SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA

— CARTA A LOS GÁLATAS —

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Introducción

La epístola a los Gálatas establece ante nosotros la gran fuente de las aflicciones y conflictos del apóstol en las regiones donde había predicado las buenas nuevas; aquello que era a la vez el medio principal que el enemigo empleaba para corromper el evangelio. Es cierto que Dios, en Su amor, ha provisto el evangelio para las necesidades del hombre. El enemigo rebaja aquello que lleva todavía su nombre hasta el nivel de la pretenciosa voluntad humana y la corrupción del corazón natural, convirtiendo el cristianismo en una religión cómoda para el corazón, en lugar de hacerla una que sea la expresión del corazón de Dios, de un Dios santísimo, y la revelación de lo que Él ha hecho en Su amor para traernos a la comunión con Su santidad. Vemos, al mismo tiempo, la relación entre la doctrina judaizante como la negación de la plena redención por parte de aquellos que eran tropiezo a la obra del apóstol, y que buscaban el bien propio en la carne y en la voluntad del hombre, que encontraba su propia justicia delante de Dios, y los ataques dirigidos constantemente contra su ministerio. Un ministerio que apelaba de forma directa al poder del Espíritu Santo y a la inmediata autoridad de un Cristo glorificado, y que contemplaba al hombre arruinado y el judaísmo como parte de él, como algo puesto de lado. Al resistir los esfuerzos de los judaizantes, el apóstol no puede por menos que establecer los elementos principales de la justificación por medio de la gracia. Tanto las huellas de este combate con el espíritu del judaísmo, con el cual Satanás procuraba destruir el verdadero cristianismo, como la preservación que hacía el apóstol de esta libertad y de la autoridad de su ministerio, son halladas en múltiples pasajes de las epístolas a los corintios, en Filipenses y Colosenses, en Timoteo, y en los Hechos históricamente. En Gálatas son tratados los dos temas de una manera directa y formal. Por consiguiente, el evangelio es reducido a sus elementos más simples, y la gracia a su expresión más sencilla. Con referencia al error, la cuestión no es menos decisiva. La diferencia irreconciliable entre los dos principios, judaísmo y evangelio, es sólidamente constatada.

Dios permitió esta invasión de Su asamblea en los albores de su existencia, a fin de que pudiéramos tener la respuesta de inspiración divina a estos mismos principios, cuando nos fuesen revelados en un sistema establecido que demandara una sumisión de los hijos de Dios como siendo la Iglesia que Él estableció, y el solo ministerio que Él reconocía. El origen inmediato del verdadero ministerio, conforme al evangelio que Pablo predicaba a los gentiles, la imposibilidad de unificar la ley y este evangelio, de atarlos juntos para sujetarlos a sus mandamientos y distinguir sus días, la imposibilidad, repito, de unificar la religión de la carne con la del Espíritu, con la santa y celestial libertad en la que somos introducidos por un Cristo resucitado, son llanamente expuestos en esta epístola.

 

Capítulo 1

Empieza el apóstol, desde el mismo comienzo, a tratar de la independencia, en cuanto a todos los demás hombres, del ministerio que él ejercía, destacando su verdadera fuente de la que brotaba, y que recibió sin la intervención en absoluto de ningún instrumento intermedio; añade, a fin de mostrar que los gálatas estaban abandonando la fe común de los santos: «todos los hermanos que están conmigo». Al abordar también el tema de su epístola, el apóstol declara inmediatamente que la doctrina que introdujeron los judaizantes entre los gálatas era un evangelio diferente –pero que no era en realidad otro–, no el evangelio de Cristo.

Empieza declarando que él no es un apóstol ni de hombres ni por hombre. No viene de parte de los hombres como si fuera enviado por ellos, y no lo es por medio de ningún hombre que él ha recibido esta comisión, sino por Jesucristo y Dios el Padre que le levantó de los muertos. En el camino de Damasco, fue por Jesucristo; y por el Padre, según creo, cuando el Espíritu Santo dijo: «Apartadme a Bernabé y a Pablo». Pero él habla así para seguir el origen de su ministerio a la fuente primaria de todo bien verdadero, y de una legítima autoridad[1].

Desea, como de costumbre, a toda la asamblea, gracia y paz de Dios en Su carácter de Padre, y de Jesús en Su carácter de Señor. Añade aquí al nombre de Jesús, aquello que pertenece a ese carácter del evangelio del cual los gálatas no tenían más noción, esto es, que Cristo se dio a Sí mismo por nuestros pecados para poder liberarnos de este presente siglo malo. El hombre natural, en sus pecados, pertenece a este siglo. Los gálatas deseaban volver a éste con el pretexto de una justicia según la ley. Cristo se había dado a Sí mismo por nuestros pecados para hacernos libres de ellos, pues el mundo está juzgado. Considerándolo desde la carne, nosotros somos de él. La justicia de la ley tiene que ver con el hombre en la carne. Es el hombre visto en la carne que tiene que cumplirla, y la carne tiene su esfera en este mundo; la justicia que el hombre cumpliría en la carne es dirigida según los elementos de este mundo. La justicia legal, el hombre en la carne, y el mundo, van todos juntos; mientras que Cristo, que nos considera pecadores que no tenemos justicia en nosotros mismos, se ha dado por nuestros pecados y nos ha liberado de este mundo condenado donde los hombres intentan establecer la justicia colocándose en el terreno de la carne que nunca podrá lograrla. Esta liberación es también conforme a la voluntad de nuestro Dios y padre. Él quiere tener un pueblo celestial, redimido según ese amor que nos ha dado un lugar consigo mismo en lo alto, y una vida en la que el Espíritu Santo opera para hacernos disfrutarla y que caminemos en la libertad y santidad que Él nos da en esta nueva creación, de la que Cristo mismo, resucitado y glorificado, es la cabeza y gloria.

El apóstol comienza su asunto sin más preámbulos: estaba ya hastiado del estado de los gálatas apóstatas del evangelio, que le forzaron a hablarles, si puedo decirlo, con el corazón muy indignado. ¿Cómo era posible que los gálatas le hubieran abandonado tan rápidamente, él, que los había llamado conforme al poder de la gracia de Cristo, y hubieran escogido un evangelio diferente? Fue por este llamamiento de Dios que tuvieron parte en la libertad gloriosa y en la salvación que tiene su cumplimiento en el cielo. Fue por la redención que Cristo había cumplido, y la gracia que nos hace propiedad de Él, que ellos gozaban de la dicha cristiana y celestial. Y ahora se estaban volviendo a un testimonio completamente diferente; un testimonio que no era otro evangelio, ni otras buenas nuevas de la verdad. Sólo causaba confusión a sus mentes la perversión que se hacía del verdadero evangelio. «Mas –dice el apóstol reiterando sus palabras acerca de este asunto– si aun nosotros, o un ángel del cielo, [o Pablo mismo] os anuncia otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema». Notemos aquí que Pablo no iba a tolerarles nada como añadidura a lo que él ya les había predicado.

Ellos no negaban formalmente a Cristo, sólo deseaban añadir la circuncisión. El evangelio que el apóstol predicaba era todo el evangelio completo. Nada podía añadírsele sin que fuese alterado, y ni decir tiene que no sería un evangelio perfecto si aun añadiéndole algo que no fuera de su naturaleza, se consiguiera corromperlo. La completa revelación de Dios era aquella que Pablo les había enseñado. En sus enseñanzas, él completó el círculo de la doctrina de Dios, e intentar añadirle algo a esta doctrina era negar su perfección, resultando la alteración de su carácter en una corrupción de la misma. El apóstol no está hablando de una doctrina abiertamente opuesta a este evangelio, sino de lo que está fuera del evangelio que les predicó. Así, él dice que no puede haber otro evangelio; se trata de un evangelio diferente, pero no habla de otras buenas nuevas sino de las que había hablado. Es una corrupción del verdadero, mediante la cual llenaban de temor a las almas. En amor hacia éstas, el apóstol podía anatematizar a los que los hacían desviarse de la perfecta verdad que él había predicado. Era el evangelio de Dios mismo. Todo lo demás era de Satanás. Si el mismo Pablo lo había traído, que fuera él entonces el anatema. El puro y completo evangelio fue anunciado y confirmaba sus demandas en el nombre de Dios contra todo lo que pretendía asociarse con él. ¿Quería satisfacer Pablo las mentes de los hombres en su evangelio, o sólo buscaba complacerlos? En ningún modo, pues no sería más el siervo de Cristo.

Luego habla históricamente de su ministerio, y de la cuestión de si el hombre tenía algo que ver con aquél. Su evangelio no era según el hombre, pues no lo había recibido de ningún hombre. No había sido enseñado por él. Lo que poseía era suyo por la inmediata revelación hecha a él por Jesucristo. Y cuando Dios, que desde el vientre de su madre le dispuso aparte y le llamó por Su gracia, se complació en revelarle a Su Hijo, la revelación adquirió como tal todo su propio poder. Él no consultó con nadie, ni lo comunicó a los otros apóstoles, sino que actuó independientemente de ellos, como siendo enseñado directamente por Dios. Hasta que no pasaron tres años no conoció a Pedro, y más tarde a Santiago. Las iglesias de Judea no le conocieron personalmente; sólo glorificaban a Dios por la gracia que le había sido otorgada. Además, estuvo solamente quince días en Jerusalén, dirigiéndose más tarde a Siria y Cilicia. Catorce años más tarde subió a Jerusalén –según nos dice Hechos 15– con Bernabé, y se llevó con él a Tito. Siendo éste un gentil, no estaba circuncidado; prueba evidente de la libertad que el apóstol sostenía públicamente. Fue una decisión franca de su parte dilucidar la cuestión entre él mismo y los cristianos judaizantes. Subió hasta allí por causa de los falsos maestros que intentaban examinar la libertad en la que Pablo –gozándola por el Espíritu– introducía a los creyentes; y subió allí en virtud de una revelación.

Podemos ver aquí también cómo las comunicaciones de Dios pueden actuar como una guía interna de nuestra conducta, aunque cedamos a los motivos que otros nos presenten. En Hechos 15 hallamos la historia externa; aquí, la que gobernaba el corazón del apóstol. Con la finalidad de que toda la cuestión relativa a la circuncisión fuese dilucidada en Jerusalén, y se callaran las voces que negaban la unidad, Dios no dejó que el apóstol tomara el liderazgo en Antioquía u organizara la marcha de la asamblea formada en aquel lugar. Ni tampoco le permitió quedarse solo con sus propias convicciones, sino que le obligó a subir a Jerusalén y comunicar al principal apóstol aquello que él enseñaba, de modo que hubiera un testimonio comunicativo sobre este punto importante; y que ellos reconocieran que Pablo era enseñado por Dios independientemente de ellos, así como aceptaran su ministerio enviado por Dios, y que estaba actuando de la parte de Dios lo mismo que ellos. El efecto de que lo comunicara fue que reconocieron la gracia que Dios le había otorgado y el ministerio que recibió para los gentiles, y ellos le dieron a él y a Bernabé la mano derecha de comunión.

Si se hubiera dirigido allí más temprano, prescindiendo de cuál hubiera sido su conocimiento entonces, las pruebas de su ministerio especial e independiente no habrían existido. Pero él había laborado dando fruto por muchos años sin recibir ninguna misión de los otros apóstoles, y ellos tuvieron que reconocer su apostolado como el don inmediato de Dios, así como las verdades que Dios le había comunicado. Las pruebas estaban allí; y Dios reconocía su apostolado tal como se lo había dado. Los doce no tenían más que reconocérselo, si reconocían a Dios como la fuente de todos estos excelentes dones. Pablo era un apóstol de Dios sin interferencia de hombre. Ellos podían reconocer su ministerio, y en él al Dios que les había dado aquello que estaban ejerciendo ellos mismos.

Pablo actuaba siempre independientemente para el cumplimiento de su misión. Cuando Pedro llegó a Antioquía, le resistió frente a frente, porque era culpable. Delante de Pablo, él no era un superior ante el cual debieran mantener un respetuoso silencio sus subordinados, pues si bien es cierto que Dios obró poderosamente en Pedro, su compañero en el apostolado –fiel al que le había llamado– no podía permitir que el evangelio que fue confiado a su cuidado por el Señor mismo fuese falsificado. Efusivo como siempre, al pobre Pedro le traían de cabeza las opiniones de los demás. Y la opinión que prevalece en el mundo es siempre la que influencia el corazón del hombre. Esta opinión es siempre la que da normalmente una gloria al hombre según la carne. Enseñado desde arriba, y lleno del poder del Espíritu, Pablo recibió la revelación de la gloria celestial que le hizo sentir que todo lo que exaltaba la carne oscurecía aquella gloria y falsificaba el evangelio que la declaraba –Pablo, quien vivía y se movía moralmente en la nueva creación con un Cristo glorificado en su centro, fue igual de firme que efusivo, porque era consciente de las cosas que no se ven; y con igual discernimiento que solidez, porque vivía comprendiendo las cosas espirituales y celestiales en Cristo–, Pablo, para quien ganar a Cristo así glorificado lo era todo, ve claramente la andadura carnal del apóstol de la circuncisión. Ningún hombre le detiene en su cometido, pues está ocupado con Cristo que era su todo, y con la verdad. Sin importarle cuál fuese la posición de uno en la asamblea, no era indulgente con nadie que derribara esta verdad.

Pedro intentó disimular. Mientras estaba solo, allí donde imperaba la influencia de la verdad celestial, comía con los gentiles rodeándose de la reputación de andar en la misma libertad que los demás. Pero cuando llegaron ciertas personas de parte de Santiago desde Jerusalén, donde normalmente vivía, centro donde tenían todavía su poder y sus costumbres la carne religiosa –bajo la paciente bondad de Dios– no se atrevió más a usar una libertad que condenaban aquellos cristianos que todavía eran judíos de sentimientos. Se retiró aparte. ¡Qué pobre cosa es el hombre! Y nosotros somos débiles en proporción a nuestra importancia ante los hombres; y cuando no somos nada, podemos hacerlo todo hasta donde concierne a la opinión humana. Al mismo tiempo, ejercemos una indeseable influencia sobre los demás en la medida que ellos nos influencian a nosotros –en lo cual cedemos a la influencia que ejerce sobre nuestros corazones el deseo de querer mantener nuestra reputación entre ellos: y toda la fama que hemos ganado, aun de manera justa, se vuelve un instrumento de mal[2]. Temeroso de los que llegaron de Jerusalén, Pedro se separa de los judíos e incluso Bernabé con él en su disimulación.

Enérgico y lleno de piedad, sólo Pablo permanece justo en virtud de la gracia. Reprende a Pedro delante de todos ellos. ¿Por qué obligar a los gentiles a que vivan como judíos para que disfrutaran la plena comunión cristiana, cuando él, siendo judío, se sentía con libertad de vivir como los gentiles? De naturaleza judía, sin ser pobres pecadores de entre los gentiles, habían abandonado la ley como un medio de ganarse el favor de Dios, y se refugiaron en Cristo. Pero si intentaban reconstruir el edificio de las obligaciones legales, para ganar la justicia, ¿por qué lo habían derribado? Actuando así sólo se hacían transgresores de haberlo derribado. Tratándose con más razón de acudir a Cristo –como cambio de la eficacia que habían supuesto anteriormente que existía en la ley como medio de justificación–, y que ellos cesaron de buscar la justicia por la ley, Cristo era un ministro del pecado... ¡y Su doctrina les hacía a ellos transgresores! Pues al reconstruir el edificio de la ley, dejaban claro que no debieron haberlo derribado, y fue Cristo quien les llevó a hacer así.

¡Qué resultado de la debilidad que, al querer complacer a los hombres, había vuelto a las cosas que satisfacían la carne! ¡Qué poco pensó Pedro en esto! ¡Y cuán poco se lo imaginan los cristianos! Descansar en los mandamientos es descansar en la carne; no hay ninguno en el cielo. Cuando Cristo que está allí lo es todo, no puede llegarse a esta conclusión. En realidad, Cristo estableció los mandamientos para distinguir a Su pueblo del mundo por aquello que, por una parte, significaba que ellos no eran de él, sino que eran muertos con Él para aquél, y, por otra parte, congregarlos sobre la sola base que puede unirlos a todos –en base de la cruz y de la redención cumplida, en la unidad de Su cuerpo. Pero en lugar de utilizar esos mandamientos con acciones de gracias según Su voluntad, descansamos en ellos olvidando la plenitud y la suficiencia de Cristo, para edificarnos en la carne que se ocupa con ellos, y hallamos su fatídico sostén y un velo que oculta al perfecto Salvador, de cuya muerte, como en relación con este mundo y con el hombre viviendo en la carne, nos hablan tan claramente estos mandamientos. Descansar en las ordenanzas cristianas es negar precisamente la preciosa y solemne verdad que nos presentan, que no existe más una justicia según la carne, puesto que Cristo murió y resucitó.

Esto lo sintió profundamente el apóstol, y había sido llamado a esclarecerlo ante los ojos y conciencias de los hombres por el poder del Espíritu Santo. ¡Cuántas aflicciones y conflictos le acarreó esta tarea! La carne del hombre gusta de ganarse favores; pero no soporta ser tratada como vil e incapaz de hacer bien, que sea excluida y condenada al nihilismo, no por ningún esfuerzo de ella en anularse a sí misma, que le restauraría toda su importancia, sino por medio de una obra que la reduzca a su verdadera proporción de nulidad, y esto es lo que ha pronunciado el juicio absoluto de la muerte sobre ella, de manera que al ser convencida de su constante pecado, no puede por menos que callar. Si quiere actuar, lo hará para hacer el mal. Su sitio es el de estar muerta, y no otro mejor. Tenemos tanto el derecho como el poder de considerarla así, porque Cristo ha muerto y nosotros vivimos en Su vida resucitada. Él mismo ha devenido nuestra vida. Vivos en Él, yo trato la carne como muerta, y no soy deudor de ella. Dios ha condenado el pecado en la carne, en que Su Hijo vino en la semejanza de carne de pecado y por el pecado. Éste es el gran principio de que estemos muertos con Cristo, y que el apóstol expone al final del capítulo –reconociendo en primer lugar la fuerza de la ley para introducir la muerte en la conciencia. Él descubrió que, estando bajo una ley, era hallarse uno mismo condenado a muerte. Había experimentado en espíritu todo el vigor de este principio, habiendo sido consciente su alma de la muerte en todo su poder. Él estaba muerto; pero si esto era así, lo estaba a la ley. El poder de una ley no va más allá de la vida; y una vez muerta su víctima, no tiene más poder sobre ella. Pablo reconoció esta verdad, y al atribuir todo su vigor al principio de la ley, se confesó a sí mismo estar muerto a la ley. Pero ¿cómo? ¿Fue tal vez porque padeció las eternas consecuencias de haberla transgredido, pues si la ley mataba, también condenaba? En absoluto. Se trata aquí de otra cosa. Él no negó la autoridad de la ley, reconocía su fuerza en su alma, pero en muerte, para que pudiera vivir para Dios.

¿Dónde podía hallar él esta vida cuando la ley lo inmolaba? Lo explica a continuación. Desde su propia responsabilidad él mismo no lo era, expuesto como estaba a las consecuencias finales de un quebrantamiento de la ley, pues ¿quién podía hallar la vida en ello? Cristo había sido crucificado, Aquel que sufrió la maldición de la ley de Dios, y la muerte, y estaba vivo en la poderosa y santa vida que nada podía hacer desaparecer, y que hacía imposible que la muerte lo retuviera, si bien es cierto que gustó de ella en gracia. Pero el apóstol, al que esta misma gracia había alcanzado, reconociéndose según la verdad un pobre pecador sujeto a muerte, y bendiciendo al Dios que le concedió la gracia de la vida y de la libre aceptación en Cristo, había sido asociado con Cristo en los consejos de Dios en Su muerte, comprendida ahora por la fe y hecha una realidad práctica por medio de Cristo, quien murió y resucitó. Él fue crucificado con Él, de modo que la condenación de la muerte se fue para Pablo. Fue a Cristo que la muerte alcanzó bajo la ley. Y es la ley que alcanzó a Pablo el pecador, en la Persona de Aquel que se dio a Sí mismo por él, de hecho, y por Saulo mismo en conciencia, y produjo la muerte allí –la muerte del viejo hombre (ver Rom. 7:9, 10) y no tenía ahora más derecho sobre él; pues la vida a la que se vinculaba el dominio de la ley había llegado a su fin sobre la cruz[3]. No obstante, él vivía. No él ahora, sino Cristo, en esa vida con la que Cristo se levantó de entre los muertos. Cristo vivía en él. Así, el dominio de la ley sobre él desapareció –aun cuando atribuía a la ley toda su fuerza– porque este dominio tenía su relación con la vida en virtud de la cual se reconocía muerto en Cristo, quien había pasado realmente a través de ella para este propósito. Y Pablo vivía en esa poderosa y santa vida en la perfección y energía de la que Cristo se levantó de entre los muertos después de haber llevado la maldición de la ley. Él vivía para Dios, y consideraba como muerta la corrompida vida de su carne. Su vida trazaba todo su carácter, todo su modo de ser, desde la fuente de la cual brotaba.

La criatura debe tener un objeto para el cual vivir, y así era para el alma de Pablo. Era por la fe de Jesucristo que Pablo realmente vivía. El Cristo que era la fuente de su vida, y que era su vida, era también este objeto. Esto es lo que caracteriza siempre la vida de Cristo en nosotros: Él mismo es su objeto, Él solo. El hecho de que es por Su muerte en amor que Él nos dio esta vida libre del pecado como nuestra, siendo únicamente capaz de hacerlo el Hijo de Dios, a nuestros ojos Él se viste del amor que nos ha demostrado. Nosotros vivimos por la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se dio a Sí mismo por nosotros. Y aquí se trata de la vida personal, de la fe individual que nos vincula a Cristo y nos lo muestra a nosotros precioso como el objeto de la fe íntima del alma. Así, la gracia de Dios no es frustrada, pues si se estableciera la justicia sobre el principio de la ley, Cristo murió en vano, ya que estaríamos tratando de guardar la ley nosotros mismos para que nuestras personas alcanzaran la justicia.

 

Capítulo 3

¡Qué pérdida más irremediable supone el no tener a un Cristo así, como nosotros bajo la gracia le hemos conocido; una justicia así, un amor así; el Hijo de Dios nuestra porción, nuestra vida; el Hijo de Dios en devoción por nosotros y hacia nosotros! Esto es lo que en realidad despierta los profundos sentimientos del apóstol: «¡Oh gálatas insensatos! –dice– ¿quién os fascinó?» Cristo les había sido presentado ante sus ojos como crucificado. Así, la insensatez parecía ser todavía más sorprendente cuando pensamos en lo que ellos recibieron, lo que disfrutaban bajo el evangelio, y en sus sufrimientos por causa de este evangelio. ¿Habían recibido al Espíritu a través de las obras hechas sobre el principio de la ley, o a través de un testimonio recibido por la fe? Habiendo empezado con el poder del Espíritu, ¿continuarían a la perfección con la miserable carne? Habían sufrido por el evangelio, por el puro evangelio no adulterado con el judaísmo y la ley, y, ¿había sido todo ello en vano? Aquel que les ministraba el Espíritu y obraba milagros entre ellos, ¿fue a través de las obras basadas en un principio de ley, o en relación con un testimonio recibido por la fe? Aun cuando Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia, era el principio establecido por Dios en el caso del padre de los de la fe. Por lo tanto, los que se colocaban a sí mismos por gracia sobre el principio de la fe, eran “hijos de Abraham”. Anticipando la Escritura que Dios iba a justificar a los gentiles por medio de la fe, se predicaba de antemano este evangelio a Abraham, diciendo: «serán benditas en ti todas las familias de la tierra».

La epístola es elemental por necesidad, puesto que los gálatas estaban apartándose del fundamento, y el apóstol les insiste en este punto. Los grandes principios de la epístola están relacionados con la presencia conocida del Espíritu, una promesa según la gracia que está en contraste con la ley, y opuesta a ella, y Cristo la consumación de la promesa, introduciéndose la ley más adelante. Los gentiles eran entonces herederos en Cristo, el único y verdadero heredero de la promesa, y los judíos obtenían la posición de hijos.

Tenemos el principio en el cual Abraham estaba delante de Dios, y la declaración de que era en él que los gentiles habían de ser bendecidos. Los que están sobre el principio de la fe son bendecidos con Abraham el creyente, mientras que la ley pronuncia una rápida maldición sobre los que no la guardan en cada uno de sus puntos. Este uso de Deuteronomio 27 ya lo consideramos en otro lugar. Las doce tribus fueron divididas en dos compañías de seis cada una, la una para anunciar la bendición y la otra la maldición, y en donde son solamente las maldiciones las que se recitan, y se omiten totalmente las bendiciones. Sólo quisiera sacar a colación un asombroso incidente que vivió el apóstol para mostrar el verdadero carácter que tenía la ley. Las Escrituras ponen muy de relieve que no son las obras de la ley las que justifican, pues nos dice «el justo vivirá sobre el principio de la fe». La ley no estaba sobre este principio, y aquel que estuviera haciéndola viviría por ella. ¿No tenía que mantenerse esta autoridad de la ley como venida de Dios? Ciertamente que sí. Pero Cristo llevó su maldición, habiendo redimido y liberado así aquellos que, sujetos bajo la sentencia de la ley, habían creído ahora en Él, con el fin de que la bendición de Abraham alcanzara a los gentiles a través de Él, y que todos los creyentes judíos y gentiles recibieran el Espíritu que había sido prometido.

Cristo ha agotado para el creyente, que antes estaba sujeto a la ley y era culpable de transgredirla, toda la maldición que pronunció sobre los culpables. La ley que distinguía a Israel perdió su poder sobre el judío que creía en Jesús, mediante el mismo hecho que daba el más chocante testimonio de su autoridad. La barrera no existía ya más, y la anterior promesa de la bendición podía fluir libremente ahora –de acuerdo con los términos con que fue hecha a Abraham– sobre los gentiles a través del canal de Cristo, quien había eliminado la maldición que la ley acarreó a los judíos; y tanto ellos como los gentiles que creían en Él, podían recibir el Espíritu Santo, el sujeto de las promesas de Dios en tiempo de bendición.

Tras tocar este punto, el apóstol pasa a tratar no el efecto de la ley sobre la conciencia, sino la relación mutua que existía entre la ley y la promesa. La promesa fue dada primero, y no solamente eso, ya que también fue confirmada; y si hubiera sido confirmada de manera solemne con convenio humano, tampoco podría ser quitado de ella ni añadido. Dios se comprometió a Abraham por la promesa 430 años antes de la ley, habiendo depositado, por decirlo así, la bendición de los gentiles en su persona (Gén. 12). Esta promesa fue confirmada a su simiente[4] (Gén. 22) y sólo a una; él no dice a las simientes, sino “a la Simiente”, y es Cristo quien es esta Simiente. Ningún judío negaría este último punto. Llegando la ley después de mucho tiempo, no podía anular la promesa que fue hecha antes y tan solemnemente confirmada por Dios, como para dejarla sin efecto. Porque si la herencia estuviera sobre el principio de la ley, no estaría más sobre el de la promesa; pero Dios se la dio a Abraham por medio de la promesa. ¿Para qué sirve la ley, desde que ha sido dada la promesa inmutable y la herencia ha de ser el objeto de esta promesa, y la ley no tiene ya poder para cambiarla de ningún modo? Es porque hay otra cuestión entre el alma y Dios, o si lo preferís, entre Dios y el hombre, esto es, la de la justicia. La gracia que elige conceder la bendición, y que la promete de antemano, no es la única fuente de bendición para nosotros. La cuestión de la justicia debe resolverse con Dios, y también la cuestión del pecado y de la culpabilidad del hombre.

La promesa que era incondicional y hecha a Cristo, no suscitó la cuestión de la justicia. Sí era necesario que fuese suscitada exigiendo primeramente la justicia del hombre, responsable de producirla y caminar en ella delante de Dios. El hombre debería haber sido justo delante de Dios, pero entró el pecado, y más tarde fue introducida la ley para evidenciar el pecado. Este pecado estaba presente, y la voluntad del hombre en rebeldía contra Dios. La ley hacía salir la energía de esta voluntad manchada, manifestando su profundo desprecio de Dios cuando saltaba la barrera de la prohibición que Dios levantó entre ella y sus deseos.

La ley fue añadida para que hubiera transgresiones, no para que hubiese pecado, sino que fueran las transgresiones las que alcanzaran las conciencias de los hombres y fuesen llevados a sentir en sus corazones despreocupados y oscurecidos la sentencia de la muerte y la condenación. La ley se introdujo entre la promesa y su cumplimiento, con el fin de que la verdadera condición moral del hombre se hiciera manifiesta. Las circunstancias bajo las cuales fue dada esta ley hacían muy obvio que la ley no era en absoluto el medio para que se cumpliera la promesa, sino que emplazaba al hombre sobre un terreno totalmente diferente donde podía conocer más de sí mismo, al tiempo que le hacía entender la imposibilidad de estar delante de Dios en el terreno de su propia responsabilidad. Dios hizo una promesa incondicional a la simiente de Abraham, la cual llevará a un cumplimiento ineludible, pues Él es Dios. Pero en la comunicación de esta ley no hay nada inmediato ni directo de Dios simplemente. Es ordenada por la mano de los ángeles. No es Dios el que, cuando habla, le habla por Su propia Palabra a la persona a cuyo favor tiene que cumplirse esta promesa. Los ángeles de la gloria, que no tenían parte en las promesas –pues fueron ellos los que resplandecieron en la gloria del Sinaí (ver Sal. 68)– dispusieron, por voluntad de Dios, la proclamación de la ley con el esplendor de la dignidad de ellos. Pero el Dios de los ángeles y de Israel se mantuvo aparte, oculto en Su santuario de nubes, de fuego y de espesa oscuridad. Estaba rodeado de gloria, haciéndose terrible en Su magnificencia; pero no se manifestó a Sí mismo. Él dio la promesa en Persona; un mediador trajo la ley. La existencia de un mediador concibe necesariamente dos partes. Dios era uno, y la ley el fundamento de toda la religión judía. Había otro del cual dependía la seguridad del pacto hecho en Sinaí. De hecho, Moisés subió y bajó de allí transportando las palabras de Jehová a Israel, y la respuesta de Israel que había de comprometerse a realizar lo que Jehová impuso como condición para disfrutar el efecto de Su promesa.

«Si dais oído a mi voz» dijo Jehová. «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos»– contestó Israel por medio de Moisés. ¿Cuáles fueron las consecuencias? Con gran ternura, el apóstol, según me parece, no contesta a esta pregunta y no deduce cuáles fueron las inevitables consecuencias de su argumento. Su objeto era mostrar la diferencia entre la promesa y la ley, sin necesidad de herir el corazón de un pueblo al que amaba. Por el contrario, procura tanto más evitar cualquier ofensa que pudiera suscitarse de lo que él dijo, desarrollando más adelante su tesis. ¿Era la ley contraria a las promesas de Dios? En absoluto. Si fue dada una ley para que transmitiera la vida, entonces la justicia –pues éste es nuestro tema en este pasaje– hubiera sido por la ley. Poseyendo el hombre vida divina, habría sido justo en la justicia que hubiese realizado. La ley prometía la bendición de Dios en términos de la obediencia del hombre: si pudiera haberse dado vida al mismo tiempo, esta obediencia habría entonces tenido lugar, y se habría cumplido la justicia sobre el terreno de la ley. Aquellos a quienes fue hecha la promesa habrían gozado de su cumplimiento en virtud de su propia justicia. Pero lo contrario fue lo que sucedió, pues después de todo, el hombre, ya sea judío o gentil, es pecador por naturaleza; sin la ley, es un esclavo de sus desatadas pasiones; bajo la ley, demuestra la fuerza que tienen estas pasiones quebrantándola. La Escritura ha encerrado todo bajo pecado, para que esta promesa, por la fe en Jesucristo, fuese cumplida a favor de los que creyeran.

Antes de que la fe llegara –esto es, la fe cristiana como principio de relación con Dios, antes de que la existencia de los objetos positivos de la fe en la Persona, la obra y la gloria de Cristo como Hombre, hubiese devenido el medio para establecer la fe del evangelio–, los judíos eran guardados bajo la ley, recluidos con vistas a que pudieran disfrutar de este privilegio que era futuro. La ley fue para los judíos como el tutor de un niño hasta Cristo, con el propósito de que pudieran ser justificados sobre el principio de la fe. Entretanto no se quedaban sin control, ya que eran guardados aparte de las naciones, no menos culpables que ellos, pero separados para una justificación cuya necesidad se hizo evidente por medio de la ley que ellos no cumplieron, y que demandaba justicia por parte del hombre, mostrando que Dios exigía esta justicia. Una vez venida la fe, aquellos que hasta entonces estaban sujetos a la ley no permanecían más bajo la tutela de esta ley, que los ataba hasta que la fe llegó. Esta fe colocaba inmediatamente al hombre en presencia de Dios, y hacía del creyente un hijo del Padre de la gloria, no dejando lugar a la dirección del tutor durante la infancia de uno que estaba ahora libre en una relación directa con el Padre.

El creyente, pues, es un hijo con un vínculo inmediato con su padre, con Dios –siendo Dios mismo manifiesto. Él es un hijo, porque todos los que han sido bautizados para tener parte en los privilegios que son en Cristo, se han revestido de Cristo. No están delante de Dios como judíos ni como gentiles, con yugo o libertos, varón o mujer; están delante de Dios conforme a la posición que tienen en Cristo, una misma cosa en Él, siendo Cristo para todos la única medida en común de su relación con Dios. Esto es lo que Cristo fue, como hemos visto, la única Simiente de Abraham: y si los gentiles estaban en Cristo, entraban en consecuencia dentro de esta posición privilegiada; en Cristo ellos eran la simiente de Abraham, y herederos conforme a la promesa hecha a esta simiente.

 

Capítulo 4

La posición relativa del judío, aunque fuera fiel, antes de la venida de Cristo, y del judío y gentil creyentes cuando Cristo había sido revelado, es expuesta claramente. En el comienzo del capítulo 4 el apóstol hace un resumen de lo que dijo. Compara al creyente antes de la venida de Cristo con un menor, el cual no tiene relación directa con su padre en cuanto a sus pensamientos, pero que recibe sus órdenes sin darle cuenta de ellas, como un siervo cuando las recibe. Está bajo tutores que le dirigen hasta el tiempo estipulado por el padre. Lo mismo los judíos, aunque eran herederos de las promesas, no estaban en relación con el Padre y Sus consejos en Jesús, sino que eran conducidos en tutela en cuanto a los principios correspondientes al sistema del mundo actual, que no es sino una creación caída y corrupta. Su andar estaba ordenado por Dios en este sistema, nada más. Hablamos del sistema por el cual eran guiados, sin importar cuál fuera la medida de luz que recibiesen de vez en cuando y les revelase el cielo, para infundirles esperanza, mientras hacía del sistema bajo cuya norma andaban un lugar más oscuro. Bajo la ley, herederos como eran ellos, estaban todavía en esclavitud. Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a Su Hijo como un acto que emergió de Su soberana bondad para el cumplimiento de Sus eternos consejos, y para la manifestación de todo Su carácter. Fue Dios quien lo hizo. Fue Él que actuó. La ley demandaba una acción del hombre, y manifestaba en él justamente lo contrario de lo que debería haber sido según la ley. Pero el Hijo de Dios viene de Dios. Él no necesita nada. Es manifestado en el mundo en relación con los hombres bajo el doble aspecto de un Hombre nacido de una mujer, y Hombre bajo la ley.

Si el pecado y la muerte entraron por la mujer, Cristo vino a este mundo por medio de mujer también. Si por medio de la ley el hombre está bajo condenación, Cristo se coloca bajo la ley también. Con este doble aspecto asume el lugar en el que fue hallado el hombre, y lo asume en gracia sin pecado, pero con la responsabilidad propia de ello, que Él mismo ha resuelto tomar. El objeto de su misión iba más lejos que la manifestación en Su Persona de Hombre sin pecado, en medio del mal, y teniendo el conocimiento del bien y del mal. Él vino a redimir aquellos que estaban bajo la ley, para que los creyentes –sean quienes sean– pudieran recibir la adopción. Que los creyentes gentiles fueron admitidos para compartir la adopción se demostraba por el envío del Espíritu, que les hacía exclamar “Abba Padre”. Por razón de ser hijos, Dios envió el Espíritu de Su Hijo tanto a su corazón como al de los judíos sin distinción. El gentil, como extraño a la casa, y el judío, que como menor no se distinguía en nada con un siervo, tomaron cada cual la posición de un hijo en relación directa con el Padre, afianzada y atestiguada por el Espíritu Santo, como consecuencia de la redención efectuada en nombre de ellos por el Hijo, necesitándola por igual el judío bajo la ley como el gentil en sus pecados. Pero su eficacia era tal que el creyente no era un siervo, sino un hijo, un heredero también de Dios por Cristo. Previamente los gentiles habían estado en esclavitud, no a la ley, sino a lo que en su naturaleza no era de Dios. Ellos no conocían a Dios, y eran esclavos de todo lo que se jactaba del nombre de Dios, a fin de hacer ciegos los corazones de los hombres alienados de Aquel que es el verdadero Dios y de Su conocimiento.

¿Pero qué estaban haciendo ahora estos gentiles cristianos? Deseaban estar otra vez en esclavitud a estos elementos de desdicha, mundanos y carnales, a los que habían permanecido anteriormente en sujeción. Estas cosas que formaban la religión del hombre carnal, sin ningún pensamiento moral o espiritual, y que robaban la gloria debida a Dios, podía llamarla su religión con un incrédulo y un pagano ignorante de Dios para gloriarse en ella.

Como figuras que Dios empleaba para dar testimonio de antemano a las realidades que son en Cristo, tenían todo su valor. Dios sabía cómo reconciliar el uso de estas figuras, provechosas para la fe, con un sistema religioso que probaba al hombre en la carne y que servía para responder a la pregunta de si con cada tipo de ayuda era capaz de estar delante de Dios y de servirle. La vuelta a estas ordenanzas hechas por el hombre carnal, cuando Dios había mostrado la inaptitud del hombre de justificarse delante de Él, y cuando la sustancia de estas sombras había llegado, era volver a la posición de los hombres en la carne y tomarla sin ningún mandamiento de Dios que la sancionara. Era volver al terreno de idolatría, es decir, a una religión carnal adaptada por el hombre sin ninguna autoridad de Dios, y que de ningún modo le llevaba a ninguna relación con Él. Las cosas hechas en la carne no tenían ciertamente este efecto. «Seguís observando los días, los meses, las estaciones y los años». Esto lo hacían los paganos en su religión humana. El judaísmo era una religión humana ordenada por Dios, pero al querer volver a ella cuando la ordenanza no estaba ya en vigor, volvían en realidad al paganismo del cual fueron llamados para tener parte con Cristo en las cosas celestiales.

Nada es más estimulante que esta declaración de lo que es el ritualismo después de la cruz. Es simplemente paganismo, la vuelta a la religión del hombre, cuando Dios es plenamente revelado. «Me temo de vosotros –dice el apóstol– que haya trabajado en vano con vosotros». Ellos echaban en cara del apóstol que no fuera un judío fiel conforme a la ley, y que fuese capaz de estar libre de su autoridad. «Os ruego, hermanos, que os hagáis como yo, porque yo también me hice como vosotros– esto es, libre de la ley–. Ningún agravio me habéis hecho». Luego les recuerda su aguijón en la carne. Era una circunstancia adaptada que le hacía estar conformado en su ministerio. Sin embargo ellos le recibieron como un ángel de Dios, como Jesucristo. ¿Qué había sido de esa bendición? ¿Se había hecho enemigo de ellos porque les había contado la verdad? El celo era algo bueno, pero si tenía algún buen propósito por objeto, debieran haber perseverado en su celo y no haberlo demostrado sólo cuando Pablo estaba con ellos. Estos nuevos maestros eran muy celosos de tener a los gálatas como sus partisanos, y querían aislarlos del apóstol para que fueran dueños de sí mismos. Éste volvía a trabajar con dolores de parto nuevamente para que Cristo fuese formado en sus corazones. Un testimonio conmovedor de la energía de su amor cristiano. Este amor era divino en su carácter. No lo debilitó la ingratitud delusoria, porque su fuente estaba fuera de la atracción de sus objetos. Moisés dijo: «¿he concebido a todo este pueblo para que tenga que llevarlo en mi vientre?». Pablo está dispuesto a trabajar con dolores de parto con ellos una vez más.

Pero no sabe qué decirles. Le gustaría estar presente con ellos, para que al verles pudiera encontrar palabras propias de su condición, pues olvidaron recientemente el terreno cristiano. ¿Iban entonces ellos, que estaban bajo la ley, a hacer caso a la ley? En ella podían ver los dos sistemas, los tipos de Agar y de Sara: la primera tipificando la ley, que engendra servidumbre, y la segunda tipificando la libertad, pero no sólo ésta, sino también la positiva exclusión de la herencia del hijo de servidumbre. Los dos sistemas no podían estar unidos. El uno excluía al otro. El hijo de servidumbre era nacido según la carne, y el hijo libre lo era según la promesa. La ley y el pacto del Sinaí se vinculaban con el hombre en la carne. El principio de la relación del hombre con Dios, según la ley –si tales relaciones eran posibles en absoluto– era aquella de una relación formada entre el hombre en la carne y el Dios de justicia. En cuanto al primero, la ley y los mandamientos eran solamente para esclavitud. Apuntaban a un dominio de la voluntad sin pretender cambiarla antes. Es del todo importante comprender que el hombre bajo la ley es el hombre en la carne. Cuando nace de nuevo, cuando es muerto y resucitado, no está más bajo la ley, la cual tiene dominio únicamente sobre el hombre mientras está vivo aquí abajo. «Mas la Jerusalén de arriba, la cual es madre de todos nosotros, es libre»– no dice «es la madre de todos nosotros». Está en contraste con la Jerusalén terrenal, la cual en su principio respondía al Sinaí. Notemos que el apóstol no habla aquí de la violación de la ley, sino de su principio. La ley sola pone al hombre en un estado de esclavitud. Es impuesto al hombre en la carne, el cual es opuesto a esta ley. Por el hecho mismo de que tiene voluntad propia, la ley y esta voluntad entran en conflicto. La voluntad propia no es obediencia.

El versículo 27 presenta alguna dificultad a muchas mentes, porque se confunde generalmente con Agar y Sara. Pero se trata de una consideración que se hace por separado, sugerida por la idea de la Jerusalén celestial. El versículo es una cita de Isaías 54, donde se celebra el gozo y la gloria de la Jerusalén terrenal al principio del milenio. El apóstol lo cita para demostrar que Jerusalén tuvo más hijos durante el tiempo de su desolación que cuando tuvo marido. En el milenio, Jehová el Señor será su esposo, como lo fue anteriormente. En el momento actual, ella está desolada, y no puede engendrar. Sin embargo, hay muchos más hijos que cuando estaba desposada. Tales eran los caminos maravillosos de Dios. Cuando la tierra vuelva a tomar su nuevo curso, todos los cristianos serán considerados los hijos de la Jerusalén sin marido y desolada, de modo que los gálatas no tenían que reconocerla como si Dios todavía lo estuviese haciendo. Sara no estaba sin marido. Aquí se trata de un orden distinto de pensamiento. Sin un marido y desolada, Jerusalén tiene más hijos ahora que en los mejores años de su historia cuando Jehová era su marido. Con respecto a la promesa, el evangelio salió de ella. La asamblea no es de la promesa. Era un consejo oculto en Dios, del cual nunca hablaron las promesas. Su posición es todavía más elevada; pero en este lugar la enseñanza del apóstol no sube hasta esas cotas. Nosotros somos también los hijos de la promesa, y no de la carne. El Israel de la carne no podía pretender otra cosa que ser los hijos de Abraham según la carne; nosotros somos hijos solamente por promesa. La palabra de Dios expulsó al hijo de la esclava, que nació según la carne, para que no heredase con el hijo de la promesa. En cuanto a nosotros, somos los hijos de la promesa.

 

Capítulo 5

Es en esta libertad de Cristo, que alude a la mujer libre y a la Jerusalén celestial, en la que ellos tenían que perseverar sin ponerse otra vez bajo el yugo de la ley. Si tomaban este terreno se hacían responsables de guardarla personal y plenamente, y Cristo no les haría ningún efecto entonces. No podrían descansar en la obra de Cristo para justicia, y en cambio se adherían, para cumplirla responsablemente, a la justicia que es según la ley. Las dos cosas se contradicen. El resultado no sería más la gracia, en la cual ya estaban. Abandonaban la gracia para poder satisfacer las exigencias de la ley. Ésta no es la posición cristiana.

Aquí está la posición cristiana: el cristiano no busca la justicia delante de Dios como un hombre que no la posee, pues él es la justicia de Dios en Cristo, y Cristo mismo es la medida de esta justicia. El Espíritu Santo habita en él. La fe descansa en esta justicia, así como Dios descansa en ella, y la fe es sustentada por el Espíritu Santo que hace volver al corazón asentado en esa justicia a la gloria que es su recompensa, la cual Cristo ya disfruta, de manera que sabemos de qué es merecedora esta justicia. Por razón de la justicia, y en virtud de la obra que Él cumplió, Cristo está en la gloria. Conocemos esta justicia en virtud de aquello que Él realizó, y porque Dios ha aceptado Su obra y lo ha sentado a Su diestra en el cielo. La gloria en la que está es Su justo galardón, y la prueba de esta justicia. El Espíritu revela la gloria, y nos da a nosotros el sello de la justicia sobre la que se edifica la fe. Es así que el apóstol lo expresa. «Nosotros por el Espíritu aguardamos a base de la fe la esperanza de la justicia [la gloria esperada]». Para nosotros es la fe, pues todavía no poseemos la cosa que aguardamos. Cristo sí la posee, y así sabemos lo que estamos aguardando. Es por el Espíritu que lo sabemos, y que tenemos la seguridad de la justicia que nos da el derecho de poseerla. No es la justicia lo que estamos aguardando, sino la esperanza propia de ella. Por la fe es, pues en Cristo ni la circuncisión ni la incircuncisión valen nada, sino la fe movida por el amor. Debe haber una realidad moral.

El corazón del apóstol está compungido por el pensamiento de lo que ellos rechazaban, y el daño que estaba causando esta doctrina. En medio de su argumento, hace esta interrupción: «Corríais bien; ¿quién os impidió obedecer a la verdad?» Persuadirse de esta doctrina judaizante, que no dejaba de ser un error fatal, no era la obra de Aquel que los había llamado. No era así que vinieron a ser cristianos a través de la gracia. Un poco de levadura leuda toda la masa.

Vuelve a ganar su confianza al hacer una alta contemplación, no obstante. Al descansar en la gracia que es en Cristo para los Suyos, puede quedar tranquilo con respecto a los gálatas. Cuando pensaba acerca de ellos, tenía aún dudas; pero quedaba confiado cuando pensaba en Cristo para que no fueran de doble propósito. Liberados así del mal por medio de la gracia, como en el caso moral de los cristianos, estaba presto a castigar toda desobediencia cuando todos los que sabían cómo tenían que obedecer habían sido llevados al estado de la obediencia. Aquí también, todo corazón susceptible de la influencia de la verdad sería devuelto al poder de la verdad en Cristo; y los que en su actividad del mal los perturbaban con falsa doctrina sujetando su voluntad a la propagación del error, llevarían su carga. Es muy hermoso contemplar la facilidad con que el apóstol piensa de los hombres –el fruto además de su amor por ellos– y la confianza que recupera al levantar su corazón al Señor. Este abrupto estilo de palabras inconexas, muestran lo profundo de la actividad de su corazón. El error que separaba el alma de Cristo era para él más terrible que los desdichados frutos de una separación tangible. No hallamos las mismas marcas de agitación en la Epístola a los Corintios; se trata aquí del fundamento de todo. En el caso de los gálatas, la gloria de Cristo el Salvador corría un alto riesgo, lo único que podía traer a un alma a una relación con Dios; y por otra parte, era una obra sistemática de Satanás para lanzar por la borda el evangelio de Cristo que era necesario para la salvación de los hombres.

«Y yo, hermanos, si aún predico la circuncisión, ¿por qué padezco persecución todavía?»– dice aquí. Se verá de hecho que eran los que de costumbre instigaban la persecución que el apóstol sufría de parte de los gentiles. El espíritu del judaísmo, como ha sido el caso en todos los tiempos, y el espíritu religioso del hombre natural, son el gran instrumento de Satanás para oponerse al evangelio. Si Cristo diera su sanción sobre la carne, el mundo entraría en componendas con esta religión, valorando la satisfacción que ésta diera. Pero de ser así, no vendría de un Cristo veraz. Cristo vino como testimonio de que el hombre natural está perdido, es impío y sin esperanza, muerto en sus delitos y pecados. La redención es necesaria, así como el nuevo hombre. Él vino en gracia, pero vino porque el hombre era incapaz de restaurarse; por lo tanto, todo ha de ser por pura gracia que emane de Dios. Si Cristo tuviera que tratar con el viejo hombre, estaría bien; pero, repito, no sería el Cristo que conocemos. Existe una conciencia y una necesidad de religión, del prestigio de una antigua religión derivada de nuestros padres; y bien mirado desde su base, es una religión pervertida, la cual el príncipe del mundo utilizará para excitar la carne, enemigo presto, una vez despierto, de la religión espiritual que pronuncia sentencia sobre ella.

Se trata siempre de añadir algo sobre Cristo. ¿Añadir qué? Si no son Cristo ni el nuevo hombre, es el viejo hombre, el hombre pecaminoso; y en vez de una redención necesaria y consumada, así como de una vida enteramente nueva desde lo alto, se tiene un testimonio de que es posible sintetizar ambas, de que la gracia no es necesaria, si no es que se la auxilia; que el hombre no está muerto ya en sus delitos y pecados, que la carne no es esencial y absolutamente mala. Con estas premisas se subvierte el nombre de Cristo al de la carne, la cual se adorna voluntariamente con el crédito que da Su nombre, a fin de minar el evangelio. Aceptad solamente la circuncisión, la religión de la carne, y desaparecerán todos los problemas; el mundo aceptará vuestro evangelio, pero no será el evangelio de Cristo. La cruz misma –esto es, la ruina total del hombre, que demuestra ser el enemigo de Dios–, y la perfecta redención consumada por gracia, serán siempre piedra de tropiezo para alguien que desee conservar alguna credibilidad para la carne. «¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!», dice el apóstol al ver cómo cae todo el evangelio derrumbándose ante este artificio, y cómo son destruidas las almas. ¿Qué hemos visto desde entonces? ¿Dónde está la indignación santa del apóstol?

Toca después el punto de las consecuencias prácticas de esta doctrina, y explica cómo se relacionaba la doctrina de la perfecta gracia, que excluía a la ley, con un andar digno del pueblo de Dios. «Vosotros fuisteis llamados a libertad; solamente que no uséis la libertad como pretexto para la carne», lo cual la carne no tardaría en hacer. Dios dio la ley para convencer de pecado; y la carne la utilizaría para extraer de ella la justicia. Él actúa en gracia, para sobreponernos al pecado y que no nos alcance; porque la carne se valdría de esta ocasión para pecar sin freno. Verdaderamente libre del yugo del pecado, así como de su condenación, el cristiano busca servir a los demás en lugar de complacer su codicia, pues Cristo resucitado es su vida como su justicia, y el Espíritu es el poder y la guía en su camino hacia la gloria, y conforme a Cristo. Así la ley misma es cumplida, sin que estemos nosotros bajo su yugo, pues la ley completa, en su práctica, se resume en estas palabras: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Si dando oportunidad a la carne y atacando a los que no estaban circuncidados se devoraban unos a otros, tenían que prestar atención de no consumirse entre ellos. El apóstol va a darles algo más positivo. Digo, pues: «Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne». No es que poniéndose uno bajo la ley tenga poder contra el pecado. Es el Espíritu –dado en virtud de la ascensión de Cristo, nuestra justicia, a la diestra de Dios– que es la fortaleza del cristiano. Los dos poderes, el de la carne y el del Espíritu, son antagónicos. La carne lucha para entorpecer nuestro andar cuando queremos andar conforme al Espíritu, y el Espíritu resiste las obras de la carne para detenerla en su propósito de hacer lo que ella quiere[5]. Si somos guiados por el Espíritu, no estamos bajo la ley. Nosotros cumplimos la verdadera santidad sin necesidad de la ley, ya que la justicia no se basa en ella. Tampoco habrá ninguna dificultad cuando juzguemos entre lo que es de la carne y lo que es del Espíritu; el apóstol enumera los tristes frutos de la primera, y añade el testimonio firme de que los que los practican no heredarán el reino de Dios. Los frutos del Espíritu son igual de evidentes en su carácter, y con toda seguridad no había ley contra tales cosas. Si andamos conforme al Espíritu, la ley no hallará nada de condenar en nosotros. Y los que son de Cristo, han crucificado la carne y su codicia. Esto es lo que ellos son, puesto que son cristianos; esto es lo que los distingue. Si estos gálatas querían vivir realmente, que anduviesen pues en el Espíritu.

 

Capítulo 6

La respuesta aquí a los que buscaban y buscan la introducción de la ley para santificación y para guía, es la siguiente: la energía y la norma de santidad son en el Espíritu. La ley no da el Espíritu. Por lo tanto, es evidente que estas pretensiones de querer observar la ley daba libertad plena de jactancia de la carne. El cristiano no debía estar deseoso de vanagloriarse y entrar en provocación con los demás, envidiándose unos a otros. Si alguien era descuidado y cometía alguna falta, la parte del cristiano era la que le exigía restaurar a ese miembro de Cristo, amado de Él y de los hermanos, conforme al amor de Cristo, en un espíritu de mansedumbre, recordando que él mismo podía caer. Si lo que deseaban era una ley, aquí había una: soportarse las cargas, y cumplir la ley de Cristo –esto es, la norma de toda Su propia vida aquí abajo. No es por la jactancia que se adquiría la verdadera gloria. Esto era engañarse uno mismo, dice el apóstol en un lenguaje que, aun siendo simple, desprende enojo hacia los que obraban así. Estos legalistas se jactaban mucho de sí mismos, e imponían cargas sobre los demás, vistiéndose de su gloria judaica. Lo que era una carga para los otros, que encima no ayudaban a llevar, era vanagloria para ellos porque se gloriaban en su judaísmo haciendo súbditos del mismo a los demás. ¿Cuál era su obra? ¿Habían trabajado realmente para el Señor? De ninguna manera. Que demuestren primero su propia obra, y después tendrán razón de gloriarse en lo que hacían si es que había alguna obra cristiana de la cual pudieran haber sido instrumentos. Esto no se demostraría en lo que estaban haciendo entonces, pues era otro el que hacía la obra de Cristo en Galacia. Después de todo, cada uno tenía que llevar su propia carga.

El apóstol añade algunas palabras más llenas de sentido práctico. El que era enseñado, debía socorrer en las cosas temporales a aquellos que le enseñaban. Aunque la gracia era algo perfecto, y completa la redención, de modo que el creyente recibía el Espíritu Santo como señal de todo ello, Dios confería mucha importancia a la andadura de un hombre, bien en la carne bien en el Espíritu, que le producía irrevocables consecuencias. Los efectos seguirían a la causa; y no podían burlarse de Dios haciendo una profesión de la gracia o del cristianismo si no andaban conforme a su espíritu, como guiados, en una palabra, por el Espíritu Santo, que es su poder práctico. De la carne segarían corrupción; del Espíritu, vida eterna. Pero como cristianos, debían tener paciencia para poder sembrar, y no perder el ánimo para hacer bien, pues la cosecha era algo seguro. Que los creyentes hagan bien a todos, especialmente a los de la familia de Dios.

Pablo escribió esta carta de su propia mano, algo inusual en él. Generalmente empleaba a otros –como Tercio para la Epístola a los Romanos, dictándoles lo que les quería decir, y añadiendo la bendición también de su mano acerca de lo correcto de las palabras que se escribían (1 Cor. 16; 2 Tes. 3:17). Esto constituía una prueba notoria de la importancia que el apóstol daba a sus escritos, y que él no enviaba como si fueran cartas ordinarias, sino como cartas impregnadas de una autoridad que demandaba el uso de estas precauciones. Estaban investidas de la autoridad apostólica. En este caso, lleno de pesar, y sintiendo que los fundamentos habían sido socavados, la escribió toda de su propia mano. Luego vuelve al asunto que le impulsó actuar así.

Los que deseaban frivolizar con la carne, constreñían a los gentiles a que se circuncidaran para que evitasen la persecución que comportaba la doctrina de la cruz: la salvación gratuita por Cristo. Los circuncidados eran judíos, de una religión conocida y recibida incluso en este mundo; pero convertirse en discípulos de un Hombre crucificado, de un Hombre que fue colgado como malhechor, y confesarle como único Salvador, ¿cómo podría esperarse que el mundo le recibiera? El vituperio de la cruz era la vida del cristianismo; el mundo fue juzgado, estaba muerto en su pecado; su príncipe juzgado, tenía solamente el imperio de la muerte, y era junto con sus seguidores el impotente enemigo de Dios. En vista de un juicio así, el judaísmo era una sabiduría honorable a los ojos del mundo. Satanás sería un combatiente de la doctrina de un único Dios, y aquellos que creyeran en ella se juntarían con sus anteriores adversarios, los adoradores de demonios, para poder resistir este nuevo enemigo que arrojaba escarnio sobre toda la humanidad caída, que la denunciaba como rebelde contra Dios y como privada de la vida que se manifiesta en Jesús solamente. La cruz era la sentencia de la muerte sobre la naturaleza; y el judío en la carne se ofendía por ello, mucho más que el gentil, porque perdía la gloria con la que fue ungido ante otros con motivo de su conocimiento del único Dios verdadero.

Al corazón carnal no le gustaba sufrir y perder su buena opinión del mundo, en el cual se permitía o toleraba una cierta medida de luz por gente de sentido común –y por personas sinceras cuando no se podía aspirar a más luz–, siempre que no establecieran unas pretensiones que condenasen a todo el mundo y juzgasen todo lo que la carne deseaba y valoraba como importante. Un compromiso que aceptase más o menos a la carne, que no la juzgara muerta y perdida, y por menor que fuera su grado de reconocimiento que el mundo y la carne son su fundamento, es algo que el mundo aceptaría. No puede esperarse que sea un compromiso que vaya a luchar contra la verdad que juzga la plena conciencia, pues antes aceptará una religión tolerante con su espíritu que se adapte a la carne, ya que ésta desea evitar el sacrificio de dolor que debe hacerse, cuando no es puesta toda a un lado. El hombre se hará un faquir, sacrificará su vida, siempre que sea el yo quien haga este sacrificio y Dios no haya completado todo con gracia condenando la carne como incapaz de hacer el bien, careciendo ella de nada bueno.

Los circuncidados no observaban la ley, lo cual hubiera sido tedioso, pero sí deseaban jactarse en hacer prosélitos para su religión. En el mundo el apóstol no ha visto nada sino vanidad, pecado y muerte; el espíritu del mundo, del hombre carnal, estaba moralmente degradado, corrompido y era culpable, pues se jactaba de sí mismo y era ignorante de Dios. En otros lugares había visto la gracia, el amor, la pureza, obediencia y dedicación a la gloria del Padre y a la felicidad de los pobres pecadores. La cruz declaraba las dos cosas: decía lo que era el hombre, y lo que era Dios, así como lo que significaban la santidad y el amor divinos. Pero esta cruz se ganó el más alto desprecio de parte del mundo, que degradaba todo su orgullo. Fue otro el que lo llevó a cabo costándole Su propia vida, soportando todos los sufrimientos posibles, de modo que el apóstol puede manifestar sin barreras todos los afectos de su corazón sin jactarse de nada, al contrario, negándose a sí mismo. No es en el yo que nos gloriamos cuando contemplamos la cruz de Cristo: uno es despojado del yo. Fue Aquel que colgaba de esa cruz quien era el mayor a los ojos de Pablo. El mundo que le crucificó era visto así por el apóstol en su verdadero carácter, y al Cristo que sufrió sobre la cruz lo veía asimismo en Su carácter. Esa cruz sería la gloria del apóstol, y la dicha de que por este medio se contase muerto para el mundo y sus tratos, y que lo tuviese crucificado, sin honra para su corazón. La fe en el Hijo de Dios crucificado vence al mundo.

Para el creyente, el mundo muestra su verdadero carácter, pues de hecho en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión son nada –todo ha quedado atrás con un Cristo muerto–, sino una criatura nueva según la cual consideramos todas las cosas como Dios las considera. Es a estos verdaderos hijos de Dios que les desea paz el apóstol. No era el Israel circuncidado según la carne que era el Israel de Dios. Si hubiera habido algunos de este pueblo que hubiesen tenido circuncidado el corazón y se hubiesen gloriado en la cruz conforme a los sentimientos de la nueva criatura, habrían sido llamados el Israel de Dios. Además, cada cristiano verdadero era de ellos de acuerdo al espíritu del andar que exhibía.

Finalmente, que nadie fuese piedra de tropiezo al apóstol con respecto a su ministerio. Él llevaba los estigmas del Señor. Antiguamente se hacían estigmas en la piel de los esclavos con un hierro candente para señalar a cualquiera su condición. Las señales que recibió el apóstol mostraban plenamente quién era su Maestro. Estaba, pues, en su derecho de llamarse el siervo de Cristo, y esto no debía ponerse en duda. ¡Súplica emotiva de uno cuyo corazón era herido al cuestionarse su servicio hacia el Maestro que amaba! Satanás, que fue además quien le imprimió estas señales, debiera por cierto reconocer las hermosas iniciales de Jesús.

Es el deseo del apóstol que la gracia esté con ellos –conforme al amor divino que le motivaba– como almas queridas para Cristo, prescindiendo del estado en que se encontraran. Aquí no hay un derramamiento del corazón en saludos afectuosos dirigidos a los cristianos. Era un deber de amor el que el cumplió, pero en cuanto al resto, ¿qué lazos de afecto podía tener él con personas que buscaban su gloria en la carne y aceptaban lo que deshonraba a Jesús y debilitaba la gloria de Su cruz, hasta dejarla sin efecto? Sin ninguna clase de deseo, fue comprobada la corriente de los afectos. El corazón se volvía al Cristo deshonrado, aunque amaba aquellos que eran Suyos en Él. Éste es el sentimiento real que contienen los últimos versículos de esta epístola.

En Gálatas tenemos a Cristo viviendo en nosotros, en contraste con la carne o el yo todavía en la carne. Como verdad sistemática, no tenemos en ella ni al creyente en Cristo ni a Cristo en el creyente, sino el estado práctico del cristiano al final del capítulo 2. Por otro lado, toda la epístola habla de un juicio sobre un retorno al judaísmo, como idéntico con la idolatría de los paganos. La ley y el hombre en la carne eran correlativos. La ley se introdujo entre la promesa y Cristo, la Semilla. Esto era una prueba muy útil para el hombre, que cuando le llevaba al conocimiento verdadero le sujetaba a muerte, y le condenaba. Todo fue plenamente satisfecho en gracia en la cruz, el fin en muerte del hombre en la carne, del pecado, en Cristo hecho pecado. Todo regreso a la ley significaba abandonar tanto la promesa como la obra de la gracia en Cristo, y volver otra vez a la carne que dejó evidente que era pecaminosa y estaba perdida, como si pudiera haber alguna relación con Dios en ella que negase la gracia, el verdadero efecto de la ley, y el estado del hombre, que fue probado en la cruz. Esto era paganismo. Y la observancia de los días y los años que cautivaba al hombre vivo en la carne, no eran el final del viejo hombre en la cruz en gracia. Tenemos a Cristo como nuestra vida en la cruz, o la muerte nos dejaría, claro está, sin esperanza. No tenemos la condición del cristiano, nosotros en Cristo y Cristo en nosotros. Es la discusión de la obra que nos trae allí, y donde el hombre está, que son de vital importancia en este sentido. El hombre en la carne es totalmente ajeno a toda relación con Dios, y ninguna otra puede formarse. Debe existir una nueva creación.


 

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Referencias

[1] El clero propiamente dicho admitiría sin dificultad «no de hombres», pero no podrían admitir «ni por hombre». Socavaría la misma raíz de su existencia. Se jactan de que su descendencia procede de hombre, pero es bastante palmario que de ninguno después de San Pedro, el verdadero ministro de la asamblea, y, allí donde hacen más hincapié, desde Pedro, el apóstol de la circuncisión. Pedro no fue el apóstol de los gentiles, y hasta donde sabemos, nunca fue enviado a ellos.

[2] Es prácticamente importante destacar que la mundanalidad o cualquier permisividad de lo que no es de Dios, por parte de un hombre fiel, transfiere el peso de su piedad al mal que deja hacer.

[3] Cristo había llevado también los pecados de él; pero éste no es el punto de que se habla aquí; es el dominio de la ley sobre él mientras esté con vida sobre la tierra.

[4] Hemos de leer «Es a Abraham que la promesa fue hecha, y a su simiente», no «a Abraham y a su simiente». Las promesas que se refieren a bendiciones temporales de Israel fueron hechas a Abraham y a su descendencia, con el añadido de que esta descendencia sería como la multitud de las estrellas. Pero aquí Pablo no está hablando de las promesas hechas a los judíos, sino de la bendición otorgada a los gentiles. Y la promesa de bendición para los gentiles fue hecha a Abraham solamente, sin mencionar su simiente (Gén. 12). Como dice aquí el apóstol, fue confirmada a su simiente –sin mencionar a Abraham (cap. 22)– en la sola persona de Isaac, el tipo del Señor Jesús ofrecido en sacrificio y levantado de los muertos, como Isaac lo fue en figura. Así fue confirmada la promesa, no en Cristo, sino a Cristo, la simiente verdadera de Abraham. Es sobre este hecho que fueron confirmadas a Cristo las promesas, del cual depende todo el argumento del apóstol. La importancia del hecho típico es evidente, en que fue hasta después del sacrificio figurativo y de la resurrección de Isaac que la promesa no fue confirmada al último. Inútil decir que lo que realizaba esta figura aseguraba así la promesa a David, pero al mismo tiempo la pared intermedia de separación fue derribada, pudiendo fluir hacia los gentiles la bendición, y sea dicho de paso, hacia los judíos también, en virtud de la expiación hecha por Cristo: el creyente, hecho justicia de Dios en Él, es sellado con el Espíritu Santo que fue prometido. Una vez aprehendido el significado de Génesis 12 y 22, en lo tocante a las promesas de bendición hechas a los gentiles, uno ve con más claridad el fundamento sobre el que descansa el argumento del apóstol.

[5] El versículo no es «De modo que no podéis...», sino «A fin de que no podáis...».

 

Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz

 

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