente se hace de ella, es la anunciación
pública del evangelio durante el tiempo actual de la Iglesia, y la separación
final de los buenos y los malos, cuando el Señor venga. Es decir, se considera
que tiene un significado casi idéntico al de la parábola de la cizaña. Pero creo
que hay algunas razones claras en contra de tal interpretación.
En primer lugar, si hiciésemos un paralelismo entre las dos parábolas, habría
muy poco en el cuadro de la parábola de la red echada en el mar, que no fuese
simplemente repetición de lo que ya se había dicho en la anterior. Y esto, a
primera vista, no parece natural o probable.
Pero además de esto, se debe considerar que la Escritura nos da claramente otra
publicación6 del evangelio del reino, y como resultado de esa publicación, un
juicio separativo cuando el Hijo del hombre venga, aparte enteramente de la
actual publicación del evangelio y del juicio de la cizaña de la cristiandad. La
reunión de ovejas y cabritos en Mateo 25:31-34 es un ejemplo de esto. Pues ese
día, que es cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, habrá separación entre
las ovejas y cabritos, pero no entre los verdaderos y los falsos cristianos. Por
el contrario, en ese día vendrán con él a juicio los verdaderos cristianos
(arrebatados por el Señor siete años antes), según hemos visto que testifican,
Pablo en Col 3:4, y Judas 14-15. El juicio de la cristiandad entonces no será
para hacer distinción, pues ya que el trigo fue anteriormente removido del
campo, solamente queda en él la cizaña. De modo que en Mateo 25 no puede
tratarse ni de trigo ni de cizaña de ninguna manera.
Pero después de que los santos del tiempo presente hayan sido arrebatados hacia
el Señor, y que la cristiandad, o reino cristiano, haya venido a ser un campo de
cizaña solamente, comenzará una nueva obra en Israel y entre las naciones que la
rodeen, para reunir un pueblo para bendición terrenal. Cuando los juicios de
Dios estén sobre la tierra, será cuando el mundo aprenderá justicia. Y éste será
un tiempo de gran tribulación para Israel, tal como lo describe Mateo 25. Aquí
ya figura el Anticristo, y la abominación desoladora está en el lugar santo; sin
embargo, en medio del mal y la aflicción de ese tiempo, el evangelio eterno irá
adelante (Ap 14:6-7) con su llamamiento, tan opuesto a la proclamación que se
está haciendo ahora en este tiempo de gracia. «Temed a Dios, y dadle gloria,
porque la hora de su juicio ha llegado» (Ap 14:7).
Pero nadie puede decir eso todavía. En cambio, nosotros decimos: «He aquí ahora
el tiempo favorable; he aquí ahora el día de salvación» (2 Co 6:2), no de
juicio. Entonces será el día de juicio. Solamente después de que el tiempo
actual termine, podrá ser predicado el evangelio eterno bajo esa forma: el
antiguo evangelio del reino indudablemente, pero con la nueva adición a él de
que la hora del juicio de Dios ha llegado.
Esta proclamación del evangelio eterno es la que va a preparar esa reunión de
ovejas y cabritos ante el trono del Hijo del hombre a su vuelta.
Ahora, si examinamos un poco más de cerca, veremos que es precisamente tal
estado de cosas, como esas en medio de las cuales el evangelio eterno va a ser
predicado, el que esta parábola nos muestra. Una red echada en el mar es la
pintura del evangelio publicado en medio de la inquietud y agitación, de la
voluntad desenfrenada del hombre obrando por doquier, de los impíos que «son
como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno
y lodo» (Is 57:20).
Además, si nos dirigimos a las más primitivas Escrituras (Génesis 1), hallaremos
la confirmación de este parecer, la cual es sobre manera sorprendente. En esos
días creadores hallamos, día por día, los pasos graduales por los cuales Dios
sacó de la ruina la hermosura de una escena donde al fin de ella pudo descansar,
porque todo «era bueno en gran manera» (Gn 1:31). No hay que sorprenderse si
aquí hallamos la figura y tipo de cómo él, paso por paso, después de la miseria
y ruina de la caída de Adán, procede hacia la producción final de una escena en
la cual una vez más, y para no ser perturbado nunca jamás, a causa de la bondad
de ella, puede reposar. Y aunque este no es el lugar para exponer el significado
respectivo de estos días de la creación, diremos que:
El tercer día, no obstante, habla de la separación de Israel de entre los
gentiles. Las aguas del mar salado y estéril son la representación del hombre
dejado a los deseos y pasiones de su propio corazón (conforme a la figura que
acabo de hacer referencia en Isaías 57:20), o en otras palabras, los gentiles7.
Israel es la tierra, tomada y cultivada por Dios, para obtener de ella, si era
posible, fruto. El tercer día habla de esta separación de Israel de los
gentiles, así como la parábola del tesoro habla de éste como el tesoro terrenal
de Dios.
Ésta es una escena enteramente en la tierra. El próximo día creador nos da sin
embargo, la provisión de los cielos, como hemos visto que también lo hace la
parábola de la perla. Y si el sol es un tipo de Cristo (como seguramente es),
que trae y rige el día, la luna no es menos un tipo de la Iglesia, la reflexión
de Cristo en el mundo durante la noche de su ausencia, por muy débil e inestable
que sea esta. El tiempo actual, el tiempo de la revelación de la Iglesia, está,
pues, aquí figurado, en testimonio de Cristo y de la Iglesia.
Y ahora, si pasamos al sexto día, tenemos claramente en figura el reino venidero
de Cristo. El gobierno del hombre y de la mujer en la tierra (no gobierno sobre
el día o la noche, no la luz del testimonio lunar en ausencia del sol, sino el
gobierno sobre la tierra misma) es una figura de lo que llamamos bendición
milenaria.
Finalmente viene el Sábado, el propio reposo de Dios: él santifica todo el día,
y lo bendice; ningún otro día sigue más: es el estado eterno.
Ahora, entre el cuarto y el sexto día (la Iglesia y la dispensación milenaria),
¿qué interviene? Un periodo corto en duración verdaderamente, pero bastante
importante como para ocupar trece capítulos de los veintidós del libro de
Apocalipsis: ciertamente, el tiempo al cual se refiere la parábola de la red. Y
entonces, ¿cuál es su tipo, si el quinto día lo representa? Una vez más, el mar,
pero las aguas son ahora fecundas de una manera sobrenatural, produciendo la
vida por medio de la acción del Todopoderoso. Y así será en el día de
Apocalipsis 7, puesto que los 144.000 de las tribus de Israel, y la innumerable
multitud de gentes que han venido de la gran tribulación, dan abundante
testimonio. Ésta es la reunión de gentes para la bendición terrenal: el fruto
del evangelio eterno.
Estos pasajes, pues, se confirman mutuamente el uno al otro, como aplicados a un
tiempo caracterizado por el desenfreno gentil, participando Israel enteramente
de este carácter, y no poseídos aún por Dios, aunque él esté obrando en medio de
ellos. En este mar es echada la red, y juntando de toda clase de peces, cuando
está llena, es sacada a la orilla.
No es sino hasta DESPUÉS de esto (la predicación del evangelio eterno), que
comienza la separación: «y una vez llena, la sacan a la orilla, se sientan,
recogen los buenos en cestas, y tiran los malos» (Mt 13:48). Esto nos enseña que
la separación no puede aplicarse a nada que se efectúe durante el tiempo de la
predicación del evangelio, sea como fuere (del reino o eterno), pues la red ya
no está en las aguas cuando esta separación tiene lugar. Y así es como nos lo
expone la interpretación: «Así será el fin del mundo: saldrán los ángeles, y
separarán a los malos de entre los justos» (Mt 13:49). Éste es el limpiamiento
de la tierra para la bendición milenaria.
Cuando los santos sean removidos en la venida del Señor a por los suyos (la
Iglesia), la cual nos presenta 1 Ts 4:15-17, los malos no serán separados de los
justos, sino los justos de los malos. Los justos serán llevados y los impíos
dejados. Aquí, en la parábola de la red, es al revés de esto, los impíos, o
malos, serán llevados, y los justos dejados. De este modo, con la divina
exactitud de la Palabra inspirada, que invita al examen y premia la atención a
sus más minuciosos detalles, se dice en el juicio del campo de la cizaña del
reino cristiano: «Y recogerán de su reino todo lo que sirve de tropiezo, y a los
que hacen iniquidad» (Mt 13:41), pero no dice: «separarán a los malos de entre
los justos» (Mt 13:49), porque los justos han sido removidos antes. Aquí (la
parábola de la red), por el contrario, los justos son aquellos que no son
llevados a heredar la bendición celestial, sino dejados atrás para heredar la
terrenal8.
Con esta ojeada a las cosas que pertenecen a aquel corto pero muy importante
período, la tribulación, el período de los dolores de la tierra, antes de la
gran entrega final, necesariamente termina el bosquejo de las siete parábolas
enlazadas del Reino del Rey Ausente. La bendición de la tierra, y la de Israel,
necesitan su presencia, y con ella el fin del «reino y la paciencia», y el
principio del «reino y la gloria» que nunca terminarán. Será bueno para nosotros
si tenemos presente la conexión segura entre la paciencia y la gloria, así como
sus diferencias.
«Palabra fiel es ésta: si somos muertos con él, también viviremos con él; si
sufrimos, también reinaremos con él; si le negamos, él también nos negará. Si
somos infieles, él permanece fiel; no puede negarse a sí mismo» (2 Ti 2:11-13).
NOTAS
* Estamos acostumbrados a analizar y a entender los conceptos y las cosas como objetos inertes en nuestra mente. Al alojar estos objetos en nuestra mente los convertimos en inferibles, bajo nuestro control, y por lo tanto manipulables. Es necesario que notemos que es la Palabra quien nos desmenuza, analiza e infiere de nosotros, y no al contrario, extrayendo y haciendo aflorar lo más profundo y recóndito de nuestro ser (He 4:12). No se espera que nosotros analicemos y cataloguemos a la Palabra pues no podemos. Ella está viva, no tiene forma inerte. N.del E.
1 Hay una opinión común entre los que creen en la venida del Señor, y es, que solamente aquellos que estén en cierto estado de preparación entre los santos que vivan entonces serán arrebatados, y el resto serán dejados en la tierra para que sean purificados por medio de la tribulación que sigue. Pero esto es completamente contradicho por las palabras de la parábola que tenemos delante. N. del A.
2 Recuérdese que Cristo «es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Jn 2:2). Cristo es la propiciación por todo el mundo (traducción más literal); es decir, que todo el mundo está dentro de la esfera de misericordia de Dios; la provisión Divina es para todos, todos fuimos rescatados, comprados. No obstante, esa propiciación se hace efectiva en aquellos que creen, siendo la fe la única condición indispensable. Condición que no cumplen estos falsos maestros (véase 2 P 2:3,12). N. del E.
3 El número mismo de las parábolas nos habla de esto. Pues como hay siete en total, el número que desde la creación en adelante es el tipo y símbolo de la perfección, también este número siete es dividido más tarde en cuatro y tres. Cuatro es el número de la universalidad del mundo en general, de los cuatro puntos cardinales (según lo deduzco), Este, Oeste, Norte y Sur. Tres es el número divino, el de las Personas de la Deidad. Aquí, pues, las primeras cuatro parábolas nos dan el aspecto del mundo en el reino de los cielos; y las tres restantes la mente divina cumpliéndose respecto a él. N. del A.
4 Recuérdese que, a causa del rechazamiento de Cristo, los tratos de Dios con Israel como nación han sido cortados. No obstante, después de la tribulación, volverán a ser reanudados como tales: de aquí que el tesoro continúe escondido. N. del E.
5 A pesar de haber sido cortados en su relación con Dios como nación, los judíos continúan teniendo entrada a la salvación, aunque ya no como nación, sino individualmente y según el programa de Dios para la Iglesia, la Esposa de Cristo. N. del E.
6 La publicación que se hará en la tribulación por parte de los 144.000. N. del E.
7 Compárese con Apocalipsis 17:15. N. del A.
8 Se hallarán pasajes paralelos en Mt 24:37-42 y Lc 17:24-37. En el Antiguo Testamento, los Salmos especialmente están llenos de esta separación de los impíos de entre los justos: ver Sal 1:4-5; 37:9-11; Mal 4:1-3. N. del A.
Fuente:
EL REINO DEL REY AUSENTE
Revisado y adaptado