SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA

— 1ª CARTA A LOS CORINTIOS —

Descargar PDF

 

Introducción

La Epístola a los Corintios presenta muchos temas diferentes de aquellos que nos ocuparon anteriormente en Romanos. Hallamos en ésta detalles morales, y el orden interno de una asamblea respecto al cual el Espíritu de Dios exhibe Su sabiduría. De ancianos o de otros funcionarios en la asamblea no se hace ninguna mención. Gracias a las labores del apóstol, se había formado una comunidad numerosa –pues Dios tenía mucho pueblo en esa ciudad– en medio de una población muy corrupta, en donde las riquezas y el lujo acompañaban un proverbial desorden moral en la ciudad.

Como en todas partes, falsos maestros –en general judíos– querían minar la autoridad del apóstol. El espíritu filosófico no se quedó corto a la hora de ejercer su ruinosa influencia, aunque Corinto no fuera como Atenas, foco de estas filosofías. La moralidad y la autoridad del apóstol estaban comprometidas, y el estado de cosas allí era de lo más crítico. La epístola se escribió desde Éfeso, de donde llegaban a oídos de Pablo noticias sobre el triste estado en que se hallaba el rebaño en Corinto, justo en el momento cuando él se disponía a visitarlos introduciéndose en Macedonia, en lugar de bordear solamente la costa de Asia Menor como hiciera anteriormente, a fin de poder ir a ellos por segunda vez a su regreso de allí. Estas noticias le frustraron su propósito, y no pudiendo derramar personalmente con ellos su corazón les escribe esta carta. La segunda epístola la escribió desde Macedonia cuando Tito le informó del buen efecto que tuvo la primera.

Los temas de esta primera epístola están fácilmente divididos dentro de un orden natural. En primer lugar, antes que incriminarlos, el apóstol reconoce la gracia con que Dios ha colmado y seguirá colmando a los cristianos en Corinto a quienes escribe (Capítulo 1:1-9). Del versículo 10 al capítulo 4:21 se habla de otros temas en la división del libro, que son la escuela de doctrina y la sabiduría humana contrastadas con la revelación y sabiduría divinas. En el capítulo 5, es la corrupción moral y la disciplina, sea ésta ejercida en poder o en responsabilidad por parte de la asamblea. En el capítulo 6, se tratan los asuntos temporales y los pleitos, así como la cuestión de la fornicación, de suma importancia para los cristianos de esta ciudad. El capítulo 7 considera el matrimonio con preguntas como: ¿deberíamos casarnos? Se estipulan las obligaciones de los ya casados, y el caso de un marido o una esposa convertidos cuyos respectivos cónyuges no estaban convertidos. El 8 trata de los alimentos ofrecidos a los ídolos. El siguiente toca el discipulado del apóstol. En el 10 se habla en general de la condición de los corintios, del peligro que corren de ser seducidos por la fornicación, por la idolatría o mediante celebraciones de los ídolos, así como los principios que éstas envuelven y que dan una introducción a la cena del Señor. En el undécimo se describen aquellas cuestiones relacionadas con su actitud frente a materia religiosa, a nivel individual o en la asamblea. Más adelante, el capítulo 12 nos ofrece el ejercicio de estos dones, su verdadero valor, el objetivo de ser utilizados y nos amplía el relativo valor de la caridad; hacia el final del capítulo 14, encontramos el mandamiento de ejercer estos dones, con el cual es comparado aquel de la caridad. En el capítulo 15 está la resurrección, la cual negaban algunos, principalmente la de los santos. Después hallamos la colecta para los pobres en Judea, junto con algunos saludos, y los principios de sometimiento al servicio para aquellos que Dios ha llamado a ejercer su don, incluso allí donde no se hallen ancianos. Es muy importante tener estas instrucciones directas del Señor, independientes de una organización formal, de manera que la conciencia de cada uno y la del Cuerpo como un todo puedan ocuparse en ellas. Hay, no obstante, otras consideraciones en cuanto al carácter y estructura de la epístola que no debo descuidar.

Observará el lector una diferencia en la forma de saludo a los corintios de aquella que se da a los efesios. A los corintios es «a la iglesia de Dios que está en Corinto... con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo». Se habla de la iglesia profesante, de cuyos miembros se espera que sean fieles no obstante el carácter que posean, y se nos dice de los que tenían a Jesús como Señor. Es la casa, como bien nos describe el capítulo 10:1-5. En Efesios es «a los santos y fieles en Cristo Jesús», teniendo aquí los propios privilegios del Cuerpo. Este carácter de la Epístola, que abarca la iglesia profesante y reconoce la asamblea local como representante de aquélla en su localidad, confiere una gran importancia a la carta. Veremos además a la mitad del capítulo 10 la profesión externa que hace la asamblea, y en donde la naturaleza de la Cena del Señor nos da una introducción del Cuerpo de Cristo, del cual se habla siempre en relación con los dones del Espíritu que hallamos en el capítulo 12. La atracción que conllevan las actividades en las cuales se emplea la mujer será tratada en los primeros versículos del 11; y a partir del versículo 17 lo que concierne a la reunión de la asamblea y la cena del Señor, con el gobierno de Dios. Los versículos 1 al 16 no se aplican a la asamblea, sino que son el orden dentro de la asamblea local lo que los ocupan. Del capítulo 1 al capítulo 10:14, la multitud profesante es contemplada como siendo sincera, pero cabiendo la posibilidad de que no lo fuera. Del capítulo 10:15 al final del capítulo 12, se considera al Cuerpo.

 

Capítulo 1

No retrocederé para volver a tomar el hilo de la presentación de esta epístola desde el principio. Pablo era un apóstol por la voluntad de Dios. Ésta era su autoridad, y no tendremos en cuenta cuál tenían los demás. La voz que llamó a los corintios a ser cristianos es la misma que llamó a Pablo para ser apóstol. Le vemos dirigiéndose a la asamblea de Dios en Corinto, añadiendo otro carácter: «santificados en Cristo Jesús». Ésta es una aplicación en toda regla si consideramos el contenido de la epístola. Más adelante, la universalidad de esta aplicación de la doctrina y las instrucciones de la epístola, así como la de su autoridad sobre todos los cristianos sin diferencia, es expuesta en el tratamiento que hace el apóstol. El malestar que pudiera sentir por el estado en que se encontraban los corintios podía subsanarlo con el recuerdo de la gracia que Dios les había otorgado. Colocándolos así en esta relación con Dios, se producían todos los efectos de santidad divina en sus conciencias, y animaba el corazón del apóstol haciéndolo sabedor de la perfecta gracia de Dios para con ellos. Esta misma gracia actuó como un mecanismo que puso en acción la Palabra en los corazones de los corintios. En presencia de tal gracia, debieron sentir vergüenza del pecado. No hay testimonio más destacable aquí que cuando contamos con la fidelidad de Dios hacia Su pueblo. Esta relación demanda una santidad, necesaria para gozarla; pero descansa en la fidelidad de Dios. Los corintios andaban mal, como ya sabemos, y el apóstol no podía hablarles tolerándoles cualquier maldad; sin embargo, les declara que Dios era fiel y los confirmaría al fin para que fuesen hallados irreprensibles en el día de nuestro Señor Jesucristo. Luego procede a reprenderlos. ¡Qué testimonio más maravilloso!

Pablo –el Espíritu mismo–, se unía de este modo a los corintios con Dios; y aquello que Él era en esta relación con ellos tenía un peso en sus corazones y conciencias. El empleo de esta arma les abría el corazón a todo lo que el apóstol les decía. Uno tiene que permanecer cerca del Señor para poder mirar en la práctica a cristianos que andan mal. No se trata de tolerarles sus pecados –de lo cual el apóstol se guardaba de hacer–, sino que es la gracia que trabaja sus conciencias para que se ocupen en ella, como si tuvieran una relación con Dios demasiado preciosa como para permitirles continuar en el pecado o tolerarlo.

La Epístola a los Gálatas nos facilita un ejemplo notable de la confianza que se inspira. Comparar los capítulos 4:20; 5:10.

Los corintios eran enriquecidos por Dios a través de los dones que Él les daba, y Su testimonio quedaba así confirmado entre ellos. Estos dones les facilitaban la espera de recibir la revelación del Señor y la consumación de todas las cosas. ¡Día solemne en el que Dios los confirmó en Su fidelidad al llamarlos para ser irreprensibles en aquel día! Fueron llamados a la compañía y la comunión de Su Hijo Jesucristo. Breve pero preciosa muestra de la gracia y fidelidad de Dios como base de todas las exhortaciones y direcciones que el apóstol daba a los corintios para fortalecerlos y guiar sus vacilantes pasos; siempre y cuando su condición no hiciera que el apóstol ajustase para ellos tal muestra de gracia como lo hizo con los efesios.

Se comienza aquí con la insensatez de los corintios que quería proclamar a los principales ministros cristianos y a Cristo mismo fundadores de escuelas. Pero Cristo no estaba dividido. Ellos no fueron bautizados al nombre de Pablo. Él tuvo ocasión de bautizar a algunos, pero sin embargo su misión era la de predicar el evangelio, no bautizar[1], en virtud de lo que se nos dice en Hechos 26:17 y cap. 13:2 y ss., no según lo que está escrito en Mateo 28:19. Además, toda esta sabiduría humana no era sino una locura que Dios tenía por fútil. La predicación de la cruz era poder de Dios, y Dios escogió las cosas débiles y desechables, que son locura para el mundo, para acabar con la sabiduría y poder mundanos con el propósito de mostrarse de manera evidente en el evangelio el poder de Dios. Los judíos pedían una señal, los griegos tesoros de saber, y Dios dio a Cristo crucificado para que fuese predicado, piedra de tropiezo a los judíos, locura a los griegos y poder de Dios a los que son llamados. Por medio de las cosas que no son Él redujo a la nada las cosas que eran, porque Su debilidad es más fuerte que la fuerza de este mundo, y Su sabiduría más brillante que la de este siglo. Ninguna carne se gloriará en Su presencia. Lleno de gracia, Dios obró en las conciencias conforme a la posición real que ocupaba el hombre responsable, no sujetándose a los juicios y razonamientos humanos, que eran incapaces de manifestarse en sus conciencias con luz verdadera, pero sí lo suficiente para desbancarlos de su lugar si ellos estimaban tales juicios aplicables contra Dios. Por contra, el cristiano era algo más que el objeto de enseñanza de Dios. Era de Dios en Cristo Jesús; tenía su vida de Dios, su ser, su posición como cristiano; y Cristo era para él, de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención, todo lo cual contrastaba con las pretensiones de la mente humana y con las falsas santidades del judío bajo la ley, mediante la medida de santificación que suministraba, y con la debilidad del hombre, la última huella que Dios borrará cuando Él lleve a cabo poderosamente en Cristo la obra de Su gracia. De este modo nosotros somos de Dios, y Cristo lo es todo de parte de Dios, para que el que se gloría se gloríe en el Señor. Un escueto pero poderoso testimonio de los elementos del cristianismo.

 

Capítulo 2

Tal fue el ánimo con el que el apóstol se presentó por vez primera entre ellos: no pretendió saber nada que no fuese Cristo[2], y Cristo en su humillación y rechazo como objeto de desprecio para el hombre necio. Sus palabras no eran atractivas ni estaban embellecidas con una retórica persuasiva, pero les confería su poder la presencia y la acción del Espíritu. Así su fe descansaba no en baladíes palabras humanas, que alguien más elocuente o más falaz podía rebajar, sino en el poder de Dios –un sólido fundamento para nuestras frágiles almas. ¡Sea Su nombre bendito por ello!

Sin embargo, cuando el alma ya era enseñada y asentada en la doctrina de la salvación en Cristo, había una sabiduría de la que hablaba el apóstol que no era la sabiduría de los príncipes de este siglo, ni de esta actual edad, los cuales perecen, sino la sabiduría de Dios en misterio, un consejo oculto de Dios revelado ahora por el Espíritu, y ordenado como designio en Sus propósitos para nuestra gloria antes de que el mundo fuese. Era un consejo que, pese a toda su sabiduría, ninguno de los príncipes de este mundo conocía. Si la hubieran conocido, no habrían crucificado a Aquel en cuya Persona tenía que cumplirse.

El apóstol no toca este tema del misterio porque tenía que alimentarlos como recién nacidos, sólo como diferencia entre ello y la sabiduría engañosa del mundo. La manera como se comunicaba esta sabiduría era importante. Aquello que nunca entró en corazón de hombre[3], Dios lo había revelado por Su Espíritu que escudriña todas las cosas, aun las profundas de Dios. Solamente el espíritu de un hombre que está en él puede saber las cosas que él nunca ha comunicado. Así nadie conoce las cosas de Dios salvo el Espíritu de Dios. Es el Espíritu de Dios que el apóstol y los demás objetos de revelación habían recibido, para que conocieran las cosas que Dios da voluntariamente. Éste es el conocimiento de las cosas mismas en los vasos de revelación. Más adelante, este instrumento de Dios tenía que encargarse de darlas a conocer. Comunicarlas no con palabras falaces de los hombres, sino con lo que el Espíritu y Dios las comunicaban, con cosas espirituales que se acomodaban a lo espiritual[4]. Estas comunicaciones eran hechas mediante el Espíritu igual que la cosa que se comunicaba. Había el peligro de que estas revelaciones llegaran a poseerlas otros, que recibieran estas comunicaciones. Pero ello requería la acción del Espíritu, con lo cual el hombre natural no podía recibirlas si no era por medio de un discernimiento espiritual.

La fuente y el medio de comunicación, así como la recepción, eran obra del Espíritu. El hombre espiritual juzga todas las cosas, pero él no es juzgado por nadie. El poder del Espíritu en él produce estos justos y verdaderos juicios, facilitándole unos motivos y unos caminos difíciles de entender para el que no tiene el Espíritu. Resumiendo simplemente, nada es más importante que lo que aquí se ha enseñado. Fuese que el apóstol estuviera con ellos o en el momento que les escribía esta epístola, los corintios no se hallaban en la condición de recibir la comunicación de este misterio debido a su jactancia de la filosofía, que fue confrontada con este buen remedio.

 

Capítulo 3

Ellos no eran hombres naturales, pero sí carnales. No eran espirituales, y el apóstol debía alimentarlos con leche y no con carne, que sólo era adecuada para los de avanzada edad. Aquello con que ellos nutrían su orgullo era una prueba de sus divisiones en diferentes escuelas de doctrina. Pablo había plantado y Apolos regado. Esto estaba bien. Pero era prerrogativa sólo de Dios dar el crecimiento. Además, el apóstol puso el fundamento de este edificio de Dios, la asamblea en Corinto. Otros habían construido encima de él llevando a cabo la edificación de las almas. Preste atención cada uno a lo siguiente. Había sólo un fundamento, que ya estaba puesto. En relación con este fundamento se podían enseñar cosas sólidas o desechables y formar así a las almas para uno o lo otro. Quizás se lograría introducir entre los santos a las almas ganadas por medio de tales doctrinas vanas. Tarde o temprano la obra sería probada en cualquier día de juicio. Si ellos efectuaron la obra de Dios con materiales sólidos, la obra permanecería; si no fue así, se destruiría. El efecto y fruto de la labor sería destruido, y el hombre que la llevó a término se salvaría porque había edificado sobre el fundamento –tuvo verdadera fe en Cristo. Sin embargo, la conmoción del fundamento provocada por el fracaso de todo lo que él estimó genuino[5] le serviría para que en su conciencia fuese también zarandeada la relación que hubiera tenido con el fundamento. Él sería salvado como por fuego, y aquel que hubiera laborado según Dios recibiría el fruto de su labor. Si alguien corrompía el templo de Dios introduciendo la destrucción de las verdades fundamentales, se destruía a sí mismo.

Finalmente, si alguien deseaba ser sabio en este mundo, se le instaba a que fuese lo contrario del mundo para alcanzar la verdadera sabiduría. Dios consideraba locura la sabiduría de los sabios, y eran su propia trampa sus habilidades para obtenerla.

 

Capítulo 4

En lo que respecta al apóstol y a los obreros, tenían que ser considerados como mayordomos que el Señor tenía bajo empleo. Fue a Él que el apóstol encomendó el juicio sobre su conducta, importándole poco el juicio que de él se formasen los hombres. No tenía conciencia de haber obrado mal, y esto no le justificaba. El que le juzgaba, o examinaba, era el Señor. Después de todo, ¿quién era el que daba al uno o al otro aquello que se podía usar para el servicio?

Cuando trataba este asunto, Pablo había pensado bien en emplear los nombres que ellos usaban en sus divisiones carnales, especialmente el suyo y el de Apolos, que no podían emplearse como excusa de que Pablo quisiera mantener limpio su campo ministerial para mayor autonomía. ¿Era éste en realidad el estado de estas cosas? Habían despreciado al apóstol. Dice él que habían sido avergonzados, despreciados, perseguidos y afligidos, mientras que vosotros habéis estado tranquilos, y cosas semejantes –como reprensión a sus propias pretensiones y a los reproches que ellos les hacían. Eran represiones que llevaban a un despertar, si es que ellos percibían un sentimiento tal. Pablo y sus compañeros habían sido la deshonra de la tierra por amor a Cristo, mientras que los corintios habían reposado en el regazo de la comodidad y el lujo. Incluso cuando les escribía, ésta seguía siendo su posición. Les dice: «¡Ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también juntamente con vosotros!» Él sentía sus sufrimientos, pero los soportaba con júbilo. Los apóstoles fueron  puestos en el anfiteatro de este mundo para espectáculo de sus maravillosos juegos, y como testigos de Dios estuvieron expuestos a la ferocidad de un mundo embrutecido. Las únicas armas con que contaban eran la paciencia y la mansedumbre.

A pesar de todo, él no les dijo estas cosas para avergonzarlos, sino que se las dijo para advertirlos como hijos amados suyos, que es lo que eran. Aunque tuvieran a diez mil maestros, fue Pablo quien los engendró por medio del evangelio. Estaban constreñidos a seguirle. Vemos en todo ello el afecto de un noble corazón extremadamente herido, como para producir un afecto así que le elevara sobre su dolor. Esto es lo que de manera tan contundente distingue la obra del Espíritu en el Nuevo Testamento, como en Cristo mismo. El Espíritu ha venido al seno de la asamblea, y participa de sus aflicciones y dificultades. Llena el alma de aquel que se interesa por la asamblea[6] y hace que perciba lo que ocurre en ella, según Dios, y con un corazón de humanos sentimientos. ¿Cómo podía conseguirse que sintieran esto los extraños, si no era por el Espíritu de Dios? ¿Quién iba a profundizar en estas cosas con toda la perfección de la sabiduría divina, para actuar sobre el corazón, liberar su conciencia, formar en ella conocimiento, y hacerla libre si no era que lo efectuara el Espíritu de Dios? El lazo individual apostólico tenía que formarse aún, y ser fortalecido. Era la esencia de la obra del espíritu Santo en la asamblea que unía a todos conjuntamente de esta manera. No dejamos de ver la esencia humana, pues de otro modo no estaríamos hablando de Pablo ni de sus queridos hermanos. Vemos también al Espíritu Santo, que entristecían estos últimos, actuando en el apóstol con sabiduría divina para conducirlos en el camino correcto con todo el afecto del padre de ellos en Cristo. Podía ser este caso con Timoteo, su hijo en la fe y muy estimado. Pablo le había enviado allí procurando acudir después de él, aunque algunos dijeron que no vendría y prefirieron hacer brillar su orgullo en ausencia del apóstol. Pero pronto acudiría para probar todo, puesto que el reino de Dios no era en palabra, sino en poder. ¿Deseaban, entonces, que viniera Pablo con vara de hierro, o con amor hacia ellos?

Aquí termina esta parte de la epístola. Modelo admirable de ternura y confiada autoridad, que venía de Dios a actuar con gran afecto para con aquellos que eran tan entrañables para él, en la esperanza de que no le forzaran a que actuase de otro modo. Las verdades más poderosas son manifestadas en este proceder.

 

Capítulo 5

Se empieza a tratar los detalles de conducta y disciplina. Antes que nada, es la contaminación carnal ocurrida en medio de ellos en proporciones de una conciencia endurecida. Los que buscaban ser maestros de influencia toleraban la continuación de estas cosas. Pero el apóstol las condena sin reservas. Aparece la disciplina; Cristo se había ofrecido como el Cordero pascual, y ellos tenían que guardar esta fiesta sin levadura, guardándose de ella para que pudieran ser, de hecho, lo que ellos eran delante de Dios: una masa purificada. En cuanto a la disciplina, era lo siguiente: antes de que supieran deber suyo el quitar al malvado, y que Dios les había dado el poder y les impuso la obligación de hacerlo, un sentido moral acerca del mal debiera haberlos llevado a humillarse delante de Dios, y orar que Él se lo quitara de en medio. Pero se envanecieron, y ahora el apóstol les enseñaba lo que debían hacer con hincapié y con toda su autoridad apostólica. Estaba en medio de ellos en espíritu, ya que en cuerpo no era posible, y con el poder del Señor Jesucristo cuando se reunían, para entregar al malvado a Satanás, que como hermano fuera destruida su carne y su espíritu preservado en el día de Cristo.

Se manifiesta aquí todo el poder de la asamblea en condiciones normales, que está unida y es guiada por la energía del Espíritu. Sus miembros; el apóstol, recipiente y canalizador del poder del Espíritu; y el poder del Señor Jesús mismo, la Cabeza del cuerpo. El mundo es el teatro del poder de Satanás, y la asamblea, liberada de este poder, es la habitación de Dios por el Espíritu. Si el enemigo había conseguido apartar con la carne a un miembro de Cristo, porque deshonraba al Señor actuando carnalmente como la gente del mundo, era echado fuera, y por el poder del Espíritu, que luego se ejercería en medio de ellos a través del apóstol, sería entregado al enemigo (que es consumador, muy a pesar suyo, de los propósitos de Dios –como en el caso de Job–) a fin de que la carne del cristiano, que al no reconocerla él como muerta le había traído bajo el poder de Satanás, fuese físicamente destruida y vencida. Sólo así obtendría la liberación de las ilusiones carnales que le tuvieron en cautividad. Su mente aprendería a discernir la diferencia entre el bien y el mal, saber qué pecado cometió. El juicio de Dios sería conocido en su interior, y no sería ejecutado sobre él en aquel día cuando hubiese recibido de seguro la condena que recibirán todos los otros. Ésta era una bendición grande, pero terrible en sus formas. Un maravilloso ejemplo del gobierno de Dios, que se vale de la hostilidad del enemigo contra los santos como instrumento para su bendición espiritual. Tenemos un caso semejante en la historia de Job. Sólo que aquí vemos, estando además allí el poder apostólico[7], la evidencia de que en condiciones normales la asamblea misma ejercía este juicio con un discernimiento dado por el Espíritu y la autoridad de Cristo para ejecutarlo. Cualquiera que sea la capacidad espiritual de la asamblea para empuñar esta espada del Señor, su deber positivo marcado por el hábito es declarado al final del capítulo.

La asamblea era una masa purificada, considerada en el Espíritu como asamblea, y no individualmente. Así es como debemos considerarla nosotros, sólo a través del Espíritu. Dios la ve como estando delante de Él en la nueva naturaleza en Cristo. Ésta es la práctica que debe mantener mediante el poder del Espíritu, a pesar de la existencia de la carne, la cual debía considerar como muerta sin permitir en su caminar nada que modificara este estado.

Debía ser una «nueva masa», y no podía serlo si toleraba el mal, y si lo hacía, debía purificarse de la vieja levadura, ya que en los pensamientos de Dios ella es sin levadura. Cristo nuestra pascua fue sacrificada por nosotros, por lo tanto debemos guardar la fiesta con el pan sin levadura de la sinceridad y la verdad. Los corintios actuaron mal jactándose de este mal en medio de ellos, por mayores que fueran los dones que tuvieran. Un poco de levadura leudaba toda la masa, y el mal no se adhería solamente a aquel hombre culpable del mismo. La asamblea no quedaba limpia de este mal hasta que no lo expulsaba (2 Cor. 7:11). Ellos no podían disociarse, en las relaciones de la vida cotidiana, de aquellos que en el mundo andaban en corrupción, porque entonces deberían haber salido al mundo. Pero si había alguno que llamándose hermano andaba corruptamente, no debían incluso comer con él. Dios juzga a los que están fuera, y la asamblea misma debe juzgar a los que están dentro para expulsar cualquier cosa con el nombre de «perverso».

 

Capítulo 6

Trataremos ahora la cuestión de los agravios. Era vergonzoso que aquellos que tenían que juzgar al mundo y a los ángeles fueran incapaces de juzgar los ínfimos asuntos de este mundo. El más pequeño de la asamblea debía ocuparse en este servicio, y debían tolerar entre ellos el ultraje mientras ultrajaban también. Los malvados y los injustos en ningún modo iban a heredar el reino. ¡Qué maravillosa mezcla tenemos aquí de revelaciones sorprendentes, de una moralidad inmutable sea cual sea la supremacía divina de la gracia, y de orden eclesiástico y disciplina! La asamblea está unida a Cristo, y cuando Él juzgue al mundo y pronuncie la condena de los ángeles, ella se asociará con Él en este juicio, pues tiene Su Espíritu y Su mente. Por tanto, nada que sea injusto entrará en el reino, pues ¿de qué modo podría ser juzgado el mal por alguno que se complaciera en él? Los cristianos no deben acudir a tribunales mundanos para resolver pleitos, porque tienen el recurso en el arbitraje de los hermanos –un servicio que, como abordaba poco la espiritualidad cristiana, el más débil entre ellos podía realizar. La propia cosa estaba en sufrir el agravio, y sea como fuere, los injustos no heredarían el reino.

El judaísmo que se deleitaba en lo sagrado de las reglas externas, así como en el espíritu del mundo que se ceñía a sus normas, eran los dos peligros que amenazaban la asamblea en Corinto. Peligros que son realidad para el corazón humano en todos los tiempos y en todas partes. Con respecto a las comidas, la norma era sencilla: una perfecta libertad dentro de todo lo permitido –una libertad verdadera, se entiende, que no nos sujeta a servidumbre con estas cosas. Las viandas y el vientre eran algo que perecía al final, pero el cuerpo tenía un destino más elevado; es para el Señor, y el Señor para él. Dios ha resucitado a Cristo de los muertos y nos resucitará a nosotros otra vez por medio de Su poder. El cuerpo es para esta resurrección, y no para las viandas.

La doctrina que decía que el cuerpo es para el Señor, ponía sobre la mesa otra pregunta que plantearon las costumbres depravadas de los corintios. Era prohibida toda clase de fornicación. Para nosotros, que tenemos una manera de pensar cristiana, esta prohibición queda fuera de toda duda, pero para los paganos era nueva. La doctrina enaltecía cada asunto de estos. Nuestros cuerpos son los miembros de Cristo. Otra verdad relacionada con ello, y que es muy importante: si dos eran un cuerpo –por unión carnal–, aquel que estaba unido al Señor era un espíritu. El Espíritu cuya plenitud está en Cristo, es el mismo Espíritu que mora en mí y me une a Él. Nuestros cuerpos son Sus templos. ¡Qué poderosa verdad cuando pensamos en ella!

No somos nuestros, ya que fuimos comprados con un precio: la sangre de Cristo dada por nosotros. Así, deberíamos glorificar a Dios en nuestros cuerpos, que son suyos, siendo un motivo poderoso y universal que gobierne toda nuestra conducta sin excepciones. Nuestra verdadera libertad es pertenecer a Dios. El que se la reserva para sí, hace un hurto de los derechos de Aquel que nos ha comprado para pertenecerle. Todo lo que un esclavo era o ganaba, pasaba a propiedad de su amo, y no era más el dueño de sí mismo. Lo mismo sucede con el cristiano. Fuera de todo esto, uno se convierte en el desdichado cautivo del pecado y de Satanás, teniendo como norma un egoísmo propio y como fin el eterno destierro de las fuentes del amor. ¡Horrible pensamiento! Somos en Cristo los objetos especiales y los recipientes de este amor. Tenemos dos poderosas razones aquí para la santidad: el valor de la sangre de Cristo, con la que fuimos comprados, y el hecho de que somos templo del Espíritu Santo.

 

Capítulo 7

Continúa el apóstol para responder a la pregunta suscitada en torno al asunto que estaba tratando: la voluntad de Dios con respecto a las relaciones entre marido y mujer. Éstos hacían bien en alejarse de estas relaciones si querían andar con el Señor según el Espíritu, sin ceder terreno a la naturaleza. Dios instituyó el matrimonio, y ay de aquel que hablara mal al respecto. Pero el pecado se introdujo y afectó todo lo que era natural y de la criatura. Dios ha introducido un poder completamente superior y ajeno a lo natural, que es el del Espíritu, y para andar conforme a este poder hay que hacerlo fuera de la esfera donde actúa el pecado. Esto es algo extraño, y los pecados más patentes son en su mayoría causados por ignorar aquello que Dios ordenó según naturaleza. Generalmente por esta razón, cada uno debe tener a su propia mujer, y una vez formada la unión con ella se carece de autoridad sobre sí mismo. En cuanto al cuerpo, el marido pertenece a la mujer, y la mujer al marido. Si hay un consentimiento de ambas partes para separarse temporalmente para darse a la oración y a ejercicios espirituales, el vínculo tiene que ser reconocido otra vez para evitar que el corazón distraído abra la puerta a Satanás y aflija el alma destruyendo la confianza en Dios y en Su amor. Se evitan de esta manera las dudas conflictivas –no alegando como causa la incontinencia, sino como fin– en el corazón demasiado inclinado a ella, y que fracasa en eludirla.

Esta autorización y guía que recomienda a los cristianos casarse, no era un mandamiento inspirado por el Señor, sino el fruto de la experiencia del apóstol –experiencia en la cual no estaba ausente la presencia del Espíritu Santo[8]. Él prefería que todos fueran como él; pero cada uno tenía, en este sentido, su don de parte de Dios. Para los solteros y los viudos les va bien, dice, quedarse como está él, pero si no pueden dominar su naturaleza y guardar una pureza, es mejor que se casen. Un deseo indomeñable es mucho más dañoso que el lazo del matrimonio. Para este estado no había más consejo de la experiencia, y el mandamiento del Señor se hace evidente: la mujer no tiene que separarse del marido, ni el marido de su mujer. Y si se separan, no se rompe el vínculo. Deben permanecer sin casar, o bien reconciliarse.

Había un caso más complicado con un marido convertido y su mujer inconversa, y viceversa. Según la ley, un hombre que se casaba con una mujer gentil –y que por consiguiente se mancillaba a sí mismo–, quedaba contaminado y estaba obligado a despedirla prohibiéndole a sus hijos el derecho a los privilegios judíos. Eran rechazados por inmundos (ver Esdras 10:3). Pero la gracia mostraba la otra cara de la moneda. El marido convertido santifica a la mujer inconversa, y viceversa, siendo sus hijos considerados limpios delante de Dios, los cuales tienen parte en los derechos eclesiásticos de sus padres. Éste es el significado que tiene la palabra «santo» dentro del orden y relaciones exteriores para con Dios, que en un caso similar bajo la ley obligaba despedir a la mujer y a los hijos. En consecuencia, el creyente no puede despedir a su mujer, ni ella abandonar al marido que no es creyente. Si el cónyuge inconverso abandona definitivamente al que es creyente, éste queda libre bien sea hombre o mujer; «que se separe». El hermano y la hermana no están más constreñidos a considerar a los fugaces cónyuges su pareja. Todo lo contrario, son llamados a tener paz y a evitar estas separaciones, porque ¿qué saben si no son ellos los instrumentos que convertirán a su pareja incrédula? Estamos bajo la gracia. Cada cual tiene que andar según Dios se lo haya mostrado.

En lo que respecta a las ocupaciones y posiciones en este mundo, la norma general es que todos continúen en el estado en que han sido llamados, siempre y cuando sea «con Dios», sin dejar de hacer nada que reste brillo a Su gloria. Si este estado tiene una naturaleza contraria a Su voluntad, es pecado, y es evidente que no pueden permanecer en él con la aprobación divina. Pero la regla general es que se queden en él para glorificar a Dios.

El apóstol habló del matrimonio, de los solteros y de las viudas, y recibió también preguntas acerca de los que nunca han tenido ninguna relación con mujeres. Sobre este punto no tenía mandamiento del Señor. Sólo podía dar su opinión como aquel que había recibido misericordia del Señor para ser fiel, y era bueno quedarse en esta posición viendo lo que era el mundo y los obstáculos de una vida cristiana. Si alguien está sujeto a su esposa, que no procure soltarse. Si está libre, hará bien en quedarse como está. Si se casaba, hacía bien, pero si se quedaba soltero, hacía mejor. El que no ha conocido ninguna mujer no peca si se casa, pero tendrá aflicción en la carne en su vida aquí abajo (no estamos hablando aquí de la hija de un cristiano, sino de la propia condición personal de este cristiano). Si uno permanece decidido en su condición y logra subyugar su voluntad, mucho mejor. Si se casa, hace bien, y si hace lo contrario, también. Lo mismo ocurre con la mujer, y si el apóstol dice que esto es mejor según el juicio que tiene de estas cosas, tiene al Espíritu de Dios. Aunque no tuvo mandamiento, esta experiencia no la adquirió sin el Espíritu, sino que gracias a ella podía decir, si alguno podía en realidad decirlo, que tenía el Espíritu de Dios.

Con todo, el tiempo apremia. Los casados tenían que vivir como si no lo estuvieran; los que compran, como si no poseyesen; los que disfrutan de este mundo, como si no lo disfrutasen por mucho que estuvieran en él. De todo esto quería el apóstol que no tuviesen cuitas, para poder servir al Señor. Si reconociéndose muertos a la naturaleza no se producía este efecto en ellos, no ganaban nada y sí perdían mucho. En su estado de casados venían las preocupaciones por las cosas terrenales, como eran la felicidad de las esposas y la provisión para los hijos. En cambio, gozaban de un reposo mental que la naturaleza y la vindicación de sus derechos no perturbaban, y en aquel estado se mantenía una santidad en el camino y en el corazón. Si la voluntad natural era subyugada y silenciada, podían servir al Señor sin distracciones y vivir según el Espíritu incluso en aquellas cosas que Dios ordenó como buenas con respecto a la naturaleza.

Refiriéndonos a los esclavos, podían obtener consuelo si se consideraban libres en el Señor, pero en vista de lo difícil que era reconciliar la voluntad de un amo pagano con la voluntad de Dios, si podían ganarse la libertad no debían dejar escapar la oportunidad.

Dos cosas nos salen al paso que nos llaman la atención: la santidad que rezuman todas estas instrucciones acerca de aquello tan estrechamente relacionado con la carne. Las instituciones de Dios que fueron dadas al hombre en su inocencia, son mantenidas en toda su integridad y autoridad. Son una defensa contra el pecado al cual incita al hombre su carne. El Espíritu introduce una nueva energía por encima de lo natural que no debilita la autoridad de la institución en absoluto. Si alguno puede vivir ignorando las circunstancias naturales a fin de ser hecho un libre servicio para el Señor, es un don de Dios y una gracia de la que hará bien en beneficiarse. Un segundo principio se deduce de este capítulo. El apóstol distingue con mucha precisión entre lo que recibe por inspiración, y su propia experiencia espiritual, aquello que el Espíritu le dio en relación con los ejercicios de su vida privada. Fue una sabiduría espiritual que prescindía de si era o no alabada. Sobre ciertas cuestiones no tenía mandamiento del Señor, pero llegaba a sus conclusiones mediante la ayuda del Espíritu de Dios en una vida de fe notable, asistido por el Espíritu que muy pocas veces entristeció. Sobre otros puntos que no eran excepción para él en este aspecto, habían de ser recibidas como si fueran mandamiento del Señor (comparar cap. 14:37). Es decir, afirmaba la inspiración, propiamente dicha, de sus escritos, que tenían que aceptarse como que emanaban del Señor mismo, y los distinguía como principio importante de su propia aptitud espiritual.

 

Capítulo 8

Después de todo esto, el apóstol contesta la pregunta en referencia a la carne ofrecida a los ídolos, la cual ofrece la ocasión para pronunciar unas palabras sobre el valor del conocimiento. Como conocimiento simplemente, no tiene mucho valor, y si lo consideramos como conocimiento que nosotros poseemos, no podemos por menos de sentirnos hinchados con él. Se trata de algo en mí, de mi conocimiento. Así, el conocimiento cristiano revelaba algo de Dios, y mediante esta revelación Dios era mejor conocido y más grande para el alma. Era en Él la cosa conocida, y no un conocimiento en mí que me hiciera sentir más importante. Aquel que ama a Dios es conocido por Él. En cuanto a la pregunta misma, el amor decidía la respuesta. Dado que surgió esta pregunta, era evidente que todas las conciencias no fueron traídas a una total luz por medio de la inteligencia espiritual. Sin lugar a dudas, el ídolo no era nada; no había sino un Dios, el Padre, y un Señor, Jesucristo. Si el que era fuerte se sentaba a comer carne en el templo del ídolo, otro que no tuviera suficiente luz sería persuadido de hacer lo mismo con el agravante de que contaminaría su conciencia, cayendo en infidelidad. Así yo le induzco a pecar, y en lo que a mí se refiere soy causante de la ruina de un hermano por el que Cristo murió, pecando contra Él mismo con esta acción. Entonces, si la carne hace tropezar a un hermano, me guardaré de no abstenerme para no serle lazo. El apóstol maneja aquí la pregunta como originándose entre los hermanos, en lo que concierne a la conciencia de cada uno, tratando de vigorizar el hecho de que un ídolo era un pedazo de madera o piedra. Era importante dejar establecida la pregunta sobre esta base. Los profetas hicieron lo mismo antaño. Pero esto no era todo lo que debía decirse. Había que explicar la obra de Satanás y de los malos espíritus, que veremos más adelante.

Explicaremos a vuelapluma la expresión: «Sólo hay un Dios, el Padre, y un solo Señor, Jesucristo». El apóstol no aborda aquí la pregunta abstracta de la divinidad del Señor, sino la conexión que tienen los hombres con aquello que sobrepasa a ellos en determinadas relaciones. Los paganos tenían muchos dioses y señores como seres intercesores. Los cristianos, no. Para ellos es el Padre que habita en lo absoluto de la divinidad, y Cristo que se hizo Hombre ha tomado el lugar y la relación de Señor para con nosotros. La posición, y no la naturaleza, es de lo que se trata. Es lo mismo que en el capítulo 12:2-6, donde la diferencia está en la abundancia de espíritus que los paganos conocían, y la cantidad de dioses y señores. Sin embargo, nadie estaba libre, de hecho, de estas influencias de dioses falsos en su imaginación. Quizás significaran todavía algo para él, a pesar de querer ignorarlos. Tenían conciencia de los ídolos, y si comían de lo que le había sido ofrecido, para ellos no era simplemente una comida que Dios les ofrecía. Anidaba en sus corazones la idea de que detrás del ídolo estuviera la presencia de un Ser real y poderoso, y así era como se contaminaban la conciencia. Ahora bien, a los ojos de Dios no eran mejores por haber comido ante el ídolo, y si comiendo ponían piedra de tropiezo en el camino de su hermano, en lo que respecta a la acción de aquellos que tenían más luz, le arruinaban contaminándole la conciencia y apartándolo de su fidelidad a Dios. Esto era pecar contra Cristo, que había muerto por aquella alma preciosa. Si Dios intervenía protegiéndole de las consecuencias de su debilidad, en absoluto restaba importancia al pecado del que arrastró a la débil alma a pecar contra su conciencia. En materia de responsabilidad, aquello que nos separa de Dios nos acaba arruinando. Quien tenga el amor de Cristo en su corazón, querrá abstenerse de comer carne antes que cometer una acción con la ruinosa tendencia que llevaría a un hermano que Cristo redimió a pecar.

 

Capítulo 9

El apóstol fue expuesto a las acusaciones de falsos maestros que afirmaban que cumplía su cometido de evangelización por intereses personales, y que sustraía de la propiedad de los cristianos abusando de la devoción con que le trataban. Aquí habla entonces Pablo de su ministerio, declarando sin ambigüedades que él es un apóstol, un testigo de la gloria de Cristo, a quien había visto. De todas maneras, si él no era apóstol de los demás, tampoco lo era de los corintios, puesto que había sido el medio de que se convirtieran. La voluntad de Dios ahora era que aquel que predicaba el evangelio viviera del evangelio. Tenía derecho de tomar para sí una hermana como en el caso de Pedro y los hermanos del Señor, pero no lo había utilizado. Obligado por el llamado del Señor a predicar el evangelio, se cuidaba mucho de no obedecerle. Su gloria era predicar este evangelio desinteresadamente, para quitarles todos los motivos a aquellos que los buscaban. Estando libre de todos, se hizo a sí mismo siervo de todos para ganar a cuantos más mejor. En esto consistía su servicio, y no se acomodaba al mundo para escapar del vituperio de la cruz. Sobre esto habla sin tapujos (cap. 2:2). Cuando predicaba el evangelio, lo adaptaba a la capacidad religiosa y a las maneras de pensar que tenía cada uno, a fin de que la verdad ganara terreno dentro de sus mentes. Esta manera de actuar también la demostró entre los corintios, mostrando el poder de un amor abnegado para servir a todos, y no el egoísmo que se excusa en la ganancia de almas. Por amor al evangelio obró de este modo en todos los sentidos, deseando, como decía, ser copartícipe de él cuando lo personificaba en la obra del amor de Dios en el mundo.

Era tras esto que ellos debían correr, y para que pudieran hacerlo, debían negarse a sí mismos como el apóstol. Él no corría con pasos vacilantes, como si dudara de la meta o como el que no quiere alcanzarla porque no la cree segura. Sabía bien lo que perseguía, y con este fin corrió dando evidencias de la naturaleza de esta meta. Todos podían juzgar su andar. Para él no era ninguna bagatela el camino que conducía a este final, pues resistió con sobrado valor las dificultades en los conflictos personales con el mal que quería impedir su victoria, cuando perseguía lo que era santo y glorioso. Cual robusto luchador, supo sojuzgar su cuerpo, que le podría haber sido impedimento. Había una realidad en su carrera al cielo, y no iba a permitir nada en el camino que la desfigurara. Predicar a los demás no lo era todo; sin embargo, predicaba; en cuanto a él, podía incluso caer en la vana laboriosidad, perderlo todo –y que fuera después desestimado, si no personalmente, como cristiano. Pero antes que nada, era un cristiano, después un predicador, y un buen predicador porque antes era cristiano. Aunque hubiese otros que hiciesen profesión participando en la ceremonia de iniciación y otras ordenanzas, lo mismo que él se inició en ser predicador, con todo podían no ser aceptados por Dios. Esta advertencia es un testimonio de la condición a la que, al menos en parte, la asamblea de Dios se había visto reducida. Una advertencia siempre ventajosa que implica que aquellos que participaron en las ordenanzas de la iglesia no inspiran más aquella confianza que los podía recibir, sin dudarlo un momento, como verdaderas ovejas de Cristo. El versículo distingue entre la participación en las ordenanzas cristianas, y la posesión de la salvación. Esta distinción es siempre válida, pero no es necesario hacerla cuando la vida cristiana brilla en aquellos que tienen parte en los privilegios exteriores de la asamblea.

 

Capítulo 10

Luego el apóstol da a los corintios los caminos de Dios con Israel en el desierto enseñándoles con respecto a estos caminos para con nosotros, y declara que las cosas que les sucedieron a ellos eran tipos o figuras que nos sirven de modelo a nosotros. Un principio importante que debe ser tenido en cuenta, para obtener el mayor provecho. No es Israel la figura, sino lo que les sucedió a ellos –los caminos de Dios con Israel. Estas cosas pasaron a Israel, siendo escritas para nuestra enseñanza, para quienes vivimos al término de las dispensaciones de Dios. Aquello que vendrá después será el juicio de Dios, cuando estos ejemplos no tendrán ningún propósito más para la vida de fe.

A continuación se establecen dos principios de una mayor importancia en la práctica: «Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga». Ésta es nuestra responsabilidad. Por otra parte, tenemos la fidelidad de Dios, la cual no nos deja ser tentados más de lo que pueda soportar nuestra fortaleza, y nos provee la salida para no tropezar.

Con respecto a la idolatría, hace hincapié en el santo temor que nos sirve para evitar la ocasión de obrar mal, de caer. Existe una asociación y comunión, a través de la mesa a la cual participamos, con aquello que hay sobre ella; y siendo muchos los cristianos, uno es el pan y uno es el Cuerpo[9], puesto que participamos del mismo pan en la cena del Señor. Los de Israel que comían de los sacrificios participaban del altar, se identificaban con él. De la misma manera, aquellos que comían de la carne de los ídolos se identificaban con éstos. ¿Quiere decir esto que el ídolo significa alguna cosa? No, pero como está escrito (Deut. 32): «lo que los gentiles sacrifican, lo sacrifican a los demonios, y no a Dios». Entonces, ¿debe participar un cristiano de la mesa de los demonios? La mesa, era la mesa de los demonios; la copa, era la copa de los demonios (principio a tener en cuenta por la asamblea de Dios). ¿Provocaría alguien al Señor colocándolo a un mismo nivel con los demonios? Nuevamente el apóstol menciona Deuteronomio 31:21 para repetir el principio ya establecido, en el cual él tenía libertad en todos los respectos, pero que por un lado no se dejaba someter a ninguno de los poderes de esta clase, y en cambio sí utilizaba su libertad para el provecho espiritual de todos, porque era libre. Para poner en práctica esta regla, aquí da más instrucciones: cualquier cosa que se vendiera en el mercado, podían comerla sin motivos de conciencia. Si alguien les decía «Esto fue sacrificado a los ídolos», enseguida llegaban a la conciencia que se trataba de un ídolo. Por lo tanto, no debían comer de esta carne a causa de su conciencia. Para aquel que era libre, su libertad no era juzgada por la conciencia del otro; tanto es así que, hablando de la doctrina, y de allí donde hay conocimiento, el apóstol sabe reconocer como algo verdadero que el ídolo no era nada. La criatura es simplemente la criatura de Dios. Yo debo evitar la comunión con lo que es falso, especialmente aquello que tiene que ver con una comunión tenida con Dios mismo. Debo privarme de esta libertad que la verdad me da, para no herir la conciencia de los demás.

También en cuanto a las cosas del comer y del beber, debemos ver la gloria de Dios y hacerlo todo para Su gloria, mirando de no ofender con nuestra libertad ni al judío ni al gentil, ni a la asamblea de Dios. Sigamos el ejemplo del apóstol que, negándose a sí mismo, buscaba complacer a todos para edificación.

 

Capítulo 11

Después de dar esta serie de reglas como respuesta a sus minuciosas preguntas, vuelve a lo que concernía a la presencia y acción del Espíritu Santo, lo cual es también una introducción del tema sobre la propia conducta de ellos en las asambleas.

Obsérvese aquí la manera como fundamentaba el apóstol sobre estos elevados y básicos principios las respuestas que a ellos les daba. Ésta es la manera del cristianismo (comparar Tito 2:10-14). Se introduce a Dios y la caridad, que sitúa al hombre en relación con Dios mismo. Lo que viene a continuación, presenta un asombroso ejemplo de lo expresado. Se trata de las instrucciones dadas a las mujeres.

Ellas no debían orar sin tener cubierta la cabeza. Para decidir en esta cuestión, entre aquello que es decente y conveniente, el apóstol deja entrever la relación, y el orden de esta relación, que subsiste entre los depositarios de la gloria de Dios y Él mismo[10], introduciendo a los ángeles, a los cuales los cristianos, como siendo quienes les ofrecen tal espectáculo, deben presentarles un orden de acuerdo a la mente de Dios. La cabeza de la mujer es el varón; y la cabeza del varón es Cristo; y la de Cristo es Dios. Éste es el orden del poder, ascendiendo al que es Supremo. Luego, con referencia a la relación entre ambos, añade que el varón no fue creado para la mujer, sino la mujer para el varón. Y en base de estas relaciones con otras criaturas, que son conscientes y conocen el orden de los caminos de Dios, tenían que cubrirse por causa de los ángeles porque son espectadores de los caminos divinos en la dispensación de la redención, y del resultado que había de producir esta maravillosa intervención. En otro lugar se añade que, respecto a aquello que tuvo lugar, el varón no fue engañado, sino la mujer, que incurrió en transgresión primero. Digamos también –desde el pasaje que estamos considerando– que, en el orden creacional, el varón no procede de la mujer, sino al contrario. Sin embargo, el varón no es sin la mujer, ni la mujer es sin el varón, en el Señor. Pero todas las cosas son de Dios: todo ello para traer a un equilibrio una cuestión sobre modestia en cuanto a las mujeres, que cuando oraban se mostraban ante los demás[11]. El resultado –en aquello que concierne a los detalles– es que el varón tenía que tener su cabeza sin cubrir porque representa la autoridad, con la que era investido posicionalmente de la gloria de Dios, de quien él era imagen. La mujer tenía que cubrirse la cabeza como señal de sujeción al varón, siendo su cubierta una señal del poder al que se sujetaba. Sea como sea, el varón no podía prescindir de la mujer, ni ella del varón. Acto seguido, el apóstol apela al orden de la creación, según el cual el cabello de una mujer, gloria y ornamento suyo, mostraba, en contraste con el del hombre, que ella no fue hecha para presentarse con una viril audacia ante todos los demás. Su cabello, dado como velo, mostraba que la modestia y la sumisión –una cabeza cubierta, por así decirlo, que se somete con esa modestia– era su verdadera posición, su gloria distintiva. Y, si alguien quería discutir sobre este punto, era una costumbre que ninguno de los apóstoles ni las asambleas toleraban.

Observemos igualmente que, por muchas que sean las caídas del hombre, el orden divino en la creación nunca pierde su valor como la expresión de la mente de Dios. Lo mismo ocurre en Santiago, donde se nos dice que el varón es creado a imagen de Dios. En lo que respecta a su condición moral, ahora que tiene un conocimiento del bien y del mal, necesita nacer de  nuevo, ser creado en la justicia y en la verdadera santidad para llevar la imagen de Dios revelada ahora en Cristo. Pero su posición en el mundo como cabeza y centro de todas las cosas, algo que los ángeles no tienen, es el plan de Dios mismo, así como la posición de la mujer compañera de su gloria pero sujeta a él. Es éste un plan que tendrá su gozoso cumplimiento en Cristo, y con respecto a la mujer en la asamblea; todo esto es verdadero, y es el orden constituido por Dios, siempre correcto: el mandamiento de Dios crea un orden, aunque si bien es cierto, Su sabiduría y Su perfección son manifiestas dentro de él.

Verá el lector que este orden en la creación, así como aquello que está establecido en los consejos de Dios respecto a la mujer, al hombre, a Cristo y a Dios mismo, y el hecho de que los hombres –al menos los cristianos bajo la redención– son admirados por los ángeles (comparar el capítulo 4:9), sujetos que no puedo por menos que indicar aquí, tienen el interés más alto[12].

Después, el apóstol toca el asunto de sus asambleas. En el versículo 2, él les alaba; pero sobre este punto no podía hacer lo mismo (v. 17). Sus asambleas manifestaban un espíritu de división, la cual tenía que ver con la distinción que se hacía entre el rico y el pobre, pero, por lo visto, dio lugar a otras más, que fueron necesarias para hacer manifiestos a aquellos que eran realmente aprobados por Dios. Ahora bien, estas divisiones tenían un carácter sectarista; es decir, opiniones particulares que dividían a los cristianos de la misma asamblea, de la asamblea de Dios, en escuelas; se hacían hostiles entre ellos aun cuando participaban juntos de la cena –si es que en realidad podemos decir que participaban bajo una unidad. Los celos que se suscitaron entre ricos y pobres tendían a fomentar el sectarismo. Si, como dije, puede decirse que partían juntos el pan; pues cada cual se preocupaba de comer su propia cena avanzándose a los demás, y había otros hambrientos frente a los que se hartaban. Esto no era realmente comer de la cena del Señor.

Guiado por el Espíritu Santo, el apóstol aprovecha la ocasión para declararles la naturaleza y significado de este mandamiento. Podemos observar aquí que el Señor se lo había enseñado por medio de una revelación especial –prueba del interés vinculado a ella[13], y que forma parte de la mente del Señor en todo el camino del cristiano, al cual Él confiere su importancia en vista de nuestra condición moral, y del estado de nuestros sentimientos individualmente, así como de los de la asamblea. En el disfrute de la libertad cristiana, en medio de los poderosos resultados de la presencia del Espíritu Santo –de los dones por los que Él se manifestaba en la asamblea, la muerte de Cristo, Su cuerpo dividido– todo era recordado y presentado a la fe como la base y fundación de todas las cosas. Este acto amoroso, esta acción solemne y sencilla, débil y vacía en apariencia, conservaba toda su importancia. ¡El cuerpo del Señor ha sido ofrecido por nosotros! De esto el Señor mismo tenía que dar testimonio, mantener toda su relevancia en el corazón del cristiano y proveer el fundamento y centro del edificio de la asamblea. Sea cual fuese el poder que se manifestaba en la asamblea, el corazón se retrotraía a estas cosas. El cuerpo del Señor acababa de ser ofrecido[14], y los labios de Jesús nos demandaron nuestro recuerdo. Este equilibrio moral es muy importante para los santos. El poder y el ejercicio de los dones no actúan necesariamente sobre la conciencia y en el corazón de aquellos a quienes les son dados, ni en el de los que se gozan en manifestarlos. Aunque Dios está presente –y cuando estamos en un buen estado, esto es evidente– se trata de un hombre que habla y que actúa sobre los demás; se hace prominente. En la cena del Señor, el corazón es retrotraído al punto de ser completamente dependiente, donde el hombre no es nada y Cristo y Su amor lo son todo, y donde el corazón es ejercitado y la conciencia recuerda que ha pasado por un lavamiento, que ha sido lavada por la obra de Cristo y que dependemos absolutamente de esta gracia. Los afectos también están profundamente ejercitados. Es importante que recordemos esto. Las consecuencias derivadas de olvidar el significado de este mandamiento, confirmaban su importancia y el sincero deseo del Señor de que ellos le prestaran toda su atención. El apóstol va a hablar del poder del Espíritu Santo manifestado en Sus dones, y de las reglas necesarias para mantener un orden y proveer para la edificación cuando eran ejercidos en la asamblea; pero, antes de hacerlo, sitúa la cena del Señor como el centro moral y el objeto de la asamblea. Observemos unos pensamientos del Espíritu en relación con este mandamiento.

En primer lugar, Él vincula muy fuertemente los afectos con el mandamiento. Fue la misma noche que Jesús fue traicionado que Él dejó este memorial de Sus sufrimientos y de Su amor. De la misma manera que el cordero pascual recordaba la liberación que el sacrificio ofrecido en Egipto procuró para Israel, así la cena del Señor les hablaba del sacrificio de Cristo. Él está en la gloria, y el Espíritu fue dado; pero tenían que recordarle. Su cuerpo ofrecido era el objeto delante de sus corazones en este memorial. Estemos atentos a esta palabra: «Recordar». No se trata de un Cristo en Su condición actual, no es tener la conciencia de lo que Él es: esto no es ningún recuerdo, pues Su cuerpo está ahora glorificado. Se trata de un cuerpo inmolado, y de una sangre vertida, no de un cuerpo glorificado. Este cuerpo es recordado, no obstante, por aquellos que están ahora unidos a Él en la gloria a la cual ha entrado. Estando resucitados y asociados con Él en gloria, miran atrás hacia aquella bendita obra de amor, y Su amor en ella que les dio un lugar con Él allí. Beben también de la copa en recuerdo de Él. En una palabra, Cristo es considerado como muerto. No conocemos a un Cristo así ahora.

Es el memorial de Cristo mismo, y no solamente el valor de Su sacrificio, sino la vinculación a Sí mismo, el memorial de Sí mismo. Luego nos desvela que si es un Cristo muerto, quién fue el que murió. Es imposible hallar dos palabras cuya composición dé un significado correcto e igual de importante: la muerte del Señor. ¡Cuántas cosas abarca esta muerte que murió Aquel que es llamado Señor! ¡Qué amor! ¡Qué propósitos! ¡Qué eficacia! y ¡qué resultados! El Señor mismo se dio a Sí mismo por nosotros. Y celebramos Su muerte. También se trata del fin de las relaciones de Dios con el mundo sobre el terreno de la responsabilidad humana, excepto el juicio. La muerte ha cercenado todo lazo, y ha dejado claro que es imposible que quede alguno. Nosotros mostramos esta muerte hasta que el Señor rechazado volverá para establecer nuevos lazos de asociación al recibirnos a Sí mismo para tener parte en ellos. Es esto lo que proclamamos en el mandamiento cuando lo guardamos. Asimismo, es una declaración de que la sangre en la que se fundamenta el nuevo pacto ha sido ya vertida; fue establecido en esta sangre. No quiero explicar lo que el pasaje no dice; el objeto del Espíritu de Dios aquí está puesto delante de nosotros, y no es la eficacia de la muerte de Cristo, sino aquello que vincula el corazón a Él en el recordatorio de Su muerte, y lo que el mandamiento mismo significa. Es un Cristo muerto, un Cristo traicionado a quien nosotros recordamos. La sangre vertida del Salvador satisfizo los afectos que el corazón de ellos sentía hacia Él. Si tomaban indignamente de la cena, eran culpables de despreciar estas cosas preciosas. El Señor mismo fijó nuestros pensamientos allí donde nacía este mandamiento, y lo hizo de la manera más denotativa, en el mismo momento de Su muerte.

Si Cristo atraía los corazones así para hacerlos fijarse en este mandamiento, la disciplina se ejercía también de modo solemne en relación con el mandamiento. Si ellos rechazaban el cuerpo magullado y la sangre del Señor participando del mandamiento con frivolidad, se infligía el castigo. Muchos habían enfermado y durmieron, esto es, que murieron. No se trata del ser digno o no de participar de esto que se habla, sino de hacerlo indignamente. Cada cristiano, siempre que ningún pecado lo hubiera excluido, estaba capacitado para participar porque era cristiano, aunque también es cierto que si participaba de este mandamiento sin juzgarse a sí mismo, o sin haber apreciado aquello de que el mandamiento hablaba en su mente, y con lo cual Cristo relacionaba el mandamiento, no discernía el cuerpo del Señor, y no podía discernir ni juzgar el mal en él mismo. Dios no puede dejarnos sin información al respecto. Si el creyente se juzga a sí mismo, el Señor no le juzgará; pero cuando el cristiano es juzgado, es castigado por el Señor para que no sea condenado con el mundo. Es el gobierno de Dios en las manos del Señor quien juzga Su propia casa, una verdad harto importante e igualmente olvidada. No hay duda de que el resultado entero es conforme a los consejos de Dios, quien exhibe en ello toda Su sabiduría, paciencia y Sus caminos rectos; este gobierno es real. Él desea el bien de Su pueblo al fin. Pero también quiere santidad y un corazón cuya condición responde a aquello que Él ha revelado –y Él se ha revelado a Sí mismo–, un andar que sea esta expresión. El estado normal de un cristiano es la comunión conforme al poder de aquello que ha sido revelado. Si hay fracaso en esto, se pierde la comunión, y con ella el poder para glorificar a Dios, un poder que no hallamos en ningún otro lugar. Si uno se juzga a sí mismo, hay restauración. El corazón se purifica del mal al ser juzgado, y la comunión es restaurada. Si uno no hace esto, Dios deberá intervenir corrigiéndonos y purificándonos por medio de la disciplina, disciplina que puede incluso ser para muerte (ver Job 33:36; 1 Juan 5:16; Santiago 5:14, 15).

Todavía hay una o dos observaciones que hacer. Juzgarse a uno mismo no es lo mismo que ser juzgado por el Señor, sino que significa lo mismo que se dice en el capítulo 11:29 «discernir el cuerpo de Cristo». Así, lo que tenemos que hacer no es sólo juzgar un mal cometido, sino discernirse uno en su condición, tal como se manifiesta en la luz cuando se camina en ella –del mismo modo que Dios mismo está en la luz. Esto evitará nuestra caída en el mal, sea de pensamiento como en acción. Pero si hemos ya caído, no es suficiente con juzgar la acción, sino nosotros mismos  también, y el estado de nuestro corazón, su tendencia y descuido que ocasionaron nuestra caída en el mal –en una palabra, aquello que no es comunión con Dios, o que la estorba. Fue así que el Señor actuó con Pedro, pero no le reprochó su falta; juzgó su raíz.

La asamblea debe tener poder para discernir estas cosas. Dios obra de esta manera, como lo hemos visto en Job, pero los santos tienen la mente de Cristo por medio de Su Espíritu, y deberían discernir su propia condición.

El fundamento y centro de todo esto es la posición en la que estamos para con Cristo en la cena del Señor, como centro visible de comunión y la expresión de Su muerte, en la cual es juzgado toda clase de pecado. Ahora bien, estamos en relación con este juicio santo del pecado como siendo nuestra porción, y no podemos mezclar la muerte de Cristo con el pecado. En cuanto a su naturaleza y eficacia, que serán plenamente manifestadas al final, se trata de la total eliminación del pecado. Es la negación divina del pecado. Él murió al pecado, y esto en amor a nosotros. Es la santidad absoluta de Dios sentida por nosotros y expresada para nosotros en aquello que tuvo lugar con respecto al pecado. Y con respecto a esto, es la devoción absoluta a Dios para Su gloria. Introducir en ella el pecado o la negligencia, sería deshonrar la muerte de Cristo, que murió para erradicarlo de delante de la presencia de Dios. No podemos ser condenados con el mundo porque Él ha muerto y ha quitado el pecado por nosotros, y es insufrible que lo introduzcamos en lo que representa esta misma muerte que Él sufrió por el pecado. Dios hace vindicación de aquello que es debido a la santidad y al amor de un Cristo que dio Su vida para quitar el pecado. Nos examinamos a nosotros mismos, y ya está... y volvemos a establecer los derechos de Su muerte en nuestra conciencia –pues todo está perdonado y es expiado en cuanto a la culpa, y seguimos reconociendo estos derechos como la prueba de la gracia infinita.

El mundo está condenado. El pecado en el cristiano es juzgado, y no escapa del ojo ni del juicio de Dios. Él nunca lo permitiría; Él purifica al creyente de este pecado mediante el castigo, pero no lo hace condenando puesto que Cristo ha llevado sus pecados y ha sido hecho pecado por él. La muerte de Cristo forma entonces el centro de comunión en la asamblea, y la piedra de toque para la conciencia, y todo ello en la cena del Señor.

 

Capítulo 12

La otra rama de la verdad, en referencia a la asamblea de Dios en general y a las asambleas, es la presencia y los dones del Espíritu Santo. Éstos, igual que la cena del Señor, están relacionados con la unidad[15]. Es el asunto de las manifestaciones espirituales que el apóstol aborda en el capítulo 12. El primer punto era establecer los rasgos distintivos del Espíritu de Dios. Había espíritus malos que intentaban infiltrarse entre los cristianos, hablar o actuar fingiendo ser el Espíritu de Dios, confundiéndolo todo. Los cristianos de hoy apenas aceptan que actúe así el enemigo. No podemos dudar que las manifestaciones espirituales son menos evidentes ahora que en tiempos del apóstol; pero el enemigo utiliza sus medios engañosos en medio de las circunstancias en que el hombre y la obra de Dios se hallan. Como dijo Pedro en un caso similar: «Pero hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros». El enemigo no descansa. «Prohibirán casarse», etc., era la doctrina de los demonios. En los últimos tiempos su poder se manifestará todavía más. Dios puede frenarle por medio de Su Espíritu, y mediante el poder de la verdad; y si no es detenido, seguirá en acción engañando a los hombres, a través de medios que uno imaginaría imposibles de creer por alguien que estuviera en sus cabales. Pero no deja de sorprendernos lo que un hombre puede llegar a creer cuando es dejado a sí mismo, sin ser guardado por Dios, cuando se halla allí el poder del enemigo. Hablamos aquí de sentido común, de razón, valiosos como son. Sin embargo, la historia nos enseña que Dios solo nos los otorga o nos los da en preservación.

Aquí se manifiesta el Espíritu de Dios a través de los efectos de Su poder, que eran evidentes en medio de la asamblea y que atraían la atención incluso del mundo. El enemigo imitaba estos poderes. Habiendo sido la mayor parte de los cristianos en Corinto gentiles pobres, sin discernimiento, e insensatamente llevados por las astucias del enemigo, se hallaban en tanto mayor peligro de ser engañados otra vez por el mismo medio. Cuando alguien no está lleno del Espíritu de Dios, que da vigor a la verdad en su corazón y esclarece su visión moral, el poder seductor del enemigo cautiva su imaginación, haciendo que ame lo maravilloso y que ignore la verdad a sabiendas. Carece, pues, de un discernimiento santo porque es ignorante de la santidad y del carácter de Dios, y no tiene la estabilidad de un alma que posee el conocimiento de Dios, de Dios mismo, podemos decir, como su tesoro –de un alma que sabe que tiene todo en Él, de manera que no necesita de más maravillas. Si alguien no está así fundamentado por el conocimiento de Dios, el poder del enemigo le alcanzará y lo deprimirá. No podrá desecharlo ni entender por qué le sobrevino. Será víctima de la influencia con la que este poder abruma su mente; y la carne estará satisfecha con este poder, ya que de un modo u otro el resultado redundará siempre en la libertad para la carne.

Cegados largo tiempo por el poder de los malos espíritus, los gentiles convertidos apenas si se hallaban en un estado para discernirlos y juzgarlos. Aunque parezca extraño, este poder demoníaco ejercía tanta influencia que hasta olvidaban la importancia del nombre de Jesús, o cuando menos ignoraban que Su nombre era reconocido por este poder. El enemigo se transforma en ángel de luz, pero nunca reconoce realmente a Jesucristo como Señor. Hablará de Pablo y Silvano, y pretenderá formar parte con los cristianos, pero no reconocerá a Cristo. Y finalmente terminará en la ruina y la destrucción de los que le siguen. Un espíritu inmundo no dice Señor Jesús, y el Espíritu de Dios no puede llamar anatema a Jesús. Aquí es una cuestión de espíritus y no de conversiones, ni tampoco es la necesidad de la gracia que opera en el corazón para la verdadera confesión del nombre de Jesús –una verdad muy cierta, como sabemos, pero no es aquí lo que estamos tratando.

Llegamos ahora a instrucciones positivas. Nada es más importante y menos distintivo, nada más maravilloso que la presencia del Espíritu Santo en medio de los cristianos aquí abajo; el fruto para nosotros de la perfecta obra de Cristo, la manifestación en sí misma de la presencia de Dios entre los hombres en la tierra. La providencia de Dios manifiesta Su poder en las obras de la creación, y Su gobierno que dirige todas las cosas; pero el Espíritu Santo es Su presencia en este mundo, el testimonio que Él da de Sí mismo, de Su carácter[16]. Él está entre los hombres para mostrarse a Sí mismo, no aún en gloria, sino en poder y en testimonio de lo que Él es. Habiendo cumplido Cristo la redención, y después de presentar al Dios Soberano y Juez la eficacia de Su obra, siendo la asamblea rescatada y purificada por Su palabra, unida a Él como Su cuerpo, fue también el vaso de este poder que se mueve en Sus miembros. De esta manera debería exhibir este poder en santidad, pues ella es responsable de hacerlo así. Por lo tanto, en lo que a su ministerio se refiere, el hombre deviene, individualmente de hecho, el vaso de este vigor espiritual. Es un tesoro que se le ha encomendado. El Espíritu es, en primer lugar, el vínculo entre la asamblea y Cristo, así como entre el cristiano y Cristo. Es por el Espíritu que se efectúa y mantiene esta comunión, siendo su principal función; y el hombre debe estar en comunión a fin de entender el carácter y discernir la voluntad de Dios, conforme al testimonio que el Espíritu quiere que sea dado.

Si la asamblea no mantiene esta comunión, perderá su fuerza como testimonio responsable a Dios en la tierra, y en efecto, su gozo e inteligencia espirituales. Dios es siempre soberano para obrar como le place, y Cristo no puede fracasar en la muestra de fidelidad a Su cuerpo; pero el testimonio confiado a la asamblea no será rendido como es de desear: hacer sentir la presencia de Dios sobre la tierra. Quizás la asamblea no sea consciente de este extrañamiento porque retiene en el presente mucho de lo que Dios le ha dado, y que está fuera de la esfera de lo natural; y cuando pierde esta fuerza también pierde el discernimiento de lo que debería ser. «Has dejado tu primer amor». «Haz las primeras obras; pues si no –dice Él– vengo en seguida a ti, y quitaré tu candelero de su lugar, si no te arrepientes». Una solemne consideración para la asamblea, en cuanto a su responsabilidad, cuando reflexionamos sobre la gracia que le ha sido mostrada, y sobre aquellos frutos que se manifestaron, y los que debieron haberse manifestado, y sobre el poder que le fue dado a ella para producirlos.

Los propósitos de Dios para la asamblea tienen su fin y su objetivo en el cielo. Serán cumplidos sin la mínima posibilidad de que nada fracase. Todo lo que sea necesario para traer a sus miembros allí conforme a Sus consejos, Cristo lo hará. Ellos son redimidos por Su sangre para ser de Él. Los caminos de Dios tienen su cumplimiento y son desarrollados en la tierra para nuestra enseñanza, tanto en la asamblea como en cada individuo.

No es solamente en Sus dones que la presencia del Espíritu de Dios se manifiesta. Había profecías y milagros, y hombres motivados por el Espíritu Santo, antes de Pentecostés. Aquello que atribuimos a la fe en Hebreos 11, es realmente atribuido al Espíritu en el Antiguo Testamento, donde fue prometido de una manera especial. En aquel entonces, el Espíritu nunca fue la presencia de Dios en medio del pueblo, como lo es ahora en la asamblea. La gloria vino para tomar posesión del tabernáculo y del templo. Su Espíritu actuaba soberanamente fuera del orden de Su casa, y podía estar con ellos cuando esta gloria se iba. Pero el Espíritu Santo enviado desde el cielo para morar en los discípulos y en la asamblea sobre la tierra, fue la manifestación de la presencia de Dios en Su casa, del Dios que estaba allí en el Espíritu. Esta presencia del Espíritu es tan evidente, y es un hecho tan palmario aceptado por los primeros cristianos, que la demostraron en vez de ser demostrada por la Palabra presentándola como el Espíritu Santo mismo. En Juan 7 se dice: «Pues aún no había sido dado el Espíritu Santo». En Hechos 19, aquellos doce hombres dicen a Pablo: «Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo». No era una cuestión de si había o no Espíritu Santo, cada judío ortodoxo sí lo creía, sino si esta presencia del Espíritu Santo morando aquí abajo, el nuevo Consolador y Guía de los discípulos, del que Juan el Bautista habló, había venido ya. Cuando hubo descendido, fue la presencia de Dios en Su templo espiritual sobre la tierra. El sitio donde los discípulos estaban juntos reunidos, tembló como señal de que Dios estaba allí. Ananías y Safira cayeron muertos ante los apóstoles por haber mentido a Dios. Felipe es llevado por Su poder de la presencia del hombre que recibió el conocimiento de Jesús por medió de él.

Tal era la presencia del Espíritu Santo. El apóstol habla en nuestro capítulo de la manifestación de Su presencia en los dones que se ejercitaron por vía de los miembros del Cuerpo, bien para separación y edificación de la asamblea, bien para testimonio de los que estaban fuera. Antes de abordar este punto, él da a los corintios –a quienes el enemigo quería engañar sutilmente– aquello que les permitiría distinguir la manifestación del Espíritu Santo de las obras de un espíritu maligno. Después habla de los dones.

Como en el caso de los demonios, no había diferentes espíritus; había solamente uno y el mismo Espíritu, pero diversidad de dones. Esto presenta la ocasión para introducir la diferente relación en que los hombres, movidos por el Espíritu Santo, son posicionados respecto a Dios y a Cristo, pues el apóstol está hablando del orden de las relaciones del hombre con Dios, cuyo vigor práctico está en el Espíritu Santo, que actúa en ellos a través de diversas manifestaciones. En el ejercicio de estos diferentes dones, ellos eran los administradores, y había un Señor, esto es, Cristo. Así, no se trataba en ellos de un poder independiente y voluntario, pues fuese cual fuese la energía que el Espíritu mostraba en ellos, no cesaban de ser los siervos y los maestresalas de Cristo. Tenían que actuar con este carácter, y reconocer en su servicio el señorío de Cristo. Aun tratándose del poder en un hombre, y de su actuación bajo este poder como siervo –y un Hombre que era Cabeza y que fue servido, aun siendo Él Hijo de Dios y Señor de todos–, era Dios quien lo efectuaba, el único y mismo Dios que efectuaba todo en todos. No es la Trinidad, propiamente hablando, que se presenta aquí con carácter propio, sino un solo Espíritu Santo que actúa en los cristianos, Jesucristo, y Dios obrando en los dones.

Los dones eran manifestaciones de la energía del Espíritu que fueron confiados a los hombres, bajo Cristo como Cabeza y Señor. Ellos tenían que utilizarlos para servicio del Señor. Cristo pensó en lo que era de provecho para Su pueblo, para aquellos que eran Suyos; y la manifestación del Espíritu fue dada para provecho de las almas y de la asamblea en general. El apóstol menciona algunos de estos dones, pero nos recuerda otra vez que es el mismo Espíritu quien obra en cada caso, y que distribuye a cada uno según Su voluntad. Que el lector retenga este pasaje. El apóstol dijo que Dios efectuaba todas estas cosas, y habló de los dones como manifestaciones del Espíritu. Se podría suponer que el Espíritu era alguna vaga influencia y que cada uno debía atribuirlo todo a Dios sin reconocer a un Espíritu personal. Pero estas operaciones atribuidas a Dios en el versículo 6, son aquí imputadas al Espíritu; y se añade que Él, el Espíritu, distribuye como quiere a cada cual. No es por tanto un Espíritu inferior. Allí donde Él obra, es Dios que obra. Estas operaciones en los hombres son dones distribuidos conforme a la voluntad del Espíritu, siendo así presentado como actuando personalmente en esta distribución, y según Su voluntad.

Algunos dones requieren una nota de observación. La sabiduría es la aplicación de la luz divina al bien y al mal, y a todas las circunstancias por las que pasamos –una expresión que tiene un sentido amplio, puesto que se aplica a todo lo que tiene que ver con nuestro formarnos un juicio sobre las cosas. El Espíritu Santo capacita a unos peculiarmente con esta sabiduría según Dios –una percepción de la verdadera naturaleza de las cosas, y de la relación de las mismas con lo divino, y de conducta con respecto a ambos, la cual, viniendo de Dios, nos conduce a través de las dificultades del camino capacitándonos en mantenernos separados de aquello que nos situaría en una posición falsa hacia Dios y el hombre.

El conocimiento es la inteligencia en la mente de Dios, tal como nos es revelada. La fe no es aquí la fe sencilla en el evangelio –éste no es un don distintivo que un creyente pueda poseer y otro no, evidentemente. Es la fe y la energía dadas por Dios para vencer las dificultades, la fe que se sobrepone a los peligros y que los confronta sin ser alarmada por ellos. El discernimiento de espíritus no es el don que tenga que ver con la condición de alma de alguien, no tiene nada que ver con esto. Es el conocimiento que discierne, por la energía poderosa del Espíritu de Dios, las obras de los malos espíritus y las trae a la luz si es necesario, en contraste con la acción del Espíritu Santo.

Los otros dones no precisan ser comentados. Debemos volver ahora a la unidad del Espíritu, con la que se relaciona aquello que dice el apóstol después de hablar de los dones. El Espíritu era uno, dijo él, haciendo su obra diversa en los miembros conforme a Su voluntad. La importancia de Su personalidad, y el inmenso significado de Su divinidad –si reflexionamos que es Él quien obra en y a través del hombre– son muy evidentes cuando observamos que Él es el centro y el vivo poder de la unidad de todo el Cuerpo, de manera que los individuos, en el ejercicio de sus dones, son simplemente los miembros del único y mismo Cuerpo divinamente formado por el poder y presencia del Espíritu. Este punto lo desarrolla extensamente el apóstol en relación con la unidad del cuerpo humano y la mutua dependencia de sus miembros, así como la interacción de cada uno de ellos con el Cuerpo como un todo.

Las enseñanzas prácticas son fácilmente aprendidas, pero hay otros puntos importantes en los principios generales. La unidad del cuerpo es producida por el bautismo del Espíritu Santo, y la relación de los miembros depende de este bautismo. Por un Espíritu hemos sido todos bautizados para ser un Cuerpo. La Cena del Señor es la expresión de esta unidad; el Espíritu es Aquel que la produce, y que es su fortaleza. El carácter distintivo del judío y el gentil –y todas las demás distinciones– se pierden en el poder del un Espíritu común a todos, que los unió a todos como redimidos en el un Cuerpo. En este versículo 13, el apóstol habla del bautismo del Espíritu Santo, pero esta palabra le sugiere la Cena, el segundo mandamiento del Señor, y él habla de beber de un mismo espíritu, aludiendo, no lo dudo, a la Cena del Señor. No habla del Espíritu Santo: el estado de los creyentes era un espíritu, siendo utilizada la palabra en contraste con el un Cuerpo; estaban asociados de corazón y mente por medio del Espíritu, participantes en Cristo.

No es la fe la que es la unión, ni siquiera la vida, aunque éstas sean la porción de aquellos que están unidos, sino el Espíritu Santo. Entonces, el bautismo del Espíritu Santo es aquel que forma a los cristianos en un solo y único Cuerpo, siendo hechos todos ellos partícipes de, y animados como individuos por, el solo y mismo Espíritu. Así, hay muchos miembros pero un solo Cuerpo, y un Cuerpo compuesto por estos miembros que dependen los unos de los otros y se necesitan. Incluso los dones más destacados eran comparativamente de menos valor, igual que se visten y embellecen las partes menos honrosas del cuerpo, y se dejan las más bellas al descubierto.

Otro punto que el apóstol señala es el interés común que existe entre ellos en su membresía del único y mismo Cuerpo. Si uno sufre, todos sufren, pues hay sólo un Cuerpo animado por un espíritu. Si uno es honrado, todos se regocijan. Esto depende también del un mismo Espíritu que une y da vida a todos ellos. Además, este Cuerpo es el Cuerpo de Cristo. «Vosotros sois el cuerpo de Cristo –dice el apóstol–, y miembros cada uno por su parte».

Observemos también aquí que, si bien la asamblea en Corinto era solamente una parte del Cuerpo de Cristo, el apóstol habla de todo el Cuerpo; pues la asamblea allí era, según el principio de su reunión, el Cuerpo de Cristo en asamblea en Corinto. Es cierto que al principio se habla de todos los que invocan el nombre del Señor Jesús, pero de hecho, es una llamada dirigida a la asamblea de los corintios. Esta expresión general muestra que, en la andadura de una asamblea local, y en sus intereses generales, no puede separarse del resto del Cuerpo de cristianos sobre la tierra; y el lenguaje que se emplea aquí viene a decir que, en cuanto a la posición de ellos delante de Dios, los cristianos de una ciudad son considerados como representando a toda la asamblea, en lo tocante a aquella localidad. No independientemente del resto, sino al contrario, en unión inseparable para con los demás, en vida y en acción, con respecto a esa localidad como miembros del Cuerpo de Cristo, y contemplados así, porque cada cristiano formaba una parte de ese Cuerpo, y ellos formaban también una parte del mismo. De los versículos siguientes resulta que el apóstol, mientras que contempla a los cristianos allí como el Cuerpo de Cristo, del cual eran miembros, tiene en mente a toda la asamblea como la asamblea de Dios. En el Nuevo Testamento no hay otra membresía que la de Cristo, en la que ellos son miembros los unos de los otros formando el Cuerpo entero, pero nunca miembros de una iglesia; la idea es otra. El término habla de los miembros de un cuerpo, como los miembros del hombre, como ejemplo, y nunca de los miembros de una asamblea en el sentido moderno de la palabra. Nosotros somos miembros de Cristo, y en consecuencia, del Cuerpo de Cristo; así lo eran los corintios en la medida que se iba manifestando este Cuerpo en Corinto.

El Cuerpo de Cristo, la asamblea, es considerada aquí como un todo sobre la tierra. Dios ha puesto en la asamblea apóstoles, profetas, etc...; milagros, sanidades, lenguas. Es muy sencillo de ver que esto es sobre la tierra, como lo veían los corintios, y que es la asamblea como un todo. Las sanidades y las lenguas no eran en el cielo, y los apóstoles no eran aquellos de una asamblea individual. En una palabra, era el Espíritu Santo, venido del cielo, que había formado la unidad del Cuerpo en la tierra, y que operaba en él por medio de dones especiales que distinguían a los miembros.

Más adelante destaca el apóstol estos dones, no para dar una lista completa y formal de ellos, sino para señalar el orden y la importancia de los que sólo menciona. El don de lenguas, del que se jactaban tanto los corintios, son los últimos dones que se mencionan en la lista. Algunos otros, pues, eran más excelentes que el resto, y tenían que ser apreciados conforme a la medida en que podían servir para edificación a la asamblea. Los que servían para este fin, debían ser los que se deseasen.

Es interesante destacar aquí la diferencia de este capítulo con Efesios 4. Aquí es simplemente el poder, y a los hombres se les dice en determinados casos permanecer en silencio cuando el poder estaba allí. Como poder, era el Espíritu Santo el que lo producía. En Efesios 4, es el cuidado de Cristo como Cabeza del Cuerpo. No se mencionan los dones que son señal de poder a los demás; sólo lo que da solidez a la asamblea y edifica a los santos; luego hay la promesa de continuación hasta que todos lleguemos. Cristo no puede dejar el cuidado de Su Cuerpo; pero los dones de señales pueden irse, como ya lo han hecho. Los apóstoles y los profetas fueron el fundamento, pero después de ser puesto el fundamento, no tuvieron que ejercitarlos más al respecto.

 

Capítulo 13

Había algo más excelente que todos los dones. Éstos eran las manifestaciones del poder de Dios y de los misterios de Su sabiduría; el amor, es el don de Su naturaleza misma.

Podían hablar todas las lenguas, podían tener profecía, conocer los misterios, tener la fe que mueve montañas; incluso podían desprenderse de todas sus posesiones para dar comida a los pobres, y dejar que sus cuerpos fueran torturados; pero si no tenían amor, de nada servía. El amor era la conformidad a la naturaleza de Dios, la expresión viva de lo que Él era, la manifestación de haber sido hechos partícipes de Su naturaleza, la acción y sentimiento que se conformaban a Su semejanza. Este amor se desarrolla en referencia a los demás; pero los demás no son el motivo, sino el objeto. La fuente la hallamos dentro; su fuerza no depende de los objetos de que se ocupa. Así, este amor puede actuar allí donde las circunstancias produzcan irritación y celos en el corazón humano. Se mueve en ellas, y al juzgarlas según su propia naturaleza, no se ciernen sobre el hombre que está lleno de amor, siempre que provean de ocasión para su actividad y de dirección para su forma. El amor es su único motivo. Su única fuente en nosotros es que participemos de la naturaleza divina. La comunión con Dios mismo lo sostiene a través de las dificultades que tiene que franquear a su paso. Este amor es lo contrario del egoísmo y la autocomplacencia, los cuales deja fuera por el bien de los demás, así como Dios nos ha buscado a nosotros en gracia en cuanto a este principio del amor (véase Ef. 4:32; 5: 1, 2). ¡Qué poder dejar fuera el mal que hay en uno mismo, y olvidar todo para hacer el bien!

Es digno de destacar que las cualidades del amor divino son casi por completo de un carácter pasivo.

Las primeras ocho cualidades ya señaladas por el Espíritu son la expresión de esta renunciación del yo. Las tres siguientes, ponen de manifiesto el goce sobre el bien que libra el corazón de esa tendencia a aceptar el mal, tan natural a la naturaleza humana por razón de la propia intensidad de este mal, y por lo que experimenta en este mundo. Las últimas cuatro son una muestra de su energía positiva, la cual asume el bien cuando no es capaz de verlo, a través de la poderosa fuente de su naturaleza divina, y soporta la infamia cuando la ve, cubriéndolo todo con paciencia y mansedumbre, no trayéndolo nunca a la luz, sino enterrándolo en lo más profundo, en una profundidad insondable a causa del amor que es inmutable. Uno no halla otra cosa que amor allí donde es real. Las circunstancias son sólo una ocasión para que actúe y sea evidenciado. El amor nunca deja de ser, y es el amor el que se ejercita y es exhibido. Es aquello que llena la mente; todo lo demás no es sino un medio de despertar el alma que mora en el amor, para que lo ejercite. Éste es el carácter divino. No hay duda de que el tiempo del juicio vendrá; pero nuestras relaciones con Dios son en gracia. El amor es Su naturaleza. Ahora es el tiempo de su ejercicio. Nosotros le representamos sobre la tierra en testimonio.

En lo que se ha dicho del amor en este capítulo, hallamos también la repetición de la naturaleza divina, salvo aquello que se dice ser lo negativo de la carne en nosotros. La naturaleza divina no cambia, y nunca cesa. El amor permanece siempre. Las comunicaciones son de Dios; el medio por el cual nos son venidas; el conocimiento adquirido aquí abajo, según el cual conocemos la verdad solamente en parte, aunque toda la verdad nos haya sido revelada –la conocemos en detalle, de modo que nunca nos es dada a conocer toda de repente, siendo el carácter de nuestro conocimiento que adquirimos diferentes verdades una tras otra–; todo lo caracterizado por la parte, acaba pasando. El amor nunca pasará. Un niño puede aprender y gozarse también en las cosas que le divierten; pero cuando se hace hombre, necesitará cosas en conformidad con su inteligencia de hombre. Lo mismo fue con las lenguas y la edificación de la asamblea. Venía, no obstante, el tiempo cuando habían de conocer cómo fueron conocidos, no por las comunicaciones de verdad a una capacidad que conoce la verdad en sus diferentes partes, sino que iban a entenderla completamente, en su unidad.

El amor ya subsiste; están la fe y también la esperanza. Pero no sólo éstas pasarán, sino incluso ahora aquí, aquello que es de la naturaleza divina, es más excelente que lo que está en relación con la capacidad de la naturaleza humana, aun estando iluminada por Dios, y teniendo como objeto suyo la gloria revelada de Dios.

 

Capítulo 14

Los creyentes tenían que seguir esto y procurar el amor, mientras deseaban también los dones, especialmente para que pudieran profetizar y edificar así a la asamblea, que era el objetivo principal. Era esto lo que el amor deseaba y buscaba, lo que la inteligencia solicitaba, las dos marcas de un hombre en Cristo, de alguien para quien Cristo lo es todo.

Dos versículos en este capítulo requieren un poco de atención: el tercero y el sexto. El versículo 3 es el efecto, o mejor dicho, la calidad, de aquello que dice un profeta, no una definición. Él edifica, anima y consuela cuando habla. Sin embargo, estas palabras muestran el carácter de lo que dice. La profecía no es en absoluto la revelación de acontecimientos futuros, aunque hubo profetas que los revelaron como tales. Un profeta es alguien que tiene tanta comunión con Dios como para ser capaz de comunicar Su mente. Un maestro instruye conforme a lo que está ya escrito, explicando su significado. Pero cuando la mente de Dios es comunicada a las almas bajo la gracia, el profeta las anima y las edifica. Tocante al versículo 6, está claro que alguien que venía con el don de lenguas –cuyo uso los corintios gustaban de reflejar, igual que niños, en la asamblea– y hablaba con ellas, no podían entenderle. Es posible que ni él mismo se entendiera, sino que era el instrumento ininteligible del Espíritu cuando él tenía la honda convicción de que Dios hablaba a través de este medio, de modo que sentía por el Espíritu que estaba en comunicación con Dios a pesar de que su entendimiento fuera nulo. En semejantes casos, nadie podía hablar para la edificación de la asamblea a menos que comunicase la mente de Dios.

De una comunicación así distingue el apóstol dos clases: la revelación y el conocimiento. Este último asume una revelación ya dada, de la cual se valían a través del Espíritu Santo personas para el bien de la grey. Después se señalan los dones que eran respectivamente el medio de edificar de estas dos maneras. No se trata de que los dos últimos términos (vers. 6) sean los equivalentes de los dos primeros; sino que las dos cosas que aquí se dice edificaban la iglesia, eran realizadas mediante estos dos dones. Podía haber profecía sin que ésta fuera absolutamente ninguna revelación nueva, aunque esta profecía contuviera más revelación que conocimiento. Podía contener una aplicación de los pensamientos de Dios, una palabra de parte de Dios para el alma, para la conciencia, que sería más que conocimiento, pero ninguna revelación nueva. Dios actúa en la profecía sin revelar ninguna verdad ni ningún hecho nuevos. El conocimiento o la doctrina, enseñan verdades o explican la Palabra, algo de mucha utilidad para la asamblea; pero en ellos no hay la manifestación directa de la presencia de Dios a los hombres en su propia conciencia y corazón. Cuando alguien enseña, aquel que es espiritual recibe provecho; cuando alguien profetiza, incluso aquel que no es espiritual puede sentirlo, ser alcanzado y juzgado; y lo mismo ocurre con la conciencia del cristiano. La revelación, o el conocimiento, es una división perfecta que abarca todo. La profecía y la doctrina tienen una íntima relación con los dos, pero la profecía abarca otras ideas, de manera que esta división no responde con exactitud a los dos primeros términos.

El apóstol insiste abundantemente sobre la necesidad de hacerse entender, ya sea que uno hable, cante o diga una oración. Él desea –y la reiteración es del todo importante cuando son juzgadas las pretensiones que tiene del Espíritu el hombre– que el entendimiento sea lo que más se ejercite. No niega que alguien pudiera hablar en lenguas sin que tuviera un entendimiento absoluto de lo que decía –poder evidente y de mucha utilidad cuando había personas presentes que no entendían otros idiomas, o cuyo idioma era el que se decía en lenguas. Pero generalmente era bajar de escalafón cuando no se tenía la actuación del Espíritu para que hiciese entender la lengua a aquel que la hablaba. La comunión entre las almas sobre un asunto común, a través de la unidad del Espíritu, no existía cuando el que hablaba no entendía lo que él mismo decía. La persona que hablaba no se gozaba, ni recibía nada de Dios, con aquello que comunicaba a los demás. Si los demás tampoco lo entendían, era como un juego de niños expresar palabras sin sentido a los oyentes. Pero el apóstol deseaba entenderse en lo que decía aunque hablase muchas lenguas; de su parte esto no era mostrar celos, pues hablaba más lenguas extranjeras que todos los demás por el don del Espíritu Santo. No obstante, su alma amaba las cosas de Dios, recibir la verdad inteligible de Él, sostener una comunión inteligible con el resto, y hubiera preferido decir cinco palabras entendiéndolas, que diez mil en una lengua desconocida cuyo significado no hubiese comprendido.

¡Que maravilloso poder, que manifestación de la presencia de Dios –algo digno de la más profunda atención y, al mismo tiempo, qué superioridad a la vanidad de la carne, al esmero que reflejaba en el individuo el empleo de los dones–, qué efecto moral del Espíritu de Dios, donde el amor no veía en estas manifestaciones de poder otra cosa que los instrumentos a ser empleados para el bien de la asamblea y de las almas! Era la fuerza práctica de ese amor que el apóstol recomendaba, como algo superior a los dones, y que exhortaba a los fieles. Era el amor y la sabiduría de Dios que dirigían el ejercicio de Su poder para el bien de aquellos que Él amaba. ¡Qué posición para un hombre! ¡Qué sencillez otorga la gracia de Dios a alguien que olvida el yo en humildad y amor, y qué poder en esta humildad! El apóstol confirma su argumento por el resultado que produciría en los extraños que acudiesen a la asamblea, o en los cristianos con menos luz, si escuchasen las lenguas habladas que nadie entendía: pensarían que los ejecutores estaban locos. La profecía, al tocar su conciencia, los haría sentir que Dios estaba allí, que estaba presente en la asamblea de Dios.

Los dones eran abundantes en Corinto. Después de dar las normas concernientes a cuestiones morales, el apóstol establece aquellas que, en segundo lugar, marcarían el ejercicio de esos dones. Cada uno acudía con alguna manifestación del poder del Espíritu Santo, al cual tenían en más estima que una conformidad a Cristo. El apóstol reconoce, no obstante, el poder del Espíritu de Dios en estas manifestaciones, y da una pautas para ejercitarlas. Dos o tres podrían hablar en lenguas, siempre que hubiera intérprete y la asamblea fuese edificada. Esto había de hacerse al mismo tiempo. Lo mismo respecto a los profetas: dos o tres podían hablar, los otros juzgarían si realmente lo que se decía venía de Dios. Si en verdad les fuera dado a ellos de parte de Dios, todos podrían profetizar, pero sólo uno a un tiempo, para que todos aprendieran –una dependencia siempre buena para los profetas más dotados– y que todos recibieran consuelo. Los espíritus de los profetas –es decir, el empuje del poder en el ejercicio de los dones– estaban sujetos a la guía de la inteligencia moral que el Espíritu investía sobre los profetas. De la parte de Dios, ellos eran diestros en el uso de estos dones, cuando ejercitaban este maravilloso poder efectuado en ellos. No se trataba de ningún desquicio que los traía fuera de sí, como solían decir los paganos acerca de su inspiración diabólica; pues Dios no era autor de confusión en la asamblea, sino de paz. En una palabra, vemos que este poder fue encomendado al hombre en su responsabilidad moral; un principio importante e inalterable en los caminos de Dios. Dios salvó al hombre por medio de la gracia cuando fracasó en su responsabilidad; pero todo lo que ha encomendado al hombre, por diversa que sea la energía divina del don, es responsable para utilizarlo para la gloria de Dios, y por consiguiente, para el bien de los demás y especialmente de la asamblea.

Las mujeres tenían que estar en silencio en la asamblea; no se les permitía hablar. Tenían que permanecer en obediencia y no dirigir a los otros. La ley también hablaba con el mismo tono. Sería causa de vergüenza oírlas hablar en público. Si tenían preguntas que hacer, podían hacérselas a sus maridos en casa.

La Palabra no salió del seno de los corintios, a pesar de sus muchos dones, ni había llegado solamente a ellos. Debían someterse al orden universal del Espíritu en la asamblea. Si pretendían ser conducidos por el Espíritu, entonces debían reconocer –lo cual sería una prueba– que las cosas que el apóstol les escribía eran mandamientos del Señor: un aserto muy importante, y una posición atinada y responsable de este maravilloso siervo de Dios.

¡Qué mezcla de ternura, paciencia y autoridad! El apóstol desea que todos los fieles vengan a la verdad y al orden, guiados por sus propios afectos, sin vacilar si habían de echar mano de una autoridad sin apelativos y que provenía directamente de Dios –una autoridad que Dios justificaba si el apóstol estaba obligado por causas ajenas a él a utilizarla. Si alguien ignoraba que él escribía por medio del Espíritu con la autoridad de Dios, era realmente ser ignorante; este alguien permanecía, entonces, en su ignorancia. Los espirituales y sencillos estarían libres de tales pretensiones. Aquellos que estuvieran llenos realmente del Espíritu aceptarían que lo que escribía el apóstol venía directamente de Dios, y que era la expresión de Su sabiduría, de lo Suyo propio. Ocurre a menudo que cuando hay un reconocimiento de la sabiduría divina e incluso de la humana, allí donde las hay, nunca existe la habilidad para descubrirlas, ni el poder que con autoridad les otorga su lugar si son percibidas en parte. Entretanto, el hombre pretencioso, reducido a este lugar de ignorancia, encuentra en él lo que le conviene y le es necesario.

Observaremos del mismo modo aquí la importancia de este aserto con el de los apóstoles, con referencia a la inspiración de las Escrituras. Aquello que él enseñaba para los detalles incluso del orden de la asamblea, ellos habían de mirar realmente si provenía de Dios lo que él llamaba mandamientos del Señor. En cuanto a la doctrina tenemos, al final de la Epístola a los Romanos, la misma declaración de que fue por medio de los escritos proféticos que el evangelio se diseminó entre las naciones.

El apóstol resume sus enseñanzas diciéndoles que deseen el don de profecía, sin que olvidaran el hablar en lenguas, pero haciéndolo todo con orden y decencia.

 

Capítulo 15

Otros males hallaron la manera de introducirse en medio de los relucientes dones que eran ejercitados en el seno del rebaño en Corinto. La resurrección de los muertos era negada. Satanás es astuto en su proceder. Por lo visto, era solamente el cuerpo lo que se cuestionaba; sin embargo, lo que peligraba ahora era todo el evangelio, puesto que si los muertos no resucitan, luego Cristo no ha resucitado. Y si Cristo no resucitó, los pecados de los fieles no fueron quitados, y el evangelio no era cierto. En vista de ello, el apóstol reserva este asunto para el final de su epístola, haciendo una profunda indagación.

En primer lugar, les recuerda aquello que él predicó en medio de ellos en cuanto al evangelio, que Cristo murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras, y resucitó conforme a las Escrituras. Éste era, entonces, el medio de su salvación si continuaban en el evangelio, si no lo habían creído en balde. Presenta aquí una base muy sólida para su argumento: la salvación de ellos –a menos que todo lo que hasta entonces habían creído lo consideraran una fábula hueca– dependía del hecho de la resurrección, con la cual estaba vinculada. Pero si los muertos no resucitan, Cristo no resucitó, porque también quedó muerto. El apóstol comienza estableciendo este hecho valiéndose de los testimonios más completos y positivos, incluyendo el suyo propio, desde que él mismo había visto al Señor. Quinientas personas le vieron acto seguido, y la mayor parte que podía testificar de ello vivía todavía.

Veremos, de corrido, que el apóstol no puede hablar de nada sin que se produzca un efecto moral en su corazón, ya que tiene en cuenta a Dios para ello. Así, en los versículos 8 a 10, evoca el estado de cosas con respecto a sí mismo y a los otros apóstoles, y aquello que la gracia había hecho, y después de aliviar su corazón, vuelve a tocar el mismo punto. El testimonio de cada testigo divino era el mismo. Todo declaraba que Cristo había resucitado; todo dependía del hecho de que Él estaba resucitado. Éste fue su punto de partida. Si lo que fue predicado entre vosotros, dice Pablo, es que Cristo resucitó de los muertos, ¿cómo es que ahora algunos de vosotros dicen que no hay resurrección de los muertos? Si no hay ninguna resurrección, Cristo no ha resucitado; y si Él no ha resucitado, es vana la predicación de Sus testimonios y la fe de los cristianos. Eso no es todo, pues estos testimonios son falsos al declarar acerca de Dios que Él resucitó a Cristo de los muertos. Pero Dios no lo resucitó si los muertos no resucitan. Y en este caso, su fe era vana; todavía estaban en sus pecados; y aquellos que durmieron en Cristo, han perecido. Si es en esta vida solamente que los creyentes tienen esperanza en Cristo, son los más miserables de todos los hombres; no hacen sino sufrir como el resto del mundo. Mas no es así, porque Cristo ha resucitado.

No se trata exclusivamente de una doctrina general sobre que los muertos han resucitado. Al resucitar Cristo, lo hizo de entre los muertos[17]. Es el favor y el poder de Dios venidos para traer de vuelta de entre los muertos a Aquel que descendió en gracia a la muerte para cumplir y exhibir la liberación del hombre en Cristo del poder de Satanás y de la muerte; y para sellar públicamente la obra de la redención, exhibir abiertamente en el hombre la victoria sobre todo el poder del enemigo. De esta manera resucitó Cristo de entre todos los otros muertos –pues la muerte no podía retenerlo–, estableciendo el principio glorioso de esta liberación divina y completa. Él devino las primicias de los que ya dormían, de aquellos que tienen Su vida y esperan el ejercicio de Su poder que los despertará en virtud del Espíritu que habita en ellos.

Esto da un carácter evidentemente peculiar a la resurrección. No es solamente que los muertos resucitan, sino que Dios, por medio de Su poder, trae de vuelta a ciertas personas de entre los muertos como consecuencia del favor que Él tiene por ellas, y en relación con la vida y el Espíritu que está en ellas. Cristo tiene un lugar bastante peculiar. La vida estaba en Él, y Él es nuestra vida. Él ganó esta victoria que nosotros gozamos ahora. Él es por derecho las primicias. Fue debido a Su gloria. Si Él no hubiera obtenido la victoria, nosotros habríamos permanecido siempre encarcelados. Había poder en Él mismo para reanudar la vida, pero el gran principio es el mismo; no es solamente la resurrección de los muertos, sino que aquellos que están vivos según Dios resucitan como los objetos de Su favor, y por el ejercicio de ese poder que quiere tenerlos para Él y consigo mismo –Cristo, las primicias; los que son de Cristo, a Su venida. Estamos asociados con Cristo en la resurrección. Salimos como Él, no únicamente de la muerte, sino de los muertos. Observemos también cómo Cristo y Su pueblo están inseparablemente identificados. Si ellos no resucitan, Él tampoco; estuvo tan muerto como lo podemos estar ahora nosotros, pero ha asumido nuestro lugar en gracia bajo la muerte, siendo entonces tan Hombre –excepto sin pecado– como nosotros somos ahora hombres, que si negáis este resultado para nosotros, negáis el hecho en cuanto a Él, y el objeto y fundamento de la fe misma se desvanece. La identificación de Cristo con los hombres, de manera que podamos sacar una conclusión de nuestra relación respecto a Él, está llena de poder y de bendición. Si los muertos no resucitan, Él no resucitó; está tan muerto como nosotros lo estamos.

Fue necesario que la victoria la llevara a cabo un hombre. No dudamos que el poder de Dios pueda traer de vuelta a los hombres de la tumba. Él así lo hará actuando en la Persona de Su Hijo, a quien ha dado todo juicio. Pero ello no será una victoria obtenida en la naturaleza humana sobre la muerte que mantenía cautivos a los hombres. Esto es lo que Cristo ha hecho. Él deseaba ser entregado a la muerte por nosotros, a fin de obtener como Hombre la victoria sobre la muerte para nosotros, y sobre aquel que tenía su poder. Por el hombre entró la muerte; por un Hombre, la resurrección. ¡Gloriosa victoria! ¡Triunfo completo! Salimos del estado donde el pecado y sus resultados nos alcanzaron completamente. El mal no puede penetrar en el lugar donde nosotros somos manifestados. Hemos dejado atrás la frontera para siempre. El pecado y el poder del enemigo permanecen fuera de esta nueva creación, la cual nunca más mancillará la responsabilidad del hombre, y que es además el fruto del poder de Dios después de que el mal se hubiera introducido. Es Dios quien la sostiene en relación con Él mismo: depende de Él.

Hay dos grandes principios establecidos aquí; el del hombre, es la muerte; el del otro Hombre, es la resurrección de los muertos. Adán y Cristo como cabezas de dos familias. En Adán todos mueren; en Cristo, todos son vivificados. Pero aquí hay un desarrollo sumamente importante relacionado con la posición de Cristo y los consejos de Dios. Un lado de esta verdad es la dependencia de la familia, por decirlo así, de su cabeza. Adán introdujo la muerte en medio de sus descendientes –aquellos que están en relación con él. Éste es el principio que caracteriza la historia del primer Adán. Cristo, en quien hay vida, introduce la vida en medio de aquellos que son Suyos, comunicándola a ellos. Este principio caracteriza al segundo Adán, y a aquellos que son Suyos en Él. Se trata de la vida en el poder de la resurrección, sin la cual no hubiera sido posible comunicársela. El grano de trigo hubiera sido perfecto tal como era, pero habría quedado como estaba, solo. Él murió por nuestros pecados, y ahora nos comunica la vida a todos los que nos han sido perdonados los pecados.

En la resurrección hay un orden conforme a la sabiduría de Dios para cumplimiento de Sus consejos: Cristo, las primicias; los que son de Cristo, a Su venida. Así, los que son de Cristo son vivificados según el poder de la vida que está en Cristo; es la resurrección de vida. Éste no es todo el sentido de la resurrección como adquirida por Cristo, al obtener la victoria sobre la muerte conforme al Espíritu de santidad. El Padre le ha dado poder sobre toda carne, para que diera vida eterna a tantos como el Padre gustase de llamar. Éstos son aquellos sobre los cuales este capítulo trata en esencia, porque su objeto es la resurrección entre los cristianos; y el apóstol, el Espíritu mismo, goza de hablar sobre este tema del poder de la vida eterna en Cristo. Pero no puede dejar completamente de lado la otra parte de la verdad. La resurrección de los muertos, nos dice, ha venido por el hombre. No nos habla aquí de la comunicación de vida en Cristo. En conexión con esta última y más íntima parte de su asunto, no toca la resurrección de los malvados, sino que después de la venida de Cristo es introducido el final, cuando Él habrá entregado el reino al Padre. Con el reino es introducido el poder de Cristo ejercido sobre todas las cosas –un pensamiento completamente diferente de la comunicación de vida a los Suyos.

Hay tres fases en estos acontecimientos: primera, la resurrección de Cristo; luego, la resurrección de los que son de Él, a Su venida; en tercer lugar, el fin, cuando haya entregado el reino al Padre. Lo primero y lo segundo son el cumplimiento en resurrección del poder de vida en Cristo y en Su pueblo. Cuando Él venga, tomará el reino, y tomará Su gran poder para actuar como Rey. Desde Su venida hasta el fin, hay el desarrollo de Su poder para someter todas las cosas a Él; durante el cual toda potestad y autoridad serán abolidas. Él reinará hasta que Sus enemigos estén a Sus pies. El último enemigo sometido será la muerte. Aquí entonces, como efecto de Su poder solamente, y no en relación con la comunicación de vida, encontramos la resurrección de aquellos que no son de Él, y la destrucción de la muerte produce su resurrección. Ellos pasan en silencio; solo que la muerte, tal como la conocemos, deja de dominar sobre ellos. Cristo tiene el derecho y el poder, en virtud de Su resurrección y de Su glorificación del Padre, de destruir el dominio de la muerte sobre ellos, y resucitarlos otra vez. Ésta será la resurrección de juicio. Sus resultados son explicados en otra parte.

Cuando haya puesto todos Sus enemigos a Sus pies, y haya entregado el reino a Su Padre –nunca es tomado de Él, ni dado a nadie más, como sucede con los reinos humanos–, entonces el Hijo mismo se sujetará a Aquel que ha puesto todas las cosas bajo Él, para que Dios pueda ser todo en todos. El lector observará que son los consejos de Dios con respecto al gobierno de todas las cosas lo que se está aquí hablando, y no Su naturaleza; y además es el Hijo, como Hombre, de quien se dicen estas cosas. No es ninguna explicación arbitraria: el pasaje es tomado del Salmo 8, cuyo tema es la exaltación del Hombre a la posición de cabeza de todas las cosas, y Dios poniéndoselas bajo Sus pies. No se hace excepción de nada, dice el apóstol (Heb. 2:8), salvo que Él sea necesariamente la excepción que pone bajo Él todas las cosas. Cuando el Cristo Hombre, el Hijo de Dios, haya cumplido este sometimiento, entregará a Dios el poder universal que le había sido confiado, y el reino mediatorial que Él poseyó como hombre, cesará. Nuevamente estará sujeto como lo estuvo antes sobre la tierra. No cesa de ser uno con el Padre, incluso como Aquel que así era cuando vivió en humildad aquí abajo, y que decía también: «Antes que Abraham naciese, yo soy». Pero el gobierno mediatorial del hombre desaparece, y es absorbido por la supremacía de Dios, a la cual no se opone ya nadie. Cristo tomará Su lugar eterno, como Hombre y Cabeza de toda la familia redimida, siendo al mismo tiempo Dios bendito para siempre, uno con el Padre. En el Salmo 2 vemos al Hijo de Dios como nacido sobre la tierra, Rey en Sión, rechazado cuando se presentó en este escenario terrenal; y en el Salmo 8 el resultado de Su rechazo, exaltado como Hijo del Hombre a la cabeza de todo lo que ha creado la mano de Dios. Luego le encontramos deponiendo esta autoridad que se le confirió, y reanudando la posición normal de humanidad, aquella de sujeción a la que le fueron puestas bajo Él todas las cosas; pero a través de todo ello, no cambiando nunca Su naturaleza divina ni tampoco Su naturaleza humana, salvo que aquí se produzca el cambio de humillación al de gloria. Dios es ahora todo en todos, y el gobierno especial del hombre en la Persona de Jesús –un gobierno con el que está asociado la asamblea, (ver Ef. 1:20-23) que es una cita del mismo Salmo– queda fusionado en la supremacía inmutable de Dios, la relación normal y final de Dios con Su criatura. Hallaremos la omisión del Cordero en lo que se dice en Apocalipsis 21:1-8, hablando de este mismo periodo.

Por lo tanto, vemos en este pasaje la resurrección por el Hombre –habiendo entrado la muerte por un hombre; la relación de los santos con Jesús, la fuente y el poder de la vida, siendo el resultado Su resurrección, y la de ellos a Su venida; el poder sobre todas las cosas confiado a Cristo, el Hombre resucitado; más tarde el reino entregado a Dios el Padre, el tabernáculo de Dios con los hombres, y el Cristo Hombre, el segundo Adán, eternamente un Hombre sujeto al Supremo –una verdad de valor infinito para nosotros (la resurrección de los muertos, que se admite que tiene lugar en la resurrección introducida por Cristo, no es el tema inmediato de este carácter). Debe observar ahora el lector que este pasaje es una revelación en la que el Espíritu de Dios, después de haber atraído los pensamientos del apóstol sobre Jesús y la resurrección, emerge en la línea de sus argumentos con ese impulso que el pensamiento de Cristo siempre produce en la mente y corazón del apóstol, anunciando todos los caminos de Dios en Cristo con respecto a la resurrección, a la relación de aquellos que son Suyos con Él en esa resurrección, y al gobierno y dominio que le pertenecen como resucitado, así como la naturaleza eterna de Su relación, como Hombre, a Dios. Después de comunicar estos pensamientos de Dios, que fueron revelados a él, retoma el hilo de su argumento en el versículo 29. Esta parte termina con el versículo 34, después del cual se trata la cuestión que ellos presentaban como difícil de contestar: ¿de qué manera resucitarían los muertos?

Si nos referimos a los versículos 20 a 28, que contienen una revelación tan importante en un pasaje que es completo en sí mismo, como paréntesis, los versículos 29-34 se hacen más inteligibles, y algunas expresiones que han traído de cabeza a más de un intérprete, adquieren un cierto sentido. El apóstol había dicho en el versículo 16: «Si los muertos no resucitan...», y luego que si éste era el caso, aquellos que durmieron en Jesús perecieron y los vivos eran los más dignos de conmiseración de todos los hombres. En el versículo 29 toca otra vez estos puntos, y habla de aquellos que se bautizan por los muertos, en relación con el aserto de que si no había resurrección, los que durmieron en Cristo perecieron. «Si –dice él repitiendo con más énfasis la expresión en el versículo 16– los muertos no resucitan en absoluto...»; y después muestra cómo se halla él en el segundo caso que acaba de citar, y casi en el punto de perecer también, estando en cada momento en peligro, luchando con fieras salvajes y muriendo a diario: «...somos los más dignos de conmiseración de todos los hombres». Bautizarse, entonces, por los muertos, es convertirse en un cristiano con la mirada puesta en aquellos que durmieron en Cristo, siendo especialmente inmolados por Él, y tomando uno su porción con los muertos, sí, con el Cristo muerto; es el mismo significado del bautismo (Rom. 6). ¡Qué sentido más hueco si ellos no resucitaran! Como en 1 Tesalonicenses 4, el asunto es considerado del mismo modo mientras se habla de todos los cristianos. La palabra traducida como “por” se usa con frecuencia en estas epístolas para denotar “en vistas a”, “con referencia a”.

Hemos visto que los versículos 20 a 28 forman un paréntesis. El versículo 29 está luego relacionado con el 18. Los versículos 30 a 32 se remontan al 19. La explicación histórica de estos últimos versículos, la hallamos en la segunda epístola (véase cap. 1:8,9; 4:8-12). No creo que el versículo 32 haya de tomarse al pie de la letra. La traducción «he luchado con bestias» se utiliza normalmente en un sentido figurado para denotar un conflicto con enemigos fieros e implacables. Como resultado de la violencia de los efesios, casi perdió su vida, y también toda esperanza de salvarla. Pero Dios le había librado. ¿Y de qué servirían estos sufrimientos si los muertos no resucitasen? Observemos aquí que, aunque la resurrección demuestra que la muerte no afecta al alma (comparar Lucas 20:38), sin embargo el apóstol no piensa que la inmortalidad[18] sea disociada de la resurrección. Dios vincula ambas con el hombre, pues él se compone de cuerpo y alma, y da cuenta en el juicio de las cosas hechas en el cuerpo. Es cuando resucitará de los muertos que presentará estas cuentas. La unión íntima entre las dos, tan diferentes como son, forman la fuente de la vida, los puestos de responsabilidad, el medio del gobierno de Dios con respecto a Sus criaturas, y la esfera en la cual se manifiestan Sus tratos. La muerte disuelve esta unión, y aunque el alma sobreviva, y sea feliz o desdichada, la existencia completa del hombre es interrumpida, el juicio de Dios queda sin aplicar, y el creyente no está cubierto todavía de gloria. Visto esto, negar la resurrección era negar la verdadera relación entre Dios y el hombre, y hacer de la muerte el fin de éste, destrozando la esencia con que Dios le contempla, y haciendo que perezca igual que una bestia. Comparar el argumento del Señor en ese pasaje de Lucas del cual ya he citado un versículo.

La negación de la resurrección tenía como propósito dar rienda suelta a los sentidos. Satanás introdujo esta negación en los corazones de los cristianos a través de las comunicaciones que ellos mantenían con personas con las que el Espíritu de Cristo no hubiera tenido nunca comunión.

Ellos necesitaban ejercitar su conciencia, despertarla, para que la justicia pudiera tener un lugar allí. La falta de ello normalmente da origen a las herejías. Para vergüenza de los cristianos, habían fracasado en el conocimiento de Dios. ¡Que Dios nos otorgue una atención más íntima! Es el gran asunto incluso en cuestiones de doctrina.

Siguiendo aún con esto, el espíritu inquisitivo del hombre quedaría antes satisfecho con conocer el aspecto físico de la resurrección. Pero el apóstol no concedió a nadie esta satisfacción, sino que reprendió la locura insensata de aquellos que diariamente tenían ocasión de buscar analogías en la creación que los rodeaba. Fruto del poder de Dios, el cuerpo resucitado sería, según la buena disposición de Aquel que lo hizo nuevo para morada gloriosa del alma, un cuerpo honroso que, al haber pasado por la muerte, asumiría aquella condición de gloria que Dios le había preparado –un cuerpo apto para la criatura que lo iba a poseer, pero conforme a la voluntad suprema de Aquel que vestía a la criatura con él. Había diferentes clases de cuerpos; y como el trigo no era el grano desnudo que había sido sembrado, aun siendo una planta de su naturaleza y no otra, lo mismo sucedería con el hombre resucitado. Diferentes eran también las glorias de los cuerpos terrenales y celestiales; las estrellas diferían entre ellas en su gloria. Yo no creo que este pasaje se refiera a grados de gloria en el cielo, sino al hecho de que Dios distribuye la gloria como a Él le place. La gloria celestial y la gloria terrenal son no obstante contrastadas, puesto que habrá una gloria terrenal.

No se trata meramente del hecho de la resurrección el que es expuesto en este pasaje, sino también de su carácter. Para los santos será una resurrección a la gloria celestial. Su porción será tener unos cuerpos incorruptibles, gloriosos, unos vasos de poder espirituales. Este cuerpo, que es sembrado como el grano de trigo para corrupción, se vestirá de gloria e incorrupción[19]. Es solamente de los santos que se habla aquí, «tales también los celestiales», y en relación con Cristo, el segundo Adán. El apóstol dijo que el primer cuerpo era «natural». Su vida era aquella del alma viviente; en cuanto al cuerpo, participaba de esa clase de vida que poseían los otros animales –debiéndose su superioridad en cuanto a su relación con Dios a que Él mismo sopla el espíritu de vida en su nariz, de modo que el hombre estaba de manera especial en relación con Él– o con Su raza, como el apóstol dijo en Atenas. «Adán, el hijo de Dios», dice el Espíritu Santo en Lucas, hecho a la semejanza de Dios. Su conducta hubiera tenido que responder a ello, y Dios se había revelado a él para emplazarlo moralmente en la posición más a propósito de este aliento de vida que recibió. Devino un alma viviente, libre como era de la muerte por el poder de Dios que le sostenía, o mortal por la sentencia de Aquel que le formó. No existía el poder vivificador en él mismo. El primer Adán era simplemente un hombre, «el primer hombre Adán».

La Palabra de Dios no se expresa así cuando habla de Cristo en este pasaje, como el último Adán. No podía ser el último Adán sin haber sido antes Hombre; pero no se dice «el postrer Hombre, espíritu vivificante», sino «el postrer Adán, espíritu vivificante». Y cuando se habla de Él como el segundo Hombre, añade que era «del cielo». No sólo tenía Cristo vida como alma viviente, sino que también tenía el poder de la vida, la cual podía transmitir a los demás. Aunque Él fue un Hombre en la tierra, tenía vida en Sí mismo; en consecuencia, Él vivificó a quienes quiso. Es como el último Adán, el segundo Hombre, el Cristo, que la Palabra habla aquí de Él. No es solamente que Dios da vida a quien quiere, sino que el último Adán, Cristo la Cabeza espiritual de una raza nueva, tiene el poder en Sí mismo; y por tanto se dice –pues hay siempre la duda sobre Jesús en la tierra la que acaba presentándose: «le ha dado al Hijo el tener vida en sí mismo». De nosotros se dice: «Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida.» Sin embargo, aquello que es del Espíritu no es lo que era primero, sino lo que es natural, esto es, aquello que tiene la vida natural del alma. Lo que es espiritual, que tiene su vida del poder del Espíritu, viene después. El primer hombre es de la tierra, tiene su origen, así como es –habiendo Dios soplado en su nariz un espíritu o aliento de vida– de la tierra. Está hecho del polvo, así como Dios dijo: «Pues polvo eres, y al polvo volverás». El último Adán, aun siendo un hombre verdadero como el primero, es del cielo.

Como pertenecemos al primer Adán, nosotros heredamos su condición, y somos como él es. Como participantes de la vida del segundo Adán, tenemos parte en la gloria que Él posee como Hombre, somos como Él es, existimos según Su modo de ser, siendo nuestra Su vida. Ahora bien, tenemos aquí la consecuencia de que como hemos llevado la imagen del terrenal, llevaremos la del celestial. El primer y último Adán son considerados aquí, respectivamente, en aquella condición en la que entraron cuando hubieron terminado sus respectivas pruebas bajo responsabilidad, y aquellos que están en relación con el uno y el otro heredan la condición y las consecuencias de la obra del uno y del otro, siendo así probados. Es el Adán caído quien es el padre de una raza nacida a imagen suya –una raza caída y culpable, pecadora y mortal. Fracasó y cometió pecado, perdió su posición delante de Dios, y se alejó de Él cuando se convirtió en el padre de la raza humana. Si el grano de trigo que cae al suelo no muere, no lleva ningún fruto; si muere, lleva mucho fruto. Cristo había glorificado a Dios e hizo expiación por el pecado, y fue resucitado en justicia; venció a la muerte y destruyó el poder de Satanás antes de convertirse en un Espíritu vivificante, la Cabeza de una raza espiritual[20], a la cual –unida a Él mismo– comunica todos los privilegios propios de la posición que Él ha adquirido delante de Dios, conforme al poder de esa vida con la que Él los vivifica. Es un Cristo resucitado y glorificado cuya imagen nosotros llevaremos, como ahora llevamos la imagen de un Adán caído.

La carne y la sangre, y no meramente el pecado, no entrarán en el reino de los cielos. La corrupción –pues esto es lo que somos– no puede heredar lo que es incorruptible. Esto lleva al apóstol a una revelación positiva de aquello que tendrá lugar con respecto al disfrute por parte de todos los santos de esta incorruptibilidad. La muerte está conquistada, no es necesario que sobrevenga a todos, y todavía menos que todos hayan de pasar por su actual corrupción; pero es imposible que la carne y la sangre hereden el reino de gloria. No todos dormiremos; habrá algunos que serán transformados sin antes morir. Los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros –pues estando cumplida la redención y Cristo preparado para juzgar a vivos y muertos, siendo que el apóstol lo contempla como algo inmediato a sus ojos, que puede tener lugar en cualquier instante–, seremos transformados con una transformación equivalente a la de la resurrección. Aquello corruptible, si no ya en el polvo y en la corrupción, se vestirá de incorruptibilidad; aquello mortal, de inmortalidad. Vemos que esto hace referencia al cuerpo, y es en su cuerpo que el hombre es mortal, aun cuando tiene vida eterna, y vivirá por Cristo y con Cristo. El poder de Dios formará a los santos ya sea que estén vivos o muertos, para heredar la gloria.

Fijémonos bien en lo que acabamos de decir. La muerte está completamente conquistada –anulada en su poder– para el cristiano, el cual posee la vida del Cristo resucitado que le sitúa por encima de la muerte, no tal vez físicamente, pero sí moralmente. Esta muerte ha perdido todo su poder sobre su alma, como el fruto de pecado y de juicio. Está tan conquistada que habrá algunos que no morirán en absoluto. Todos los cristianos tienen a Cristo por vida suya. Si Él se ausenta y no regresa –como es el caso mientras Él permanezca sentado en el trono de Su Padre, y nuestra vida esté escondida con Él en Dios– sufriremos la muerte física según la sentencia de Dios; es decir, que el alma será separada del cuerpo mortal. Cuando Él regrese y ejerza Su poder, habiéndose levantado del trono de Su Padre para tomar a Su pueblo consigo antes que comiencen los juicios, la muerte no tendrá más poder sobre ellos en absoluto; no pasarán a través de ella. Que los demás resucitan de los muertos es una prueba de poder totalmente divina, y tanto más gloriosa que aquel poder que hizo surgir al hombre del polvo. Que los vivos son transformados demuestra una perfección de una redención cumplida, y un poder de vida en Cristo que no dejó huella ni vestigio del juicio de Dios en cuanto a éstos, ni del poder del enemigo ni de la esclavitud del hombre a las consecuencias de su pecado. En lugar de todo esto, es un ejercicio de poder divino que se manifiesta en la liberación absoluta, completa y eterna de la pobre criatura que antes se hallaba bajo ese juicio –una liberación que se manifiesta perfectamente en la gloria de Cristo, pues Él se sujetó en gracia a la condición del hombre bajo la muerte por el pecado, de manera que para la fe es siempre algo certero y cumplido en Su Persona. Pero la resurrección de los muertos y la transformación de los vivos serán su cumplimiento real para todos los que son Suyos a Su venida. ¡Qué gloriosa liberación es la efectuada por la resurrección de Cristo, que, habiendo eliminado el pecado, glorificado la justicia y hecho el bien, y destruido el poder de Satanás, nos transporta en virtud de una redención eterna y de un poder de una vida que ha dejado sin validez a la muerte a una esfera totalmente nueva donde el mal no puede entrar, ni ninguna de sus consecuencias, y donde el favor de Dios en gloria brillará sobre nosotros perfectamente y para siempre! Esto es lo que Cristo ha ganado para nosotros, conforme al amor eterno de Dios nuestro Padre, que nos lo dio para ser Salvador nuestro.

En un instante u otro entraremos en esta escena ordenada por el Padre, y preparada por Jesús. El poder de Dios llevará a cabo esta transformación en un instante: los muertos resucitarán, y nosotros seremos transformados. La última trompeta no es sino una alusión militar, como me consta, en el momento que toda la tropa espera la última señal para partir todos juntos.

En la cita de Isaías 25:8 tenemos una aplicación palmaria de la Escritura. Aquí es solamente el hecho de que la muerte es así absorbida en victoria, para lo que se cita el pasaje. Pero la comparación con Isaías es para mostrarnos que será, no en el fin del mundo, sino en un periodo cuando, por el establecimiento del reino de Dios en Sión, el velo con que habrán estado cubriendo los paganos su ignorancia y tinieblas será quitado de ellos. Toda la tierra será iluminada, no digo en aquel preciso instante, pero sí durante el período. Esta certidumbre de la destrucción de la muerte nos proporciona una confianza presente, aunque la muerte siga existiendo. Ésta ha perdido su aguijón, y la tumba su victoria. Todo es transformado por la gracia que, al final, introducirá este triunfo. Entretanto, revelándonos esta gracia el favor de Dios que nos inviste con ella, y el cumplimiento de la redención que es su base, ha cambiado completamente el carácter de la muerte. Para el creyente que deba pasar por ella, es solamente el abandono de aquello que es mortal; ya no lleva el terror del juicio de Dios, ni el del poder de Satanás. Cristo entró en ella y la llevó, quitándola totalmente y para siempre. No solamente eso, sino que también acabó con su origen. Era el pecado lo que aguzaba y llenaba de veneno ese aguijón. Era la ley la cual, al presentar a la conciencia una justicia sin paliativos, y el juicio de Dios que demandaba el cumplimiento de esta ley, pronunciando una maldición sobre aquellos que fracasaran al cumplirla– daba fuerza al pecado en la conciencia, y hacía la muerte doblemente espantosa. Pero Cristo fue hecho pecado y llevó la maldición de la ley, siendo hecho maldición para los Suyos que estaban bajo ella; y de esta manera, mientras glorificaba perfectamente a Dios con respecto al pecado y a la ley en sus más absolutas exigencias, Él nos ha liberado de lo uno y de lo otro, así como del poder de la muerte, del cual salió victorioso. Todo lo que la muerte nos pueda hacer es sacarnos de la escena en la que ejerce su poder, para introducirnos en la que no tiene ninguno. Dios, el Autor de estos consejos de gracia, en quien está el poder que los consuma, nos ha dado la liberación por medio de Jesucristo nuestro Señor. En vez de temer a la muerte, rendimos las gracias a Aquel que nos ha dado la victoria por Jesús. El gran resultado es estar con Jesús y ser como Jesús, y verle como Él es. Mientras esto no suceda, trabajamos en la escena donde la muerte ejerce su poder, y donde Satanás la utiliza, si Dios le permite, para detenernos en nuestro camino. Laboramos a pesar de las dificultades, con total confianza, sabiendo cuál será el infalible resultado. La senda puede estar ocupada por el enemigo, pero el final será el fruto de los consejos y del poder de nuestro Dios, ejercitados a nuestro favor conforme a aquello que hemos visto en Jesús, que es la Cabeza y la manifestación de la gloria que los Suyos gozarán.

Para resumir lo que ya se ha dicho, vemos las dos cosas en Cristo: primeramente, el poder sobre todas las cosas, incluida la muerte; Él resucita incluso a los malvados; y en segundo término, la asociación de los Suyos consigo mismo. Con referencia a esto último, el apóstol dirige nuestra vista a la resurrección de Cristo mismo. Él no sólo resucita a otros, sino que ha resucitado de los muertos. Él es las primicias de los que duermen. Pero antes de Su resurrección, Él murió por nuestros pecados. Todo lo que nos separaba de Dios, es totalmente quitado: la muerte, la ira de Dios, el poder de Satanás y el pecado desaparecen por lo que respecta a nosotros, en virtud de la obra de Cristo; y Él es hecho para nosotros esa justicia que es nuestro pasaporte a la gloria celestial. Nada de lo que era de Su anterior estado humano permanece, excepto el favor eterno de Dios que lo trajo allí. Así, es una resurrección de entre los muertos por el poder de Dios en virtud de ese favor, porque Él fue las delicias de Dios, y en Su exaltación es cumplida Su justicia.

Para nosotros es una resurrección fundada en la redención, que gozamos incluso ahora en el poder de una vida que introduce en nuestros corazones iluminados por el Espíritu Santo el efecto y la fuerza de las dos. A la venida de Cristo, el cumplimiento tendrá de hecho lugar para nuestros cuerpos.

En la práctica, la asamblea en Corinto estaba en una condición pobrísima; y estando dormidos respecto a la justicia, el enemigo buscaba desviarlos también en cuanto a la fe. Sin embargo, como un cuerpo, ellos conservaban el fundamento; y por lo que respecta a su poder espiritual exterior, brillaba con intensidad.

 

Capítulo 16

En su carta, el apóstol ha tratado del desorden que reinaba entre estos creyentes, y alivió en cierta manera su espíritu con el cumplimiento de este deber hacia ellos; después de todo, ellos eran cristianos y una asamblea de Dios. En el último capítulo les habla en este respecto, si bien no podía tomar una decisión de ir a verles aunque hubiera tenido este propósito cuando se dirigió una vez a Macedonia, y otra vez cuando regresaba de allí. No explica aquí por qué motivo no se dirigió a ellos en su viaje hasta Macedonia, y no es claro acerca de su estancia en Corinto cuando llegara desde Macedonia; si el Señor lo permitía, se rezagaría allí con ellos. La Segunda Epístola explicará todo esto. Su actual estado de corazón no iba a permitir que el apóstol los visitara, pero él los trata con ternura, como cristianos que todavía amaba, dándoles indicaciones adecuadas a las circunstancias del momento. Tenían que hacer una colecta para los santos pobres de Jerusalén, como se había acordado con los apóstoles cuando Pablo salió de Jerusalén como el reconocido apóstol de los gentiles. Esto no lo debían hacer precipitadamente cuando supieran de su visita, sino apartando cada semana según ellos hubieran prosperado. Él iba a enviar personas escogidas por los corintios, o los llevaría consigo si él mismo se dirigía a Jerusalén. Pensó en quedarse en Éfeso hasta Pentecostés, donde una gran puerta había sido abierta para él y donde había muchos adversarios. Si estas dos cosas van juntas, era un motivo para permanecer allí; la puerta abierta es una motivación de parte de Dios, una necesidad acaecida por la actividad de los adversarios. Una puerta cerrada es algo diferente de la oposición. La gente no presta atención si la puerta está cerrada; y Dios no actúa para atraer la atención de nadie. Si Dios opera, la reincidencia del enemigo es una razón más para no abandonar la obra. Parece ser que Pablo (cap. 15:32) había padecido mucho ya en Éfeso, pero todavía continuó allí su obra. No podía derramar su corazón sobre el asunto de los corintios, viendo el estado en que se encontraban, pero lo hace en su otra epístola, cuando la primera había producido el efecto que esperaba. Hubo un tumulto después en Éfeso causado por la agitación de unos artesanos, tras el cual Pablo abandonó la ciudad (Hechos 19). Los versículos 21 y 22 de este capítulo de Hechos nos muestran el período en que él escribió esta carta. El peligro que corría su vida fue el de una etapa anterior, pero él se quedó en Éfeso después de esto. La turba cerró la puerta y lo despidió de allí.

En Hechos 19:22 vemos que había enviado a Timoteo a Macedonia. En nuestra epístola, él da por sentado que podía seguir hasta Corinto. Si llegaba allí, los corintios tenían que recibirle como si se tratase de Pablo. Había rogado a Apolo que fuera a ellos; pero había dado ya la bendición sobre ellos; y Pablo pensó que podía hacerlo otra vez. No temió que Apolo lo desplazara en el corazón de los corintios, pero Apolo compartía el sentir del apóstol; no se inclinó a reconocer, ni siquiera aparentemente a sostener por medio de su presencia, aquello que impedía a Pablo de ir allí. Y tanto era así que había en la asamblea en Corinto quienes deseaban formar un partido con su nombre. Con libertad en sus movimientos, él procedería según el juicio con que el Señor le facultaba para ejecutarlo.

Después de hablar de Apolo, la mente del apóstol vuelve otra vez hacia sus hijos en la fe, amados para él, cualesquiera fueran sus faltas. Los versículos 13 y 14 son la efusión de un corazón que olvida esas faltas con el ardiente deseo de una caridad que sólo pensaba en la bendición de ellos conforme al Espíritu. Tres corintios le habían abastecido de víveres, lo cual no parece haber salido de la asamblea, ni que fuese ningún testimonio de su amor para con el corazón aliviado del apóstol. Él quería que los corintios se regocijaran en ello. No duda que ellos le amaban lo bastante para hacerle sentirse refrigerado. Su caridad no se anticipó a este hecho, sino que expresaba la convicción de que ellos se deleitaban pensando que su corazón podía recibir refrigerio. Es emotivo ver aquí que la caridad del apóstol es la sugerencia de aquello que la gracia produciría en el corazón de los corintios, comunicándoles lo que ellos probablemente no hubiesen llegado a conocer por otros medios –la caridad activa de tres hermanos de la asamblea; y, en el amor que los unía para gozo suyo, si no lo habían estado antes de aquello que lo produjo. La llama de la caridad se comunica elevándose sobre la frialdad, alcanzando las profundidades de la vida divina en el corazón; y, una vez comunicada, el alma, que antes estaba sin este calor, reluce ahora con el mismo fuego.

Hallamos en este capítulo cuatro canales, por decirlo así, del ministerio. Primero, el apóstol es enviado directamente por el Señor y por el Espíritu Santo. En segundo lugar, las personas asociadas con el apóstol en su obra, y actuando a deseo suyo, y –en el caso de Timoteo– uno designado por profecía. Luego, un obrero completamente independiente, y en parte instruido por otros (ver Hechos 17:26), pero actuando allí donde tenía una visión clara conforme al Señor y al don que había recibido. Por último, uno que se entrega al servicio de los santos, así como otros que ayudaban al apóstol y laboraban también. Pablo exhorta a los fieles que se sometan a estos obreros, y a todos los que ayudaban en la obra. Él también quería que reconociesen aquellos que aliviaron su corazón mediante su fiel servicio. Así, encontramos el sencillo e importante principio según el cual se desarrollan todos los mejores afectos del corazón, principalmente, el reconocimiento de cada uno conforme a la manifestación de la gracia y del poder del Espíritu Santo en él. El cristiano debe someterse a aquellos que se dedican a servir a los santos; él reconoce aquellos que manifiestan gracia de una manera especial. No son personas designadas oficialmente y consagradas las que se mencionan aquí. Es la conciencia y el afecto espiritual de los cristianos que los reconocen según la obra de cada uno –un principio válido en todos los tiempos, que no permite que sea exigido un respeto hacia ellos, sino que les sea mostrado.

Podemos observar que esta epístola, a pesar de entrar en detalles de la conducta interior de una asamblea, no habla de ancianos o de ningún oficio formalmente establecido. Es cierto que en general había estos oficios, pero Dios ha provisto en la Palabra para la marcha de una asamblea en todos los tiempos y, como vemos, los principios que nos obligan a reconocer aquellos que sirven en ella a través de una devoción personal sin ser oficialmente ordenados. La infidelidad general, o la ausencia de estos oficios establecidos, no serán impedimento para que los que obedecen la Palabra la obedezcan en todo lo necesario para el orden cristiano. Vemos además que, por mucho que sea el desorden, el apóstol reconoce a los miembros de la asamblea como siendo verdaderos cristianos; les desea que se reconozcan mutuamente con el ósculo del amor, la expresión universal del afecto fraternal. Es tan extendido este caso que pronuncia un solemne anatema sobre cada uno que no ame al Señor Jesús. Podían existir los tales, pero no los reconocería en absoluto. Si alguien no amaba al Señor, que fuese anatema. ¿Es ésta una mezcla que se tolerase? Él no quiere creerlo, y los abraza a todos en los lazos del amor cristiano (vers. 24).

El último punto es importante. El estado de la asamblea en Corinto podía hacer surgir la duda respecto al cristianismo de ciertos miembros o personas en relación con ellos, aun cuando no habitaban en Corinto. Él les da admonición; pero de hecho, en los más graves casos de pecado donde la disciplina de Dios se ejercitara, o se requiriese la del hombre, los culpables son contemplados como cristianos (ver el cap. 10 para la advertencia; cap. 11:32 para la disciplina del Señor; para la del hombre, cap. 5:5 en esta epístola; para el principio, 2 Cor. 2:8). Además, él denuncia con un anatema aquellos que no aman al Señor Jesús. La disciplina se ejerce hacia los impíos que se llaman hermanos. El que se llama a sí mismo cristiano, y no ama realmente al Señor –pues pueden existir éstos–, está sujeto al más terrible anatema.

Es dulce ver que, después de corregir fielmente cada abuso, aun también con angustia de corazón, el espíritu del apóstol vuelve ahora por gracia al disfrute de la caridad en su relación con los corintios. El terrible versículo 22 no se creía fuera de lugar con el amor que dictaminaban los otros versículos. Era el mismo espíritu, puesto que Cristo era la sola fuente de esta caridad.

Podemos observar que el apóstol, como testifican otros pasajes, empleó a alguien para que escribiese por él. La Epístola a los Gálatas es una excepción. Él comprobaba sus epístolas dirigidas a las asambleas escribiendo de su propia mano los saludos al final, destacando la importancia que daba a la exactitud del contenido verbal, y confirmando el principio de una inspiración exacta. Su corazón se derrama, y se consuela en poder reconocer a todos ellos en el amor.

 

horizontal rule

[1] Esta afirmación es tanto más destacable cuanto que revela algo especial de la Cena del Señor. Pero este mandamiento se refiere a la unidad del Cuerpo, que era, a fin de cuentas, el testimonio del apóstol. Los doce fueron enviados a predicar a las naciones (Mat. 28).  

[2] Fijémonos bien aquí que Pablo no dice que no quería conocer nada excepto la cruz, como alguna gente –e incluso cristianos– han pretendido sugerir. Él quería conocer a Cristo en contraste con la filosofía de los paganos, y a Cristo en su forma más humillada, a fin de desbancar el orgullo humano. Continua diciendo que enseñaba sabiduría entre aquellos que eran unos iniciados en el cristianismo, pero la sabiduría de Dios revelada a aquel que escudriña las cosas profundas de Dios mismo. Es un abuso muy lamentable el que se hace a menudo de este pasaje, que además se cita incorrectamente.

[3] Este pasaje es citado muchas veces para mostrar lo sublime de estas cosas y que nadie puede conocer. Al ser una cita de Isaías que nos enseña lo que no podía ser revelado entonces –cuando el mal estaba presente y el hombre recibía el trato correspondiente a su condición–, ahora es revelado porque el hombre está en una condición gloriosa en la Persona de Cristo, y el Espíritu Santo ha descendido para mostrarnos todo ello. El cristianismo no tiene nada que ver con el judaísmo.

[4] No tengo ninguna duda de que éste es el sentido correcto del pasaje. El medio espiritual era de la misma naturaleza que las cosas que tenía que abarcar.

[5] Observemos aquí la muy importante enseñanza sobre la asamblea contemplada como edificio de Dios. En Mateo 16 tenemos el edificio de Cristo y el poder de Satanás que no puede prevalecer contra el mismo. El edificio seguirá construyéndose hasta que sea completo al final. De ahí que en 1 Pedro 2 y Efesios 2 no tenemos en vista al que lo construye, pero sí a las piedras que son puestas en el edificio para ser terminado. En el caso que estamos viendo, se trata del edificio de Dios, y de uno que edifica y la responsabilidad del hombre. Tenemos a los edificadores prudentes así como a los que edifican con madera, paja y hojarasca; también tenemos a los que traen corrupción. En Efesios 2 tenemos un edificio actual, pero es el hecho considerado abstractamente, en donde la responsabilidad es afirmada de manera formal. La confusión del edificio de Cristo (aún sin terminar) y la obra de edificación humana, la aplicación de la promesa hecha a uno y a otro, la cual descansa en la responsabilidad del hombre y es un edificio actual sobre la tierra, es una importante fuente de errores del papado y de los puseyitas. Nada puede prevalecer contra la obra de Cristo. El hombre podrá edificar con madera, paja y hojarasca, y toda su obra ser destruida, como ocurrirá.

[6] Sunantilambanei tais astheneiais hemon.

[7] El apóstol (1 Tim. 1:20) ejerce su poder únicamente para determinados blasfemos. Hablamos de un poder, y no meramente de un deber, siendo de importancia poder distinguir los dos: aunque aquí lo ejerciera el apóstol con la asamblea reunida, dice también: «he juzgado al que ha cometido tal acción... que sea entregado a Satanás». En el versículo 13 tenemos el deber positivo de la asamblea sin necesidad de preguntarnos sobre su poder especial.

[8] Nótese aquí que formalmente hemos distinguido lo que los infieles de la escuela moderna han intentado tergiversar, los pensamientos espirituales de un hombre, y la inspiración de los mismos. El apóstol presenta sus pensamientos y su juicio como un hombre espiritual, siendo su mente dirigida y guiada por el Espíritu, y los contrasta con la inspiración y con lo que el Señor dijo. ¡De qué manera tan maravillosa ha provisto todo el Señor en la Escritura! Comparar el versículo 25.

[9] Aquí el apóstol llega al círculo interno del cuerpo de Cristo, del cual es la expresión la cena del Señor, y verdadera asamblea de Dios unida en conjunto por el Espíritu Santo.

[10] En 1 Timoteo 2:11-15, se introduce el efecto moral de las circunstancias de la caída, y que da a la mujer su verdadero lugar en la asamblea con respecto al varón.

[11] Todavía no hemos llegado al orden en la asamblea, que comienza en el versículo 17.

[12] El primer capítulo del Génesis nos muestra al hombre en su lugar en la creación desde Dios como Creador; el segundo capítulo, es su propia relación con Jehová Dios, donde fue colocado en relación con Él, y la relación de la mujer con él mismo.

[13] Esto se relaciona con el hecho de que es la expresión de la unidad del cuerpo –una verdad especialmente encomendada al apóstol. Por otro lado, él no fue enviado a bautizar. El bautismo era la mera admisión a la casa ya formada, y a la cual fue admitido el apóstol lo mismo que los demás.

[14] Los mejores manuscritos omiten «dividido»; pero es el memorial del Cristo inmolado, y de Su preciosa sangre derramada.

[15] Hemos visto esto con respecto a la cena, en el capítulo 10:17. Aquí, en el capítulo 12:13, lo vemos con respecto al Espíritu Santo.

[16] Es una verdad muy iluminadora que la morada de Dios con los hombres sea el fruto de la redención. Él no hizo Su morada con el Adán inocente, ni moró en el jardín, sino solamente anduvo en medio de él. Él no moró con Abraham.

[17] Cristo dijo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré», porque Aquel que habita en el templo es Dios. También se dice que Él fue resucitado por el Espíritu, y al mismo tiempo por la gloria del Padre. Pero aquí Él es contemplado como el Hombre que ha padecido la muerte; y Dios interviene para que no permanezca en ella, ya que el objeto aquí no es exhibir la gloria de la Persona del Señor, sino demostrar nuestra resurrección, pues Él, como Hombre muerto, ha resucitado. La muerte vino por el hombre; por un Hombre, la resurrección. Al demostrar que Él era el Señor del cielo, el apóstol habla aquí siempre del Cristo Hombre.

[18] La mortalidad en el Nuevo Testamento nunca se aplica a nada excepto al cuerpo, en los pasajes exclusivos y enfáticos de «esto mortal», y otros de semejantes. La existencia separada del alma, que no muere con el cuerpo, es demostrada llanamente en la Escritura, y no meramente para el cristiano –para quien es evidente, pues estamos con Cristo–, sino para todos, como en Lucas 20:38; 12:4, 5, y el final del capítulo 16.

[19] Una prueba colateral muy notoria de lo completa que es nuestra redención, y de la imposibilidad de que vengamos a juicio, es el hecho de que resucitemos en gloria. Somos glorificados en gloria antes de llegar al tribunal de Cristo. Para entonces, Cristo habrá cambiado nuestro vil cuerpo y lo habrá transformado a semejanza del Suyo de gloria.

[20] No es que como Hijo de Dios no pudiera vivificar en todo momento, como realmente hacía. Pero a fin de poder participar con Él, todo esto era necesario y tuvo su cumplimiento, y aquí lo contemplamos resucitado de los muertos, el Hombre celestial. Así, todo queda fundamentado en la justicia divina.

 

Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz

 

. . . . . .    Volver a ESTUDIO   . . . . . .

. . . . . .    Volver a la página principal   . . . . . .