SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA

— CARTA A LOS EFESIOS —

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Introducción

La Epístola a los Efesios nos da la más rica exposición de las bendiciones de los santos individualmente, y de la asamblea, exponiendo al mismo tiempo los consejos de Dios concernientes a la gloria de Cristo. Él mismo es contemplado como Aquel que tiene que tener sujetas todas las cosas en una bajo Su mano como Cabeza de la asamblea. Vemos a ésta colocada en las relaciones más estrechas con Él, pues aquellos que la componen están con el Padre mismo y en la posición que le es dispensada a ella por la soberana gracia de Dios. Estos caminos de gracia hacia ella revelan a Dios mismo en dos caracteres distintos, así como que está en relación con Cristo como con los mismos cristianos. Él es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; cuando es considerado como Hombre, Él es el Dios de Cristo; y el Padre de Cristo cuando es considerado como el Hijo de Su amor. En el primer carácter, se revela la naturaleza de Dios; en el segundo, vemos la estrecha relación que disfrutamos para con Aquel que lleva este carácter de Padre, conforme a la excelencia de las propias relaciones de Cristo para con Él. Esta relación con el Padre, en la que nosotros estamos con Cristo como miembros de Su Cuerpo por gracia, y como Su Esposa, es la fuente de bendición para todos los santos de la asamblea de Dios.

 

Capítulo 1

La forma incluso de la epístola muestra lo mucho que era consciente la mente del apóstol del sentimiento de la bendición propia de la asamblea. Después de haberles deseado gracia y paz a los santos y a los fieles[1] en Éfeso de parte de Dios, el Padre de los verdaderos cristianos, y de Jesucristo Señor de ellos, empieza acto seguido a hablar de las bendiciones de las que son hechos partícipes todos los miembros de Cristo. Su corazón está lleno de la inmensidad de la gracia; nada en el estado de los cristianos efesios es objeto de amonestación, pues la proximidad de su corazón a Dios producía su sencillez, y a nosotros es algo que nos permite disfrutar sencillamente de las bendiciones de Dios como Él mismo las da cuando emanan de Su corazón, excelentes en sí mismas –las disfrutamos en relación con Aquel que nos las otorga, no siendo adaptadas meramente al estado de los que las reciben, ni a través de una comunicación que las revele sólo en parte, porque el alma no sería capaz de recibir más. En efecto, cuando estamos cerca de Dios, lo estamos en sencillez, y toda la extensión de Su gracia y de nuestras bendiciones se manifiesta como se halla en Él.

Es importante señalar de corrido dos cosas: en primer lugar, que la proximidad moral a Dios y la comunión con Él son el único medio de cualquier capacidad válida de conocimiento de Sus caminos que Él otorga a Sus hijos, bien porque es la única posición en la que podemos percibirlos, bien porque Su presencia no admite ninguna conducta deshonrosa ni ningún pensamiento vano que nos prive de estas comunicaciones, incapacitándonos de recibirlas (comparar Juan 14:21-23). En segundo lugar, no se trata de que el Señor nos abandona por culpa de estas faltas o negligencias; Él intercede por nosotros y experimentamos Su gracia, pero ya no hay ninguna comunión o crecimiento inteligente en las riquezas de la revelación de Sí mismo, de la plenitud que es en Cristo. Es la gracia adaptada a nuestras necesidades como respuesta a nuestras miserias. Jesús nos extiende Su mano conforme a la necesidad que sentimos –una necesidad que la operación del Espíritu Santo hace surgir en nuestro corazón. Esto es gracia infinita, una dulce experiencia de Su fidelidad y amor, por medio de las cuales aprendemos a discernir el bien y el mal juzgando nuestro yo; pero la gracia tuvo que adaptarse antes a nuestras necesidades, y recibir un carácter en conformidad a las mismas, como respuesta dada a ellas.

En casos así, el Espíritu Santo se ocupa de nosotros en gracia, y cuando hemos perdido la comunión con Dios, no podemos desentendernos de nuestra retrocesión sin engañarnos a nosotros mismos y endurecernos. ¡Ay!, los tratos que muchas almas tienen con Cristo apenas si reciben otros calificativos. En una palabra, cuando esto sucede, y se origina en el corazón el pensamiento de haber pecado, nuestros tratos con el Señor deberán basarse, si queremos ser sinceros, en esta triste admisión del pecado –al menos de pensamiento. Es la sola gracia la que nos permite de nuevo volver a tratar con Dios. El hecho de que Él nos restaura intensifica Su gracia a nuestros ojos; pero esto no es la comunión. Cuando andamos con Dios y según el Espíritu, evitándole cualquier consternación, Él nos mantiene en comunión en el disfrute de Dios y en la fuente positiva de un gozo eterno. Ésta es una posición en la que puede tener cuidado de nosotros, siendo que nosotros tenemos interés en todo lo que a Él le es de interés, con todo el desarrollo de Sus consejos, Su gloria y Su bondad en la Persona de Jesucristo, Jesús el Hijo de Su amor. El corazón es luego ensanchado según la medida de los objetos que lo ocupan. Ésta es nuestra condición normal. En general, así era con los efesios.

Hemos señalado ya que Pablo era especialmente dotado por Dios para comunicar Sus consejos y Sus caminos en Cristo; de igual modo lo fue Juan al revelar Su carácter y vida como fueron manifestados en Jesús. El resultado de este don particular en nuestro apóstol se halla, como es natural, en la epístola que nos ocupa. Nosotros sin embargo, como estando en Cristo, encontramos en ella un notable desarrollo de nuestras relaciones con Dios y de la intimidad y efecto de las mismas. Cristo es el fundamento en el cual se edifican nuestras bendiciones. Es como estando en Él que podemos disfrutarlas, y nos convertimos así en los objetos reales y presentes del favor de Dios el Padre, así como Cristo mismo el objeto de este favor paterno. El Padre nos ha dado a Él; Cristo ha muerto por nosotros, nos ha redimido, lavado y vivificado, y nos presenta, conforme a la eficacia de Su obra y a la aceptación de Su Persona, delante de Dios Su Padre. El secreto de todas las bendiciones de la asamblea es que es bendecida con Jesús mismo; y así, como Él visto como Hombre, es aceptada delante de Dios, pues la asamblea es Su Cuerpo, y goza en Él y por Él todo lo que el Padre le ha concedido al Hijo. El cristiano es amado individualmente como Cristo lo fue en la tierra; y a partir de este momento compartirá la gloria con Cristo ante la mirada del mundo como prueba de que fue amado así, en relación con el nombre del Padre que Dios mantiene a este respecto (ver Juan 17:23-26). En general tenemos en esta epístola al creyente en Cristo, no a Cristo en el creyente, aunque esto sea también cierto. Nos conduce a los privilegios del creyente y de la asamblea, más que a la plenitud de Cristo mismo, y hallamos más el contraste de esta nueva posición con lo que éramos estando en el mundo, que el desarrollo de la vida de Cristo: esto último lo hallamos ampliamente en Colosenses, donde miramos más a Cristo en nosotros. Pero esta epístola, que nos establece en las relaciones de Cristo con Dios y el Padre, y nos sienta en los lugares celestiales, da el carácter más elevado de nuestro testimonio aquí.

Cristo está en dos relaciones con Dios, Su Padre. Él es un Hombre perfecto delante de Su Dios; Él es también un Hijo con Su Padre. Nosotros tenemos que compartir estas dos relaciones, lo cual Él anunció a Sus discípulos antes de volver al cielo. Sus palabras fueron muy evidentes cuando dijo: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». Esta preciosa e inapreciable verdad es el fundamento de la enseñanza del apóstol en este sitio. Consideraba a Dios en este doble aspecto como el Dios de nuestro Señor Jesucristo, y como el Padre de nuestro Señor Jesucristo; y nuestras bendiciones están relacionadas con estos dos títulos.

Antes de cualquier intento de exponer en detalle el pensamiento del apóstol, observemos que empieza aquí enteramente con Dios, con Sus pensamientos y Sus consejos, no con lo que es el hombre. Podemos apropiarnos de la verdad, por decirlo de alguna manera, por uno u otro de los dos extremos, es decir, por el de la condición del pecador en relación con la responsabilidad del hombre, o por el de los pensamientos y eternos consejos de Dios en vista de Su propia gloria. Este último es el lado de la verdad en donde el Espíritu nos dice que miremos. Gloriosa como es en sí misma la redención, queda relegada en segundo término como el medio por el que gozamos el efecto de los consejos divinos.

Fue necesario que los caminos de Dios se considerasen desde esta perspectiva, esto es, desde Sus propios pensamientos, y no meramente que fueran el medio de introducir al hombre en el disfrute del fruto que producen. La Epístola a los Efesios, pues, nos presenta estos caminos, como la de Romanos después de decirnos que es la bondad de Dios, empieza con el fin del hombre, demostrando el mal y la presente gracia que satisface y libera del mismo.

El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, habiéndonos escogido en Él. El capítulo 1 hace un despliegue de estas bendiciones (vers. 4-7), y del medio de compartirlas; los versículos 8-10, el propósito establecido de Dios para la gloria de Cristo, en quien ya las poseemos. Después, los versículos 11-14 nos presentan la herencia y al Espíritu Santo dado como sello a nuestras personas, y como las arras de nuestra herencia. Luego viene una oración, en la que el apóstol pide que sus amados hijos en la fe –digamos nosotros–, podamos conocer nuestros privilegios y el poder que nos ha introducido en ellos, el mismo poder que resucitó a Cristo de los muertos y lo hizo sentarse a la diestra de Dios para poseerlos; como Cabeza de la asamblea, la cual es Su Cuerpo, el cual será establecido con Él sobre todo lo creado por su Cabeza como Dios, y que Él heredará como Hombre, llenando todo con Su gloria divina y redentora. En una palabra, tenemos en primer lugar el llamamiento de Dios, lo que los santos son delante de Él en Cristo; después, tras declarar el pleno propósito de Dios en cuanto a Cristo, la herencia de Dios en los santos; luego la oración para que podamos conocer estas dos cosas, y el poder con el cual somos introducidos en el disfrute de ellas.

Debemos examinar estas cosas más de cerca. Hemos visto cómo son establecidas las dos relaciones entre el hombre y Dios, relaciones en las que Cristo mismo está. Él ascendió a Su Dios y a nuestro Dios, a Su Padre y a nuestro Padre. Compartimos todas las bendiciones que manan de estas dos relaciones, pues nos ha bendecido con toda bendición espiritual, sin faltar ninguna de ellas. Estas bendiciones pertenecen al orden más alto, no son temporales, como pasaba con los judíos. En la capacidad más sublime del hombre renovado, podemos disfrutar estas bendiciones que se adaptan a esta capacidad; son espirituales. Están también en la esfera más alta: no están en Canaán, o en la tierra de Emanuel. Son bendiciones que nos son concedidas en los lugares celestiales; y nos son otorgadas de la manera más excelente, de modo que no deja duda en cuanto a que no se pueden comparar. Son en Cristo. El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo. Esto fluye del corazón de Dios mismo, de unos pensamientos ajenos a las circunstancias en que Él nos encuentra a nosotros en el tiempo. Antes de que el mundo existiera, éste era nuestro lugar en Su corazón. Él se propuso darnos un lugar en Cristo, y nos escogió en Él.

¡Qué bendición, qué fuente de gozo, qué gracia ser así los objetos del favor de Dios, según Su amor soberano! Si pudiéramos medirlo, sería por Cristo que deberíamos intentar hacerlo; o cuando menos, es a través de Él que debemos sentir lo que es este amor. Notemos especialmente aquí la manera como el Espíritu Santo nos lo hace ver continuamente, que todo está en Cristo –en los lugares celestiales en Cristo–. Él nos escogió en Él, para la adopción por Jesucristo. Fuimos hechos aceptos en el Amado. Éste es uno de los principios fundamentales de la enseñanza del Espíritu en este lugar. El otro es que la bendición tiene su origen en Dios mismo. Él es la fuente y el Autor. Su propio corazón, si podemos expresarlo así, Su propia mente, son su origen y medida. En consecuencia, es en Cristo solamente que podemos formarnos cualquier medida de aquello que no puede medirse, pues Él es de manera completa y suficiente, el deleite de Dios. El corazón de Dios halla en Él un objeto suficiente sobre el cual derramarse completamente, y hacia el cual puede ejercitarse todo Su amor infinito.

Luego la bendición es de Dios; además, es con Él mismo y delante de Él, que puede gratificarse y satisfacer Su amor. Es Él quien nos ha escogido y nos ha predestinado, quien nos ha bendecido para que podamos estar delante de Él como hijos adoptados. Así es la gracia en estos grandes fundamentos. En consecuencia, es lo que la gracia se complació en hacer para nosotros.

Hay algo más que hemos de destacar aquí. Somos escogidos en Él antes de la fundación del mundo. La expresión no se refiere simplemente a la soberanía de Dios. Si Dios escogiera para Sí algunos de los hombres ahora, lo haría con tanta soberanía como antes de que el mundo existiera; esto demuestra que nosotros, en los consejos de Dios, pertenecíamos a un sistema establecido por Él en Cristo antes de que el mundo existiera, que no es del mundo cuando éste existe, y que existe después de que la moda de este mundo ha pasado. He aquí es un aspecto muy importante del sistema cristiano. La responsabilidad entró –para el hombre, naturalmente– con la creación de Adán. A nosotros nos fue dado nuestro lugar en Cristo antes de la existencia del mundo. Entonces, todos los caracteres de esta responsabilidad siguieron desarrollándose hasta la cruz y allí terminaron; inocente, un pecador sin ley, bajo la ley, y cuando fue probado culpable en todos los aspectos, la gracia de Dios mismo viene en bondad al mundo de pecadores, y se encuentra con que Su amor es aborrecido. El mundo quedó juzgado y los hombres se perdieron, y esto es lo que aprende el individuo en cuanto a sí mismo. Esta redención se cumplió, y el pleno propósito y consejo de Dios en la nueva creación en el Cristo resucitado, el postrer Adán, fue manifestado, «el misterio escondido desde los siglos», mientras la responsabilidad del primer hombre se sometía a prueba. Comparar 2 Timoteo 1: 9-11; Tito 1:2, donde es expuesta claramente esta verdad.

Esta responsabilidad y gracia no pueden realmente reconciliarse si no es en Cristo. Los dos principios estaban en los dos árboles del jardín. Luego vino la promesa incondicional a Abraham, que pudiéramos entender que la bendición era por libre gracia; luego la ley puso en evidencia las dos, pero puso la vida como una consecuencia de la responsabilidad. Cristo vino, es la vida, tomando sobre Sí mismo toda la consecuencia de la responsabilidad para los que creen en Él, y devino, como el Hijo divino y la Cabeza resucitada además, la fuente de vida que quitó nuestro pecado; y aquí resucitados con Él, no sólo hemos recibido la vida, sino que estamos en una nueva posición de vida fuera con Él de la muerte, y tenemos una porción conforme a los consejos que se establecieron todos en Él antes de que el mundo fuese, y que son establecidos de acuerdo con la justicia y la redención como una nueva creación, de la cual es cabeza el Segundo Hombre. El siguiente capítulo explicará cómo fuimos introducidos en este lugar.

Dijimos que Dios se revela en dos caracteres, y también en Su relación hacia Cristo; Él es Dios, y Él es Padre. Nuestras bendiciones se relacionan con esto, es decir, con Su perfecta naturaleza como Dios, y con la intimidad de una relación positiva con Él como Padre. El apóstol no toca aún el asunto de la herencia, ni de los consejos de Dios, con respecto a la gloria de la que Cristo tiene que ser centro como un todo; sino que habla de nuestra relación con Dios, de lo que somos con Dios y delante de Él, y no de nuestra herencia –de aquello que Él nos ha hecho ser, no de lo que nos ha dado. En los versículos 4-6, se desarrolla nuestra propia porción en Cristo delante de Dios. El versículo 4 depende del nombre de Dios; el versículo 5, depende del nombre del Padre.

El carácter de Dios mismo es descrito en lo que se atribuye a los santos (vers. 4). Dios pudo hallar Su deleite moral en Sí mismo y en aquello que se le asemeja moralmente. Éste es un principio universal. Alguien honrado no puede complacerse en nadie que no se le asemeje en su honradez. Todavía con más razón sería Dios incapaz de soportar lo que estuviera en contraste con Su santidad, puesto que en la actividad de Su naturaleza debe rodearse a Sí mismo con lo que Él ama y se complace. Antes que nada, Cristo es esto en Sí mismo. Personalmente, es la imagen del Dios invicto. El amor, la santidad, la perfección sin mancha en todos Sus caminos, convergen en Él. Y Dios nos ha escogido en Él. En el verso 4 hallamos nuestra posición en este sentido. Primero, estamos delante de Él, pues nos introduce en esta presencia. El amor de Dios debe actuar así para satisfacerse. El amor que está en nosotros también debe hallarse en esta posición donde tenga su objeto perfecto, donde exista la perfecta felicidad. Como consecuencia de todo ello, es inevitable que hayamos de ser como Dios. Él no podía introducirnos en Su presencia para que se deleitara en nosotros, y admitir a la vez unos objetos que no le complacieran. Por tanto, nos escogió en Cristo para ser santos y sin mancha delante de Él en amor. Él mismo es santo en Su carácter, libre de culpa en todos Sus caminos, y es amor en Su naturaleza. La presencia de Dios es una posición de perfecta felicidad; poder ser igual a Él en Cristo, el objeto y la medida de los afectos divinos. Dios se complace en nosotros, y como nosotros poseemos una naturaleza como la Suya en cuanto a cualidades morales, somos capaces de gozar plenamente de esta naturaleza sin estorbos, y de gozarla perfectamente en Él. Se debe a Su propia elección, a Su mismo afecto, los que nos han situado allí con Él, y como somos Su eterno deleite, el lugar que ocupamos es digno. El corazón halla su descanso en esta posición, pues hay una conformidad de nuestra naturaleza con la de Dios, para la cual también fuimos escogidos y que muestra el afecto personal que Dios tiene por nosotros. Existe asimismo un objeto perfecto y supremo con el que estamos ocupados.

Destaquemos aquí que, en la relación de que hablamos, la bendición se relaciona con la naturaleza de Dios; por lo tanto no se dice que estamos predestinados a esto conforme al beneplácito de Su voluntad. Somos escogidos en Cristo para ser bendecidos en presencia de Él; es Su gracia infinita; pero el disfrute de Su naturaleza no podía ser menos de lo que es –ni podía ser menos nuestro goce en Él–, porque así es Su naturaleza. La felicidad no podría hallarse en otro lugar, ni en nadie más.

En el versículo 5 llegamos a los privilegios particulares, y nosotros estamos predestinados a esos privilegios. «Habiéndonos predestinado para ser adoptados..., conforme al beneplácito de su voluntad». Aquí se nos establece, no la naturaleza de Dios, sino la intimidad, como hemos dicho, de una relación positiva. A partir de aquí se trata del buen beneplácito de Su voluntad. Podrá tener ángeles ante Él como siervos; pero fue voluntad Suya tener hijos.

Tal vez podríamos decir que si fuese posible que alguien pudiera complacerse en la naturaleza divina, apenas podría concebirse esto fuera de una relación íntima; pero la forma y el carácter de esta relación dependen en realidad de la soberana voluntad de Dios. Como poseemos estas cosas en Cristo, el reflejo de esta naturaleza divina y la relación de hijos van unidos, ya que los dos están unidos en nosotros. Debemos tener presente que nuestra participación en estas cosas depende de la voluntad soberana de Dios nuestro Padre. En cuanto al medio de compartirlas, y cómo las compartimos, se debe a que nosotros estamos en Cristo. En Su soberana bondad y conforme a Sus consejos de amor, Dios nuestro Padre nos escoge para tenernos cerca de Él, cuyo propósito de ligazón a Cristo queda notablemente expresado en este versículo, igual que en el anterior. No se trata solamente de nuestra posición lo que caracteriza este vínculo, sino que el Padre se da a conocer de un modo peculiar respecto a esta relación. El Espíritu Santo no se contenta con decir «...habiéndonos predestinado para ser adoptados», sino que añade «como hijos suyos». Podríamos decir que esto está implícito en la palabra «adoptados». El Espíritu siempre nos detalla estos pensamientos a nuestro corazón, que el Padre nos escoge para tenernos en una relación estrecha con Él mismo como hijos. Somos hijos para Él por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de Su voluntad. Si Cristo es la imagen del Dios invisible, nosotros llevamos esta impronta cuando somos escogidos en Él. Si Cristo es un Hijo, nosotros entramos en esta relación filial.

Éstas son, pues, nuestras relaciones tan preciosas y maravillosas, con Dios nuestro Padre en Cristo. Estos son los consejos de Dios. Todavía no hallamos nada de la condición anterior de los que tenían que ser llamados a esta bendición. Se trata de un pueblo celestial, de una familia celestial, conforme a los propósitos y consejos de Dios, el fruto de Sus pensamientos eternos y de Su naturaleza amorosa, lo que aquí se llama la «gloria de Su gracia». No podemos glorificar a Dios añadiéndole algo. Él se glorifica a Sí mismo cuando se revela. Todo esto es evidentemente para alabanza de la gloria de Su gracia, conforme a la cual Él ha actuado en gracia hacia nosotros en Cristo, conforme a la cual Él es la medida de esta gracia, su forma hacia nosotros, Aquel en quien compartimos esta alabanza. Toda la plenitud de esta gracia se revela en Sus caminos hacia nosotros –los pensamientos originales, por así decirlo, de Dios, que no tienen otro origen que Él mismo, en los cuales se glorifica cuando los lleva todos a término. Notemos que el Espíritu no dice aquí «el Cristo» al final del versículo 6. Cuando habla de Él, lo hace enfatizando los pensamientos de Dios. Él ha actuado en gracia hacia nosotros en el Amado –en Aquel que es especialmente el objeto de Sus afectos. El Espíritu pone de relieve esta característica de Cristo al hablar de la gracia que nos es dada en Él. ¿Existía antes un objeto especial del amor y del afecto de Dios? Él nos ha bendecido en ese objeto. ¿Dónde nos halló Él cuando quería traernos a esta posición gloriosa? ¿Qué escoge Él para bendecirlo de esta manera? A pobres pecadores muertos en sus delitos y pecados, esclavos de Satanás y de la carne.

Es en Cristo que vemos nuestra posición conforme a los consejos de Dios, y es también en Él que hallamos la redención que nos puso allí. A través de Su sangre tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados. Los que Él quiso bendecir eran pobres y miserables a través del pecado, y ha actuado hacia ellos conforme a las riquezas de Su gracia. Hemos observado ya que el Espíritu pone de manifiesto en este pasaje los eternos consejos de Dios con relación a los santos en Cristo, antes de empezar con el estado del cual fueron sacados cuando los halló aquí abajo en su condición pecaminosa. Toda la mente de Dios respecto a ellos se revela en Sus consejos, en los que Él se glorifica. Entonces se dice, que lo que Él creyó bueno hacer con los santos, lo hizo conforme a la gloria de Su gracia. Él se ha revelado en Sus consejos; Él tiene una gracia gloriosa. En Su obra, Él se acuerda de nuestras miserias, de lo que nos falta, según las riquezas de Su gracia; en ellas participamos nosotros como objetos de las mismas en nuestra pobreza y necesidades. Él es rico en gracia. Así nuestra posición es ordenada y establecida, según los consejos de Dios y por medio de la eficacia de Su obra en Cristo –nuestra posición, es decir, en referencia a Él. Si tenemos que pensar aquí dónde se revelan los pensamientos y consejos divinos, siendo que la remisión y la redención vienen de esto, tendremos que hacerlo sin tener en cuenta como medida lo que nos falta, y sí en conformidad a las riquezas de la gracia de Dios.

Aún hay más: habiéndonos colocado Dios en esta relación, nos revela Sus pensamientos respecto a la gloria de Cristo mismo. Esta misma gracia nos ha hecho los depositarios del propósito establecido de Sus consejos, en relación con la gloria universal de Cristo para la administración de la plenitud de los tiempos, lo cual es un inmenso favor que nos ha sido concedido. A nosotros nos interesa la gloria de Cristo igual que el ser bendecidos en Él. Nuestra comunión con Dios y nuestra perfección delante de Él nos capacitan para mostrar nuestro interés en los consejos de Dios, en cuanto a la designada gloria de Su Hijo. Esto nos lleva a la herencia (comparar Juan 14:28). Si bien Abraham estaba en un terreno inferior, era el amigo de Dios. Dios nuestro Padre nos ha concedido disfrutar todas las bendiciones en los lugares celestiales; y quiere unir todas las cosas en el cielo y sobre la tierra bajo Cristo como Cabeza, así como nuestra relación con todo lo que le sea puesto bajo Él, y nuestra relación con Dios Su Padre depende de nuestra posición en Él, pues en Él tenemos nuestra herencia.

El beneplácito de Dios fue juntar todo lo creado bajo la mano de Cristo. Éste es Su propósito para la administración de los tiempos en los que se manifestará el resultado de todos Sus caminos[2]. Heredamos en Cristo nuestra parte como herederos de Dios, como se dice en otros pasajes, coherederos con Cristo. El Espíritu nos presenta la posición en virtud de la cual nos ha tocado a nosotros la herencia, antes de presentarnos la herencia misma. Ésta es atribuida también a la voluntad soberana de Dios, como Él hizo anteriormente con respecto a la relación especial de hijos para Dios. Notemos también aquí que en la herencia seremos para la alabanza de Su gloria; lo mismo que en nuestra relación con Él somos para alabanza de la gloria de Su gracia. Manifestados en posesión de la herencia, exhibiremos Su gloria visible entonces vista en nosotros; pero nuestras relaciones con Él son el fruto para nuestras propias almas, con Él y delante de Él, de la gracia infinita que nos ha colocado en estas relaciones y nos ha capacitado para disfrutar de ellas.

Así son los consejos de Dios nuestro Padre cuando son otorgados a aquel Cristo Hombre. Él reunirá en uno todas las cosas en Él como Cabeza de ellas. En cuanto a nuestra relación con Dios el Padre, es en Él que tenemos nuestra verdadera posición, y lo mismo con respecto a la herencia dada a nosotros. Estamos unidos a Cristo en conexión con lo que está sobre nosotros; y así lo estamos en relación con lo que está aquí abajo. El apóstol habla primero de los cristianos judíos que han creído en Cristo antes de que Él se manifieste; esto es lo que da vigor al pasaje «nosotros los que ya antes esperábamos en Cristo». Si puedo aventurarme a utilizarlo de otra manera: «nosotros los que previamente confiamos en Cristo», es decir, que confiamos en Él antes que se manifieste. El remanente judío de los últimos días creerá (como Tomás) cuando le hayan visto. El apóstol habla de aquellos entre los judíos que ya habían creído en Él.

El verso 13 extiende la misma bendición a los gentiles, lo cual propicia la ocasión de presentar otra verdad preciosa con relación a nosotros, algo que es cierto de cada creyente, pero que tenía una fuerza especial con respecto a los que estaban entre los gentiles. Dios puso Su sello sobre ellos por medio del don del Espíritu Santo. Ellos no eran, según la carne, herederos de la promesa; pero cuando creyeron, Dios los selló con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de la herencia tanto del uno como del otro, judío y gentil, hasta que la posesión que Cristo adquirió le sea entregada, cuando en efecto tomará posesión de la herencia por Su poder, con el cual no permitirá que subsista ningún adversario. Véase aquí que no se trata de nacer de nuevo, sino de un sello que es puesto sobre los creyentes como muestra y garantía de su plena participación futura en la herencia que pertenece a Cristo –una herencia a la que Él tiene derecho a través de la redención, con la que ha adquirido todas las cosas para Sí mismo y que se apropiará por Su poder sólo cuando haya reunido a todos los coherederos para que la disfruten con Él.

El Espíritu Santo no es las arras del amor. El amor de Dios es derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado. Dios nos ama ahora como nos amará en el cielo. De la herencia, es sólo las arras el Espíritu Santo. Todavía no poseemos nada de la herencia, pero entonces seremos para alabanza de Su gloria. La gloria de Su gracia ya es revelada.

Tenemos aquí la gracia que dispuso la posición de hijos de Dios, los consejos de Dios respecto a la gloria de Cristo como Cabeza sobre todas las cosas, la parte que tenemos nosotros en Él como el Heredero, y el don del Espíritu Santo a los creyentes como las arras y el sello –hasta que sean puestos en posesión con Cristo– de la herencia que Él ganó.

Desde el versículo 15 hasta el final, tenemos la oración del apóstol para los santos, que surge de esta revelación, y es una oración fundada en la manera como los hijos de Dios han sido introducidos en sus bendiciones en Cristo, que conduce a toda la verdad relacionada con la unión de Cristo y la asamblea, y el lugar que Cristo asume en el universo que Él creó como Hijo, y que vuelve a asumir como Hombre. Es una oración basada en el poder manifestado al colocarnos a la altura de esta posición, lo mismo que a Cristo mismo, que Dios nos ha dado en Sus consejos. Utiliza el título de «Dios de nuestro Señor Jesucristo» en su oración. Para la del capítulo 3, utiliza el de «Padre de nuestro Señor Jesucristo». Encontramos más la comunión que los consejos. Dios es llamado aquí el Padre de gloria, como siendo su Fuente y Autor. No se dice únicamente «el Dios de nuestro Señor Jesucristo», sino que veremos que se contempla a Cristo como Hombre. Dios ha mostrado Su poder en Cristo (v. 20) resucitándole de entre los muertos, y le ha sentado a Su diestra. En una palabra, todo lo que le ha acontecido a Cristo se considera que es el resultado del poder de Dios que lo ha llevado a término. Cristo pudo decir «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» porque Él era Dios; aquí es visto como Hombre; es Dios que le resucita.

Esta oración tiene dos partes: la primera es que ellos pudieran entender lo que son el llamamiento y la herencia de Dios; y en segundo lugar, qué clase de poder es el que los sitúa en posesión de lo que este llamamiento les confiere: el mismo poder que pone a Cristo a la diestra de Dios, después de resucitarlo de entre los muertos.

En primer lugar, el entendimiento de las cosas que nos son dadas. Según me parece, vemos las dos cosas que ya vimos en la primera parte del capítulo, que son la porción del cristiano: la esperanza y el llamamiento de Dios, y la gloria de Su herencia en los santos. El llamamiento se relaciona con los versículos 3-5, y la herencia con el versículo 11. En el primero hemos hallado la gracia, esto es, a Dios actuando hacia nosotros porque Él es amor–, y en el segundo, la gloria (el hombre manifestado como gozando en Su Persona y herencia los frutos del poder y los consejos de Dios). Dios nos llama a estar delante de Él santos y sin culpa en amor, y al mismo tiempo a que seamos Sus hijos. La gloria de Su herencia es nuestra. Percatémonos que el apóstol no dice «nuestro llamamiento», aunque seamos llamados. Él matiza este llamamiento al relacionarlo con Aquel que llama, a fin de que podamos entenderlo conforme a su excelencia y verdadero carácter. El llamamiento es conforme a Dios mismo. Toda la dicha y carácter de este llamamiento son en conformidad con la plenitud de Su gracia, y son dignos de Él. Esto es lo que esperamos nosotros. También es Su herencia, como la tierra de Canaán era Suya, como dijo en la ley, y la cual no obstante heredó en Israel. Pese a ello, la herencia de todo el universo cuando será lleno de gloria, le pertenece, pero lo hereda en los santos. Son las riquezas de la gloria de Su herencia en los santos. Él llenará todo con Su gloria, y en los santos heredará todo. Éstas son las dos partes en que se divide la primera cosa a la que debían abrir su entendimiento los efesios. Somos llamados por Dios a disfrutar la dicha de Su presencia, cerca de Él, y disfrutar lo que está por sobre de nosotros. La herencia de Dios se aplica a lo que está aquí abajo, a las cosas creadas, que son todas sometidas a Cristo, en quien y con quien disfrutamos la luz de la presencia de Dios cerca de Él. El deseo del apóstol era que los efesios pudieran entender esto.

Lo segundo que pide por ellos en su oración el apóstol es que pudieran conocer el poder ya manifestado, que se había ejercitado para darles parte en esta bienaventurada y gloriosa posición. Si bien fueron introducidos en la posición de Cristo delante de Dios Su Padre por la gracia soberana de Dios, la obra que fue ejercitada en Cristo, y la manifestación del poder de Dios que tuvo lugar al resucitarle de la tumba hasta la diestra de Dios el Padre sobre cada nombre que se nombra, son la expresión y el modelo de la acción del mismo poder que opera en nosotros los que creemos, que nos ha resucitado de nuestro estado de muerte en el pecado para que tuviéramos parte en la gloria de este Cristo. Este poder es la base de la posición de la asamblea en su unión con Él, y es el desarrollo del misterio conforme a los propósitos de Dios. Cristo resucitó personalmente de entre los muertos y se sentó a la diestra de Dios, muy por encima de toda potestad y autoridad y nombre existente entre las jerarquías con las que Dios administra el gobierno del mundo que ahora es, incluso entre aquellas del mundo venidero. Esta superioridad existe no sólo en lo que a Su divinidad se refiere, cuya gloria es inmutable, sino también en referencia al lugar que se le ha dado como Hombre. Hablamos aquí del Dios de nuestro Señor Jesucristo. Él es quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria y un lugar de supremacía, del cual era personalmente merecedor, pero que recibe, y debe recibir, como Hombre de manos de Dios, quien le ha establecido como Cabeza sobre todas las cosas uniendo la asamblea a Él como Su Cuerpo, y resucitando de su muerte en pecado a los miembros por el mismo poder que resucitó y sublimó a la Cabeza. Les dio vida juntamente con Cristo, y los sentó en los lugares celestiales con Él, mediante el mismo poder que le exaltó a Él. Así la asamblea, Su Cuerpo, es Su plenitud. Él es en verdad Aquel que todo lo llena en todo, pero el Cuerpo forma el complemento de la Cabeza. Es Él, por cuanto es Dios y Hombre, quien llena todas las cosas. Y por cuanto es Hombre, según el poder de la redención y la gloria que Él adquirió, el universo que Él llena con Su gloria disfruta de esta plenitud, conforme a la estabilidad de esa redención, desde el poder y desde el efecto de los que nada puede apartarla[3]. Él es, repito, quien llena el universo con Su gloria; pero la Cabeza no está sola, no está abandonada, por decirlo de algún modo, a ningún sentido de incompleta, sin su Cuerpo. Es el Cuerpo que la completa en esa gloria, como un cuerpo físico completaría la cabeza; pero no lo hará para dirigir o ser él la cabeza, sino para ser el Cuerpo de la cabeza y que ésta sea la cabeza de su Cuerpo. Cristo es la Cabeza del Cuerpo sobre todas las cosas, llenando todo en todos, y la asamblea es Su plenitud. Éste es el misterio visto íntegramente. Por tanto, podemos observar que cuando Cristo –después de cumplir la redención– fue exaltado a la diestra de Dios, asume el lugar en el que puede ser la Cabeza del Cuerpo.

¡Maravillosa porción de los santos en virtud de su redención, y del divino poder que fue ejercitado en la resurrección de Cristo cuando murió por nuestros delitos y pecados, y le situó a la diestra de Dios. Una porción que, salvo Su función personal a la diestra del Padre, es también la nuestra a través de nuestra unión con Él!

 

Capítulo 2

La operación[4] del poder de Dios sobre la tierra, con el propósito de introducir a las almas en el disfrute de sus privilegios celestiales, para formar la asamblea aquí abajo, es la presentación de este capítulo ante el desarrollo de los privilegios mismos, y consecuentemente de los consejos de Dios. No son siquiera estos consejos, sino la gracia y el poder que operan para producir como resultado su cumplimiento en las almas. Cristo es visto en primer lugar, no como Dios venido y presentado a los pecadores, sino como muerto, esto es, visto donde nosotros estábamos por causa del pecado, y resucitado con poder. Él murió por el pecado; Dios le resucitó de los muertos y le sentó a Su diestra. Nosotros estábamos muertos en nuestros delitos y pecados; Él nos ha dado vida juntamente con Él. Pero como aquí es la tierra la cuestión, y la operación del poder y de la gracia sobre la tierra, el Espíritu habla naturalmente de la condición de aquellos en quienes opera esta gracia, en realidad de la condición de todos, al tiempo que en este sistema terrenal con sus formas de religión había los que estaban cerca y los que estaban alejados. Hemos visto que en la plena bendición a la que el apóstol hace referencia está implícita la naturaleza de Dios mismo, en vista de la cual se establecieron todos los consejos divinos. Entonces, las formas exteriores que habían sido establecidas de manera provisional sobre la tierra por la autoridad de Dios, como las sombras de lo que había de venir, carecían de valor. Servían solamente para manifestar los caminos de Dios como las sombras de las cosas venideras, y se relacionaban con la manifestación de la autoridad divina entre los hombres a fin de mantener un conocimiento de Dios. Lo importante se mantiene en su lugar; sin embargo, estas figuras no podían introducir a las almas en una relación con Dios para que fueran capaces de gozar por gracia en sus corazones de la eterna manifestación de Su naturaleza, participando de ésta y reflejándola. Por lo tanto, estas figuras eran totalmente inservibles, pues no manifestaban estos principios eternos. Las dos clases de hombres, el judío y el gentil, estaban allí; y a ellos se refiere el apóstol. La gracia recoge a personas de ambos conjuntos para formar un Cuerpo, un nuevo hombre, por una nueva creación en Cristo.

En los dos primeros versículos de este capítulo se habla de los que fueron sacados de entre las naciones ignorantes de Dios –los gentiles, como usualmente se les llama. En el versículo 3, se nos habla de los judíos: «Entre los cuales también todos nosotros». El apóstol no describe aquí los crudos detalles[5], como lo hizo en Romanos 3, ya que su propósito no es convencer al individuo para mostrarle el medio de ser justificado, sino exponer los consejos de Dios en gracia. Habla del alejamiento de Dios en que se halla el hombre bajo el poder de las tinieblas. Respecto a las naciones, habla de la condición universal del mundo. Toda la carrera de éste, su sistema completo, era conforme al príncipe de la potestad del aire, hallándose bajo el gobierno de aquel que operaba en los corazones de los hijos de desobediencia que evadían por voluntad propia el gobierno de Dios, si bien no podían hacer lo mismo con el juicio divino.

Si el judío tenía privilegios externos, si carecían de una función directa bajo el gobierno del príncipe de este mundo –como sucedía con las naciones sumidas en la idolatría y totalmente degradadas en este sistema donde el hombre se sumergía codiciosamente y a gusto pleno de los demonios que allí le hacían postrarse–; si los judíos no estaban bajo el gobierno de demonios como los gentiles, sin embargo su naturaleza los conducía por los mismos deseos que los pobres paganos influidos por demonios. En cuanto a los deseos de la carne, los judíos llevaban la misma vida; eran hijos de ira, como los demás, pues ésta es la condición de los hombres; son por naturaleza hijos de ira. En sus privilegios externos, los israelitas eran el pueblo de Dios; por naturaleza, eran iguales a los demás. Destacamos aquí las palabras «por naturaleza». El Espíritu no se refiere a un juicio pronunciado de parte de Dios, ni de unos pecados cometidos, ni del fracaso de Israel en su relación con Dios cuando cayó en la idolatría y en la rebeldía; tampoco habla de su rechazo del Mesías ni de la consecuente privación de todos los recursos hacia ellos, así como tampoco habla de un juicio positivo de Dios pronunciado ante la manifestación del pecado. Ellos eran, como todos los hombres, hijos de ira en su naturaleza. Esta ira era la consecuencia natural del estado en que ellos estaban[6].

El hombre, fuera judío o gentil, y la ira, iban naturalmente relacionados, del mismo modo que existe un lazo natural entre el bien y la justicia. Y aunque Dios tome en juicio conciencia de todo lo que es contrario a Su voluntad y gloria, está por encima de todo ello en Su naturaleza. Los que son dignos de la ira divina, para con ellos Dios es rico en misericordia, pues Él mismo es misericordioso. El apóstol le presenta aquí como actuando conforme a Su propia naturaleza hacia los objetos de Su gracia. Nosotros estábamos muertos, dice el apóstol, en nuestros delitos y pecados. En Su amor, Dios viene para librarnos por medio de Su poder. «Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó...». No había en nosotros ningún tipo de actos buenos: éramos muertos en delitos y pecados. El movimiento vino de Él, ¡alabado sea Su nombre! Nos dio vida, pero no precisamente esto, sino que nos la dio juntamente con Cristo. No dice de manera directa que Cristo fue vivificado, aunque sea así donde se habla del poder del Espíritu en Él mismo. Él fue no obstante resucitado de los muertos; y cuando nos enfrenta la duda, se nos dice que la energía con la cual salió de la muerte es la que se emplea aquí para nuestra vivificación. Y no sólo esto; en nuestro darnos vida somos asociados con Él. Dios nos ha transmitido esta vida. Es Su pura gracia la que nos ha salvado, la que nos halló muertos en pecados y nos sacó de la muerte igual que Cristo salió de ella, y por el mismo poder de resurrección que nos sacó de allí con Él[7] para ponernos en la luz y en el favor de Dios, como una nueva creación, igual que Cristo está en esta misma posición. El judío y el gentil se encuentran juntos en la misma posición nueva en Cristo. La resurrección puso un final a todas esas distinciones, que están fuera de lugar en un Cristo resucitado. Dios ha dado vida tanto al uno como al otro con Cristo.

Después de cumplir esto Cristo, se hallan judío y gentil en el Cristo resucitado y ascendido, sin las diferencias que la muerte abolió, y se sientan juntos en Él en una condición nueva común a ambos, descrita como siendo igual que la de Cristo[8]. Los pobres pecadores de entre los gentiles y los negadores judíos son introducidos en la posición donde Cristo está por el poder que le resucitó de la muerte y le sentó a la diestra de Dios[9], para mostrar en los siglos venideros las inmensas riquezas de la gracia que lo había cumplido. Una María Magdalena, y un ladrón crucificado, son los compañeros en gloria con el Hijo de Dios, junto con nosotros, que daremos testimonio de ello. Es por gracia que somos salvos. Todavía no estamos en la gloria; es por la fe que estamos en ella. ¿Osaría alguien decir cuando menos que la fe es del hombre? No, no es nuestra tampoco en este sentido[10], todo es don de Dios, y no por obras para que nadie se gloríe. Somos hechura de Sus manos.

¡De qué manera más poderosa manifiesta a Dios el Espíritu Santo como la Fuente y el Operador de todo, y el único posible! Es una creación que, como obra Suya, tiene un resultado que concuerda con Su propio carácter. Es en nosotros que esto es hecho. Él toma a pobres pecadores para exhibir en ellos Su gloria. Si se trata de la operación de Dios, es seguro que será para buenas obras, pues nos ha creado en Cristo para buenas obras. Observemos aquí que si Dios nos ha creado para estas buenas obras, deben estar caracterizadas en su naturaleza por Aquel que ha operado en nosotros, creándonos según Sus propios pensamientos. No es el hombre quien busca acercarse a Dios, o de satisfacerle haciendo obras según la ley que le complazcan –la medida de lo que debería ser el hombre; es Dios quien se ocupa de nosotros en nuestros pecados cuando no hay ninguna iniciativa moral en nuestros corazones. «No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios». Él nos hace nuevos para obras en conformidad a esta nueva creación. Somos colocados en una posición completamente nueva, conforme a esta nueva creación de Dios, investidos de un carácter nuevo de acuerdo como Dios lo predeterminó. Las obras fueron preparadas de antemano también según el carácter de que nos revestimos por medio de esta creación nueva. Todo es absolutamente conforme a la mente de Dios mismo. No es ninguna imposición como en la vieja creación[11], sino que es fruto todo de los propios pensamientos de Dios en la nueva creación, y respecto a nosotros la ley desaparece en lo que a sus obras se refiere, juntamente con la naturaleza a la que se aplica. El hombre obediente de la ley era el hombre que siempre debió ser, según el primer Adán; el hombre en Cristo debe andar conforme a la vida celestial del segundo Adán, y debe hacerlo dignamente de Aquel que es cabeza de una nueva creación, estando resucitado con Él y siendo el fruto de la nueva creación –dignamente de quien le ha formado para este mismo propósito (2 Cor. 5:5).

Después de que los gentiles gozan de este privilegio inefable –si bien el apóstol no reconoce el judaísmo como la verdadera circuncisión– tenían que recordar de dónde habían sido tomados, de un lugar sin Dios ni esperanza en el mundo, ajenos a todas las promesas. Pero por muy alejados que hubieran estado, ahora eran traídos cerca en Cristo por Su sangre. Él derribó la pared intermedia de separación después de anular la ley de los mandamientos que separaban al judío, distinguido por estas ordenanzas de los gentiles. Estos mandamientos tenían la carne como esfera de acción. Pero Cristo, que está vivo en relación con todo ello, después de muerto abolió las enemistades, la ley de los mandamientos contenida en las ordenanzas, para formar de ambos grupos un nuevo hombre en Él mismo. Los gentiles serían traídos cerca por la sangre de Cristo, y la pared intermedia de separación sería derribada para reconciliar a ambos en un Cuerpo, tras haber sido conseguida para ellos la paz por medio de la cruz y destruida la enemistad que tenían hasta entonces el judío privilegiado y el gentil idólatra, mediante la gracia que privaba a ambos de vindicar ninguna cosa, pues les fue mostrada por el pecado de ellos.

Tras hacer la paz, Él se la proclamó a ellos con este objeto. En Cristo, todos nosotros –bien judíos, bien gentiles– tenemos acceso por un Espíritu al Padre. No es el Jehová de los judíos, cuyo nombre no era invocado sobre los gentiles, sino que se trata del Padre de los cristianos, de los redimidos de Jesucristo adoptados para formar parte de la familia de Dios. A pesar de ser uno gentil, no es ya ningún extranjero ni advenedizo, sino alguien de la ciudadanía celestial y cristiana, de la verdadera casa de Dios mismo. Así es la gracia. En lo que a este mundo se refiere, ésta es nuestra posición después de ser incorporados así en Cristo. Tanto judío como gentil son reunidos en un Cuerpo que constituye la asamblea sobre la tierra. Los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento son el fundamento del edificio, y Cristo la piedra principal del ángulo. En Él se levanta todo el edificio como templo, en el cual tienen su lugar los gentiles formando con los otros la habitación de Dios en la tierra, quien está presente por Su Espíritu. En primer lugar, el apóstol considera la obra progresiva que se estaba construyendo sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, toda la asamblea conforme a la mente de Dios; y en segundo lugar, considera la unión que existía entre los efesios y otros judíos y gentiles creyentes, quienes forman la casa de Dios en la tierra en aquel momento. Dios mora en ella por el Espíritu Santo[12].

El capítulo 1 puso delante de nosotros los consejos y propósitos de Dios, empezando con la relación de los hijos y el Padre, y, cuando se habla de la operación de Dios, la asamblea de Dios como el Cuerpo de Cristo unido a Él que es Cabeza sobre todas las cosas. El capítulo 2 trata de la obra que llama fuera a la asamblea, que la crea aquí abajo por gracia, nos presenta esta asamblea por una parte, que crece para ser un templo santo, y luego como la morada presente de Dios por el Espíritu[13].

 

Capítulo 3

Todo el capítulo es un paréntesis donde se desarrolla el misterio y presenta, en la oración que concluye este desarrollo, el segundo carácter de Dios que nos da el comienzo de la epístola, especialmente el de Padre de nuestro Señor Jesucristo; y ésta es la manera como es introducido aquí. El capítulo 1 da los consejos de Dios como son en sí mismos, y añade al Cristo resucitado y lo ensalza al fin sobre todas las cosas. En el capítulo precedente, es Su obra que da vida a los otros con Él y que forma toda la asamblea de los que están resucitados en Cristo y son tomados por gracia de entre los judíos y los gentiles; éstos son los pensamientos y obra de Dios. El capítulo que nos ocupa habla de la administración de todo esto, especialmente de la introducción de los gentiles en el mismo terreno que los judíos. Ésta era la parte totalmente nueva de los caminos de Dios.

Pablo estaba prisionero por haber predicado el evangelio a los gentiles –una circunstancia que expuso su particular ministerio muy llanamente. Este ministerio es presentado por lo general en Colosenses 1. Solamente en la última epístola se trata todo el asunto más escuetamente, y se explican con menos detalle el principio y carácter esenciales del misterio de acuerdo con su lugar en los consejos de Dios, considerándose solamente un lado especial del mismo según lo requiere la epístola, esto es, Cristo y los gentiles. Nos asegura el apóstol aquí que había recibido el misterio por medio de una revelación especial, como ya les había enseñado en palabras que, si bien eran pocas, eran las adecuadas para transmitir un claro sentido de su conocimiento del misterio de Cristo, nunca revelado en las pasadas edades, pero ahora lo estaba siendo por medio del Espíritu a los apóstoles y profetas. Se verá aquí que los profetas son evidentemente los del Nuevo Testamento, puesto que las comunicaciones que recibieron están en contraste con el grado de luz dado en las edades pasadas. Ahora el misterio había estado oculto en los tiempos pasados, y de hecho hubo de ser así, pues si se hubiera colocado a los gentiles en el mismo terreno que los judíos, habría demolido el judaísmo tal como Dios lo había establecido, porque Dios había levantado en él una pared intermedia. El deber de los judíos era respetar esta separación; pecaban cuando no lo hacían. El misterio mantenía en pie esta pared. Los profetas del Antiguo Testamento, y Moisés incluido, demostraron que los gentiles se gozarían un día con el pueblo; pero el pueblo siguió siendo un pueblo separado. En Dios había quedado oculto el hecho de que ellos serían coherederos, y del mismo cuerpo, y que perderían toda distinción, siendo parte de Su eterno propósito antes de que fuese el mundo. Estos consejos no se mezclaban con la historia del mundo, ni con los caminos de Dios respecto al mismo, ni con las promesas reveladas de Dios.

Es un propósito maravilloso de Dios que, uniendo a los redimidos con Cristo en el cielo, como un cuerpo está unido a su cabeza, les dio un lugar en el mismo. Pese al hecho de que seguimos peregrinando en esta tierra y de ser la habitación de Dios en ella por el Espíritu, en la mente de Dios nuestro lugar está en el cielo.

En los siglos venideros serán bendecidos los gentiles; pero Israel será un pueblo especial y separado. Toda distinción terrenal se pierde en la asamblea, pues somos todos uno en Cristo, como resucitados con Él.

De esta manera presentaba el apóstol el evangelio a los gentiles para anunciarles estas buenas nuevas conforme al don de Dios, que le fue concedido a Pablo por la operación de Su poder, para proclamarles no meramente a un Mesías según las promesas hechas a los padres, un Cristo judío, sino un Cristo cuyas riquezas eran inescrutables. Nadie podía trazar hasta el fin, y en todo su desarrollo en Él, el cumplimiento de los consejos de Dios ni la revelación de la naturaleza divina. Éstas son las incomprensibles riquezas de un Cristo en quien Dios se revela a Sí mismo, y en quien se cumplen y se manifiestan todos los pensamientos de Dios. Estos propósitos divinos respecto a Cristo, la Cabeza del Cuerpo, y Cabeza sobre todas las cosas en el cielo y en la tierra, Cristo, Dios manifestado en la carne, eran ahora dados a conocer y se estaban cumpliendo en cuanto a la reunión de los coherederos en un Cuerpo. Saulo, enemigo inveterado de Jesús proclamado el Mesías, se convierte por gracia en Pablo, el instrumento y testigo de esa gracia que anunciaría estas incomprensibles riquezas a los gentiles. Ésta fue su función de apóstol con referencia a ellos. Había otra –para iluminar a todos respecto a este misterio, que desde el principio del mundo había estado oculto en Dios. Esto da la respuesta a las dos partes del ministerio del apóstol que se indica en Colosenses 1:23-25: como el versículo 27 en ese capítulo se corresponde con el 17 aquí. Dios, que creó todas las cosas, tenía este pensamiento y propósito antes de la creación, a fin de que cuando sujetara toda la creación a Su Hijo hecho hombre y glorificado, tuviese compañeros para Su gloria que fueran como Él mismo, miembros de Su cuerpo espiritual, y dependieran de Su vida.

Hizo conocer a los gentiles las riquezas inescrutables de Cristo, las cuales les participaban los consejos de Dios en gracia. Dio luz a todos respecto, no precisamente del misterio, sino de la administración[14] del misterio; es decir, no solamente el consejo de Dios, sino la consumación en el tiempo de este consejo cuando la asamblea fuera traída toda bajo Cristo la Cabeza. El que creó todas las cosas, como la esfera del desarrollo de Su gloria, guardó en Su posesión este secreto para que la administración del misterio revelado ahora por el surgimiento de la asamblea en la tierra fuera en su momento el medio de dar a conocer al más sublime de todos los seres creados la multiforme sabiduría de Dios. Estos seres vieron cómo una creación emergía y se expandía ante sus ojos; vieron el gobierno de Dios, Su providencia, Su juicio, Su intervención en misericordia sobre la tierra en Cristo. Aquí estaba una clase de sabiduría totalmente nueva; algo fuera del mundo y encerrado hasta entonces en la mente de Dios, tan oculto en Él que no hubo nunca profecía que lo revelase, sino el objeto especial de Su propósito eterno, relacionado de manera peculiar con Aquel que es el centro y la plenitud del misterio de piedad, que tuvo su propio lugar en unión con Él; que aunque fue manifestado en la tierra y puesto con Cristo a la cabeza de la creación, no formaba ninguna parte de ella. Era una parte nueva. Una nueva creación, una manifestación distinta de la sabiduría de Dios, una parte de Sus pensamientos que hasta entonces permanecieron reservados en el secreto de Sus consejos, y cuya administración daba a conocer la sabiduría de Dios conforme a Su firme y eterno propósito en Cristo Jesús. Añade el apóstol: «en quien tenemos libre acceso con confianza por medio de la fe en él». Y es según esta relación con Él que lo hacemos así.

Estos creyentes gentiles no tenían que desanimarse por causa de las prisiones del que les proclamó este misterio: era la prueba y el fruto de la posición gloriosa que Dios les había concedido, y de la cual tenían celos los judíos.

Esta revelación de los caminos de Dios nos presenta a Cristo como Hombre resucitado por Dios de los muertos a fin de que nosotros seamos resucitados también para participar con Él, y se cumplan así los consejos de Dios. Nos lo presenta como el centro de todos los caminos de Dios, el Hijo del Padre, el Heredero de todas las cosas como el Hijo Creador, y el centro de los consejos divinos. El apóstol se dirige ahora al Padre de nuestro Señor Jesucristo; en el capítulo 1 lo hizo al Dios de nuestro Señor Jesucristo. Cada familia (no toda la familia) está catalogada bajo este nombre de Padre de nuestro Señor Jesucristo. Bajo el nombre de Jehová estaban sólo los judíos. «A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades», dice Jehová a los judíos en Amós. Sin embargo, con el nombre del Padre de nuestro Señor Jesucristo se catalogan todas las familias: la asamblea, los ángeles, los judíos, gentiles y todos. Los caminos de Dios en lo que Él había ordenado para Su gloria estaban co-ordenados bajo este nombre, y estaban en relación con el mismo. Lo que el apóstol pedía por los santos a quienes se dirigía era que fueran capaces de aprehender todo el significado de esos consejos, y el amor de Cristo que constituía el sólido centro para sus corazones.

Para este fin les desea que sean fortalecidos con todo poder por el Espíritu del Padre de nuestro Señor Jesucristo, y que el Cristo, que es el centro de todas estas cosas en los consejos de Dios el Padre, morase asimismo en sus corazones y fuera el centro de inteligencia afectiva para todo su conocimiento –el cual no estaba limitado por ningún círculo que privase la vista de alcanzar a ver la infinitud que sólo Dios llenaba– sobre la longitud, la anchura, la altura y la profundidad[15]. Este centro les daba a la vez un lugar seguro, un soporte inconmovible y bien conocido en un amor que era igual de infinito que la desconocida dimensión de la gloria de Dios en su manifestación alrededor de Él. «Para que habite Cristo por medio de la fe en vuestros corazones», dice el apóstol. Aquel que llena todas las cosas con Su gloria, llena Él mismo el corazón con un amor más poderoso que toda la gloria de la cual es el centro. Para nosotros, Él es la fuerza que nos capacita contemplar en paz y en amor todo lo que ha hecho, la sabiduría de Sus caminos, y la gloria universal de la que es el centro.

El que llena todas las cosas, llena sobre todo nuestros corazones. Dios nos fortalece conforme a las riquezas de esa gloria que Él exhibe ante nuestra asombrada mirada, como una gloria legítima de Cristo. Sabiendo que Cristo mora en nosotros, nos la exhibe con el afecto más tierno, y Él es la fortaleza de nuestro corazón. Éste está como arraigado y asentado en el amor, así abarcando como el primer círculo de nuestros afectos y pensamientos a los que son así para Cristo –todos los santos objetos de Su amor: es como si estuvieran llenos de Él–, y a nosotros como el centro de todos Sus afectos, teniendo Su pensamientos, de manera que nos sumergimos en toda la dimensión de la gloria de Dios, pues se trata de la gloria de Aquel que amamos. ¿Y cuál es el límite? No tiene ningún límite, es la plenitud de Dios. La hallamos de Él mismo en esta revelación. En Cristo, Él se revela en toda Su gloria. Él es Dios sobre todas las cosas, bendito para siempre.

Al morar en amor, moramos en Dios y Dios en nosotros. Y esto en relación con la exhibición de Su gloria como es desarrollada en todo lo que Él ha formado alrededor de Sí mismo para exhibirse en ella, y que Cristo en la asamblea, Su Cuerpo, debiera ser el centro y toda la manifestación de Sí mismo en Su gloria completa. Somos llenados con toda la plenitud de Dios; y es en la asamblea que Él mora para este propósito. Con este objeto, Él obra en nosotros por Su Espíritu. El deseo y la oración de Pablo, por lo tanto, es que la gloria puedan ser para Dios en la asamblea a través de todas las edades por Jesucristo. Vemos que es consciente de lo que habla y dice. No es algo objetivo como en el capítulo 1, que ellos puedan conocer lo verdaderamente cierto, sino que pueda ser realidad para ellos cuando son fortalecidos por el poder de Su Espíritu. Es muy hermoso ver como, después de ser despedidos hacia la infinitud de la gloria de Dios, somos devueltos a un centro conocido en Cristo para conocer el amor que no nos pone límites. Este amor es más propiamente divino que la gloria, aunque nos sea familiar. Sobrepuja al entendimiento.

Observemos asimismo que el apóstol no pide que Dios actúe por un poder que opere para nosotros, como se expresa a menudo, sino por un poder que opere en nosotros[16]. Es capaz de hacer más de lo que somos capaces de pedir o pensar conforme a Su poder que opera en nosotros. ¡Qué porción para nosotros! ¡Qué lugar éste que nos es dado en Cristo! Luego vuelve a mencionar la tesis propuesta al final del capítulo 2, Dios morando en la asamblea por el Espíritu, y los cristianos, tanto judíos como gentiles, unidos en uno. Desea que los cristianos efesios (y todos nosotros) andemos dignamente de esta vocación. Su vocación era ser uno, el Cuerpo de Cristo; pero este Cuerpo manifestado de hecho en su verdadera unidad por la presencia del Espíritu Santo. Vimos también cómo es introducido el cristiano en la presencia de Dios mismo, pero el hecho de que estos cristianos formaran el Cuerpo de Cristo, y que fueran la morada de Dios, la casa de Dios en la tierra –en una palabra, toda su posición– queda reducido a la expresión «su vocación». El capítulo 1 nos da a los santos delante de Dios; la oración del capítulo 3, a Cristo en ellos.

 

Capítulo 4

El apóstol estaba ahora en prisión por el testimonio que había dado de esta verdad, por mantener y predicar los privilegios que Dios concede a los gentiles, y de modo especial la formación de un Cuerpo, junto con los judíos creyentes, unido a Cristo. En su exhortación se vale de este motivo para tocar los corazones. Lo primero que buscó de parte de sus amados hijos en la fe, como a propósito de esta unidad y como un medio de mantenerla en la práctica, fue el espíritu de humillación y mansedumbre, de paciencia para con los otros en amor. Éste es el estado individual del que deseaba que ellos fueran conscientes. Es el verdadero fruto de comunión con Dios, y de la posesión de los privilegios, si se gozan en Su presencia.

Desarrolló el apóstol al final del capítulo 2 el resultado de la obra de Cristo al unir a judío y a gentil, al hacer la paz entre ambos, y formando de este modo la habitación de Dios sobre la tierra para que ambos tengan acceso a Dios por un Espíritu por mediación de Cristo, siendo reconciliados ambos a Dios en un cuerpo. Ésta es la vocación de cada cristiano: tener acceso a Dios; ser la habitación de Dios a través de Su presencia por el Espíritu Santo; ser un cuerpo reconciliado para Dios. El capítulo 3 desarrolló esto mismo con todo detalle, y el apóstol hace su aplicación en el capítulo 4.

Los fieles tenían que buscar mantener esta unidad del Espíritu en el vínculo de la paz, siguiendo las disquisiciones mencionadas anteriormente. Hay tres cosas en esta exhortación: en primer lugar, hay que andar dignamente de su llamamiento; segundo, se muestra el espíritu en que debían andar; y por último, está la diligencia para mantener la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Es importante que observemos que esta unidad de Espíritu no se asimila a ningunos sentimientos, sino a la peculiaridad de los miembros del Cuerpo de Cristo establecido por el Espíritu Santo, mantenido en la práctica con un andar según el Espíritu de gracia. Es evidente que la diligencia que se exige para mantener esta unidad se relaciona a la tierra, y a la manifestación de aquélla en ella.

El apóstol fundamenta su exhortación sobre los diferentes puntos bajo los que puede considerarse esta unidad, en relación con el Espíritu Santo, con el Señor y con Dios.

Hay un Cuerpo y un Espíritu; no es meramente un efecto producido en el corazón de cada individuo para que pudieran entenderse mutuamente, sino un Cuerpo. La esperanza era una, de la que era la fuente y el poder este Espíritu. Ésta es la unidad esencial, real y duradera.

Hay asimismo un Señor, y con Él están relacionados la una fe y el un bautismo. Son la profesión y reconocimiento públicos de Cristo como Señor. Comparar el discurso en 1 Corintios.

Finalmente, hay un Dios y Padre de todos, quien está sobre todos, y a través de todos y en todos nosotros.

¡Qué vigorosos lazos de unidad! El Espíritu de Dios, el señorío de Cristo, la ubicuidad universal de Dios, aun el Padre, tienden todos a traer a todos aquellos relacionados con cada uno como un centro divino hacia una unidad. Todas las relaciones religiosas que tenga el alma, todos los puntos por los que permanecemos en contacto con Dios concuerdan para formar a todos los creyentes en uno en este mundo, de una manera que no pasa inadvertida a ningún cristiano sin que sea uno con todos aquellos que son así formados. Nosotros no podemos ejercitar nuestra fe, ni disfrutar la esperanza, ni dar expresión de la vida cristiana de ningún modo que no sea dentro de la misma fe y esperanza que tiene el resto. Sólo somos llamados a mantenerla prácticamente.

Podemos destacar que las tres esferas de unidad presentadas en estos tres versículos no tienen el mismo alcance. El círculo de unidad se hace cada vez más grande. Con el Espíritu, hallamos enlazada esta unidad del Cuerpo, una unidad producida por el poder del Espíritu que une a Cristo a todos Sus miembros; con el Señor, hallamos la unidad de la fe y del bautismo: es la profesión exterior, real y verdadera tal vez, pero una profesión con referencia a Aquel que ostenta derechos sobre los que se llaman según Su nombre. En lo que concierne al tercer aspecto de la unidad, es acerca de los derechos que abarcan todas las cosas, aunque para el creyente se trata de un lazo más estrecho porque Aquel que tiene el derecho sobre todo mora en los creyentes[17].

Observemos aquí que no es únicamente una unidad de sentimiento, de deseo y de corazón. Esta unidad es sobre la que se les hace énfasis, y es a fin de mantenerse en el poner en práctica y en la manifestación aquí abajo de una unidad propia de la existencia y de la posición eternas de la asamblea en Cristo. Hay un Espíritu, y también un Cuerpo. La unión de los corazones en el vínculo de la paz, que es lo que el apóstol desea, es para mantener esta unidad públicamente; no que hubiera paciencia entre los miembros cuando aquélla hubiese desaparecido, conformándose los cristianos con su ausencia. No puede aceptarse lo que es contrario a la Palabra, aunque en determinados casos los que están en esta unidad deberían ser soportados. Considerar la comunidad de posición y de privilegio, gozada por todos los hijos de Dios en las relaciones que hemos estado hablando, servía para unirlos entre ellos en el dulce disfrute de esta posición preciosa, y los conducía a cada uno al regocijo en amor en la parte que cualquier otro miembro del Cuerpo tenía en esta felicidad.

Por otro lado, el hecho de que Cristo estuviera exaltado como Cabeza en el cielo sobre todas las cosas introdujo una diferencia aplicable a esta supremacía de Cristo, la cual era ejercida soberanamente y con sabiduría. «A cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo». Es decir, como Cristo lo cree conveniente para otorgarla. Respecto a nuestra posición de gozo y bendición en Cristo, nosotros somos uno. Respecto a nuestro servicio, cada uno tenemos un lugar individual conforme a Su sabiduría divina, y según Sus derechos divinos en la obra. El fundamento de este título, cualquiera que sea el poder divino que sea ejercido en él, es el siguiente: el hombre estaba bajo el poder de Satanás –una condición miserable, el fruto de su pecado, a la que le llevó su voluntad propia, en la cual era un esclavo en cuerpo y mente para el enemigo que tenía el poder de la muerte, quien se reservaba los derechos soberanos y la gracia soberana de Dios (ver el cap. 2). Cristo se hizo Hombre, y comenzó Su andadura como Hombre, guiado por el Espíritu, para encontrarse con Satanás, a quién venció. En cuanto a su poder personal, fue capaz de expulsarlo de todas partes, y liberar así al hombre. Pero el hombre no quería que Dios estuviera con él; ni era posible que los hombres, debido a su condición pecaminosa, fueran unidos a Cristo sin la redención. Llevando a cabo Su obra perfecta de amor, padeció la muerte y derrotó a Satanás en su última fortaleza, que el justo juicio de Dios mantuvo vigorosamente contra el hombre pecador –un juicio que experimentó Cristo, consumando una redención que fue completa, final y eterna en su valor; de modo que ni Satanás, el príncipe de la muerte y el acusador de los hijos de Dios sobre la tierra, ni siquiera el juicio de Dios, exigían nada más a los redimidos. El reino le fue arrebatado a Satanás; el justo juicio de Dios fue realizado y completamente satisfecho. Todo juicio es dado al Hijo, y el poder le es dado sobre todos los hombres, porque Él es el Hijo del Hombre. Estos dos resultados no están todavía manifestados, si bien el Señor posee todo el poder en el cielo y en la tierra. De lo que se habla aquí es otro resultado que entretanto tiene ya un cumplimiento. La victoria es completa. Él condujo cautivo al adversario. Ascendiendo al cielo, Dios le dio un lugar de Hombre victorioso sobre todas las cosas, y tomó cautivo todo el poder que previamente tenía dominado al hombre.

Antes de manifestar en persona el poder que Él obtuvo como Hombre cuando ató a Satanás, y antes de exhibirlo en la dicha del hombre sobre la tierra, Él lo expone en la asamblea, Su Cuerpo, al conceder a los hombres libres del dominio del enemigo, como Él dijo, dones que son la prueba de este poder.

El capítulo 1 nos dio a conocer los pensamientos de Dios; el capítulo 2 es el cumplimiento, en poder, de Sus pensamientos respecto a los redimidos –judíos o gentiles, todos muertos en sus pecados– para formarlos en la asamblea. El capítulo 3 es el desarrollo especial del misterio en lo que concernía a los gentiles en la administración paulina del mismo sobre la tierra. En este capítulo, se presenta la asamblea en su unidad como Cuerpo, y en las diversas funciones de sus miembros; es decir, el efecto positivo de esos consejos en la asamblea aquí abajo. Pero esto se fundamenta en la exaltación de Cristo, quien, habiendo conquistado al enemigo, ascendió como hombre al cielo.

Así exaltado, Él ha recibido dones en el Hombre, esto es, en Su humano carácter (comparar Hech. 2:33). Es así “en el Hombre”, como es expresado en el salmo 68, de donde es tomada la cita. Habiendo recibido estos dones como la Cabeza del Cuerpo, Cristo es el canal para comunicarlos a los demás. Son dones para los hombres.

Tres cosas le caracterizan –un Hombre ascendido a lo alto, un Hombre que llevó cautivo al que mantenía cautiva la humanidad, un Hombre que ha recibido para los hombres, liberados de ese enemigo, los dones de Dios que son testimonio de esta exaltación del hombre en Cristo, y que sirven como el medio para liberar a otros. Este capítulo no habla de las señales más directas del poder del Espíritu, como son las lenguas, los milagros, los cuales reciben el nombre de dones milagrosos. Lo que el Señor confiere como Cabeza a los individuos son los dones que les forman para estar con Él, y para la edificación del Cuerpo –el fruto de Su cuidado sobre ellos. Como hemos observado, la continuación de estos dones, hasta que todos nosotros crezcamos hasta la Cabeza, queda definida por el Espíritu en cuanto al poder; en cambio, en 1 Corintios 12 no lo es.

Hagamos aquí una pequeña pausa para contemplar el significado de lo que consideramos previamente.

¡Qué obra más completa y gloriosa la que el Señor ha cumplido para nosotros, y qué testimonio da de ella la comunicación de estos dones! Cuando éramos los esclavos de Satanás, y por consiguiente de la muerte y del pecado, vemos que Él se complació en padecer la ira que colgaba sobre nosotros para glorificar a Dios. Descendió a la muerte, cuyo poder Satanás tenía, y tan completa fue la victoria del Hombre en Él, tan absoluta nuestra liberación, que nos ha rescatado del yugo del enemigo y se sirve del privilegio que Su posición y Su gloria le conceden para hacer de aquellos que estaban cautivos los vasos de Su poder para la liberación de otros también. Él nos da el derecho, como bajo Su jurisdicción, de tomar parte en Su guerra santa movidos por los mismos principios de amor que Él mismo. Tal es nuestra liberación, que somos ahora los instrumentos de Su poder contra el enemigo; somos Sus colaboradores en amor a través de Su poder. De aquí se deriva la conexión entre la piedad práctica, la total mortificación de la carne, la capacidad de servir a Cristo como instrumentos en la mano del Espíritu Santo, y los vasos de Su poder.

La ascensión del Señor tiene una tremenda significancia en relación con Su Persona y obra. Él ascendió como Hombre, pero descendió primero como Hombre aun hasta las tinieblas de la tumba y de la muerte; y a partir de entonces fue victorioso sobre el poder del enemigo que tenía el poder de la muerte, y después de hacer desaparecer los pecados de Sus redimidos y cumplir la gloria de Dios en obediencia, toma Su lugar como Hombre arriba en los cielos para que pueda llenar todas las cosas; no sólo como Dios, sino conforme a la gloria y al poder de una posición en la cual fue colocado en virtud de la obra consumada de la redención, que le transportó hacia las profundidades del poder del enemigo y le situó sobre el trono de Dios. Ésta es la posición que Él ostenta, no solamente mediante el título de Creador, que ya era Suyo, sino también por el de Redentor, de refugio del mal para todo lo que se halla dentro de la esfera de la poderosa eficacia de Su obra –una esfera llena de bendición, de gracia y de Él mismo. ¡Gloriosa verdad, que deriva al mismo tiempo de la unión de las naturalezas humana y divina en la Persona de Cristo, y de la obra de la redención consumada por Sus sufrimientos en la cruz!

El amor le llevó a bajar del trono de Dios, y hallándose en forma de Hombre[18], a través de la misma gracia adentróse en las tinieblas de la muerte. Después de morir y llevar nuestros pecados, Él subió nuevamente a ese trono como Hombre, llenando todas las cosas. Descendió más bajo que la criatura hasta la muerte, y ha salido victorioso de ella.

Al tiempo que llena todas las cosas en virtud de Su Persona gloriosa, y en relación con la obra que Él realizó, también está en relación inmediata con lo que en los consejos de Dios está íntimamente unido a Aquel que llena todo, con lo que fue especialmente el objeto de Su obra de la redención. Es Su Cuerpo, Su asamblea, unida a Él por el vínculo del Espíritu Santo para completar este Hombre místico, y ser la Esposa de este postrer Hombre que lo llena todo en todos. Es un Cuerpo que cuando se manifestó aquí abajo, fue establecido en medio de una creación todavía no liberada, y en presencia de enemigos que están en los lugares celestiales, hasta que Cristo ejercerá, de la parte de Dios Su Padre, el poder que le ha sido encomendado como Hombre. Cuando lo ejercite, se vengará de los que mancillaron Su creación al seducir al hombre, cabeza de ésta aquí abajo, e imagen de Aquel que tenía que ser Cabeza de él doquiera que fuese. También liberará de su sujeción al mal a la creación. Pero mientras está personalmente exaltado como Hombre, sentado a la diestra de Dios hasta que le ponga por estrado de sus pies a todos los enemigos, Él nos comunica los dones que son necesarios para la reunión de los que tienen que ser compañeros de Su gloria, miembros de Su Cuerpo, y quienes se manifestarán con Él cuando exhiba Su gloria en medio de este mundo tenebroso.

El apóstol nos muestra una asamblea hecha ya libre, ejercitando el poder del Espíritu, el cual por un lado libera a las almas, y por otro las edifica en Cristo, de modo que pueden crecer hasta la capacidad de su Cabeza, no obstante todo el poder de Satanás que todavía subsiste.

En este hecho hay implícita una verdad importante. Este poder espiritual no es ejercitado de un modo simplemente divino. Es el Cristo ascendido, quien antes descendió a las partes más bajas de la tierra, que como Hombre ha recibido estos dones de poder. Entonces el Salmo 68 dice lo mismo que Hechos 2:33. Este último pasaje nos habla también de los dones dados a Sus miembros. Nuestro capítulo los menciona en el último aspecto.

Me gustaría destacar también que estos dones no se presentan aquí como si fueran dados por el Espíritu Santo venido a la tierra, que los distribuye a cada uno según Su voluntad. Tampoco son esos dones como señal de poder espiritual a propósito para manifestarse como señales a los que están fuera: se trata de las ministraciones que Cristo estableció como Cabeza del Cuerpo por medio de dones conferidos a personas de Su elección, para contribuir a la reunión y edificación. Tras ascender y haber asumido Su lugar como Hombre a la diestra de Dios, y llenar todas las cosas, cualquiera que sea el alcance de Su gloria, Cristo tiene como primer objeto llevar a cabo los caminos de Dios en amor congregando a las almas, manifestándose en particular a los santos y a la asamblea. Quiere establecer la manifestación de la naturaleza divina y comunicar a la asamblea las riquezas de esa gracia que exhiben los caminos de Dios, de la cual es fuente la naturaleza divina. Es en la asamblea que la naturaleza divina, los consejos de gracia, y la eficaz obra de Cristo se concentran en su objeto; y estos dones, cuando son comunicados, son el medio de ministrar bendición al hombre.

Apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros. Los apóstoles y profetas poniendo, o mejor dicho, habiendo puesto los fundamentos del edificio celestial, y actuando, como viniendo de parte del Señor, extraordinariamente. Las otras dos clases –estando subdivididas las de pastores y maestros en dos dones, según su naturaleza– pertenecen al ministerio ordinario en todos los tiempos. Es importante que señalemos lo siguiente: el apóstol no ve que exista nada antes de la exaltación de Cristo salvo el hombre, hijo de ira, el poder de Satanás, aquel poder que nos resucitó con Cristo cuando estábamos muertos en pecados, y la eficacia de la cruz, la cual nos reconcilió con Dios y abolió la distinción entre judío y gentil en la asamblea para unirlos en un Cuerpo delante de Dios. Es la cruz en la que Cristo bebió la copa y llevó la maldición, quitando la ira de encima del creyente, permitiendo que Dios se manifestara plenamente en ella en amor, como Salvador.

La existencia de los apóstoles data aquí desde que los dones fueron dados después de la exaltación de Jesús. Los doce enviados por Jesús en la tierra están fuera de lugar en la enseñanza que tiene que darnos esta epístola, que trata del Cuerpo de Cristo, de la unidad y de los miembros de este Cuerpo, que no podía existir antes de la Cabeza, ni antes de haber tomado ella Su lugar como tal. De la misma manera hemos visto que cuando el apóstol habla de los apóstoles y los profetas, estos últimos son para él los del Nuevo Testamento exclusivamente, y aquellos que fueron así hechos por Cristo después de Su ascensión. Es el nuevo Hombre celestial quien, siendo la Cabeza exaltada en el cielo, forma Su Cuerpo sobre la tierra. Lo forma para el cielo, poniendo a cada individuo en su nivel espiritual e intelectual para relacionarse con la Cabeza mediante el poder del Espíritu Santo que opera en este Cuerpo, siendo los dones de que el apóstol habla los canales por los que se comunican Sus gracias conforme a los vínculos que el Espíritu Santo tiene con la Cabeza.

El propio e inmediato efecto es la perfección de los individuos conforme a la gracia que habita en la Cabeza. La figura que asume esta acción divina es la obra del ministerio, y la formación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos los miembros crecen a la medida de la estatura de Cristo, Cabeza de ellos. Cristo se les ha revelado en toda Su plenitud, y según esta revelación ellos tienen que ser formados en la semejanza de Cristo, conocido como quien llena todas las cosas como Cabeza de Su Cuerpo, como la revelación del perfecto amor a Dios, de la excelencia del hombre delante de Él conforme a Sus consejos, del hombre como vaso de toda Su gracia, de todo Su poder y de todos Sus dones. La asamblea, pues, y cada uno de los miembros de Cristo, deberían llenarse de los pensamientos y las riquezas de un Cristo bien conocido, en lugar de ser acometidos por toda suerte de doctrinas que el enemigo les presenta para engañar a las almas.

El cristiano tiene que crecer conforme a todo lo que se reveló en Cristo, y seguir en este crecimiento asemejándose a su Cabeza; utilizando el amor y la verdad para alimentar su propia alma, las dos cosas que hallan expresión perfecta en Cristo. La verdad exhibe la relación real de todas las cosas con cada una de ellas, en conexión con el centro que todas ellas tienen, Dios revelado ahora en Cristo. El amor es aquello que Dios es en medio de todo esto, y Cristo, como luz, puso precisamente todo en su lugar: al hombre, a Satanás, el pecado, la justicia, la santidad, minuciosamente y en relación con Dios. Cristo era amor, la expresión del amor de Dios en medio de todo lo dicho. Nuestro modelo como habiendo vencido, y ascendido al cielo, nuestra Cabeza, a la que estamos unidos como miembros de Su Cuerpo.

Emana de esta Cabeza la gracia necesaria, a través de sus miembros, para cumplir la obra que los asimila a Sí mismo. Su Cuerpo crece compactado por la operación de Su gracia en cada miembro, y se edifica en amor[19]. Ésta es la posición de la asamblea conforme a Dios, hasta que todos los miembros del Cuerpo lleguen a la estatura de Cristo. ¡Ay!, la manifestación de esta unidad está afectada; pero la gracia y la operación de la gracia de la Cabeza para nutrir y dar el crecimiento a sus miembros, nunca es más perjudicada que el amor que se origina en el corazón del Señor. Nosotros no le glorificamos, ni disfrutamos de nuestra condición de ministrar el gozo a los demás como lo debiéramos hacer; pero la Cabeza no cesa de obrar por el bien de Su cuerpo. El lobo ciertamente viene a dispersar el rebaño, pero no podrá arrebatarlo de las manos del Pastor. Su fidelidad es glorificada en nuestra infidelidad, sin eximirla.

Con este hermoso objetivo de ser dispensadores de la gracia –para el crecimiento de cada miembro individualmente, a la medida de la estatura de la Cabeza misma–, y con la ministración de cada miembro desde su lugar, para la edificación en amor, termina este desarrollo de los consejos de Dios en la unión de Cristo y la asamblea, en su doble carácter de Cuerpo de Cristo en el cielo, y habitación del Espíritu Santo en la tierra. Éstas son verdades que no pueden disociarse, pues cada una tiene su importancia distintiva para reconciliar las operaciones ciertamente inmutables de la gracia en la Cabeza, con los fracasos de la asamblea responsable sobre la tierra.

Seguidamente vienen las exhortaciones para un andar propio de una posición así, a fin de que la gloria de Dios en nosotros y por nosotros, y Su gracia hacia nosotros, puedan identificarse en nuestra bendición plena. Veremos los grandes principios de estas exhortaciones.

El primero es el contraste[20] entre la ignorancia de un corazón ciego, y extraño de la vida de Dios, que camina en consecuencia en la vanidad de su propio entendimiento, esto es, conforme a los deseos que se rinden a los impulsos de la carne que no cuenta con Dios; es el contraste, digo, entre este estado y el que ha aprendido de Cristo, como que la verdad está en Jesús, que es la expresión de la vida de Dios en el hombre, Dios mismo manifestado en la carne, el despojamiento de este hombre viejo corrompido por su vana codicia, y el revestimiento del nuevo, que es Cristo. No es un perfeccionamiento del viejo, sino un despojamiento del viejo y un revestimiento de Cristo.

El apóstol no deja de hablarnos de la unidad del Cuerpo; nosotros tenemos que hablar la verdad porque somos miembros los unos de los otros. La “verdad” es la expresión de un corazón sencillo e íntegro, en consonancia  con “la verdad que está en Jesús”, cuya vida es transparente como la luz, lo mismo que la falsedad va de la mano con la codicia vana.

Además, el viejo hombre está sin Dios, enajenado de la vida de Dios. El nuevo hombre es el que es creado, es una nueva creación[21] según el modelo de lo que el carácter de Dios es, justicia y santidad de la verdad. El primer Adán no fue creado de esa manera según la imagen de Dios. A través de la caída se introdujo en el hombre el conocimiento del bien y del mal. Por lo tanto, ya no podía ser más inocente. En su estado de inocencia, ignoraba el mal en sí mismo. Cuando cayó, se hizo extraño de la vida de Dios en su ignorancia, pero el conocimiento del bien y del mal que adquirió, la distinción moral entre el bien y el mal como tales, es un principio divino. «He aquí que el hombre– dijo Dios– es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal». Pero para poder poseer este conocimiento, y subsistir en lo bueno delante de Dios, debe haber energía divina, y vida divina.

Todo tiene su verdadera naturaleza, su verdadero carácter, a los ojos de Dios. Ésta es la verdad. No que Él sea la verdad. La verdad es la correcta y perfecta expresión de lo que una cosa es, y es expresión absolutamente de todo lo que las cosas son, y de las relaciones en las que está esta verdad respecto a otras cosas, o en las que todas las cosas están la una respecto a la otra. Así, Dios no podía ser la verdad. Él no es la expresión de cualquier otra cosa. Todo se relaciona con Él. Es el centro de toda relación verdadera, y de toda obligación moral. Ni es Dios la medida de todas las cosas, pues Él está por encima de todo; y nada más hay que esté sobre todas las cosas, si no Él no sería así[22]. Es Dios hecho Hombre; es Cristo quien es la verdad y la medida de todas las cosas. Pero todas ellas tienen su verdadero carácter a los ojos de Dios, que las juzga rectamente, ya sea moralmente o en poder. Él responde conforme a este juicio. Él es justo. Conoce también perfectamente el mal, siendo Él la bondad, de modo que le es una total abominación que puede repeler por Su misma naturaleza. Él es santo. El nuevo hombre, creado según la naturaleza divina, es así en justicia y en santidad de verdad. ¡Qué privilegio, qué bendición! Es como dijo otro apóstol: «partícipe de su naturaleza divina». Adán no conocía nada de esto. Éste era perfecto como hombre inocente. El soplo de vida que Dios le insufló le hizo ser responsable para obedecerle en algo con lo que el bien y el mal no tenían nada que ver, ni tenían por qué conocerse; se trataba solamente de obedecer un mandamiento. La prueba era de obediencia, no de conocimiento del bien y del mal en sí mismos. En el presente, la porción del creyente en Cristo es la de una participación en la naturaleza divina misma, en un ser que conoce el bien y el mal, y que participa vitalmente en el bien soberano, moralmente en la naturaleza de Dios mismo, si bien depende en ella siempre de Él. Es nuestra mala naturaleza la que no es así, o que al menos rehúsa depender de Él.

El príncipe de este mundo es un extraño para Dios; y además de la participación de la naturaleza divina, está el Espíritu mismo que nos ha sido dado. Estas solemnes verdades entran también como principios en estas exhortaciones. «No deis lugar al diablo», por un lado, esto es, no le deis entrada en la carne; y por otro lado, «No contristéis al Espíritu Santo», el cual mora en vosotros. La redención de la criatura no ha tenido lugar todavía, pero habéis sido sellados para ese día: respetad y amad a este poderoso y santo Huésped que habita por gracia en vosotros. Haced cesar toda malicia y amargura, aun en palabra, y que la mansedumbre y la bondad reine en vosotros según el modelo que tenéis de los caminos de Dios en Cristo para vosotros. Sed imitadores de Dios –¡magnífico y hermoso privilegio, que emana de la verdad de que somos hechos partícipes de Su naturaleza y de que Su Espíritu mora en nosotros!

Éstos son los dos grandes principios subjetivos del cristiano: el haberse despojado del viejo hombre, haberse revestido del nuevo, y la morada del Espíritu Santo en él. Nada puede ser más bendito que la pauta de vida dada aquí al cristiano, fundada en el hecho de que somos una nueva creación. Es algo perfecto, visto tanto subjetiva como objetivamente. Desde el punto de vista subjetivo, del sujeto, la verdad en Jesús es el haberse despojado del viejo hombre y haberse revestido del nuevo, lo cual toma su pauta referencial de Dios. Es creado según Dios en la perfección de Su carácter moral. Pero esto no es todo. El Espíritu Santo de Dios, con el que somos sellados para el día de la redención, mora en nosotros, y no deberíamos apagarlo. He aquí los dos elementos de nuestro estado, el nuevo hombre creado según Dios, y la presencia del Espíritu Santo de Dios; aquí se hace énfasis en llamarlo el Espíritu de Dios, porque es algo relacionado con el carácter de Dios.

Desde el punto de vista objetivo, es creado según Dios, y Dios mora en nosotros, Dios es la pauta de nuestro andar, y así con respecto a las dos palabras que describen sobradamente la esencia de Dios: amor y luz. Tenemos que andar en amor, como Cristo nos amó y se dio a Sí mismo a nosotros como sacrificio a Dios. “Por nosotros” era el amor divino; “a nosotros”, es la perfección del objeto y del motivo. La ley parte del amor del yo como la medida del amor a los demás. Cristo pone completamente a un lado al yo y se da por nosotros, también a Dios. Nuestra indignidad intensifica el amor, pero por otra parte un afecto y unos motivos tienen su valor del objeto, donde el yo ha desaparecido completamente –con Cristo se trataba de Dios mismo–. Por decirlo de algún modo, nuestro amor puede mirar hacia arriba y hacia abajo. Cuando en nuestros afectos miramos arriba, es tanto más noble el afecto por cuanto lo es el objeto; si miramos abajo, cuanto más indigno es el objeto tanto más puro y absoluto es el amor. Cristo fue perfecto en ambos, y lo fue absolutamente. Él se dio a Sí mismo por nosotros, se dio a Dios. Acto seguido, somos luz en el Señor. No podemos decir que somos amor, pues el amor es la bondad soberana en Dios; nosotros andamos en él, como Cristo. Pero somos luz en el Señor. Ésta es la segunda esencia nominal de Dios, y como participantes de la naturaleza divina, nosotros somos luz en el Señor. Aquí Cristo es de nuevo el modelo. «Cristo te dará luz». Somos llamados a imitarle como hijos amados Suyos.

Esta vida en la cual participamos y de la que vivimos como partícipes de la naturaleza divina, nos fue presentada objetivamente en Cristo en toda su perfección y plenitud; en el hombre traído a la perfección de lo alto, conforme a los consejos de Dios concernientes a Él. Es Cristo, esta vida eterna, quien estaba con el Padre y quien nos fue manifestado –Aquel que descendiendo primero, ascendió a los cielos para llevar allí Su humanidad y exhibirla en la gloria de Dios conforme a Sus consejos eternos. Hemos visto esta vida aquí en su desarrollo terrenal: Dios manifiesto en la carne; el Hombre perfectamente celestial, obediente en todo a Su Padre, induciéndole en Su conducta hacia los demás los motivos que caracterizan a Dios mismo en gracia. Después de esto, Él se manifestará en juicio, así como estuvo aquí abajo y experimentó todo lo del hombre, comprendiendo así cómo se adaptaba la gracia a nuestras necesidades, y exhibiéndola ahora según este conocimiento, ejecutará en adelante juicio con un conocimiento del hombre, no sólo divino, pues al haber atravesado este mundo en santidad dejará los corazones sin excusa y sin evasivas.

La imagen de Dios en Él es de lo que estamos hablando ahora. Es en Él que la naturaleza que tenemos que imitar nos es presentada, presentada en el hombre como debería desarrollarse en nosotros aquí abajo, en las circunstancias que atravesamos. Vemos en Él la manifestación de Dios en contraste con el viejo hombre, «la verdad que está en Jesús», salvo que en nosotros implica despojarnos del viejo hombre y revestirnos del nuevo, respondiendo a la muerte y resurrección de Cristo (comparar especialmente sobre Su muerte, en 1 Pedro 3:18; 4:1). Así, a fin de atraer y de motivar nuestros corazones, de darnos el modelo según el que deben formarse y el objetivo que deben perseguir, Dios nos ha dado un objeto en el que Él se manifiesta, y que es el objeto de todo Su propio deleite.

La reproducción de Dios en el hombre es el objeto que Dios se propuso en el nuevo hombre; y es el que el hombre se propone a sí mismo, como él solo es la reproducción de la naturaleza y el carácter de Dios. Hay dos principios para la senda del cristiano, conforme a la luz en que él mismo se contempla. Corriendo esta carrera como hombre hacia el objeto de este llamamiento supremo, en la cual sigue a Cristo ascendido al cielo, él corre con destino celestial. Las excelencias de Cristo que deben obtenerse allí, y su motivo, no es el aspecto que nos muestra Efesios. En la epístola, uno está sentado en los lugares celestiales en Cristo, y es como si debiera salir del cielo, como Cristo salió, para manifestar el carácter de Dios sobre la tierra, del cual, como vimos, Cristo es la pauta. Somos llamados, en nuestra posición de hijos amados, a mostrar los caminos del Padre.

No fuimos creados de nuevo conforme a lo que Adán fue primero, sino conforme a lo que Dios es: Cristo es la manifestación de esta creación nueva. Y es el segundo Hombre, el postrer Adán[23].

Veremos en detalle estos rasgos característicos: la sinceridad, la ausencia de toda ira que tiene la naturaleza del odio –la mentira y el odio son las dos rasgos del enemigo–; la justicia práctica relacionada con la labor conforme a la voluntad de Dios –la verdadera posición del hombre–; y la ausencia de corrupción. Es el hombre bajo el gobierno de Dios desde la caída, liberado del efecto de la codicia engañosa. Pero es más que eso. Se introduce un principio divino con el deseo de actuar bien con los demás, de hacer bien a su cuerpo y a su alma. Huelga decir con qué veraz exactitud hallamos aquí la figura de la vida de Cristo, como en las notas precedentes tratábase de despojarse del espíritu del enemigo y del viejo hombre. El espíritu de paz y de amor –y ello a pesar del mal en los demás y el daño que puedan hacernos– completan la figura, añadiendo lo que será de fácil comprensión después de lo que se ha dicho, que «perdonándonos unos a otros» tenemos que ser imitadores de Dios, y andar en amor como Cristo nos amó y se dio a Sí mismo por nosotros. ¡Hermosa figura y hermoso privilegio! Que Dios nos conceda contemplar así a Jesús para tener Su impronta sobre nosotros, y caminar en cierta medida como Él.

Observemos aquí la importante característica en esta figura de los frutos de la gracia y del nuevo hombre, que cuando abundan la gracia y el amor descendiendo de Dios y actuando en el hombre, siempre regresan a Dios en devoción. Dice el apóstol «andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros a Dios como ofrenda y sacrificio de olor fragante». Esto lo vemos en Cristo. Él es este amor que desciende en gracia, y esta gracia que actúa en el hombre le hace entregarse a Dios en representación de otros. Así sucede en nosotros; es la piedra de toque de la actividad del corazón del cristiano.

Luego habla el apóstol claramente en cuanto al pecado, para que nadie pueda engañarse ni ocuparse de profundas verdades, utilizándolas intelectualmente, para descuidar su moralidad de costumbre –una de las señales de herejía, propiamente llamada. Se relacionan las doctrinas más profundas en esta enseñanza con la práctica diaria. Si Cristo, Cabeza de la Asamblea, tiene que ser glorificado, Él es el modelo del nuevo Hombre, el postrer Adán; y la asamblea es una con Él en los cielos, la habitación de Dios en la tierra por el Espíritu, con el que está sellado cada cristiano. Si el cristiano ha aprendido realmente la verdad que está en Jesús, sabrá que consiste en despojarse del viejo hombre y en revestirse del nuevo, creado según Dios en justicia y en santidad (del cual Cristo es el modelo, conforme a los consejos de Dios en gloria). Tendrá que crecer hasta la medida de la estatura de Cristo, quien es la Cabeza, y no entristecer al Espíritu Santo que le da este sello. La revelación más plena de la gracia no menoscaba la verdad inmutable de que Dios tiene un carácter propio de Sí mismo, sino que nos despliega este carácter por medio de las revelaciones más hermosas del evangelio, y por medio de las relaciones más estrechas con Dios que fueron formadas por aquéllas. Este carácter no puede alterarse, así como tampoco toleraría el reino de Dios ningunos rasgos contrarios a él. La ira de Dios contra todo mal, y contra los que lo cometen, es claramente expuesta aquí.

Nosotros éramos lo contrario de Su carácter. Éramos tinieblas; no sólo estábamos en tinieblas, sino también éramos tinieblas en nuestra naturaleza, lo contrario de Dios, quien es luz. Ningún rayo de lo que Él era fue hallado en nuestra voluntad, en nuestros deseos, ni en nuestro entendimiento. Estábamos moralmente destituidos de este entendimiento. Había la corruptibilidad del primer Adán, pero ningún rasgo en común del carácter divino. Ahora somos participantes de la naturaleza divina, tenemos los mismos deseos y sabemos qué es lo que Él ama, y amamos lo que Él ama, gozamos de lo que Él goza, somos luz –pobres y débiles en realidad, en naturaleza– en el Señor –vistos como en Cristo. Éstos son los frutos de la luz[24] que se desarrollan en el cristiano; y deberá evitar toda asociación con las obras infructuosas de las tinieblas.

Cuando habla de los motivos, el apóstol vuelve a los grandes temas que le preocupaban, y no sólo vuelve a tocarlos para que nos revistamos del carácter que ya se ha descrito con lo que él ha dicho, sino que seamos conscientes de todo su peso y experimentemos todo su vigor. Nos contaba que la verdad en Cristo era revestirnos del nuevo hombre, en contraste con el viejo, y que no debemos apagar el Espíritu Santo. Esta vez exhorta a los que duermen para que despierten, que Cristo sea luz de ellos. La luz manifiesta todas las cosas; pero el que duerme, aunque no está muerto, no se beneficia de ella. En cuanto a los sentidos, y a toda recepción y comunicación de la mente, está en el estado de un hombre muerto. ¡Ay, qué tendencia tenemos a vernos atrapados por este sueño! La razón de despertarse, no era que ellos hubiesen de ver la luz tenue, sino que Cristo mismo fuera la luz de sus almas; que ellos tuvieran toda la plena revelación de aquello que satisface a Dios, de lo que Él ama; que tuvieran sabiduría divina en Cristo, que fueran capaces de asirse de las oportunidades que, en las dificultades de un mundo gobernado por el enemigo, les iluminasen y ellos actuasen con un entendimiento espiritual en cada caso que se les presentara. Además, si bien ellos no perderían sus sentidos cuando los medios de este mundo los excitara, sí tenían que ser llenos del Espíritu y dejar que Él tomara tal posesión de sus afectos, pensamientos y entendimiento como para que fuera la única fuente conforme a Su propia energía de poder, excluyendo todo lo demás. Así, estando uno lleno de gozo, experimentaría la alabanza y cantaría gozoso dando gracias por todo lo que pudiera acontecerle, porque un Dios de amor es la verdadera fuente de todo. Nosotros deberíamos ser llenos de gozo conscientes espiritualmente de los objetos de la fe, y nuestro corazón continuaría llenándose del Espíritu y sustentándose por esta gracia, y la experiencia de la mano de Dios en todo aquí abajo suscitaría las acciones de gracias. De la mano del que confiamos, y cuyo amor conocemos, proviene esto. Dar gracias por todo es una prueba del estado del alma, puesto que la conciencia de que todo proviene de Su mano, y una plena confianza en Su amor, deberán tener muerta nuestra voluntad propia para poder expresarlas. Un ojo sencillo que se complace en Su voluntad.

Al entrar en los detalles de las relaciones y de los deberes particulares, al apóstol no puede abandonar el asunto que tanto aprecia. El mandamiento que dirige a las esposas, de que tienen que someterse a sus maridos, sugiere rápidamente la relación entre Cristo y la asamblea, no ahora como un asunto de conocimiento, sino para desplegar Su afecto y amor tierno. Vimos que después de establecer el apóstol los grandes principios expuestos en la revelación de nuestra relación con Dios –nuestra vocación–, hace inferencia luego de las consecuencias prácticas respecto a la vida y conducta de los cristianos: tenían que andar revestidos del nuevo hombre, teniendo a Cristo por luz de ellos, y no debían apagar el Espíritu, sino ser llenos de Él. Siendo esto el fruto de la gracia, era bien el conocimiento, bien una responsabilidad práctica.

Consideraremos este asunto desde otro aspecto. Es la gracia de Dios la que actúa en Cristo mismo, Sus afectos, Su cuidado velador, Su devoción por la asamblea. No había nada más precioso, ni más tierno ni íntimo. Él amaba la asamblea, éste es el origen de todo. Hay tres pasos en la obra de este amor. Él se dio a Sí mismo por ella, la lava, se la presenta toda gloriosa, y no es precisamente la elección divina del individuo por parte de Dios, sino el afecto que se exhibe en la relación que Cristo mantiene con la asamblea[25]. Veamos también el alcance del don, y lo maravilloso que es el terreno de confianza que contiene. Él se da a Sí mismo; no se trata solamente de Su vida, sino de Él mismo[26]. Todo lo que Cristo era, nos ha sido dado, y nos fue dado en Sí mismo; es la entera devoción y ofrenda de Sí mismo. Todo lo que está en Él –Su gracia, Su justicia, Su aceptación con el Padre, la gloria excelente de Su Persona, Su sabiduría, la energía del amor divino que se da a sí mismo–, todo es consagrado para el bienestar de la asamblea. No hay ningunas cualidades ni excelencias en Cristo que no sean nuestras en su ejercicio, resultado del don de Sí mismo. Él ya nos las ha dado, consagrándolas para bendición de la asamblea, que a fin de tenerla se dio a Sí mismo por ella. No solamente nos son dadas, sino que Él nos las ha dado. Su amor lo ha cumplido.

Sabemos bien que es sobre la cruz donde se cumplió esta Su ofrenda, y donde se completó la consagración de Sí mismo para el bien de la asamblea. Aquí, esta obra gloriosa no es contemplada exactamente del lado de su eficacia expiatoria y redentora, sino del lado de su devoción y amor a la asamblea que Cristo manifestó en ella. No es alterada. Jesús –bendito y alabado sea Su nombre por ello– es para mí según la energía de Su amor en todo lo que Él es, en todas las circunstancias y para siempre, y en la actividad de ese amor conforme al cual se dio a Sí mismo. Amó a la asamblea y se dio a Sí mismo por ella. Ésta es la fuente de todas nuestras bendiciones, como miembros de ella.

Este amor de Cristo es inagotable e inmutable. Efectúa la bendición de su apreciado objeto al prepararlo para una felicidad de la cual Su corazón es tanto la medida como la fuente[27], para la felicidad de una perfecta pureza, de cuya excelencia Él es conocedor en el cielo –una pureza apta para la presencia de Dios, y para aquella que estará para siempre en esa presencia, la Esposa del Cordero. Es una pureza que hace posible el disfrute del amor perfecto y de la gloria; así como aquel amor tiende a purificar el alma dándose a conocer a ella, atrayéndola, desvistiéndola del yo, y llenándola de Dios como el centro de bendición y goce.

Es importante que notemos que Cristo no santifica aquí la asamblea para hacerla Suya, sino que la hace Suya para santificarla. Primero es de Él, luego se la hace apta. Cristo amó la Iglesia como si fuera Suya, y la hizo de Él al darse a Sí mismo por ella, y escoge tenerla como Su corazón lo desea, ocupándose de ella, cuando Él la ha ganado para presentársela así. Se dio por ella para que pudiera santificarla por el lavamiento del agua de la Palabra. Hallamos aquí el efecto moral producido por los cuidados de Cristo, como objetivo propuesto por Él en Su obra realizada en el tiempo, y el medio que Él emplea para adquirirla. Él se apropia moralmente de la asamblea, y la pone moralmente aparte para Él, cuando la ha hecho Suya; pues Él sólo puede desear cosas santas conforme al conocimiento que tiene de la pureza, en virtud de Su morada eterna y natural en el cielo. Después pone a la asamblea en relación con el cielo, de donde Él es, y dentro del cual la introducirá. Él se dio a Sí mismo a fin de santificarla, y con este propósito utiliza la Palabra, que es la divina expresión de la mente de Dios, del orden celestial y de la santidad, de la verdad misma –es decir, de la verdadera relación de todas las cosas con Dios; y ello conforme a Su amor en Cristo–, y que en consecuencia juzga todo lo que se tuerce de ella, en lo que a la pureza o al amor se refiere.

Él forma la asamblea para ser Su Esposa, una ayuda idónea para Él, en quien todo es conforme a la gloria y al amor de Dios, por la revelación –a través de la palabra que viene de ahí– de estas cosas tal como existen en el cielo. Ahora Cristo mismo es la plena expresión de estas cosas, la imagen del Dios invisible. Así, cuando las comunica a la asamblea, Él se la prepara para Sí. Hablando en este aspecto de Su propio testimonio, dice: «hablamos lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto».

Tal como la hemos recibido de Jesús, ésta es la Palabra; y más particularmente como hablando desde el cielo, con el carácter del nuevo mandamiento, desvaneciéndose las tinieblas y amaneciendo ahora la nueva luz; y consecuentemente, siendo cierta la cosa no sólo en Él, sino en nosotros. (El ministerio del primer capítulo se ocupa de esto, de formar los corazones de los santos en la tierra en comunión con la Cabeza, de la cual descendieron la gracia y la luz). De esta manera, santifica entonces Cristo la asamblea para la que se dio a Sí mismo. La formó para las cosas celestiales por la comunicación de las cosas celestiales, de la cual Él mismo es la plenitud y la gloria. Pero esta Palabra halla la asamblea mezclada con las cosas que son contrarias a esta pureza y amor celestiales. ¡Ay!, sus afectos –en cuanto al viejo hombre al menos– están mezclados con estas cosas terrenales contrarias a la voluntad de Dios y a Su naturaleza. Así, al santificar a la asamblea, Él debe purificarla. Ésta es, por lo tanto, la obra del amor de Cristo durante el tiempo actual, para la eterna y esencial felicidad de la asamblea.

Él la santifica por la Palabra, comunicándole cosas celestiales –todo lo perteneciente a la naturaleza, a la majestad y a la gloria de Dios– en amor, a la vez que las aplica para juzgar todo lo que en sus afectos presentes no concuerde con lo que Él comunica. ¡Preciosa obra de amor, que no sólo nos ama sino que está activa además para hacernos aptos para disfrutar de este amor; aptos para estar con Cristo mismo en la casa del Padre!

¡Con qué profundo interés Él nos mira! No sólo cumplió la obra gloriosa de nuestra redención al darse a Sí mismo por nosotros, sino que continuamente actúa con amor perfecto y paciencia para hacernos de tal manera aptos que Él quisiera tenernos en Su propia presencia, en una aptitud para los lugares y cosas celestiales.

¡Qué carácter muestra esto de pertenencia a la Palabra, y qué gracia se exhibe en su uso! Es la comunicación de las cosas divinas conforme a su propia perfección, y ahora como Dios mismo está en la luz. Es la revelación de Dios mismo, como le conocemos en un Cristo glorificado, en un amor perfecto que nos forma también conforme a esa perfección para el goce de Él, y sin embargo nos es dirigida adaptada, en efecto, en su misma naturaleza a nosotros, que estamos aquí abajo (comparar Juan 1:4) para transmitirnos estas cosas por la introducción de luz en medio de las tinieblas, juzgando así necesariamente todo lo que hay en ellas, con el fin de purificarnos en amor.

Obsérvese igualmente el orden en el que esta obra de Cristo nos es presentada, comenzando con el amor. Él amó la asamblea, que es, como dijimos, la fuente de todo. Lo que le sigue es resultado de ese amor, que no puede negarlo. La prueba perfecta del mismo ha sido ya declarada: se dio a Sí mismo por la asamblea; más, no podía dar. Fue para la gloria del Padre, no lo dudemos, pero fue por la asamblea. De haber reservado algo para Sí, el amor en darse a Sí mismo no habría sido perfecto, ni absoluto; no habría existido ninguna devoción que dejase algo que el corazón despertado deseara. No habría sido Cristo, pues Él no podía menos de ser perfecto. Conocemos el amor y la perfección cuando le conocemos a Él. Ganó el corazón de la asamblea al darse a Sí mismo por ella. Él la ha ganado así. Ella es Suya conforme a ese amor. En efecto, es ahí donde aprendemos lo que es el amor. En esto conocemos el amor, en que Él se dio por nosotros. Todo fue para la gloria del Padre; sin esto, no hubiera sido perfección, y la revelación de las cosas celestiales no habría tenido lugar, porque dependía de que el Padre fuera perfectamente glorificado. En esto fueron manifestadas y verificadas las cosas a ser reveladas, pese al mal que existía –si así podemos decirlo–; pero todo es completamente para nosotros.

Si hemos aprendido a conocer el amor, hemos aprendido a conocer a Jesús, tal como Él es para nosotros. Él es totalmente para nosotros.

De este modo, toda la obra de lavamiento y de santificación es el resultado del amor perfecto. No es el medio de obtener el amor, o de ser su objeto. En realidad, es el medio que nos capacita disfrutarlo; pero es el amor mismo el que, en su ejercicio, obra esta santificación. Cristo gana la asamblea primero. Después, en Su amor perfecto la torna de la manera que Él quiere que sea –una verdad que nos es preciosa en cada aspecto, y ante todo, a fin de liberar el alma de cualquier temor servil, para dar santificación a su verdadero carácter de gracia y a su extensión verdadera aquí. Es un gozo para el corazón saber que Cristo mismo hará que seamos todo lo que Él desea que seamos.

Hemos considerado dos efectos del amor de Cristo por la asamblea. El primero fue el don de Sí mismo, que en cierto sentido comprende al conjunto; es el amor perfecto en sí mismo. Él se dio a Sí mismo. El segundo es la formación moral del objeto de Su amor, para que pueda estar con Él; y conforme, si podemos añadir, a las perfecciones de Dios mismo, pues esto es lo que en realidad la Palabra es: la expresión de la naturaleza, los caminos y los pensamientos de Dios.

Aún hay un tercer efecto de este amor de Cristo, que lo completa. Él se la presenta una asamblea gloriosa sin mancha ni arruga. Si Él se dio a Sí mismo por la asamblea, lo hizo para tenerla con Él; pero si Él quería tenerla con Él, debía darle la aptitud de estar en Su gloriosa presencia; y Él la santificó conforme a la revelación de Dios mismo y de las cosas celestiales, de las cuales Él es el centro en gloria. El Espíritu Santo toma las cosas de Cristo y las revela a la asamblea; y todo lo que el Padre tiene es de Cristo. Así perfeccionada conforme a la perfección del cielo, Él se la presenta una asamblea gloriosa. Moralmente, la obra fue hecha; los elementos de la gloria celestial habían sido comunicados a ella, que tenía que estar en esa gloria, y entraron en su ser moral, formándola para que participase de ella. El poder del Señor es necesario para hacerla participar de hecho en ello, para hacerla gloriosa, para destruir todo rasgo de su morada terrenal, salvo el fruto excelente que resulta de esta morada. Él se la presenta gloriosa, y esto es el resultado de todo. La tomó para Sí mismo, se la presenta como el fruto y la prueba de este amor perfecto; y para ella es el disfrute perfecto de ese mismo amor. Esta frase nos descubre todo el significado de esta admirable exhibición de la gracia. El Espíritu nos retrotrae al caso de Adán y Eva, en el que Dios, habiendo formado a Eva, la presenta a Adán como una ayuda idónea a su naturaleza y condición. Ahora bien, Cristo es Dios, y Él ha formado la asamblea con este derecho adicional sobre su corazón, de que Él se ha dado a Sí mismo por ella; y Él es asimismo el postrer Adán en gloria; y Él la presenta glorificada a Sí mismo, como había sido formada para Él. ¡Qué esfera de desarrollo de los afectos espirituales es esta revelación! ¡Qué gracia infinita es la que ha dado lugar a un ejercicio así de estos afectos!

No podemos errar al observar la relación entre el lavamiento y la gloria, esto es, que el lavamiento es conforme a la gloria, y por ella; y que la gloria es la terminación del lavamiento, así como sus completas respuestas. El lavamiento es por la Palabra, que revela toda la gloria y mente de Dios. Presentada en gloria, la asamblea no tiene ni mancha ni arruga; es santa e irreprochable. Ésta es una verdad muy importante, que aparece en otra parte. Comparar 2 Corintios 3:18, y Filipenses 3:11 hasta el final; 1 Tesalonicenses 3:13. Lo que allí está completo en gloria, es efectuado dentro del alma ahora por el Espíritu, por medio de la operación de la Palabra.

Éste es entonces el propósito, la mente del Señor, con respecto a la asamblea, y ésta la obra santificadora que la prepara para Sí mismo y para el cielo. Estos no son todos los efectos de Su amor. Él vela con ternura sobre ella durante todo el tiempo de su peregrinación aquí abajo.

El apóstol, que no pierde el hilo de la tesis que suscitó esta digresión tan instructiva para nosotros, dice que el marido debe amar a su mujer como su propio cuerpo, que esto era amarse a sí mismo. Naturalmente llegó a esta declaración por la alusión a Génesis, pero inmediatamente vuelve al asunto que le ha tenido ocupado. Dice que nadie aborreció su propia carne, sino que la sustenta y la trata con cariño, como también Cristo a la iglesia. Éste es el precioso aspecto del amor de Cristo, mientras dura el tiempo, y que presenta aquí el apóstol. No sólo tiene Cristo una meta celestial, sino que Su amor realiza la obra que, por decirlo así, es natural a ella. Con cariño cuida de la asamblea aquí abajo; le da alimento y la agasaja. Las necesidades y debilidades, las dificultades y ansiedades de la asamblea son sólo oportunidades para que Cristo ejercite Su amor. La asamblea necesita de alimento, como lo necesitan nuestros cuerpos; y Él se lo da. Ella es el objeto de Sus tiernos afectos. Si el fin es el cielo, la asamblea no es dejada en desolación. Ella aprende Su amor donde su corazón lo necesita. De este amor disfrutará plenamente cuando haya pasado para siempre la necesidad temporal. Es precioso además saber que Cristo cuida de la asamblea, como un marido cuida a su propia carne, y somos miembros de Su propio Cuerpo. Somos de Su carne, y de Sus huesos. Aquí se alude a Eva. Nosotros somos, como si dijéramos, una parte de Él mismo, teniendo nuestra existencia y nuestro ser de Él, como Eva de Adán. Él puede decir: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues». Nuestra posición es, por una parte, la de ser miembros de Su Cuerpo; y por otra, tenemos nuestra existencia de Él como cristianos. Por lo tanto, se deduce de ello que un marido tiene que dejar sus relaciones naturales para poder unirse a su mujer. Es un gran misterio. Y fue precisamente esto que Cristo hizo como Hombre, en un cierto aspecto, divinamente. Sin embargo, cada uno debería amar así a su propia mujer, y la mujer debería mostrar reverencia a su marido.

 

Capítulo 6

Permanecen ciertas relaciones en la vida con las que se establece una relación entre ellas y la doctrina del Espíritu de Dios: la de los hijos y los padres, la de los padres y los hijos, y la de siervos y maestros. Es interesante ver cómo se introduce a los hijos de creyentes como los objetos del cuidado del Espíritu Santo, e incluso los esclavos –pues los siervos eran esclavos– son elevados por el cristianismo a una posición donde no podían afectarles las circunstancias de su degradación social.

Todos los hijos de los cristianos son vistos como los sujetos de las exhortaciones en el Señor, propias de aquellos que están dentro y que no son más de este mundo, del cual Satanás es el príncipe. ¡Dulce y precioso consuelo para el padre que puede considerar a sus hijos como teniendo derecho a esta posición y una parte en esos tiernos cuidados que prodiga a todos los que están en la casa de Dios el Espíritu Santo! El apóstol resalta la importancia que Dios le daba en la ley a este deber. Es el primer mandamiento con el que va ligada una promesa. El versículo 3 es solamente la cita de lo que se alude en el versículo 2.

La exhortación a los padres es también notable –no debían provocar a sus hijos, que volvieran sus corazones hacia ellos, que no los rechazaran ni destruyeran esa influencia que es la más fuerte salvaguarda frente al mal del mundo. Dios forma el corazón de los hijos en torno a este feliz centro, que el padre debe velar. Todavía hay más. El padre cristiano –pues es siempre a los que están dentro a quienes se refiere– debería reconocer la posición en que, como hemos visto, son colocados los hijos, y criarlos bajo el yugo de Cristo en la disciplina y admonición del Señor. La posición cristiana tiene que ser la medida y la forma de las influencias que ejerce el padre, y de la educación que le da a los hijos. Debe tratarlos como educándolos para el Señor, y según la manera que el Señor los educaría.

Destacaremos que en las dos relaciones que estamos considerando, así como en aquellas de las esposas con sus maridos, se empieza la exhortación con la sumisión que debe una de las partes. Éste es el genio del cristianismo en nuestro mundo impío, en donde la voluntad del hombre es la fuente de todo mal, expresando su alejamiento de Dios, a quien se le debe toda sumisión. El principio de sumisión y de obediencia es el principio curativo de la humanidad: solamente Dios debe se introducido en él, para evitar que la voluntad humana sea la que guíe después de todo. El principio que gobierna el corazón del hombre para el bien, es siempre y en todo lugar la obediencia. Tal vez diga que Dios debe ser obedecido antes que el hombre; pero desviarse de la obediencia en entrar en pecado. Un hombre podrá dar una orden como padre, y dirigir; pero lo hará desviadamente si no se sujeta en obediencia a Dios y a Su Palabra. Ésta era la esencia de la vida de Cristo. «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por consiguiente, comienza el apóstol sus exhortaciones acerca de las relaciones dando un precepto general: «Someteos los unos a los otros». Esto convierte en fácil la orden dada, aun cuando el orden de las instituciones y de la autoridad pueda fracasar. La sumisión y la obediencia moral nunca pueden en principio estar ausentes del verdadero cristiano. Es el punto de partida de toda su vida. Es santificado para la obediencia de Cristo (1 Ped. 1:2).

En el caso que nos ha llevado a estas aclaraciones, es sorprendente ver cómo este principio eleva al esclavo en su condición, que obedece por medio de un principio divino interior, como si fuera Cristo mismo a quien estuviera obedeciendo. Por muy perverso que su amo pueda ser, obedece como si obedeciera a Cristo mismo. Tres veces reitera el apóstol este principio de obediencia a Cristo, o el servicio de Cristo, añadiendo «haciendo de corazón la voluntad de Dios. ¡Menuda diferencia en la pobre condición del esclavo! Nacido bien libre, bien para servir, cada uno recibiría su galardón del cielo. El mismo amo tenía su Amo en el cielo, quien no hace acepción de personas. Es a los amos a quienes se dirige él aquí, no a los esclavos, pues el cristianismo se conduce con delicada propiedad, nunca falsea sus principios. El amo tenía que tratar también al esclavo con una perfecta equidad –como esperaba ser tratado del esclavo–, y debía olvidar las amenazas.

Es hermoso ver la manera como la doctrina divina se introduce en los detalles de la vida, arrojando la fragancia de su perfección dentro de cada deber y cada relación; cómo sabe reconocer las cosas que ya existen, hasta donde pueden ser reconocidas y dirigidas por sus principios, pero que ensalza e intensifica el valor de todo conforme a la perfección de esos principios; tocando no las relaciones, sino el corazón del hombre que anda en ellas; tomando el lado moral, y el de la sumisión, en amor y en el ejercicio de la autoridad que puede ser regulada por la doctrina divina, introduciéndose la gracia que gobierna el uso de la autoridad de Dios.

No se debe solamente a que haya una línea de conducta a seguir, y de un modelo a imitar, ni de un Espíritu del cual uno pueda estar lleno; no son sólo las relaciones entre uno mismo y Dios, y aquellas en las que estamos aquí abajo; esto no es todo lo que debería entretener al cristiano, porque tiene enemigos que combatir. El pueblo de Israel bajo Josué en tierra de Canaán, estaba efectivamente en la tierra prometida, pero en conflicto con enemigos que se encontraban en ella antes que ellos entrasen, aunque no estuvieran allí conforme a los derechos por los que Israel iba a poseer la tierra a través del don de Dios. Dios la puso aparte para Israel (ver Deut. 32:8). Cam tomó posesión de ella.

Respecto a nosotros, no tenemos lucha con carne ni sangre, como sucedía con Israel. Nuestras bendiciones son espirituales en los lugares celestiales. Estamos sentados en Cristo en esos lugares. Somos un testimonio de los principados y potestades en los lugares celestiales, donde tenemos que luchar con las maldades espirituales. Israel pasó a través del desierto, cruzó el Jordán; el maná había cesado; comieron del maíz de la tierra. Se establecieron en la tierra de Canaán como si hubiera sido toda suya, sin cometer violencia, y se alimentaron del producto de esta buena tierra en las llanuras de Jericó. Lo mismo sucede con el cristiano. Nosotros hemos cruzado el Jordán, hemos muerto y resucitamos nuevamente con Él. Estamos sentados en los lugares celestiales en Él para poder disfrutar de las cosas del cielo como el fruto de nuestro propio país. Sin embargo, el conflicto está ante nosotros si deseamos disfrutar de él en la práctica. La promesa es de cada bendición, de toda la tierra prometida, no importa dónde pongamos nuestro pie en ella (Josué 1). Para ello necesitaremos la fuerza del Señor, de la que ahora habla el apóstol: «Robusteceos en el Señor». El enemigo es sutil. Tenemos que resistir sus estratagemas más aún que su poder. Ni la fuerza, ni la sabiduría siquiera del hombre pueden hacer nada al respecto. Debemos ponernos el arnés, que es toda la armadura de Dios.

Se verá en primer lugar que el Espíritu vuelve nuestros pensamientos hacia Dios mismo antes de hablar de lo que hemos de vencer. «Robusteceos en el Señor». No se trata tanto de un refugio del rostro del enemigo, como de que estemos en él para nosotros mismos, antes de poder utilizarlo contra las artimañas del enemigo. Es en la intimidad de los consejos y la gracia de Dios que el hombre se robustece para la guerra que no podrá evitar, si es que quiere gozar de sus privilegios de cristiano. Para ello deberá ponerse toda la armadura de Dios. Olvidar ponerse una pieza sería quedar expuesto a Satanás por ese costado. La armadura debe ser la de Dios, divina en su naturaleza. Una armadura humana no nos guardará de los ataques del enemigo; y si depositamos nuestra confianza en esta última, resultará en nuestra caída en el combate durante la batalla con un espíritu más poderoso y astuto que nosotros.

Estos enemigos son así caracterizados; son las potestades y principados, seres que poseen una energía maligna que tiene su origen en una voluntad diestra sobre aquellos que no saben cómo resistirlos, y tienen también el poder para llevarla a cabo. Su energía proviene de Dios, y la voluntad para acometerla es la de ellos mismos, pues han abandonado a Dios; la fuente de sus acciones está en su propia voluntad. En este sentido, se trata de un principio de acción independiente de Dios, y la energía y cualidades que tienen de Dios son los instrumentos de dicha voluntad, la cual es irrefrenable a menos que se la detenga desde afuera. Ellos son los principados y potestades. Hay de buenos, pero en éstos la voluntad estriba en hacer lo que Dios quiere, y emplear para Su servicio la fuerza que han recibido de Él.

Estos principados y potestades gobiernan las tinieblas de este mundo. La luz es la atmósfera en la que Dios habita, y que Él difunde alrededor Suyo. Los malos espíritus son engañadores que reinan en las tinieblas. Este mundo que no posee la luz de Dios, está completamente en tinieblas, y los demonios lo gobiernan porque Dios no está allí –excepto en poder supremo después de todo, haciendo que todo salga para gloria de Él, y al fin para bien de Sus hijos.

Si estos principados gobiernan en las tinieblas de este mundo, no poseen meramente una fuerza exterior; están en los lugares celestiales, ocupándose allí en su maldad espiritual. Ejercen una influencia espiritual ostentando el lugar de dioses. En primer lugar, vemos su  carácter intrínseco, su modo de ser, y el estado en el que se hallan; segundo, su poder en el mundo, al cual gobiernan, y en último término su ascendencia religiosa y engañadora, ubicada en los lugares celestiales. También tienen una esfera donde ejercen su poder, la codicia del hombre, e incluso le infunden terror en su conciencia.

Para resistir a enemigos como estos necesitamos la armadura de Dios. Las manifestaciones de este poder, cuando Dios deja que se lleve a cabo, constituyen los días malos. Todo este período actual de la ausencia de Cristo es, en un aspecto, el día malo. Cristo fue rechazado por el mundo, del cual era la luz mientras andaba en él, mientras que ahora está oculto en Dios. Este poder que exhibió el enemigo cuando guió al mundo al rechazo de Cristo, sigue ejerciéndolo todavía; nosotros nos oponemos a él por la acción y el poder del Espíritu Santo, quien está con nosotros mientras está ausente el Señor. Hay momentos cuando este poder tiene libertad para manifestarse de una manera especial cuando el enemigo lo utiliza contra los santos, oscureciendo la luz que de Dios brilla en él, angustiando y desviando las mentes de los profesantes e incluso de los creyentes –son días, en una palabra, en los que se hace sentir mucho este poder. Tenemos que luchar con él para resistirlo completamente, y hacer frente a todo cuanto hay de malo en la confesión de Cristo, de la luz; tenemos que implicarnos en todo lo que requiere esta confesión de Su nombre, a cualquier coste, y que seamos hallados firmes cuando la tormenta y el día malo hayan pasado.

No hemos de disfrutar solamente de Dios y de Sus consejos y sus efectos en paz, pues como estos consejos mismos nos introducen en los lugares celestiales y nos hacen la luz de Dios sobre la tierra, también hemos de saber encontrarnos con las maldades espirituales que están allí y que intentan desacreditar nuestra elevada posición para desviarnos y debilitar la luz de Cristo en nosotros sobre la tierra. Tenemos que buscar el medio de evadir las trampas de tales maldades espirituales, y mantener el testimonio puro e incorrupto[28].

Por el poder del Espíritu Santo, que nos ha sido dado para este propósito, hallaremos que la armadura de Dios se refiere primero a lo que, poniendo de lado la carne y manteniendo la existencia de una buena conciencia, arrebata toda fuerza al enemigo; después, está relacionada con la preservación de una confianza completa y objetiva en Dios; y seguidamente, está ligada con la activa energía que está en presencia del enemigo con confianza, utilizando las armas del Espíritu Santo contra él. La armadura de defensa, nuestro propio estado, viene primero. El conjunto finaliza con la expresión de la completa y continua dependencia de Dios, que es donde está el guerrero cristiano.

Examinaremos esta armadura de Dios para poder conocerla. Toda ella es práctica, fundada en lo que ha sido cumplido, práctica en sí misma. No es una cuestión aquí de aparecer ante el tribunal de Dios, sino de resistir al enemigo y de defender nuestro terreno frente al suyo.

Delante de Dios, nuestra justicia es perfecta, es Cristo mismo, y nosotros somos la justicia de Dios en Él. Allí no precisamos de armadura, estamos sentados en los lugares celestiales, todo es paz y perfección. Pero aquí sí precisamos la armadura, una real y práctica, y antes que nada, ceñirnos los lomos con la verdad. Los lomos son el lugar de la fuerza cuando son ceñidos debidamente, sin embargo representan los afectos íntimos y los sentimientos del corazón. Si dejamos que nuestros corazones vayan errantes doquiera que sea, en lugar de permanecer en comunión con Dios, somos presa fácil de Satanás. Esta pieza de la armadura es entonces la aplicación de la verdad sobre los sentimientos más íntimos, los primeros sentimientos del corazón. Nos ceñimos los lomos. Esto se hace, no cuando está presente Satanás; es una obra que se hace aplicando la verdad a nuestras almas con Dios delante, juzgando todas las cosas en nosotros por este medio, y poniendo un freno en el corazón para que pueda controlarlo el ojo. Ésta es la verdadera libertad y el verdadero gozo, pues el nuevo hombre disfruta de Dios en una comunión ininterrumpida; sin embargo, el Espíritu habla de ello refiriéndose a la salvaguarda que será para nosotros contra los ataques del enemigo. Al mismo tiempo, no es meramente la reprensión de los malos pensamientos –esto es la consecuencia; es la acción de la verdad, del poder de Dios que actúa por medio de la revelación de cada cosa como es, de todo lo que Él enseña, introduciendo la conciencia en Su presencia y guardándola así en los pensamientos Suyos. Todo lo que Dios ha dicho en Su Palabra, así como las realidades invisibles que tienen su verdadero vigor y aplicación al corazón que palpita en nosotros, de manera que sus sentimientos deberían derivar su carácter de la propia Palabra de Dios, y no de nuestros propios deseos, trayendo todo a la presencia de divina[29].

Satanás no puede hacer presa en un corazón así guardado en la verdad, como es revelada por Dios. No hay nada que pueda en sus deseos corresponder a las sugerencias de Satanás. Tomemos a Jesús como ejemplo. Su salvaguarda no era juzgar todo lo que Satanás decía. En el desierto, al principio de Su ministerio público, excepto en la última tentación, fue en la aplicación perfecta de la Palabra para Sí mismo, para lo que concernía a Su propia conducta y a las circunstancias que le rodeaban. La verdad gobernaba Su corazón, de modo que se dirigía conforme a ella en las circunstancias que se presentaban. «No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios». Ninguna palabra sale de Él, y nada hace. No había motivo para actuar. Hubiera sido actuar de propio acuerdo, de propia voluntad, pero esa verdad guardó Su corazón en comunión con Dios en la circunstancia que fue a encontrarle. Cuando ésta fue suscitada, Su corazón era ya una comunión con Dios, de manera que no existían otros impulsos que los que sugería la Palabra de verdad. Su conducta era puramente negativa, pero se derivaba de la luz que la verdad arrojaba sobre la circunstancia, porque Su corazón estaba bajo el absoluto gobierno de la verdad. La sugerencia de Satanás le hubiera sacado de esta posición, lo cual habría bastado. Él no quería tener nada que ver con ello. Todavía no expulsa a Satanás, pues era sólo una cuestión de conducta, y no de una flagrante oposición a la gloria de Dios. En última instancia le expulsa, y en la primera actúa conforme a Dios sin preocuparse de nada más. El engaño de Satanás fracasó totalmente como resultado. Simplemente no produjo nada. Está absolutamente desprovisto de poder contra la verdad, porque no es la verdad; y el corazón tiene a la verdad por norma. Las artimañas no son la verdad, esto es suficiente para evitar que seamos atrapados por ellas, esto es, si el corazón es así gobernado.

En segundo lugar tenemos la coraza de justicia –una conciencia que no tiene nada que reprocharse. El hombre natural sabe lo que una mala conciencia es capaz de desprestigiarle ante los hombres. Sólo falta añadir aquí la manera cómo Satanás la utiliza para atrapar al hombre en sus lazos. Al mantener la verdad, tenemos a Satanás por enemigo nuestro. Si nos damos al error, nos dejará en paz, salvo que seguirá utilizando nuestras faltas y crímenes para esclavizarnos más, atarnos de pies y manos con la falsedad. ¿Cómo podría alguien que tiene la verdad, o que quizás haya escapado del error, soportar que una mala conducta le dejara en evidencia delante de todos? Estaría silenciado ante el enemigo. Su propia conciencia incluso le silenciaría, si es recto, para no hacerle pensar en las consecuencias, a menos que fuese necesaria una confesión. Aparte de esto, la fortaleza de Dios y un entendimiento espiritual dejarán de asistirle, pues ¿dónde los hubiera obtenido con una mala andadura? Somos capaces de seguir firmes cuando tenemos una buena conciencia, pero es cuando andamos con Dios, a causa de Su amor y del amor de la justicia misma, que llevamos puesta esta coraza y no conocemos el temor cuando se nos llama a enfrentarnos con el enemigo. Ganamos así una buena conciencia ante Dios por la sangre del Cordero. Al andar con Dios, la mantenemos delante de los hombres y a causa de la comunión con Dios, a fin de obtener fortaleza y entendimiento espiritual con creces. Ésta es la energía práctica de la buena conducta, de una conciencia libre de reproches. Dijo el apóstol que siempre se ejercitaba para esto. ¡Qué integridad en este andar, qué sinceridad de corazón cuando ningún ojo nos ve! Somos determinantes con nosotros mismos, con nuestros propios corazones, y con nuestra conducta. Por lo tanto, podemos tener paz en nuestros caminos. Dios también está allí. Andad así, dice el apóstol, y el Dios de paz estará con vosotros. Si los frutos de la justicia son sembrados en paz, la senda de la paz se halla en justicia. Si yo tengo mala conciencia, me aflijo yo solo y crece mi mal humor para con los demás. Cuando el corazón tiene paz con Dios y no tiene nada que reprocharse, cuando la voluntad es controlada, la paz reina en el alma. Andamos en esta tierra con el corazón en comunión con mejores cosas de arriba; andamos en un espíritu pacífico con los otros, y nada perturba nuestras relaciones con Dios. Él es el Dios de paz. La paz de Jesús, llena el corazón. Los pies son calzados con ella; andamos en el espíritu de la paz.

Junto con esto, se necesita una pieza de la armadura de defensa más sobre el resto, para que seamos capaces de resistir, no obstante todas las astucias del enemigo –una armadura prácticamente mantenida en su sobriedad por el uso de las precedentes, así que si la última es esencial, las otras tienen el primer lugar en la práctica. Éstas son el escudo, la fe; es decir, la plena y completa confianza en Dios, la conciencia de la gracia y de Su favor mantenidos en el corazón. La fe no es simplemente aquí recibir el testimonio de Dios, si bien se basa en ese testimonio, sino la seguridad presente del corazón con relación a lo que Dios es para nosotros, basado, como dijimos, en el testimonio que Él ha dado de Sí mismo –la confianza en Su amor y en Su fidelidad, así como en Su poder. «Si nuestro corazón no nos reprocha algo, tenemos confianza ante Dios». La obra del Espíritu en nosotros es para inspirarnos esta confianza, que cuando existe, todos los ataques del enemigo, que busca hacernos creer que la bondad de Dios no es tan segura, resultan infructuosos en sus esfuerzos para destruir o debilitar en nuestros corazones esta confianza en Dios, ocultándola de nuestra vista. Sus flechas caen al suelo sin alcanzarnos. Permanecemos firmes en la conciencia de que Dios es por nosotros, y nuestra comunión no es interrumpida. Los fieros dardos del enemigo no son los deseos de la carne, sino ataques espirituales.

Así podemos sostener nuestras cabezas: el coraje moral, la energía que va adelante, son mantenidos. No se trata de que tengamos nada de que jactarnos en nosotros mismos, sino que sólo la salvación y la liberación de Dios están frescas en nuestras mentes. Dios ha sido por nosotros; Él es por nosotros, ¿quién será contra nosotros? Él fue por nosotros cuando no teníamos fuerzas; fue la salvación cuando no podíamos hacer nada. Ésta es nuestra confianza –Dios mismo–, sin mirarnos a nosotros. Tenemos el yelmo de la salvación sobre nuestras cabezas. Las anteriores partes de la armadura nos dan libertad para disfrutar de las dos últimas.

Provistos del arnés que nos protege en nuestro andar, y en la confianza práctica en Dios y el conocimiento de Dios que se deriva de ello, estamos en un estado de utilizar unas armas defensivas. Tenemos solamente una contra el enemigo, que no puede resistirla si sabemos cómo manejarla: presenciemos el conflicto del Señor en el desierto con Satanás. Es la Palabra de Dios. Allí respondió Jesús siempre con la Palabra por el poder del Espíritu. Pone al hombre en su verdadera posición conforme a Dios, como el hombre obediente en sus circunstancias presentes. Satanás no puede hacer nada aquí, si únicamente mantenemos esta posición. Si nos tienta abiertamente para desobedecer, no hay ninguna astucia en ello. Incapaz de hacer nada más, actuó de esta manera con el Señor y se manifestó como es, y el Señor le arrojó por medio de la Palabra. Satanás no tiene poder cuando se manifiesta como tal. Tenemos que resistir las artimañas del enemigo, siendo nuestra tarea actuar conforme a la Palabra pase lo que pase. El resultado mostrará que la sabiduría de Dios estaba en ella. Observemos aquí que esta espada es la palabra del Espíritu. No es la inteligencia ni la capacidad del hombre, aunque sea éste quien utilice la Palabra. Podrá tener su espada muy templada, pero no podrá desenvainarla ni blandirla si el Espíritu Santo no está actuando en él. Las armas son espirituales, utilizadas por el poder del Espíritu. Dios debe hablar, por muy débiles que sean los instrumentos.

La espada también se utiliza activamente en la guerra espiritual en la que juzga todo lo que se nos opone. En este sentido, es tanto defensiva como ofensiva. Detrás de esta armadura, hay un estado, una disposición y un medio de energía que vivifican y dan su poder a todo el resto; esto es una dependencia completa de Dios, unida a la confianza en Él, que se expresa en oración. «Orando en todo tiempo»; esta dependencia debe ser constante. Cuando es algo real, y yo siento que no puedo hacer nada sin Dios, y que Él quiere mi bien en todas las cosas, se expresa ella misma buscando la energía que no tiene, buscándola de Aquel en quien confía. Es el movimiento del Espíritu en nuestros corazones en su comunión con Dios, de modo que nuestras batallas son libradas en la comunión de Su fuerza y Su favor, y en la conciencia de que no podemos hacer nada, y que Él lo es todo. «En todo tiempo», «con toda súplica». Esta oración es la expresión de la necesidad del hombre, del deseo del corazón, en la energía que le da el Espíritu, así como en confianza en Dios. Como es un acto del Espíritu, abarca a todos los santos sin que nadie sea olvidado por Jesús –el Espíritu en nosotros responde a los afectos de Cristo, y los reproduce. Debemos ser vigilantes y diligentes con el objeto de utilizar esta arma, y evitaremos todo lo que nos haría desviarnos de Dios, valiéndonos de cualquier oportunidad para hallar, por la gracia del Espíritu, en todo lo que surja –por medio de esta diligencia– una ocasión para orar y no estar distraídos[30].

El apóstol pide desde su corazón por esta intercesión de parte de ellos, sintiendo su propia necesidad y aquella que él deseaba que se expresara por Cristo.

La misión de Tíquico expresaba la seguridad de Pablo acerca del interés que el amor de los efesios les hacía tener en esperar noticias de él, y aquello que él mismo sentía al inquirir en su bienestar y estado espiritual en Cristo. Es una emotiva expresión de su confianza en el afecto de ellos, el cual llevaba su corazón a esperar, lo mismo de los demás.

Nos presenta a los efesios como disfrutando de los privilegios más elevados en Cristo, y como siendo capaces de apreciarlos. No les imputa ninguna culpa. La armadura de Dios –con la cual repeler los asaltos del enemigo y crecer en paz hacia la Cabeza en todas las cosas, la armadura protectora de Dios– era naturalmente lo último que tenía que poner ante ellos. Debe notarse que no les habla en esta epístola de la venida del Señor. Supone a los creyentes en los lugares celestiales en Cristo; y no como sobre la tierra atravesando el mundo y aguardando hasta que Él venga para arrebatarlos, y restaure la felicidad al mundo. Lo que es objeto de espera en esta epístola es la reunión conjunta de todas las cosas bajo Cristo, su verdadera Cabeza, conforme a los consejos de Dios. Las bendiciones están en los cielos, el testimonio está en los cielos, la Iglesia está sentada en los cielos, y la guerra está en ellos.

El apóstol repite su deseo para ellos de paz, amor y fe; concluye su epístola con los saludos de costumbre ofrecidos de su propia mano.

Esta epístola expone la posición y los privilegios de los hijos, y los de la asamblea en su unión con Cristo.


 

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Referencias

[1] La palabra «fieles» podría traducirse «creyentes». Se emplea como término de sobrescrito aquí y en la epístola a los colosenses. Debemos recordar que el apóstol estaba en prisión en estos momentos, y que hacía años que el cristianismo existía y fue expuesto a toda clase de ataques. Decir que alguien era un creyente como en el principio, era lo mismo que decir que era fiel. La palabra no expresa meramente que ellos creían, ni que cada cual de ellos caminara individualmente con fidelidad, sino que el apóstol se dirigía a aquellos que por gracia mantenían fielmente la fe que recibieron.

[2] Será un espectáculo soberbio, como resultado de los caminos de Dios, ver todas las cosas unidas en una paz perfecta bajo la autoridad del un Hombre, del segundo Adán, el Hijo de Dios. Nosotros asociados consigo mismo en la misma gloria, Sus compañeros en la gloria celestial como objetos de los consejos eternos de Dios. No detallaré mucho esta escena porque el capítulo que estamos considerando ya dirige nuestra atención a las comunicaciones de los consejos de Dios hacia ello, y no a la escena misma. El estado eterno en que Dios será todo en todos, es otra cosa distinta. La administración de la plenitud de los tiempos es el resultado de los caminos de Dios en gobierno; el estado eterno, es el resultado de la perfección de Su naturaleza. Nosotros somos introducidos, incluso en este gobierno, como hijos según Su naturaleza. ¡Un gran privilegio!

[3] Comparar el capítulo 4:9, 10. Esta introducción de la redención, así como el lugar que Cristo ha asumido como Redentor, llenando todo en todos, está lleno de interés.

[4] Es este poder que al resucitar a los santos con Cristo de la muerte de pecado, y uniéndolos a Él como la Cabeza, forma su relación con Él como Su Cuerpo. La primera parte del capítulo habla de nuestra relación individual con el Padre; aquí tenemos una relación corporativa con Cristo, el postrer Hombre resucitado. Hasta la segunda parte, tenemos los consejos de Dios, y a partir de la última parte tenemos las operaciones de poder que los cumple. Aquí se trata primero de nuestra unión con Cristo, que aunque también se revelan los consejos de Dios respecto a ella, es ahora cuando se ejercita espiritualmente, como se verá en este capítulo 2.

[5] Observemos muy especialmente aquí que en los Efesios el Espíritu no describe la vida del viejo hombre en el pecado. Dios y Su obra lo son todo. El hombre es considerado muerto en sus pecados; y lo que se produce viene totalmente de la parte de Dios, una nueva creación. En Romanos, el hombre que vive en pecado debe morir, juzgarse a sí mismo, arrepentirse, y ser purificado por la gracia. En una palabra, es tratado como alguien con vida. En este caso tenemos al hombre sin ningún vestigio de vida espiritual, Dios lo hace todo; le da vida y le resucita. Se trata de una nueva creación.

[6] Cuando la fe es enseñada por la Palabra, siempre hace mención de lo mismo: el juicio se refiere a los actos cometidos en el cuerpo. Pero nosotros estábamos muertos en pecados, sin sentimientos en el corazón dirigidos a Dios. Nosotros no venimos a juicio (Juan 5), sino que hemos pasado de muerte a vida.

[7] Es una creación completamente nueva, y este nuevo estado es considerado muy sencillamente. Nosotros estábamos muertos hacia Dios en nuestro viejo estado. No se considera aquí al hombre como un hombre responsable con vida. En Colosenses, somos resucitados con Cristo, «habiéndonos sido perdonados los pecados» que Cristo llevó al descender a la muerte. Aquí, también, no tenemos al viejo hombre ni la muerte introducida en él, aunque tanto el andar como el viejo hombre sean reconocidos como un hecho, pero no en relación con la resurrección. En Colosenses tenemos «estando muertos en pecados», pero se añade «en la incircuncisión de vuestra carne», puesto que está muerta para Dios. La Epístola a los Romanos considera al hombre responsable en el mundo; de ahí tenemos la plena justificación, la muerte al pecado, y no la resurrección con Cristo. El hombre aquí es un hombre vivo, aunque justificado, y vivo en Cristo.

[8] No es meramente la comunicación de vida, pues esto lo tenemos en Romanos, sino un lugar totalmente nuevo y una posición que hemos asumido, donde la vida tiene el carácter de resurrección fuera de un estado de muerte en los pecados. Aquí no somos contemplados vivificados por Cristo, sino vivificados con Él. Es el Hombre resucitado y glorificado.

[9] En Colosenses, los santos son vistos solamente con Cristo con una esperanza preparada para ellos en los cielos, donde Cristo y la vida de ellos con Él están escondidos. Además, su resurrección con Cristo es sólo administrativa para este mundo en el bautismo, en relación con la fe en el poder que resucitó a Cristo. No tenemos ninguna unión de judíos y gentiles en Aquel como resucitado y estando en los lugares celestiales. Precisamente en Colosenses, solamente los gentiles están en la mente del apóstol.

[10] Soy muy consciente de lo que los críticos dicen aquí en cuanto al género; pero es igualmente cierto en cuanto a la gracia, y decir «Por gracia... y esto no de vosotros» es simplemente una tontería. Pero al decir fe, se supondría que es de nosotros, y la gracia no. Por tanto añade el Espíritu Santo: «y esto [no ello] no proviene de vosotros, pues es don de Dios». En resumen, el creer es don de Dios, no nuestro. Esto lo confirma lo que viene a continuación: «no a base de obras». El objeto del apóstol es mostrar que la cosa entera era de la gracia de Dios –la hechura de Dios–, una creación nueva. Hasta aquí, la gracia y la fe van unidas.

[11] No se trata de que Dios no reconozca las relaciones que había formado originalmente. Las reconoce plenamente cuando estamos en Él. Sin embargo, la medida de la nueva creación es otra cosa distinta.

[12] Es sumamente importante ver la diferencia en estos tiempos entre esta edificación progresiva, que no ha finalizado hasta que todos los creyentes que tengan que formar el Cuerpo de Cristo sean introducidos, y el templo de Dios actual en la tierra. En la edificación progresiva del templo, Dios es el que edifica llevándolo a cabo sin fracasos, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ello. Esto no está todavía completo ni lo vemos como un conjunto acabado, hasta que no esté edificado. Por esta razón no hallamos en las Epístolas un edificador. Pedro dice: «Acercándoos a él, piedra viva... vosotros también como piedras vivas sed edificados»; y aquí en Efesios, crece para ser templo santo en el Señor. También el manifiesto cuerpo profesante actual es considerado como un todo en la tierra; y el hombre es contemplado edificándolo. «Sois edificio de Dios» (1 Cor. 3). «Yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica». Aquí entra la responsabilidad del hombre, y la obra es el asunto del juicio. La atribución de esto a los privilegios del cuerpo, y a lo que Cristo edifica, ha producido el papado y todo lo que tiene afinidad con el mismo. La cosa corrupta que tiene que venir bajo juicio lleva un falso traje con el seguro de la obra de Cristo. En Efesios 2 hallamos no solamente la obra progresiva que está siendo firmemente construida, sino también la edificación que está teniendo lugar en el presente como un hecho para ser bendecido, sin ninguna referencia a la responsabilidad humana en la edificación.

[13] El capítulo 2 habla en realidad del Cuerpo (vers. 16); pero la introducción de la casa es un elemento nuevo que precisa ser desarrollado. Pese a que la obra que se cumple en la creación de los miembros que tienen que componer el Cuerpo es toda de Dios, se lleva a cabo en la tierra. Los consejos divinos tienen en mente primero a los individuos para colocarlos cerca de Él mismo, como Él quiere tenerlos. Después de exaltar a Cristo sobre todo nombre ahora, y de aquí en adelante, le ofrece ser Cabeza del Cuerpo formado por individuos unidos a Cristo en el cielo sobre todas las cosas. Ellos serán perfectos asemejándose a su Cabeza. Pero si la obra sobre la tierra reúne a los recién nacidos, los reúne sobre ella. Lo que responde plenamente aquí abajo a la presencia de Cristo en el cielo es la presencia del Espíritu Santo. El creyente individual es de hecho el templo de Dios, pero en este capítulo se está hablando de todo el cuerpo de cristianos formados sobre la tierra, que devienen la casa y la habitación de Dios en la tierra. Verdad solemne y preciosa, privilegio inmenso y fuente de bendición, y una gran responsabilidad por igual.

   Es de destacar que al hablar del Cuerpo de Cristo, hablamos del fruto del propósito eterno de Dios y Su misma operación, y si bien el Espíritu aplica este nombre a la asamblea de Dios sobre la tierra, considerando que se compone de miembros verdaderos de Cristo, no obstante el Cuerpo de Cristo formado por el poder vivificante de Dios según Su eterno propósito está compuesto por personas unidas a la Cabeza como miembros de verdad. La casa de Dios establecida en la tierra es el fruto de una obra de Dios, encomendada a los hombres, pero no el propio objeto de Sus consejos, aunque la ciudad en Apocalipsis responde en medida a esto. Como es la obra de Dios, es evidente que esta casa se compone de aquellos que son verdaderamente llamados por Dios, y de esta manera la estableció Dios como se nos dice aquí (comparar Hechos 2:47). No debemos confundir el resultado práctico de esta obra cumplida en manos de los hombres, y bajo responsabilidad de ellos (1 Cor. 3), con el objeto de los consejos de Dios. Nadie puede ser un verdadero miembro de Cristo sin estar unido a la Cabeza, ni una verdadera piedra. Pero la casa puede ser la habitación de Dios aunque la piedra no veraz pueda formar parte de su construcción. Es imposible que alguien no nacido de Dios sea miembro del Cuerpo de Cristo (ver la nota anterior).

[14] Ésta creo ser la verdadera palabra, y no «la comunión».

[15] Cristo es el centro de toda la exhibición de la gloria divina, pero Él mora en nuestros corazones de manera que los centra, por así decirlo, en Él, y los hace observadores desde ahí hacia toda la gloria manifestada fuera de ellos. Aquí podríamos perdernos; pero él los trae de vuelta al bien conocido amor de Cristo, no como algo más estrecho, pues Él es Dios y sobrepuja todo conocimiento, así que nosotros somos llenos de toda la plenitud de Dios.

[16] Esto distingue por completo la oración del capítulo 1 con la de aquí. Allí el llamamiento y la herencia estaban en el propósito firme de Dios, y su oración es que ellos puedan conocerle, así como el poder que los trajo allí. En este capítulo se trata de lo que está en nosotros, y ora para que pueda existir y esté presente en la iglesia.

[17] Recapitulando, primeramente hay un Cuerpo y un Espíritu, una esperanza de nuestro llamamiento; segundo, un Señor, con quien van relacionados una fe y un bautismo; en tercer lugar, un Dios y padre de todos, quien está sobre todas las cosas, en todas partes, y en todos los cristianos. Además, mientras se hace énfasis en estas tres grandes relaciones en las que están colocados todos los cristianos, como siendo en su naturaleza los fundamentos de la unidad y de los motivos del sostenimiento de ella, extienden sucesivamente su alcance. La relación directa se aplica propiamente a las mismas personas; pero el carácter de Aquel que es la base de la relación, amplía más la idea en conexión con ella. En referencia al Espíritu, Su presencia une el Cuerpo –es el vínculo entre todos los miembros del Cuerpo, con ningunos más que no sean miembros como tales, vistos aquí. El Señor tiene unas más elevadas exigencias. No se trata de que en esta relación se haga alguna referencia a los miembros del Cuerpo, sino que se trata de una fe y de un bautismo, de una profesión en el mundo; no puede tratarse de dos. Pero a pesar de que las personas que están en esta relación exterior puedan estarlo también en las otras relaciones y ser miembros del Cuerpo, sin embargo la relación aquí es la de una profesión individual. No es algo que no pueda existir si no es en la realidad (uno es un miembro del Cuerpo de Cristo, o no lo es). Dios es el Padre de estos mismos miembros, como siendo hijos de Él; pero Aquel que mantiene esta relación está necesariamente y siempre por sobre de todas las cosas –personalmente por sobre de todas ellas, pero divinamente en todas partes.

[18] El descenso a las partes más bajas de la tierra es considerado desde Su lugar como Hombre en la tierra; no Su venida del cielo para ser un Hombre. Es Cristo quien descendió.

[19] El versículo 11 da dones especiales y permanentes; el versículo 16, lo que cada coyuntura abastece en su lugar. Ambos tienen su lugar en la formación y crecimiento del Cuerpo.

[20] He destacado ya que el contraste del nuevo estado y el viejo son la característica de Efesios más que de Colosenses, donde encontramos más desarrollo de vida.

[21] En Colosenses leemos:  «el cual conforme a la imagen del que lo creó se va renovando hasta el conocimiento pleno».

[22] Hay un aspecto en el que Dios es, moralmente hablando, la medida de otros seres, y es ésta una consideración que manifiesta el privilegio inmenso del hijo de Dios. Es el efecto de la gracia, que al ser nacido de nuevo de Él y participar de Su naturaleza, el hijo de Dios es llamado a imitar a Dios, a ser perfecto como su Padre es perfecto. El que ama es nacido de Dios y conoce a Dios, pues Dios es amor. Nos hace partícipes de Su santidad, y como resultado somos llamados a imitarle, como hijos amados. Esto muestra los inmensos privilegios de la gracia. Es el amor de Dios en medio del mal, superior a éste, que anda en santidad y se regocija también, de manera divina, en la unidad de los mismos goces y sentimientos. Por ello Cristo dice (Juan 17): «como Nosotros somos », y «en Nosotros».

[23] Será provechoso destacar aquí la diferencia de Romanos 12:1, 2 y esta epístola. Los Romanos contemplan a un hombre vivo sobre la tierra, de donde tiene que presentar su cuerpo como sacrificio vivo. Vivo en Cristo, tiene que presentar sus miembros totalmente a Dios. Aquí son vistos los santos ya sentados en los lugares celestiales, de donde tienen que salir delante de los hombres en testimonio del carácter de Dios, andando como Cristo anduvo en amor y en luz.

[24] Hemos de leer «fruto de la luz», no «fruto del Espíritu».

[25] Haremos bien en notar aquí este carácter del amor, de un amor en una relación establecida. La Palabra de Dios es más exacta en sus expresiones de lo que se piensa generalmente, ya que la expresión tiene su origen en la cosa misma. No se dice que Cristo amase al mundo –no tiene ninguna relación con el mundo como tal. Se dice que «amó tanto Dios al mundo...», en donde se ve hacia qué se inclina Él en Su propia bondad. No se dice que Dios amara la asamblea. La propia relación de la asamblea como tal es con Cristo, su Esposa celestial. El Padre nos ama, somos sus hijos queridos. Dios, en Su carácter, nos ama. Así, Jehová ama a Israel. Por otra parte, toda la ternura y fidelidad propias de la relación en la que Cristo está, son nuestra porción en Él, así como todo lo que el nombre del Padre significa de este lado también.

[26] Es especialmente la devoción de Su amor; Él da, y Él se da a Sí mismo.

[27] Cuando digo –aquí y más arriba– que el amor de Cristo es su fuente, no me refiero a como si el amor del Padre y los consejos de Dios no tuvieran lugar en él. Hablo de la bendición aplicada y llevada a cabo en la relación que se nos presenta en este pasaje, la cual existe con Cristo. Sin embargo, es el mismo amor divino.

[28] Lo que tenemos que vencer son las artimañas del diablo. Su poder sobre nosotros no tiene ningún valor. Puede soliviantar al mundo para que nos persiga, con él mismo como león rugiente; pero en cuanto a nuestras tentaciones personales, si resistimos al diablo huirá de nosotros. Sabe que se enfrentó con Cristo, y que Cristo le venció. Sin embargo, sus ardides estarán siempre ahí.

[29] Es una figura común de la Escritura para una mente y un corazón guardados en un orden divino, como en la presencia de Dios por la Palabra de Dios.

[30] La oración se fundamenta en el inmenso privilegio de tener intereses comunes con Dios, con respecto tanto de nosotros como de todos los que son de Él, en efecto, para la gloria de Cristo. ¡Sublime pensamiento! ¡Inefable gracia!

 

Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz

 

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