SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA

— 2ª CARTA A LOS CORINTIOS —

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Capítulo 1

El apóstol escribe la Segunda Epístola a los corintios bajo la influencia de las consolaciones de Cristo –consolaciones experimentadas cuando las pruebas que le acontecieron en Asia llegaron a su punto álgido, y fortalecido en el momento en que escribió su carta por las buenas noticias que Tito le trajo desde Corinto –consolaciones que transmite a los corintios, ahora que él está satisfecho de ellos, quienes, por gracia, habían sido origen en última instancia de dichas consolaciones.

La primera carta despertó la conciencia de los corintios y restableció el temor de Dios en sus corazones e integridad en su andar. El corazón sufriente del apóstol fue renovado al escuchar estas buenas noticias. El estado de los corintios le habían tenido abatido, y fue causa de que desapareciesen los sentimientos que produjeron en el corazón del apóstol las consolaciones recibidas de Jesús durante sus pruebas en Éfeso. ¡Qué variados y complicados son los ejercicios de aquel que sirve a Cristo y tiene cuidado de las almas! La restauración espiritual de los corintios, ocurrida cuando hizo esfumarse en Pablo la congoja que padecía, fue una renovación de estas consolaciones, interrumpidas por las nuevas de la mala conducta de aquéllos. Más adelante, el apóstol volverá a tocar este punto de sus padecimientos en Éfeso, desarrollando de manera notable el poder de la vida por la cual vivía en Cristo.

Se dirige a todos los santos de esa región, así como a los de la ciudad de Corinto, que era su capital; y llevado por el Espíritu Santo a escribir conforme a los verdaderos sentimientos que el Espíritu suscitó en él, se sitúa acto seguido en el centro de las consolaciones que venían a su corazón, para reconocer en ellas al Dios que las hacía derramar en su atribulado y ejercitado espíritu.

Nada más emotivo que la obra del Espíritu en el corazón del apóstol. La mezcla de gratitud y adoración hacia Dios, del gozo en las consolaciones de Cristo, y del afecto por aquellos en quienes ahora se gozaba, son de una belleza totalmente inimaginable por la mente del hombre. Su simplicidad y su verdad no pueden menos que resaltar la excelencia y sublime carácter de esta obra divina en un corazón humano. «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros mismos somos consolados por Dios. Porque de la manera que abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así abunda también por medio de Cristo nuestra consolación. Ahora bien, si somos atribulados, es para vuestra consolación y salvación; o si somos consolados, es para vuestra consolación y salvación». Bendice a Dios por las consolaciones que recibió, contento de sufrir porque su participación en el sufrimiento avivaba la fe de los corintios que sufrían, y les muestra la senda ordenada por Dios para lo más excelente, y hace partícipes a sus corazones de sus propias consolaciones tan pronto como recibe consuelo de Dios. Su primer pensamiento –y sucede siempre así con alguien consciente de su dependencia de Dios, y que habita en Su presencia– es el de bendecir a Dios, y reconocerle como la fuente de toda consolación. El Cristo que él ha hallado en los sufrimientos y en la consolación, hace dirigir su corazón a los amados miembros de Su Cuerpo.

Démonos cuenta de la perversidad del corazón humano y de la paciencia de Dios. En medio de los sufrimientos por causa de Cristo, ellos podían participar del pecado que deshonraba Su nombre –un pecado desconocido para los gentiles. A pesar de este pecado, Dios no iba a dejarlos sin el testimonio que esos sufrimientos les proporcionaban sobre la verdad de su cristianismo. Eran unos sufrimientos que afirmaban al apóstol que los corintios querían gozar de estas consolaciones de Cristo, compañeras de los sufrimientos en Su causa. Es hermoso ver cómo se apodera la gracia de lo bueno para concluir con que el mal será sin duda corregido, en lugar de restarle crédito al bien a causa del mal. Pablo estaba cerca de Cristo, la fuente de energía.

Continúa presentando, de modo experimental, la doctrina del poder de la vida en Cristo[1], que tuvo su desarrollo y su fuerza en la muerte a todo lo que es temporal, a todo lo que nos vincula con la vieja creación, a la vida mortal misma. Luego aborda otros puntos que le mantuvieron ocupado en la primera epístola, esta vez con un corazón descargado y con una firmeza que deseaba el bien de ellos, y la gloria de Dios, sin importarle el sufrimiento que le costaría.

Observemos aquí la admirable dependencia entre las circunstancias personales de los obreros de Dios y la obra a la que son llamados, así como los incidentes de esta obra. La primera epístola produjo en los corintios el efecto salutatorio que Pablo, bajo la dirección del Espíritu Santo, les había destinado. Su conciencia despertó y se hicieron celosos contra el mal en proporción a la magnitud de su caída. Éste es siempre el efecto de la obra del Espíritu cuando la conciencia del cristiano caído ha sido realmente tocada. El corazón del apóstol puede abrirse con gozo a su completa y sincera obediencia. Entretanto, él mismo había pasado por pruebas terribles hasta que desesperó de su vida; y fue capaz de comprender, a través de la gracia, el poder de esa vida en Cristo que obtuvo la victoria sobre la muerte, pudiendo derramar abundantemente en los corazones de los corintios las consolaciones de dicha vida, que tenía que levantarlos de nuevo. Hay un Dios que conduce todas las cosas en servicio de Sus santos –el dolor que atraviesan, como todo lo demás.

Vemos también que no necesita empezar recordándoles a los corintios, como hiciera en su primera epístola, su llamamiento y sus privilegios de santificados en Cristo. Prorrumpe en acciones de gracias para el Dios de toda consolación. La santidad es expuesta cuando prácticamente no existe entre los santos. Si ellos andan en santidad, disfrutan de Dios, y hablan de Él. La manera en que las diversas partes de la obra de Dios van ligadas, en el apóstol y por medio de él, se ve en las expresiones que fluyen  de su corazón agradecido. Dios le consuela en sus sufrimientos; y la consolación es tanta que es apropiada para consolar a otros, sea cual sea la aflicción en cuestión; pues es Dios mismo quien es la consolación cuando derrama en el corazón Su amor y Su comunión, como es gozada en Cristo.

Si estaba afligido, era para el consuelo de otros que contemplaban similares aflicciones en aquellos que eran honrados por Dios, y por la conciencia unánime en la misma causa bendita y relación con Dios, siendo tocado el corazón y retrotraído por este medio a estos afectos. Si era consolado, era para consolar a otros con las consolaciones que él mismo gozaba en la aflicción. Y las aflicciones de los corintios eran para él un testimonio de que, por muy baja que hubiera estado su débil moral, participaban de estas consolaciones que él mismo gozaba, y que conocía tan profundamente, de modo tan real, que sabía que eran de Dios y una señal de Su favor. ¡Preciosos lazos de la gracia! Y cuán cierto es, desde nuestra pequeña luz, que los sufrimientos de aquellos que están en la obra reaniman, por una parte, el amor hacia ellos, y por otra, tranquilizan al obrero acerca de la sinceridad de los objetos de su afecto cristiano, presentándolos a él como renovados en el amor de Cristo. La aflicción del apóstol le ayudó a escribir a los corintios con el dolor apropiado a su condición. ¡Qué fe la que se ocupaba con tanto vigor y olvido del yo acerca del triste estado de otros, en medio de circunstancias como las que rodeaban al apóstol! Su energía estaba en Cristo.

Su corazón se expande hacia los corintios. Vemos que sus afectos discurren libremente –algo de gran valor. Confía en el interés que tendrán ellos en la explicación de sus padecimientos; está seguro de que se gozarán en lo que Dios le ha dado, incluso como él se goza en ellos como el fruto de sus labores, y que ellos reconocerán lo que él es; se complace en ser deudor de sus oraciones con respecto a los dones que él les ha manifestado, de modo que su éxito en el evangelio fue para ellos como de un propio interés personal. Estaba en el derecho de exigirles sus oraciones, pues había corrido su carrera con una sinceridad verdadera, especialmente entre ellos. Esto hace que les explique los motivos de sus movimientos, de los que anteriormente no les había dicho nada, refiriéndolos a sus propios planes y motivos, en sujeción al Señor. Era siempre dueño (bajo Cristo) de sus movimientos; pero puede hablar ahora con libertad de aquello que le hizo decidirse, y que los corintios no estaban en estado de conocer antes. Él desea satisfacerles, explicarles cosas para demostrarles su perfecto amor por ellos; y al mismo tiempo, mantener toda su libertad en Cristo sin sentirse responsable a ellos por lo que hizo. Él era siervo suyo en la aflicción, pero libre para ser siervo, fiador solamente de Cristo, si bien ellos mantenían una conciencia recta él podía satisfacérsela.

La propia conciencia de Pablo era libre; y él solamente les escribió lo que sabían y reconocían, y como esperaba que reconocerían al final; de manera que debían regocijarse en él, como él lo hacía en ellos.

Pero ¿fueron movidos a tomar esta decisión a la ligera, desde que Pablo les informó de su intención de visitarlos en su viaje a Macedonia –donde se hallaba en el momento de escribirles la carta–, y después una segunda vez a su regreso de esa región? En absoluto; no se formaron ningunas decisiones frívolamente, según la carne, que luego dejaran sin cumplir. Fue el afecto de Pablo, para poder perdonarlos. No soportaba la idea de tener que ir con una vara a aquellos que amaba. Observemos de qué manera, aun mostrando su afecto y ternura, mantiene él su autoridad. Y cuando les recuerda su autoridad, lo hace exhibiendo todo su cariño. Ellos no eran cretenses que tuviera que reprender con rigor; pero había una laxitud moral que demandaba delicadeza y tacto para que no se sintieran desazonados, pero también se precisaba de autoridad y rienda para no darles la libertad que los hubiera hecho caer en toda clase de perversos caminos. Inmediatamente vuelve a la certidumbre que era en Cristo, que es la base de toda la suya. No quería presionarlos demasiado en aquel asunto que expuso al principio. Da a conocer su autoridad como que podía haberla ejercido, y no la emplea. El fundamento del cristianismo era necesario para someter sus almas a una condición de sano autojuicio. Tenían demasiada disposición, a causa de las intrigas de falsos maestros y de su hábito de escuelas de filosofía, a separarse del apóstol, y, en espíritu, de Cristo. Pero él los trae de vuelta al fundamento y a la doctrina firme que era común de todos aquellos que habían laborado entre ellos al comienzo (ver cap. 2:11).

Establece, por lo tanto, los grandes principios del gozo cristiano y de la certidumbre. No hablo de la sangre, la única fuente de una conciencia tranquila delante de Dios como juez, sino de la manera en que somos puestos por el poder de Dios ante Su presencia, en la posición y estado en los que nos introduce este poder conforme a los consejos de Su gracia. La simple certidumbre era en Cristo, según lo que ya se ha dicho. No era primero Sí, y luego No: el Sí era siempre Sí, un principio de inmensa importancia, pero para establecer esto eran necesarios el poder, la firmeza e incluso la perfección y sabiduría de Dios; pues asentar y afirmar aquello que no era sabio ni perfecto, no habría sido algo digno de Él.

Se verá que la cuestión que se trataba era que Pablo había cambiado un poco su propósito. Él dice que no lo había cambiado, pero abandona el pensamiento de lo que le preocupaba personalmente para hablar de lo que ocupaba sus pensamientos: Cristo; y para él, de hecho, el vivir era Cristo. Había una dificultad a franquear, cuando se trataba de la inmutabilidad de las promesas de Dios, y es que nosotros no estamos en un estado de obtener el provecho de aquello que es inmutable, con motivo de nuestra debilidad e inconstancia. Esta dificultad se resuelve exponiendo las poderosas operaciones de Dios en gracia.

Tenemos dos puntos, entonces: el establecimiento de todas las promesas en Cristo, y el disfrute, por medio de nosotros, del efecto de estas promesas. No se trata meramente de decir, de prometer algo, sino de no cambiar nuestras intenciones, y de no abandonar lo que dijimos, sino mantener nuestra palabra. Aquí habían sido hechas unas promesas. Dios había hecho unas promesas incondicionales a Abraham, y a Israel en el Sinaí bajo la condición de la obediencia. Pero en Cristo no se trata de promesas, sino del Amén a las promesas de Dios, de la certidumbre y conciencia de ellas. Sean cuales fueren las promesas hechas de parte de Dios, el Sí era en Él, y el Amén en Él. Dios había establecido –depositado, por decirlo así– el cumplimiento de todas Sus promesas en la Persona de Cristo. La vida, la gloria, la justicia y el perdón, el don del Espíritu, todo está en Él, y es en Él que todo es verdad –el Sí y el Amén. No tendremos absolutamente el resultado de una promesa si no está en Él. Pero esto no es todo. Nosotros, los creyentes, somos los objetos de estos consejos de Dios; son para la gloria de Dios por medio de nosotros.

En primera instancia, la gloria de Dios es la de Aquel que siempre se glorifica a Sí mismo en Sus caminos de gracia soberana hacia nosotros; pues es en estos caminos que Él manifiesta y exhibe lo que Él es. El Sí y el Amén, por tanto, de las promesas de Dios, el cumplimiento y la realización de las promesas de Dios para Su gloria por medio de nosotros están en Cristo.

¿Cómo podemos nosotros participar en ello, si todo es Cristo y en Cristo? Es aquí donde el Espíritu Santo presenta el segundo aspecto de los caminos de la gracia. Nosotros estamos en Cristo, y estamos en Él, no según la voluntad inestable del hombre y la debilidad que caracteriza sus obras mudables y transitorias. Aquel que nos ha establecido firmemente en Cristo, es Dios mismo. La consumación de todas las promesas es en Él. Bajo la ley, y bajo condiciones cuyo cumplimiento dependía de la estabilidad del hombre, el efecto de la promesa nunca era alcanzado; la cosa prometida eludía la búsqueda del hombre, porque éste necesitaba hallarse en un estado que le permitiera alcanzar la promesa por medio de la justicia, y no estaba en este estado; el cumplimiento de la promesa, entonces, era siempre interrumpido; tendría su efecto si –pero el “si” no se cumplía, y el Sí y el Amén no venía. Pero todo lo que Dios ha prometido es en Cristo. La segunda parte es el «por medio de nosotros», y hasta donde llegamos a disfrutarlo. Estamos firmemente establecidos por Dios en Cristo, en quien subsisten todas las promesas, de modo que es seguro que poseemos en Él todo lo que nos ha sido prometido. Sin embargo, no lo disfrutamos como aquello que tenemos al alcance de nuestra mano.

Además de esto, Dios mismo nos ha ungido. Por medio de Jesús, hemos recibido al Espíritu Santo. Dios se preocupó de que entendiéramos por medio del Espíritu lo que nos es dado gratuitamente en Cristo. El Espíritu nos es dado conforme a los consejos de Dios, para otras cosas además de entender meramente Sus dones en Cristo. Aquel que le ha recibido está sellado, Dios le ha marcado con Su sello, así como ha señalado a Cristo con Su sello cuando le ungió después del bautismo de Juan. Asimismo, el Espíritu deviene las arras, en nuestros corazones, de lo que poseeremos a partir de aquí en Cristo. Comprendemos las cosas que nos son dadas en la gloria; somos sellados por Dios para disfrutarlas, teniendo las arras de ellas en nuestros corazones –nuestros afectos están ocupadas en ellas. Establecidos en Cristo, tenemos al Espíritu Santo que nos sella cuando creemos, para introducirnos en el disfrute, incluso aquí abajo, de aquello que es en Cristo.

 

Capítulo 2

Habiendo hablado nuevamente del cuidado que su afecto manifestaba por ellos, expresa su convicción de que su dolor había sido también el de ellos; y esto es demostrado por la manera como trataron al transgresor. Les exhorta a que reciban otra vez y consuelen al pobre culpable, que corría el peligro de verse abatido por la disciplina ejercida hacia él por la masa de cristianos; y añade, que si los cristianos le perdonaban su falta, el también se la perdonaba. No quería que Satanás ganara ventaja alguna a través de este caso para introducir disensión entre él mismo y los corintios, pues conocía bien los propósitos del enemigo y con qué objetivos se valía de este problema.

Esto le da la ocasión para mostrarles lo mucho que solía llevarlos en el corazón. Llegando a Troas para predicar el evangelio, y siéndole abierta una ancha puerta, no pudo permanecer allí porque no había hallado a Tito; abandonó Troas y continuó su viaje a Macedonia. Recordaréis que, en lugar de pasar por las costas occidentales del archipiélago en su visita a Macedonia, pensando dirigirse en su camino hacia Corinto, para después hacer la misma ruta al volver, el apóstol había enviado a Tito con su primera carta, y él pasó cruzando Asia Menor, o la costa oriental del mar, lo que le condujo hasta Troas, donde tenía que encontrarle Tito. Pero no hallándole allí, y mostrando él señales de inquietud respecto a los corintios, no estuvo satisfecho con quedarse en Troas con la obra por medio hacer, y partió para encontrarse con Tito y se dirigió a Macedonia, donde le encontró, como veremos al momento. El pensamiento de abandonar Troas le afectaba, pues en realidad es algo doloroso para el corazón perder la oportunidad de predicar a Cristo, aun más cuando la gente se dispone a recibirlo, o cuando menos a escuchar de Él. La salida de Troas era realmente una prueba de su afecto hacia los corintios, y el apóstol recuerda las circunstancias de una enérgica demostración de ese afecto. Se consuela por haber perdido esta oportunidad de evangelizar pensando que Dios, después de todo, le había conducido como en triunfo, no que «le causó muchos triunfos». El evangelio que llevaba con él, el testimonio de Cristo, era como el perfume exhalado de las drogas aromáticas en las procesiones triunfales –una señal de la muerte para algunos de los cautivos, o de la vida para otros. Y este perfume del evangelio era puro en sus manos. El apóstol no era como algunos que adulteraban el vino que ellos proveían; él laboró con integridad cristiana delante de Dios.

 

Capítulo 3

Estas palabras suscitaron una exposición del evangelio en contraste con la ley, que los falsos maestros mezclaban con las buenas nuevas. Esta exposición es presentada con el más emotivo llamamiento al corazón de los corintios, que fueron convertidos por medio del apóstol. ¿Empezó a hablar de su ministerio para recomendarse otra vez, o necesitaba, como los demás, cartas de recomendación para ellos, o de ellos? Ellos eran su carta de recomendación, la prueba evidente del poder de su ministerio, una prueba que llevaba siempre en su corazón, presto a presentarla en cada ocasión. Esto puede decirlo ahora, siendo feliz en la obediencia que le mostraban. ¿Y por qué servían ellos de carta a su favor? Porque en su fe eran la viva expresión de su doctrina. Eran la carta de recomendación de Cristo, la cual, por medio de su ministerio, fue escrita en las tablas del corazón por el poder del Espíritu Santo, así como la ley había sido gravada en tablas de piedra por Dios mismo.

Ésta era la confianza de Pablo con referencia a su ministerio; su competencia le venía de Dios para el ministerio del nuevo pacto, no de la letra –ni siquiera la letra de este pacto– sino del Espíritu, le verdadera fuerza del propósito de Dios, como el Espíritu lo daba. La letra mata, como una norma impuesta al hombre; el Espíritu vivifica, como el poder de Dios en gracia –el propósito de Dios comunicado al corazón del hombre por medio del poder divino, que le era comunicado para que pudiera gozarlo. El asunto de este ministerio exponía con más énfasis la diferencia entre éste y el ministerio de la ley. La ley, gravada sobre piedra, fue introducida con gloria, aunque fue algo que tenía que pasar como medio de relación entre Dios y los hombres. Era un ministerio de muerte, porque ellos podían solamente vivir si la guardaban. Ni siquiera podía ser ordenada de otro modo que sobre este principio. Una ley tenía que ser guardada, pero siendo el hombre ya pecador por naturaleza y voluntad, teniendo unos deseos que la ley prohibía, esa ley solo podía significar la muerte para él –era un ministerio de muerte. Un ministerio de condenación porque la autoridad de Dios estaba en ella dándole sanción para condenar a toda alma que osara quebrantarla. Era un ministerio de muerte y de condenación porque el hombre era pecador.

La mezcolanza de la gracia con la ley no produce ningún cambio en su efecto, excepto que hace más grave la pena que resulta al agravarse la culpa del que violaba la ley, cuando lo hacía a pesar de la bondad y la gracia. Se trataba de la ley, y el hombre era llamado a satisfacer su responsabilidad bajo la cual le situaba la ley. «Al que peque contra mí, –dijo Jehová a Moisés–, a éste raeré yo de mi libro». La figura que utiliza el apóstol muestra que está hablando del segundo descenso de Moisés del Sinaí, cuando oyó proclamar el nombre de Jehová misericordioso y lleno de gracia. El rostro de Moisés no brillaba la primera vez que descendió, ya que rompió las tablas antes de entrar en el campamento. La segunda vez Dios hizo pasar toda Su bondad delante de él, y el rostro de Moisés reflejó la gloria que había visto, aunque fuese de manera parcial. Pero Israel no podía soportar este reflejo, pues ¿cómo es posible, si Dios ha de juzgar los secretos del corazón después de todo? Aunque haya sido mostrada la gracia en la intercesión de Moisés, la exigencia de la ley todavía se mantenía, y cada uno tenía que sufrir las consecuencias de su propia desobediencia. Así, el carácter de la ley privaba a Israel de un entendimiento incluso de la gloria que había en los mandamientos, como una figura de aquello que era mejor y permanente; y todo el sistema ordenado por mano de Moisés estaba velado para sus ojos, y el pueblo caería bajo la letra aun en aquella parte de la ley que era un testimonio de las cosas que se hablarían más adelante. Fue conforme a la sabiduría de Dios que había de ser así, pues de este modo todo el efecto de la ley, presentada para corroborar el corazón y la conciencia del hombre, ha sido plenamente desarrollado.

Hay muchos cristianos que hacen una ley de Cristo mismo, y al pensar en Su amor como un nuevo motivo que los obliga a amarle, lo hacen sólo como una obligación, como una gran intensidad de la medida de obligación que recae sobre ellos, y que ellos se creen destinados a satisfacer. Es decir, que están todavía bajo la ley, y consecuentemente bajo condenación.

El ministerio que el apóstol cumplió no era éste. Fue el ministerio de justicia y del Espíritu, no como exigiendo justicia a fin de permanecer delante de Dios, sino como revelándola. Cristo era esta justicia, hecho justicia de parte de Dios para nosotros; y nosotros somos hechos la justicia de Dios en Él. El evangelio proclamaba la justicia de la parte de Dios, y no la exigía del hombre según la ley lo estipulaba. El Espíritu Santo podía ser el sello de esta justicia. Podía descender sobre el Cristo Hombre, porque fue perfectamente aprobado por Dios. Él era el Justo. Vino sobre nosotros porque somos hechos la justicia de Dios en Cristo. Tal era el ministerio del Espíritu, y Su poder lo efectuaba. Fue enviado cuando aquello que anunciaba fue recibido por fe; y con el Espíritu recibieron también el entendimiento de la mente y los propósitos de Dios, como eran revelados en la Persona de un Cristo glorificado, en quien la justicia de Dios se revelaba y permanecía eternamente delante de Él.

De esta manera vincula el apóstol, en esta unidad de pensamiento, la mente de Dios en la Palabra según el Espíritu, la gloria de Cristo que estuvo oculta en ella bajo la letra, y al Espíritu Santo mismo, que le daba su vigor, revelaba esa gloria, y, al morar y obrar en el creyente, le capacita para disfrutarla. Donde estaba el Espíritu, había libertad; ellos no estaban más bajo el yugo de la ley, del temor de la muerte y de la condenación. Estaban en Cristo delante de Dios, en paz delante de Él, según el perfecto amor y ese favor que es mejor que la vida, así como brilló sobre Cristo, sin velo, conforme a la gracia que reina por medio de la justicia. Cuando se dice: «El Señor es el Espíritu», se hace una alusión al versículo 6:7-16; es un paréntesis. Cristo glorificado es el verdadero pensamiento del Espíritu que Dios había ocultado previamente bajo figuras. Y aquí está el resultado práctico: ellos contemplaron al Señor con un rostro franco –esto es, sin velo–; fueron capaces de hacerlo. La gloria del rostro de Moisés juzgaba los pensamientos e intenciones de los corazones, causando un terror amenazador sobre los desobedientes y los pecadores con la muerte y la condenación. ¿Quién podía estar en la presencia de Dios? Pero la gloria del rostro de Jesús, un Hombre ensalzado, es la prueba de que todos los pecados de los que le vieron son borrados; pues Aquel que está allí los llevó todos antes de ascender, y necesitó quitarlos todos para poder entrar en esa gloria. Nosotros contemplamos esa gloria por el Espíritu, que nos ha sido dado en virtud de la gloria de Cristo, a la cual ascendió. Él no dijo: «Ascenderé; y tal vez haga la expiación». Él hizo la expiación y luego ascendió. Por lo tanto, miramos a ello con gozo, y nos gozamos de considerarlo: cada rayo que vemos es la prueba que a los ojos de Dios no están más nuestros pecados. Cristo ha sido hecho pecado por nosotros; Él está en la gloria. Contemplando así la gloria con afecto, con inteligencia y deleitándonos en ella, somos cambiados a la misma imagen de gloria en gloria, como por el poder del Espíritu Santo que nos capacita entrar en la conciencia y en el disfrute de estas cosas; y en ello está el progreso del cristiano. Así, la asamblea también es hecha una epístola de Cristo.

La alusión hecha a la vez a los judíos al final del paréntesis, donde el apóstol hace una comparación entre los dos sistemas, es de lo más significativa. El velo, dice él, es quitado en Cristo. Nada queda ahora oculto. La sustancia gloriosa es consumada. El velo está en el corazón de los judíos cuando leen el Antiguo Testamento. Cada vez que Moisés entraba en el tabernáculo para hablarle a Dios, o para escucharle, apartaba su velo. Así también, dice el apóstol, cuando Israel se vuelva al Señor, el velo les será quitado.

Hay solamente una observación más que hacer. «Las cosas que permanecen» son el tema que trata el evangelio, no el ministerio que las anuncia –la gloria de la Persona de Jesucristo, la sustancia de aquello que las ordenanzas judaicas representaban sólo en tipo.

 

Capítulo 4

El apóstol vuelve al asunto de su ministerio en relación con sus padecimientos, mostrando que esta doctrina de un Cristo victorioso sobre la muerte, recibida verdaderamente en el corazón, nos hace victoriosos sobre todo temor de la muerte, y sobre todos los padecimientos vinculados con el vaso de barro en donde es transportado este tesoro.

Habiendo recibido este ministerio de la justicia y del Espíritu, cuyo fundamento era el Cristo glorificado contemplado con rostro franco, no solamente hablaba con gran profusión de lenguaje, sino que además su celo no se apagaba ni su fe se debilitaba frente a las dificultades. Con el valor que la gracia le comunicaba por medio de esta doctrina, no retuvo ni hizo débil nada de ella, ni la corrompió, sino que la manifestó en toda la pureza y esplendor con que la había recibido. Era la Palabra de Dios, y tal como la había recibido, así ellos la recibían de él, inalterable; siendo aprobado de esta manera el apóstol, se encomendaba a la conciencia de todos ante la mirada de Dios. No todos podían decir lo mismo. La gloria del Señor Jesús fue manifestada por medio de la predicación de Pablo con toda la claridad y esplendor de su revelación a él mismo. Si las buenas nuevas que él anunciaba estaban ocultas, no era como en el caso de Moisés; no solamente fue la gloria del Señor plenamente revelada con rostro franco en Cristo, sino que también se manifestó sin velo en la pura predicación del apóstol. Éste es el vínculo establecido entre la gloria cumplida en la Persona de Cristo, como resultado de la obra de redención, y el ministerio que, por medio del poder del Espíritu Santo actuando en el instrumento escogido del Señor, proclamaba esta gloria al mundo y hacía a los hombres responsables de la recepción de la verdad –responsables de someterse a este Cristo glorioso, que se anunciaba en gracia desde el cielo, como habiendo establecido la justicia para el pecador, y como invitándole a venir gratuitamente a gozar del amor y de la bendición de Dios.

No había otro medio para venir a Dios. Poner cualquier otro medio sería invalidar, declarándolo imperfecto e insuficiente, lo que Cristo ha hecho, y lo que Cristo era, y producir algo mejor que Él. Pero esto era imposible; puesto que lo que él anunciaba era la manifestación de la gloria de Dios en la Persona del Hijo, en relación con la revelación del amor perfecto, y de hacer buena la perfecta y divina justicia, de modo que la luz pura era la feliz morada de aquellos que por este medio entraban en ella. No podía existir nada más, a no ser que hubiera algo más que Dios en la plenitud de Su gracia y de Su perfección. Si entonces esta revelación estaba oculta, lo estaba en el caso de los que eran perdidos, y cuyas mentes cegó el dios de este siglo para que la luz de la buena nueva de la gloria de Cristo, quien es la imagen de Dios, no les resplandeciera en sus corazones.

Esto es traducido el «evangelio glorioso». Pero hemos visto que el hecho de estar Cristo en gloria, siendo vista la gloria de Dios en Su rostro, fue el asunto principal del capítulo precedente. A esto hace alusión aquí el apóstol como lo que caracteriza al evangelio que predicaba. Era la prueba del pecado que había llevado Cristo, y que quitó completamente, de la victoria sobre la muerte, de la introducción del hombre en la presencia de Dios en gloria conforme a los eternos consejos de amor de Dios. Fue además la plena exhibición de la gloria divina en el hombre conforme a la gracia, lo que el Espíritu Santo toma para mostrárnoslo para formarnos en la misma semejanza. Fue la gloriosa ministración de la justicia, y la del Espíritu, las que abrieron el camino para el hombre hacia Dios, incluso hasta el lugar santísimo en completa libertad.

Cuando Cristo fue así proclamado, bien se trataba de la aceptación gozosa de las buenas nuevas, una sumisión de corazón al evangelio, o bien de la ceguera producida por Satanás. Pablo no se predicaba a él mismo –lo que los demás sí hacían–, sino que predicaba a Jesucristo el Señor, y a sí mismo como siervo de ellos por causa del Señor. Porque de hecho –y éste es otro principio importante– el resplandor de este evangelio de la gloria de Cristo es obra del poder de Dios –del mismo Dios que, por medio de Su sola Palabra, hizo que la luz brillara instantáneamente de las tinieblas. Él brilló en el corazón de Pablo para presentar la luz del conocimiento de Su propia gloria en el rostro de Jesucristo. El evangelio resplandeció por medio de una operación divina similar a la que al principio hizo que la luz resplandeciera de las tinieblas por una simple palabra. El corazón del apóstol era el vaso, la lámpara en la cual esta luz había sido encendida para que brillase en medio del mundo ante la mirada de los hombres. Fue la revelación de la gloria que brilló en la Persona de Cristo por el poder del Espíritu de Dios en el corazón del apóstol, a fin de que esta gloria resplandeciera en el evangelio frente a todo el mundo. Fue el poder de Dios que lo efectuó, de la misma manera como la luz tuvo su causa en las palabras «Sea la luz; y fue la luz.» Pero el tesoro de esta revelación de la gloria fue depositado en vasos de barro para que el poder que lo efectuaba fuese de Dios sólo, y no de los instrumentos. La debilidad del instrumento se hacía patente en las circunstancias de prueba por las que Dios, por este mismo propósito, entre muchos más, hizo que circulara el testimonio. Sin embargo, el poder de Dios se manifestó en ello del modo más evidente, desde el testimonio del vaso que mostraba su debilidad en las dificultades que asediaban la senda. El testimonio fue rendido, la obra fue hecha, y el resultado fue producido, como cuando el hombre se halló derruido y sin recursos en presencia de la oposición suscitada contra la verdad.

Afligido por las tribulaciones, el vaso ya tenía su parte; no en apuros, pues Dios estaba con él. Sin medios de escapatoria, así se encontraba el vaso, pero no desprovisto de recurso, pues Dios estaba con él. Perseguido, sí, pero no olvidado, pues Dios estaba con él. Derrumbado, también, pero no destruido, porque Dios estaba con él. Siempre llevando en el cuerpo la muerte del Señor Jesús –hecho como Él, en tanto que el hombre como tal era reducido a nada– para que la vida de Jesús, que la muerte no podía tocar, y que había triunfado sobre ésta, se manifestara en su cuerpo mortal. Cuanto más aniquilado era el hombre natural, tanto más evidente se hacía el poder que estaba allí y que no era del hombre. Éste era el principio, pero se era consciente del mismo sólo en el corazón por medio de la fe. Como el siervo del Señor, Pablo comprendió en su corazón la muerte de todo lo que era vida humana, para que el poder fuese sólo puramente de Dios a través de Jesús resucitado. Aparte de esto, Dios hizo que tuviera conciencia de estas cosas por las circunstancias que tuvo que padecer; pues mientras viviese en este mundo, siempre sería entregado a la muerte por causa de Jesús, y que Su vida se manifestase en su carne mortal. Así operaba la muerte en el apóstol. Lo que quedaba del hombre, de la naturaleza y de la vida natural desapareció, para que la vida de Cristo que se desarrollaba en él de parte de Dios y por medio de Su poder obrara en los corintios por medio de él. ¡Qué ministerio! Una aguda prueba del corazón humano, un glorioso llamamiento para un hombre que había de ser asimilado así a Cristo, para ser el vaso del poder de Su vida pura, y por medio de una completa renunciación del yo, incluso de la propia vida, para ser moralmente como Jesús. ¡Qué posición mediante la gracia! ¡Qué conformidad a Cristo! Y todo de un modo que despertaba en el corazón el deseo de llegar a otros corazones –lo cual es la esencia del cristianismo mismo–, no ciertamente por la propia fortaleza del hombre, sino porque Dios hacía patente la Suya en la debilidad humana.

Por tanto, es así que el apóstol podía utilizar el lenguaje del Espíritu de Cristo en los Salmos «Creí, por lo cual hablé». Es decir: «A cualquier coste, a pesar de todos los peligros y oposiciones, yo he hablado por Dios, y he dado mi testimonio. Tengo la suficiente confianza en Dios para dar testimonio de Él y de Su verdad, por diversas que sean las circunstancias, aun cuando pueda morir haciéndolo.» Esto es, el apóstol dijo: «Me he comportado como Cristo hizo, porque sé que Aquel que resucitó a Jesús haría lo mismo por mí, y me presentará, juntamente con vosotros, delante de Su rostro en aquella misma gloria en la que Cristo está ahora en el cielo, y por mi testimonio para el cual he sufrido la muerte como Él.» Debemos distinguir claramente aquí entre los padecimientos de Cristo por la justicia y por Su obra de amor, y Sus padecimientos por el pecado. Es para nosotros un privilegio compartir los primeros con Él; en los últimos, Él está solo.

El apóstol dijo «Me presentará juntamente con vosotros», puesto que añade conforme al corazón y mente de Cristo para con los Suyos: «Porque lo padecemos por amor a vosotros, para que la gracia que se va extendiendo a través de más y más personas, haga que sobreabunde la acción de gracias para gloria de Dios.» Y fue así que no se dejó abatirse, sino al contrario, si el hombre exterior se desgastaba, el interior se renovaba día a día. Pues la ligera aflicción que duraba sólo un momento –así lo consideraba él teniendo en cuenta la gloria, y era solamente la aflicción temporal de este pobre cuerpo moribundo–, producía para él un eterno peso de gloria que sobrepasaba las más elevadas expresiones del pensamiento humano o del lenguaje. Esta renovación tuvo lugar; y no desmayó su corazón con lo que pudiese venir, porque no miraba las cosas que se ven, que son temporales, sino las cosas que no se ven, que son eternas. Por medio de la fe se desarrollaba en su alma el poder de la vida divina con todas sus consecuencias. Él conocía el resultado de todo de parte de Dios.

 

Capítulo 5

No era que solamente hubiera cosas invisibles y gloriosas. Los cristianos tenían su parte en ellas. Por lo que dice el apóstol, si esta casa terrenal se deshiciera –como bien cierto lo hará– y había sido casi tocado por esta experiencia, tenemos un edificio de Dios, una casa no hecha de manos, y eterna en los cielos. ¡Hermosa certeza! Él lo sabía. Los cristianos lo saben como parte que es de su fe. Nosotros conocemos[2] una realidad hecha presente por la fe, una certeza que hacía que esta gloria, que él sabía que era suya, fuera una esperanza tan real y práctica en el corazón por el poder del Espíritu Santo, viendo aquélla como que le pertenecía y con la cual tenía que ser investido. Y es por ello que gemía en su tabernáculo, no porque los deseos de su carne fuesen imposibles de cumplir, ni porque el corazón humano no pudiera buscar su deleite, incluso al llegar a cumplirse esos deseos; ni tampoco era acerca de la incertidumbre de que fuese o no aceptado y la gloria fuese suya o no, sino simplemente porque el cuerpo era un estorbo con propensión a oprimir la vida divina y a privarle del pleno disfrute de esa gloria que la nueva vida veía y deseaba, y la cual Pablo veía y admiraba como la suya propia. Esta naturaleza humana y terrenal era una carga, y no le afligía no poder satisfacer sus deseos; antes bien, su angustia consistía en que se hallaba todavía en esta mortal naturaleza desde donde veía además algo mejor.

No deseaba ser desvestido, pues en Cristo glorificado veía un poder de vida capaz de engullir y eliminar todo vestigio de mortalidad; pues el hecho de que Cristo estaba ensalzado en la gloria fue el resultado de este poder, y al mismo tiempo la manifestación de la porción celestial que pertenecía a aquellos que eran de Él. De este modo desea el apóstol, no ser despojado sino revestido, y que lo que era mortal en él fuera absorbido por la vida a fin de que la mortalidad que distinguía su naturaleza humana y terrenal desapareciera ante el poder de la vida que veía en Jesús, que era la suya propia. Tal era este poder, que no se presentaba la necesidad de la muerte. Y esto no era una esperanza sin más fundamento que el deseo despertado por una mirada de la gloria que pudiera producir. Dios había formado a los cristianos para este mismo propósito. Aquel que era cristiano fue creado para esto, y no para otra cosa. Era Dios mismo que le había creado para esta gloria, en la que Cristo, el postrer Adán, estaba sentado a la diestra de Dios. ¡Preciosa certidumbre! ¡Es una confianza dichosa en la gracia y en la poderosa obra de Dios! ¡Gozo inefable de poder atribuir todo a Dios mismo, de recibir así la garantía de Su amor, de glorificarle como el Dios de amor, nuestro Benefactor, y de conocer que ha sido Su obra, y que nosotros descansamos en una obra consumada de Dios! Aquí no se trata de descansar en una obra hecha por nosotros, sino de la bendita conciencia de que Dios la ha efectuado por nosotros. Somos hechura Suya.

Se hacía necesario algo más para que pudiéramos disfrutarlo, pues todavía no estamos glorificados; y Dios nos los ha dado: las arras del Espíritu. Por lo tanto, tenemos la gloria delante de nosotros, somos conformados por medio de ella por Dios mismo, y tenemos las arras del Espíritu hasta que lleguemos allí y conozcamos que Cristo ha vencido tan plenamente a la muerte que, si el tiempo se cumpliera, seríamos transformados en la gloria sin pasar por ella. La mortalidad sería absorbida y cubierta por la vida. Ésta es nuestra porción a través de la gracia en el postrer Adán, a través del poder de vida con el que ha sido resucitado Cristo.

A continuación, el apóstol tratará del efecto en cuanto a la porción natural del primer hombre caído, de la muerte y del juicio; pues el testimonio aquí es muy completo.

¿Cuál es, entonces, el efecto de la posesión de la vida en Cristo como aplicada a la muerte y al juicio, dos temores naturales del hombre, y frutos del pecado? Si nuestros cuerpos no están aún transformados, y si lo que es mortal no es absorbido todavía, estamos igualmente llenos de confianza, ya que siendo creados para la gloria, y siendo nuestra vida Cristo –quien ha manifestado el poder victorioso que le abrió a Él el camino del cielo–, si dejásemos este tabernáculo y nos ausentáramos del cuerpo antes de ser revestidos con la gloria, esta vida queda como está, ha triunfado ya en Jesús sobre todos los efectos del poder de la muerte. Debiéramos estar presentes con el Señor porque andamos por la fe, no por la vista de estas cosas excelentes. Preferimos por este motivo estar ausentes del cuerpo, y estar presentes con el Señor, y miraremos de serle agradables, ya ausentes de este cuerpo, ya presentes en él, cuando Cristo vuelva para tomarnos consigo mismo y compartamos Su gloria con Él.

Esto nos lleva al segundo punto: el juicio. Todos debemos manifestarnos ante el tribunal de Cristo, para recibir cada uno según lo que hayamos hecho en el cuerpo, sea bueno o malo. Precioso y dichoso pensamiento, y solemne, ya que si hemos realmente comprendido la gracia, si estamos en ella, si conocemos lo que Dios es, todo amor por nosotros, nos gustará estar en la luz plena. Es una liberación bendita estar en ella, y es una carga, un lastre tener algo oculto, y aunque hubiéramos tenido mucho pecado en nosotros que nadie lo conociese –quizás algunos pecados cometidos que no resultaría provechoso que nadie más supiera–, si conocemos el perfecto amor de Dios, es un consuelo que todo se descubra en perfecta luz porque Él estará allí. Éste es el caso por la fe y para la fe, donde exista una paz estable. Somos delante de Dios como Él es; y así como somos –llenos de pecado, salvo hasta el punto en que Él ha operado en nosotros dándonos vida; y Él es todo amor en esta luz en la que somos colocados, pues Dios es luz, y Él se revela a Sí mismo. Sin el conocimiento de la gracia, hay temor de la luz, y no es al contrario. Al conocer la gracia, y saber que el pecado ha sido quitado por lo que respecta a la gloria de Dios, y que la ofensa no está más ante Su mirada, nos satisface estar en la luz, y la disfrutamos, siendo lo que necesitan nuestros corazones, sin la cual no pueden ser colmados en la vida del nuevo hombre. Su naturaleza es la de amar la luz, amar la pureza en toda esa perfección que no tolera el mal ni las tinieblas, que deja fuera todo lo que no es característico de ella. Al estar así en la luz, y ser manifestados, es lo mismo, pues la luz hace manifiestas todas las cosas.

Nosotros estamos en la luz por medio de la fe, cuando la conciencia está en la presencia de Dios. Seremos conforme a la perfección de esta luz cuando compareceremos ante el tribunal de Cristo. Dije que es algo solemne –y en verdad lo es, pues todo será juzgado conforme a esta luz; esto es lo que ama el corazón porque somos luz en Cristo. ¡Gracias sean dadas a nuestro Dios!

Todavía hay más. Cuando el cristiano sea así manifestado, y esté ya glorificado y hecho perfecto como Cristo, no exhibirá restos de la mala naturaleza en la que pecaba. Retrospectivamente podrá mirar todo el camino por el que Dios le trajo en gracia, sustentado y auxiliado, guardado de caídas, sin retirarle la mirada de sobre el justo. Conocerá cómo es conocido. ¡Qué desenlace de gracia y bondad! Si yo miro atrás ahora, veré que mis pecados no permanecen en mi conciencia; y aunque les tenga horror, son quitados de allí y cargados sobre los hombros de Dios. Soy la justicia de Dios en Cristo, y ¡qué sentimiento de amor, longanimidad, bondad y de gracia! ¡Qué perfección entonces, cuando todo sea manifestado ante mí! Desde luego habrá gran ganancia en cuanto al amor y a la luz, cuando demos cuenta de nosotros a Dios, y ninguna huella del mal quede en nosotros. Seremos como Cristo. Si alguien teme ser manifestado así ante Dios, no creo que sea un alma liberada en lo equivalente a la justicia –siendo la justicia de Dios en Cristo, no plenamente en la luz. Y no habremos de ser juzgados por nada. Cristo se lo ha llevado todo.

Surge otra idea en el pasaje: la retribución. El apóstol no habla del juicio sobre las personas, porque los santos están incluidos, y Cristo tomó el lugar de ellos en cuanto al juicio de sus personas: «Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús.» No vienen, pues, a juicio. Pero serán manifestados delante de Su tribunal y recibirán aquello que hayan hecho en el cuerpo. El bien no es meritorio de nada; ellos recibirán aquello por lo cual una cosa la concibieron como buena, habiéndola producido la gracia en ellos; no obstante, recibirán su recompensa. Lo que hayan hecho les será contado como actos propios. Si fueron negligentes en cuanto a la gracia y al Espíritu que estaba en ellos, cuyos frutos a punto de manifestarse hubiesen ignorado, ellos cargarán con las consecuencias. No se trata, en este caso, de que Dios vaya a dejarlos, ni de que el Espíritu Santo deje de actuar en ellos según su condición en que se encuentren; pero será en su conciencia que actuará, juzgando la carne que estorbó al hombre de llevar el fruto natural de Su presencia y operación en el nuevo hombre. En una palabra, que el Espíritu Santo habrá hecho todo lo necesario respecto al estado del corazón de ellos; y el perfecto consejo de Dios en cuanto a la persona habrá sido realizado, Su paciencia manifestada, así como Su sabiduría, Su caminos de gobierno, la atención que Él se digna dispensar a cada uno individualmente en amor condescendiente. Cada uno tendrá su lugar, como le fue preparado para él por el Padre. Pero el fruto natural y la operación del Espíritu Santo en un alma que tiene una cierta medida de luz, o según las ventajas de que haya gozado, y que pudo haberlos manifestado a través de ellas, no habrán sido producidos, y se verá lo que le fue impedimento. Se juzgará, según el juicio de Dios, todo lo que fue bueno y malo en sí mismo con una solemne reverencia por todo lo que Dios es, y una adoración ferviente por causa de lo que Él fue por nosotros. Se apreciará la luz perfecta; por la aplicación de la perfecta luz a todo el curso de nuestra vida y a Sus tratos con nosotros, los caminos de Dios serán conocidos y entendidos en toda su perfección, gracias a los cuales reconoceremos intensamente ese amor perfecto y soberano sobre todas las cosas, y que habrá reinado con una inefable gracia.

La majestad de Dios habrá sido mantenida por Su juicio, al tiempo que la perfección y delicadeza de Sus tratos serán el eterno recuerdo de nuestras almas. La luz sin ningunas nubes ni tinieblas se comprenderá en su propia perfección. Comprender la luz es estar en ella y disfrutarla. Y la luz es Dios mismo. ¡Qué maravilloso ser así manifestados! ¡Qué amor aquel que, en su perfecta sabiduría y maravillosos caminos de gobierno sobre el mal, trajo a estos seres que somos nosotros a gozar de esta luz sin nubes, seres que conocen el bien y el mal –prerrogativa natural de aquellos solamente de quienes Dios puede decir «como uno de Nosotros»– bajo el peso del mal que ellos sabían, y expulsados por una mala conciencia de la presencia de Dios, a quien correspondía este conocimiento, tenían suficiente testimonio en su conciencia en cuanto al juicio divino para que huyeran de Dios y devinieran miserables, no acercándoles a Aquel que podía darles un remedio! ¡Qué amor y sabiduría santa trajo a los tales hacia la fuente del bien, de la felicidad pura, en quienes el poder del bien repele absolutamente el mal que está juzgando!

Acerca de los impíos, tendrán que responder personalmente por sus pecados en el día del juicio, bajo su sola responsabilidad propia.

Por muy grande que sea la felicidad de estar en la luz perfecta –y esta felicidad es completa y divina en su carácter–, es del lado de la conciencia que es presentado aquí este asunto. Dios mantiene Su majestad por el juicio que Él ejecuta, como está escrito: «Jehová es conocido por el juicio que ejecuta»; allí, en Su gobierno del mundo; aquí, el juicio final, eterno y personal. Por mi parte, creo que será muy provechoso para el alma tener presente el juicio de Dios, y el sentido de la inmutable majestad de Dios en la conciencia. Si no estuviéramos bajo la gracia, sería algo insoportable, debiera serlo si fuese al contrario; pero mantener este sentimiento no contradice a la gracia. Es realmente bajo ésta que puede mantenerse en su verdad; pues ¿quién podría resistir el pensamiento, por un instante, de recibir aquello que hizo en el cuerpo? Nadie, excepto el que está completamente ciego.

La autoridad santa de Dios que se confirma en el juicio, forma una parte de nuestra relación con Él. Mantener este sentimiento asociado con el pleno disfrute de la gracia, es una parte de nuestros afectos santos y espirituales. Es el temor del Señor. En este sentido es «bienaventurado el que tiene temor siempre». Si esto quita la convicción de que el amor de Dios descansa eterna y plenamente sobre nosotros, entonces nos salimos del único terreno posible de cualquier relación con Dios, si no le llamamos a esto perderse. Pero en el dulce y apacible clima de la gracia, la conciencia mantiene sus derechos y su autoridad contra las añagazas sutiles de la carne a través del sentimiento del juicio de Dios, en virtud de una santidad que no puede separarse del carácter de Dios sin negar con ello que hay un Dios; pues si hay un Dios, Él es santo. Este sentimiento es refrigerio al corazón del creyente aceptado, que le hará esforzarse en agradar al Señor en cada momento. El amor que necesariamente acompaña al sentimiento de cuán solemne es para cualquier pecador comparecer ante Dios, constreñirá al creyente a persuadir a los hombres con vistas a su salvación, al tiempo que conservará su propia conciencia en la luz. Y aquel que ahora anda en la luz, cuya conciencia refleja esta luz, no temerá ante ella en el día cuando aparecerá en su gloria. Debemos ser manifestados; pero al andar en la luz sintiendo el temor de Dios, y siendo conscientes de Su juicio del mal, somos ya manifestados delante de Él. Nada estanca la dulce corriente de Su amor. La andadura consecuente de alguien así acaba justificándose al fin en la conciencia de los demás; uno es manifestado como andando en la luz.

Hay dos grandes principios prácticos del ministerio: andar en la luz, sintiendo el solemne juicio de Dios para cada uno; y la conciencia que es así pura en la luz, el sentimiento del juicio –que en este caso no puede acongojar al alma por sí mismo, ni ponerle un negro velo privándola del amor de Dios– empuja al corazón a buscar en amor a los que están en peligro de ser juzgados. Esto tiene relación con la doctrina de Cristo, el Salvador. A través de Su muerte en la cruz, el amor de Cristo nos constriñe porque vemos que, si uno murió por todos, es porque todos estaban muertos. Ésta era la condición universal de las almas. El apóstol las busca para que puedan vivir para Dios por medio de Cristo. Pero vayamos más lejos. En primer lugar, acerca de la suerte del hombre caído, la muerte es ganancia. El santo, si está ausente del cuerpo, está presente con el Señor. En cuanto al juicio, reconoce la solemnidad del mismo, pero no le hace sentirse atemorizado. Él está en Cristo, y será como Cristo; y Cristo, ante el cual comparecerá, quitó todos sus pecados de que tenía que ser juzgado. El efecto es santificador, aquel que ahora le introduce plenamente manifestado en la presencia de Dios. Estimula su amor hacia los demás, no siendo únicamente el temor del juicio el que le empuja a ellos; el amor de Cristo le constriñe, el amor manifestado en la muerte. Esto tiene más crédito que los actos del pecado que traen el juicio. Cristo murió porque todos estaban muertos. El Espíritu de Dios va a la fuente y origen de toda su condición, de su estado, no meramente a los frutos de una naturaleza mala; todos estábamos muertos. Hallamos la misma enseñanza igual de importante en Juan 5:24: «El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación –en lo que se refiere a los pecados– sino que ha pasado de la muerte a la vida». Ha salido de todo el estado y condición, como uno que estaba perdido, para entrar en uno diferente en Cristo. Éste es un aspecto muy importante de la verdad, cuya distinción, ampliamente desarrollada en Romanos, la hallamos en muchos pasajes.

La obra de manifestación delante de Dios en la luz ya es algo cierto, en lo conscientes que seamos de la luz. ¿No podré yo, que estoy ahora en paz, mirar atrás antes de mi conversión, a todos mis fracasos, y adorar humildemente la gracia de Dios en todo lo que Él ha hecho por mí, sin el mínimo pensamiento de temor ni imputación de pecado? ¿No despierta ello en mí un profundo sentido de todo lo que Dios es en gracia santa y amor, con paciencia ilimitada para conmigo que me guarda, auxilia y restaura? Éste será perfectamente el caso cuando seamos manifestados, y cuando conoceremos cómo somos conocidos.

Para que este punto pueda ser aún más esclarecido, pues es muy importante, dejadme añadir algunas observaciones más aquí. Lo que hallamos en este pasaje es la perfecta manifestación de todo lo que una persona es y ha sido delante de un trono con las características de juicio, sin dudar que la persona en cuestión sea culpable. Tampoco dudamos que cuando un impío reciba las cosas hechas en el cuerpo, será condenado. Pero no se habla de “juzgados” aquí, porque entonces todos deberían ser condenados. Esta manifestación es exactamente lo que hace abrirse el corazón a lo moral y sea capaz de juzgar el mal por sí mismo: si estuviera bajo juicio, no podría hacerlo. Pero liberado de todo temor, y en la luz perfecta y con el consuelo del amor perfecto –pues donde tengamos la conciencia de pecado, y de su no imputación, tenemos el sentido, aunque de manera modesta, del amor perfecto–, y con el sentimiento también de autoridad y de gobierno divinos plenamente dignificados en el alma, todo es juzgado por ésta como Dios lo juzga, y entramos en la comunión con Él mismo. Esto es sumamente precioso.

Tenemos que recordar que en nuestra comparecencia delante del tribunal de Cristo, somos ya glorificados. Cristo ha venido Él mismo en amor perfecto para tomarnos, y nos ha cambiado nuestro vil cuerpo conforme a la semejanza de Su glorioso cuerpo. Somos glorificados y semejantes a Cristo antes de que este juicio comience. Observemos el acento de Pablo. ¿Acaso el pensamiento de ser manifestados suscita ansiedad o temor? En absoluto. Él es consciente de la solemnidad de un proceso así. Conoce el temor del Señor, lo tiene ante su mirada; ¿y cuál es la consecuencia? Se dispone a persuadir a los demás que van a tener que necesitar este proceso.

Existen dos partes, por decirlo así, en la naturaleza de Dios y en Su carácter: Su justicia, que juzga todo, y Su amor perfecto. Éstos son uno para nosotros en Cristo, son nuestros en Cristo. Si en verdad somos conscientes de lo que Dios es, ambos tendrán su lugar. Pero el creyente en Cristo es la justicia que Dios, por Su misma naturaleza, debe tener delante de Él sobre Su trono, si es que tenemos que estar con Él y gozarle. Pero el Cristo, en el tribunal, delante del cual estamos, es nuestra justicia. Él juzga por medio de la justicia que Él es; pero nosotros somos esa justicia de Dios en Él. De ahí que este punto no pueda hacer surgir ninguna duda en el alma, sino que hará que adoremos una gracia así y nos intensificará el sentimiento de la gracia que está en nosotros mismos para entenderla, tan a propósito para el hombre que la entienda que pueda sentir las solemnes y terribles consecuencias de no haber de tener parte alguna en ella por razón del juicio que se aproxima. La otra parte esencial de la naturaleza divina, el amor, obrará en nosotros hacia los demás; y, conociendo el temor del Señor, persuadiremos a los hombres. Pablo –en su conciencia contemplativa de aquel momento solemne– poseía la justicia que veía en el Juez, pues lo que juzgaba era Su justicia; pero luego ruega insistentemente a otros, conforme a la obra que le acercó así a Dios, y a la cual hace referencia (vers. 13, 14). Esta vista del juicio y de nuestra manifestación completa aquel día, tiene un efecto presente, según su propia naturaleza, en el santo, que la concibe por medio de la fe. Él es manifestado, y no teme ser manifestado. Ello dejará descubiertos todos los caminos de Dios para con él cuando esté en la gloria; pero ahora es manifestado a Dios, y su conciencia es ejercitada en la luz. Tiene así un poder presente y santificador.

Observemos aquí la semblanza de motivos poderosos, de principios preeminentemente importantes, contradictorios en apariencia, pero que unifican, en lugar de colisionar y destruirse entre ellos, al ministro cristiano y al ministerio con un carácter profundamente completo.

En primer lugar, la gloria, que tiene tal poder de vida, que aquel que la discierne no desea la muerte, porque ve en el poder de la vida en Cristo lo que puede absorber cualquier cosa que es mortal en él, con la convicción de estar disfrutándola –una conciencia así de poseer esta vida, habiéndole formado Dios para ella y habiéndole dado las arras del Espíritu–, de manera que si le alcanza la muerte no será sino una feliz ausencia del cuerpo para estar presente con el Señor.

El pensamiento de ascender a Cristo produce el deseo de serle agradables, y lo presenta como el Juez que retribuirá a cada cual lo que haya hecho. Esta presentación es el segundo motivo o principio que da una forma a este ministerio. El grave pensamiento de lo mucho que hay que temer este juicio, invade el corazón del apóstol. ¡Qué diferencia entre este pensamiento y el «edificio de Dios» que él esperaba con todo convencimiento! No obstante, este pensamiento no le espanta, sino que le empuja a persuadir a otros cuando considera la solemne realidad de este juicio.

Un tercer principio es introducido, el amor de Cristo con referencia a la condición de aquellos que Pablo buscaba persuadir. Como este amor de Cristo se muestra en Su muerte, hay en él el testimonio de que todos estaban ya muertos y perdidos.

Tenemos expuesta ante nosotros la gloria, con la certidumbre personal de estar gozándola, y la muerte se convierte en el medio de estar presentes con el Señor; el tribunal de Cristo, y la necesidad de manifestarnos ante él, y el amor de Cristo en Su muerte, estando ya todos muertos. ¿Cómo deben sintetizarse en el corazón pensamientos como éstos, y que sean ordenados? El apóstol fue manifestado a Dios. He aquí el pensamiento producido por la manifestación ante el tribunal de Cristo, junto con la santificación presente que no ejercía en él otro efecto que el de solemnidad, puesto que no tenía que venir a juicio. Se hizo imperiosa la necesidad de predicar a los demás, conforme al amor que Cristo había manifestado en Su muerte. La idea del tribunal no restaba la más mínima certidumbre acerca de la gloria[3]. Su alma, en la plena luz de Dios, reflejaba lo que había en esa luz, la gloria de Cristo ascendido como hombre. Y el amor de este mismo Jesús era vigorizado en su operación de actividad en él, por el conocimiento que tenía del tribunal que aguarda a todos los hombres.

¡Qué maravillosa combinación de motivos encontramos en este pasaje, para formar un ministerio caracterizado por el devenir de todo aquello en lo que Dios se revela, y a través de lo cual Él actúa en el corazón y en la conciencia del hombre! Y es en una conciencia pura que estas cosas pueden tener juntas su vigor. Si la conciencia no fuera pura, el tribunal oscurecería la gloria, al menos en lo que respecta a uno mismo, y debilitaría el sentimiento de Su amor. Haría que uno se ocupara de sí mismo en vista de estas cosas, y así sucedería. Pero cuando la conciencia es pura delante de Dios, sólo ve un tribunal que no suscita ninguna incomodidad de la persona, y tiene por lo tanto todo su efecto moral como razón de más para una sobriedad en nuestro andar, y una solemne energía en la apelación que el conocido amor de Jesús dirige al hombre.

En cuanto a lo profundo de nuestras relaciones con Dios cuando éstas entran en el servicio que tenemos que mostrar para los demás, el apóstol añade otra cosa que caracterizaba su andar, y que fue el resultado de la muerte y la resurrección de Cristo. Vivió en una esfera completamente nueva, en una nueva creación, dejando atrás, como si de otro mundo se tratase, todo lo propio de una existencia natural en la carne. La prueba de que Cristo murió por todos demostraba que todos estaban muertos; y el hecho de que Él murió para todos de modo que viviesen ya no para ellos, sino para Aquel que murió por ellos y resucitó. Están relacionadas con este orden nuevo de cosas en las que Cristo existe como resucitado. La muerte está sobre todo lo demás. Todo es estanco bajo la muerte. Si yo vivo, lo hago en un orden nuevo de cosas, en una nueva creación, de la cual Cristo es tipo y cabeza. En lo que atañe a este mundo, Cristo está muerto para él. Hubiera podido ser conocido como el Mesías vivo sobre la tierra, y en relación con las promesas hechas a los hombres que vivían sobre la tierra en la carne. Pero el apóstol ya no lo conocía de esta manera. De hecho, como llevando este carácter, Cristo estaba muerto; y al estar ahora resucitado, ha asumido un carácter nuevo y celestial.

De manera que, si alguien está en Cristo, pertenece a esta nueva creación, es de la nueva creación. No pertenece a la vieja; las cosas viejas pasaron, todas son hechas nuevas. El sistema no es el fruto de la naturaleza humana y del pecado, como todo lo que nos envuelve aquí abajo, según la carne. Si lo contemplamos como un sistema que existe moralmente delante de Dios es esta creación nueva, todas las cosas son de Dios. Todo lo que hallamos en ella es de Dios, de Aquel que nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Jesucristo. Vivimos en un orden nuevo de cosas y en un mundo y creación nuevos completamente de Dios. Lo disfrutamos porque somos nuevas criaturas en Cristo; y todo en este nuevo mundo es de Él, y se corresponde con esta nueva naturaleza. Él encomendó al apóstol un ministerio de reconciliación, según el orden de cosas dentro de las cuales él mismo fue introducido. Siendo reconciliados, y sabiéndolo por revelación de Dios que la cumplió por él, anunciaba una reconciliación cuyo efecto ahora disfrutaba.

Todo esto derivaba de una inmensa verdad y todopoderosa. Con el fin de que los otros pudieran tener una parte con él, siendo el apóstol mismo su ministro, fue necesario también que Cristo hubiese sido hecho pecado por nosotros. Una de estas verdades presenta el carácter en el cual se ha acercado Dios a nosotros; la otra presenta la eficacia de aquello que ha sido realizado para el creyente.

Aquí es la primera de estas verdades, en conexión con el ministerio del apóstol, que configuran el asunto de estos capítulos. Dios estaba en Cristo –es decir, cuando Cristo estaba en la tierra–. No hubo espera de que llegase el día del juicio. Dios había descendido en amor al mundo apartado de Él. Así era Cristo. Había tres cosas en común con esta gran verdad esencial: la reconciliación del mundo, la no imputación de transgresión, y la introducción en el apóstol de la palabra de reconciliación. Como resultado de esta tercera consecuencia de la encarnación, el apóstol asume el carácter de embajador de Cristo; por este medio exhortaba Dios y encarecía a los hombres, en nombre de Cristo, que se reconciliaran con Él. Su embajador actuaba en nombre Suyo. Se basaba de hecho en otra verdad de infinita importancia, que era que Dios había hecho al que no conoció pecado, pecado por nosotros, para que fuésemos hechos justicia de Dios en Él. Éste fue el verdadero camino para reconciliarnos completamente con Dios, conforme a la perfección de un Dios plenamente revelado. Él fijó Su amor en nosotros allí donde nos encontrábamos, dándonos a Su Hijo, que era sin mancha y sin mudanza y sin principio de pecado, y lo hizo pecado por nosotros al ofrecerse Él a Sí mismo para cumplir la voluntad de Dios, y hacernos en Él, quien en esta misma condición glorificó perfectamente a Dios, la expresión de Su justicia divina ante todos los principados y potestades por toda la eternidad. Nos hizo su deleite respecto a la justicia, «para que fuésemos hechos justicia de Dios en Él» El hombre no puede presentar a Dios ninguna justicia, pero Dios ha hecho de los santos en Jesús Su justicia. Es en nosotros que se verifica totalmente esta justicia, en Cristo primero, al exaltarlo a Su diestra, y en nosotros tanto como en Él. ¡Maravillosa verdad, que si es realidad en nosotros, suscita acciones de gracias y alabanzas que resuenan cuando consideramos a Jesús, y serena nuestro corazón que se inclina sobrecogido en adoración por la contemplación de Sus maravillosos actos de gracia![4]

 

Capítulo 6

Pablo dijo que Dios exhortaba por medio de él. En este capítulo continúa realizando el afecto del apóstol, por medio del Espíritu, esta obra divina, y encarece a los corintios a que no tengan por vana esta gracia que les fue traída. Era el tiempo aceptable, el día de salvación[5]. Hablaba de los grandes principios de su ministerio, y de su origen. Recuerda a los corintios la manera como había ejercido él este ministerio en las variadas circunstancias a las que le llevó. El punto cardinal de su servicio es que él era ministro de Dios, y le representaba en su servicio. Esto hacía necesarias dos cosas: en primer lugar, que fuera hallado irreprensible en todo, y luego que mantuviera este carácter de ministro de Dios, y su ministerio, cuando atravesase mucha oposición y franqueara las circunstancias a las que le condujesen la inquina del corazón del hombre y los ardides de Satanás. Evitaba por doquier, mediante su conducta, toda ocasión que le pudiera reportar reproches, y que nadie pudiera lanzar improperios sobre el ministerio. En todas las cosas fue un aprobado ministro de Dios, que le representaba con dignidad cuando hablaba en Su nombre a los hombres, y ello con una paciencia en medio de la persecución y contradicción de pecadores que irradiaba una energía interna y un sentido del deber hacia Dios, en dependencia de Él, que pueden ser sólo mantenidos cuando somos conscientes de Su presencia y de nuestro deber hacia Él. Era una calidad que imperaba en todas las circunstancias de que habla el apóstol, y que regía sobre ellas.

Fue así como se presentó como el ministro de Dios en todo aquello que podía probarle; en pureza, en gentileza, en amor, como un recipiente de poder, bien repudiado o aclamado; ignorado por el mundo, pero conocido y eminente; hollado exteriormente bajo los pies del hombre, y castigado, victorioso internamente y gozoso, enriqueciendo a otros, y poseyendo todas las cosas. Aquí termina la descripción de los orígenes, el carácter, la victoria sobre las circunstancias, de un ministerio que exhibía el poder de Dios en un vaso débil, cuya mejor porción era la muerte.

La restauración de los corintios a un estado moral en conformidad con el evangelio, asociado con las circunstancias por las que había estado pasando, abrió a ellos el corazón del apóstol. Preocupado hasta ahora con su asunto acerca del Cristo glorioso, quien había cumplido la redención, le enviaba como el mensajero de la gracia a la cual fue dada un libre curso, y después de hablar con corazón sincero de todo lo que constaba su ministerio, vuelve lleno de afecto a sus amados corintios para mostrarles que era con ellos que él tenía toda esta sinceridad y ensanchamiento de corazón. «Nuestra boca se ha abierto a vosotros, oh corintios; nuestro corazón se ha ensanchado. No estáis estrechos en nosotros, pero sí sois estrechos en vuestras propias entrañas». Como retribución hacia ellos por los afectos que inundaban su corazón, les pide solamente que ensancharan también los suyos.

Les hablaba como a hijos. Se acuerda de esta dulce relación para exhortar a los corintios que permaneciesen en el lugar donde Dios los había colocado: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos». Como controlaba los afectos de ellos y se regocijaba profundamente delante de Dios en la gracia que los restauró a unos rectos sentimientos, su corazón queda libre para emanar el gozo que era suyo en Cristo glorificado. De mente sobria cuando tenía que ver con sus amados hijos en la fe[6], busca quitarles el apego de lo que era reconocido como la carne, o que implicaba una relación donde se suscitaba la duda de si era posible para un cristiano negar la posición de un hombre que tiene su vida e intereses en la nueva creación, de la que Cristo es la Cabeza en gloria. Un ángel podía servir a Dios en este mundo; poco iba a importarle de qué manera, siempre que fuese la manera de Dios. Pero de ahí a asociarse con sus intereses mundanos, como participando de ellos, aliarse con los que están gobernados por los motivos que ejercen su influencia sobre los hombres de este mundo, de modo que una conducta general del uno y del otro mostrase que ambos actúan según los principios que forman su carácter, sería para estos seres celestiales perder su posición y carácter. El cristiano, que tiene su porción en la gloria de Cristo, y que tiene su mundo, su vida, sus verdaderas asociaciones donde Cristo ha entrado, no debe, ni tampoco puede como cristiano, colocarse bajo el mismo yugo con aquellos que tienen sólo motivos mundanos, con el fin de conducir el carro de la vida por una senda conjuntamente.

¿Qué comunión hay entonces entre Cristo y Belial, entre la luz y las tinieblas; entre la fe y la incredulidad; entre el templo de Dios y de los ídolos? Los cristianos son el templo de Dios, que mora y anda entre ellos. Para ellos es Dios; y ellos un pueblo para Él. En consecuencia, deben salir de toda comunión con los del mundo y separarse de ellos. Como cristianos, deben posicionarse a un lado, pues son el templo de Dios. Dios mora entre ellos y hace Su andar con ellos, y Él es su Dios. Han salido del mundo y son separados, Dios los reconoce y estará, para ellos, en la relación de un Padre con los hijos y las hijas que más ama.

Ésta es la relación especial que Dios adopta con nosotros. Las dos anteriores revelaciones de Dios con los hombres son mencionadas aquí, y se menciona una tercera. Él se reveló a Abraham como el Altísimo; a Israel, como Jehová o Señor. Aquí, el Señor Altísimo declara que Él será Padre a los Suyos, a Sus hijos e hijas. Nosotros salimos del mundo, puesto que es precisamente esto, salir –no físicamente, ya que estamos en él– para poder entrar en la relación de hijos e hijas con el Dios Altísimo; si no fuera así, no comprenderíamos esta relación de manera práctica. Como hijos e hijas, Dios no quiere unas relaciones mundanas, puesto que no hemos entrado para estar en esta posición con respecto a Él. Ni reconoce aquellos que permanecen identificados con el mundo, como teniendo esta posición; el mundo ha rechazado a Su Hijo, y la amistad del mundo es enemistad contra Dios. Y el que se hace amigo del mundo se hace enemigo de Dios. En un sentido práctico, es no ser hijo de Él. Entonces Dios dice: «Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor... y seré para vosotros por Padre, y vosotros me seréis por hijos e hijas». Recordemos que no se trata de una cuestión de salir del mundo –es mientras estamos en él–, sino de salir de entre el mundo, para entrar en la relación de hijos e hijas para estar con Él como tales, y ser reconocidos por Él en esta relación[7].

 

Capítulo 7

No solamente es la separación en la posición de hijos e hijas lo que capta la atención del apóstol, sino también las consecuencias legítimas de tales promesas. Hijos e hijas del Señor Dios Altísimo, nos conviene la santidad. No se trata de que andemos separados del mundo, sino que lo hagamos en relación con Dios para lavarnos de toda inmundicia de la carne y del espíritu: santidad en nuestro andar exterior, y aquello que es tanto igual de importante con respecto a nuestra relación con Dios: unos pensamientos puros. Aunque el hombre no ve los pensamientos, el flujo del Espíritu queda detenido en el corazón, y no hay un ensanchamiento en comunión con Dios. Ya será mucho si notamos Su presencia, y tomamos conciencia de Su relación; la gracia es conocida, pero Dios apenas lo es en la manera como se manifiesta poco a poco en esta comunión.

Vuelve ahora el apóstol a hablar de sus propias relaciones con los corintios –de unas relaciones formadas por la palabra de su ministerio. Después de declarar en qué consistía, intenta prevenir que sean rotos los lazos que una vez se formaran por medio de su ministerio entre los corintios y él mismo a través del poder del Espíritu Santo.

«Admitidnos: a nadie hemos agraviado». Se muestra ansioso por no herir los sentimientos de aquellos que fueron restaurados, y que se hallaban otra vez con afectos renovados por el apóstol, y así es su verdadera relación con Dios. «No lo digo para condenaros, –añade–, pues ya he dicho antes que estáis en nuestro corazón, para morir juntos y para vivir juntos. Mucha franqueza tengo con vosotros; mucho me glorío con respecto de vosotros; lleno estoy de consolación.» No está descubriéndose aquí los principios de su ministerio, sino el corazón de un ministro, todo lo que él había sentido con referencia al estado de los corintios. Cuando llegó a Macedonia –recordará el lector que de allí se marchó sin visitar Corinto–, después de dejar Troas, porque no halló allí a Tito, quien tenía que llevarle la respuesta de su primera carta a los corintios–; cuando llegó a Macedonia, su carne tampoco obtuvo descanso allí; fue abrumado por todos costados; afuera había contiendas, y dentro temores. Sin embargo, Dios, que conforta a los que están derribados, le confortó también a él con la llegada de Tito, a quien había estado esperando ansioso; no solamente fue consolado por su venida, sino también las noticias que traía de Corinto le fueron de mucho alivio. Su gozo sobrepujó el dolor que tenía, su corazón tenía que vivir y morir con ellos. Vio los frutos morales de la operación del Espíritu, el deseo de ellos, sus lágrimas, y su celo con respecto al apóstol. Su corazón se vuelve nuevamente a ellos para vendarles, mediante la expresión de su afecto, todas las heridas –necesarias como eran– que su primera carta hubiera podido causarles en sus corazones.

Nada había de más emotivo que el conflicto en el corazón del apóstol entre la necesidad que había sentido, como resultado de su previo estado para escribirles severamente, y en cierta manera con una autoridad regia, y los afectos casi portadores de una disculpa por el dolor que les hubiera podido causar, ahora que se había conseguido el efecto deseado. Dice él, si os he causado dolor con la carta, no me arrepiento (aunque se hubiera arrepentido y lo hubiera manifestado siquiera un momento). Aunque breve, veía que la carta les había sumido en un dolor. Pero ahora se alegraba, no porque habían sido dolidos, sino porque su dolor fue para arrepentimiento. ¡Qué solicitud y qué corazón para el bien de los santos! Si tenían una mente ferviente hacia él, ciertamente les había dado la ocasión y el motivo. No hubo descanso hasta que él no obtuvo noticias. No hubo nada que pudiera hacer desaparecer su angustia, ni puertas abiertas ni aflicciones. Se lamenta quizás de haberles escrito la carta, temiendo haber apartado los corazones de los corintios; y ahora, con el dolor todavía vivo por el pensamiento de haberles agraviado, se regocija, no por haberles enviado este agravio, sino porque su piadoso dolor había producido un arrepentimiento.

Les escribe una carta conforme a la energía del Espíritu Santo. Entregado a las afectividades de su corazón, le vemos, en este sentido, por debajo del nivel de la energía inspiradora que dictó esa epístola que los espirituales tenían que reconocer como mandamientos del Señor. Cuando no recibía nuevas, su corazón se conmueve al pensar en las consecuencias. Es muy interesante ver la diferencia entre la individualidad del apóstol y la inspiración. En la primera carta señalamos la distinción que él hace entre aquello que se dice como el resultado de su experiencia, y los mandamientos del Señor comunicados a través de él. Aquí encontramos la diferencia en la experiencia misma. Por un momento se olvida del carácter de su epístola y, sumido en sus afectos, teme haber perdido a los corintios por el esfuerzo que mostróles en reconvenirles. La forma de la expresión que utiliza demuestra que fue sólo por un instante que este sentimiento se apoderó de su corazón. Pero el hecho de que lo tenía, se hace evidente en el Pablo hombre y en el Pablo inspirado.

Ahora estaba satisfecho. La expresión de este interés profundo que siente por ellos es una parte de su ministerio, y una enseñanza valiosa para nosotros, que nos enseñan la manera como el corazón entra en el ejercicio de este ministerio, en la flexibilidad de esta poderosa energía de amor, para ganar y doblegar los corazones con la oportuna expresión de lo que está sucediendo en el nuestro; una expresión que ciertamente tendrá lugar cuando la ocasión se brinde propicia y de natural si el corazón está lleno de afecto. Un profundo afecto se gusta de darse a conocer a su objeto, si es posible, conforme a la verdad que se siente. Hay una angustia de corazón que lo consume, pero un corazón que siente un dolor piadoso está en el camino del arrepentimiento[8].

Expone luego el apóstol los frutos de este dolor piadoso, el celo que contra el pecado había producido, el rechazo santo del corazón hacia toda asociación con el pecado. Ahora que también se habían separado ellos moralmente, separa a los que no eran culpables de los que sí lo eran. Moralmente se habían confundido al caminar cómodamente con aquellos que estaban en pecado. Si se apartaban de él, estaban entonces fuera del mal; y el apóstol muestra que era con vistas a hacerles bien que les escribía acerca de la ferviente ocupación de sus pensamientos en dedicación hacia ellos, y probar su amor por él delante de Dios. Por muy triste que hubiera sido su andar, le confirmó a Tito, cuando le animaba a que fuese a Corinto, que hallaría corazones allí que responderían a este llamamiento de afecto apostólico. No había sido decepcionado; lo mismo que les declaró la verdad entre ellos, lo que le dijo a Tito al respecto resultó ser verdad también, y cuando lo vio éste fueron fuertemente atizados sus afectos.

 

Capítulos 8 y 9

En el siguiente capítulo, el apóstol exhorta a los corintios, mientras se halla de viaje a Judea, que dispusieran una colecta para los pobres de Israel. Envía a Tito para que todo estuviera dispuesto desde una buena voluntad –una disposición de la que había hablado en su viaje como que existía entre estos cristianos, de manera que otros habían recibido estímulo para dar también. Confiando en su buena voluntad, y sabiendo que habían empezado un año antes, no quería correr ningún riesgo de que los hechos delataran lo contrario de lo que él había estado pregonando de ellos. No se trataba de que fuera a poner ninguna carga sobre los corintios y aligerar la de los que estaban en Judea, sino que los ricos habían de proveer las necesidades de los pobres hermanos a fin de que nadie tuviera falta de nada. Todos, si tenían la voluntad, serían aceptados por Dios según su capacidad. Él ama a los dadores alegres. Ellos segarían lo que hubieran sembrado. Feliz por el resultado de su primera visita, Tito estaba listo para ir otra vez y recoger este fruto también para la propia bendición de ellos. Con él fueron los mensajeros de las otras iglesias, cargados de colectas hechas entre ellas para el mismo propósito: un hermano conocido por todas ellas, y otro de reconocida diligencia, estimulados por la confianza de Pablo en los corintios. El apóstol no se hace responsable único del dinero cuando hay otros compañeros que pueden compartir esta responsabilidad con él, y evita así cualquier reconvención que pudiera granjearse en asuntos de esta clase, cuidándose de ser honrado delante de los hombres y de Dios. No hablaba en todo ello por mandamiento, sino a causa del celo de las otras iglesias, para demostrar la sinceridad del amor de ellas.

Se recordará que fue esta colecta la que provocó todo lo que le sucedió a Pablo en Jerusalén –aquello que puso fin a su ministerio, que le detuvo de proseguir hasta España, y tal vez a otros lugares, y lo cual por otro lado hizo que escribiera las Epístolas a los Efesios, Filipenses, Colosenses, Filemón, y puede que a Hebreos. ¡Qué poco conocemos el significado de las circunstancias en las que entramos, felizmente confiados de que somos conducidos hasta ellas por Aquel que conoce el fin desde el principio, y quien hace que todas las cosas salgan bien para aquellos que le aman.

Al concluir aquellas exhortaciones que habían ellos de dar según la capacidad de cada uno, les encomienda a la generosa bondad de Dios, que era capaz de hacerles abundar en todas las cosas, de manera que pudieran hallarse en circunstancias que multiplicaran sus buenas obras, enriquecidos para toda abundancia, y que produjesen en los demás –en este sentido, por medio de los servicios del apóstol– acciones de gracia hacia Dios. Añade que el feliz efecto de su caridad práctica, ejercida en el nombre de Cristo, no supliría solamente la necesidad de los santos a través de su administración de la colecta hecha en Corinto, sino que resultaría también en acciones de gracias a Dios. Los que la recibían daban gracias a Dios por que sus benefactores hubiesen sido traídos a confesar el nombre de Cristo y a actuar con esta práctica generosidad para ellos y para todos. Este pensamiento hizo que todos oraran con un deseo ferviente para los que proveían así para su necesidad, a causa de la gracia de Dios manifestada en ellos. Así, los vínculos de la caridad eterna se fortalecían por ambos lados, y redundaba para la gloria de Dios. Gracias sean dadas a Dios, dice el apóstol, por Su don inefable; porque sean cuales fueren los frutos de la gracia, tenemos la prueba y el poder en aquello que Dios ha dado. Aquí termina el asunto de la epístola propiamente llamada.

 

Capítulo 10

El apóstol reanuda el sujeto que le preocupaba: sus relaciones con los corintios, y la verdad de su apostolado, que era puesto en duda por aquellos que seducían a los corintios, arrojando desdén sobre su persona. Según ellos, él era débil cuando estaba presente, y su predicación desdeñable, si bien es cierto que cuando estaba ausente eran sus discursos sobrios, de los que daban cuenta sus satisfacientes cartas, pero no así su presencia corporal, la cual no agradaba. «Os ruego», dice el apóstol, «por la mansedumbre y clemencia de Cristo [mostrando así el verdadero carácter de su mansedumbre y humildad cuando estaba con ellos] no tenga que usar de aquella osadía con que me propongo proceder resueltamente contra algunos que nos consideran como si anduviésemos según la carne». La fuerza de la batalla que libraba contra el mal se fundaba en unas armas espirituales que echaban abajo todo lo que se exaltaba por encima del conocimiento de Dios. Éste es el principio sobre el que él actuaba: procurar traer a la obediencia todos los que escuchasen a Dios, luego severidad con toda desobediencia una vez fuese la obediencia plenamente establecida, y los que obedecieron fueran restaurados a un orden. ¡Hermoso principio! El poder y la dirección del Espíritu operando de pleno y con toda paciencia, para restaurar el orden y el andar como es digno de Dios; llevando las reconvenciones de la gracia hasta el límite, hasta que todos los que las escucharan y obedecieran voluntariamente a Dios fuesen restaurados; y luego la afirmación de la autoridad divina en juicio y disciplina, con el peso añadido de la acción apostólica por medio de la conciencia y la acción en conjunto de todos aquellos que hubiesen sido devueltos a esta obediencia.

Vemos que el apóstol hace mención de su autoridad personal como apóstol, empleándola en paciencia para poder restablecer en la obediencia y en la rectitud moral a todos los que obedecieran, ya que él poseía esta autoridad para el propósito de edificar y no de destruir. Preservaba así la unidad cristiana en santidad y adornaba la autoridad apostólica con el poder de la conciencia universal de la asamblea, guiada por el Espíritu, hasta allí donde esta conciencia fuese ejercitada.

Luego declara que tal como es en sus cartas, así le conocerán cuando esté presente. Hace un contraste de la conducta de aquellos que subestimaban sus labores, mediante la seducción de un pueblo que ya se había hecho cristiano para rebelarse en contra de él, con su propia conducta mostrada al dirigirse donde Cristo aún no era conocido, buscando traer a las almas al conocimiento de un Salvador del cual ellos no sabían nada. También esperaba que en su visita a los corintios tuviera amplia aceptación su ministerio porque en ellos había crecido su fe, y de esta manera continuase evangelizando regiones que permanecían aún en tinieblas. Pero el que se quería gloriar, que lo hiciera en el Señor.

 

Capítulo 11

Celoso de sus amados corintios con un celo de Dios, sigue exponiendo sus argumentos relativos a los falsos maestros. Pide a los fieles corintios que le soporten un poco mientras actúa como un loco hablando de sí mismo. Los había desposado como una virgen a Cristo, y temía que ellos corrompieran sus mentes y se descarriasen de la simplicidad que es en Él. Si los corintios habían recibido otro Cristo que los recientes maestros dejaron entre ellos, o incluso otro Espíritu o un evangelio diferente, bien lo toleraban. Pero ciertamente el apóstol no había zaherido con su enseñanza a nadie, si lo comparaban con el más celebrado de los apóstoles. ¿Les había causado algún mal al no recibir nada de ellos –como esos maestros tanto se complacían en recibir–, aceptando el dinero de las otras asambleas, y no estimando no ser ninguna carga para ellos? Esto era algo a lo que él tenía derecho, y nadie en las regiones de Acaya podía privarle de él. ¿Había declinado recibir nada de ellos porque no los amaba? Dios sabía que no; fue para quitarles a los falsos maestros el medio de recomendarse ellos mismos mediante la labor gratuita mientras el apóstol recibía dinero. Quería privarles de este derecho, porque eran falsos apóstoles. De la misma manera que Satanás se transforma en ángel de luz, así sus instrumentos se hacían a sí mismos ministros de la justicia. Pero habían de tolerarle mientras les estuviera hablando como loco. Si estos ministros de Satanás se presentaban como judíos, como de la antigua religión de Dios, consagrada por su antigüedad y tradiciones, él podía hacer tanto más como hebreo de los hebreos, siendo que poseía todo el derecho a gloriarse de lo que ellos se jactaban. Si se trataba de un servicio cristiano –hablando como loco– ciertamente la comparación no quedaría corta al demostrar en qué había radicado su piedad. Aquí, de hecho, Dios permite esta invasión de la obra del apóstol por parte de estos mezquinos judaizantes que se llaman a sí mismos cristianos, como medio de hacernos conocer algo de las infatigables labores del apóstol llevadas a cabo en mil y una circunstancias que desconocemos. En los Hechos, Dios nos da la historia del establecimiento de la asamblea sobre los grandes principios en que está asentada, y las fases por las que pasa cuando sale del judaísmo. El apóstol obtendrá su propia recompensa en el reino de gloria, y no por haber hablado de él entre los hombres. Sin embargo, no deja de ser provechoso para nuestra fe poseer un poco de conocimiento de esta piedad cristiana tal como se manifestaba en la vida del apóstol. La locura de los corintios ha sido el medio de proveernos de un atisbo de esa piedad.

Vicisitudes y peligros en el exterior, incesantes angustias en el interior, un valor que no se arredraba frente al peligro, y un amor por los pobres pecadores y por la asamblea que nada podía enfriar. Estas pocas líneas describen el panorama de una vida de una absoluta devoción capaz de conmover al corazón más indiferente; nos hace sentir nuestro propio egoísmo y que doblemos nuestras rodillas delante de Aquel que era la fuente viva de la bendita piedad del apóstol, inspirada toda cuando estuvo ante Su gloria.

 

Capítulo 12

Si bien fue obligado a hablar de sí mismo, el apóstol no se gloriaba solamente de sus debilidades. Él permanece, por decirlo de alguna manera, fuera de su obra natural. Su vida pasada se despliega ante sus ojos. Los corintios le obligaron a que pensara en aquellas cosas que dejó atrás. Después de terminar su narración y de declarar que se gloriaba en sus debilidades únicamente, había una circunstancia que le venía a la mente. Nada hay de más natural ni más simple que todas estas comunicaciones. ¿Debería gloriarse? No tenía sentido hacerlo. Él quería llegar a un punto donde un hombre –en su carne– no pudiera gloriarse. Era el poder soberano de Dios que al hombre no le era dado para tener parte. Habla de un hombre en Cristo, de uno que había sido tomado al tercer cielo, al paraíso; en el cuerpo, o fuera de él, no lo sabía. El cuerpo no podía participar en esto. Y de tal hombre no quería gloriarse el apóstol.

Aquello que le situaba en una posición elevada en la tierra, era algo que quería poner a un lado. Lo que le tomó al cielo –lo que le dio una porción del mismo, aquello que él era “en Cristo”– era su gloria, el gozo de su corazón, la porción de la que se gloriaría voluntariamente. ¡Dichoso ser, que tal era su posición en Cristo que, al pensar en ella, se contenta con olvidar todo lo que pudiera exaltarlo como hombre! Como dice en otra parte en cuanto a la esperanza: «Para ganar a Cristo». El hombre, el cuerpo, no participaron en un poder que para gustarlo hubieron de ser tomados arriba en el cielo, pero de este mismo poder el apóstol sí se gloriaba. Allí donde Dios y Su gloria lo son todo, escuchó sin la conciencia de no estar separado de su cuerpo cosas que los hombres no podían penetrar desde sus cuerpos, y que no convenía que ningún mortal declarase porque no podían ser recibidas estando en el cuerpo. Estas cosas causaron la más honda impresión en el apóstol; le fortalecieron para el ministerio, pero no podía introducir a los corintios en el modo de conocerlas y comunicarlas, propio de la condición natural del hombre.

Un sinfín de prácticas lecciones se relacionan con este maravilloso favor mostrado al apóstol. Digo maravilloso, porque en verdad uno siente la envergadura que debió de tener un ministerio como el suyo, cuya fuerza y manera de ver y de juzgar eran conclusiones sacadas de una posición como la suya. ¡Qué misión extraordinaria fue la de este apóstol! Él la poseía en un vaso de barro. Una vez consciente de haber vuelto a su existencia humana sobre la tierra, la carne del apóstol habríase aprovechado del favor que había gozado para exaltarle ante sus propios ojos, y que hubiera dicho «Nadie ha estado en el tercer cielo excepto tú, Pablo». Estar cerca de Dios en la gloria, como fuera del cuerpo, no es algo que ofusque la mente. Todas las cosas son Cristo, y Cristo es todas las cosas. El yo es olvidado. Es el haber estado allí lo que marca la diferencia. La presencia de Dios nos hace sentir nuestra vaciedad. La carne puede emplear esta expresión para hacernos decir que estuvimos allí, cuando ya no estamos allí. ¿Qué es sino el hombre? Dios estaba velando, y en Su gracia proveyó para los peligros de Su pobre siervo. Haberlo tomado arriba a un cuarto cielo, digamos, habría servido para acrecentar este peligro. No hay manera de modificar la carne, pero la presencia de Dios la hace nula. Para andar con seguridad, debe ponérsela bajo observación atenta. Hemos de reconocerla muerta. Ciertamente necesita de freno, y que el corazón no sea sustraído de Dios por este medio, que no pueda existir un impedimento en nuestro andar que mancille el testimonio. Pablo recibió una espina en la carne para que no se extasiara en vista de tan abundantes revelaciones que había recibido. Sabemos, por la Epístola a los Gálatas, que se trataba de algo que le inclinaba a arrojar desprecio en sus predicaciones. Un equilibrio muy inteligente para estas notables revelaciones.

Dios encargó a Satanás esta tarea, igual que le utilizó para humillar a Job. Por diversas que sean las gracias otorgadas sobre nosotros, debemos atravesar de natural los ejercicios de nuestra fe personal, en los que el corazón solo camina seguro bajo el freno de la carne y su práctica nulidad, y que no somos más conscientes de ella como activa en nosotros cuando deseamos entregarnos completamente a Dios, pensar en Él y con Él conforme a nuestra medida.

Tres veces pide el apóstol al Señor –como el Señor mismo respecto a la copa que iba a beber– que le fuera quitada esa espina; pero la vida divina es transformada cuando nos privamos del yo y practicamos –imperfectos como somos– aquello que, en cuanto a la verdad, si consideramos nuestra posición en Cristo en presencia de Dios y del servicio al que somos llamados, es llevado a cabo cuando somos conscientes de la humillante deshonra de esta carne que nos complace gratificar. ¡Felices de nosotros si somos así guardados, sin necesidad de caer humillantemente como en el caso de Pedro! La diferencia es clara. En Pedro había la confianza en uno mismo, que se confundía con la voluntad propia, pese a las advertencias del Señor. Aunque hablemos nuevamente de la carne aquí, la ocasión trata en realidad de las revelaciones que fueron hechas a Pablo. Si aprendemos en presencia de Dios de la tendencia de la carne, saldremos humildes de esta experiencia, y escaparemos de ser humillados. Pero en general, y en algunos aspectos podemos decir que todos nosotros, tenemos que experimentar las revelaciones que nos elevan hasta Dios, por distinta que sea la intensidad como somos elevados, y hemos de probar lo que es nuestro vaso y lo que contiene por el dolor que nos produce cuando sentimos lo que es. No me estoy refiriendo aquí que sea a través de caídas.

En Su gobierno, Dios sabe cómo unir el sufrimiento por Cristo, y la disciplina en la carne bajo esas mismas circunstancias. Esto es lo que explica Hebreos 12:1-11. El apóstol predicaba que si él era despreciado por lo que decía, verdaderamente era para el Señor que él sufría; no obstante, esto mismo disciplinaba a la carne, y evitaba que el apóstol se jactara de las revelaciones que disfrutaba, y del consiguiente poder con que exhibía la verdad. En la presencia de Dios, en el tercer cielo, experimentó ciertamente que el hombre no era nada, y Cristo lo era todo. Tuvo que reconocer la experiencia práctica de eso mismo aquí abajo. La carne ha de ser anulada, si no lo ha sido ya, tras experimentar el sentido del mal que está en ella, y tiene que ser consciente uno mismo, en su experiencia personal, de lo nula que es ella. ¿Qué no era la carne de Pablo sino una compañera que le traía problemas en su trabajo, y que sólo hacía que obstaculizarle moralmente alejándole de Dios? La supresión de la carne sentida y juzgada era el ejercicio más útil que pudiera hacer el corazón.

Observemos aquí la bendita posición del apóstol, como tomado arriba al tercer cielo. Él podía gloriarse en un hombre así, ya que tenía el yo completamente desaparecido en las cosas con las que se relacionaba. No se glorió meramente en las cosas, ni dice siquiera que se gloriara en sí mismo. Se perdió de vista completamente al yo en el disfrute de las cosas que no podían expresarse por boca del hombre cuando se retornara a la conciencia del yo. En este hombre, él se gloriaba; pero en sí mismo, visto bajo la carne, no se gloría salvo en sus debilidades. Por otra parte, ¿no es humillante pensar que aquel que había gozado de una exaltación así debiera atravesar la experiencia dolorosa de lo que es la carne, mala, despreciable y egoísta?

Veamos también la diferencia entre Cristo y cualquier otro hombre. Cristo podía estar sobre la montaña en gloria con Moisés, y ser reconocido por el Padre mismo como Su Hijo; y podía estar en el llano en presencia de Satanás y de la muchedumbre; pero aunque son diferentes las escenas, en todas ellas es igual de perfecto. Hallamos perfecciones de admiración en los apóstoles, sobre todo en Pablo; hallamos obras, como dijo Jesús, mayores que las Suyas propias; hallamos ejercicios de corazón y vertiginosas alturas alcanzadas por la gracia; en una palabra, vemos un maravilloso poder desarrollado por el Espíritu Santo en este siervo extraordinario del Señor; sin embargo, no encontramos en él el equilibrio que se hallaba en Cristo. Él era el Hijo del Hombre que está en el cielo. Así como Pablo es las cuerdas que Dios tañe para producir una magnífica música, así Cristo es la música misma.

Finalmente, vemos que la humillación requería reducir la rebelde carne a su sentido de nulidad para que Cristo la utilizara para exhibir en ella Su poder. Así humillada, aprendemos nuestra dependencia. Todo lo que es de nosotros, todo lo que constituye el yo, es un obstáculo; las debilidades consisten en aquello de lo que uno se suelta al fin, lo que es dejado abajo, en donde se es consciente de ellas, y el poder de Cristo se perfecciona en las mismas. Es un principio general. Humanamente hablando, la cruz era débil. La muerte es lo contrario de la fortaleza humana. Aun así, es en ella que se reveló la fortaleza de Cristo. En ella cumplió Él su obra gloriosa de la salvación.

El asunto no es el pecado en la carne cuando se habla aquí de las debilidades, sino lo que es contrario a la fortaleza del hombre. Cristo nunca confió en la fortaleza humana ni siquiera un momento. Él vivió por el Padre, que le había enviado. El poder del Espíritu Santo solo fue manifestado en Él. Pablo necesitaba tener la carne reducida a lo más débil para que no pudiera haber en ella ninguna manifestación del pecado que le era natural. Cuando la carne quedaba reducida a su verdadera insignificancia, en lo que respecta al bien, y ello de manera evidente, entonces Cristo podía manifestar en ella Su fortaleza. Esta fortaleza tenía su verdadero carácter. Destaquémoslo bien: éste es siempre su carácter, la fortaleza perfeccionada en las debilidades. El bendito apóstol podía gloriarse en un hombre arriba en Cristo, disfrutando de toda esta bienaventuranza, de estas maravillas que encierran el yo bajo llave, en tanto que ellas exceden todo lo que nosotros somos. Mientras las disfrutaba, no era consciente de la existencia de su cuerpo. Cuando fue nuevamente consciente, aquello que él había oído no podía traducirse en esas comunicaciones de que el cuerpo se valía como instrumento, y como el medio de inteligencia los oídos humanos. Él se gloriaba en aquel hombre arriba en Cristo. Aquí abajo sólo se gloriaba en Cristo mismo, y en aquellas debilidades que dieron ocasión a que reposara sobre él el poder de Cristo, lo cual fue una demostración de que dicho poder era el del Hijo de Dios, quien le hizo el recipiente de su manifestación. Esto llegó a comprenderlo a través de experiencias dolorosas, no obstante. La primera fue el hombre en Cristo, la segunda el poder de Cristo reposando sobre el hombre. En cuanto a la primera, el hombre en la carne no es nada; respecto a la segunda, es juzgado y derrotado –vuelto en debilidad, para que podamos comprender y sea manifestado el poder de Cristo. Hay un impulso, una fuente inefable de ministerio allí arriba. La fortaleza viene sobre la humillación del hombre como él es en este mundo, cuando es reducido a la insignificancia –su verdadero valor en las cosas divinas–, y Cristo revela en él esa fortaleza que no puede asociarse con la humana, ni depende absolutamente de ella. Si el instrumento era débil, como aducían ellos, el poder que lo llevó a cabo debió haberlo sido también –no el del apóstol, sino el de Cristo.

Al principio de la epístola, tuvimos las verdaderas características del ministerio en relación con los objetos que le daban este carácter, de modo que tenemos aquí su fuerza práctica y la fuente de esta fortaleza, relacionadas con el vaso donde fue depositado el testimonio, la manera en que este ministerio era ejercitado al traer a un hombre mortal a una relación con las fuentes inefables de donde brotaba, y con la viva, presente y activa energía de Cristo. Todo para que el hombre fuese capaz de ejercitarlo, y no obstante evitase hacerlo en su propia fortaleza carnal –algo imposible además de poder hacerse[9].

El apóstol se gloriaba en sus sufrimientos y debilidades. Había sido impelido a hablar como si fuera loco; los que debieran haber proclamado ellos mismos la excelencia de su ministerio, le obligaron a actuar así. Fue entre todos ellos que se dieron las pruebas más sorprendentes de un ministerio apostólico. Si en alguna cosa andaban rezagados respecto a las demás iglesias en lo que a pruebas de su apostolado se refiere, fue en la medida que no contribuyeron en su sustento. Él llegaba otra vez. Esta prueba era la que todavía faltaba. Él iba a dar lo mejor de sí por ellos, igual que un gentil padre; y cuanto más los amara, tanto menos iba él a ser amado. ¿Se atreverían a decir que sólo guardó las apariencias al no querer aceptar nada de ellos, y que sabía cómo compensarse utilizando a Tito para que sí aceptara recibir? Tampoco. Bien sabían que Tito anduvo entre ellos con el mismo espíritu que el apóstol. Triste tarea cuando alguien por sobre de estos mezquinos motivos y maneras de juzgar y sopesar las cosas, tiene que descender lleno de motivos gloriosos y divinos de Cristo hasta los que anidan en los egoístas corazones de la gente que tiene cerca, motivada por los mismos que mueven y gobiernan el mundo que les rodea. El amor debe saber soportar todas las cosas y proveer por los demás, si uno no puede pensar con ellos, ni ellos con uno mismo.

¿Es luego que el apóstol tomó a los corintios por jueces de su conducta? Él hablaba delante de Dios en Cristo; y sólo temía que cuando llegase no hallase a los que profesaban el nombre de Cristo como el mundo de iniquidad que les rodeaba, y que pudiera ser humilde entre ellos, sin tener que lamentar a tantos que habían ya pecado y no se arrepentían de sus maldades.

 

Capítulo 13

Por tercera vez, él venía. Todo sería probado por el testimonio de dos o tres testigos; y esta vez no iba a ser indulgente con ellos. Dice el apóstol: «Ésta es la tercera vez que voy a vosotros», y añade «como si estuviera presente, y ahora ausente lo digo también». Esto es porque, al haber estado allí una vez, mientras iba de camino a Macedonia tuvo que haberse dirigido nuevamente una segunda vez, pero no fue a causa del estado en que se encontraban los corintios. En esta ocasión venía, y se lo había dicho de antemano, como si hubiera ido la segunda, aunque ahora estaba ausente, de modo que si venía esta vez no mostraría indulgencia.

Luego pone fin a la cuestión sobre su ministerio presentándoles una idea que debió de confundirles mucho. Si Cristo no había hablado por medio de él, Cristo no moraba en ellos. Si Cristo estaba en ellos, debió haber hablado por medio del apóstol, pues éste había sido el medio de su conversión. «Puesto que buscáis una prueba de que habla Cristo en mí... Examinaos a vosotros mismos para ver si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos. ¿O no os conocéis bien a vosotros mismos, que Jesucristo está en vosotros? A menos que estéis reprobados». Esto les era muy ofensivo, y les volvía su necedad en estúpida oposición, dejándoles confundidos un desdén carente de sentido. ¡Qué locura dejarse llevar por un pensamiento que los exaltaba a sus propios ojos, pero que, al poner en duda el apostolado de Pablo, desbarataba inevitablemente su propio cristianismo!

Desde «el cual no es débil para con vosotros» hasta el final del versículo 4 hay un paréntesis referido al carácter de su ministerio, conforme a los principios expuestos en el capítulo previo: la debilidad, y aquello que tendía al menosprecio de parte del hombre; el poder de parte de Dios, así como Cristo había sido crucificado en debilidad y fue resucitado por el poder divino. Si el apóstol mismo era débil, lo era en Cristo; y él vivía en Él, por el poder de Dios, para con los corintios. Cualquiera que fuese el caso con ellos, confiaba que no ignorasen que él no era ningún reprobado –esto es, indigno de su ministerio, pues aquí está él hablando de ministerio–, sino que hicieran el bien aun siendo él reprobado. No podía hacer nada en contra de la verdad, sino a favor de ella. No era dueño de los corintios por ningún interés propio, pues se conformaba con ser débil para que fueran ellos fuertes; él deseaba que fueran perfectos. Escribió, estando ausente, como había dicho, que cuando estuviera presente no fuese obligado a actuar con severidad, conforme a la autoridad que el Señor le había dado para edificación, no para destrucción.

Él había escrito lo que su corazón lleno y guiado por el Espíritu Santo le empujó a decir, y lo derramó todo; agotado ahora, por decirlo así, con el esfuerzo, concluye la epístola con unas cuantas frases breves: «Tened gozo, perfeccionaos, animaos, sed de un mismo sentir, y vivid en paz». No importa lo que pasara, esto era lo que él deseaba para ellos, y que el Dios de amor y de paz estuviese con ellos. Les deja este deseo exhortándoles a que se saluden unos a otros con afecto, como todos los santos, incluido él mismo, los saludaban, orando que la gracia del Señor Jesucristo, y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo, estuviera con todos ellos.

 

 

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Referencias

[1] El principio de esta Epístola presenta el poder experimental de aquello que es doctrinalmente enseñado en Romanos 5:12 hasta el capítulo 8, y es sumamente instructivo en este sentido. No son tanto así Colosenses y Efesios; el fruto práctico de la doctrina allí es la manifestación del propio carácter de Dios. No obstante, tenemos cumplido en cierto modo lo que se enseña en Colosenses.

[2] Este «nosotros conocemos» es de hecho una expresión técnica para la porción de los cristianos, conocida por ellos tal como aparece aquí. «Sabemos que la ley es espiritual», «Sabemos que el Hijo de Dios ha venido», etc.

[3] La verdad es que el tribunal hace patente nuestra certidumbre delante de Dios, pues como Él es, así somos nosotros en este mundo; y será cuando Cristo aparecerá que nosotros seremos semejantes a Él.

[4] Notemos que en el versículo 20, la palabra “vosotros” no tendría que aparecer. Era sólo la manera en que el apóstol cumplía su ministerio para el mundo.

[5] El pasaje es una cita de Isaías 49:8, que habla de la bendición que habría de efectuarse sobre los gentiles cuando Cristo hubiese sido rechazado por los judíos, y que sería traída por medio de la obra de Cristo y de Su resurrección.

[6] ¡Qué estado más bienaventurado es el del hombre que, al ser sacado de sí mismo y de un estado de relajada reflexión, es completamente absorbido por Dios y devuelto a Él, y cuando piensa con sobriedad y proporción se ocupa en amor de procurar el bien de sus hermanos, los miembros de Cristo. ¡Este hombre es tanto raptado en la contemplación de Dios y la comunión con Él, como lleno de Él para poder pensar en los demás en amor!

[7] El lector observará que el pasaje establece dos cosas ante nosotros: Dios está presente en la asamblea de aquellos que están separados del mundo, y camina entre ellos, como hizo en el caso de Israel en el desierto cuando habían salido de Egipto; y los individuos que componen la asamblea entran en la relación de hijos e hijas.

[8] Un corazón bondadoso no habla con presteza de los sentimientos, porque piensa en los de los demás y no en los de sí mismo. Pero no siente ningún temor cuando se presenta la ocasión de hacerlo, pues piensa en los demás y tiene una densidad de propósito en sus afectos detrás de toda inclinación que éstos puedan tener. El cristianismo da corazones bondadosos. Y además de esto, por su misma naturaleza, son corazones llenos de confianza que ganan, sin haberla buscado, la influencia que esta bondad de corazón no se proponía. El apóstol mantenía su verdadera relación para el bien de ellos.

[9] Este capítulo es en su conjunto muy asombroso. Tenemos a los cristianos en la condición más elevada y más baja: en el tercer cielo, y en el pecado más ruin. En el primero, un hombre en Cristo –verdadero en posición, si no en visión, de todos nosotros– el apóstol se gloría, y nosotros hacemos bien en gloriarnos también –esto es, en un hombre en Cristo. En cuanto a lo que él es en sí mismo, tiene que ser traído a la más expresiva insignificancia. Pero ni el gloriarse en el hombre en Cristo, ni el ser reducido a la insignificancia en la carne, son el poder. Este ser reducidos es el camino a este poder, pero después, no siendo nada, el poder de Cristo está con él, reposa sobre él, y aquí tiene él un poder en servicio, el hombre en Cristo su propio lugar –Cristo en, o Su poder sobre el hombre, para servir en fortaleza. Tenemos entonces la asimilación más elevada del Espíritu, el fracaso más bajo en la carne, y el camino de poder que no hace nada del último, sino que es el poder de Cristo que está ahí con nosotros en práctica mientras estamos en el cuerpo. Hay también el sentido de debilidad, la falta de proporción entre lo que somos en cuanto a vasos terrenales, y lo que es ministrado y disfrutado. No se trata meramente de lo que es malo, sino del vaso terrenal en donde está el tesoro.

 

Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz

 

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