LA CENA DEL SEÑOR: LA MUERTE DEL SEÑOR
H.L. Heijkoop
Quién puede entender el significado de estas pocas palabras? Él, el Señor,
entraba en la muerte. ¡Qué amor, gracia y misericordia, qué designios de Dios!
¡El Príncipe de la vida, la Fuente de la vida, ha muerto y es enterrado! ¡Qué
prueba más grande de que Él ocupó perfectamente nuestra posición! No solamente
llevó nuestros pecados en su cuerpo, sino que fue hecho pecado por nosotros. Qué
sentimientos de agradecimiento y alabanza, sí, de adoración se despiertan en
nuestros corazones, cuando le vemos así. Por nosotros entró Él en la muerte. Su
amor hacia nosotros fue tan grande, que quiso pagar este precio por nuestro
rescate. «Porque fuerte es como la muerte el amor; obstinados como el Seol los
celos; sus saetas, saetas de fuego; sus llamas, llamas de JAH. Las muchas aguas
no podrán apagar el amor, ni lo ahogarán los ríos. Si diese el hombre todos los
bienes de su casa por este amor, de cierto lo menospreciarían» (Cnt 8:6,7; ver
también el Salmo 69:1,2).
¡Qué obediencia manifestó hacia Dios! Prefirió morir más bien (y hay que ver qué
clase de muerte) que no cumplir la voluntad de Dios. Qué sentimientos eran los
que querían tomar esta posición —para muerte, sí, para muerte en la cruz—.
Por eso el Señor Jesús nos invita, como Anfitrión, a venir y sentarnos en su
mesa, para anunciar su muerte en memoria de Él. No, no llegamos allí para
recibir algo. La Cena del Señor no es ningún medio de gracia o sacramento. En
ningún sitio de las Escrituras se dice eso. El Señor glorificado nos invita a su
mesa, para que nuestros pensamientos remonten a su muerte, que sufrió hace dos
mil años. También lo haremos en la Eternidad.
En Apocalipsis vemos al Cordero en el Cielo «en pie, como inmolado», así como
una vez lo fue el Señor en la tierra. Y como en el futuro el Cielo será lleno de
agradecimiento y adoración a la vista del Cordero inmolado, así mismo sucede con
nosotros también aquí ahora en la tierra, cuando anunciamos su muerte. Cuando le
contemplamos, nuestros corazones arden y se llenan, y por medio de los cánticos
y acciones de gracias y en los silencios que separan cada acto, suben nuestros
sentimientos de gratitud, de asombro y de adoración, arriba hacia Él.
Naturalmente, para eso, solamente podemos reunirnos como creyentes. Solamente
los tales que saben que sus pecados son perdonados y que tienen paz con Dios,
pueden ocupar esta posición. Es por medio de su participación, que proclaman que
tienen parte en Él y en su obra (1 Co 10:16). ¿Y no constituye cada sentimiento
de molestia en la mirada sobre los pecados propios de uno (precisamente en este
sitio), una negación de la Obra perfecta, por la cual Él ha hecho perfectos a
los suyos para siempre (He 10:14)?
De ello resulta también, que en este sitio no se pone en actividad ningún don,
sino que tan solo nos reunimos únicamente como sacerdotes, para traer
sacrificios de loor y de agradecimiento, «fruto de labios que confiesan su
nombre» (He 13). Aquí apareció el apóstol como sencillo creyente, y aquí se
reúnen los que poseen los mayores dones para el servicio del Señor, únicamente
como adoradores entre otros adoradores.
¿Y vosotros?, ¿también habéis percibido la invitación del Señor y prestado oído
a ella?