SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA

— CARTA A LOS COLOSENSES —

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Introducción

La epístola a los Colosenses contempla al cristiano como resucitado con Cristo, a diferencia de la epístola a los Efesios, que lo considera sentado en los lugares celestiales con Cristo. Una esperanza es dispuesta para él en el cielo, donde tiene que poner sus afectos sobre las cosas de arriba, no sobre las de la tierra. Ha muerto con Cristo y está resucitado con Él, pero no todavía sentado en los lugares celestiales en Él. Tenemos en esta carta una prueba de lo que demuestran las otras epístolas, principalmente la bendita manera como nuestro Dios torna todas las cosas, en gracia, para el bien de los que le aman.

En la epístola a los Efesios desarrolló el Espíritu Santo los consejos de Dios tocantes a la Iglesia, sus privilegios. Los cristianos de Éfeso no tenían nada que pudiera serles reprochado[1], por lo tanto podía valerse el Espíritu Santo de esta ocasión que le propiciaba aquel fiel rebaño para desplegar todos los privilegios que Dios había ordenado finalmente para la Iglesia, en virtud de su unión con Jesucristo Cabeza de ella, así como los privilegios individuales de los hijos de Dios.

No sucedía lo mismo con los colosenses. Éstos habíanse apartado, en cierta medida, de esta porción bendita, y perdieron el sentido de su unión con la Cabeza del Cuerpo; y si cuando menos no era esto así, les intimidaba el peligro que los hacía propensos a caer bajo la influencia de los que buscaban desviarlos y sujetarlos a la filosofía y al judaísmo, de modo que el apóstol tuvo que ocuparse de este peligro, y no meramente de sus privilegios. Esta unión con nuestra cabeza -¡alabado sea Dios!- no puede ser rota; pero sí puede perderse como una verdad en la Iglesia, o que sus individuos dejen de tenerla en consideración. Demasiado bien conocemos esto de la Iglesia de nuestros días. Sin embargo, esto propicia la ocasión al Espíritu de Dios para hacer un desarrollo de las riquezas y de toda la perfección que se hallan en la Cabeza y en Su obra, a fin de poder recuperar a los miembros del Cuerpo de su flaqueza espiritual, o cuando menos conservarlos en el pleno disfrute práctico que esa unión ha conseguido para ellos. Para nosotros es una enseñanza consistente con las riquezas que están en la Cabeza.

Si la epístola a los Efesios delinea los privilegios del Cuerpo, la de los Colosenses revela la plenitud que está en la Cabeza, y nuestro ser completados en Él. Así, en la de los Efesios la Iglesia es la plenitud de Aquel que todo lo llena en todos; en la de los Colosenses, toda la plenitud de la Deidad habita corporalmente en Cristo, y nosotros somos completos en Él. Existe otra diferencia sin embargo, la cual es importante que destaquemos. En la epístola a los Colosenses no hallamos -excepto en la expresión «amor en el Espíritu- ninguna mención del Espíritu Santo. Éste es plenamente expuesto en Efesios. Pero por otra parte, tenemos a Cristo como nuestra vida mucho más desarrollado, de igual importancia en su lugar. En Efesios tenemos de manera más extensiva el contraste entre el paganismo, y el privilegio y estado del cristiano. La formación del alma que vive en una vivaz semejanza con Cristo, es la que se describe en Colosenses más profusamente, en las conocidas expresiones «Cristo en nosotros» que en «nosotros en Cristo», aunque no deban separarse la una de la otra. Otra diferencia más es que en Efesios la unidad del judío y del gentil en un Cuerpo ocupa una parte grande. En Colosenses, sólo los gentiles son contemplados, en relación con la doctrina del Cuerpo. Señaladas estas diferencias, podemos concluir que las dos epístolas se asemejan mucho en su carácter general.

Capítulo 1

Éstas comienzan casi de la misma manera[2]. Ambas fueron escritas desde Roma, mientras el apóstol era prisionero en aquella ciudad, y fueron enviadas por el mismo heraldo y en la misma ocasión, como probablemente lo fue la de Filemón. Los nombres y los saludos nos dan razones para creer que esto fue así. La carta dirigida a los efesios los coloca quizás en una relación más inmediata con Dios mismo, en lugar de presentarlos como en comunión fraternal sobre la tierra. Ellos no son llamados hermanos en Efesios 1:1, sólo santos y fieles en Cristo Jesús. Son contemplados como andando sobre la tierra en Colosenses, pero resucitados. De ahí que se haga una larga oración para su camino, presentada teniéndolos en cuenta en su condición de resucitados y en un terreno santo. En Efesios se comienza con el pleno propósito y fruto de los consejos de Dios. En esa epístola se expande el corazón del apóstol cuando siente las bendiciones que gozan los efesios. Eran bendecidos con toda bendición espiritual en los lugares celestiales con Cristo. Para los colosenses, había una esperanza preparada en el cielo. Hay un prefacio de muchos versículos que se refieren al evangelio que habían oído, y que presentan la oración del apóstol para su andadura y estado aquí abajo. Esto nos lleva donde Efesios 1:7 quiere llevarnos, con un desarrollo mucho más extendido de la gloria personal de Cristo, y en un modo más histórico de los presentes tratos de Dios. Se trata también de una carta a una iglesia más personal que la de los Efesios.

Consideremos más de cerca lo que se dice a los colosenses. El bendito llamamiento del que habla el apóstol (Ef. 1:3-10), y los privilegios de la herencia (vers. 11-14), no se encuentran en Colosenses. Resucitados, pero en esta tierra, no están sentados en los lugares celestiales, ni les son dadas todas las cosas como herencia. Ellos no están en Cristo allí, pero Cristo es en ellos la esperanza de la gloria. La oración a que nos hemos referido anteriormente llena todo el capítulo hasta que llegamos al terreno común de la gloria de Cristo en Colosenses 1:15; incluso aquí es expuesta la gloria divina de Cristo como el simple hecho del propósito de Dios en cuanto a Cristo en Efesios. No sólo carecemos de que sea nuestra la herencia de Dios, sino que en Colosenses no se habla de las arras del Espíritu como garantía de poseerla. No se habla en la epístola del Espíritu, sino de la vida. Tenemos la Persona y la gloria divina de Cristo, y nuestro ser completos en Él, en lo cual se hace más énfasis en Colosenses, mientras que no leemos del lugar de los santos con Dios. Además, como se considera a los santos sobre la tierra, no en Cristo en los cielos, es presentada su responsabilidad (cap. 1:23). Colosenses 1:3 da la respuesta a Efesios 1:16. Uno siente que hay más plenitud en el goce descrito en Efesios 1:16. La fe en Cristo y el amor a todos los santos se encuentran en cada exordio como la ocasión del goce del escritor.

El tema de su oración es bastante difícil. En los Efesios, donde desarrolla los consejos de Dios con respecto a la Iglesia, el apóstol ora para que los santos puedan comprenderlos, así como por el poder por medio del cual ellos puedan ser partícipes de dichos consejos. Pide que su andar sea guiado por la inteligencia divina. Esto pertenece a otra causa, al punto de vista desde el cual, en su discurso, él considera a los santos. Vimos que en la epístola a los Efesios, los contempla sentados en los lugares celestiales. Por consiguiente su herencia es la de todas las cosas que tienen que ser reunidas bajo Cristo como Cabeza. Aquí él ora por ellos teniendo en cuenta una esperanza dispuesta en el cielo que les pertenece, y su oración hace referencia, entonces, a su andar, a un andar que sea armonioso con el objeto que tienen por delante. Como están sobre la tierra acosándoles el peligro de no adherirse a la Cabeza, los creyentes en Colosas corrían el riesgo de apartarse de ese objeto. La oración por ellos había de producir el efecto contrario. Habían oído de esta esperanza perfecta y gloriosa, pues el evangelio la había anunciado por doquier.

Este evangelio que se predicaba con la conciencia de una esperanza preparada en los cielos, produjo un fruto entre los hombres caracterizado por su fuente celestial. Su religión, aquello que gobernaba el corazón de ellos en estas relaciones con Dios, era algo celestial. A los colosenses les amenazaba una caída en la corriente de los mandamientos y de las costumbres religiosas del hombre que vivía en este mundo, cuya religión además provenía del mundo donde ellos estaban y no estaba iluminada, ni recibía la luz del cielo. Nada excepto una unión consciente con Cristo puede darnos un lugar seguro aquí. Mandamientos que quieren ayudar a llegar hasta Él no tienen ninguna cabida donde nosotros estamos unidos a Él. Tampoco la tiene la filosofía de los pensamientos humanos allí donde nosotros poseemos divinamente en Cristo otros distintos.

Sin embargo, qué precioso es -aun no hallándonos a la altura de nuestro llamamiento- tener un objeto dispuesto ante nuestros corazones que nos libera de este mundo y de las influencias que ocultan a Dios de nosotros. Éste es el objeto del apóstol en esta escritura. Quiere dirigir la mirada de los colosenses al cielo para que puedan avistar a Cristo allí, y recuperen el sentido de su unión con la Cabeza que en cierta medida habían perdido, o estaban a punto de perderlo. Las bases estaban puestas no obstante -la fe en Cristo y el amor a todos los santos. Sólo necesitaban ser conscientes de su unión con la Cabeza, solamente la cual podía mantenerlos dentro del elemento celestial por encima de los mandamientos, y sobre toda religión humana y terrenal.

Con tal de reanimarles, el apóstol parte del principio, como es costumbre en él, de empezar a hablarles de lo bueno que había en los santos a quienes escribía. Esta esperanza celestial los había alcanzado y había producido fruto en ellos. Esto es lo que distingue el cristianismo de todas las demás religiones, especialmente del sistema judío, que -aunque los individuos que por gracia estaban en él anhelaban el cielo- ocultaba a Dios tras el velo y sellaba la conciencia con una serie de ordenanzas que guardaban de Él una distancia.

Basándose en esta esperanza que situaba la vida interior de los cristianos en relación con el cielo, el apóstol ruega que los colosenses sean llenos del conocimiento de la voluntad de Dios en toda sabiduría y entendimiento espiritual. Es el fruto de la relación con Dios de un hombre resucitado sobre la tierra. Esto es algo muy distinto de los mandamientos y las ordenanzas. Es el fruto de la comunión íntima con Dios, del conocimiento de Su carácter y de Su naturaleza en virtud de esta comunión; y aunque se refiera a la vida práctica, como perteneciendo a la vida interior, deja completamente atrás las ordenanzas. El apóstol tuvo que empezar en este fin práctico, donde comienza la vida cristiana. Quizás no comprendieron al principio los colosenses el significado de estas enseñanzas, pero éstas contenían un principio que había sido ya plantado en su corazón y capaz de renacer para conducirlos hasta el punto que se proponía tocar el apóstol, y era al mismo tiempo un privilegio precioso que estuvieran en una posición que les permitiese asimilar el valor de dicho privilegio. Esto es la caridad. Desarrolla el apóstol los privilegios de ellos en este sentido con fuerza y claridad, como uno que conocía de cerca este andar, y además con el poder del Espíritu de Dios. Ellos no están en el cielo, sino en la tierra, y éste es el camino conveniente para los que están resucitados con Cristo y mirando al cielo desde la tierra. Es la vida divina en la tierra, no el Espíritu Santo que hace del alma del creyente centro de los consejos divinos, como en Efesios 3, a través de la morada de Cristo por la fe en el corazón.

El primer principio de esta vida práctica y celestial era el conocimiento de la voluntad de Dios -el ser llenos de ella, anhelándola no como quien anhela algo fuera de él, ni con indecisión ni incertidumbre respecto a lo que puede significar, sino solamente ser llenos de ella por un principio de inteligencia que viene de Él y forma el entendimiento y la sabiduría del cristiano mismo. El carácter de Dios se traducía vivazmente en la apreciación de todo lo que hacía el cristiano. Observemos aquí que el conocimiento de la voluntad de Dios se basa en el estado espiritual del alma -sabiduría y entendimiento espiritual. Esto tiene toda su importancia práctica. Ninguna dirección que imprima el hombre a su conducta puede llegar a satisfacerle, antes le evita la necesidad del conocimiento espiritual. Indudablemente, una mente más espiritual puede ayudarme a discernir la voluntad de Dios[3]; pero Dios relaciona el descubrimiento de la senda de Su voluntad y de Su camino con el estado interior del alma, y nos hace pasar a través de circunstancias en nuestra vida terrenal para probarnos y dejarnos convencidos de lo que es este estado, ejercitándonos en él. El cristiano conoce los caminos de Dios por medio de su estado espiritual. La Palabra es el medio (comparar Juan 17:17, 19). Dios tiene un camino propio que no ha conocido ojo de ave, y que sólo sabe el hombre espiritual, relacionándose y derivándose todo del conocimiento de Dios (comparar Éxodo 33:13). Así, el cristiano marcha dignamente del Señor, conoce lo que es propio de Él[4], y traza su andar en consecuencia con ello, de modo que puede complacerle en todas las cosas y llevar fruto en cada buena obra, creciendo por el conocimiento de Dios.

No era luego el carácter de la vida solamente: esta vida era productiva; daba fruto, y a medida que crecía lo hacía por un creciente conocimiento de Dios. Esta relación con Dios introduce otra consideración muy preciosa. Además del carácter y la viva energía que se relacionan con este conocimiento, la fuerza del Señor[5] es desarrollada también en ella. Derivaban dicha fuerza de Él. Se la daba a ellos para que pudieran andar así. «Fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad». Tal es la medida de la energía del cristiano para una vida en armonía con el carácter de Dios. Así es revelado el carácter de esta vida en la gloria celestial en los cielos, Jesucristo. Su manifestación en la tierra -como había sido en Jesucristo- se realiza en toda paciencia y longanimidad con gozo, en medio del dolor y las angustias que conlleva la vida de Dios en este mundo. Esta forma de la vida es también sorprendente: toda fuerza divina conforme a Su gloria es dada para poder ejercitar la paciencia, y resistir. ¡Qué carácter confiere a la vida del cristiano en este mundo! Se produce una conducta generosa con otros que nos capacita mantenerla. No se trata de un fruto más manifiesto de poder que esto. La voluntad es aquí también sometida. A pesar de todo lo que hemos de resistir, tenemos un gozo constante con Dios. Es una bendita figura de la forma en que se manifiesta la vida divina.

Aquí hace relación el apóstol de esta vida de paciencia con lo que constituye su fuente, su objetivo, y su posesión actual por la fe. Andando así estamos llenos de gozo, y damos gracias al Padre que nos ha hecho[6] aptos para compartir la porción de los santos en luz. Los santos son establecidos aquí en su propia relación con Dios su Padre en los cielos -en la luz, lo cual Dios es, y en la cual Él habita. Tenemos el estado del alma, el carácter de la andadura, y la fuerza con la que la realizamos. En cuanto a la aptitud para Dios en la luz, ya la poseemos. Somos trasladados al reino del amado Hijo de Dios.

Los medios empleados, y el carácter práctico de la obra que nos pone en la luz, son entonces presentados, y nos introducen -hasta donde lo hace Colosenses- en los consejos de Dios, pero de una manera práctica, en sus resultados futuros o presentes, no en consejo o como el misterios de Su voluntad.

El Padre nos ha liberado del poder de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de Su amor. Esto no es una norma judía para el hombre. Es una operación del poder de Dios, quien nos trata completamente por naturaleza como los esclavos de Satanás y de las tinieblas, y nos coloca por un hecho de ese poder en una posición completamente nueva y en una relación con Él. Si examinamos los principios desde su origen, nos damos cuenta aquí de la misma cosa que en Efesios 1:4, 5, 5; 2:1-6, en cuanto a nuestra posición de antes. Es evidente que no se halla la plenitud definitiva de una nueva creación[7]. «La herencia de los santos en luz», «El reino de su amado Hijo» nos recuerdan a Efesios 1:4, 5; pero no son la misma cosa; están en la mente de Dios, y se trata de nuestra adaptación a ellas aquí abajo. No tienen que ver con el desarrollo de una posición con la cual uno está familiarizado con motivo de estar en ella. El poder y el amor del Padre nos han hecho aptos para ella, y aunque el carácter de Dios sean necesariamente allí luz y amor, conforme a Su relación con Su Hijo, lo que tenemos aquí no es nuestra relación con Dios mismo, fuera de la cuestión de dónde nos tomó Él, sino la obra en general que nos emplaza allí en contraste con nuestra previa condición. Él nos ha liberado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de Su amado Hijo; participamos de la herencia de los santos en luz: ¿pero dónde está el santo sin mancha e irreprensible delante de Él en amor? ¿Dónde está nuestra relación con Él, conforme a los consejos de Aquel que tuvo esa buena predisposición en Su propio corazón? ¿Dónde están los hijos para Sí mismo por medio de Jesucristo, a través de Su predestinación antes de que el mundo fuese?

La liberación en Efesios se manifiesta como consecuencia de la posición en la que sus herederos, objetos de los consejos eternos de Dios, son considerados[8]. Aquí la liberación es el principal sujeto. ¡Qué peligroso y desastroso puede ser alejarse de la Cabeza y perder el completo conocimiento que tenemos, bajo su luz, de nuestra unión con Él! ¡Qué perfecta y preciosa es esa gracia que presta atención a nuestra condición sacándonos de ella para Dios, y que nos hace gozar -conforme al poder de la gracia de Dios- la inestimable posición que Él nos ha dado en Cristo!

El medio que Cristo emplea aquí para llevar esta obra a término es el desarrollo de la gloria del Señor, del Hijo de su amor.

Solamente aquí, creo yo, el reino es llamado el reino del Hijo; y también pienso que se llama así para presentar Su Persona como el centro de todo y dándonos la medida de la grandeza de la bendición. Es el reino de Uno que tiene este lugar, el Hijo de Su amor, dentro del cual somos introducidos. En realidad es Su reino, y a fin de que podamos comprender el carácter de este reino como lo es ahora para nosotros, y de nuestra proximidad a Dios como teniendo parte en Él, es llamado el reino del Hijo de Su amor. Esto es lo que constituye el presente fundamento y característica de la relación con Dios de aquellos que están verdaderamente en el reino y son de él. Como reino del Hijo del Hombre, es a partir de aquí Su manifestación en gloria y en gobierno. Lo caracteriza la relación del Hijo mismo con el Padre, en Su Persona, además de lo que nos da un pleno derecho a compartirla por la redención a través de Su sangre, el perdón de los pecados.

Habiéndonos presentado el apóstol al Hijo en Su relación con el Padre, como el objeto poderoso y central que tenía que atraer el corazón de los colosenses para dejarlo libre del yugo de las ordenanzas, se esbozan ahora las diferentes partes de la gloria de esa Persona. Si por lo tanto carecemos de la propia gloria de la asamblea, se nos presenta con mucho más relieve aquella de Jesús. De esta manera crea Dios algo bueno de lo malo, alimentando en cada momento a Su amado pueblo.

El Señor Jesús es la imagen del Dios invisible. Es en el Hijo de Su amor que vemos lo que Dios es (comparar Juan 1:18; y también 1 Juan 1:2). Éste es el primer carácter de Su gloria personal, el centro esencial de todo el resto. Como consecuencia de este propio carácter de Su Persona, asume por derecho la posición de representar a Dios en la creación. Adán fue creado a la imagen de Dios, y colocado como centro en una creación que estaba sujeta a él. Pero después de todo, era solamente una figura del Cristo, de Aquel que tenía que venir. El Hijo, en Su misma Persona, en Su naturaleza -y para nosotros como en el seno del Padre- es Aquel que da a conocer a Dios, porque le presenta en Su propia Persona y en una revelación plena de Su ser y de Su carácter delante de los hombres y en todo el universo; pues toda la plenitud de la Deidad habita en Él corporalmente. No obstante, Él es un Hombre, visto así por los ángeles. Nosotros le hemos visto bien con nuestros ojos, bien con fe. Así Él es la imagen del Dios invisible. El carácter perfecto y la viva representación del Dios invisible es lo que hemos visto en Él. ¡Asombrosa verdad para nosotros con respecto a la Persona de nuestro Salvador!

¿Qué lugar ocupa Él en la creación cuando ha entrado en ella conforme a los consejos eternos de Dios? Sólo puede tener uno, el de una supremacía incuestionable e incontrovertible. Él es el primogénito de toda creación; esto es un nombre relativo, no uno de fecha con respecto al tiempo. Se dice de Salomón: «Yo también le nombraré mi primogénito, El más excelso de los reyes de la tierra». Así el Creador, cuando toma un lugar en la creación, es necesariamente Cabeza de la misma. Todavía no ha hecho valer Sus derechos, porque en gracia quería cumplir la redención. Nos referimos aquí a Sus derechos, derechos que la fe reconoce.

Él es entonces la imagen del Dios invisible, y, cuando toma su lugar en ella, es el primogénito de toda creación. Merece la pena que observemos la razón de ello, simple pero maravillosa: Él la creó. Fue en la Persona del Hijo que Dios actuó, cuando por medio de Su poder creó todas las cosas, sean en el cielo o en la tierra, visible e invisible. Todo lo que es grande y excelso no es otra cosa que la obra de Sus manos; todo ha sido creado por Él (el Hijo) y para Él. Cuando toma entonces posesión de ella, lo hace por una herencia de derecho. Verdad maravillosa, que Aquel que nos ha redimido, y se hizo a Sí mismo Hombre, como uno de nosotros según la carne, para poder tomar tal forma, es el Creador. Ésta es la verdad.

En relación con esta verdad admirable, era una parte de los consejos de Dios que el hombre dominara sobre todas las obras de Sus manos. Entonces Cristo, como Hombre, tiene el derecho de Su creación, y de hecho tomará posesión de ella. Esta parte de la verdad que estamos comentando es tratada en Hebreos 2; allí la consideraremos. La presento aquí meramente para que entendamos las circunstancias bajo las cuales el Hijo toma posesión. El Espíritu habla de Aquel que es Hombre, pero de Aquel que es al mismo tiempo Creador de todas las cosas, el Hijo de Dios. Fueron creadas por Él, y en consecuencia fueron también creadas para Él.

De esta manera, tenemos hasta este momento la gloria de la Persona de Cristo y su gloria en la creación en conexión con su Persona. La imagen del Dios invisible se ve en Él, quien ha creado todas las cosas. Todas son para Él, y Él es el primogénito de todo lo que se ha creado.

Otra categoría de la gloria, otra supremacía, se nos presenta ahora. Él toma un lugar especial en relación con la asamblea en el poder de la resurrección. Es la introducción de un poder divino, no en la creación sino en el imperio de la muerte,  a fin de que otros puedan participar de Su gloria por medio de la redención, y por el poder de la vida en Él. Por decirlo así, la primera gloria fue natural, la última es especial y adquirida, en virtud de la gloria de Su Persona también, que tuvo que padecer la muerte y todo el poder del enemigo en ella. Por consiguiente hay una relación, como acabamos de decir, con la redención, y con la introducción de otros en la participación de los mismos privilegios. Él es la Cabeza del Cuerpo que es la asamblea, el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia. Es el Primogénito[9] de la creación, conforme al poder de la resurrección, en este nuevo orden de cosas en las que el hombre es predestinado a una posición completamente nueva, obtenida por medio de la redención, y en la cual participa en la gloria de Dios -hasta donde puede participar todo aquello que es creado-, y ello haciéndolo en la vida divina en Jesucristo, el Hijo de Dios y la vida eterna; y en cuanto a la asamblea, como miembros de Su cuerpo. Él es el Primogénito de la creación, el Primogénito de entre los muertos; el Creador y el conquistador de la muerte y del poder del enemigo. Éstas son las dos esferas donde se manifiesta la gloria de Dios. La posición especial de la asamblea, el Cuerpo de Cristo, forma parte de la última. Él debe tener esta gloria de resurrección, la preeminencia universal así como la superioridad por ser Hombre, pues toda la plenitud, esto es, de la Deidad, ver el capítulo 2:9) tuvo a bien hacer morada en Él. ¿Qué otro lugar podría tener sino el primero en todas las cosas? Antes de hablar de lo que viene a continuación, vamos a considerar algunas observaciones complementarias de lo que hemos dicho.

El Hijo nos es presentado aquí como Creador, sin por ello excluir el poder del Padre ni la operación del Espíritu. Éstos son uno, pero se trata del Hijo quien es aquí manifiesto ante nosotros. En Juan 1 es el Verbo que crea todas las cosas. Aquí, en Hebreos 1, le vemos bajo el nombre de Hijo, el cual, quien es también el Verbo, no es revelado. Él es el Verbo de Dios, la expresión de Su pensamiento y de Su poder. Es por medio de Él que Dios hace la obra y revelación de Sí mismo. Él es también el Hijo de Dios; y especialmente, el Hijo del Padre, que nos revela al Hijo, y aquel que le ha visto ha visto al Padre. Por cuanto nació en este mundo por la operación de Dios a través del Espíritu Santo, Él es el Hijo de Dios (Salmo 2:7; Lucas 1:35). Pero esto es en el tiempo, cuando la creación ya es la escena de la manifestación de los caminos y consejos de Dios. Sin embargo, el Hijo es también el nombre de la propia relación de Su gloriosa Persona con el Padre antes de que el mundo fuese. Es en este carácter que Él creó todas las cosas. El Hijo tiene que ser glorificado igual que el Padre. Si se humilla a Sí mismo, como lo hizo por nosotros, todas las cosas le son entregadas en Sus manos para que Su gloria sea manifestada en la misma naturaleza que asumió para poder humillarse. Así queda manifestado el poder de vida y de Dios en Él por medio de la resurrección, de manera que es declarado el Hijo de Dios con poder por la resurrección. Ésta es la prueba de ello.

En la Epístola a los Colosenses lo que tenemos expuesto ante nosotros es la propia gloria de Su Persona como el Hijo antes de que el mundo fuese. Él es el Creador como Hijo. Es importante que observemos esto. Las personas no están separadas cuando se manifiestan. Si el Hijo hizo milagros sobre la tierra, echó fuera a los demonios por el Espíritu; y el Padre que habita en Él (en Cristo) hacía las obras. No debemos olvidar, que lo que se dice de Su completa Persona, del Hombre sobre la tierra, queda dicho, cuando se trata de Su manifestación en carne. No se trata de que nosotros no hagamos la separación en nuestra mente entre la divinidad y la humanidad, pero incluso al separarlas, lo hacemos pensando en aquella Persona con respecto a la cual hacemos la distinción. Decimos que Cristo es Dios, que Cristo es Hombre; pero es Cristo quien es los dos. Esto no lo digo como apunte teológico, sino que lo digo para atraer la atención del lector sobre esta notable expresión: «Toda la plenitud tuvo a bien hacer morada en Él.» Toda la plenitud de la Deidad se encontraba en Cristo.

Los gnósticos, que en años recientes habían perturbado tanto a la asamblea, utilizaban esta palabra «plenitud» en un sentido místico y peculiar para la suma y la fuente de la divinidad que existía en cuatro pares de seres -syzygios-, siendo Cristo sólo un par de ellos[10]. Después de todo, se utilizaba en el sentido de una localidad; pues tenía un horos, unos límites que lo separaban de todo lo demás. Es innecesario que nos demoremos en sus fantasías, excepto para observar que, con diferentes sombras de pensamiento, atribuyen la creación a un dios bien inferior, bien malvado, quien también fue el autor del Antiguo Testamento. Decían que la materia no procedía del Dios supremo. No comían carne; no se casaban; y al mismo tiempo se entregaban a toda suerte de horrores y disolución; y aunque suene extraño, se asociaban con el judaísmo y adoraban a los ángeles.

El apóstol solía entrar en conflicto con estos instrumentos de Satanás. Pedro también los menciona. Aquí expone Pablo, por la Palabra de Dios, toda la plenitud de la divinidad de Cristo. Lejos de pertenecer a algo inferior, una emanación, o de tener cualquier lugar exaltado en esas interminables genealogías, toda la plenitud habitaba en Él. ¡Gloriosa verdad con respecto a la Persona del Señor nuestro Salvador! Podemos dejar todas las necias cavilaciones del hombre en su oscuridad y disfrutar la luz perfecta de esta plenitud gloriosa de Dios en nuestra Cabeza y Señor. Toda la plenitud estaba en Él. Conocemos efectivamente al Padre, pero revelado por medio de Él. Poseemos en efecto el Espíritu, pero la plenitud del Espíritu estaba en Él, porque habiendo llevado a término nuestra redención y purificación, recibió luego este Espíritu por nosotros. Y Dios mismo en toda Su plenitud fue revelado sin reservas en la Persona de Cristo. Este Cristo es nuestro, nuestro Salvador, nuestro Señor. Él se nos ha manifestado a nosotros y por nosotros. ¡Qué gloriosa verdad!

Es debido a Su propia gloria, no lo dudemos, que Él sea conocido como lo es, como amor; y no es menos verdad que esta revelación hablaba directamente de nosotros. No es solamente que el Hijo revela al Padre, precioso y dulce hecho como puede serlo; es la plenitud de la Deidad como tal la que es revelada y manifestada en Cristo. Fue beneplácito de la plenitud habitar allí.

Cristo no fue sólo la Cabeza de la creación en virtud de la gloria divina de Su Persona, y la Cabeza de la asamblea resucitada de entre los muertos y victoriosa sobre el poder del enemigo; la creación, y todos aquellos que tenían que componer la asamblea, estaban por igual alejados de Dios, y esta última lo estaba por voluntad. Para venir a una relación con Dios debían ser reconciliados con Él. Ésta es la segunda parte de la gloria de Cristo. No sólo fue beneplácito de la plenitud de la Deidad habitar en Él, sino reconciliar por medio de Él todas las cosas a Sí mismo, habiendo obtenido la paz por la sangre de la cruz. Esta reconciliación de cosas en el cielo así como en la tierra no se ha realizado aún. La paz es hecha por medio de la sangre, pero el poder no había venido aún para introducir al conjunto en la presente relación con Dios según el valor de esa sangre.

En Israel, entonces, la sangre era puesta sobre el propiciatorio y se hacía la expiación, la paz. Además, se rociaba todo, y el pueblo confesaba sus pecados. Con respecto a Israel y a la creación, esto aún no había sido hecho. Lo que es exterior, todavía lo vemos a una distancia de Dios, aunque la paz sea hecha. Sabemos que es la buena voluntad de Dios reconciliar todas las cosas en el cielo y sobre la tierra, en virtud de esta sangre. Todo será restaurado a su orden bajo un nuevo mandato. Los culpables permaneciendo en sus pecados, quedarán fuera de esta escena bendita, pero el cielo y la tierra serán completamente liberados del poder del mal -e incluso de la presencia del mismo mientras dure el milenio, en cuanto a que no podrá manifestarse, y luego aún, absolutamente libre de su misma presencia- en virtud de aquella sangre que hizo la separación entre el bien y el mal, conforme al carácter de Dios mismo, y que glorificó a Dios cuando se hizo la paz. Dios puede actuar libremente para bendecir; pero aquí la obra es doble, como la gloria de la Persona de Cristo, y se refiere a los mismos objetos como gloria de Él. Entra en los consejos de Dios el reconciliar a Sí mismo todas las cosas en el cielo y sobre la tierra a través de Cristo. A los cristianos ya los ha reconciliado. Una vez contaminados, como criaturas que eran, y además enemigos en su mente, los ha reconciliado en el cuerpo de Su carne por medio de la muerte. La obra perfecta que Cristo cumplió en Su cuerpo, borrando nuestros pecados y glorificando perfectamente a Dios Su Padre, nos ha traído a la relación con Dios en Su santidad conforme a la eficacia de esa obra; es decir, que es eficaz para presentarnos, perfectamente reconciliados, santos, sin mancha e irreprensibles, delante de Su rostro; y siendo conscientes de ello, y del amor y del favor que lo hicieron posible, a fin de que el corazón sea llevado a Dios en el sentido de todo ello. Somos reconciliados con Dios. Esto supone nuestra continuación firme en la fe hasta el final.

La posición de los colosenses permitía este inciso de advertencia, en la cual son considerados como andando sobre la tierra[11]. Vimos que se habían apartado un poco, o bien que corrían el riesgo de apartarse del ser conscientes de su unión con Cristo.

También es de destacar que el apóstol habla de su evangelio esparcido por todo el mundo. La gracia había sobrepasado los estrechos límites del judaísmo y la expectativa del Mesías, a fin de dar a conocer el testimonio del perfecto amor de Dios en toda la creación debajo del cielo, de la cual Pablo fue el instrumento como apóstol de los gentiles[12].

Hasta aquí ha puesto delante de nosotros el Espíritu de Dios las dos preeminencias de Cristo, sobre la creación y sobre la asamblea, y las dos reconciliaciones que responden a estas dos, en primer lugar, la de las cosas sobre las cuales Cristo es puesto como Cabeza, esto es, de todas las cosas en el cielo y en la tierra; y en segundo lugar, la de los cristianos mismos. Esta última está ya cumplida, pero la primera aún ha de venir. El ministerio del apóstol tenía ahora el mismo doble carácter. Está claro que no tiene que predicar en el cielo, pero su ministerio se ejerce en cada lugar debajo del cielo allí donde haya un alma para escucharlo. Él es ministro de este evangelio; y luego es ministro de la asamblea, un servicio o ministerio distinto, el cual da a conocer su verdadera posición y sus privilegios, relacionados en realidad con el otros. El evangelio también salió a los gentiles para introducirlos en él (vers. 23, 25). Con esta última instrucción completó la Palabra de Dios: un principio importante respecto a la autoridad exclusiva de la Palabra escrita, el cual muestra que su totalidad ya existe, y que demuestran los temas que la componen. Temas que ya son totalmente completos, excluyendo aquellos que la gente quiera introducir. El conjunto de verdades que Dios tenía que tratar, para revelarnos la gloria de Cristo y darnos una enseñanza completa conforme a Su sabiduría, llega a su totalidad cuando la doctrina de la asamblea es revelada. No había otros que debieran ser introducidos[13].

Esta doctrina en particular exponía al apóstol a la persecución y sufrimientos que los judíos especialmente, y el enemigo, buscaban infligirle. Sin embargo, él se regocijaba en ello tomándolo como privilegio, porque Cristo había sufrido por causa de Su amor por la asamblea, para los Suyos. Aquí habla el apóstol, no de la eficacia de Su muerte, sino del amor que le condujo hasta este sufrimiento. Mirándolo desde este punto de vista, el apóstol podía participar de Sus sufrimientos, y nosotros también en nuestra pequeña medida; pero el apóstol participaba de manera peculiar como el especial testimonio portador de esta verdad. Si Cristo hubiera aceptado la posición de Mesías tal como la quería el hombre, habría sido bien recibido. Si Pablo hubiese predicado la circuncisión, habría cesado la ofensa de la cruz. El hombre habría podido participar de la religión de Dios, si la religión divina hubiese reconocido al hombre en la carne. Pero si Dios se revela, si Su gracia se extiende a los gentiles, si por esta gracia, y sin tener más respeto para el judío que para el gentil, Él forma una asamblea, la cual es el Cuerpo de Cristo y que comparte la gloria celestial de Su Hijo, esto es lo que la carne no puede resistir. Para quedar excluida como algo de ningún valor delante de Dios, incluso haciendo su religión, podrá esforzarse lo que quiera, pero es para ella insoportable. Ésta es la fuente de donde proviene la enemistad del espíritu judaizante, que está fundada en la carne, en el hombre, y que reaparece constantemente en la historia del apóstol, bien estimulando el odio de los paganos, bien corrompiendo la doctrina de Cristo y la simplicidad del evangelio. La religión de la carne se jacta de sus propios privilegios peculiares (ver Fil. Cap. 3).

Tenemos así un doble ministerio, así como una doble preeminencia de Cristo, y una doble reconciliación. Ambas tienen una relación similar entre ellas: Cristo, la Cabeza de todas las cosas en el cielo y en la tierra, Cabeza de la asamblea; todas las cosas en el cielo y en la tierra tienen que ser reconciliadas. Pablo ejerce su ministerio en toda la creación debajo del cielo, es ministro de la asamblea. Naturalmente, su ministerio se limitaba a la tierra. El significado y alcance de la gloria de Cristo, y del ministerio, cruzaban más allá de los límites del judaísmo, contrastándose con todo el sistema.

Insiste luego el apóstol en la segunda parte de su ministerio, de lo que acababa de hablar: se detenía particularmente en aquello que podía colmar las necesidades de los colosenses; daba su desarrollo para afirmarlos en el disfrute de todo el conjunto de estas verdades preciosas. Él completó la Palabra de Dios anunciando este misterio que había estado oculto en todas las edades y generaciones, pero que ahora se manifestaba a los santos. Ninguna manifestación de los caminos de Dios desde la creación contuvo el misterio que contenía ahora la doctrina de la asamblea, por muy fundada que hubiera estado en las verdades de la revelación de Dios, de Su poder, o de Sus pensamientos, los cuales formaban su base y le conferían su carácter. Este misterio no fue comunicado a nadie de aquellos que formaban parte del sistema que le precedió, o quienes eran simplemente el medio de luz a los otros como instrumentos en la revelación de la luz de Dios. Ángeles, hombres y profetas eran totalmente ignorantes del mismo. La asamblea -este Cuerpo unido al Hijo de Dios hecho Hombre y glorificado- y el llamamiento de los gentiles a esa unidad, estaban escondidos de todos ellos.

Cuando Cristo la Cabeza de la asamblea fue glorificado, el misterio de este Cuerpo fue dado a conocer. El apóstol hace aquí hincapié en un aspecto particular de este asunto, el cual, después de la Persona de Cristo, forma el centro de todos los caminos de Dios. Este aspecto es Cristo en nosotros, especialmente como gentiles, la esperanza de gloria. Y otra vez en ello vemos cómo los santos son vistos sobre la tierra, aunque en el poder de resurrección. El aspecto que muestra aquí el misterio es que Cristo está con nosotros aquí abajo, no unidos con Él realmente en la gloria, pero nunca separados de este hecho. En realidad, este misterio era un pensamiento nuevo en cada sentido, una nueva verdad. Lo que se conocía era un Mesías que debía manifestarse entre los judíos, el cumplimiento de la gloria en medio de ellos; teniendo parte la mayoría de los gentiles en ello, como subordinados al pueblo de Dios. Pero según la doctrina de la asamblea, Cristo moraba de manera no visible en medio de los gentiles[14], e incluso en ellos; y en cuanto a la gloria, Él fue solamente la esperanza de ella. Un Cristo morando en los corazones de los hombres, y en aquellos anteriormente rechazados y ajenos a las promesas, llenando sus corazones de gozo y de gloria en el conocimiento de la unión con Él mismo. Éste era el magnífico misterio preparado por Dios para bendición de los gentiles. Fue este Cristo, al cual Pablo predicaba advirtiendo a todos los hombres y enseñándolos conforme al pleno desarrollo de la sabiduría de Dios, quien hizo una gran obra por el Espíritu en el corazón del apóstol para que éste presentara a cada cual en un estado espiritual que respondiera a esta revelación de Cristo, como siendo también fruto de ella. No se trataba que cada cual iba a recibirla, sino de que ya no existían más limites para su recepción. Toda distinción que los separaba fue eliminada, tanto en lo que se refiere a los pecados como a la gracia, y sólo restaba una cosa por hacer: buscar que cada cual, por el poder de la Palabra y del Espíritu, fuera reflejo de Cristo y creciera a la estatura de Su plenitud, como está revelado en la doctrina que se le encomendó al apóstol. Él laboró para esto conforme a la obra de Cristo en Él, pues Cristo no era solamente el objeto, sino el poder que se manifestó en la formación de almas según Su propia imagen.

 

Capítulo 2

Este poder efectuado en la debilidad del apóstol en un corazón humano que sentía las necesidades de los hombres y las problemáticas que salían al paso; los sentía como hombre, si bien coforme a Dios, y fue el fruto de Su amor. Deseaba que los colosenses entiendieran el conflicto que él tenía por causa de ellos, y por todos aquellos que nunca le habían visto, para que se sintiesen fortalecidos y profundamente unidos en el amor; de esta manera podrían comprender, en todo lo que tiene de rica una plena seguridad, el misterio de Dios.

El apóstol sentía que esto era lo que ellos necesitaban y que les sería de bendición. Sabía que la unión con Cristo, comprendida desde el corazón, era una salvaguarda de las artimañas del enemigo, a las que estaban expuestos los colosenses. Conocía el inestimable valor de esta unión, e incluso el alcance de la misma a través de la fe. Trabajaba, luchaba en oración -pues era ciertamente un conflicto- a fin de que todo el sentido de esta unión con la Cabeza gloriosa pudiera cobrar vida en sus corazones y que el Cristo ensalzado pudiera estar en ellos por la fe. Todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento se basaban en el misterio, el cual era para sus corazones el centro y el poder. No tenían por qué buscar en otras partes. La falsamente llamada ciencia podía engatusarles con pretensiones a las que la simplicidad de las doctrinas de Cristo no llegaba, pero de hecho la sabiduría de Dios y las profundidades de Sus consejos eclipsaban estos dudosos intentos de la mente humana trasladándolos a una región apartada. Además, ellos eran verdad -realidad- en vez de solamente ser las criaturas de la imaginación que inspira el enemigo.

Por este motivo, el apóstol ha presentado estas maravillosas relaciones de Dios respecto a la doble gloria de Cristo, y con respecto a Su Persona. Él las declaró con el objeto de que nadie sedujera a los colosenses con palabras engañosas. Se aprovecha del orden existente entre ellos, y de su fe para guardarlos del peligro en el que se encontraban por causa de estos razonamientos, los cuales podían deslizarse dentro de sus mentes inadvertidamente mientras todo seguía su rumbo correcto y el conocimiento de su fe no quedaba afectado. Esto ocurre a menudo. La gente tiene fe en Cristo, caminan bien, y no perciben que ciertas ideas derriban esa fe. Sin embargo ellos lo admitirán, a la par que mantendrán la profesión de la fe junto con estas ideas. La fuerza de la verdad y el sentido de la unión con Cristo, así como la simplicidad que se halla en Él, acaban perdiéndose. Hasta aquí el enemigo ha logrado su fin. Lo que se acaba obteniendo no es un desarrollo de Cristo, sino algo ajeno a Él.

Por ello que el apóstol diga: «De la manera que recibisteis al Señor Jesucristo, andad así en él, arraigados y sobreedificados en él, y consolidados en la fe, así como fuisteis enseñados». Cuando hemos recibido a Cristo, todo lo demás no es otra cosa que un desarrollo de lo que Él es y de la gloria que los consejos de Dios han puesto en relación con Su Persona. El conocimiento, o el pretendido conocimiento, fuera de esto, conseguirá apartarnos de Él, desviará nuestros corazones de la influencia de Su gloria, lanzándonos hacia falsedades, y llevará a nuestras almas a una relación con la creación aparte de Dios, y sin necesidad de poseer la clave de Sus propósitos. Puesto que el hombre es incapaz de profundizar en lo que existe, ni de explicárselo a sí mismo, sus esfuerzos la hacen inventarse un cuerpo de ideas sin fundamento y llenar el vacío que se halla en este conocimiento dado por la ignorancia que tiene de Dios, y de su alejamiento de Él, a través de especulaciones en las que Satanás juega su importante papel sin que el hombre llegue siquiera a sospecharlo.

Como hijo de Adán, el hombre no está en el centro del vasto sistema de los caminos de Dios. Ajeno a Cristo y sin Cristo, desconoce el centro. Especula sin fundamento y sin ningún fin, para perderse sin remedio. Su conocimiento del bien y del mal, y la energía de sus facultades morales, sólo acaban por desviarle porque las emplea en asuntos más elevados que aquellos que hacen referencia solamente a las cosas físicas, y producen en él la necesidad de reconciliar principios en apariencia incoherentes que no pueden reconciliarse dejando a Cristo fuera. Por otra parte, la tendencia del hombre es siempre la de hacerse a sí mismo el centro de todo, lo que convierte en falsas todas las cosas.

Los cristianos, por lo tanto, deberían andar con simplicidad en los caminos del Señor, de igual manera que han recibido así a Cristo. Su progreso debería notarse en el conocimiento de Cristo, el verdadero centro y plenitud de todas las cosas.

Cuando el hombre se ocupa de las cosas bajo un punto de vista filosófico, la insuficiencia de sus recursos lo arrojan en manos de un líder intelectual y a la tradición, y cuando la religión pasa a un primer plano donde las tradiciones desarrolladas son la religión de la carne, se acomoda a sus poderes e inclinaciones.

En aquellos días, el judaísmo tenía las pretensiones más elevadas a esta clase de religión, que se aliaba con las especulaciones humanas para, al fin, adoptarlas. Iba en pos de ellas con diligencia, ofreciendo al mismo tiempo pruebas de un origen divino y un testimonio de la unidad de la Deidad que la total ausencia de barbaridades en la mitología pagana, y la recopilación del conocimiento humano sobre lo divino, hacían creíbles. Esta aparente pureza era propensa a hacer desaparecer -para las mentes iluminadas- lo que tenía de desagradable el sistema pagano. El sistema judío, por causa de la muerte de Jesús, había perdido todo derecho de tener la verdadera adoración a Dios; y era por ello perfecto como instrumento de Satanás en oposición a la verdad merced a las ventajas que ofrecía la relativa pureza de sus dogmas. En todo momento se adaptaba a la carne basándose en los elementos de este mundo, puesto que por este medio, cuando era reconocido de Dios, Él probaba al hombre en la posición en que el hombre estaba. Pero ahora Dios no estaba ya en este sistema, y los judíos, movidos por envidia, instaban a los gentiles a la persecución, y el judaísmo hacía alianzas con especulaciones paganas para corromper y minar las bases del cristianismo y destruir su testimonio.

En principio es siempre así. La carne podrá menospreciar en apariencia la tradición, pero aquello que es puramente intelectual no tendrá cabida en medio de la humanidad si no posee algo de religión. No tiene la verdad ni el mundo que pertenece a la fe, y por ello son necesarias la superstición y la tradición para la inmensa mayoría; es decir, una religión de la que la carne pueda echar mano, y que se adapte a ella. Dios por Su poder puede preservar una porción de la verdad, o bien permitir que toda ella se corrompa, pero en cualquier caso la verdadera posición del cristiano y la docrina de la asamblea se perderán[15].

Hallamos en realidad la filosofía como algo aparte de la religión de la carne, y a esta última apartada de la primera, pero en este caso la filosofía es impotente y atea, y la religión de la carne intolerante, legal, supersticiosa y, si cabe decirlo, perseguidora.

En nuestro capítulo hallamos la filosofía y las vacuidades de la sabiduría humana unidas a las tradiciones de los hombres, caracterizadas como «los elementos de este mundo», en oposición a Cristo: pues nosotros tenemos un Cristo celestial el cual es un perfecto contraste a la carne en el hombre que vive sobre la tierra, un Cristo en quien está toda la sabiduría y plenitud, la realidad de todo lo que la ley pretendía ofrecer, o que presentaba en figura; y este Cristo es al mismo tiempo una respuesta a nuestras necesidades. Esto es lo que argumenta aquí el apóstol al mostrar la muerte y la resurrección con Él como el medio de participar en ella.

Y ante todo habita en Él toda la plenitud de la Deidad. En vez de las vagas especulaciones de los hombres y de los fantásticos eones, nosotros tenemos la plenitud de Dios en un cuerpo humano real, y así de eficaz para nosotros, en la Persona de Jesucristo. En segundo lugar, estamos completos en Él; no necesitamos nada fuera de Cristo[16]. Por un lado, tenemos en Él a Dios presentado perfectamente en toda Su plenitud; y por el otro, nosotros poseemos en Él la perfección y la totalidad de completos delante de Dios. No carecemos de nada en cuanto a nuestra posición delante de Dios. ¡Qué verdad, qué posición! En Su plenitud perfecta, Dios en Cristo como hombre; y nosotros en Él delante de Dios, en la perfección de lo que Él es -en Aquel que es Cabeza de todo principado y potestad, ante lo cual el hombre en su ignorancia declinaría doblar su rodilla. Nosotros estamos en Él, en quien habita respecto a Su Persona la plenitud de la Deidad; en Él quien está por encima de todo principado en cuanto a Su posición en derechos como Cristo, el hombre exaltado.

El apóstol aborda entonces unos detalles aplicativos que demuestran que los fieles lo poseen todo en Cristo, vistos según la posición que Él ha tomado sin que ellos tengan que molestarse en buscar nada más en esta tierra.

La circuncisión tenía su realidad en Él. Era la señal divina del pacto con los judíos, y la del prescindir de la carne, requisito para formar parte del pueblo de Dios. Por medio del poder de la vida que está en Él, y que ya es de ellos al haber sido hechos partícipes de la eficacia de Su muerte, los cristianos se tienen por muertos y se han desprendido de este cuerpo de muerte por la fe. Ésta es la verdadera circuncisión de Cristo hecha sin manos. La circuncisión que era hecha de manos era solamente la señal de este despojamiento del cuerpo de la carne, el privilegio del cristiano en Cristo. Teniendo una vida nueva en Cristo, él se ha desprendido del viejo hombre con total eficacia.

Nosotros estamos sepultados con Cristo por medio del bautismo (esto es lo que significa), y en el bautismo estamos también resucitados con Él por medio de la fe en esta operación del poder de Dios, a través de la cual Él fue resucitado de entre los muertos. El bautismo era la señal y expresión de esto[17]; la fe en la operación de Dios que lo resucitó, por cuyo medio se efectúa en nosotros esta maravillosa resurrección con Cristo a una escena y un estado nuevos. Esta muerte feliz, o mejor dicho esta participación preciosa en la muerte de Aquel que ha logrado todo esto para nosotros. Y cuando digo «fe», es el poder del Espíritu de Dios obrando en nosotros. Y es el poder del mismo Dios, tal como obró en Cristo, el que obra ahora en nosotros para darnos la nueva posición en la vida. Desde el punto de vista de nuestra resurrección con Cristo, implica que recibimos el perdón de manera perfecta y para siempre, por el mero hecho de recibir esta resurrección. Estamos bajo el peso de nuestros pecados, y muertos en ellos. Este peso es el que Cristo llevó sobre Él, y murió por nosotros, logrando al descender a la muerte que fuéramos librados de ellos. Resucitados con Él, y participando en la misma medida de esa vida que Él posee como resucitado de los muertos, nosotros hemos abandonado toda este peso del pecado y de condenación detrás de nosotros, con la muerte que esto conllevaba y de la cual hemos sido también liberados. Por tanto, Él dice: «Habiendo perdonado todos vuestros delitos.»

Cuando Cristo resucitó, dejó tras Él la muerte y el peso de la condenación bajo el que nosotros permanecíamos, y así somos también resucitados con Él. Naturalmente, al resucitarnos Dios del estado en que nos encontrábamos no lo hizo para condenarnos, o con la condenación adherida a esta vida nueva, que es el mismo Cristo. Pues Él había llevado ya la condenación y había satisfecho la justicia de Dios, y murió para quitar el pecado antes de comunicarnos a nosotros esta vida. Dios nos sacó con Cristo de la muerte y de la condenación, pues ya las había soportado Él. Esto tiene relación con otro aspecto de esta obra de gracia, y que aquí se menciona, al igual que en Efesios, Juan 5 y 2 Cor. 5. El que está vivo en sus pecados, está muerto para con Dios. Si yo le miro como vivo en sus pecados, la muerte debe actuar y actúa sobre la cruz (ver Rom. 6). Este aspecto no es presentado en Efesios; sólo la muerte en Romanos; en Colosenses se presentan la muerte y la resurrección en Cristo, cosa que en Efesios no se menciona nada. Somos vistos como muertos en nuestros pecados, muertos para Dios, y todo lo bueno es una nueva creación conforme a los consejos de Dios. Somos vivificados juntamente con Cristo cuando fuimos muertos en pecado. Colosenses retoma también este aspecto, con la salvedad de que no es tratado como una nueva creación. Pero en ambos sitios es ofrecida una vida nueva cuando estábamos muertos; Efesios explica esto al comienzo con Cristo resucitado y glorificado, y con nosotros por virtud del mismo poder. En Colosenses se presenta como completando lo que ya se ha explicado de la administración de esta doctrina de la muerte en el bautismo, y nuestra resurrección por la fe en la operación de Dios en Cristo. En Efesios la gracia nos halla muertos y nos da vida con Cristo. En Colosenses nos halla vivos en los pecados y presenta la muerte y la resurrección, completando el final con la vivificación con Cristo.

De este modo fueron borradas todas las ordenanzas que pertenecieron a los rudimentos de este mundo y que se aplicaban al hombre en la carne, con el peso de un yugo insoportable que sometía servilmente la conciencia a un servicio que el hombre no podía llevar a cabo y manifestaba una justicia insatisfecha en Dios. Ejercía además sobre los judíos una carga bajo la cual ellos buscaban someter también a los demás. En dichas ordenanzas pusieron los judíos su sello, por así decirlo, para vergüenza de ellos; pero sin embargo, la obligación de estas ordenanzas fue destruida y clavada en la cruz de Cristo. Nosotros recibimos libertad al igual que vida y perdón.

Esto no es todo. Había la energía de los principados y potestades en contra de nosotros -la fuerza de una maldad espiritual. Cristo ha vencido estas potestades y las ha saqueado en la cruz, triunfando sobre ellas. Todo lo que iba en nuestra contra lo ha dejado Él a un lado, con el fin de introducirnos en nuestra nueva posición una vez librados de todo ello. Puede verse aquí que lo que el apóstol dice sobre la obra de Cristo no trasciende lo que Él hizo para nuestra liberación y que fuéramos así puestos en los lugares celestiales. Él habla de los derechos de Cristo (v.10), pero no como sentados en lugares celestiales, ni como llevando cautivo al enemigo. Tampoco habla de nosotros como estando sentados en Él en los lugares celestiales. Él ha hecho todo lo necesario para introducirnos en ellos, pero los colosenses son vistos sobre esta tierra, aunque resucitados, y en un claro peligro de perder el sentido de la posición que era de ellos en virtud de su unión con Cristo y de retroceder hacia los elementos del mundo y de la carne, del hombre vivo en la carne, no muertos, no resucitados con Cristo. Por eso el apóstol busca llevarlos de nuevo a esta posición mostrándoles lo que Cristo había cumplido como un requisito que les apartaba del camino cualquier obstáculo a su llegada a dicha posición. No obstante, él no puede hablar de la posición como tal, ya que ellos no estaban conscientemente en ella. En las cosas de Dios no podemos tener comprensión de una posición sin estar nosotros en ella. Dios podrá revelarla y mostrarnos el camino a ella, y esto es lo que hace el apóstol aquí con respecto a la Persona de Cristo, la cual podía llevarles otra vez a ella. Al mismo tiempo hace un desarrollo de la eficacia de Su obra en este sentido para soltarlos de los grilletes que los retenían, y mostrarles que se habían quitado todos los impedimentos. Pero, en detalle, no le queda más remedio que aplicar todo a los peligros que los acechaban antes que exhibir ante ellos sus gloriosos resultados en el cielo.

Las ordenanzas judías eran solamente sombras. Cristo es la sustancia. Al presentar a los ángeles como objetos dignos de homenaje, y al ponerlos así entre ellos y Cristo, se separarían de la Cabeza del cuerpo, la cual era sobre todo principado. La sencillez de la fe cristiana contemplaba con firmeza la Cabeza de la que el cuerpo obtenía directamente su alimento y crecía con el crecimiento de Dios. Parecía que tuvieran humildad, de manera que podía introducirlos a una relación con los ángeles como seres superiores y ensalzados que podían hacer de mediadores. Pero existían dos faltas de una inmensa importancia en esta aparente humildad. En primer lugar, era desde luego a través de la piedad (esta pretensión de penetrar en los secretos del cielo que ellos desconocían). ¿Qué sabían ellos de la posición que ocupaban los ángeles para que fueran hechos éstos objetos de su homenaje? Era una pretensión de querer elevarse al cielo por ellos mismos y medir sus relaciones con las criaturas de Dios ignorando a Cristo, sólo basándose en su voluntad para relacionarse con ellas. En segundo término, ello era la negación de su unión con Cristo. Uno con Él, nada podía interponerse entre ellos y Él; y si algo se interponía, entonces ellos estaban muertos, y más que muertos. Por medio de esta unión ellos eran uno con Aquel que estaba sobre los ángeles. Recibían en su unión con Él una comunicación a través de todos los miembros del cuerpo, de los tesoros de la gracia y de la vida que se hallaban en la Cabeza. Los vínculos mutuos entre los miembros del cuerpo eran fortalecidos, y así el cuerpo experimentaba su crecimiento.

A continuación se explicarán dos aplicaciones de la doctrina de que ellos estaban muertos con Cristo y resucitados con Él. Este principio de muerte lo aplica Cristo a todas las ordenanzas y a toda la doctrina ascética que trataba el cuerpo como algo despreciable que debía rechazarse; y él utiliza la resurrección para levantar sus corazones a una esfera más elevada y retrotraerlos a Cristo con la mirada alzada, siendo que ellos estaban muertos en cuanto al viejo hombre[18].

Para aclarar estas instrucciones y su conexión, observamos la manera en que el apóstol señala el doble peligro, esto es, la filosofía y la tradición de hombres, en contraste con Cristo (Col. 2:3; véase v. 9-15). Mientras que nos identifica con Cristo, él habla más de la sustancia de la obra de Cristo que de esta misma identificación. En los versículos 16-19 la aplica primero con la sujeción a las ordenanzas, es decir, a la perspectiva judía sobre este doble peligro; y entonces (v. 18) hace la aplicación con la filosofía[19] gnóstica, la falsamente llamada ciencia que se vincula directamente con el judaísmo (o a la que el judaísmo se vinculaba), reproduciéndose bajo una nueva forma. A partir del versículo 20, el apóstol hace la aplicación de nuestra muerte y resurrección con Cristo con estos mismos puntos, o con la liberación de los colosenses mediante la elevación de sus pensamientos a lo alto.

Pero los colosenses no son los únicos que han debido de estar en este peligro. Lo principal es que estos principios han constituido la ruina de la iglesia en todas las épocas. Son aquellos principios del misterio de iniquidad[20] que tanto han evolucionado desde entonces y que tan variados efectos han producido adoptando distintas modificaciones por causa de otros principios que también arrancaron a actuar, y ello bajo la soberana providencia de Dios. Veremos el profundo, simple y decisivo principio implícito en todo ello cuando abordemos los siguientes versículos.

Los versos que ya hemos citado hasta el versículo veinte, han juzgado todo este sistema judeo-filosófico desde el punto de vista de la obra de Cristo, de Su resurrección, y de la unión con Él en Su posición celestial.

Lo que viene a continuación juzga el sistema desde nuestra posición. Los versículos anteriores demostraron que el sistema era falso porque Cristo y Su obra son tal y como éstos los declaran. El pasaje que vamos a considerar demuestra que este sistema es absurdo, que no se puede aplicar a nosotros, y que cualquier aplicación es también imposible con motivo de nuestra posición. Por un lado, es un sistema falso, nulo y vacío en su conjunto, si Cristo es verdadero y está en el cielo, y, por otro lado, es un sistema absurdo en su aplicación a nosotros, si nosotros somos cristianos. Y por esta misma razón, es un sistema que supone la vida en este mundo como el fundamento para adquirir relaciones con Dios, al tiempo que finge que mortifica la carne; y no obstante se dirige a personas que, por fe, están muertas. Dice el apóstol que nosotros estamos muertos a los rudimentos de este mundo, a todos los principios sobre los que actúa su vida. ¿Por qué, entonces, nos sujetamos nosotros a las ordenanzas que tienen que ver con esta vida y su existencia como si estuviéramos todavía vivos en él? Son las ordenanzas aplicables a las cosas que perecen cuando son utilizadas, y que carecen de cualquier enlace con lo que es eterno y celestial. En realidad, sí tienen una apariencia de humildad y de propia renuncia por lo que respecta al cuerpo, pero no tienen ningún vínculo con el cielo que es la esfera de la vida nueva, de todos sus motivos y de su pleno desarrollo. No reconocen el honor de la criatura como venida de la mano de Dios, la cual tiene siempre su lugar y su honorabilidad como tal. Colocan a un hombre en la carne y bajo la carne mientras pretende liberarnos de ella, y separan al creyente de Cristo poniendo a los ángeles entre el alma y el sitio celestial de bendición, cuando nosotros ya estamos unidos con Cristo, el cual está por encima de todos estos poderes, y nosotros estamos en Él.

Estas ordenanzas tenían que ver solamente con las cosas corruptibles. No se relacionaban con la vida nueva, sino con el hombre que está vivo en su vida de carne sobre la tierra, y con respecto a la cual los cristianos están moralmente muertos. Y en lo concerniente a esta vida, dichos decretos no reconocían el cuerpo como una criatura de Dios de la manera que debía ser reconocido.

Por lo tanto, el sistema de ordenanzas había perdido a Cristo, quien era su sustancia. Tenía su conexión con el orgullo que aspiraba penetrar en el cielo para buscar la relación con seres de los cuales no sabemos la manera con la que entablar ninguna relación. Este orgullo se separaba de la Cabeza del cuerpo, Cristo, y repudiaba cualquier relación con la fuente de la vida y la única posición de verdad que tiene el alma delante de Dios. Este sistema falsificaba de igual manera nuestra posición sobre la tierra al querer tratarnos como si permaneciésemos aún vivos para el viejo hombre, cuando lo que estamos es muertos a él. La deshonra viene así a la criatura, en vez de reconocer a ésta como algo proveniente de Dios.

Aquello que era un peligro para los cristianos en días del apóstol caracteriza al cristianismo de nuestro tiempo.

La posición del cristiano es así expuesta, pero en su aplicación hasta este punto es más del peligro de los cristianos que de los privilegios celestiales. Así la gracia nos ha provisto de todo lo que precisamos, utilizando cada privilegio y empleando la fe de algunos, así como valiéndose de advertencias e instrucciones valiosas para llevar las faltas de los demás a buen fin.

Capítulo 3

Empiezan ahora las exhortaciones directas basadas en la verdad que hemos estado desarrollando. Se adaptan al estado en el cual estaban los colosenses; es decir, vistos como resucitados con Cristo, no sentados en los lugares celestiales.

Resucitados con Cristo, ellos tenían que poner sus sentimientos en las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios, y no ponerlos en las cosas de la tierra. Las dos cosas no pueden ir juntas. El hecho de mirar, donde uno tiene sus motivos, arriba y abajo al mismo tiempo, es algo imposible. La razón por esto está sin embargo fundada en nuestra posición: nosotros estamos muertos, y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. No dice que debemos morir. El hombre no puede hacer esto de voluntad propia: no podemos negar la voluntad por la misma voluntad. Ni tampoco la voluntad de la carne lo hará jamás. Si ésta actúa, no abdicará. Nosotros estamos muertos. He aquí la preciosa verdad reconfortante concerniente al cristiano en virtud de que Cristo ha muerto por él. Ha recibido la vida de Cristo, y todo lo que Cristo hizo por él en esa vida le pertenece. Por lo tanto él está muerto, porque Cristo murió por él. La vida con la que se vinculan el poder de la tentación, la culpa y los ataques del pecado, cesan de existir para la fe. Por medio de la muerte, todo lo que estaba vinculado a ella ha llegado a su fin, y lo que tenía sus vínculos con la vida del viejo hombre eran el pecado, la condenación, la debilidad, el temor, la falta de poder contra los asaltos del enemigo, todo lo que ha pasado. Nosotros tenemos una vida, pero es una vida que está en Cristo, escondida con Él en Dios. Todavía no nos hemos manifestado en su gloria como lo seremos ante las miradas de todos en el cielo y en la tierra. Nuestra vida está escondida, pero a salvo en su fuente eterna. Tiene la porción de Cristo, en quien nosotros la poseemos. Él está oculto en Dios, igual que nuestra vida. Cuando Cristo aparezca, nosotros apareceremos también con Él.

Haremos la observación de que el apóstol no habla aquí de nuestra unión con Cristo, sino de nuestra vida, del hecho de que estamos muertos, y de que nuestra vida está escondida con Él en Dios. El apóstol no habla de la asamblea en lo tocante a nuestra posición; sino que habla, sin ninguna duda, de Cristo siendo su Cabeza, de lo tocante a Su gloria personal, pero no del modo que nos pertoca a nosotros. Él habla de nosotros por separado. Cada uno de nosotros tiene su lugar en Cristo ciertamente, pero como si fuera suyo propio. No es la unión con otros cristianos. Nosotros tenemos esta vida en Cristo, pero sin embargo no se trata aquí de nuestra unión como un cuerpo con Él. Es el carácter individual del cristiano para quien Cristo la cabeza lo es todo.

Lo que es también muy importante de observar en relación con esta verdad es que en esta epístola no se dice nada del Espíritu Santo. El apóstol habla prácticamente del amor de ellos en el Espíritu, pero en la enseñanza de la epístola no lo menciona. Incluso cuando dice «no hay judío ni gentil...», etc., es en el nuevo hombre, no porque seamos uno en Cristo. Cada individuo tenía que aferrarse a la Cabeza, pues no vivía más en este mundo; estaba muerto, y su vida escondida con Cristo en Dios. Esto era algo personal, pues debía conocerlo y asirse a ello como una verdad necesaria para ser preservado de las artimañas del enemigo. En una palabra, es la vida en Cristo. En otro lugar vemos muchas de las cosas que el apóstol menciona aquí que tienen que ver con el fruto del Espíritu, cuyo fruto mantiene la comunión y la unión. Mas aquí es simplemente en la naturaleza de la vida que estos frutos tienen su origen. Es bastante natural, en consecuencia, que el alcance y el ensamblaje de toda relación espiritual en Cristo, que hallamos aquí en la enseñanza divina al introducirse el Espíritu Santo, carezca de cualquier mención.

En la epístola a los efesios hallamos por todas partes esta operación del Espíritu Santo, lo cual caracteriza el conjunto de lo que se desarrolla en comunión con la Cabeza, Cristo, con quien nosotros tenemos nuestra unión en un cuerpo por el Espíritu. Así, estamos sellados individualmente por el Espíritu de la promesa, las arras de nuestra herencia, teniendo todos acceso al Padre por medio del un Espíritu. Asimismo somos edificados juntamente para habitación de Dios a través del Espíritu. La unión de los gentiles en un cuerpo se revela ahora por el Espíritu; los santos son fortalecidos por el Espíritu en el hombre interior; hay un cuerpo y un Espíritu; no debemos entristecer al Espíritu, sino ser llenos de Él. La palabra misma es la espada del Espíritu. La unión del cuerpo con Cristo, nuestra resurrección con Él, que estamos sentados en los lugares celestiales con Él, todo lo que se deriva de esta unión, tiene un pleno desarrollo aquí. Pero a la vez, el Espíritu nos une juntamente a Él como un cuerpo, con la característica de que Él aquí es la presencia de Dios en la iglesia, actuando en nosotros, dando seguridad a nuestro futuro, y deviene nuestra energía en el tiempo presente. El Espíritu Santo, repito, se halla en todas partes para completar la verdad y para conferirle su fuerza actual por nosotros aquí abajo.

La mayoría de las exhortaciones en la epístola a los Efesios son casi las mismas que las de los colosenses. Pero en la epístola a los Efesios se relacionan con el Espíritu, mientras que en la de los colosenses lo hacen con la acción de la palabra y de la gracia en el corazón. Esto ofrece una inmensa diversidad y una afinidad con la doctrina de la epístola a los Efesios en lo que concierne nuestra posición aquí abajo, puesto que introduce a Dios mismo, y lo hace morando en nosotros por el Espíritu, llenándonos, ya sea en el plano individual como en el de la colectividad del cuerpo. Nos ofrece toda la extensión de los consejos de Dios.

Sin embargo la posesión de la vida es de algún modo igual de importante que la presencia y la morada del Espíritu Santo. Hace nuestra la bendición, no meramente una operación en nosotros; y como hemos visto, revela mucho más el carácter de la vida divina, mientras que en Efesios es más un contraste con el estado previo.

En la epístola a los Romanos tenemos esta acción y presencia del Espíritu Santo presentadas de una manera notable al individuo. Nos caracterizan de manera vital en el principio de nuestra resurrección, dando testimonio en nosotros de que somos hijos, llenándonos de gozo con la esperanza de la gloria como herederos, siendo ésta el estribo de nuestras flaquezas y la fuente de nuestros ruegos y gemidos. En Romanos se trata de la conexión con nuestra relación personal con Dios; y en Efesios, de la presencia de Dios en nosotros en conexión con nuestra unión a Cristo como cuerpo.

Debe llamarse la atención todavía sobre algo que aquí arroja luz sobre el propósito del Espíritu Santo en estas epístolas. El punto de partida en la epístola a los Efesios son los consejos de Dios. El hombre es contemplado tal como es, sin ningún latido de vida en lo concerniente a Dios; está muerto en sus delitos y pecados, y es por naturaleza hijo de la ira. Dios es rico en misericordia, y lo levanta con Cristo que ya descendió a la muerte, y lo sitúa en un lugar conforme a Sus consejos en la misma posición en la que está Cristo. Nosotros somos hechura suya, nuevas criaturas en Cristo Jesús. Dios se satisface en introducirnos en Su presencia conforme a Sus propios consejos y naturaleza. No se nos dice que estamos muertos con Cristo. No se contempla al hombre como viviendo en la carne para que de una u otra manera tuviera que morir. Esto no era necesario. Los efesios tenían que comprender, por una parte, el pleno contraste entre Dios y el hombre conforma a los consejos divinos, y por otra parte, el estado pecaminoso del hombre según la naturaleza lo prescribe. En su epístola todo es la obra de Dios mismo conforme al propósito original de Su corazón, de Su naturaleza, y de Su voluntad[21]. El hombre está ya muerto, Cristo no es introducido en Su posición ni resucitado ni exaltado en lo alto como consecuencia hasta que aquél no es visto como muerto.

Los colosenses corrían el riesgo de sujetarse a las ordenanzas, y por ello se hallaban en una posición de considerar al hombre como vivo en el mundo. El apóstol les comunica el sentimiento de que ellos están muertos con Cristo. Tenía la obligación de seguirles dondequiera que estuviesen, pues su peligro consistía en que consideraban al hombre como vivo sobre la tierra. Esta imposición voluntaria quería mostrarles que el cristiano era alguien ya muerto con Cristo, y su vida en la tierra era de resurrección con Él.

En la carta a los Efesios no se dice del hombre que está muerto con Cristo. Él está muerto en sus pecados cuando Dios comienza a actuar para con él. Ningún hombre está vivo para Dios. El cristiano es vivificado juntamente con Cristo, siendo que Cristo es visto primeramente como muerto.

Este carácter de los colosenses, la permanencia en la vida o en el nuevo hombre, tienen su valor para todos nosotros, y no es un valor pequeño, puesto que la vida, la nueva naturaleza, y la gracia obrando en ella, se exponen menos en la epístola a los Efesios. Allí, el asunto que se trata es la energía de Dios que crea a hombres en Cristo y los une a Él, incluso llena al creyente y la asamblea de la naturaleza y carácter del nuevo hombre, y por ende de Cristo, del mismo Dios[22]. Podríamos suponer que era solo el Espíritu Santo quien estaba actuando en la plenitud de su poder y llenando al individuo y la asamblea. Pero en esta Epístola a los Colosenses tenemos una nueva naturaleza, un cambio intrínseco, no desde luego de la carne, pero sí del hombre. Pues se nos ve no meramente vivificados por el Hijo, sino como muertos y resucitados con Cristo, el Hombre que murió para que pudiéramos pasar -cambiando de lugar- de la antigua posición de hijos de Adán a otra posición de resucitados con Cristo y vestirnos del nuevo hombre. Esta posición se convierte inmediatamente en un estar delante de Dios, en una fuente de inclinaciones, sentimientos, deseos, argumentos y capacidades morales en conexión con la misma naturaleza de Dios, que es quien la ha hecho surgir del corazón. Somos renovados en el conocimiento según la imagen de Aquel que nos ha creado. Sin embargo, esta fuente no es otra cosa que la vida que necesita que el Espíritu Santo le revele los objetos que son aptos para ella y que hará despertar estas inclinaciones y sentimientos que los satisfagan y hagan crecer. Necesita que el Espíritu de Dios actúe en ella para fortalecerla; pero no deja de ser que se trata de una vida real, una naturaleza que vincula sus inclinaciones a su misma existencia[23], que al ser iluminada por el Espíritu Santo es consciente de su propia existencia, en la cual nosotros somos los hijos de Dios y nacidos de Él.

Tampoco quita importancia el hecho de que debamos aprender, en lo que a la vida de la carne se refiere (bien que lo hagamos bajo el aspecto negativo cuando pensemos en ello), que estamos muertos y que Dios no ve ninguna distinción en el viejo hombre. Él tiene complacencia en una nueva naturaleza, que es nuestra por gracia, pero es también de Dios y un reflejo moral de la suya.

Así pues, estamos muertos y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Tenemos nuestros miembros terrenales, ajenos a toda distinción de vida, y tenemos que someter todos ellos a muerte[24] y ser capaces de negarlos por pertenecer al viejo hombre, pues el cristiano tiene su vida donde Cristo está. Nuestros miembros provocan la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia. Los cristianos caminaban en estas cosas cuando tenían su vida, pero este ya no es más el caso. No solo niegan los pecados más graves como el fruto de una flagrante codicia (cap. 3:5, 6), sino también las obras de una voluntad irrefrenada y un corazón inexpugnado, así como cualquier indicación de los actos de la voluntad de esa naturaleza que no conoce a Dios y no es gobernada por el temor de Él. Toda la ira, maldad y falsedad fluyen del egotismo y del temor que tiene el hombre (v. 8). La verdad reina en el corazón que se ha quitado la ropa del viejo hombre conforme a la simplicidad del nuevo[25], que se renueva en conocimiento conforme a la imagen de Aquel que lo creó (vv. 9-10). El nuevo hombre anda en la luz. No se trata solo de que haya una conciencia que juzgue el bien y el mal según la norma que el hombre debería adoptar según su naturaleza de ser responsable que es. Hay un hombre nuevo que juzga al viejo, y lo hace juzgando el bien y el mal según el conocimiento que tiene de Dios. A esto se le llama quitarse la ropa del viejo hombre.

Anteriormente al cristianimo, que llegó a ser la plena revelación de Dios, había, no hace falta decirlo, almas nacidas de nuevo, pero su norma de conducta derivaba, cuando finalmente fue dada, de la responsabilidad del hombre. Esta una norma que, independientemente de la piedad y la misericordia que pudiera inspirar, junto a la ley constituían la medida perfecta para que el hombre pudiera actuar de manera responsable ante Dios. Estos santos no distinguían entre el nuevo y viejo hombre, si bien era obvio que su conciencia conocía, en muchos aspectos, la medida del viejo hombre y las inclinaciones del nuevo. Por ejemplo, el sentido del mal que conlleva la falsedad no ocupaba en sus conciencias el mismo lugar que ocupa en la de los cristianos. En el tiempo actual, el nuevo hombre se renueva en conocimiento según la imagen de Aquel que lo creó[26]. Dios mismo en su naturaleza es la norma del bien y el mal porque le hombre nuevo posee el conocimiento de lo que es la naturaleza, pues es partícipe de ella y tiene la luz de Dios. Participa inteligentemente, mediante la gracia, de la naturaleza de Dios, lo que constituye un valioso y maravilloso privilegio para el cristiano. Dios obra en esta naturaleza, pero para comunicarla ha situado al hombre en esta posición. Cristo es el modelo perfecto de esta imagen, el tipo del nuevo hombre.

Las otras diferencias han desaparecido, solo permanece el viejo hombre, al que reconocemos como muerto, y el nuevo hombre. Para este Cristo lo es esto, de manera que no hay otro sino a quien este ve y reconoce; y Él está en todos los creyentes. Como elegidos que son, además de santos y amados, ellos se visten del carácter de Cristo, que es su vida, y de sus misericordias, gracias, humildad, mansedumbre, la paciencia y el perdonarse los unos a los otros, en el caso de que haya habido ofensa, así como Cristo lo ha hecho con nosotros[27]. Finalmente, se visten del amor, del vínculo de la perfección, de aquello que confiere un carácter divino a todas las cualidades que se han enumerado y que se manisfestaron en Cristo, y un examen divino en la consideración de esta naturaleza amigable, pues la gracia y el amor divinos son santos.

Observemos aquí que el vestirnos de estas cualidades se realiza en el conocimiento del lugar bendito que tenemos delante de Dios, y que se expresa con las palabras “elegidos de Dios, santos y amados”. Como tales lo ocupamos, y no podemos hacerlo de otra manera. En este aspecto de un favor maravilloso, la gracia se desarrolla en nuestros corazones. Lo mismo sucede en Efesios: “como hijos amados”.

Varias de estas cualidades toman su semblanza de las cosas de la naturaleza; pero la energía, las características, y el vínculo del amor divino que actúa bajo el aspecto de la comunión con Dios, desaparecen por completo de este último, lo que confiere un carácter, una terminación, una justicia en su aplicación, una perfección, una propiedad y una energía a la manifestación de estas cualidades que solo el amor puede facilitar. Dios mismo es quien está ahí actuando en Su naturaleza y que Él ha impartido en nosotros. Aquel que mora en el amor mora en Dios, y Dios en él. Con respecto al estado del alma, hay una corona al final de este camino que adorna la frente de cuantos andan por él. La paz de Cristo reina en el corazón; es una paz dulce y difícil de describir, a la que nada perturba, a pesar de que Su espíritu pasó por todo tipo de pruebas, acompañándolo Dios en el camino. Dios también nos ha llamado a este camino. Él es el Dios de paz, y aquí el apóstol introduce la unidad del Cuerpo, no en el sentido de los privilegios que este tiene en Cristo, sino en cuanto al hecho de que los cristianos son llamados a permanecer juntos en la unidad de la que la paz es su sello y vínculo. A resultas de esto se producirán acciones de gracias, pues el alma es consciente del amor y de la actividad de Dios. Todo fluye del amor hacia esta expresión de gracias.

Sin embargo, además de la paz y las acciones de gracias, la vida sigue su desarrollo al conocer lo que le es revelado, lo que constituye su alimento y gozo. Esto también es motivo de placer en la actividad de la vida y en el amor hacia los demás. El disfrute de Dios y de aquello que está en Su presencia lleva a esta manifestación del alma. Cuando se está disfrutando de verdad, es con motivo de la libertad gozosa de una naturaleza que es saludable en sí misma, de la actividad del amor que es natural de ella y que recibe su energía de la comunión con Dios, y conforme a Su naturaleza. La palabra de Cristo exhibe todo lo que se revela al alma como aquello en virtud de lo cual vive y puede tener amplia libertad, como la norma y poder activo y consejero. El alma es la expresión de esta naturaleza y la revelación de todos sus caminos, así como de su energía activa en el amor hacia Él.

Visto esto, el apóstol exhorta a que la Palabra de Cristo pueda morar en ellos ricamente. Esta es la manera que tiene de desarrollarse, según la perfección de Dios, el nuevo hombre. La sabiduría de Dios lo forma y lo dirige. Esto se realiza a través de la comunión con el Señor y conservando la relación con Él. Los santos pueden enseñarse entre sí y darse palabras de admonición, siendo que la Palabra constituye aquello en lo que la sabiduría se encuentra. Pero en este caso no solo aprendemos sabiduría, que se manifiesta en nosotros, sino aquellos afectos que hablan de Él, que es en quien nosotros hemos hallado esta sabiduría, de manera que estas expresiones de la vida de Cristo, así como la verdadera sabiduría en el mundo, adquieren su voz en nuestros corazones en alabanza y acciones de gracias cuando cantamos Sus excelencias. Todos los afectos íntimos en los que se desarrolla la vida espiritual tienen su propia expresión, conforme a lo que hemos aprendido: estos emanan del Espíritu de Cristo y son la expresión de la relación que el alma tiene con Él, y de los sentimientos que esto produce en el corazón. Cristo en Su persona, en el conocimiento de Su presencia y como objeto de nuestros pensamientos, y en los frutos morales que resultan de allí, sostiene la relación y las comunicaciones del alma que está ocupada en Sus alabanzas.

Este conocimiento de la relación con Cristo, en la vida que es de Él y está en nosotros, se aplica a todo. No hay nada que sea hecho sin Él conocerlo. Si Él es la vida, todo lo que la vida hace le tiene a Él como su fin y objeto, por lo que respecta al corazón. Él está presente como aquello que tiene una razón gobernante y confiere su carácter a nuestras acciones, haciendo que nuestro corazón se preocupe de realizarlas. Todo se relaciona con Él: nosotros no podemos comer sin Él (¿cómo lo vamos a hacer si Él es toda nuestra vida?), no podemos beber sin Él; lo que decimos y hacemos, se hace y se dice en el nombre del Señor Jesús. Está el aspecto de Su presencia; el conocimiento de que todo se relaciona con Él, de que no podemos hacer nada -que no sea carnal- sin Él, porque la vida que tenemos de Él actúa con Él y en Él no se separa de Él, y le tiene presente para sus objetivos en todo lo que se propone, de igual modo que el agua vuelve a subir al lugar del que descendió. ¡Y qué vida es esta! A través de Él, y en este conocimiento del amor divino, nosotros damos gracias a nuestro Dios y Padre.

Es importante observar aquí que la vida del cristiano no se caracteriza solamente por ciertas cualidades subjetivas que fluyen de Cristo, sino por el hecho de tenerle a Él como la meta y el objeto de nuestro corazón y mente en todo lo que nos proponemos hacer en todos los sentidos. Para todas las cosas Cristo está presente y reina personalmente en el corazón.

Para el ojo inexperto del hombre la naturaleza suele confundirse con la gracia. Pero el conocimiento inteligente de Cristo como objeto del corazón, de Su presencia, del sello de Su aprobación cuando uno piensa en Él, no puede confundirse con nada, y nada hay que pueda parecerse a ello ni que pueda tomar su lugar. Cuando Él se revela a nuestro corazón y el corazón anda con Él en comunión en todas las cosas, buscando solamente la luz de Su semblante, el sello de Su favor en el alma, entonces es cuando Él es conocido y bien conocido. Nadie excepto Él puede comunicarse así al alma cuando anda por el camino de Su voluntad, tal como lo expresa la Palabra.

Después de estos importantes principios de la nueva vida, el apóstol pasa a considerar las diversas relaciones de la vida alertando de aquello que podría ponerlos en peligro. Lo hace mostrándonos cuál es el carácter cristiano de cada uno de estos. Para la esposa, es la obediencia -el afecto era algo natural en ella-. “Tu deseo será para tu marido”. Para el marido, afecto y amabilidad -su corazón podría caer en la indiferencia y endurecerse-. Los hijos tienen que ser obedientes; los padres, cariñosos, a fin de que los afectos de los hijos no se aparten de ellos, y no sean inducidos a buscar la felicidad en el mundo en vez de buscarla en el santuario del círculo doméstico que Dios ha formado para proteger a quienes crecen con debilidad. El hogar (que será de estima si reconoce a Cristo en él) del afecto cariñoso, en el que es ejercitado el corazón en los lazos que Dios mismo ha formado, y todo ello en conexión con el Señor; y este hogar, que atesora estos afectos, se guarda de las pasiones y de hacer su propia voluntad. Si su fortaleza se desarrolla oportunamente, adquiere un poder que, a pesar del pecado y el caos, hace despertar la conciencia y ejercitar el corazón, guardándolo del mal y del poder directo de Satanás. Es un hogar puesto por Dios.

Sé, desde luego, que se precisa otro poder para librar al corazón del pecado y guardarlo de pecar. La naturaleza, tal como Dios la creó, no da la vida eterna ni restaura la inocencia ni purifica la conciencia. Pero por la energía del Espíritu, nosotros podemos consagrarnos a Dios fuera de estas relaciones, incluso renunciar a ellas si Dios quisiera llamarmos a obligaciones de otro alcance, como Cristo nos enseña en el evangelio. Los derechos de Cristo sobre el hombre perdido por el pecado son soberanos, absolutos y completos. Él le ha redimido, y los que son redimidos ya no son de sí mismos, sino de Aquel que se dio a Sí mismo por ellos. Allí donde existen relaciones, el pecado lo ha pervertido todo corrompiendo la voluntad. Las pasiones han entrado, pero las relaciones mismas son de Dios y, ¡ay de aquel que las menosprecia por ser lo que son! Si la gracia ha obrado y existe la nueva vida, reconocerá lo que Dios ha formado. Bien conoce que no hay ningún bien que el hombre pueda hacer, y que el pecado ha echado a perder todo. Pero lo que el pecado a echado a perder no podemos llamarlo pecado en sí. Y donde sea que existan estas relaciones, la renuncia a la propia voluntad, la muerte al pecado, el dejar que Cristo entre en nuestras vidas, la operación de vida en Él... todo ello restaura el poder de dichas relaciones, y si estas no pueden hacer recuperar el carácter de inocencia (perdido para siempre) sí pueden proporcionar un escenario para las operaciones de la gracia, en el que la mansedumbre, la ternura, la camaradería y la autonegación, en medio de las dificultades y sufrimientos que el pecado ha introducido, les confieren una belleza y profundidad que la inocencia no podría haber presentado jamás. Es la gracia que actúa en la vida de Cristo en nosotros la que se desarrolla en todas ellas.

Carecer de afecto natural es una señal de apostasía desesperanzadora y enajenación de Dios, que nos habla del completo egotismo de los últimos días.

No estoy trazando una imagen falsa ni hablando poéticamente, aunque el lado bueno del lenguaje parezca darlo a entender, cuando digo que Dios ha formado estas relaciones y que cualquiera que tenga temor de Él las respetará. La gracia es un requisito. Si la gracia no es la que actúa en ellas, estas relaciones dejarán que nos asomemos a su intimidad y observemos lo que más duele. El apóstol nos avisa de que estamos en peligro en este punto. Si el Señor es el nudo en todas ellas y nuestra unión todavía íntima con Él forma el núcleo de la fuerza de nuestras relaciones naturales, entonces la gracia reinará aquí como en cualquier otra parte. Para aquellos que están en estas relaciones verán en qué escena estas se transforman para exhibir con natural encanto la vida de Cristo.

El apóstol es consecuente con introducir en dichas relaciones a Cristo, y particularmente al mencionar a quienes están sujetos en ellas: esposas e hijos. El fin es el de que puedan santificar, a través de un motivo tan elevado, la obediencia adaptada a su posición. El apóstol es más consecuente, si cabe, cuando el lazo no es natural, sino que tiene su origen en un mundo pecador -y proviene del pecado mismo-, es decir, con las relaciones entre los esclavos y sus dueños. La gracia no se dispondrá para cambiar el estado del mundo y de la sociedad, sino que conducirá a las almas al cielo renovándolas conforme a la imagen de Dios. No tengo ningunda duda de que ha servido mucho para alterar y mejorar la condición social del hombre, ya que al llevar la conciencia a la presencia del único Dios verdadero, al que esta ha revelado en Sus perfecciones, y al establecer con su autoridad la conciencia de las relaciones naturales en una familia humana, la gracia ha obrado sus efectos sobre esa conciencia allí incluso donde los corazones no estaban convertidos, y la ha adornado con una norma de moralidad. Pero el cristianismo, en lo que respecta a su doctrina, tiene un trato con un mundo alienado de Dios y yaciendo en el mal, y contempla al hombre como un hijo de ira y de perdición.

Cristo, el Hijo de Dios (que de haber sido recibido habría enderezado todas las cosas, y que así será después de que establezca la paz y la justicia con Su reino), fue rechazado por el mundo, y la amistad con el mundo es enemistad contra Dios. El estado del hombre recibe una profunda consideración en el evangelio en lo que se refiere a su condición social. Es visto con referencia a la conexión del alma con Dios, y en consecuencia con lo que es eterno. Dios nos comunica una vida nueva a fin de poder disfrutar con Él las nuevas relaciones que se han obtenido por la redención. Cuando Cristo vivía en esta tierra era la expresión del amor y de la bondad omnipotente de Dios en medio de una creación caída, pero al rechazarle posteriormente el mundo (y haciéndolo selló su condena) Cristo se ha convertido, para el corazón que ha recibido la vida y le tiene a Él, en una fuente de felicidad que, en comunión con el amor de Dios, hace surgir este amor sobre las circunstancias que sean. El esclavo, al poseer a Cristo, tiene el corazón libre y él es de Dios un hombre liberado. El dueño sabe que él mismo tiene un Dueño, y sea cual sea la relación en que se encuentre esta tomará la forma de la gracia y el amor que reinan en el corazón de quien ejerce su autoridad desde dicha relación.

Pero, como ya he dicho, para el pobre esclavo Cristo se presenta especialmente como un recurso. Servirá a su maestro, ya sea bueno o malo, pero con fidelidad, humildad y dedicación, pues haciéndolo así sirve al mismo Señor y es consciente de que lo hace bien. Tendrá su recompensa allí donde nada de lo que se hace para glorificar a Cristo caerá en el olvido, y donde los dueños y los siervos están por igual ante Aquel que no hace acepción de personas.

En el corazón del esclavo cristiano actúan dos clases de principios: la conciencia, que en toda su conducta está presente ante Dios; y el temor de Dios, que al sustituir la vigilancia que hace sobre él su dueño es lo que le gobierna. También es consciente de su relación con Cristo, de la presencia de Cristo que le sustenta y le sobrelleva en todo lo que hace. Se crea en él un secreto imposible de arrancarle, un secreto poderoso porque está escondido en Cristo y en el cielo. Tiene a Cristo en él, la esperanza de la gloria. Qué admirable resulta la exaltación que hace el conocimiento de Cristo de las cosas que antes ha pervertido. Y qué consolador es el poder que desciende hasta todo lo desolado y prostrado y gimiente en este mundo de pecado.

Tres veces introduce el apóstol al Señor en estos dos versículos mientras sigue presentando su conciencia ante Él. El motivo es llenar los corazones de esos pobres esclavos y hacerlos saber quién era la persona a la que hacían servicio. Así es el cristianismo.

Capítulo 4

El apóstol concluye su epístola con unas exhortaciones importantes de carácter general, expresando el deseo de que los santos continúen en una actitud de oración en comunión con Dios, que sientan que dependen de Él y sean conscientes de que está cerca de ellos y dispuesto a escucharlos. Lo que nos habla a nuestro corazón respecto a nuestro camino no es suficiente; el alma debe conocer cuáles son las relaciones que tiene con Dios y ejercitarse continuamente en ellas. Debe recibir directamente de Él lo que le asegura de Su amor. La perseverancia es necesaria para ello. Nosotros estamos en conflicto con el mal, que anida en nuestros corazones si estamos sin la fuerza de Dios. Por lo tanto, tenemos que ejercitar la comunión con Dios y velar en ella con propósito de corazón, no meramente como algo ocasional. Podemos exclamar de necesidad cuando no es preciso, pero el corazón separado del mundo y de todo lo que es de él está ocupado con Dios en todo lo que concierne a la gloria de Su nombre, conforme a la medida en la que nuestro interés está puesto en ello. El conflicto continuará en medio de un espíritu libre y receptivo que tendrá solo Su gloria como objeto, tanto en la asamblea como en el caminar individual. Pero entonces entendemos que Dios obra y que Él no nos abandona, y las acciones de gracias se mezclan siempre con la oración que le dirigimos.

Pablo era consciente de que dependía de esta bendición. Les pidió a los colosenses que le tuvieran en sus oraciones para que Dios abriera su boca y le hiciera proclamar el evangelio como le había sido mandado proclamarlo.

Estamos en un mundo hostil en el que su hostigamiento no tarda en despertar donde no existía de manera abierta y la ofensa toma cuerpo en algo con lo que, tal vez, no actuamos de mala fe ni tampoco fuimos conscientes al verlo. Debemos hacer alejar la ocasión incluso de quienes la buscan, y andar con sabiduría para con los que están fuera.

¡Con qué claridad se distinguen aquí lo íntimo y lo que es exterior! Los que pertenecen a la esfera íntima aquellos que Dios reconoce como suyos (Su familia, Su asamblea), y los que están fuera son el mundo y todos aquellos que no están unidos al Señor. La distinción es suficientemente clara, pero el amor se muestra activo hacia los que están fuera, y al tiempo que se mantiene en el gozo de la comunión con Dios, es prudente para no impedir que los demás puedan disfrutar de él.

Había algo más que destacar de todo esto: los colosenses tenían que redimir el tiempo. El hombre natural, demasiado ocupado con sus asuntos personales, no sentía inclinación por las cosas realmente serias y no facilitaba la ocasión para que el amor cristiano se manifestara ante él dejando que cuidara de su alma, y poder servir así al Señor y emplear el tiempo en Su nombre. El corazón del hombre no siempre puede escapar de la influencia de las circunstancias que le rodean y que le atestiguan, tanto a este como a su conciencia, de que está dominado por el pecado y alimentándose de sus amargos frutos mientras sigue en la tierra. Circunstancias estas que traen a su conciencia el recuerdo de un Dios muchas veces olvidado y que hablan con una voz potente y de dolor a un corazón roto, feliz al menos de tener un recurso en Dios cuando el cayado que horadó su mano no le sirve para ayudarle a caminar. Dios mismo actúa en el hombre valiéndose de estas circunstancias de la vida. El que camina con el Señor Jesús sabe qué provecho sacar de ellas. Satanás podrá engañar a una persona, pero no podrá impedir que Dios hable al corazón en cualquier momento. Es una bendición andar con Dios y que Él nos utilice como portavoces cuando desea dirigirse a los pobres pecadores. Nuestra predicación debería expresar siempre la separación del mal, este poder de la presencia de Dios que nos guarda de él en nuestra intimidad, de manera que otros puedan sentir este poder, y que pese a todas las dudas que surjan en el corazón humano cuando se desvía del camino, confuso y en medio de tinieblas, haciendo que otros también se desvíen, sepamos dar una respuesta que viene de la luz y transmite luz.

Tíquico tenía que transmitirles el testimonio de que Pablo se interesaba por el bienestar de los colosenses, y que confiaba que ellos se interesaban también por él. Pablo rinde testimonio al amor de los demás y a su preocupación también por el progreso del evangelio y la prosperidad de los fieles.

Marcos, que anteriormente se había rendido a la hora de asumir los gajes de la obra, recibe aquí un testimonio de parte del apóstol y más adelante otro mejor (2ª Tim. 4:11), pues había llegado a serle muy útil a Pablo. Así es como obra la gracia. El secreto del interés que tuvo Barnabás en él se dilucida en este punto: tenían remotos lazos de sangre. Este amado siervo de Dios era también de Chipre, adonde se fue llevándose a Marcos consigo. La carne y el judaismo siempre se salen con la suya dondequiera que vayan. El poder del Espíritu de Dios es un requisito que nos hace elevarnos y nos pone a salvo de sus influencias.

Demas no tenía un testimonio especial. El apóstol transmite sus saludos, pero guarda silencio respecto a Demas. Solo en la epístola a Filemón se le nombra como colaborador suyo. Más tarde abandonó al apóstol. Era un hermano, un derecho a serlo es algo que Pablo admite sin decir palabra, ciñéndose a su frío estilo de decir las cosas: “Y Demas…”.

La epístola a los Efesios se escribió al mismo tiempo y fue enviada por mano del mismo Tíquico. La “de Laodicea”, no tengo ninguna duda, era la que ellos tenían que recibir de esa asamblea, escrita por Pablo y a través de la que se beneficiarían.los santos en Colosas; posiblemente fuera la Epístola a los Efesios la que él quería que fuera comunicada a los laodiceanos. Sea como sea, todo lo que se dice es que era una epístola que poseía la asamblea en Laodicea, pero no estaba, en modo alguno, dirigida a ellos, al contrario. Era perfectamente posible que una carta, o centenares de ellas, las pudiera haber escrito Pablo para otras personas y, que Dios, en Sus propósitos, no hubiera querido que llegaran a conocimiento de la asamblea universal. Pero aquí no hay ninguna prueba de que se hubiera escrito la carta a los laodiceanos. Tíquico era el mensajero de dos ellas; puede haber sido el mensajero de tres, siendo una diferente en algunos detalles de aplicación que podrían servir para confirmar a los colosenses que, en general, no se trataba de una comunicación más para otros días; pero, repito, no parece deducirse nada de esto aquí. Podría poner que era una carta “de Laodicea”, porque era allí, en lugar de una carta “a” Laodicea, pero no es el modo de expresión que se utiliza normalmente. Vimos que la carta a los Efesios es otra comunicación del Espíritu de Dios, que se ha conservado para que nos llegue a nosotros. No sabemos si la de Laodicea era la misma carta, dirigida de su puño y letra a los cristianos de esa ciudad, o bien se trataba de otra carta que tenían que enviar a los colosenses (una asamblea próxima a ellos) y que, sin tener nada que añadir a las relaciones divinas, no ha sido preservada para nosotros.

Parece ser que los cristinanos no eran muy numerosos en Laodicea. El apóstol saluda a los hermanos de allí, entre quienes había que se reunían en casa de uno llamado Nymphas. No eran el caso particular de que hubiera que dirigirles personalmente una carta, pero sin embargo el apóstol no los olvida. Lo que dice aquí de ellos es casi una prueba certera de que el apóstol no les había escrito ninguna epístola, y no les habría enviado saludos por vía de los colosenses si al mismo tiempo hubiera escrito una epístola especial a los hermanos de Laodicea. El caso no deja de ser sencillo: es cierto que había hermanos en Laodicea, pero no formaban un número importante ni tenían una posición distintiva como para originar una epístola dirigida a ellos. Pero esta pequeña asamblea en la casa de Nymphas no sería olvidada, pues se beneficiaría de las epístolas que iban dirigidas a otras asambleas de más importancia que la suya, y cuya condición demandaba que existieran o, cuando menos, que se suscitara la ocasión por que fueran escritas para ser trasmitidas por orden del apóstol a Laodicea.

Con referencia a la Espístola a los Colosenses, no es ninguna suposición que el apóstol les ordena de manera expresa que lean la carta en la asamblea de Laodicea, pues no era la primera vez que esta recibía una epístola de otras asambleas, y los colosenses iba a benefeciarse de ello del mismo modo que las demás. Las dos asambleas, no muy distantes entre ellas, iban a gozar mutuamente de los favores espirituales que se les otorgaba.

El apóstol tampoco se olvida de las personas. Arquipo es objeto de una exhortación solemne a obedecer el ministerio que el Señor le había encomendado, y a cumplir con su servicio.

Pablo no había visitado personalmente estas asambleas (cap. 2:1).


 

 

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Referencias

[1] ¡Qué dolor produce ver que esta amada iglesia fuera tomada más tarde como ejemplo de la pérdida del primer amor! Sin embargo, todo apunta al final.

[2] El nombre de Timoteo no lo encontramos en la carta a los santos en Éfeso.

[3] Uno de los engaños del corazón es que cuando conocemos la voluntad de Dios bastante bien, vamos a pedir consejo a alguien que es menos espiritual que nosotros.

[4] Hay tres medidas que regulan el andar del cristiano en esta forma: dignamente de Dios que nos ha llamado a Su propio reino y gloria; dignamente del Señor aquí; y dignamente de la vocación con la que fue llamado, esto es, el Espíritu Santo que mora en la Iglesia, Efesios 2, donde sigue su desarrollo hasta el final del capítulo 3.

[5] El antecedente es aquí, según creo, el Señor; pero el Señor y Dios se fusionan grandemente en un pensamiento.

[6] Tomemos especial atención de que no se dice «nos hará aptos», como algo que todavía tiene que ser hecho, y en lo cual hagamos progreso.

[7] Veremos también más adelante que el punto de partida es algo ligeramente diferente, y, aunque el terreno de Efesios se refiera a ello en parte, se introduce al hombre tal como se le halla viviendo en pecado, y se hace menos referencia a Dios, quien le halla ya muerto en sus delitos y pecados, y le hace una nueva creación conforme a Sus propios consejos. Lo veremos en adelante. Además, en Efesios 1:6 nuestro lugar es el de una gracia plena en Cristo; en Colosenses 1 se ve la liberación real y presente del poder de las tinieblas y el traslado al reino del Hijo de Su amor, no charis or charitosis en to hegapemenps.

[8] Esto pertenece al principio mencionado arriba. En Efesios se considera todo bajo el punto de vista de los consejos eternos de Dios antes de que el mal existiera, del bien que Él se propuso en Sí mismo hacer, aunque fuese necesario para ello la redención cuando hubo entrado el mal, y la gloria de Dios mismo y la base de nuestra gloria en el cumplimiento de estos dos obtuvo su bien ulterior. En Colosenses el hombre en maldad es objeto de la gracia.

[9] Una de estas preeminencias depende de Sus derechos divinos como Creador, la otra de su obra y del poder exhibido en su humanidad en el acto de la resurrección. Todo le pertenece como Hombre y por poder divino, pero no obstante puede decirse que una parte de su gloria depende de su divinidad y la otra de su victoria como Hombre.

[10] Añadido en realidad a los cuatro como complemento.

[11] Cuando el cristiano es contemplado como en Cristo, no hay ningún “si”. Nosotros estamos en Él. Cuando es visto como peregrino, nos hallamos en la vía hacia la gloria real, y tenemos que alcanzar el objetivo; y aquí es donde entra el “si”, y el peligro, y la necesidad de que seamos guardados. Luego tenemos la completa seguridad de que seremos guardados y nunca pereceremos, siendo confirmados hasta el fin, y la buena obra en nosotros completada. Así, la dependencia de Dios se mantiene en los salvados, así como la confianza en Su fidelidad

[12] Notemos lo clara y precisa que es esta declaración: el versículo 14, habla de redención y perdón; el versículo 21, de la reconciliación con Dios; el versículo 13, de la liberación e introducción en el reino; en el versículo 12, somos aptos para participar de la herencia de los santos en luz. Esto es todo lo que tenemos, y somos así llamados a caminar dignamente del Señor.

[13] No es ninguna cuestión acerca de la fecha de los libros, sino del conjunto de los temas. La ley, el reino, la Persona de Cristo, la redención y los caminos de Dios, habían sido ya expuestos; la doctrina de la asamblea tenía entonces que ser revelada para poder completar las comunicaciones de Dios en cuanto a sus temas.

[14] Ya he destacado anteriormente que en los Colosenses se tiene especialmente en cuenta a los gentiles, no la unión del judío y del gentil en uno.

[15] Existían unas leyendas muy hermosas en el sistema gnóstico que abrazaban parcialmente la verdad; pero éstas habían perdido a Dios y la verdad, y la realidad de la conciencia delante de Dios

[16] Estas expresiones se refieren al doble carácter de Cristo ya expuesto ante nosotros en el capítulo 1. Nos muestran de manera positiva lo que nosotros tenemos en Cristo, como aquello de lo que se desprende que se aplica a todas las cosas aquí abajo que nos impedirían el disfrutarlo. Cristo es la plenitud de la Deidad, el objeto de nuestra delicia, en quien poseemos todas las cosas. También tenemos en Él una posición sobre toda la creación, en cuya perfección Cristo la ha puesto allí. Estamos completos en Él, quien es la Cabeza de todo principado y potestad. En lo que respecta a la fraseología, el cambio de una palabra por una no obstante no mejor en sí misma, demuestra la mente del apóstol. En Él mora toda la abundancia de la Deidad; y nosotros estamos completos en Él.

[17] Hay quien no relaciona «resucitados» con el bautismo. En este caso entiendo que el pasaje debe leerse de la siguiente manera: «En quien vosotros estáis también circuncidados con circuncisión no hecha de manos, al desprenderos del cuerpo de la carne por la circuncisión de Cristo, habiendo sido sepultados con Él en el bautismo; en quien asimismo estáis juntamente resucitados [quiere decir con Cristo] a través de la fe», etc. Lo que significa el bautismo es claramente muerte, y no es el acto de bautizar, sino el salir del agua, lo que puede aplicarse a la resurrección. La donación de vida no es en ningún modo el significado del bautismo, ni siquiera como figura, sino el abandono de la vida de Adán por la muerte (la muerte de Cristo) y la entrada a través de esa puerta a un lugar y posición totalmente nuevos.

[18] Estas aplicaciones derivan de Colosenses 2:11, 12: observemos que Romanos, desde el 5:12 trata de la muerte al pecado, en el cual el hombre -como hijo de Adán- estaba vivo. En Efesios se considera al hombre como muerto en sus pecados en cuanto hacia Dios. Colosenses trata de ambas: Colosenses 2:11, 12 las completa, añadiendo la resurrección con Cristo. El versículo 13 persigue la doctrina efesia. Colosenses 2:20, Colosenses 3:1, vienen hablando de Colosenses 2:11, 12, y tenemos el despojamiento del viejo hombre y la añadidura del nuevo.

[19] Aunque esta palabra pueda aparentar un conocimiento profano y no escritural, este no es el caso. La ciencia, como se la llama aquí y de la que el apóstol habla en otro sitio, se llama en griego “gnosis”, de la que procede esta filosofía pretenciosa y corrupta llamada gnosticismo y sus seguidores gnósticos. Desempeña un parte inmensa en la historia de la iglesia y de la que no hablaré aquí. Pero sus principios suelen encontrarse en el Nuevo Testamento y son presentados por los apóstoles para poder lidiar con ellos. Los judíos en general se habían dejado vencer por la idea de una obra mediatoria de los ángeles, si bien no se expresaba exactamente de la misma forma que en la filosofía gnóstica.

[20] Esto es lo que imperaba en la época apostólica y a lo que Pablo opuso resistencia en la energía que le daba el Espíritu Santo. Después de su partida, este poder se había ido también. La iglesia histórica nunca tuvo los dos principios fundamentales del cristianismo: la perfección en Cristo (“por una sola ofrenda los ha perfeccionado para siempre”), y la presencia y poder conductor del Espíritu Santo en la tierra, que los sacramentos y el clero suplantaron.

[21] Por ello no tenemos la justicicación en Efesios, sino solo la explicación de una creación nueva.

[22] Esta diferencia es muy interesante, pues pone de manifiesto el carácter de la epístola a los Efesios de modo sorprendente —una epístola en la que todo recibe el influjo del punto de vista dado por el Espíritu, que emana de los primigenios y eternos consejos de Dios, así como de sus operaciones—, y que con el propósito de su corazón perfecciona dichos consejos. Él desea tener, crear algo para poder manifestar las inmensas riquezas de su gracia. Él ha tomado a los vivos y a los perdidos como los objetos de Sus operaciones, elementos adecuados para que dichos consejos puedan manifestarse partiendo de la base de la condición perdida de este grupo. Dios no realiza su obra sobre la naturaleza misma del hombre a fin de eliminar esta contrariedad, pues sería ir en contra de Su naturaleza. Él da vida de entre los muertos y actúa creando. En Colosenses se nos habla de la muerte del viejo hombre como elemento necesario para tenerlo en consideración. Alabado sea Dios por que tengamos el privilegio de considerarlo desde nuestra posición de muertos al haber muerto por nosotros Cristo.Añadiré aquí lo que dije antes del Espíritu Santo. Cuando el apóstol habla en Colosenses acerca del poder de esta esperanza en nosotros, no hace mención de las arras del Espíritu. El tema es Cristo en nosotros, la esperanza de esta gloria, y en toda ella vemos a Cristo como nuestra vida.

[23] Esta diferencia entre los actos del Espíritu y la existencia de la nueva vida es con lo que se relaciona la libertad del alma. Cuando nacemos de Dios, se genera en nosotros el gusto por la santidad; el amor actúa en nosotros, nos agrada ver la justicia de Dios. Pero en virtud de estos sentimientos —aunque el corazón valore en Dios el amor y este ejerza su atracción inspirándome con cierta medida de confianza—, mi conciencia seguirá condenándome, y me hará sentir que no soy aquello que amo. Estoy bajo la ley y tengo dudas respecto a mi relación con Dios. Pero cuando he aprendido el valor que tiene la sangre de Cristo y que Él es mi justicia, el Espíritu Santo que mora y actúa en mí me hace ser consciente de que tengo una relación con Dios. Mi alma está concienciada y el Espíritu Santo da testimonio de ello. En una palabra, hay libertad.

[24] Esto es algo muy diferente que morir al pecado. La suposición es sobre el mal que hay en aquello que muere (salvo, claro está, en el caso de Cristo, que murió por aquellos que lo tenían). Someter algo a muerte es un acto de poder de aquello que es bueno, es decir, el nuevo hombre.

[25] Estos tres forman todo el carácter del mal en el hombre, generalmente violencia y corrupción, adoptanto esta última la doble forma de codicia y falsedad. Así que, anteriormente al diluvio, la tierra se corrompió delante de Dios y la tierra estaba llena de violencia. La falsedad la forma de corrupción de Satanás, y la violencia es algo que también le caracteriza. El Señor afirma de él que es mentiroso y homicida (Juan 8:44). Luego el hombre añade a todo ello la codicia por causa de su carne.

[26] Obsérvese que aquí la diferencia de la correspondiente frase en Efesios. Allí el cristiano es creado a semejanza de Dios en justicia y santidad verdadera. Aquí tenemos el conocimiento nuevo de la vida divina que conoce a Dios. Es nuestro estado, no el acto creativo de Dios. Esto no quiere decir que se contradiga la perspectiva de Efesios, al contrario, «renovado» es aquí otra palabra tomada de Efesios. Se trata de aquello que es completamente nuevo y que anteriormente nunca estuvo ahí. En Efesios, «renovado» significa lo que se guarda como algo que es totalmente nuevo.

[27] Aquí la paciencia, la generosidad y la perseverancia caracterizan al cristiano. No deja de sorprendernos que este caso se repita en todas partes. Así es como debe ser en un mundo como el nuestro. Así fue con Cristo. En 1ª Corintios 13 los rasgos de la caridad están todos sujetos a este carácter porque son también de él. No se trata de ninguna definición de la caridad, sino de una característica suya. Allí donde no abunden estos rasgos, la caridad tampoco.

 

Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz

 

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