SOBRE LA FORMACIÓN DE IGLESIAS
por J. N. Darby
PROPÓSITO DE ESTE ENSAYO
Las circunstancias han llevado a
muchos cristianos a considerar últimamente la cuestión de la competencia de los
creyentes, en nuestros días, para formar iglesias según el supuesto modelo de
las iglesias primitivas, y también a demandar si la constitución de tales
cuerpos está actualmente en conformidad con la voluntad de Dios. Algunos
queridos y respetados hermanos insisten en que la formación y organización de
iglesias es en la voluntad de Dios la única forma de encontrar bendición en
medio de toda la confusión que se reconoce que existe en la Cristiandad. Otros
consideran que este intento es un mero producto del esfuerzo humano, y que por
tanto carece de la primera condición necesaria para que reciba la plena
bendición divina, la cual se encuentra sólo en una plena dependencia de Dios,
aunque desde luego puede tener la bendición de Dios hasta cierto punto, conforme
a la sinceridad de propósito y piedad de aquellos que hayan tomado parte en esta
acción.
El escritor de estas páginas, que se siente atado por los lazos más fuertes de
afecto y amor en Cristo a muchos que pertenecen a cuerpos que asumen el título
de Iglesia de Dios, ha evitado cuidadosamente toda identificación con el
criterio de sus hermanos en esta materia, aunque ha dialogado a menudo con ellos
acerca de estas cuestiones. No ha hecho más que apartarse de las cosas que halló
entre ellos cuando tales cosas divergían de la Palabra de Dios, buscando
solícitamente guardar «la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz», y
recordando aquella palabra: «Si entresacares lo precioso de lo vil, serás como
mi boca» (Jer 15:9b); ésta es una instrucción de un valor indescriptible en
medio de la actual confusión. Pero su afecto no ha disminuido ni se ha
interrumpido ni menoscabado su lealtad.
Hay dos consideraciones que impelen de manera especial a quien escribe estas
líneas a exponer lo que él mismo ha reconocido como la instrucción de las
Escrituras acerca del tema que nos ocupa: el deber hacia el Señor (y el bien de
Su Iglesia es la mayor de todas las consideraciones) y el amor a los hermanos —
un amor que ha de ser guiado por la fidelidad al Señor. El autor escribe estas
páginas debido a que el proyecto de hacer iglesias es uno de los obstáculos al
cumplimiento de lo que todos desean, que es la unión de los santos en un solo
cuerpo: primero, porque en aquellos que lo han intentado, habiendo ido más allá
del poder que les había sido dado por el Espíritu, se ha levantado la carne. En
segundo lugar, porque los que se han quedado fatigados de la iniquidad de los
sistemas nacionales, al verse en la necesidad de escoger entre aquella iniquidad
o lo que satisfacía el punto de vista de ellos como congregaciones disidentes,
permanecen a menudo donde se encuentran, desesperando de hallar algo mejor. En
la condición actual de las cosas sería una extravagancia afirmar que estas
iglesias puedan realizar la deseada unión, pero no voy a insistir en ello para
no entristecer a algunos de mis lectores. En lugar de ello, es mi intención
poner en primer término los puntos en los que estamos de acuerdo, puntos que a
la vez nos ayudarán a formarnos una idea justa y cierta de algunos sistemas que
nos rodean —sistemas que, siendo incapaces en sí mismos de dar el buen resultado
deseado por muchos hermanos, dejan a sus partidarios, como único consuelo y
excusa, el pensamiento que los demás no pueden hacer más que ellos para alcanzar
la meta propuesta.
EL PROPÓSITO DE DIOS EN LA REUNIÓN DE LOS SANTOS EN LA TIERRA
Es el deseo de nuestros corazones,
y, según creemos, la voluntad de Dios en esta dispensación, que todos los hijos
de Dios deberían estar reunidos como tales, y, consiguientemente, como no de
este mundo. El Señor se ha dado a Sí mismo «no solamente por la nación (judía),
sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos».
Esta reunión de todos en uno fue, por tanto, el motivo inmediato, en la tierra,
de la muerte de Cristo. La salvación de los elegidos era tan cierta antes de Su
venida —aunque fue cumplida por medio de ella— como después. La dispensación
judaica que precedió a Su venida en este mundo tenía como objeto no reunir a la
iglesia sobre la tierra, sino exhibir el gobierno de Dios por medio de una
nación elegida. En la actual dispensación, el propósito del Señor es reunir lo
mismo que salvar, realizar la unidad no sólo en los cielos, donde desde luego se
cumplirán los propósitos de Dios, sino aquí en la tierra, por medio del Un
Espíritu enviado del cielo. Por el Un Espíritu somos todos bautizados en un
cuerpo. Esta es la innegable verdad respecto a la iglesia, tal como la Palabra
nos la presenta. Muchos pueden ir aquí y allá demostrando que en la iglesia se
han introducido hipócritas y malvados, pero no se puede negar la inferencia de
que existe una iglesia en la que éstos se han introducido. La congregación en
uno de todos los hijos de Dios en un cuerpo está claramente de acuerdo con el
pensamiento de Dios en la Palabra.
LOS SISTEMAS NACIONALES Y SU RELACIÓN CON LA REUNIÓN DE LOS CREYENTES
En cuanto a los llamados sistemas
nacionales, su existencia no se puede remontar más allá del período de la
Reforma. Ni su misma idea parece haber existido antes de este período. Lo único
que podemos encontrar que sea mínimamente paralelo —los privilegios de la
Iglesia Galicana y la práctica de votar por naciones en ciertos concilios
generales— son cosas tan ampliamente diferentes que no se puede pensar que
precise de discusión alguna. El nacionalismo, en otras palabras, la división de
la iglesia en cuerpos de tal y tal nación, es una novedad que no tiene más allá
de tres siglos,1 aunque en estos cuerpos se encuentran muchos amados hijos de
Dios. La Reforma no tocó directamente la cuestión del verdadero carácter de la
iglesia de Dios. No hizo nada tendiendo directamente a restaurarla a su estado
primitivo. Hizo algo más importante: expuso la verdad de Dios tocante a la gran
doctrina mediante la que las almas son salvas, y ello con mucha mayor claridad y
con un efecto mucho más poderoso que el moderno avivamiento. Pero no restableció
la iglesia en sus primitivos poderes. Al contrario, la puso generalmente en
sujeción al estado para librarla de la sujeción al Papa, porque consideraba
peligrosa la autoridad papal y contemplaba como cristianos a todos los súbditos
del país.
Para escapar de esta anomalía, ha habido creyentes que han tratado de hallar
refugio en la distinción entre una iglesia visible y una iglesia invisible. Pero
leamos la Escritura: «Vosotros sois la luz del mundo.» ¿Qué utilidad tiene una
luz invisible? «Una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder.» Decir
que la verdadera iglesia ha sido reducida a la condición de invisible es decidir
la cuestión; con ello se afirma que la iglesia ha perdido totalmente su posición
original y esencial, y que se ha apartado del propósito de Dios y de la
constitución que recibió de Él: porque Dios no encendió una lámpara para ponerla
bajo un almud, sino para ponerla sobre el portalámparas para dar luz a los que
están en la casa. Si se ha hecho invisible, ha dejado de responder al propósito
para el que fue constituida.2 Y ésta es la posición actual de la Cristiandad,
por su propia admisión.
LA POSICIÓN DE LA DISIDENCIA EN RELACIÓN CON LA REUNIÓN DE LOS CREYENTES
Estamos de acuerdo (¿no es así?) en
que la reunión en uno de todos los hijos de Dios es conforme a la voluntad de
Dios expresada en Su Palabra. Pero mi pregunta, antes de seguir, es: ¿Puede
alguien creer que las congregaciones disidentes, tal como las vemos en este y en
otros países, han conseguido este objetivo, o que lleven en absoluto el camino
de alcanzarlo?
Esta verdad de la reunión en uno de los hijos de Dios se ve en la Escritura
llevada a cabo en varias localidades, y en cada localidad central los cristianos
allí residentes constituían un solo cuerpo: la Escritura está bien clara acerca
de esto. Desde luego, se ha presentado la objeción de que una unión así es
imposible, pero sin evidencia de la Palabra de Dios para apoyar tal postura. Se
dice: ¿Cómo podría ser esto posible en Londres o en París? Bien, pues ello era
practicable en Jerusalén, y allí había más de cinco mil creyentes. Y aunque se
reuniesen en casas privadas y en aposentos altos, los cristianos eran sin
embargo un solo cuerpo, bajo la conducción de un Espíritu, con una regla de
gobierno y en una comunión, y así se reconocía acerca de ellos. Así, tanto en
Corinto como en otros lugares, una carta dirigida a la iglesia de Dios habría
encontrado su destino en un cuerpo conocido. E iré más allá, y añadiré que es
claramente nuestro deber desear pastores y maestros que asuman el cuidado de
tales congregaciones, y que Dios desde luego los suscitó en la iglesia tal como
la vemos en la Palabra.
Habiendo reconocido plenamente estas verdades de peso, esto es, (1) la unión de
todos los hijos de Dios; (2) la unión de todos los hijos de Dios en cada
localidad; habiendo además reconocido que así se les contempla en la Palabra de
Dios, parecería que la cuestión está resuelta. Pero aquí debemos hacer una
pausa.
Es desde luego innegable que este estado de cosas que aparece en la Palabra de
Dios (y se trata de un hecho, no de una teoría) ha dejado de existir, y la
cuestión a resolver no es otra que ésta: ¿Cómo debería el cristiano juzgar y
actuar cuando ha dejado de existir una condición de cosas que la Palabra de Dios
nos pone delante? Me dirás que lo que el cristiano debe hacer es restaurarla.
Pero tu respuesta es una prueba del mal existente. Supone que tenemos poder en
nosotros mismos para ello. Yo más bien diría: Escuchemos la Palabra y
obedezcámosla, por cuanto es de aplicación a este estado de decadencia. Tu
respuesta presupone dos cosas: primero, que está de acuerdo con la voluntad de
Dios restablecer la economía o dispensación a su estado original después que ha
fracasado; segundo, que tú a la vez posees la capacidad y autorización para
restaurarla. ¿Tiene esto una base escrituraria?
Supongamos un caso: Dios hizo al hombre recto — Dios dio Su ley al hombre. Todos
los cristianos admitirán que el pecado es un mal, y que es nuestro deber no
cometer pecado. Supongamos que alguien convencido de esta verdad emprende
cumplir la ley y ser recto, para agradar a Dios de esta manera. En el acto me
dirás: está actuando en base de su propia justicia y confía en sus propias
fuerzas, y no comprende la Palabra de Dios. Así, volver del mal existente a
aquello que Dios estableció al principio no es siempre una prueba de que hemos
comprendido Su Palabra y voluntad. Sin embargo, juzgaremos con rectitud y verdad
que lo que Él estableció al principio era bueno y que nos hemos apartado de
ello.
Apliquemos esto a la iglesia. Todos reconocemos (porque es sólo a los tales a
los que escribo) que Dios estableció iglesias. Confesamos que los cristianos (en
una palabra, la iglesia en general) se han apartado tristemente de esta
institución original de Dios, y que por ello somos culpables. La empresa de
restablecerla totalmente en su condición original es (o, en todo caso, podría
ser) un efecto de la operación de aquel mismo espíritu que lleva a uno a querer
establecer de nuevo su propia justicia cuando la ha perdido.
Antes de poder acceder a tus pretensiones he de ver no sólo que la iglesia era
así al principio, sino también que es conforme a la voluntad de Dios que sea
restaurada a su primitiva gloria, ahora que el pecado del hombre ha empañado
aquella gloria y se ha apartado de ella, y más aún, que una unión voluntaria de
«dos o tres» o de dos o tres y veinte, o de varios de estos cuerpos, tenga
derecho, en cualquier localidad, a asumir el nombre de la iglesia de Dios,
cuando la iglesia era originalmente el conjunto de todos los creyentes en
cualquier localidad determinada. Además, me tendrás que demostrar, si pretendes
tal posición, que has tenido tal éxito mediante el don y poder de Dios en reunir
a los creyentes, que puedes tratar con justicia a los que rehúsen seguir a tu
llamamiento como cismáticos, condenados a sí mismos, y extraños a la iglesia de
Dios.
Y permite aquí que me extienda en una consideración de la mayor importancia, que
aquellos que están empeñados en hacer iglesias han pasado por alto. Tenían sus
pensamientos tan dedicados a sus iglesias que casi han perdido de vista a la
iglesia. Según la Escritura, la suma total de las iglesias aquí en la tierra3
constituye la iglesia, al menos la iglesia sobre la tierra; y la iglesia en
cualquier lugar determinado no era otra cosa que la asociación regular de todos
aquellos que formasen parte del entero cuerpo de la iglesia, es decir, del
cuerpo completo de Cristo aquí en la tierra; y aquel que no fuese miembro de la
iglesia en el lugar donde viviese no era miembro en absoluto de la iglesia de
Cristo; y aquel que dice que no soy un miembro de la iglesia de Dios en Rolle4
no tiene derecho a reconocerme en absoluto como miembro de la iglesia de Dios.
No había idea de tales distinciones entre las pequeñas iglesias de Dios en
cualquier localidad determinada y la iglesia como un todo. Cada uno era de
alguna iglesia, si existía una donde él estaba, y por tanto pertenecía a la
iglesia, pero nadie se imaginaba pertenecer a la iglesia si estaba separado de
la iglesia en el lugar donde vivía. La práctica de establecer iglesias es la que
ha llevado a la separación de ambas cosas, y casi ha eliminado el concepto de la
iglesia de Dios, al establecer iglesias parciales y voluntarias en diferentes
lugares.5
Vuelvo al caso de la persona que ya hemos supuesto. Supongamos que ha actuado su
conciencia y que ha recibido vida por el Espíritu de Dios. ¿Cuál será el efecto?
En primer lugar, reconocerá su estado de perdición a consecuencia del pecado, y
la ausencia de cualquier recurso en ninguna inocencia o justicia propia. El
siguiente resultado será un sentimiento de total dependencia de Dios y el
sometimiento de corazón al juicio de Dios sobre un tal estado. Apliquemos esto a
la iglesia y a la dispensación como un todo. Mientras los hombres dormían, el
enemigo ha sembrado cizaña. La iglesia está en estado de ruina, sumergida y
enterrada en el mundo —invisible, si se quiere decir así, a pesar de que debería
estar manteniendo, como un candelero, la luz de Dios. Si el cuerpo profesante no
está en un estado de ruina, entonces pregunto a nuestros hermanos disidentes:
¿Por qué la habéis dejado? Si lo está, entonces confesemos esta ruina —esta
apostasía— este apartamiento de su condición primitiva. ¡Ay! La realidad es
demasiado evidente. Abraham puede estar recibiendo siervos, criadas, vacas,
camellos, asnas, ovejas, pero su esposa está en casa de Faraón.
¿Cómo, pues, obrará ahora el Espíritu? ¿Cuál será la actuación de la fe de esta
persona? La de reconocer la ruina; la de tenerla presente ante su conciencia y,
en consecuencia, humillarse. ¿Y pretenderemos nosotros, que somos culpables de
este estado de cosas, que sólo tenemos que poner manos a la obra y remediarlo?
No. Este intento demostraría que no estamos humillados por ello. Más bien,
busquemos con humildad lo que Dios nos dice en Su Palabra para este estado de
cosas. Y no actuemos como unos niños sin conocimiento que han roto un vaso de
gran precio, tratando de juntar los trozos rotos y pegarlos con la esperanza de
esconder el estropicio de la vista de los demás.
EN LA CONDICIÓN CAÍDA DE LA ACTUAL DISPENSACIÓN, ¿PUEDE EL HOMBRE RESTAURARLA?
Insto con este argumento a los que
están tratando de organizar iglesias. Si existen iglesias verdaderas, estas
personas no están llamadas a crearlas. Si, como dicen ellos, existían al
principio pero han dejado de existir, en este caso esta dispensación está en
ruinas y en una condición de total apartamiento de su condición original. Y en
consecuencia, emprenden la tarea de volver a establecerla. Y es este intento el
que han de justificar. En caso contrario, no hay nada que lo justifique. Se
objetará que la iglesia no puede fracasar, y que Dios ha dado a la iglesia una
promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Esto lo
reconozco, si entendemos por ello que la salvación de los escogidos es segura,
que la gloria de la iglesia en la resurrección triunfará sobre Satanás y que
Dios asegurará el mantenimiento de la confesión de Jesús sobre la tierra hasta
que la iglesia sea quitada. Pero no es de esto de lo que se trata. La salvación
de los escogidos era cierta antes que hubiese una iglesia congregada. Por otra
parte, si con lo anterior se quiere afirmar que la actual dispensación no puede
fracasar, entonces se está proponiendo un error grave y pernicioso. Si fuese
esto verdad, ¿por qué os habéis separado del estado en que se encontraba? Si
sigue subsistiendo en su condición original la economía o dispensación de Dios
respecto a la congregación de la iglesia en la tierra, ¿cómo es que estáis
haciendo nuevas iglesias? Éste es un punto en el que sólo el Papado es
consecuente.
Pero, ¿qué dice la Palabra? Que la apostasía ha de introducirse antes del
juicio; que en los últimos días vendrán tiempos peligrosos; que habrá apariencia
de piedad, pero sin eficacia. Y añade: «A estos evita.» Y el pensamiento de que
la dispensación de la iglesia no puede caer es tratado en Romanos 11 como una
presunción fatal y que lleva a la Iglesia Gentil a su ruina. El Espíritu Santo
pasa veredicto sobre los que tienen este pensamiento de que son sabios delante
sus propios ojos, y nos enseña al contrario, que Dios actuará para con la actual
dispensación como lo ha hecho con las anteriores; que si continuaba en la bondad
de Dios, seguiría en esta bondad; en caso contrario, la dispensación sería
cortada. De esta forma, la Palabra nos revela el cortamiento y no la
restauración de la dispensación, en caso de que no se mantuviese fiel. Y
dedicarse a rehacer la iglesia y las iglesias en la condición en que estaban al
principio es reconocer el hecho del fracaso existente sin someternos al
testimonio de Dios, respecto a Sus propósitos tocantes a tal estado de ruina. Es
actuar en base de nuestros propios pensamientos y confiar en nuestro propio
poder, para llevar a cabo nuestro proyecto. ¿Y cuál ha sido el resultado?
La cuestión que tenemos ante nosotros no es si estas iglesias existían en el
período en que fue escrita la Palabra de Dios. Es si aquellos que se arrogan el
oficio apostólico de restablecer las iglesias en su condición original, y con
ello de restablecer toda la dispensación, están actuando en conformidad con la
voluntad divina, y si han sido dotados de poder para emprender tal tarea,
después que aquellas iglesias han dejado de existir por causa del pecado del
hombre y después que los creyentes han sido dispersados (y estos son hechos cuya
realidad se admite). Se trata de dos cosas totalmente diferentes. No puedo creer
que nadie, ni la persona más llena de celo entre ellas, que, con un deseo cuya
sinceridad reconozco plenamente, han intentado volver a establecer la
dispensación caída (y David también era sincero en su deseo de edificar el
templo, aunque no era la voluntad de Dios que lo hiciera), estén en la condición
de poderlo hacer, o que tengan el derecho de imponer sobre mi fe, como iglesias
de Dios, las pequeñas estructuras que han levantado. Con todo, está bien lejos
de mí creer que no ha habido iglesias en el tiempo pasado, cuando Dios envió a
Sus apóstoles a establecerlas. Y en mi opinión, el que no puede discernir la
diferencia entre el estado en el que estaba la iglesia en aquellos tiempos y su
actual condición, no tiene un criterio muy claro en las cosas de Dios.
SI LA DISPENSACIÓN NO PUEDE SER RESTAURADA, ¿QUÉ ES LO QUE SE DEBE HACER?
Se dirá que siguen permaneciendo en
la iglesia la Palabra y el Espíritu. Y es una magna verdad. Bendito sea Dios por
esto. Ésta es toda la base de mi confianza. Lo que la iglesia necesita es
aprender a apoyarse en esto. Es por eso que estoy indagando qué es lo que dicen
la Palabra y el Espíritu acerca del estado de la iglesia caída, en lugar de
arrogarme una competencia para llevar a cabo aquello que el Espíritu ha referido
acerca de la primera condición de la iglesia. De lo que me quejo es de que se
hayan seguido pensamientos humanos, y de que se haya imitado aquello que el
Espíritu ha registrado de lo que existió en la iglesia primitiva, en lugar de
buscar aquello que la palabra y el Espíritu han declarado acerca de nuestra
actual condición. La misma palabra y el mismo Espíritu que habló por Isaías
diciendo a los moradores de Jerusalén que estuviesen quedos y que Dios los
preservaría de los asirios, dijo por boca de Jeremías que el que saliese y se
entregase a los caldeos salvaría la vida. La fe y la obediencia en el primer
caso era nada menos que presunción y desobediencia en el otro caso. Algunos
dirán que esto tiene la tendencia de causar confusión en las mentes sencillas.
La obediencia a la Palabra con una mente humilde nunca conduce a la confusión.
Quiero añadir que aquellos que están dedicados a restaurar toda la iglesia
deberían estar bien instruidos en la Palabra y abstenerse de hacer nada bajo el
pretexto de la simplicidad. La humildad que siente de manera genuina la
verdadera condición de la iglesia nos preserva de pretensiones que nos llevan a
actividades no autorizadas por la Palabra. La realidad es que las Escrituras,
incluso las que han sido ya citadas, demuestran que la condición de la
dispensación al llegar a su fin será justamente la inversa de la que era al
comenzar. Y el texto citado de Romanos (11:22) es decisivo acerca de este punto,
de que Dios cortaría la dispensación en lugar de restaurarla, si no continuaba
en la bondad de Dios.
El pasaje: «Mi Espíritu estará en medio de vosotros, no temáis», contiene un
principio sumamente seguro y de gran valor. La presencia del Espíritu Santo es
la clave de todas nuestras esperanzas. Pero esta alentadora profecía de Hageo no
condujo a Nehemías, que era fiel a Dios, a dedicarse, cuando Israel volvió del
cautiverio, a llevar a cabo la tarea que había sido asignada a Moisés, quien
había sido fiel en toda su casa al comienzo de la dispensación. No, sino que
confiesa, de la manera más llana y triste la caída condición de Israel, y que
estaban «en gran aflicción». Le vemos llevando a cabo lo que le autorizaba la
Palabra, en las circunstancias en las que él se encontraba; pero nunca emprendió
hacer un arca del pacto, como la había hecho Moisés y debido a que Moisés la
había hecho —ni a imitar de alguna manera la Shekiná, que sólo Dios podía hacer,
ni el Urim y el Tumim, ni poner en orden las genealogías mientras ni hubiese
Urim y Tumim. Pero se nos dice en la Palabra que él tuvo bendición como no la
había habido «desde los días de Josué», porque fue fiel a Dios en las
circunstancias en las que se encontraba, sin pretender hacer nuevamente lo que
Moisés había hecho y había quedado destruido por el pecado de Israel. Si hubiese
emprendido tal cosa, se habría tratado de un acto de presunción, no de
obediencia. En tales circunstancias, nuestro deber es la obediencia, no la
imitación de los apóstoles. Claro, es mucho más mortificante; pero al menos es
más humilde y seguro. Y esto es todo lo que yo pido o deseo, que la iglesia sea
más humilde. No es obediencia quedarse satisfecho con los males actuales, como
si no pudiésemos hacer nada; pero tampoco es obediencia imitar las acciones de
los apóstoles. La conciencia de la presencia del Espíritu Santo nos libera a la
vez del mal pensamiento de sentirnos obligados a permanecer en aquello que es
malo, y de la pretensión de hacer más de lo que el Espíritu Santo está haciendo
a la vez — o de considerar que cualquiera de estos dos estados sea conforme al
orden divino.
Quizá alguien me pregunte: —¿Es que tenemos que cruzarnos de brazos y quedarnos
pasivos hasta que tengamos apóstoles? No, no se trata de esto en absoluto. Sólo
que dudo de que sea la voluntad de Dios que hagas lo que hicieron los apóstoles.
Y añado que Dios ha dejado suficientes instrucciones a los cristianos fieles
para el estado de cosas en el que se encuentra la iglesia ahora. Seguir estas
instrucciones es obedecer más fielmente que si nos dedicamos a imitar a los
apóstoles; y el Espíritu de Dios está siempre con nosotros para fortalecernos en
este camino de verdadera obediencia.
INSTRUCCIONES DADAS POR EL ESPÍRITU SANTO PARA LA CONDICIÓN ACTUAL DE LA IGLESIA
El Espíritu de Dios, previendo todo
lo que sucedería en la iglesia, nos ha dado advertencias en la Palabra, y al
mismo tiempo la ayuda necesaria. Si Él nos dice que en los últimos tiempos
vendrán días peligrosos, y si nos describe a los hombres de aquel tiempo, añade:
«a estos evita». Si dice: «No os juntéis en yugo desigual con los infieles» (2
Co 6:14), y ciertamente esta advertencia vale para todas las edades; si dice que
somos todos «un cuerpo», y que por ello participamos de un pan; y si sin embargo
yo no veo tal unión de los santos, él me dice al mismo tiempo que donde hay dos
o tres reunidos al nombre del Señor Jesús, Él está en medio de ellos. Pero Sus
instrucciones son aún más precisas que esto. Tengo para mi consolación en todo
tiempo que el Señor conoce a los Suyos, pero para mi propia instrucción tengo
que aquel que invoca el nombre de Cristo ha de apartarse de iniquidad. Allí
donde la encuentre establecida, tengo que apartarme de ella. Pero hay más:
aprendo que en una casa grande, como la que ha llegado a ser la iglesia
profesante, hay vasos para deshonra, y que si alguien se limpia de estos, vendrá
a ser un vaso de honra, útil para los usos del Señor. Y se exhorta al hombre de
Dios a que siga la justicia, la fe, el amor y la paz con los que invocan al
Señor de puro corazón.
Los que se han estado esforzando por formar iglesias, con toda su buena
intención, parecen haber olvidado nuestra necesidad de poder, así como de
instrucción. Cuando se nos dice que las instrucciones dadas a las iglesias son
para todo tiempo y lugar, me aventuro a preguntar si son para tiempos y lugares
en los que no existan iglesias. Y de nuevo volvemos a la indagación: Si la
dispensación está en ruinas, ¿quién debe establecer iglesias? Una vez más, yo
preguntaría: Las instrucciones del apóstol respecto al uso de las lenguas, ¿es
para nuestros tiempos? Desde luego, si es que tenemos el don; pero esta
condición es ciertamente una modificación de lo más importante a esta norma, y
el mismo punto de inflexión en la discusión que tenemos entre ambas posturas.
¿AUTORIZA LA PALABRA DE DIOS EL NOMBRAMIENTO DE PRESIDENTES Y PASTORES?
Los que se adhieren con tanto
afecto a la práctica de formar y organizar iglesias citan las epístolas a
Timoteo y a Tito con la más firme confianza, como sirviendo de guía a la iglesia
en todas las edades, cuando la realidad es que no fueron dirigidas a ninguna
iglesias. Se puede observar que las citas de la Palabra de Dios en los temas de
mayor peso para los que están dedicados a establecer iglesias, como la elección
de ancianos, diáconos, etc., sólo se pueden derivar de estas epístolas —y lo más
destacable es que aquellos compañeros del apóstol que gozaban de su confianza
fueron dejados en las iglesias, o enviados a ellas cuando ya existían, para
seleccionar a los dichos ancianos cuando el apóstol no lo había hecho por sí
mismo —lo que es una prueba evidente de que el apóstol no podía conferir a las
iglesias la capacidad de escoger a sus ancianos, incluso cuando las iglesias que
él mismo había formado todavía existían. A pesar de todo esto, vemos que todo
esto se presenta como instrucciones a las iglesias en tiempos posteriores. La
designación oficial es una arrogación de autoridad apostólica contraria al orden
y a los principios en base de los que tenía lugar entonces. Sin embargo, los
santos no quedan sin recursos cuando Dios obra en gracia. Los pastores, maestros
y evangelistas son dones que tienen su lugar en la unidad del cuerpo, y tienen
su justo ejercicio siempre que Dios los da en gracia; y en 1 Corintios 16:15, 16
encuentro que el Espíritu Santo dirige a la obediencia a todos aquellos que de
corazón devoto se han dado a una verdadera obra en el Señor. También 1
Tesalonicenses 5:12 y Hebreos 13:17 enseñan esta misma piadosa sumisión a los
que hacen la obra, y de esta manera toman el papel de guías en la obra del
Señor.
LOS HIJOS DE DIOS NO TIENEN MÁS QUE REUNIRSE JUNTOS EN EL NOMBRE DEL SEÑOR
Entonces, ¿qué propósito me lleva a
escribir estas páginas? ¿El de que los cristianos no hagan nada? ¡De ninguna
manera! He escrito con el deseo de que haya menos presunción y más modestia en
lo que emprendamos; y que lleguemos a ser tanto más conscientes de la situación
de ruina a la que hemos reducido a la Iglesia.
Si me dices: «Me he separado del mal que mi conciencia rechaza, que se enfrenta
con la Palabra» —muy bien. Si insistes en que la Palabra de Dios demanda que los
santos sean uno y unidos; que nos dice que donde hay dos o tres reunidos, Jesús
está en medio de ellos, y que por ello os «reunís», de nuevo digo que muy bien.
Pero si seguís diciendo que habéis organizado una iglesia, o que os habéis
combinado con otros para ello; que habéis escogido a un presidente o pastor, y
que habiendo hecho esto, ahora sois una iglesia, o la Iglesia de Dios en el
lugar donde estáis —os pregunto—: Amigos míos, ¿quién os ha comisionado para
ello? Incluso en base de vuestro principio de la imitación (aunque imitar poder
es algo absurdo: y el reino de Dios es «con poder»), ¿dónde encuentras todo esto
en la Palabra? En ella no veo ni rastro de que las iglesias eligiesen
presidentes o pastores. Me dirás que ha de ser así para mantener el orden. Mi
respuesta es que no puedo abandonar el terreno de la Palabra —«El que conmigo no
recoge, desparrama.» Decir que se actúa así por necesidad es razonar de forma
meramente humana. Tu orden, constituido por la voluntad humana, pronto será
visto como desorden a la vista de Dios. Si hay tan solo dos o tres que se reúnen
al nombre de Jesús, Él estará allí. Si Dios suscita pastores entre vosotros, u
os los envía, muy bien, es una bendición. Pero desde el día en que el Espíritu
Santo constituyó la iglesia, no tenemos registro alguno en la Palabra de que la
iglesia los haya escogido.
Entonces surge la pregunta: ¿Qué debemos hacer? Pues debemos hacer lo que
siempre hace la fe — reconocer nuestra debilidad y tomar el puesto de
dependencia de Dios. En todas las edades, Dios es suficiente para Su iglesia. Es
de la mayor importancia que nuestra fe se aferre a la verdad, que sea cual sea
la ruina de la iglesia en la tierra, encontramos siempre en Cristo toda la
gracia, fidelidad y poder necesarios para las circunstancias en las que la
iglesia se encuentre. Él nunca falla. Si sois tan sólo «dos o tres» que tenéis
fe para ello, reuníos. Descubriréis que Cristo está con vosotros. Invocadle. Él
puede suscitar todo lo necesario para la bendición de los santos, y no dudéis
que lo hará. No nos aseguraremos la bendición por medio de una pretensión
nuestra de ser algo cuando nada somos. ¿En cuántos lugares no se ha estorbado la
bendición de los santos por esta elección de presidentes y pastores? ¿En cuántos
lugares no se habrían podido reunir los santos con gozo en la fuerza de esta
promesa hecha por Cristo a los «dos o tres», si no se hubiesen sentido
atemorizados por esta pretendida necesidad de organización y por acusaciones de
desorden (como si el hombre fuese más sabio que Dios), y si sus temores al
desorden no les hubiesen persuadido a continuar un estado de cosas que ellos
mismos confiesan que está mal? Tampoco sirve la constitución de estos cuerpos
organizados para refrenar el dominio por parte de una sola persona ni la lucha
entre varias. Más bien tiende a producir ambas cosas.
Lo que la iglesia necesita de manera especial es un profundo sentir de su ruina
y necesidad, un sentir que se vuelva a Dios para refugiarse en Él —con
confesión, y que se separe de todo mal conocido— que reconozca la autoridad de
Cristo como Aquel que gobierna como Hijo sobre Su casa, y al Espíritu de Dios
como el único poder en la iglesia; y que con ello recibe a cada uno a quien Él
envía, según el don que el tal haya recibido, y ello con acción de gracias a
Aquel que por este don constituye a tal hermano como siervo de todos bajo la
autoridad de la gran Cabeza, del gran Pastor de las ovejas. Tanto la pretensión
de que el mundo sea la iglesia como la de restaurarla son dos cosas igualmente
condenadas y no autorizadas por la Palabra.
Si me preguntas, ¿qué hemos de hacer entonces?, te responderé: ¿Por qué estás
siempre pensando en hacer algo? La posición, humilde, cierto, pero bendecida
plenamente por Dios, es confesar el pecado que nos ha traído a donde estamos,
humillarnos bajo el Señor, y separarnos de toda iniquidad conocida, descansando
en Aquel que es poderoso para hacer todo lo necesario para nuestra bendición,
sin arrogarnos el hacer más, por nosotros mismos, que lo que la Palabra nos
autoriza.
Un punto de la máxima importancia, y que aquellos que desean organizar iglesias
parecen haber perdido totalmente de vista, es que existe el PODER, y que sólo el
Espíritu Santo tiene poder para reunir y edificar la iglesia. Ellos parecen
creer que tan pronto tienen unos ciertos pasajes de la Escritura, no tienen más
que hacer que actuar en base de ellos; pero por debajo de la cubierta de la
fidelidad se agazapa en esto un error capital: que se deja a un lado la
presencia y el poder del Espíritu Santo. Sólo podemos actuar en base de la
Palabra de Dios por el poder de Dios. Pero la constitución de la iglesia fue un
efecto directo del poder del Espíritu Santo. Nos engañamos a nosotros mismos de
una manera muy extraña si dejamos a un lado este poder, y mantenemos con todo la
pretensión de imitar a la iglesia primitiva en lo que emanaba de aquel poder.
Debo precisar que allá donde se trata de un acto directo de obediencia, el
cristiano no debe esperar a tener poder: la gracia constante de Cristo es su
poder para obedecer a la Palabra. En lo que precede me he estado refiriendo al
poder para llevar a cabo una obra divina en la Iglesia.
Sé que aquellos que consideran que estas pequeñas organizaciones son iglesias de
Dios no ven más que meras reuniones humanas en toda otra reunión de hijos de
Dios. Hay una respuesta muy sencilla en lo que a esto atañe. Estos hermanos no
tienen promesa alguna que les autorice a establecer de nuevo las iglesias de
Dios cuando las tales han caído, mientras que sí hay una promesa positiva de que
allí donde hay dos o tres congregados al nombre de Jesús, Él está en medio de
ellos. De modo que no hay promesa alguna en favor del sistema por el que los
hombres organizan iglesias, mientras que sí hay una promesa para este «reunirse
congregados» que tantos hijos de Dios menosprecian.
¿Y qué consecuencia vemos de las pretensiones de estos cuerpos? Aquellos que
comparan la pretensión con la realidad, quedan desazonados y se sienten
repelidos; por otra parte se constituyen una multitud de ellos separados entre
sí; y de esta manera queda estorbado el objetivo deseado, que es la unión de los
hijos de Dios. Aquí y allí los dones de uno u otro pastor pueden producir mucho
efecto; o puede que todos los cristianos puedan vivir en unidad y haber mucho
gozo; pero el resultado habría sido el mismo aunque no se hubiese dado la
pretensión de ser la iglesia de Dios.
CONCLUSIONES
Concluyo con unas pocas
proposiciones:—
1. El objetivo deseado es la congregación de todos los hijos de Dios.
2. Tan sólo el poder del Espíritu Santo puede llevar esto a cabo.
3. Ningún grupo de creyentes tiene necesidad de esperar hasta que este poder
efectúe la unión de todos (siempre y cuando actúen en el espíritu de unidad que,
si se llevase a cabo, uniría a todo el cuerpo de Cristo), porque tienen la
promesa de que allí donde hay dos o tres congregados en nombre del Señor, Él
está allí en medio de ellos, y dos o tres pueden actuar en base de esta promesa.
4. En ninguna parte del Nuevo Testamento aparece la necesidad de ninguna
ordenación para la administración de la Cena, y está claro que el propósito para
el que se reunían los cristianos el primer día de la semana (el domingo) era
para partir el pan (Hch 20:7; 1 Co 11:20, 23).
5. En el Nuevo Testamento se desconoce totalmente toda comisión humana para
predicar el evangelio.
6. Tampoco tiene justificación alguna en el Nuevo Testamento la elección de
presidentes ni de pastores. La elección de un presidente es un mero acto humano,
totalmente sin autorización. Es una mera intervención de nuestra voluntariedad
en lo que concierne a la iglesia de Dios, y es una acción repleta de malas
consecuencias. La elección de pastores es una usurpación de la autoridad del
Espíritu Santo, que distribuye los dones según Su voluntad. Gran pérdida tiene
aquel que no recibe provecho del don que Dios da a otro. Allí donde se
establecieron ancianos, ello fue bien por acción de los apóstoles, bien por los
enviados de los apóstoles a las iglesias. Si la iglesia está en ruinas, Dios es
suficiente incluso para este estado de ruina; Dios guiará y conducirá a Sus
hijos, si andan en humildad y obediencia, sin pretender una obra a la que Dios
no los ha llamado.
7. Es evidentemente el deber de un creyente separarse de toda acción que ve que
no es conforme a la Palabra, aunque soportando a aquel que en ignorancia actúe
mal. Y su deber le demanda esto, aunque su fidelidad le tenga que llevar a
mantenerse en solitario, y aunque, como Abraham, se vea obligado a salir sin
saber a donde va.
OBSERVACIONES FINALES
Mi propósito, en estas pocas
páginas, no ha sido el de manifestar ni la condición arruinada de la iglesia, ni
siquiera que la actual dispensación pueda volver a ser establecida, sino más
bien proponer una cuestión que es generalmente mal entendida por los que
acometen la tarea de organizar iglesias. La ruina de esta dispensación ha sido
brevemente considerada en un tratado acerca de la apostasía de la presente
dispensación; pero por cuanto un hermano al que le fueron leídas estas páginas
pensaba que esta cuestión de la ruina de la dispensación se suscitaba en su
mente y consideró bueno ofrecer alguna prueba para dar satisfacción a los que
tuviesen esta misma inquietud, añado unos pocos párrafos:
1. La parábola de la cizaña en el campo es la sentencia del Señor acerca de esta
cuestión: Que el mal introducido por Satanás en el campo donde se había sembrado
la buena semilla no se remediaría, sino que proseguiría hasta la siega. Se debe
tener en cuenta que esta parábola no tiene nada que ver con la cuestión de la
disciplina entre los hijos de Dios, sino que se relaciona con el tema de si hay
algún remedio para el mal introducido por Satanás en la dispensación como tal
«mientras dormían los hombres», y con la restauración de la dispensación a su
condición original. Esta cuestión la decide el Señor de manera sumaria y
autoritativa en sentido negativo, porque nos dice Él que a lo largo de la
duración de la dispensación no se aplicará remedio para el mal; que el acto de
la siega, en otras palabras el juicio, lo extirpará, y que hasta este momento el
mal continuará. Recordemos aquí que nuestra separación del mal y nuestro goce de
la presencia de Cristo con los «dos o tres» es algo totalmente diferente de la
pretensión de establecer otra vez la dispensación, ahora que ha entrado el mal.
Lo primero es a la vez un deber y un privilegio; lo segundo es el fruto del
orgullo y de la negligencia respecto a las instrucciones de la Palabra.
2. El capítulo 11 de Romanos, ya citado, nos dice de manera expresa que la
actual dispensación será tratada como la que le precedió, y que si no continuaba
en la bondad de Dios, sería cortada — no restaurada.
3. El segundo capítulo de la segunda Epístola a los Tesalonicenses nos enseña
que el «misterio de la iniquidad» estaba ya obrando; que cuando fuese quitado de
en medio un obstáculo que entonces existía, se revelaría aquel «inicuo», y que
el Señor lo consumiría «con el espíritu de Su boca» y que lo destruiría «con el
resplandor de Su venida». De este modo, el mal que se había introducido ya en
los días de los apóstoles proseguiría y maduraría, hasta manifestarse y ser
consumido por la venida del Señor.
El tercer capítulo de la segunda Epístola a Timoteo expone lo mismo, es decir,
la ruina de la dispensación, y no su restauración. Dice que en los postreros
días «habrá tiempos peligrosos,» que los hombres serán «amadores de sí mismos»
(y el espíritu añade, «a los tales evita», y que «los malos hombres y los
engañadores irán de mal en peor, engañando y siendo engañados».
Judas nos muestra también que el mal que ya se había infiltrado en la iglesia
sería objeto del juicio a la venida del Señor. (Comparar versículos 4 y 14). Y
esta terrible verdad queda confirmada por la analogía de todos los caminos de
Dios con los hombres, es decir, que el hombre ha pervertido y corrompido lo que
Dios le ha dado para su bendición; y que Dios nunca ha reparado el mal, sino que
ha introducido algo mejor después de juzgar la iniquidad. Y esta cosa mejor ha
sido a su vez corrompida, hasta que al final se introducirá la bendición eterna.
Cuando la dispensación fue una revelación positiva, como lo fue el caso bajo la
ley, Dios reunió a un débil remanente de creyentes de entre los incrédulos, y
los introdujo a aquella nueva bendición que Él había establecido en lugar de la
que había quedado corrompida, transplantando el residuo de los judíos dentro de
la iglesia. En el pasaje de Romanos 11, el Espíritu Santo nos instruye en el
sentido de que el Señor tratará la actual dispensación del mismo modo.
Lo mismo vemos en el Apocalipsis. Tan pronto como llegan a su fin «las cosas que
son» (esto es, las siete iglesias), el profeta es llevado al cielo, y todo lo
que sigue tiene que ver no con nada reconocido como una iglesia, sino con la
providencia de Dios en el mundo.
No he hecho más que citar unos pocos pasajes concretos; pero cuanto más
estudiemos la Palabra de Dios, tanto más encontramos confirmada esta solemne
verdad. En resumen: hagamos todo lo que nos sea dado hacer; pero no pretendamos
conseguir objetivos que estén del todo más allá de lo que el Señor nos ha dado
hacer; y de esta manera no daremos paso a las pretensiones y debilidades de la
carne. La humildad de corazón y de alma es la manera segura de no encontrarnos
luchando contra la verdad, porque Dios da gracia a los humildes. Que siempre sea
alabado Su nombre de gracia y misericordia.
NOTAS
* Publicado originalmente en
francés en Suiza, alrededor de 1840.
1 Recuérdese que este ensayo fue escrito alrededor de 1840.
2 «Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí
por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo
en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me
enviaste.» (Juan 17:21.)
3 O, mejor dicho, los cristianos de que éstas se componen. La iglesia sobre la
tierra no es un mero agregado de iglesias locales, sino de todos los miembros.
La iglesia local, en el NT, no es más que la representación de toda la iglesia
en aquella localidad, debido a la imposibilidad geográfica de que todos se
puedan reunir todos en un mismo lugar.
4 El principal defensor de las iglesias disidentes, un hombre excelente, estaba
en este lugar.
5 El lardonismo y otros grupos de carácter análogo son los únicos que mantienen
un curso coherente a este respecto, y por ello están en un error absoluto. Por
una feliz inconsecuencia en los que están constituyendo pequeñas iglesias de
Dios en diversos lugares, ellos sin embargo consideran a los creyentes que no
forman parte de sus grupos como perteneciendo en el sentido más pleno a la
iglesia de Dios.
Fuente:
«On the Formation of Churches»
The Collected Writings of J. N. Darby, ed. W. Kelly
Traducción: S. Escuain