"LE GUSTA TENER EL PRIMER LUGAR" (3JUAN 9)
“Yo he escrito a la iglesia; pero Diótrefes, al cual le gusta tener el primer lugar entre ellos, no nos recibe. Por esta causa, si yo fuere, recordaré las obras que hace parloteando con palabras malignas contra nosotros; y no contento con estas cosas, no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se lo prohíbe, y los expulsa de la iglesia. Amado, no imites lo malo” (3 Jn. 9-11).
“Seréis como Dios” fue algo que creyeron los padres de la raza humana. Como resultado de ello, la ambición se infundió en el hombre haciendo que se exaltase a sí mismo desde entonces hasta hoy. Muy pronto, este mal alcanzará su máxima expresión en la persona del Anticristo, el cual “se levanta contra todo lo que se llama Dios… haciéndose pasar por Dios” (2 Ts. 2:4). De ninguna manera son pocas las advertencias de la Palabra de Dios para Diótrefes y sus imitadores. Veamos unos ejemplos del Antiguo Testamento:
Abimelec estuvo tan resuelto a gobernar que ganó a todos sus tíos para que hiciesen campaña a favor de él. Alquiló seguidores, mató a setenta de sus hermanos, y reinó por tres años. Echó fuera a otro aspirante, dio muerte a sus seguidores, luego a la ciudad de estos últimos y prendió fuego a unos mil hombres y mujeres en la fortaleza de Siquem. Finalmente una mujer dejó caer un pedazo de una rueda de molino sobre la cabeza de Abimelec, y le rompió el cráneo (Jue. 9).
Absalón, tan admirado, mató a su hermano, prendió fuego al campo de Joab, y luego preparó carros y caballos, y cincuenta hombres que corriesen delante de él, y decía Absalón: “¡Quién me pusiera por juez en la tierra!” (2 S. 15:4), y luego robaba el corazón de muchos extendiéndoles su mano y besándolos, después de lo cual estableció su trono en Hebrón a despecho del rey David. Absalón erigió también un monumento para sí mismo (2 S. 18:18). Terminó su vida colgado (2 S. 14, 15 y 18).
Adonías se enalteció a sí mismo diciendo: “Yo reinaré”. También dijo: “El reino era mío, y todo Israel había puesto en mí su rostro para que yo reinara”, a despecho del rey Salomón. También fue muerto (1 R. 1 y 2).
“¿Y tú buscas para ti grandezas? No las busques” (Jer. 45:5).
“Ellos… habían disputado entre sí, quién había de ser el mayor” (Mr. 9:34). “Aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas” (Mt. 23:6). “Ve y siéntate en el último lugar” (Lc. 14:10). “Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido” (Lc. 14:11).
“En cuanto a honra, siendo los primeros en rendirla a los otros” (Ro. 12:10, versión JND).
“Con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo” (Fil. 2:3).
“Pequeño en tus propios ojos” (1 S. 15:17).
“Ni tampoco como si tuvieseis señorío sobre la herencia (de Dios)” (1 P. 5:3, V.M.). ¡Quiera Dios impedir que alentemos de cualquier manera la insubordinación a los ancianos, así como de «unos a otros», puesto que corremos también siempre peligro de caer en esto!
Pero cuando tan sólo intentemos alcanzar la conciencia de un Diótrefes o tratemos de censurarlo, según toda probabilidad, nos daremos cuenta de que estamos frente a un vigoroso combatiente y a un hábil defensor de sí mismo. Para justificar su camino de férreo poder, él bien puede insistir en el hecho de que todo debe hacerse “decentemente y con orden” (1 Co. 14:40), y también alegará que “el que preside” (o “conduce”), debe hacerlo “con solicitud” (Ro. 12:8), y que “los ancianos que gobiernan (lit. “presiden, conducen”) bien, sean tenidos por dignos de doble honor” (1 Ti. 5:17). Pero esta presidencia o conducción, no es otra cosa que el don no oficial que permite que aquellos que lo poseen sean capaces de «refrenar la acción de la propia voluntad mediante la Palabra de Dios y el Espíritu Santo» (JND).
Otro pasaje importante sobre el tema a que nos referimos se halla en el capítulo 16 de Números, donde Datán y Abiram hicieron mal al oponerse a Moisés y Aarón diciendo: “¡Basta ya de vosotros!... ¿por qué, pues, os levantáis vosotros sobre la congregación?” (v. 3). Como tipos del Señor, Dios designó debidamente a Moisés y Aarón a su cargo, pero en el tiempo presente, cuando todos somos hoy sacerdotes, no existe ninguna designación especial. La verdad misma se rebela contra aquellos que asumen una posición semejante. Porque de esa manera el clericalismo logró introducirse en la Iglesia. Obispos ávidos de poder se levantaron sobre los demás, aspirando a ser “principales entre los hermanos” (Hch. 15:22), y todo esto se extendió hasta el vasto sistema jerárquico de nuestros días. El sistema desplazó el oficio del Espíritu Santo, y dejó a la Iglesia sumida en una irremediable confusión. ¡Quiera el Señor preservar a aquellos que se congregan al solo nombre del Señor, de toda sutil intrusión de cualquier forma de clericalismo! “porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos.” (Mt. 23:8).
Los creyentes mundanos y carnales incurren en la culpa de ser tan propensos a agruparse alrededor de su líder preferido, de aquel “que ama ser el primero (o tener el primer lugar) entre ellos” (3 Jn. 9, JND) a fin de manejarlo todo y a todos.
Cuando existe una tendencia oculta de amarga disputa por la supremacía, como en el caso de Saúl cuando fijó su mirada en David por no poder soportar que hubiese ningún rival, ello no es otra cosa que una abominación. Esta tendencia pone de manifiesto que el creyente ha descuidado el hábito del juicio propio. Cuanto más lejos nos hallemos de todo deseo de prominencia o de toda pretensión a un cargo o título eminente o a cualquier función elevada, tanto mejor será.
«Debemos tener temor y huir de toda presunción de poder» (C. H. M.).
“Cuando Uzías se hizo fuerte, su corazón se enalteció” (2 Cr. 26:16).
«El progreso del ‘yo’ constituye nuestra mayor pérdida» (W. K.).
«Los mejores son aquellos que más conocen su propia insignificancia» (W. K.).
“Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña” (Gá. 6:3).
“Los que tenían reputación de ser algo (lo que hayan sido en otro tiempo nada me importa)” (Gá. 2:6).
Se está a mejor resguardo siendo «nadie» que siendo «alguien». Hemos de compadecernos de aquel que se hace cargo de la reunión, dejando sobresalir el yo.
Como lo expresó un conocido poeta:
¡Guardaos de todo sentimiento elevado de uno mismo!
¡De vuestra propia importancia y excelencia!
Aquel que se estima a sí mismo tan grande,
Y que atribuye tanto valor a su propia importancia,
De modo que todo a su alrededor y todo lo que se hace
Haya de moverse y de actuar a través de él solo,
Habrá de aprender por profunda humillación.
¡Qué insensatez la de engrandecerse a uno mismo! ¿Es Cristo mi objeto? ¿O lo es el «yo»? ¿Deseo exaltar a Cristo para exaltarme a mí mismo? Si Diótrefes rechazó la carta del anciano y único apóstol que quedaba con vida, y habló abusivamente de él, esta segunda carta debió de haber sido para él muy desagradable. Ella recomendaba a Gayo y a Demetrio por no carecer de «la suministración del Espíritu de Jesucristo». «La verdad no hiere, a menos que deba hacerlo.»
Para terminar quisiera agregar que hay creyentes en quienes el deseo del poder y de querer destacarse no es juzgado, pero que son incapaces de ganar una legítima influencia; sin embargo, toman la delantera en actividades para las cuales no están espiritualmente calificados. Esto puede verse, por ejemplo, en la pretensión al ministerio de la Palabra sin el don requerido. En otro terreno, también puede manifestarse cuando se busca guiar a las almas, o ejercer la supervisión o el cuidado, sin las calificaciones que la Palabra demanda.
J.N. Darby
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