SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA

— LOS HECHOS DE LOS APÓSTOLES —

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Introducción

Los Hechos de los Apóstoles se dividen esencialmente en tres partes: capítulos 1 y 2 al 12; y desde el 13 hasta el final. Los capítulos 11 y 12 pueden llamarse de transición, basándonos en la historia descrita en el capítulo 10. El primer capítulo nos ofrece la relación con la resurrección del Señor; los capítulos 2-12, la obra del Espíritu Santo, de la que Jerusalén y los judíos eran el centro que se ramifica con la libre acción del Espíritu de Dios, una acción independiente y a la vez inseparable de los doce, y con Jerusalén como centro. El capítulo 13 y sucesivos, hablan de la obra de Pablo, que emana de una misión más diferente de Antioquía. El capítulo 15 relaciona los dos para conservar una unidad en todo su curso. Tenemos en la segunda parte la admisión de los gentiles, pero siempre en relación con la obra que salía de entre los judíos. Éstos rechazaron el testimonio del Espíritu Santo acerca de un Cristo glorificado, así como habían rechazado al Hijo de Dios en Su humillación. Así, Dios preparó una obra fuera de ellos con la que el apóstol de los gentiles puso el fundamento que anulaba la distinción entre judío y gentil, y el cual los unía –ambos muertos en delitos y pecados– a Cristo, la Cabeza de Su Cuerpo, la asamblea, en el cielo[1].

 

Capítulo 1

Examinemos ahora los capítulos en su trayectoria. El primer capítulo nos facilita el relato sobre la resurrección de Jesús y las acciones de los apóstoles antes del descenso del Espíritu Santo. Los mensajes del Señor presentan varios puntos interesantes. Como el Hombre resucitado, Jesús actúa y habla por el Espíritu Santo después de resucitar igual que lo hiciera anteriormente. Señal distinguida de nuestra posición, que nos recuerda que tendremos el Espíritu Santo después de nuestra resurrección, y que, al no estar ya sujetos a la mortificación de la carne, Su divina energía en nosotros estará completamente consagrada al gozo y a la adoración eternos y al servicio que Dios nos encomendará. El Señor resucitado, pues, da mandamientos a los discípulos con relación a la nueva posición que asumirá. Su vida y servicio tendrán que ser formados y guiados en vista de Su resurrección –una verdad de la que tenían pruebas irrefutables. Ellos estaban aún sobre la tierra, pero eran peregrinos, y consideraban al que se había ido resucitado de entre los muertos. Sus relaciones con Él estaban aún ligadas con su posición en la tierra. Les habla del reino y de aquello concerniente a él. Jerusalén era el punto crucial de su ministerio, todavía más de que lo fue el Suyo. Él había congregado a los menesterosos del rebaño allí donde los había hallado, especialmente en Galilea[2]. Habiéndole investido de poder la resurrección, como el objeto de las firmes misericordias de David, llama a Israel nuevamente a que reconozca como Príncipe y Salvador a Aquel que habían rechazado como el Mesías vivo sobre la tierra. Las epístolas de Pedro están relacionadas con el evangelio bajo este punto de vista.

Sin embargo, para ejercer este ministerio era necesario que ellos esperaran el cumplimiento de la promesa del Padre, al Espíritu Santo, con el cual iban a ser bautizados según el testimonio de Juan, y el que Jesús les reafirmó que pronto tendría lugar. La misión del Espíritu Santo los condujo, al mismo tiempo, fuera del campo judío de puras promesas temporales. La promesa del Padre del Espíritu Santo era algo muy diferente de la de la restauración del reino de Israel por el poder de Jehová, el Dios de juicio. No les incumbía a ellos conocer el tiempo y las sazones de esta restauración, cuyo acaecimiento sólo el Padre conocía. Ellos debían recibir el poder del Espíritu Santo, que descendería sobre ellos, y serían testigos de Jesús –de cómo le conocieron, y conforme a la manifestación de Sí mismo después de Su resurrección–, tanto en Jerusalén como en toda Judea, así como en Samaria, y en lo más recóndito de la tierra, haciendo así de Jerusalén el punto de partida y primer objeto respecto a la misión de Lucas 24:47. Sin embargo, su testimonio había de fundamentarse en contemplar a su Maestro y Señor arrebatado de ellos y recibido en las nubes del cielo que le ocultarían de su mirada. Mientras miraran con denuedo hacia arriba, cuando tuviera lugar esto, vendrían dos mensajeros del cielo a anunciarles que volvería del mismo modo que marchaba. Su manifestación en este mundo inferior, debajo de los cielos, es lo que se da a entender aquí. Él volverá a la tierra para ser visto por el mundo. No se nos habla del rapto de la asamblea, ni de la asociación de la asamblea con Él mientras está ausente. Sabiendo que Jesús ha sido tomado del mundo, como el punto y elemento terminal de su enseñanza, y que vendrá a éste otra vez, regresan a Jerusalén para esperar al Espíritu Santo que les fue prometido. No fueron a Galilea porque habían de ser los testigos en Jerusalén de los derechos celestiales de aquel Cristo que había sido rechazado sobre la tierra por Jerusalén y los judíos[3].

Todo ello muestra con claridad la posición a la que fueron llevados y la misión que se les encomendó. Pero antes de que recibieran el Espíritu Santo para llevarla a cabo, hallamos en el capítulo otras circunstancias particulares: el acto bajo la dirección de Pedro, según la sabiduría de la Palabra, antes de ser investidos de poder desde lo alto. Estas dos cosas son, por lo tanto, distintas la una de la otra.

Parece ser que aunque Pedro no fuera guiado directamente por el Espíritu, Éste da su beneplácito a lo que se hizo en concordancia con la Palabra del Antiguo Testamento y que el apóstol entendía. Antes hemos visto que Cristo, después de Su resurrección, abrió el entendimiento de Sus discípulos para que comprendieran las Escrituras. Y ahora ellos actúan, sin haber recibido el Espíritu Santo, según un principio judío. Echan suertes para que el Señor decida. Sin embargo, eso no significaba todo, ni la suerte era sacada sin haber distinciones. La autoridad apostólica manaba del nombramiento que Cristo mismo dio. La inteligencia sobre las Escrituras les hace comprender aquello que tendría lugar. El objetivo que el Señor había vinculado con el servicio de ellos estrechaba el círculo de elección para los que podían llevarlo a cabo. Su historia los capacitaba, como Jesús les había dicho, para ser Sus testigos, pues habían estado con Él desde el principio, y ahora podían testificar que este Jesús, a quien los judíos rechazaron y crucificaron, había en efecto resucitado de entre los muertos.

La autoridad apostólica es ejercida en Jerusalén sobre el principio judío, antes que el don del Espíritu Santo fuese dado. Para ello no existía ninguna pesquisa ni ningún ejercicio de la mente humana. El «tome otro su cargo» dirigió su conducta. La capacidad para testificar de Jesús, de Su vida sobre la tierra y ahora de Su resurrección y ascensión, quedaba decidida por unas aptitudes necesarias. La elección de Jehová determinó la persona que había de sustituir a Judas en su lugar. Dos fueron escogidos, conforme a esas aptitudes necesarias, y la suerte cayó sobre Matías, quien es contado con los once apóstoles. No obstante, todos permanecían aún sin aquel poder prometido.

 

Capítulo 2

Este capítulo narra el cumplimiento de esta promesa como respuesta al espíritu de espera manifestado en sus oraciones en grupo.

El Espíritu desciende de arriba, en Su propio poder, para poseer y llenar el lugar de morada preparado para Él. Este suceso, mucho más trascendente que los demás con respecto a la condición del hombre natural, está marcado como un hecho muy sencillo porque no se duda de las causas de este maravilloso don, de la obra de la cual depende, de la gloria con la que está relacionado y revela, y de la cual este don es lo más evidente: tenemos solamente aquí el hecho de Su poder. Los discípulos «fueron investidos con poder desde lo alto».

La forma con que se aparece, no obstante, es característica. Sobre Jesús descendió el Espíritu Santo en la forma de una paloma, porque Él no había de proclamar a voces en las calles, ni quebrar la caña cascada, ni había de apagar el pabilo que humeara. Pero en nuestro libro se trata del poder de Dios en testimonio, la Palabra, que era como fuego consumidor, juzgando todo lo que viniera ante ella. No obstante, era en gracia, e iba a atravesar los estrechos límites de las ordenanzas judías para proclamar las maravillosas obras de Dios a cada lengua y nación debajo del sol. Fue aquel vigoroso viento del cielo que se manifestó a los discípulos y sobre ellos en forma de lenguas de fuego divididas en tantas otras más. Este prodigio atrajo a las multitudes, quedando probada la realidad de esta divina obra por el hecho de que personas de numerosos países escuchan a estos pobres galileos proclamarles a cada uno las obras maravillosas de Dios en la lengua del país del que procedían[4]. Los judíos, que no comprendían estas lenguas, se burlan. Pedro les declara en su propia lengua, y de acuerdo a sus propias profecías, el verdadero carácter de lo que estaba sucediendo. Él basa su defensa en la resurrección de Cristo, anunciada por el profeta-rey, y en Su exaltación a la diestra de Dios. Este Jesús, a quien habían crucificado, recibe allí la promesa del Padre, y estaba manifestando lo efectos que ellos escuchaban y veían. Habían de estar, pues, seguros de que Dios había hecho al mismo Jesús que rechazaron Señor y Cristo.

Voy a subrayar aquí el carácter de este testimonio. Es esencialmente el de Pedro. No hace otra cosa que afirmar el hecho de que Aquel que fue rechazado por los judíos es hecho Señor y Cristo en el cielo. Empieza con el conocimiento de Jesús sobre la tierra por parte de los judíos, y establece la verdad de que Él resucitó de nuevo y fue exaltado a la posición de Señor. Dios ha hecho esto. El apóstol ni siquiera le proclama como Hijo de Dios. Veremos que, si esto no lo hace Pedro en el libro de los Hechos, lo hace Pablo desde el primer instante de su conversión. Pedro anuncia el resultado en aquel momento en poder, y no habla del reino. Sólo les recuerda que el Espíritu fue prometido en los últimos tiempos, aludiendo al día terrible del juicio venidero precedido de señales alarmantes y prodigios. Sin hablar del cumplimiento de la promesa del reino, cuyo momento guardaba en secreto el Padre, establece el hecho del don del Espíritu Santo en relación con la responsabilidad de Israel para quienes Dios actuaba aún en gracia predicándoles a un Cristo glorificado, ofreciéndoles pruebas de Su gloria en el don del Espíritu Santo, algo que evidenciaron todos. Ésta es la presencia del Espíritu Santo según Juan 15:26, 27. El testimonio en general, no obstante, se fundamenta en la misión de Lucas 24:47-49 y es llevado a cabo. En Lucas no tenemos nada relativo al bautismo. Comparar los versículos ya citados, para ver cómo se corresponden con este asunto. El testimonio iba dirigido a los judíos; no obstante, no quedaba limitado a ellos[5], era algo separativo. «Sed salvos de esta perversa generación». Esta separación estaba basada en una obra moral y real: el arrepentimiento. El pasado tenía que ser juzgado y hecho público ante todos con su recepción entre los cristianos mediante el bautismo, para recibir la remisión de sus pecados y participar de este don celestial del Espíritu Santo. «Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo». Esta obra es personal. Había un juicio sobre todo el pasado, la admisión entre ellos mediante el bautismo, y la consiguiente participación del Espíritu Santo, que venía a morar adonde ellos acudían. Inmediatamente vemos la diferencia entre el cambio moral ya efectuado, el arrepentimiento que sus congojas producen con toda su moral, y el recibimiento del Espíritu Santo. Esto fue consecuencia de la remisión de sus pecados, a la cual fueron llevados a dar. Este don dependía normalmente de su aceptación entre los cristianos, la casa donde Él habitaba, edificada en el nombre de Jesús. Más tarde se declara que la promesa les pertenece a ellos y a sus respectivos hijos –a la casa de Israel como tal. Pero esto fue más allá de los límites del viejo pueblo de Dios. Esta promesa era también para aquellos que estaban apartados, puesto que fue cumplida en relación con la fe en Cristo para quienes por gracia entraran dentro de la nueva casa –todos a quienes el Señor, el Dios de Israel, llamara. La llamada de Dios caracterizaba la bendición. Israel era reconocido con sus hijos, pero también un remanente llamado de entre ellos. Siendo llamados los gentiles, éstos compartieron la bendición.

El resultado de este don inefable nos es revelado. No fue simplemente un cambio moral, sino un poder que dejaba de lado todos los motivos que les conferían carácter a aquellas personas que lo recibieron, uniéndolas como una sola alma y una única mente. Continuaron con firmeza en la doctrina de los apóstoles, estaban en comunión los unos con los otros y con los otrora discípulos. Partían el pan y pasaban el tiempo en oración. La presencia de Dios era poderosamente sentida en medio de ellos, y muchas señales y maravillas fueron efectuadas por mano de los apóstoles. Los unían lazos estrechos y nadie llamaba lo suyo propio sino que se repartían las posesiones con los que las necesitaban. Cada día se reunían en el templo, enclave público de Israel para los ejercicios religiosos, a la vez que tenían en casa sus reuniones diarias. Comían con gozo y alegría de corazón, alabando a Dios y ganándose el favor de todo el pueblo.

De esta manera fue formada la asamblea. El Señor añadía cada día a ella el remanente de Israel, los que habían de salvarse de los juicios que caerían sobre una nación que rechazó al Hijo de Dios, su Mesías, y que los salvaría de una ruina más acusada. Dios introducía dentro de la asamblea a aquellos reconocidos por Él por la presencia del Espíritu Santo, a los que preservaba en Israel[6]. Había comenzado un nuevo orden de cosas marcado por la presencia del Espíritu Santo[7]. Aquí se hallaba la presencia y la casa de Dios, aunque el viejo sistema persistiría aún hasta que el juicio fuese ejecutado contra el mismo.

La asamblea se formó por el poder del Espíritu Santo descendido del cielo, sobre el testimonio de que Jesús, quien había sido rechazado, fue resucitado al cielo, siendo hecho por Dios Cristo y Señor. Estaba compuesta del remanente judío que había de ser salvo, con la excepción de ser introducidos en ella los gentiles siempre que Dios los llamara. Se iba formando todavía en relación con Israel en la paciencia de Dios, pero aparte en poder, la morada de Dios.

 

Capítulos 3-4

En el capítulo precedente, el Espíritu dirige Su testimonio al pueblo por medio de Pedro. Dios actuaba con paciencia hacia Su necio pueblo y en gracia hacia ellos, en virtud de la muerte e intercesión de Cristo, pero ¡ay! en vano. Sus incrédulos dirigentes silenciaban la Palabra[8].

La atención del pueblo es motivada por un milagro que devolvió la fuerza a un pobre cojo, conocido por todos porque frecuentaba el templo. Agolpándose la multitud para observarle, Pedro les predica a Cristo. El Dios de sus padres, dijo, había glorificado a Su siervo Jesús, a quien habían negado cuando Pilato le había dejado libre. Negaron al Santo y al Justo, deseando en su lugar a un homicida, y mataron al Príncipe de Vida. Sin embargo, Dios le resucitó de los muertos. Su nombre había curado por la fe a aquel hombre inválido. La gracia podía considerarla una acción que el pueblo había hecho en ignorancia, algo que se aplica también a sus gobernantes. Vemos aquí al Espíritu Santo respondiendo a la intercesión que Cristo hizo por ellos: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Culpables de los diez mil talentos, el gran Rey se los remite enviándoles el mensaje de gracia que les llamaba al arrepentimiento, al cual también los invita Pedro: «Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio[9], y él envíe a Jesucristo, a quien el cielo debe guardar», les explica, hasta el tiempo dispuesto por Dios para restaurar todas las cosas tal como habían predicho los profetas. Les predica el arrepentimiento a los judíos como nación, declarando que, sobre este arrepentimiento, Jesús, el ascendido al cielo, volvería, y la consumación de todas las cosas que hablaron los profetas tendría lugar con motivo de ellos. El regreso de Jesús con este objeto dependía –y todavía depende– del arrepentimiento de los judíos. Mientras ello no ocurra, Él permanece en el cielo.

Jesús también era el profeta anunciado por Moisés, y cualquiera que no le escuchara sería cortado del pueblo. Su voz se oía aún en gracia especial por boca de sus discípulos. Todos los profetas hablaron de estos días. Ellos eran los hijos de los profetas, los herederos naturales de las bendiciones que fueron anunciadas para Israel, así como de las promesas hechas a Abraham acerca de una simiente en la que todas las naciones serían bendecidas. En consecuencia, mandaría a ellos a Su siervo Jesús[10] para bendecirlos, después de resucitado, si cada uno abandonaba sus iniquidades.

En una palabra, son invitados a volver arrepentidos y disfrutar de todas las promesas hechas a Israel. El Mesías regresaría del cielo para establecer su bendición. La nación entera es mencionada como heredera natural de las promesas hechas a Abraham. Mientras estaban hablando, los sacerdotes, el capitán del templo y los saduceos acudieron para prenderlos, acusándoles de predicar la resurrección, que su sistema dogmático rechazaba. Atardecía y los metieron en prisión. La esperanza de Israel fue dejada de lado. La gracia de Dios había sido en vano, pese a ser paciente y generosa. Sin embargo, muchos creyeron en su palabra: cinco mil personas confesaron en aquel entonces al Señor Jesús.

Hemos visto el discurso que Dios, en Su gracia, envió para Israel por boca de Pedro. Veremos ahora, no solamente el recibimiento –ya expuesto– que le dieron los gobernantes del pueblo, sino también la respuesta intencionada venida de lo profundo de sus corazones, si podemos decirlo así. Al alba, los gobernantes, ancianos y escribas se reunieron en Jerusalén, junto con Anás y su parentela. Colocando a los apóstoles en el centro, les exigen con qué poder o en nombre de quién habían hecho aquel milagro con el hombre discapacitado. Lleno del Espíritu Santo, Pedro les declara –anunciando a Israel con toda la firmeza y resolución– que fue por medio de Jesús, al que crucificaron y que Dios había resucitado de los muertos. Así, la cuestión entre Dios y los gobernantes de Israel fue declarada bajo esta formalidad, y ello por el Espíritu de Dios. Jesús era la piedra rechazada por ellos, los edificadores, la cual devino piedra angular. La salvación no podía hallarse fuera de ella. El concilio los reconoció como antiguos compañeros de Cristo. El hombre que curaron estaba allí con ellos. ¿Qué podrían decir delante de toda aquella multitud que había presenciado el milagro? Sólo podían exhibir firmeza frente a la decidida oposición hacia el Señor y Su testimonio, y ceder a la opinión pública, necesaria bajo su punto de vista, ya que también por ésta eran ellos gobernados. Bajo amenaza, ordenaron a los apóstoles no enseñar más en el nombre de Jesús. Observemos aquí que Satanás tenía los instrumentos saduceos bien preparados contra la doctrina de la resurrección, igual que tenía a los fariseos como instrumentos eficaces que se oponían a un Cristo vivo. No debemos esperar sino la bien alzada barrera de Satanás contra la verdad.

Pedro y Juan no dejan lugar a dudas respecto a su determinación. Dios les había mandado que predicaran a Cristo, y la prohibición del hombre no tenía peso frente a este mandamiento. «No podemos», dicen ellos, «sino hablar de las cosas que hemos visto y oído». ¡Qué posición para los dirigentes del pueblo! Como es lógico, un testimonio como éste demuestra claramente que los líderes de Israel habían caído del lugar de intérpretes de la voluntad de Dios. Los apóstoles no intentan sacarlos de este lugar ni les hacen ningún mal. Dios los juzgaría. Ellos sólo actuaron al instante de parte de Dios, haciendo caso omiso de su autoridad con respecto a la obra que Dios les había encomendado. El testimonio de Dios estaba con los apóstoles, no con los gobernantes del templo. La presencia de Dios sólo estaba en la asamblea.

Los dos apóstoles se vuelven con su grupo, formado ya en conocimiento mutuo y como pueblo separado; y todos, movidos por el Espíritu Santo –pues era allí donde Dios habitaba por su Espíritu, no ya en el templo– levantan sus voces al Dios y Gobernante de todas las cosas, y reconocen que esta resistencia de los gobernantes no era otra cosa que el cumplimiento de la Palabra y los consejos y los propósitos de Dios. Aquellas amenazas sólo sirvieron para pedir a Dios que manifestara Su poder en relación con el nombre de Jesús. En una palabra, el mundo –inclusive los judíos, que formaban una parte de él en esta oposición– habían estado en contra de Jesús, el Siervo de Dios, y se opusieron al testimonio que Él les daba. El Espíritu Santo era la fuerza de este testimonio, ya fuese en el arrojo de aquellos que daban testimonio (vers. 8), o en Su presencia en la asamblea (vers. 31), o en la energía del servicio (vers. 33), o bien en los frutos que volvían a mostrarse entre los santos con un poder que manifestaba el dominio del Espíritu Santo en los corazones sobre todos los motivos que gobiernan al hombre, haciendo que caminen en aquellos otros de los que Él es la fuente. Era la energía del Espíritu en presencia de la oposición, tal como antes lo era su fruto natural en aquellos con quienes habitaba. Recién convertidos, venden sus posesiones y dejan su precio a los pies de los apóstoles; entre otros, un hombre del cual el Espíritu se complace en hacerlo notorio: Bernabé, de la isla de Chipre.

Resumiendo: este capítulo demuestra, por una parte, la condición de los judíos, su rechazo del testimonio que fue dirigido a ellos en gracia; y por otra, el poder del Espíritu Santo y la presencia de Dios y su dirección en todos lugares, principalmente en medio de los discípulos.

Estos tres capítulos presentan la primera formación de la asamblea, así como su bendito carácter a través del Espíritu Santo que habitaba en ella. Nos presentan su primera belleza formada por Dios, y Su morada.

 

Capítulo 5

¡Ay! pero allí el mal se refleja también. Si el enérgico Espíritu de Dios está allí, la carne también. Había quienes desearon que se les reconociera la devoción que sólo el Espíritu Santo produce, pese a estar vacíos de esa fe en Dios y de aquella abnegación, que, mostrándose en el sendero del amor, constituyen todo el valor y toda la verdad de esta devoción. Ello permitió que se manifestase más el poder del Espíritu de Dios, y la presencia de Dios en su interior, en contra del mal. Así fue mostrada en el capítulo anterior Su energía dentro, y los preciosos frutos de Su gracia. Si no estuvieran descritos los simples frutos del bien, lo está el poder del bien en contra del mal. El estado actual de la asamblea, en general, es el poder del mal frente al bien. Dios no puede tolerar menos el mal donde Él habita que donde Él no habita. Grande como es la energía del testimonio que Él ofrece a los que están fuera, ejerce toda la paciencia para con los de dentro hasta que no es hallado ningún remedio. Cuanto más se comprende Su presencia cuando ésta se manifiesta –en proporción a lo que se ha hecho– tanto más queda mostrada Su intransigencia frente al mal. No puede ser de otro modo. Él juzga en medio de los santos, en donde Él quiere la santidad, siempre equitativa con la manifestación de Sí mismo. Ananías y Safira, cuando subestimaron la presencia del Espíritu Santo queriendo seguir en apariencia Su acción, cayeron muertos ante el Dios que ellos pretendían engañar. Dios estaba en la asamblea.

¡Poderoso y doloroso testimonio de Su presencia! El temor corrompe cada corazón, tanto por fuera como por dentro. De hecho, la presencia de Dios es algo serio, por grande que sea su bendición. El efecto de esta manifestación del poder de Dios que se presentó ante aquellos que Él reconocía como Suyos fue muy grande. Multitudes se reunieron con fe para confesar el nombre del Señor –al menos de entre el pueblo, pues el resto no osó hacerlo. Frente a una mayor oposición en el mundo, mayor es también el temor que se le tiene. Este testimonio milagroso del poder de Dios fue también manifestado notablemente, de modo que la gente vino de lejos para sacar un provecho de él. Los apóstoles estaban siempre juntos en el pórtico de Salomón.

¡Ay! la manifestación del poder de Dios, de la mano de los rechazados discípulos de Jesús, obra fuera de los lugares donde se hallan la autoestima del sumo sacerdote y la de aquellos que estaban con él; junto con el progreso que aquella manifestación evidenciaba y que ellos declinaron, así como la atención que atrajeron sobre sí los apóstoles mediante los milagros que hacían, soliviantó la oposición y los celos de los gobernantes. De este modo arrojaron a los apóstoles en prisión. En este mundo, el bien obra siempre en presencia del poder del mal.

Un poder diferente del que poseía el Espíritu Santo en la asamblea es el que se muestra acto seguido. La providencia de Dios, que velaba por Su obra llevada a cabo a través de los ángeles, frustra todos los planes de los principales incrédulos de Israel. Los sacerdotes encierran en la cárcel a los apóstoles. Un ángel del Señor abre las puertas de la prisión y les ordena que continúen con su acostumbrado trabajo en el templo. Los oficiales que el concilio envía a prisión, la hallan cerrada y todo en orden, pero no encuentran a los apóstoles.

Mientras tanto, se informa al concilio que ellos estaban en el templo enseñando al pueblo. Confundidos y alarmados, envían a buscarlos y los oficiales los traen sin violencia por temor de la gente. Dios permite que todo siga bajo control hasta que sea dado un testimonio de Él. El sumo sacerdote apela a ellos sobre la base de su antigua prohibición. La respuesta de Pedro es más concisa que la vez anterior, anunciando más bien un firme propósito que el atestiguar con razones con aquellos que no quieren escuchar y que eran sus adversarios directos. Lo mismo hallamos, en esencia, cuando él dijo anteriormente delante de los gobernantes que es mejor obedecer a Dios que a los hombres. Contrarios a Dios, los principales de Israel eran simplemente hombres. Al decir esto, toda quedó decidido. La oposición entre Dios y ellos quedó demostrada. El Dios de sus padres había resucitado a Jesús, a quien los dirigentes de Israel habían rechazado. Los apóstoles eran Sus testigos, y también el Espíritu Santo que Dios había dado a los que le obedecían. Todo quedó dicho, y su posición claramente anunciada. Pedro, hablando por los apóstoles, toma la posición de la parte de Dios y de Cristo, y de acuerdo con el sello del Espíritu Santo, dado a los creyentes, da testimonio del nombre del Salvador. Sin embargo, no hallamos en todo esto orgullo ni voluntad propia. Él tenía que obedecer a Dios. Pedro ocupa su lugar en Israel: «el Dios», dice, «de nuestros padres»; el lugar del testimonio para Dios en Israel. El consejo de Gamaliel es tenido en cuenta, y deshace los propósitos del concilio, pues Dios tiene siempre sus instrumentos preparados, ignorados quizá por nosotros, allí donde Su voluntad es obedecida. No obstante, mandan pegar a los apóstoles y les ordenan no predicar más, marchándose ellos después. Estaban en un atolladero, no sabían qué hacer –solamente declararon su voluntad insumisa al querer seguir la fácil senda enviada por Dios, haciendo Su voluntad conscientemente. Debían obedecerle.

El objeto de esta última parte del capítulo es mostrar que el cuidado providencial de Dios, sea éste milagrosamente declarado por medio de los ángeles, o preparado en los corazones de los hombres para que cumplieran los planes de Dios, es ejercido en nombre de la asamblea del mismo modo que el Espíritu de Dios daba testimonio en ella manifestando Su poder. Los apóstoles, sin mostrar ningún temor, regresan gozosos de ser contados entre los que sufren a causa del nombre de Jesús. Y cada día, en el templo, de casa en casa, no cesaban de enseñar y predicar las buenas nuevas de Cristo Jesús. Débiles como eran, Dios mismo mantenía Su testimonio.

 

Capítulos 6-7

Otros males, desgraciadamente, atacan la iglesia. La carne empieza a manifestarse en medio del poder del Espíritu Santo, se origina el conflicto entre las distintas circunstancias de los discípulos y entre aquellas cosas en las que la gracia de Dios se había manifestado, en el aspecto en que éstas estaban vinculadas con la carne. Los helenistas, judíos nacidos en Grecia o en países paganos, murmuran contra los hebreos (los nativos de Judea) porque favorecían a sus viudas, tal como imaginaban, con la distribución de bienes otorgados a la asamblea por sus miembros más pudientes. La sabiduría que da aquí el Espíritu salva esta dificultad y aprovecha la ocasión para dar comienzo a la obra según las necesidades crecientes. Siete personas son designadas para emprender esta empresa, con cuya provisión los apóstoles podían continuar su propia obra. Hallamos también, en el caso de Felipe y Esteban, la verdad que dice el apóstol: «Aquellos que han sido hallados fieles en el oficio de los diáconos, adquieren para ellos el buen grado y confianza en la fe que es en Cristo Jesús».

Observemos aquí que los apóstoles se pusieron a orar antes de predicar en la obra, puesto que en ella se libraba un conflicto con el poder del mal, e incluían en la oración, por otra parte, el poder de Dios para fortalecerlos y darles la sabiduría que necesitaban. A fin de poder actuar de parte directa de Dios, era menester que la gracia y la unción fueran conservadas en sus corazones. En este asunto descubrimos la gracia bajo la influencia del Espíritu de Dios; todos los nombres, hasta donde podemos juzgar, son de helenistas.

La influencia de la Palabra se extendía hasta el punto de que muchos sacerdotes obedecían a la fe. Hasta ahora, la oposición de fuera y la del mal desde dentro, propiciaron el progreso de la obra de Dios mediante la manifestación de Su presencia en medio de la iglesia. Observemos bien este hecho. No se debe sólo a que el Espíritu hiciera el bien por medio de Su testimonio, pues pese al mal que se hallaba dentro y fuera, dondequiera que se manifestaba poder, era para llevar testimonio de la eficacia de Su presencia. El mal existía, pero también el poder para remediarlo. Descubrimos aquí la levadura dentro de la tarta pentecostal.

La energía del Espíritu se manifiesta especialmente en Esteban, que está lleno de gracia y de poder. Los judíos helenistas se le oponen. Al no poder responderle, le acusan ante el concilio por haber anunciado en el nombre de Jesús la destrucción del templo y de la ciudad, y el cambio de las costumbres en su ley. Vemos así el libre poder del Espíritu Santo, sin otra designación de personas para la obra que los apóstoles que Cristo señaló. Éstos no tenían autoridad, ni los judíos de Palestina tampoco. Él distribuía esta autoridad como bien quería. Fue el devoto y fiel helenista el que rindió el último testimonio a los principales de la nación. Si por su parte los helenistas creían, los judíos de fuera de Judea llevarían su testimonio y prepararían la manera para que éste fuera más extendido, pero al mismo tiempo significaría el definitivo rechazo moral de los judíos como base y centro del testimonio, y de la obra de reunión, pues Jerusalén era todavía el centro del testimonio y de reunión. Pedro testificó de un Cristo glorioso que prometió Su regreso sobre la base del arrepentimiento, y ellos detuvieron este testimonio. Ahora el Espíritu Santo pronunciaba el juicio sobre ellos por boca de Esteban, en cuyo retrato quedaron reflejados como adversarios declarados de este testimonio. No fueron los apóstoles quienes, por autoridad oficial, rompieron los vínculos con Jerusalén. La libre acción del Espíritu Santo anticipa una ruptura que no tuvo lugar para formar meramente parte de la narración escrituraria, sino que fue ocasionada por el poder de Dios para llevar a una posición celestial al testigo que suscitó el Espíritu para denunciar a los judíos como adversarios y declarar su condición fallida. También situó el centro de reunión en el cielo como lo quería el Espíritu –el cielo al que había ido el testigo fiel lleno del Espíritu. Sobre esta tierra había manifestado la apariencia de un ángel a los ojos del concilio que le juzgaba, pero la dureza de sus corazones no los iba a detener en su senda hostil contra el testimonio rendido para Cristo, el cual nos es presentado aquí de modo especial como el testimonio del Espíritu Santo.

Por lo que se nos dice, Esteban[11] no conoció al Señor durante su vida en la tierra. Ciertamente no fue señalado, como los apóstoles, para que fuera un testigo de aquella vida. Pero sí fue el instrumento del Espíritu Santo, que distribuía a quienes Él quería.

Esteban comienza a relatar la historia de ellos desde el principio de los planes de Dios, desde Abraham, torpe para oír, llamado por la revelación del Dios de gloria, pero finalmente conducido por la paciente gracia de Dios a Canaán. Él era extranjero en la tierra prometida, y la servidumbre marcaría a sus descendientes hasta que Dios interviniera en gracia. La suerte del bendito patriarca no fue la de poseer las promesas, sino la de ser un extranjero. Su descendencia había de ser sometida a esclavitud hasta que Dios la libertara con brazo fuerte. Nada sorprende más que las pacíficas maneras de Esteban para sobreponerse a las circunstancias presentes. Cuenta a los judíos la historia que no podían negar, de la que estaban orgullosos, y que los condenaba completamente. Ellos actuaban como lo hicieron sus padres. Dos personas salen a la luz en el relato de Esteban, relacionadas con la bondad de Dios para con Israel en este período: José y Moisés. Israel había rechazado a ambos, entregando a José a los gentiles, y rechazando a Moisés como el líder y el juez. Eran casos que los judíos no podían negar u objetar en contra, que presentaban la historia de Cristo también, el cual, en el tiempo señalado por Dios, será el Redentor de Israel. Ésta es la sustancia del argumento de Esteban. Los judíos rechazaban siempre aquellos que Dios les llevaba y en quienes actuaba el Espíritu Santo, así como el testimonio del mismo Espíritu Santo en los profetas que hablaron del Cristo que ellos traicionaron y mataron. Además de esto, conforme a Moisés ellos adoraron a falsos dioses desde el mismo momento de su liberación de Egipto[12] –un pecado que, pese a la infinita paciencia de Dios, los llevaría cautivos más lejos de la Babilonia que fue su castigo, por haber llenado la medida de su iniquidad.

Es un sumario muy sorprendente de toda su historia –la historia del hombre con todos los medios de restauración que le fueron suministrados. La medida completa de su culpa es declarada. Ellos habían recibido la ley y no la guardaron, rechazaron a los profetas que testificaron de Cristo y traicionaron y mataron al mismo Cristo, resistiendo siempre al Espíritu Santo. El templo, algo en lo que ellos confiaban, Dios lo había descartado. Dios mismo había sido, por decirlo así, un extranjero en la tierra de Canaán, y si Salomón le construyó una casa lo hizo a fin de que el Espíritu declarase que el que poseía el cielo por trono y la tierra por estrado, y cuyo dominio era universal, no habitaría en casas de piedra, la que era creación de Sus manos. Así tenemos todo el compendio de su historia en relación con los últimos días de su juicio. Resistieron siempre al Espíritu Santo, al igual que desobedecieron la ley, y el judaísmo fue sometido bajo juicio después de que la larga paciencia de Dios y Sus caminos de gracia para con el hombre se hubieron agotado. Israel era el hombre bajo los tratos y cuidados especiales de Dios. La culpa del hombre no es solamente el pecado, sino el pecado reincidente, después de todo lo que Dios ha hecho. Es la encrucijada de la historia del hombre. La ley, los profetas, el Espíritu Santo, todos fueron dados, y el hombre seguía enemistado con Dios. La cruz había demostrado todo eso, a la cual fue añadido el rechazo del testimonio del Espíritu Santo sobre un Cristo glorificado. Con el hombre todo había terminado, y algo nuevo empezaba con el segundo Hombre en una relación siempre celestial.

Estando presa la conciencia, endurecidos los corazones y la voluntad inquebrantada, los miembros del concilio se airaron rechinando los dientes en contra de Esteban. Pero si él había de llevar adelante este testimonio definitivo en contra de Israel, no debía detenerse ahí sino continuar este testimonio hasta situarlo en su verdadera posición, la cual dependía de la eficaz expresión de lo que un creyente era en virtud de la presencia del Espíritu Santo habitando en él aquí abajo. En la historia de ellos, tenemos al hombre resistiendo siempre al Espíritu. En Esteban vemos a uno lleno de Él, como consecuencia de la redención.

Tales son los elementos de esta conmovedora y sorprendente escena que forja una época en la historia de la asamblea. Los principales de Israel rechinaron sus dientes contra el poderoso y convincente testimonio del Espíritu Santo, del cual Estaban estaba lleno. Rechazaron a un Cristo glorificado, como habían asesinado a Uno que se había humillado. Veamos el efecto de todo ello en cuanto a Esteban: éste puso los ojos en el cielo, abierto ahora a la fe. Hasta aquí el Espíritu había dirigido su mente capacitándola para que quedara fija en este objeto. El Espíritu revela la gloria de Dios en los cielos a uno que está lleno de este Espíritu, y a Jesús en esa gloria sentado a la diestra de Dios en un lugar de poder –el Hijo del Hombre en un lugar más supremo que el que nos describe el Salmo 2 ó el 8, aunque todas las cosas no estaban aún sujetas a Él (comparar Juan 1:50, 51). Más tarde, se da el resultado del testimonio rendido en presencia del poder de Satanás, el homicida.

«Veo», dice Esteban, «los cielos abiertos». Tal es la posición del verdadero creyente –celestial en esta tierra– en presencia del mundo homicida que rechazó a Cristo. Acariciando la muerte, el creyente ve dentro del cielo por el poder del Espíritu Santo, y al Hijo del Hombre a la diestra de Dios. Esteban no dice “Jesús”. El Espíritu le describe como el Hijo del Hombre. ¡Precioso testimonio para el hombre! No es de la gloria de Dios que él testifica –esto era natural al cielo– sino del Hijo del Hombre en la gloria, siéndole abierto el cielo y mirando a Él como el Señor Jesús para que recibiera su espíritu. Fue el primer ejemplo y completo testimonio del estado del alma del creyente, tras la muerte, con Cristo glorificado.

Con respecto a cómo progresaba el testimonio, no se trataba ya que Jesús era el Mesías y que volvería si se arrepentían –lo cual, no obstante, no deja de ser cierto–, sino que ahora era el Hijo del Hombre en el cielo, abierto para el hombre que está lleno del Espíritu Santo; aquel cielo al cual Dios está a punto de transportar el alma, porque esta es la esperanza y el testimonio de aquellos que le pertenecen. La paciencia de Dios estaba actuando sin duda en Israel, pero el Espíritu Santo abrió nuevas perspectivas y nuevas esperanzas para el creyente[13]. Obsérvese que Esteban, como resultado de ver a Jesús en el cielo, se asemeja perfectamente a Él sobre la tierra –un hecho precioso en gracia para nosotros, sólo que la gloria de Su Persona queda cuidadosamente resguardada en todos los casos. Aunque el cielo fuera abierto a Jesús, Él mismo era el objeto que el cielo contemplaba y reconocía al recibir el reconocimiento público de parte del Padre. Él no necesitó de visión para presentarse un objeto a la fe, ni produjo ello ninguna transformación a la misma imagen porque la gloria se revelara. Sin embargo, las palabras «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» se hallan en «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Y el afecto por Israel que se expresa en la intercesión «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» se halla de nuevo en «Señor no les tengas en cuenta este pecado»; salvo que aquí el Espíritu Santo no afirma que ellos eran ignorantes.

Haremos bien en considerar la luz que se arroja sobre la posición especial de Esteban, el vaso del testimonio del Espíritu, tantas veces rechazado por los judíos. También consideraremos el carácter divino y la Persona de Jesús, algo en lo que Su discípulo abunda. El cielo es abierto a Jesús, el Espíritu Santo desciende sobre Él y es reconocido el Hijo de Dios. El cielo se abre, y los ángeles descienden sobre el Hijo del Hombre; pero Él carece de un objeto que se le presente, pues Él mismo es el Objeto sobre el que todo el cielo arroja su mirada. Los cielos se abrirán al fin de los siglos y Jesús vendrá sobre aquel corcel blanco, esto es, en juicio y triunfo. Aquí también son abiertos los cielos, y el discípulo, el cristiano, lleno del Espíritu Santo, ve dentro de él y contempla a Jesús a la diestra de Dios. Jesús es aún el Objeto, antes que el cielo, para el hombre que cree y está lleno del Espíritu Santo, de tal manera que para el objeto de la fe y la posición del creyente esta escena es definitivamente peculiar. Jesús no tiene objeto, Él es el Objeto del cielo cuando es abierto. Los santos sí lo tienen, y es Jesús mismo en el cielo cuando es abierto. Rechazado por los judíos igual que Jesús, y participando de Sus sufrimientos, lleno de Su Espíritu de gracia los ojos de Esteban quedan fijos en el cielo que el Espíritu Santo abre delante él y ve al Hijo del Hombre presto a recibir su espíritu. El resto viene más tarde, pero no es solamente Jesús a quien los cielos deben recibir hasta la restitución de los tiempos, sino también a las almas de su devoto pueblo hasta el momento que resuciten, y a toda la Iglesia, desprendida de este mundo que le rechazó y del judaísmo que objetó en contra del testimonio del Espíritu Santo. El judaísmo ya no es reconocido, no hay más lugar para él en la misericordia de Dios. Su lugar lo toman el cielo, y la asamblea, que si es consecuente con su llamado seguirá en espíritu a su Maestro hasta allí mientras espera que regrese[14].

Hemos llegado al final de la primera etapa de la asamblea, de su historia en relación inmediata con Jerusalén y los judíos, como el centro al que la obra de los apóstoles apuntaba, «empezando en Jerusalén»; continuada, no obstante, en un remanente piadoso e invitando a Israel a entrar en ella, porque eran nacionalmente el objeto del amor y cuidado de Dios aunque ellos se negasen. Otros sucesos posteriores engrandecen la esfera de labor y de unidad del conjunto, previos a la revelación del llamamiento de los gentiles, propiamente hablando, y de la asamblea como el un Cuerpo, independiente de Jerusalén y apartada de la tierra. Estos sucesos son: la obra de Felipe en la conversión de Samaria y del etíope; la de Cornelio, con la visión de Pedro que tuvo lugar después de la vocación de Saulo, quien fue introducido en medio de ellos por un judío de buena reputación entre todos; las labores de Pedro en la tierra de Canaán, y finalmente, la relación que se establece entre los apóstoles en Jerusalén y los gentiles convertidos en Antioquía; la oposición de Herodes, el falso rey de los judíos, y el cuidado que Dios se toma con Pedro; el juicio de Dios entre los gentiles empezando en Antioquía, que preparó la conversión de Pablo con unos medios y una revelación bastante peculiares. Sigamos en detalle estos capítulos.

 

Capítulo 8

Después de la muerte de Esteban, comienza la persecución. La victoria, obtenida por el odio cuyo resultado fue permitido por la Providencia, abre las puertas a la violencia de los líderes judíos, enemigos del evangelio. La barrera que les impedía su cometido estaba ahora levantada, y las olas de su pasión se desbordan. A menudo la gente es refrenada por lo que les queda de conciencia, por sus hábitos o por cierta idea sobre los derechos de los demás, pero cuando los diques se agrietan, el odio –el espíritu de matar que se halla en el corazón– queda saciado por las acciones humanas que muestran al hombre dejado a sí mismo. Todo este odio permitió llevar a cabo la voluntad de Dios, la cual si se hubiera realizado tal vez en circunstancias diferentes, el hombre habría fracasado y no habría podido, incluso en unos aspectos, ejecutarla en juicio soberano. La dispersión de la asamblea fue el juicio para Israel –un juicio que los discípulos hubieran hallado difícil declarar y ejecutar aun cuando se les hubiera dado mayor luz, pues sea cual sea la bendición y la energía en la esfera donde opera la gracia de Dios, los caminos que Él prepara para dirigir todo están en su mano. Nuestra porción respecto a ello, como respecto a los de afuera, es en la gracia.

Toda la asamblea, excepto los apóstoles, se dispersa. Es dudoso que los apóstoles hicieran bien en quedarse y si una fe más sencilla no hubiera hecho que partieran lejos, evitándole de este modo más de un conflicto y dificultades a la asamblea, debido al hecho de que Jerusalén continuaba siendo un centro de autoridad[15]. El Señor había dicho en vistas a Israel: «Cuando en una ciudad os persigan, huid a la otra», y después de Su resurrección Él les ordena hacer discípulos en todas las naciones. Esta misión no la vemos cumplida en la historia de los Hechos y en la obra entre los gentiles. Como vemos en Gálatas 2, y por un especial acuerdo que halló aceptación en Jerusalén, fue confiada a Pablo y depositada sobre una base totalmente nueva. La Palabra no nos dice nada del cumplimiento de esta misión de los doce hacia los gentiles, a menos que nos refiramos a la corta insinuación al final del libro de Marcos. Dios obra con poder en Pedro respecto a la circuncisión, y en Pablo obra con respecto a los gentiles. Cabe decir que los doce no fueron perseguidos. Es posible, y no quiero precipitarme en este punto, pero es cierto que los pasajes que he citado no tengan cumplimiento en la historia bíblica, y que una disposición nueva, un nuevo orden de cosas, es lo que tuvo lugar en vez de lo que el Señor prescribió, y que los prejuicios judaicos tuvieron de hecho una influencia derivada de esta concentración en Jerusalén, prejuicios que Pedro incluso tenía dificultad para abandonar.

Aquellos que fueron esparcidos predicaron la Palabra por doquier, solamente a los judíos, antes de que algunos de ellos llegaran a Antioquía (cap. 11:19).

Felipe descendió hasta Samaria y predicó a Cristo a los samaritanos, y efectuó algunos milagros. Todos aceptaron su mensaje y fueron bautizados. Un hombre hasta entonces ocupado con encantamientos que hechizaban a todos, haciéndoles decir que se trataba del poder de Dios, se sometió al poder que eclipsaba sus falsos prodigios, y quedando tan convencido de su realidad del mismo modo como era consciente del engaño del suyo. Los apóstoles no provocan ningún escándalo con relación a Samaria, pues la historia de Jesús les debió de haber iluminado en este sentido. Además, los samaritanos no eran gentiles. Allí se encontraba un helenista que predicaba el evangelio.

Descubrimos otra verdad aquí en relación con el regular avance de la asamblea, principalmente la concesión del Espíritu Santo por medio de la oración y la disposición de manos; un hecho a tener en cuenta en la historia de los tratos de Dios. Samaria era, al fin y al cabo, una conquista que todo el ardor del judaísmo nunca había podido adquirir. Era un nuevo y brillante triunfo a favor del evangelio. La energía espiritual para someter al mundo era prerrogativa de la asamblea. Jerusalén fue dejada de lado, pues sus días habían llegado a su ocaso.

La presencia del Espíritu Santo actuando en Pedro guarda a la asamblea de la entrada de los hipócritas, instrumentos de Satanás. La poderosa realidad de que Dios estaba allí se manifestaba trayendo a la luz lo que las circunstancias habían ocultado. Arrastrado por la fuerte corriente, Simón había rendido su inteligencia a la autoridad de Cristo, cuyo nombre glorificaba el ministerio de Felipe. El verdadero estado de su corazón, el deseo de exhibirse, la completa oposición que había entre su condición moral y todo principio –la luz de Dios– quedan desnudos ante el hecho de que un hombre puede impartir el Espíritu Santo; y él deseaba comprar este poder con dinero. ¡Qué insensato! Es así que la incredulidad pasajera que recibe exteriormente las cosas de Dios queda en evidencia, por algo tan notoriamente contrario a lo divino que su verdadero carácter es incluso evidente para un niño de la escuela de Dios.

Samaria establece una relación con el centro de la obra en Jerusalén, donde se hallaban aún los apóstoles. La concesión a los samaritanos del Espíritu Santo significaba un tremendo paso en el crecimiento de la asamblea. Ellos eran por supuesto circuncidados y aceptaban la ley, pese a que el templo había perdido su importancia; el cuerpo de los creyentes estaba más consolidado. Mientras permaneciesen todavía en Jerusalén sería para ellos un provecho positivo, pues cuando Samaria recibió el evangelio entró en relación con su antigua rival y con lo que representaban los apóstoles para esta ciudad, y hubo de someterse a Jerusalén. Probablemente los apóstoles, durante aquel tiempo de persecución, no acudían al templo. Dios les había abierto fuera una ancha puerta y les compensó en su obra por el éxito que tuvieron los gobernantes de Israel cuando detuvieron su curso en Jerusalén. La energía del Espíritu estaba con los apóstoles. En otras palabras, aquello que es presentado aquí es la libre energía del Espíritu en otras personas, además de los apóstoles, fuera de la Jerusalén arrogante, y las relaciones mantenidas con ellos en esta ciudad con su acción vital mediante la autoridad y poder con los que fueron investidos.

Habiendo cumplido su trabajo, y después de evangelizar varias aldeas de los samaritanos, Pedro y Juan regresan a Jerusalén. La obra prosigue fuera por otros medios. Felipe, el cual representa el carácter de solícita obediencia con un corazón sencillo, es llamado a dejar su próspero trabajo y toda la importancia que de él se derivaba, así como el respeto y el afecto que rodeaban el mismo. «Levántate», le dijo el Espíritu, «y ve hacia el sur, al camino que desciende de Jerusalén a Gaza.» Este camino era un desierto. La obediencia dispuesta de Felipe no se detiene a pensar en la diferencia entre Samaria y Gaza, sino en cumplir la voluntad de Dios. El evangelio se extendía ahora a los prosélitos de entre los gentiles, abriéndose camino para alcanzar el centro de Etiopía. El tesorero de la reina es admitido entre los discípulos del Señor por medio del bautismo, lo cual selló su fe en el testimonio del profeta Isaías; luego siguió su camino regocijándose en la salvación. Había emprendido un penoso viaje desde un país lejano en cumplimiento de un deber legal y unos rituales en Jerusalén, pero con fe en la Palabra de Dios. ¡Hermosa escena de la gracia del evangelio! Llevó a su casa aquello que la gracia había derramado sobre él, aquello que su agotador viaje por el desierto no le había procurado. Los pobres judíos, que habían ahuyentado el testimonio lejos de Jerusalén, están fuera de todo esto. El Espíritu del Señor se lleva a Felipe para ser hallado en Azoto, pues todo el poder del Señor está al servicio del Hijo del Hombre para el cumplimiento del testimonio para Su gloria. Felipe evangelizó todas las ciudades hasta Cesarea.

 

Capítulos 9-11

Una obra y un obrero de otras características entran ahora en la escena. Hemos visto la oposición inveterada de los principales de Israel hacia el testimonio del Espíritu Santo, su obstinación en rechazar la paciente gracia de Dios. Israel rechazó toda la obra del Dios de gracia por propia cuenta, y Saulo se hace portador de su odio para con los discípulos de Jesús, para con los siervos de Dios. Insatisfecho con buscarlos fuera de Jerusalén, pide cartas al sumo sacerdote para ir y poner su mano sobre ellos en las ciudades aledañas. Cuando Israel está en suma oposición a Dios, Saulo se convierte en el celoso propagador de su maldad –en ignorancia, por supuesto– y también en el esclavo a voluntad de sus prejuicios judaicos.

Ocupado con esto, Saulo se acerca a Damasco, cuando en su frenética carrera de voluntad inquebrantable le detiene el Señor. Una luz del cielo resplandece ante él y le envuelve en su brillo cegador. Cae a tierra y escucha una voz que le dice: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» La gloria que le había tirado al suelo despejó cualquier duda sobre que la autoridad de Dios se revelaba en esta luz, acompañando el sonido de Su voz. Siendo quebrantada su voluntad y sometida su mente, pregunta: «¿Quién eres, Señor?» La autoridad de Aquel que hablaba era incuestionable. El corazón de Saulo quedó sujeto a esta autoridad, la de Jesús. La carrera de voluntad propia había terminado para siempre. Pero eso no era todo. El Señor de gloria también tenía en cuenta, como si se tratara de Él mismo, a los pobres discípulos que Saulo deseaba llevarse prisioneros a Jerusalén.

¡Cuántas cosas salen a la luz en estas palabras! El Señor de gloria se reveló como Jesús, a quien Saulo perseguía. Los discípulos eran uno con Él, los judíos sostenían una guerra abierta con el mismo Señor, y el sistema entero que ellos mantenían, toda su ley y autoridad oficial, así como las ordenanzas de Dios, no les habían frenado en su agresividad contra el Señor. El mismo Saulo, armado de autoridad, se mantenía ocupado borrando el nombre del Señor y de Su pueblo de la faz de la tierra. Pero un terrible descubrimiento, poderoso en sus resultados y que abatió completamente su alma, tampoco dejó ningún elemento moral de su alma con fuerza. La atenuación del mal era algo infructífero, pues el celo del judaísmo era un celo en contra del Señor. La propia conciencia de Saulo había avivado este celo. Las autoridades que Dios había constituido, rodeadas por el halo de siglos de honor, habían visto cómo disminuía su brillo debido a las calamidades presentes de Israel, que no poseía nada salvo religión. Estas autoridades habían tolerado y favorecido sus esfuerzos dirigidos contra el Señor. El Jesús que ellos rechazaron, era el Señor. El testimonio que se esforzaron en suprimir era Su testimonio. ¡Qué cambio para Saulo! Qué posición tan nueva para las mentes de los apóstoles que permanecían en Jerusalén bajo la dispersión, y que seguían fieles a pesar de la oposición de los gobernantes y no abandonaban nunca la relación que tenían con la nación.

La obra fue todavía más lejos. Siendo mal aconsejado, porque creía que debía llevar a cabo muchas cosas en nombre de Jesús de Nazaret, Saulo se hizo enemigo del Señor. Una rectitud irreprochable conforme a la ley, y como este hombre la concebía, le endureció hasta el punto de oponerse abiertamente al Señor. Sus superiores, las autoridades de la antigua religión –en las que todo su ser descansaba en cuanto a moral y religión– todo quedó quebrantado en su interior. El hombre fue hecho pedazos delante de Dios. Nada estaba descubierto en él excepto una enemistad enfrentada a Dios, pues la propia voluntad fue también doblegada en aquel que una hora antes era el hombre jactancioso, religioso y carente de culpa. Comparar Gálatas 2:20; Filipenses 3; 2 Corintios 1:9; 4:10 y otros muchos pasajes.

Otros puntos importantes son expuestos aquí. Saulo no había conocido a Jesús en la tierra. No tenía un testimonio de Él porque no le había conocido desde el principio y no había declarado que fue hecho Señor y Cristo. No es el Jesús que sube al cielo y se oculta allí, sino el Señor que se le aparece por primera vez en el cielo anunciándole que era Jesús. Un Señor glorioso es el único al que él conoce. Su evangelio –como él mismo declara– es el evangelio de la gloria. Si hubiera conocido a Cristo según la carne, no le habría conocido ahora. Hay todavía un principio importante que hallamos aquí. El Señor de gloria tiene a sus miembros en la tierra. «Yo soy Jesús, a quien tú persigues». Era Él mismo, aquellos pobres discípulos eran hueso de Sus huesos y carne de Su carne. Él velaba sobre ellos y los amaba como Su propia carne. La gloria y exclusividad de los santos con Jesús, su Cabeza en el cielo, son las verdades relacionadas con la conversión de Saulo, con la revelación de Jesús a él, con la formación de fe en su corazón, y todo ello de una manera que despojaba de su alma el judaísmo, en la que esta religión se había aposentado como parte integrante de su existencia y que le confería todo su carácter.

Un punto muy notable y que se deduce del relato que el apóstol da más adelante en el libro sobre esta visión, está relacionado con su carrera: «Separándote», dice el Señor, «del pueblo y de los gentiles, a los que ahora yo te envío». Este final moral de Saulo le separó de ambos –de los judíos, por supuesto, pero sin hacer que se sintiera gentil tampoco– y le unió con un Cristo glorificado. En su nuevo estado espiritual, no era ni judío ni gentil. Toda su vida y ministerio fluyeron de su asociación con un glorificado Cristo celestial.

Sin embargo, entró en la asamblea por los medios usuales –como Jesús en Israel– tomando humildemente su lugar donde la verdad de Dios fue establecida con poder. Ciego durante tres días y absorto totalmente por tal hallazgo, no come ni bebe; después, aparte del hecho de que quedó ciego, algo que constituía una prueba inequívoca y silenciosa de lo que le había sucedido, su fe tuvo que ser confirmada con la llegada de Ananías, el cual le declararía de parte del Señor los sucesos que le habían acontecido, no obstante haber permanecido en la ciudad. Una circunstancia sorprendente, si tenemos en cuenta que en una visión Saulo había visto a Ananías acudiendo a él y restaurando su vista. Así, Saulo recibió la vista y fue bautizado. Luego comió y recobró fuerzas. La conversación de Jesús con Ananías es notable porque muestra con qué clara evidencia se revelaba aquellos días el Señor, y la santa libertad y confianza con las que el veraz y fiel discípulo conversaba con Él. El Señor habla en detalle con Ananías, como lo haría un hombre a su amigo, del lugar y circunstancias que hicieron que razonara con el Señor con una mente confiada y abierta acerca de Saulo. Jesús le respondió, no con autoridad rigurosa sino con gracia de detalles, pues de todos modos tenía que serle obediente, y le declara que Saulo había sido un vaso escogido para dar a conocer Su nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel, que le mostraría cuánto tenía que sufrir por amor a Él.

Saulo no se demora en confesar y manifestar su fe, y lo que él dijo en adelante es digno de ser tenido en cuenta. Predicaba en la sinagoga que Jesús era el Hijo de Dios. Fue la primera vez que se decía algo así. Decía que Él fue exaltado a la diestra de Dios; que Él era Señor y Cristo ya se había predicado. El rechazado Mesías fue enaltecido en los cielos. Ésta es la sencilla doctrina en cuanto a Su gloria personal. Jesús es el Hijo de Dios. En las palabras de Jesús a Ananías, los hijos de Israel vienen en último lugar.

Saulo no comienza todavía su ministerio público. Por decirlo de alguna manera, es solamente la expresión de su fidelidad personal, su celo y su fe entre aquellos que le rodeaban, con los que él tenía una relación natural. Poco antes de que se manifestara una oposición en la nación que no quería a Cristo, al menos como Dios lo hubiera deseado, los discípulos le ayudaron a partir deslizándole por la pared en una canasta, y por medio de Bernabé –un hombre bueno, lleno del Espíritu Santo y de fe, a quien la gracia había enseñado a valorar la verdad con respecto al nuevo discípulo–, el temeroso Saulo halló su lugar entre los discípulos en Jerusalén[16]. Singular posición la suya de no haberse visto absorto por el pensamiento de Jesús. ¡Triunfo hermoso del Señor! En Jerusalén discute con los helenistas. Él era uno de ellos. Los hebreos no eran de su esfera natural. Procuraron darle muerte, pero los discípulos le hacen descender al mar para enviarle a Tarso, su ciudad natal. El triunfo de la gracia, por medio de la mano de Dios, pudo silenciar al adversario. Las asambleas son dejadas en paz, edificándose ellas mismas cuando andan en el temor de Dios y en el consuelo del Espíritu Santo, dos grandes elementos de bendición. Estas asambleas crecen en número, y las persecuciones determinan los designios de Dios. La paz que Él ofrece es acompañada por el crecimiento en la gracia y en el conocimiento de Sí mismo. Aprendemos los caminos y el gobierno de Dios en medio de la imperfección del hombre.

Siendo establecida la paz por medio de la bondad de Dios –el solo recurso de aquellos que esperan confiados en Él sometiéndose a Su voluntad–, Pedro viaja por todas partes de Israel. El Espíritu de Dios narra aquí esta circunstancia, entre la conversión de Saulo y el momento en que comienza su obra apostólica, para mostrarnos, no lo dudo, la energía de Pedro en el preciso instante que el llamamiento de este nuevo apóstol iba a introducir más luz y una obra que era nueva en muchos aspectos importantes, y que aprobaba la que había sido hecha anteriormente por el Espíritu, dejando de lado los progresos en el cumplimiento de Sus consejos. Todo con el fin de mostrarnos la entrada de los gentiles en la asamblea como fue al principio fundada por Su gracia y guardada en unidad, poniendo Su sello sobre esta obra de gracia celestial.

La asamblea existía. La doctrina de su unidad como el cuerpo de Cristo, fuera del mundo, no se había dado a revelar todavía. La recepción de Cornelio en ella no anunciaba esto, pero sí preparaba el camino para su revelación.

La inextinguible fortaleza de Pedro, su autoridad apostólica en medio de la escena en la cual tuvo lugar la entrada de Cornelio a la casa espiritual de Dios, y en relación con su ministerio, después del llamamiento de Saulo, que a la vez abrió nuevas perspectivas, son hechos que sumados confirman lo que había sucedido antes. La obra original fue poco a poco puesta de lado para dar lugar a otra obra. La visión de Pedro no reveló la asamblea como el cuerpo de Cristo, así como tampoco lo hizo la admisión de Cornelio. Estas visiones sólo venían a decir que si en cada nación había quienes temían a Dios, eran aceptables delante de Él –en una palabra, que el favor de Dios no se limitaba a los judíos solamente, siendo innecesario convertirse en judío para poder beneficiarse de la salvación que es en Cristo. La unidad del cuerpo unido a su Cabeza en el cielo no fue presentada por este suceso, pero preparó la vía para que esta verdad fuese expuesta, ya que, de hecho, el gentil fue admitido en la tierra sin haber tenido que convertirse en judío. Esto se iba haciendo de manera individual pese a que la doctrina misma no era conocida aún. El arrepentimiento para vida eterna era también algo ofrecido a los gentiles. El Espíritu Santo –el sello de la bendición cristiana entre los judíos, el fruto de la redención llevado a cabo por Jesús– fue ofrecido tanto a judíos como a gentiles. Los últimos podían quedar confundidos ante ello, pero no podían resistirse a Dios. La gracia haría que le alabaran por ello.

Desde el capítulo 9:32 al 11:18 vemos, pues, el poder del Espíritu de Dios con Pedro en medio de Israel, y la admisión de los gentiles en la asamblea terrenal sin necesidad de una conversión al judaísmo, ni que se sometieran al orden antiguo que estaba desapareciendo. El sello del Espíritu fue puesto sobre ellos, y los líderes de las asambleas en Jerusalén, así como los más celosos de la circuncisión, aceptaron todo ello por voluntad divina, y alababan a Dios en la aceptación de todas estas cosas a pesar de sus prejuicios. La puerta quedó abierta para los gentiles. Fue un gran paso  que se dio. La preciosa doctrina de la asamblea tenía que ser aún anunciada.

Pedro proclamó el llamamiento de los gentiles en su primer discurso, pero para ser consciente de ello, y dar forma a sus condiciones en relación con lo que ya había existido históricamente, se precisaba la intervención, la autoridad y la revelación de Dios. El progreso se hace evidente a través de la paciente gracia de Dios, pues no tenía que ver nada con ello la sabiduría humana. Judío desde el principio, el pueblo en Jerusalén recibió la enseñanza de que Jesús volvería si ellos se arrepentían. Este testimonio de la gracia fue rechazado, y, en la persona de aquel que lo mantenía, las primicias de la iglesia suben al cielo. El Espíritu Santo, en Su soberana libertad, actúa en Samaria y entre los prosélitos. Siendo diseminada la asamblea por la persecución, Saulo nos es introducido por la revelación de un Cristo glorioso y por el testimonio de Su boca, que implica la unión de los santos en la tierra como un solo cuerpo, con Él su Cabeza en el cielo. Después de esto, un convertido y piadoso gentil recibe la fe en Cristo y en el Espíritu Santo, de modo que, señalado por este testimonio –el sello de Dios a su fe– el apóstol y los discípulos, que estaban más apegados al judaísmo, le reciben. Pedro le recibe bautizándole, y los demás le reciben por la aceptación del acto de Pedro.

Observemos aquí que la salvación no es sólo el hecho de haber recibido la vida y esta piedad, sino que es también la completa liberación que nos presenta a Él en justicia, lo cual Dios ofrece a cada uno que recibe vida a través de la operación divina. Cornelio era en verdad temeroso, pero escuchó las palabras de una obra hecha para él que le haría salvo, y como sabemos, se salvó. Finalmente, el sello del Espíritu Santo recibido al creer en Jesús[17] es la base sobre la cual aquellos que Dios acepta Él también reconoce. Esto es la plena evidencia para el hombre.

El capítulo 11:19 comienza la narración del nuevo orden de cosas por el que se diferencia el ministerio de Pablo. Entre los que fueron esparcidos en ocasión de la muerte de Esteban, llegando tan lejos como Antioquía para predicar al Señor Jesús, se hallaban quienes habitualmente tenían más contacto con los griegos porque procedían de Chipre y de Cirene. Éstos se dirigieron a los griegos en esta antigua capital de los seléucidas, y muchos recibieron su palabra y se convirtieron al Señor. La asamblea en Jerusalén, dispuesta por la evidencia que la conversión de Cornelio dio sobre la entrada en ella de los gentiles, da la bienvenida a este acontecimiento y envía al chipriota Bernabé a Antioquía. Hombre bueno y lleno del Espíritu Santo, su corazón se llena de gozo al contemplar esta obra de la gracia de Dios. Mucha gente es añadida para el Señor.

Hasta aquí todo está vinculado a la obra en Jerusalén, aunque ahora se extendía a los gentiles. Bernabé, que no parecía más capacitado para la obra de lo que era conducido por Dios, partió a Tarso en busca de Saulo cuando veía que en Jerusalén querían matarle. Ambos se reúnen con la asamblea en Antioquía, y enseñan allí a mucha gente. Todo lo que va sucediendo tiene relación con Jerusalén, de donde unos profetas descienden anunciando una hambruna en toda la tierra. Los vínculos entre el rebaño y Jerusalén como centro se hacen evidentes, y se fortalecen cuando son enviados a esta metrópolis religiosa del judaísmo el consuelo y alivio de parte de los hermanos, siendo que Jerusalén era considerada también el foco del cristianismo, que tuvo comienzo en el remanente judío que puso su fe en Jesús como el Cristo.

A Bernabé y Saulo se les encomienda esta tarea para llevarla a cabo en Jerusalén. Esta circunstancia nos retrotrae a la ciudad donde el Espíritu tiene todavía algo que mostrarnos de los caminos de Dios.

 

Capítulo 12

Para satisfacer a los judíos, Herodes empieza a perseguir la asamblea en esta ciudad. Podemos observar aquí que la compañía de creyentes en Antioquía es llamada también la asamblea (Iglesia), algo que no hallamos en ningún otro lugar hasta ahora. Todos eran considerados parte integrante de la obra en Jerusalén[18], así como los judíos eran considerados una parte en relación con ese centro de su sistema religioso, ya fueran numerosas sus sinagogas o grande la influencia de sus rabinos. Cada judío verdadero tenía su origen en Jerusalén. Bernabé y Saulo se reunían con la iglesia o asamblea en Antioquía, una asamblea local que se había formado, consciente de su existencia distinta de la de Jerusalén, aunque en relación con ésta misma. Comienzan a nacer asambleas fuera de la metrópolis.

Volvamos a Jerusalén. Herodes, un rey impío, y en ciertos aspectos una figura del rey adversario del fin, empieza a perseguir al remanente fiel en Jerusalén. No era que solamente los judíos se opusieran a este remanente. El rey, al que ellos como judíos detestaban, se une con ellos movido por el odio hacia el testimonio celestial, pensando ganarse su favor. Hace matar a Santiago, y se dispone a detener a Pedro para meterle en prisión. Pero Dios guarda a Su siervo y le libera a través de Su ángel, como respuesta a las oraciones de los santos. Él permite que algunos fueran muertos –feliz testimonio de su porción celestial en Cristo–, y guarda a otros para que continúen el testimonio sobre la tierra pese a todo el poder, por lo visto irresistible, del enemigo; un poder que el Señor utiliza, cuando Él quiere y como Él quiere, para producir confusión a través de la manifestación de aquello que a Él y sólo a Él le pertenece. Los pobres santos, aunque oran con todo fervor –aquellos días tenían ya reuniones de oración– no dan crédito a sus ojos cuando ven a Pedro acercándose a la puerta como señal de que Dios respondió a sus oraciones. El deseo sincero se presenta a sí mismo a Dios; la fe apenas sabe reconocerle.

Confundido por el poder de Aquel que él resistía, Herodes condena a muerte a los instrumentos de su odio y se marcha al trono gentil de su autoridad. Exhibiendo allí su gloria, aceptaba el honor adulador del pueblo que lo recibía como un dios, y Dios le castiga para mostrarle que Él es el gobernador de este mundo, prescindiendo así del orgullo del hombre. La Palabra de Dios se extendía mediante Su gracia, y Bernabé y Saulo, habiendo cumplido su ministerio, regresan a Antioquía llevándose con ellos a Juan, de sobrenombre Marcos.

 

Capítulo 13

Llegamos ahora al comienzo de la historia directa de la obra, que era nueva en algunos sentidos, esto es, que estaba relacionada con la misión de Pablo a través de la intervención directa del Espíritu Santo. No es ahora Cristo sobre la tierra, quien por Su autoridad personal envía a los doce, investidos después desde lo alto con poder del Espíritu Santo para anunciar Su exaltación en los cielos y Su regreso, y reunir bajo el signo de la cruz a los que creerían en Él. Pablo ha visto a Cristo en la gloria, y por ello se reunió con la asamblea que ya estaba reunida. Aquí no se trata del Cristo que está presente y le comisiona como testigo de Su presencia sobre la tierra, o de Su rechazo como Aquel que Pablo había conocido. El mismo Espíritu Santo le envía, no desde Jerusalén, sino desde una ciudad griega en la que con poder libre y soberano Él había convertido y reunido algunos gentiles, así como también a algunos judíos, formando una asamblea cuya existencia quedó marcada inicialmente por el hecho de que el evangelio fuera predicado a los griegos.

En este capítulo nos hallamos de nuevo en la asamblea en Antioquía, y en medio de la acción independiente[19] del Espíritu de Dios. Algunos profetas estaban allí, y Saulo entre ellos. Ayunaban y se ocupaban del servicio del Señor. El Espíritu Santo les ordena que apartaran para Él a Bernabé y a Saulo para la obra a la cual les había llamado. Tal fue el origen del ministerio de estos dos. Sin lugar a dudas, este ministerio llevaba testimonio para Aquel en quien habían creído, y a quien Pablo, finalmente, había visto, y era bajo Su autoridad que ellos actuaban. El origen obvio y positivo de su misión era el Espíritu Santo. Fue Él que les llamó a la obra. Fueron enviados (v. 4) por Él –un principio trascendente en cuanto a los caminos del Señor sobre la tierra. Con esto salimos de Jerusalén, del judaísmo, de la jurisdicción de los apóstoles designados por el Señor cuando Él estaba en la tierra. A Cristo no se le conoce más según la carne, como Saulo lo expresa cuando se convierte en Pablo. Tenían que confrontar el espíritu judaico, tener consideración hacia este espíritu siempre que fuera sincero. Pero los orígenes de su obra no tienen relación con el sistema que aquélla no reconocía ahora como punto de partida. Un Cristo glorioso en los cielos, el cual reconoce a los discípulos como miembros de Su mismo Cuerpo en el cielo –una misión del Espíritu Santo en la tierra que sólo conoce Su energía como el origen de toda acción y autoridad (llevando testimonio, claro está, a Cristo)– es la obra que ahora comienza y que es encomendada a Bernabé y a Saulo.

Bernabé forma ahora un vínculo entre ellos dos. Él era un helenista de Chipre, y fue él quien presentó a Saulo a los apóstoles después de su conversión cerca de Damasco. Bernabé tenía un corazón mucho más predispuesto hacia los testimonios de la gracia divina que los apóstoles y los otros que habían bebido de un judaísmo estricto. Dios en su gracia provee para todas las cosas. Siempre se hallan, donde se los necesita, un Bernabé, un Nicodemo, un José y un Gamaliel. Los actos de Dios en este sentido son destacables en toda esta historia. ¡Sirva esto para estar tanto más confiados en Aquel que dispone todas las cosas, haciendo su voluntad por su Espíritu!

No obstante, el vínculo se romperá pronto. Ocurrirá en relación todavía con las «viejas vestiduras», con los «odres viejos», bendecido como fue este hombre de quien el Espíritu Santo rendía tan buen testimonio, y en quien observamos un carácter exquisito. Bernabé se propuso llevarse consigo a su parentela (Col. 4:10), que era Marcos. Éste regresó a Jerusalén casi desde el comienzo de la obra de evangelización en las regiones gentiles; y Saulo continúa su obra con los instrumentos que se formaron bajo su mano, o un Silas que prefirió quedarse en Antioquía cuando podía haber vuelto desde allí con Judas, después de haber terminado el servicio particular que se le había encomendado en Jerusalén.

Enviados de esta manera por el Espíritu Santo, Bernabé y Saulo parten hacia Seleucia con su ayudante en el ministerio Juan Marcos, para continuar adelante hasta Chipre. Hallándose en Salamina, pueblo isleño, predican la Palabra de Dios en las sinagogas de los judíos. Cualquier expresión que la energía del Espíritu Santo tomara, Él actuaba en relación con los consejos y las promesas de Dios con perfecta paciencia. Al final de su vida, pese a las innumerables contradicciones de los judíos, implacables y vejatorias en naturaleza, con las que ellos hostigaron al apóstol, él avanzó hasta el judío primero y después hasta los gentiles, tal como los caminos y consejos de Dios habían determinado. Una vez que fueron introducidos éstos allí donde la verdad y la gracia eran plenamente reveladas, no había diferencia entre el judío y el gentil. Dios es uno en carácter y se revela plenamente; el velo fue rasgado. El pecado es uno en su carácter y opuesto a Dios. El fundamento de la verdad no cambia, y la unidad de la asamblea está relacionada con la altura de la gracia en Dios, la cual desciende hasta penetrar en la profunda conciencia de pecado, respecto al cual se ha manifestado esta gracia misma. En cuanto a los caminos de Dios sobre la tierra, los judíos tenían el primer lugar, y el Espíritu, que está por encima de todo, puede actuar entonces en plena libertad al reconocer todos los caminos de la soberanía de Dios; incluso Cristo, que se hizo a Sí mismo un Siervo en gracia, se sometió a todos ellos, y estando ahora exaltado a la diestra de Dios hace converger toda esta variedad de caminos y dispensaciones en Sí mismo como cabeza y centro de una gloria de la que el Espíritu Santo da testimonio. El objetivo es llevar a término este testimonio aquí abajo, hasta donde sea posible, a través de la gracia. Esto no es obstáculo para que el apóstol pronuncie un juicio distinto y positivo acerca de la condición de los judíos, siempre que la ocasión lo requiere.

Aun aquí, al comienzo de su ministerio, las dos cosas se presentan juntas. Hemos observado ya que el apóstol empezó con los judíos. Después de atravesar la isla, llegó al centro del gobierno. El procónsul, un hombre prudente y reflexivo, pide poder escuchar el evangelio. Hostigado por un falso profeta, que se aprovechaba de la sed de un alma por querer llenar el vacío que experimentaba en las fútiles ceremonias paganas, así como en la nefasta inmoralidad que en ellas había, este hombre manda llamar a Bernabé y Saulo. Elimas los resistió, lo que era natural, porque de lo contrario habría perdido su influencia con el gobernador si éste hubiese recibido la verdad que Pablo predicaba. Ahora bien, Elimas era judío. Saulo, llamado a partir de aquí Pablo, lleno del Espíritu Santo pronuncia sobre él la sentencia de parte de Dios de una ceguera temporal, que le fue enviada al momento por la poderosa mano divina. Asombrado el procónsul por el poder que acompañaba esta palabra, se sometió al evangelio de Dios.

No dudo que vemos en este desdeñable Barjesús una figura de los judíos en el tiempo actual, castigados temporalmente por una ceguera por haber sido aprensivos con la influencia del evangelio. A fin de llenar la medida de su iniquidad, hicieron resistencia a la predicación de los gentiles. Su condición es juzgada, y su historia es dada en misión a Pablo[20]. Ellos han sido castigados por su oposición a la gracia y por su intento de destruir los efectos de la misma sobre los gentiles. Todo ello, no obstante, por un tiempo.

Saliendo de Pafos, se adentran en Asia Menor. Ahora Pablo ocupa definitivamente su lugar a los ojos del historiador del Espíritu. Toda su compañía la formaban sólo aquellos que estaban con Pablo, una expresión en griego (hoi peri Paulon) que dice todo de Pablo. Cuando alcanzaron Perga, Juan Marcos los deja para regresar a Jerusalén –una forma más apaciguada y moderada de influencia judía, pero que mostraba, allí donde se ejercitaba, que si no levantaba oposición robaba cuando menos el vigor necesario para la obra de Dios que estaba desplegándose entre los gentiles. Bernabé continuó más lejos con Pablo en la obra. El apóstol comienza de nuevo con los judíos cuando llegan a Antioquía de Pisidia. Entra en la sinagoga el sábado y, por petición del gobernador, proclama al Jesús rechazado y crucificado por los judíos en Jerusalén, pero que fue resucitado por el poder de Dios, y que Él los justificaría de todas las cosas de las que la ley de Moisés no podía justificarlos. Aquí el testimonio de Pablo es muy similar al de Pedro, pero especialmente ajeno al de éste al comienzo de la epístola a los Hebreos por lo que toca al carácter del testimonio: el versículo 33 es casi el mismo que el del testimonio de Pedro en Hechos 3. En el versículo 31, él emplaza claramente a los doce en el lugar del testimonio a Israel como aquellos que habían acompañado al Señor y le habían visto después de Su resurrección. «Ellos son», dice «sus testigos para el pueblo». Pero el testimonio de Pablo, que en cuanto al cumplimiento de las promesas en la venida de Cristo, y las misericordias de David que recibieron el suyo en Su resurrección, vuelve ahora a tomar el orden de la predicación de Pedro, se desvía de éste en un punto importante. No se refiere en ningún momento a que Dios haya hecho a Jesús Señor y Cristo, sino que anuncia la remisión de pecados efectuada en Su nombre, y exhorta a los que le escuchaban a no descuidar esta salvación tan grande[21].

Muchos siguieron a Pablo[22] y Bernabé siendo exhortados por ellos a perseverar en la gracia que les habían anunciado. La gran masa del pueblo se reunió el sábado siguiente para escuchar la Palabra de Dios. Los gentiles suplicaron que este evangelio de la gracia les fuera otra vez predicado. Sus almas habían hallado más verdad en la doctrina del único Dios, reconocido por los judíos, que en la hueca adoración de los paganos, la cual para una mente despierta e insatisfecha dejaba de suscitar alimento que la saciara y no permitía que la imaginación se entretuviera con ceremonias que se ofrecían atractivas a la ignorancia. Una ignorancia así quedaría, pues, cautivada por la pompa de tales fiestas, acostumbrándose más a la gratificación del elemento religioso de la carne. Aun así, la doctrina del único Dios aceptada fríamente, aunque sí vaciaba la mente de toda la insensatez del mito pagano, no era de alimento para el alma como el poderoso testimonio de un Dios que actúa en gracia, rendido por el Espíritu Santo por mediación de los heraldos que Él había enviado –un testimonio que manteniéndose fiel a las promesas hechas a los judíos, era anunciado no obstante como «palabra de salvación» a todos los temerosos de Dios. Pero los judíos, aprensivos ante el resultado que el evangelio pudiera producir en el alma sedienta en un modo que su sistema no podía, resisten a Pablo y blasfeman contra la doctrina de Cristo. Entonces, Pablo y Bernabé se dirigen sin vacilación a los gentiles.

Fue un momento importante y decisivo. Estos dos mensajeros del Espíritu Santo se refieren al testimonio del Antiguo Testamento con respecto al propósito de Dios hacia los gentiles, de quienes Cristo tenía que ser la luz –un propósito que ellos llevaron a cabo conforme a la inteligencia que el Espíritu les dio en este asunto, y por el poder de Éste. El pasaje está en Isaías cap. 49, donde la oposición de Israel que despojaba de su valor el testimonio de Cristo para ellos, permitió que Dios declarara que esta obra no era sino algo pequeño, y que Cristo debería ser una gran luz para los gentiles, hasta los límites de la tierra.

Haremos bien en observar esta última circunstancia, la energía activa que era impartida a través de la inteligencia espiritual, y la manera en que las declaraciones proféticas adquieren más luz y autoridad para ponerse en acción cuando el Espíritu de Dios otorga el verdadero significado práctico: su aplicación. Otro podría quizás no comprenderlo, pero el hombre espiritual tiene una plena garantía por su propia conciencia en la Palabra que él ha comprendido. El resto se lo deja a Dios.

Los gentiles se regocijan en el testimonio, y los ordenados para vida eterna creen. La Palabra se esparce por toda la región. Los judíos se muestran ahora en su verdadero carácter de enemigos del Señor y de Su verdad. Con motivo de ello, Pablo y Bernabé sacuden contra ellos el polvo de sus pies. Los discípulos, cualesquiera fueran sus influencias, no fueron ningún impedimento. La posición que tomaron aquí los judíos –la cual encontramos también en todas partes– nos hace comprender qué gran motivo de dolor y sufrimiento debieron de ser para los apóstoles.

 

Capítulo 14

Sus trabajos misioneros continúan en Iconio con la misma oposición de los judíos que, sin avenirse todavía a la obra, soliviantan a los gentiles para que estorbaran a los que la realizaban. Tratándose solamente de oposición, ya era un motivo para perseverar. Siendo avisados a tiempo de una emboscada que tenían planeada en su contra, partieron hacia Listra y Derbe. En esta última ciudad, la curación de un cojo perturbó el respeto que estos pobres paganos tenían a los ídolos, y los horrorizados apóstoles, fieles al testimonio de Su Dios, los hacen volver de su error por la energía del Espíritu Santo. Hasta aquí les habían seguido los judíos. Ahora bien, si uno no se mezcla con la idolatría del corazón pero acepta la adulación de los hombres, el poder de su testimonio, del que ellos se admiraban mientras pensaban poder elevar al hombre y ganarse importancia por la aceptación de sus halagos, termina con agitar el odio del corazón de los judíos. Teniendo éstos el odio encendido fue suficiente para trastornar al pueblo, que dio a Pablo por muerto. Pero levantándose él entra de nuevo en la ciudad, donde permanece tranquilo un día más para partir al alba hacia Derbe con Bernabé.

Más tarde, vuelven a visitar las ciudades que habían cruzado, y en Listra, Iconio y Antioquía confirman a los discípulos en la fe enseñándoles que debían pasar por muchas tribulaciones para heredar el reino. Escogieron para ellos ancianos, y pasando por otras ciudades hasta donde habían desembarcado, regresan a Antioquía, donde habían sido encomendados a Dios para la obra en medio de mucho gozo entre los discípulos, porque la fe había sido dada también a los gentiles. Ésta fue la primera misión formal entre los gentiles allí donde fueron formadas asambleas, donde los apóstoles eligieron ancianos y fue dada clara evidencia de la hostilidad de los judíos hacia la gracia de Dios. La Palabra asume un carácter positivo entre los gentiles, y la energía del Espíritu Santo se manifiesta para este fin, constituyéndolos y formándolos en asambleas, estableciendo líderes locales en ellas, con actuación independiente de la asamblea en Jerusalén y de la observancia de la ley que era mantenida todavía allí.

Un asunto concerniente a todo esto, es decir, a si podía aceptarse o no la ley, surge muy pronto en Antioquía. No era ya más la oposición hostil de los judíos al evangelio, sino el sectarismo de aquellos que lo habían aceptado y que deseaban imponer la ley a los gentiles convertidos. Pero la gracia de Dios proveyó también para esta dificultad.

 

Capítulo 15

Este capítulo contiene el relato de todo ello. Ciertas personas descienden de Jerusalén, donde todas las cosas marchaban según los requisitos de la ley, e intentan imponerlos a los gentiles en este nuevo centro que fue el punto de arranque de la obra realizada en Antioquía. Fue la voluntad de Dios que esta cuestión fuera resuelta, no por la autoridad apostólica de Pablo o por la acción de su Espíritu en Antioquía solamente, lo cual hubiera dividido a la iglesia, sino por medio de una conferencia en Jerusalén a fin de mantener la unidad sin importarles los prejuicios de los judíos. Los caminos de Dios en este sentido son destacables, y muestran la manera como Él ha mantenido un cuidado soberano en gracia sobre la Iglesia. Cuando leemos la epístola a los Gálatas, vemos que en realidad había allí cosas que afectaban al cristianismo de los vivificados, socavaban sus fundamentos, los principios de la gracia, los derechos de Dios, así como afectaban la condición de pecado del hombre. Éstos eran principios en los que todo el edificio de las relaciones eternas de Dios con el hombre se fundaban. Si alguien era circuncidado, estaba bajo la ley y abandonaba la gracia, cayendo de la posición en Cristo. No obstante, Pablo el apóstol, el Pablo lleno de fe, energía y vivo celo, se ve obligado a subir a Jerusalén en contra de sus deseos, a fin de solucionar este asunto. Pablo había trabajado para la obra en Antioquía, pero esta ciudad no era lugar para que él efectuara la obra. No era el apóstol de Antioquía más de lo que podía serlo de Iconio, de Listra y más tarde de Macedonia y Grecia. Salió de Antioquía, del seno de la Iglesia que ya se había formado allí, porque aquella cuestión había que resolverse sin tener en cuenta la autoridad del apóstol en aquel entonces. Pablo tenía que obedecer los caminos de Dios.

Discute con los hombres de Judea, pero no se llega a un acuerdo. Determinan luego enviar algunos miembros de la iglesia a Jerusalén, con ellos Pablo y Bernabé, dado el interés tan profundo que tenían en este problema. Además, Pablo tuvo una revelación de que debía subir hasta allí. Dios dirigió sus pasos. En vista de todo ello, es bueno a veces ser obligado a la sumisión, aunque uno camine dignamente o esté siempre lleno de energía espiritual.

Llegados a Jerusalén, abordan el asunto. Era ya algo extraordinario que en Jerusalén estuvieran resistiéndose los gentiles a someterse a la ley, y que ellos mismos lo hubieran decidido de este modo. Vemos la sabiduría de Dios a la hora de disponerlo así, que tal resolución había de tener origen en Jerusalén. Si no hubiera existido sectarismo en la ciudad, no habría sido necesario el planteamiento de este problema, pero aun así el bien tenía que manifestarse a pesar de todas las debilidades y tradiciones humanas. Una resolución de este tipo emprendida en Antioquía, hubiera sido algo muy diferente de si se hubiese emprendido en Jerusalén. La iglesia judía no hubiera reconocido la verdad, y entonces la autoridad apostólica de los doce no habría dado su aprobación de esta verdad. El curso de la Antioquía de los gentiles hubiera transcurrido aparte, originándose una lucha que habría tenido la apariencia de la iglesia primitiva y apostólica por un lado, y la energía y libertad del Espíritu con Pablo como su representante por otro. La tendencia judaizante de la naturaleza humana siempre está presta a abandonar la elevada energía del Espíritu para volverse a los caminos y pensamientos de la carne. Esta tendencia, alimentada por las tradiciones de una antigua fe, había causado no poco dolor y dificultades a aquel que estaba obrando entre los gentiles conforme a la libertad del Espíritu, careciendo de una fortaleza sobreañadida que contase con el curso de los apóstoles y de la iglesia en Jerusalén para confrontar todo esto.

Después de mucha discusión en Jerusalén, para la cual fue otorgada plena libertad, Pedro toma el hilo del asunto y relata el caso de Cornelio. Luego Pablo y Bernabé declaran la maravillosa manifestación de Dios mediante el poder del Espíritu Santo que había tenido lugar entre los gentiles. Santiago sumariza entonces el juicio de la iglesia, que es asentido por todos allí, acerca de que los gentiles no serían obligados a circuncidarse o a obedecer la ley, sino que se abstendrían solamente de sangre, de ahogado y de fornicación, y de carne sacrificada a los ídolos. Haremos bien en considerar la naturaleza y estipulaciones de este decreto.

No se dictaminaba aquello que era bueno o malo desde un punto de vista abstracto, sino solamente lo que convenía para aquel caso. Era «necesario», y no «correcto delante de Dios» el evitar ciertas cosas. Éstas podían ser realmente malignas, pero aquí no son contempladas así. Había cosas a las que estaban acostumbrados los gentiles y a las que era propio renunciar si la asamblea quería caminar como debía delante de Dios de manera pacífica. Ellos no tenían que someterse a las otras ordenanzas de la ley. Moisés ya tenía a quienes le predicasen. Aquello era suficiente y no forzaba a los gentiles a que se sometieran a las leyes mosaicas, porque cuando ellos mismos se unieron, lo hicieron al Señor, no a los judíos.

Por lo tanto, este decreto no da su pronunciamiento sobre la naturaleza de las cosas prohibidas, sino sobre una conveniencia, puesto que los gentiles se hallaban en la costumbre de hacer todas esas cosas. Hemos de observar que no eran cosas que solamente la ley prohibía. Eran contrarias al orden que estableció Dios como Creador, así como también a la prohibición que fue dada a Noé sobre comer carne. La mujer debía tener su relación con el hombre sólo en la santidad del matrimonio, y esto era una bendición muy grande. La vida pertenecía a Dios. Toda comunión con los ídolos era una afrenta a la autoridad del verdadero Dios. Dejemos que Moisés enseñe sus propias leyes; estas cosas eran contrarias al conocimiento inteligente del verdadero Dios. No se trataba, por tanto, de una nueva ley impuesta por el cristianismo, ni un acoplamiento a los prejuicios judaicos. Esto no tenía la misma validez que podía tener una ordenanza moral, que en sí misma era obligatoria. Se trata de la expresión de la inteligencia cristiana en términos de una verdadera relación del hombre con Dios acerca de las cosas de la naturaleza, inteligencia que la bondad de Dios había dado a través de los líderes en Jerusalén a cristianos ignorantes, para liberarlos de la ley y darles luz con respecto a estas relaciones y a lo que le era propio al hombre. Respecto a estas cosas, los idólatras gentiles habían sido ignorantes. He dicho algo como dirigido a la inteligencia cristiana: en consecuencia, no hay nada inconsistente en comer algo que haya sido ofrecido en un altar siempre que reconozca que es Dios quien me lo da, y no un ídolo. Pero si el hecho implica comunión con el ídolo, incluso para la conciencia de otro, sería provocar los celos de Dios, pecar contra Él o contra mi prójimo. Desconozco si un animal ha sido o no estrangulado, pero si la gente actúa a sabiendas de que no hay diferencia sobre si la vida pertenece a Dios o a los ídolos, entonces hay pecado. No me contamino por el acto mismo, pero caigo de mi inteligencia como cristiano acerca de los derechos de Dios como Creador. En cuanto a la fornicación, es algo que entra en la categoría de la castidad cristiana, además de estar en contra del orden creacional, de manera que se trata del bien y del mal, y no solamente de los derechos de Dios revelados a nuestra inteligencia. Esto era importante como principio general, más que en el detalle de las cosas mismas.

En resumen, los principios establecidos son estos: pureza por el matrimonio conforme a la institución original de Dios; que la vida pertenece a Dios; y la unidad de Dios como un solo Dios verdadero, esto es, la deidad, la vida y el mandamiento original de Dios para el hombre. Lo mismo es igual de cierto sobre los fundamentos puestos por la iglesia en base de su decreto: «pareció bien al Espíritu Santo y a nosotros».

El Espíritu Santo se había manifestado en el caso de Cornelio y en el de la conversión de los gentiles, sobre todo lo cual Pedro, Pablo y Bernabé habían dado cuenta. Por otra parte, los apóstoles eran depositarios de la autoridad de Cristo, aquellos a quienes se encomendó el gobierno de la asamblea que se fundó en relación con la verdadera fe judía. Ellos representaban la autoridad del Cristo ascendido a las alturas, de la misma manera como el poder y voluntad del Espíritu Santo se había revelado en los casos que ya he mencionado. La autoridad era ejercida en relación con aquello que, en cierto sentido, era la continuación de un judaísmo engrandecido por revelaciones nuevas, y que tenía su centro en Jerusalén y reconocía como Mesías al Jesús rechazado por el pueblo. Dios había confiado a ellos la autoridad necesaria para gobernar la asamblea. Ellos también habían sido sellados en Pentecostés a fin de dirigir este gobierno.

El espíritu de gracia y sabiduría queda evidenciado tal y como es en su manera de actuar. Ellos daban toda su aprobación a Pablo y Bernabé, y envían con ellos a personas de prestigio de la asamblea en Jerusalén, de las cuales no podía sospecharse que responderían en favor de sus propias pretensiones, como habría sucedido en el caso de Pablo y Bernabé. Los apóstoles y ancianos se reúnen para deliberar, pero el rebaño entero actúa en conjunción con ellos.

Jerusalén había decidido que la ley no fuera obligada para los gentiles, pues en su sinceridad de andar con Cristo, éstos se regocijaban grandemente en la liberación de este yugo. Judas y Silas, que eran profetas, los exhortan y los confirman para ser despedidos ellos mismos en paz más tarde. Pero Silas consideró bien el quedarse allí, influenciado por el Espíritu, prefiriendo por delante de Jerusalén hacer la obra entre los gentiles. Judas regresa de allí a Jerusalén.

La obra continuaba en Antioquía por mediación de Pablo y Bernabé, y los demás. En esta localidad vemos nuevamente la plena libertad del Espíritu Santo.

Pablo propone a Bernabé visitar las asambleas que fueron ya formadas por mediación suya en Asia Menor. Bernabé da su consentimiento, pero determina llevarse consigo a Juan, el que antes los había abandonado. Pablo hubiera deseado a otro que no se hubiera retractado de la obra, ni que hubiese preferido su hogar antes que el lugar de un peregrino por causa de la obra. Bernabé insiste, y estos dos valiosos siervos de Dios se separan. Bernabé se lleva con él a Marcos a Chipre. Marcos era ahora su parentela, y Chipre su patria. Pablo se lleva a Silas, quien había estimado oportuna la labor en la obra antes que la labor en Jerusalén, y parten juntos. Por su nombre podemos deducir que Silas era helenista. Es bienaventurado hallar que, después de esto, Pablo habla a Bernabé con todo el afecto, y desea que Marcos volviera a él porque le había hallado útil para el ministerio.

Los hermanos encomiendan a Pablo a la gracia de Dios en su obra. El título que le dan a Pablo y a Bernabé muestra la diferencia entre la autoridad apostólica, establecida por Cristo en persona, y aquella que fue constituida así por el poder del Espíritu –enviada por Cristo mismo, sin lugar a dudas, pero de hecho dirigida por la acción del Espíritu Santo, y cuyo poder era garante de su misión. Con los apóstoles, Pablo y Bernabé carecen de título excepto su obra –«hombres que han arriesgado sus vidas por nombre de nuestro Señor Jesucristo». Éstos son aquellos que el Espíritu Santo ha formado. Los apóstoles son los doce.

 

Capítulo 16

La libertad y el poder del Espíritu caracterizan a Pablo. Él es lo que el Espíritu le da a ser. Si Jesús se le había manifestado, y Ananías podía garantizarlo, en realidad debía demostrarlo por el poder de su ministerio. Los efectos del mismo son relatados al igual que su carácter en los capítulos 16 al 20. La acción y la libertad del Espíritu Santo son manifestadas aquí de manera sorprendente.

Quizás no encontremos un ejemplo de esto más destacable que aquel de Pablo con respecto a Timoteo. Utiliza la circuncisión con plena libertad para poner de lado cualquier prejuicio judío. Es muy dudoso si, conforme a la ley, Timoteo debiera haberse circuncidado. Esdras y Nehemías nos muestran a las mujeres extranjeras que habían sido expulsadas, pero aquí, siendo la madre una judía, Pablo hace seguir al chico de este matrimonio mixto la norma de los judíos de someterse a este ritual. La libertad reconoce plenamente la ley en su lugar, aunque la primera está exenta de la segunda, y declara llanamente para certeza de los gentiles la ausencia de toda pretensión por parte de los cristianos de Judea de imponer la ley sobre ellos. Pablo circuncida a Timoteo, no cediendo un instante por aquellos que habrían obligado a Tito que se circuncidase. Él se haría más judío por amor a los judíos, pero los mismos judíos debían renunciar a toda pretensión de imponer la ley en los demás. Los decretos acordados en Jerusalén son dejados en las iglesias –una clara respuesta para cada judío que deseara someter a los gentiles al judaísmo. Los decretos, según podemos ver, eran aquellos de los apóstoles y los ancianos.

Es el solo Espíritu Santo quien guía al apóstol. Le prohíbe predicar en la provincia de Asia y no permitirá que se adentre en Bitinia. Mediante una visión nocturna, son llamados a partir hacia Macedonia. Aquí el historiador los encuentra. Es el Señor el que les llama a Macedonia.  Es bueno observar aquí que mientras el evangelio es llevado con el ministerio de Pablo a toda la creación debajo del cielo, continúa habiendo un dictamen específico en cuanto a dónde dirigirse.

Aquí el apóstol va primero a los judíos, aun cuando se tratara solamente de unas pocas mujeres que se reunían a la margen del río, un lugar por lo visto escogido porque carecían de sinagoga. Una mujer griega que adoraba al Dios de Israel, se convierte por gracia. De esta manera es abierta la puerta, y otros también creen (v. 14). Satanás trata aquí de manipular la obra rindiendo un testimonio a los ministros de la palabra. No se trataba de que este espíritu reconocía a Jesús –de otro modo no hubiera sido un espíritu maligno ni hubiera poseído a la muchacha. Este espíritu habla de los agentes para poder tener alguna porción de gloria, y del Dios altísimo, empujado tal vez a hablar por la presencia del Espíritu, como habían sido otros los casos ante la presencia de Jesús y Su poder delante de sus ojos. El testimonio de Satanás no podía ir tan allá como reconocer a Jesús Señor, y si Pablo no se hubiera mantenido fiel habría hecho de la obra del enemigo y la del Señor una mezcolanza. Pero no era un testimonio de él lo que el apóstol buscaba, ni un testimonio dado por un espíritu maligno, cualquiera que fuese el aspecto de este testimonio. La prueba que el espíritu maligno tenía que dar de que el poder de Dios estaba presente, era someterse a este poder dejando que fuera expulsado. No podía ser un estímulo a la obra de Dios. Vemos en esta circunstancia el acto desinteresado del apóstol, su discernimiento espiritual, el poder de Dios con él, y la fe que no se apoya en otra cosa que en Dios. Hubiera sido inútil recibir un testimonio de su ministerio, pues los razonamientos de la carne habrían podido articular: «yo no lo busqué». Se habría evitado así una persecución. Pero Dios no mantiene un testimonio diferente del que Él da de Sí mismo. Nadie puede ser un testimonio de Él, pues Él se revela donde no le conocen, y la fe sólo espera en Él para poder rendir este testimonio. Pablo continuó sin preocuparse de este malicioso intento del enemigo, y quizás ayudado en visión para evitar el conflicto allí donde no se esperaba fruto para el Señor hasta que este fruto no diera signos evidentes que requiriesen la atención del apóstol. El Espíritu de Dios no tolera la presencia de un espíritu malo cuando se quiere manifestar tanto delante del Él. No se presta a sus ardides mostrándoles importancia con una intervención voluntaria. Dios tiene Su propia obra, y Él no la descuida para ocuparse del enemigo. Él se ocupa, en amor, de las almas. Pero si Satanás traza su camino de manera que quiere alarmar a estas almas, el Espíritu se revela en Su energía y el enemigo huye de Su presencia.

Satanás no está desprovisto de recursos. El poder que no puede ejercer de manera directa, lo emplea para excitar las pasiones y lujurias de los hombres en oposición al poder contra el que él no puede permanecer, ni el cual jamás podrá unírsele ni reconocerle. Así como los gadarenos desearon que Jesús se apartara de ellos cuando los había curado de Legión, los filipenses se amotinan confusamente contra Pablo y sus compañeros instigando a los hombres que habían dejado de obtener sus deshonestas ganancias. Dios se vale de todo ello para dirigir el progreso de Su propia obra y darle la forma que Él desea. Allí está el carcelero que habrá que convertir, y los mismos magistrados que confesarán su error con respecto a los mensajeros de Dios. La asamblea es llamada afuera, un rebaño –como la epístola dirigida a ellos lo confirma– lleno de amor y de afecto. El apóstol continuará la obra en otra parte. Vemos aquí un testimonio más activo, más enérgico que en el caso similar sucedido a Pedro. La intervención de Dios es más sorprendente en el caso de Pedro. Es la antigua Jerusalén, despojada de todo lo que tenía, salvo del odio, y Dios es fiel para aquel que confiaba en Él. Fracasa el odio, y Pablo y Silas cantan en la celda en lugar de dormir plácidamente; las puertas giran impetuosamente sobre sus goznes hacia fuera, y el carcelero mismo se convierte, con su familia. Los magistrados vienen obligados a Pablo para suplicarle, como resultado de la turba. El enemigo queda confundido aquí. Si había conseguido detener la obra de ellos en Filipos, él enviaba ahora a los apóstoles a predicar a otra parte de acuerdo con la voluntad de Dios.

 

Capítulo 17

No debemos relegar al silencio esta energía que alcanzó casas enteras y sometió a sus ocupantes a la fe cristiana. Somos testigos de ella, empero, cuando se trata de la introducción de los gentiles a esta fe[23]. Cornelio, Lidia, el carcelero de Filipos, son todos ellos testigos de este poder.

En el caso del carcelero, fue el poder ejercido por el enemigo sobre las pasiones de los gentiles lo que provocó la persecución de los apóstoles. En Tesalónica nos encontramos de nuevo con la universal enemistad de antaño de los judíos. A pesar de esto, muchos judíos y prosélitos reciben el evangelio. Después de un tumulto allí también, los apóstoles se van a Berea, donde los judíos, que son más nobles, examinaban por la Palabra de Dios lo que oían predicar. A través de esto, una mayoría de entre ellos creyó. Celosos los judíos de Tesalónica del progreso que hacía el evangelio, viajan a Berea. Pablo deja esta ciudad y se pasa a Atenas. Silas y Timoteo permanecieron de momento en Berea, siendo que Pablo era objetivo especial del interés de los judíos. En Atenas, aunque frecuentaba la sinagoga, su espíritu se enardecía a la vista de la idolatría generalizada de aquella ciudad ociosa, donde disputaba cada día con sus filósofos. Como resultado de estos encuentros, él proclamaba al Dios verdadero a los gobernantes de esta capital intelectual. Había mandado llamar a Silas y a Timoteo para que se juntaran con él allí.

Con un pueblo como los atenienses –tal es el efecto de un cultivo intelectual sin Dios– Pablo tuvo que descender a lo más esencial en la escala de la verdad. Testificó de la unidad de Dios, el Creador, y de la relación del hombre con Él, declarando también que Jesús juzgaría el mundo habiendo Dios dado pruebas de haberle resucitado de los muertos. Con la excepción del juicio de este mundo en el lugar de las promesas que hacen referencia al regreso de Jesús, podríamos pensar que era Pedro quien estaba hablando allí. No hemos de imaginar que el historiador relata todo lo que Pablo decía. Lo que nos relata es su defensa, no su predicación. El Espíritu Santo nos da aquello que caracterizaba la manera en que el apóstol satisfacía las circunstancias de los que eran arengados por él. Lo que quedó en las mentes de sus primeros oyentes fue que predicaba a Jesús y sobre la resurrección. Parece ser que algunos tomaron la resurrección y a Jesús mismo como Dios. Era, en realidad, la base del cristianismo que se fundamenta en el Jesús personal, y en el hecho de Su resurrección, pero era sólo la base.

Dije que esta circunstancia nos recuerda aquí la predicación de Pedro, en cuanto al grado de altura de su doctrina con referencia a Cristo. Veremos, al mismo tiempo, la conveniencia de aplicar los hechos en ambos casos a las personas a quienes se dirige. Pedro presentaba al Cristo rechazado y ascendido al cielo, preparado para volver en base del arrepentimiento de los judíos, para establecer en Su venida todas las cosas que habían hablado los profetas. En esta escena, el juicio del mundo –la aceptación de la verdad a la conciencia natural– es presentado a los sabios y al pueblo inquisitivo, sin nada más que pudiera ser de interés para sus mentes racionales, sino sólo un sencillo y convincente testimonio dirigido a su necia idolatría, de conformidad incluso con lo que la conciencia natural de sus propios poetas había reconocido.

 

Capítulos 18-19

La ganancia deshonesta, para la cual Satanás daba sazón, se encontró con el evangelio en Filipos. En Atenas, fueron la dureza y la indiferencia moral en un conocimiento que adulaba la vanidad del hombre. En Tesalónica, fueron las manifestaciones del celo judío. El evangelio seguía su camino, victorioso sobre todo lo descrito, y después de ser predicado desde su misma raíz a los sabios atenienses, aquello que su condición podía tolerar, los deja y encuentra en medio del lujo y las maneras depravadas de la rica capital de Corinto un grupo de gente para introducir en la asamblea. Tales son los caminos de Dios y los ejercicios de su devoto siervo conducido por el Espíritu Santo.

Podemos observar que esta energía en busca de los gentiles, nunca pierde de vista el favor de Dios hacia Su pueblo elegido, un favor que los buscó hasta que ellos lo rechazaron.

En Tesalónica, Pablo recibió dos veces auxilio económico desde Filipos. En Corinto, donde el dinero y el comercio abundaban, no echa mano del dinero abundante sino que trabaja silenciosamente con dos de sus paisanos compañeros del mismo oficio. Otra vez comienza con los judíos, que se oponen a su doctrina y la blasfeman. El apóstol sigue su curso con el aplomo y decisión de un hombre verdaderamente conducido por Dios, mostrando calma y perspicacia para no ser desviado de sus propósitos. Sacudiéndose las vestiduras en señal de liberación de la culpa sobre su sangre, les declara que se vuelve a los gentiles según Isaías 49, tomando esta profecía como mandamiento directo de Dios.

En Corinto tenía Dios «mucho pueblo». Él se valió de la indolencia incrédula de Galión para abocar al fracaso los proyectos y malicia de los judíos, celosos como siempre de una religión que eclipsaba su verdadera posición, que hacía que prescindieran de una gracia tal ofrecida a ellos. Después de trabajar por largo tiempo allí, Pablo se marcha en paz. Su amigos judíos, Priscila y Aquila, van con él. Se hallaba él mismo en marcha hacia Jerusalén, estando también bajo un voto. La oposición de los judíos no le roba su apego por la nación –su fidelidad en predicar el evangelio a ellos primero– en tanto que reconocía todo lo que les pertenecía en gracia delante de Dios. Incluso se sometía a las ordenanzas de los judíos. Es posible que la costumbre hiciera presa en él de modo que no viniera del Espíritu, pero conforme al Espíritu él nunca pensó en rechazar aquello que la paciente gracia de Dios tenía ofrecido al pueblo. Hablando a los judíos en Éfeso, donde se inclinaron a escucharle, él deseaba guardar la fiesta en Jerusalén. Aquí Pablo era todavía un judío con sus fiestas y sus votos. El Espíritu introdujo efectivamente estas circunstancias para darnos un cuadro completo y veraz de la relación existente entre los dos sistemas –el grado de libertad de la influencia del primero, así como de la energía que establecía el segundo. El primero se queda con frecuencia en un cierto nivel, allí donde la energía para crear el segundo sistema es en un grado mucho más elevado. La libertad para condescender con los prejuicios y costumbres no es la misma cosa que la sujeción a estos prejuicios en la persona de uno mismo. En nuestra flaqueza, los dos se entremezclan, pero son de hecho opuestos el uno del otro. Para tener respeto con lo que Dios respeta, incluso cuando el sistema ha perdido toda su fuerza real y valor, si uno es llamado a actuar en relación con este sistema cuando no es realmente más que superstición y debilidad, es algo muy diferente de colocarse bajo su yugo. El primer sistema es el efecto del Espíritu; el segundo, de la carne. ¡Ay, en nosotros el uno y el otro se confunden a menudo! La caridad se convierte en debilidad, y esto produce un testimonio incierto.

Pablo reanuda su viaje. Sube a Jerusalén y saluda a la asamblea; luego desciende a Antioquía y visita nuevamente las primeras asambleas que él había formado, vinculando así toda su obra, Antioquía y Jerusalén. El grado en que sus viejas costumbres habrían influenciado sus maneras de actuar, es algo que dejo a la consideración del lector. Él era un judío. El Espíritu Santo quiere que veamos lo lejos que el apóstol estaba de menospreciar al antiguo pueblo de Dios, para el cual el divino favor no cambiará nunca. Este sentimiento es totalmente lícito. En otro lugar parece que traspase los límites de la espiritualidad. Aquí solamente tenemos los hechos. Podía haber tenido alguna razón en particular válida como consecuencia de la posición en que estaba. Nosotros podemos hallarnos en circunstancias que contradigan la libertad del Espíritu y que, no obstante hallarnos en ellas, tengan un cierto derecho sobre nosotros o ejerzan una influencia que debilite inevitablemente la energía de esta libertad. Podemos habernos equivocado al situarnos bajo estas circunstancias, pero encontrándonos en ellas la influencia es ejercida y los derechos reivindican su lugar. Un hombre llamado para servir a Dios, conducido fuera de su parentela, camina en la libertad del Espíritu. Sin haberse producido ningún cambio en su padre, vuelve luego a la casa paternal: los derechos de su padre allí prevalecen, ¿dónde está su libertad? O bien alguien que posea una inteligencia espiritual brillante se junta con amigos que son de un nivel espiritual inferior al suyo: es casi imposible para él reprimir un juicio espiritual. No obstante, el vínculo es formado ahora voluntariamente de parte de aquel que permaneció en el lugar de libertad y de gracia, con los cristianos en Jerusalén que permanecían en el nivel de sus anteriores prejuicios, quienes piden paciencia e indulgencia del que era el recipiente y testigo de la libertad del Espíritu de Dios.

Esto, con el añadido de su obra en Éfeso, forma el círculo de sus activas labores en el evangelio, para que podamos ver en el apóstol los caminos del Espíritu para con los hombres.

Del versículo 24 del capítulo 18 al versículo 7 del capítulo 19, tenemos una especie de resumen del avance que realiza la doctrina de Cristo, y del poder que la acompañó. Apolos había oído solamente de las enseñanzas de Juan, pero como era recto de corazón confesó y predicó públicamente lo que él conocía. Era la fe de un alma regenerada. Aquila y Priscila le dieron más luz con respecto a los hechos del evangelio y de la doctrina de un Cristo muerto y glorificado. En Corinto él deviene un elocuente maestro del evangelio, y del Señor entre los judíos, y confirma de esta manera la fe de los discípulos. La energía del Espíritu Santo se manifiesta en él sin que sea necesaria la intervención del apóstol o de los doce. Actuó independientemente, es decir, que el Espíritu actuó en él de forma independiente. La gente puede decir: «Yo soy de Apolos». Es interesante ver estas variadas manifestaciones del poder y la libertad del Espíritu, y recordar que el Señor está por encima de todos y que, si Él actúa con grandeza por mediación de un Pablo, lo hace también en quienes Él quiere.

A continuación nos encontramos, por otra parte, con el avance de la revelación divina en unión con el poder apostólico de Pablo, que fue muy prominente en virtud de su capacidad de comunicar el Espíritu Santo. Doce personas habían creído, sin más instrucción que la recibida de Juan, teniendo como enseñanza su bautismo. Ellos estaban a la expectativa de un Cristo que había de venir, y de un Espíritu Santo que informaría a todos de esta venida. Ahora bien, el bautismo de Juan requería un arrepentimiento el cual no se encontraba fuera de los límites judíos, pero sí ofrecía una perspectiva de algo diferente conforme a la soberanía de Dios, así como que llevaba el efecto de la venida de Cristo. Era un bautismo para arrepentimiento para el hombre en la tierra, sin tener nada que ver con la muerte y resurrección de Cristo. La gracia actuó en un remanente, del cual Cristo era sólo un compañero sobre la tierra. El cristianismo –pues se había manifestado plenamente el pecado del hombre– se fundamenta en la muerte y la resurrección, en que Cristo, primeramente, llevó así a cabo la redención, y en segundo lugar, está el fundamento de nuestra muerte y resurrección con Él, que nos situó en Él y nos hizo como Él delante de Dios. Esto último es vida sin pecado, vida de Su vida, y somos lavados en Su sangre de todos nuestros pecados. Pero el bautismo de Juan, en realidad, sólo enseñaba el arrepentimiento aquí abajo a fin de poder recibir a Cristo. El cristianismo enseñaba sobre la eficaz muerte y resurrección de un Cristo rechazado, en virtud de las cuales el Espíritu Santo, el Paracleto venido del cielo, debía ser recibido.

Estos doce hombres –aunque Juan hubiera anunciado que el bautismo del Espíritu Santo debería ser el resultado de la intervención de Cristo– ignoraban si había habido un Espíritu Santo[24], prueba patente de que no habían entrado en la casa de Dios, donde Él habitaba. Pablo les explica todo esto, y son bautizados en el nombre de Jesús. En su prerrogativa de apóstol, Pablo impone las manos sobre ellos y reciben el Espíritu. Luego hablan en lenguas y profetizan.

Este poder, así como aquel que era su instrumento, habían de tener ahora una proyección distinta de la que habían tenido. La capital de Asia, esto es, la provincia romana de este nombre, es el escenario sobre el cual esto se efectuaría. Veremos cómo se exhibirá un poder en esta localidad que actuará independientemente de las formas tradicionales, y que gobernará todo lo que lo rodea, sin reparar en el hombre, la conciencia o el enemigo como poderes organizados que crean de sí mismos y para sí las instituciones y cuerpos según su conveniencia, gobernando de este modo toda la posición. El poder de la gracia activa ha sido manifestado en la obra de Pablo, empezando con Antioquía. Se había revelado de distintas maneras. Tenemos aquí algunos detalles de cómo se estableció formalmente en un gran núcleo.

Durante tres meses de paciencia, predica a Cristo en la sinagoga y razona con los judíos, consciente de su fortaleza divina y de la verdad que transmitía. Hace preferencia por aquellos que habían sido el instrumento y el pueblo de Dios, dentro de la esfera del testimonio: «A los judíos primero». Ya no es dicho: «La salvación es de los judíos», sino que ésta es predicada a ellos primero.

Habiéndose desarrollado esta obra en medio de muchos adversarios, Pablo actúa como el fundador de aquello que era según Dios y de la parte de Dios. Separa a los discípulos y sermonea sobre el cristianismo en la escuela de un griego de clase distinguida. Esto lo hizo por espacio de dos años, para que la doctrina pudiera esparcirse por doquier del país entre judíos y griegos. Dios no dejó de rendir testimonio a la Palabra de Su gracia, y Su poder se manifestó de manera destacable en relación con la persona del apóstol, que llevaba este testimonio. Las manifestaciones del poder del enemigo desaparecen ante la acción de este poder liberador del Señor, y el nombre del Señor era glorificado. La realidad de esta acción se comprobaba de manera cabal en que, por un lado, la acción real, personal y positiva del Señor, y por otro la misión y fe de Pablo, fueron los instrumentos por los que se efectuaba este poder sobrenatural. Ciertos judíos hubieran querido prescindir de este poder por interés propio, y ajenos a la fe, utilizan el nombre del «Jesús a quien Pablo predicaba» como si produjera encanto. Pero el espíritu maligno, cuyo poder era tan real y verdadero como el del Señor, habiendo de reconocer obligatoriamente este último cuando estaba siendo ejercido, sabía muy bien que aquí esto no era así porque no existía poder ni fe alguna. «A Jesús conozco», dijo él «y sé quién es Pablo, pero vosotros ¿quiénes sois?» Y el hombre poseído por este demonio los atacó y los hirió. Aplastante testimonio de la acción del enemigo, pero al mismo tiempo un testimonio también de aquella fuerza superior, de la realidad de la intervención de Dios que se iba efectuando por medio de Pablo. Cuando Dios se manifiesta, la conciencia también lo hace, y el poder del enemigo sobre esta conciencia queda manifiesto y cesa. Los judíos y griegos se llenan de temor, muchos de los cuales al convertirse llevaron a la quema las pruebas de sus hechicerías.

La acción poderosa del Espíritu fue expuesta así por la decisión que produjo, mediante la inmediata puesta en práctica de los pensamientos y las resoluciones tomadas en los corazones. La presencia y el poder de Dios produjeron unos efectos naturales.

Los recursos del enemigo no se habían agotado. La obra de Dios estaba hecha, en el sentido de que estableció un testimonio a través de la labor apostólica. Dios enviaba ahora a Su siervo a otros lugares. Como de costumbre, el enemigo excita las pasiones de una multitud contra los instrumentos del testimonio de Dios. Pablo había intentado ya marcharse, pero lo hizo algo más tarde. Por tanto, había hecho llamar a Timoteo y Erasto para que se le adelantaran con el propósito de visitar Macedonia, Acaya y Jerusalén, más tarde Roma, y él permanecería mientras tanto en Asia. Después de partir estos dos hermanos, Demetrio provoca los ánimos del pueblo contra los cristianos. Enemigo acérrimo del evangelio que socavaba todo el sistema de su fortuna, y vinculado también a la fama que adquiría a través del mismo, sabía cómo endulzar las pasiones de los artífices de igual ocupación que él, ya que fabricaba figuras de plata del altar de Diana. Su empleo estaba relacionado con lo que era admirable para el mundo y con lo que poseía las mentes de los hombres –una gran relajación para el hombre que siente la necesidad de seguridad–, así como con aquello que antaño había levantado protestas en sus costumbres religiosas. Gran parte de la influencia que se ejercía no era «¡Grande es Diana!», sino «¡Grande es Diana de los efesios!» En una palabra, se trataba del poder del enemigo entre los gentiles. Los judíos intentaban en apariencia aprovecharse de todo esto al presentar como candidato a un tal Alejandro –el mismo que posiblemente estuvo delante de Pablo, y al cual ellos suponían que el pueblo escucharía. Pero era el espíritu malo de la idolatría lo que los agitaba; y los judíos se hallaban envueltos en tales esperanzas. Pablo fue prevenido por los hermanos y por unos asiarcas[25] de que no se dirigiera al teatro. La asamblea fue disuelta por las autoridades de la ciudad, y cuando Pablo se hubo encontrado con los discípulos, se marchó de allí en paz[26].

Su obra allí había terminado, y el evangelio fue plantado en la capital de la provincia de Asia, así como en todo su alrededor. Grecia y Macedonia ya habían recibido el evangelio.

Todavía quedaba Roma. ¿Cómo viajaría él hasta allí? Ésta es la pregunta que aún queda por responder. Su vida libre y activa concluyó con los acontecimientos que ahora nos ocupan, hasta donde el Espíritu Santo se digna dárnoslos. Una vida bendecida con una fe casi incomparable, y con una energía que sobrepasaba todo lo que se había visto en los hombres, y la cual a través del poder divino que obró en ella produjo sus resultados a pesar de los obstáculos en apariencia infranqueables, frente a toda clase de contrariedades, tanto desprecio como menoscabo, todo lo cual contribuyó a estampar su carácter en la asamblea a la que le dio, por vía de instrumento, su existencia. Y esto no solamente en la confrontación de dos religiones hostiles que dividían al mundo civilizado, sino teniendo en cuenta también a un sistema religioso que poseía la verdad, y cuyo interés era ocultarla dentro de los límites de la tradición que ofrecía un lugar para la carne. Este sistema tenía el pretexto de prioridad religiosa, y fue sancionado por las costumbres de aquellos apóstoles que fueron llamados por el Señor mismo.

La asamblea, tal como Pablo lo imaginó, pronto regresó a sus hábitos del judaísmo cuando la ausencia del apóstol se hizo notar. Es preciso el poder del Espíritu Santo para elevarse sobre la religiosidad de la carne. La piedad no necesariamente lo consigue; y el poder no es nunca una tradición, sino que es poder en sí mismo, independiente de los hombres y de sus tradiciones, aun cuando este poder haya de soportarlos en amor. La carne vuelve, por lo tanto, al camino de las tradiciones humanas y sus formas, porque nunca halla el poder en las cosas de Dios aunque sepa reconocer su deber de hallarlo. Así, la carne nunca se elevará hasta el cielo al no poder comprender la gracia, pero sí sabrá ver lo que el hombre debería ser para Dios –sin saber percibir por ello las consecuencias de todo esto si Dios es revelado–, y no lo que Dios, en Su soberana gracia, es para el hombre. Tal vez lo recordará como algo ortodoxo, allí donde el Espíritu haya obrado, pero el alma nunca penetrará en ello. Así era como todo ello abatía el corazón del bendito apóstol causándole angustia, mucho más que lo hicieran la violencia de los paganos o la hostilidad de los judíos. Pero él contaba con un carácter y una posición más semejante a la de Cristo que cualquier otro en la tierra.

Estos conflictos serán expuestos en las Epístolas, así como el corazón ardiente que, cuando esconde en su seno los consejos revelados de Dios y pone cada parte en su lugar, y discierne en sus afectos toda la obra y toda la asamblea de Dios, puede concentrar igualmente toda la energía de pensamiento sobre un único punto importante: un corazón de afecto por un pobre esclavo que la gracia le había dado en sus cadenas. Recipiente del Espíritu, Pablo resplandece con luz celestial a través de toda la obra del evangelio. Es condescendiente en Jerusalén, enérgico en Galacia cuando las almas allí estaban siendo conducidas a la perversión y conduce a los apóstoles a determinar la libertad de los gentiles, usando de su misma libertad para comportarse como judío para los judíos, y privarse de su ley para aquellos que no la tenían, aunque nunca bajo ella, sino sujetándose a Cristo. ¡Qué difícil, no obstante, mantener el nivel de vida y de revelación espiritual en medio de tan contrarias tendencias! Él estaba también «libre de ofensas». Nada en su interior era impedimento para una comunión con Dios, pues derivaba de toda ella la fortaleza para ser fiel entre los hombres. Nadie más que él podía decir: «Sed imitadores de mí, como yo de Cristo». De manera que también añadía: «Todo lo soporto por amor a los escogidos, para que también ellos obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna», palabras que no serían de balde tampoco en la boca del Señor, en un sentido más enaltecido, porque Él soportó por causa de Pablo mismo la ira que hubiera sido la condenación eterna del apóstol. Palabras que, al fin y al cabo, exponen la posición destacable de este hombre de Dios como recipiente que el Espíritu Santo utilizaba. «Suplo», decía «aquello que os falta[27]» de los sufrimientos del Cristo por causa de Su Cuerpo, «el cual es la asamblea, de la que yo soy hecho ministro para completar la Palabra de Dios».

Mediante el conocimiento profundo de la Persona de Cristo, nacido en la tierra e Hijo de Dios, Juan pudo mantener esta verdad particular y esencialmente vital, en el mismo campo donde Pablo hacía la obra. Tocó a Pablo ser el instrumento activo que propagase la verdad que salvaba el alma, y llevaba al hombre arruinado en relación con Dios por medio de la fe, comunicándole todos los consejos divinos de gracia.

Pablo era un hombre bienaventurado como ninguno lo fue. El poder intrínseco del judaísmo vinculado con la relación que tenía con la carne, es asombroso. En cuanto al resultado, si el hombre toma su lugar por debajo de la gracia, esto es, por debajo de Dios, es mejor en cierto sentido que fuera considerado un hombre bajo la ley que sin ella. Será el uno o el otro, pero al apropiarse de la idea exclusiva del deber se olvida de Dios como Él es, puesto que Él es amor, y con demasiada frecuencia se olvida también de él mismo, pues el hombre es pecado. Si asocia la idea de deber y pecado, no es sino una continua servidumbre, y esto es en lo que en general se reduce el cristianismo, con el añadido de ordenanzas que apaciguan la conciencia culpable, de formas creadoras de piedad donde no se halla ninguna comunión, revistiéndolo todo del nombre de Cristo y de la autoridad de la Iglesia, según su designación común, cuya sola existencia real debe identificarse con el principio de gracia soberana y caracterizarse por la sujeción (véase Efesios 5:24).

Pero volvamos a la historia de Pablo.

 

Capítulo 20

Después de que hubo cesado la agitación, llama a sus discípulos, los abraza y sale rumbo a Macedonia para visitar el país, y luego llega a Grecia. El principio de la Segunda Epístola a los Corintios nos da los detalles de esta parte de la historia. Permanece en Grecia tres meses, y cuando los judíos andan al acecho del apóstol, pasa por Macedonia en vez de navegar directamente a Siria. En Troas, donde se le había abierto una puerta mientras dirigíase a Grecia, no reteniéndole el afecto que tenía por los corintios pasa el domingo y casi toda la semana allí a fin de ver a los hermanos. Notemos el objetivo habitual de su asamblea: se juntaban «para partir el pan»; así como el momento cuando acostumbraban tener esta reunión: «el primer día de semana». Pablo se vale de esta ocasión para hablarles toda la noche, aunque fuera en una ocasión extraordinaria. Pero la presencia y las exhortaciones del apóstol fracasaron en el intento de mantenerlos despiertos. No era en ningún modo una asamblea mantenida en secreto o realizada en las horas oscuras del día. Había allí muchas lámparas que iluminaban el aposento alto donde se reunían. A juzgar por el lugar donde se juntaban, vemos que las asambleas no las componían muchas personas. El aposento alto en Jerusalén tenía cabida, quizás, para ciento veinte personas. Parece que por las distintas formas de saludo se reunían en casas privadas, probablemente en varias si así lo requería el número de creyentes; pero sólo había una asamblea.

Eutico pagó el precio de su distracción, pero Dios dio testimonio de Su propia bondad y del poder con que Él había investido al apóstol cuando resucitó al muchacho del estado de muerte. Pablo dijo que el alma del joven se hallaba todavía en él, y sólo tuvo que renovar la unión entre ella y el organismo físico. En otros casos también, el alma había sido llamada a volver.

Pablo escogió ir solo desde Troas a Asón. A través de toda esta historia vemos cómo dispuso él, a través del poder que el Espíritu le dio a tener sobre ellos, de los servicios voluntarios de sus compañeros; no porque fuera su maestro, sino que dispuso de estos servicios más abundantemente aún que si hubiera sido un maestro. Él es, bajo Cristo, el centro del sistema en el que hace la obra, el centro de energía. Sólo Cristo puede ser por derecho el centro de la salvación y de la fe. En tanto que era lleno del Espíritu de Dios, Pablo era el centro incluso de esta energía, la cual sirvió, como hemos visto, para no deshonrar a Dios y para que él desarrollara una conciencia limpia cuando se presentase delante de Dios y delante de los hombres.

Pablo no se detiene en Éfeso, pues en este lugar tan trascendental debió de permanecer ya algún tiempo. Es preciso prescindir de aquello que pueda demandarnos moralmente algo, si no queremos o no debemos detenernos en vista de la imposición de tales demandas.

No era debido a la falta de afecto hacia los amados efesios, ni a ningún pensamiento de abandonarlos, que el apóstol no se quedara allí con ellos. Él llamó a los ancianos y les dirigió las palabras de un discurso, el cual analizaremos un poco como poniendo delante de nosotros la posición de la asamblea en aquel momento, y la obra del evangelio entre las naciones.

Las asambleas se consolidaban en una vasta extensión del país, y en diversos lugares al menos habían adquirido la forma de una institución regularmente ordenada. Eran establecidos ancianos y eran reconocidos. El apóstol podía llamarlos que acudieran a él. Su autoridad también era reconocida por parte de ellos. Él habla de su ministerio como una cosa del pasado –¡pensamiento solemne!– pero los lleva a testificar no solamente que él les había predicado la verdad, sino una verdad que hablaba a sus conciencias, poniéndolos delante de Dios, por un lado, y por otro presentándoles a Aquel en quien Dios mismo se dio a conocer, y en quien Él comunicó toda la plenitud de la gracia en nombre de ellos. Jesús, el objeto de su fe, el Salvador de sus almas. El apóstol había logrado esto a través del sufrimiento y de los problemas, enfrentándose a la oposición sin escrúpulos de los judíos que habían rechazado al Ungido, pero en conformidad con la gracia que se elevaba sobre todo este mal y que declaraba la salvación a los judíos; atravesando estos límites (porque era gracia) esta salvación se dirigió a los gentiles, a todos los hombres, como pecadores y responsables ante Dios. Pablo no había hecho esto con el orgullo de un maestro, sino con la humildad y la perseverancia del amor. Él deseó también terminar su ministerio y hallarse libre de error en aquello que Jesús le había encomendado. Ahora él se dirigía a Jerusalén, obligado en espíritu a hacerlo así, desconociendo lo que le acontecería, pero fue avisado por el Espíritu Santo de que le aguardaban lazos y dificultades. Con respecto a ellos mismos, él sabía que su ministerio había terminado y que no verían más su rostro. A partir de ese momento, la responsabilidad sería la única guía que tendrían.

Así, lo que el Espíritu Santo pone aquí delante de nosotros es que, ahora, cuando el detalle de su obra entre los gentiles de plantar el evangelio es relatada como una escena completa entre judíos y gentiles, se despide de la obra para marcharse de aquellos que había congregado en una nueva posición, y en cierto sentido en ellos mismos[28]. Es un discurso que marca la cesación de una etapa de la asamblea, la de las labores apostólicas, y la entrada en otra etapa, la de la responsabilidad de perseverar ahora que aquellas labores habían cesado, el servicio de los ancianos a quienes el Espíritu Santo hizo obispos, y al mismo tiempo los peligros y dificultades testigos de tal cesación de la labor apostólica, que complicarían la obra de los ancianos en quienes recaería ahora la responsabilidad.

La primera observación que derivamos de la consideración del discurso es que la sucesión apostólica no se halla en éste. Debido a la ausencia del apóstol, surgirían varios problemas y no habría nadie allí para solucionarlos o evitarlos. Por lo tanto, de sucesor no tenía a ninguno. En segundo lugar, aparece el hecho de que sin esta energía que una vez frenaba el espíritu del mal, lobos voraces de fuera y maestros perversos de dentro levantarían sus cabezas para atacar la simplicidad y felicidad de la asamblea, viéndose amenazada por los esfuerzos de Satanás que no hallarían ninguna energía apostólica que los resistiera.

Este testimonio de Pablo es de lo más importante por lo que respecta a todo el sistema eclesiástico. El cuidado de los ancianos que son encargados con este oficio, es desviado a otros asuntos antes que el de presentar una solicitud apostólica –como no teniendo más este recurso, o nada que oficialmente lo sustituyera–, a fin de que la asamblea pudiera ser guardada en paz y resguardada del mal. Les tocaba a ellos cuidar de la asamblea en estas circunstancias. En siguiente lugar, lo que había que hacerse principalmente para evitar la entrada del mal, era apacentar al rebaño y velar sobre el mismo, y sobre sí mismos por este motivo. Les recuerda cómo les había exhortado él con lágrimas de día y de noche. Dejemos, pues, que hagan su vela. Luego los encomienda, no a Timoteo ni a ningún obispo, sino –de un modo que deja de un lado todo recurso oficial– a Dios, y a la Palabra de su gracia que podía edificarlos y preservarlos para la herencia. Esto fue cuando dejó la asamblea; lo que el apóstol hizo luego no es mi intención discutirlo aquí. Si Juan llegó más tarde a proseguir la obra en estos lugares, fue un gran favor de Dios, pero no cambiaría oficialmente nada la posición. Sus labores –exceptuando las advertencias a las siete asambleas en el Apocalipsis, donde está la cuestión del juicio– tuvieron que ver con su vida individual, su carácter y aquello que la sostuvo.

Con profundo y conmovedor afecto, Pablo se marcha de la asamblea en Éfeso. ¿Quién iba a llenar ahora el vacío? A la vez, él apeló a sus conciencias para que siguieran la rectitud de su andar. Los trabajos voluntarios del apóstol de los gentiles habían terminado. ¡Pensamiento solemne y conmovedor! Había sido el instrumento escogido por Dios para comunicar al mundo Sus consejos tocantes a la asamblea, y para establecer en medio del mundo este precioso objeto de Sus afectos unidos a Cristo a Su diestra. ¿Qué iba a ser de ella aquí abajo?

 

Capítulo 21

Después de este tiempo, el apóstol tiene que dar una justificación de sí mismo, y llevar a cabo de manera asombrosa las predicciones del Señor. Llevado ante los tribunales por la malicia de los judíos, y entregado en manos de los gentiles por el odio que ellos tenían, todo servirá para dar un testimonio. Los reyes y los gobernantes oirán el evangelio, pero el amor de muchos se enfriará. Ésta es su posición en general; pero en ella había detalles que eran personales del apóstol.

Podemos destacar aquí una característica principal en este libro que ha sido poco observada; esto es, el desarrollo de la enemistad de los judíos que produjo su rechazo final. Los Hechos finaliza con el último caso presentado; la obra en medio de ese pueblo es olvidada, y la obra de Pablo ocupa toda la escena en la narrativa histórica que da el Espíritu. El antagonismo de los judíos hacia la manifestación de la asamblea, que desplazó su lugar y borró la distinción entre ellos y los gentiles introduciendo el cielo y la plena gracia soberana en contraste con la ley, la cual, universal en su dirección, fue dada a un pueblo distintivo –una gracia de la que podía asirse el pecador por medio de la fe– este antagonismo, decimos, que se presentaba a cada fase en la carrera del apóstol, aunque éste actuaba con honorabilidad, surge con toda intensidad en Jerusalén, su centro natural, y se manifiesta con violencia y mediante unos esfuerzos unidos a los de los gentiles con el fin de erradicar a Pablo de la faz de la tierra. Esto hacía que la posición del apóstol fuera de lo más delicada respecto a los gentiles en Jerusalén –una ciudad de lo más celosa en importancia religiosa, dado que había perdido toda realidad de su religión bajo la servidumbre romana al transformarse en un espíritu rebelde que iba contra la autoridad que la redujo.

Después de la historia del cristianismo, vista como en relación con el judaísmo –en referencia a las promesas y a su cumplimiento en el Mesías–, nos encontramos a Pablo en tres posiciones diferentes. En primer lugar, le hallamos condescendiendo, por motivo de la conciliación, para dar cuenta de aquello que todavía existía en Jerusalén, e incluso dirigiéndose a los judíos por doquier en sus sinagogas, como teniendo ellos, administrativamente, el primer derecho de escuchar el evangelio (al judío primero y después al gentil). Jesús era el ministro de la circuncisión por la verdad de Dios, a fin de cumplir las promesas hechas a los padres. En este sentido Pablo nunca fracasó, y establece estos principios clara y irrefutablemente en la Epístola a los Romanos. Más tarde le hallamos, en toda la libertad de la plena verdad de la gracia y de los propósitos de Dios, en su propia obra especial desde la que podía condescender en gracia. Esto es registrado en la Epístola a los Efesios. En ambos casos actúa bajo la guía del Espíritu y cumpliendo la voluntad del Señor. Después de esto, y en tercer lugar, le vemos en conflicto con la hostilidad legalista del judaísmo, cuyos emisarios le enfrentaron continuamente, y en el núcleo mismo del cual él más tarde se salió al partir para Jerusalén, en aquella parte de la historia que ahora estamos considerando. Cuánto había de Dios, y cuánto había del resultado de su andar, es algo a considerar en este relato. Que la mano de Dios estaba en ello para el bien de la asamblea, y en conducir a su amado siervo para su propio bien al final, está fuera de toda duda. Sólo tenemos que examinar lo lejos que estaban la mente y la voluntad de Pablo como medios que Dios empleó para producir el resultado que Él se propuso, bien fuera para la asamblea o para Su siervo, o para los judíos. Estos pensamientos son de un profundo interés, y demandan un humilde examen de aquello que Dios ha puesto delante de nosotros para instruirnos sobre este punto en la historia que el Espíritu mismo nos da sobre estas cosas.

Lo primero que nos sorprende al principio de esta historia, es que el Espíritu Santo le dijo al apóstol que no fuera a Jerusalén (cap. 21:4). Esta palabra tiene una sobrada importancia. Pablo se sentía él mismo limitado: había algo en su mente que le empujaba ir allí, un sentimiento que le obligaba ir hacia esa dirección; pero el Espíritu, en su externo y positivo testimonio, le prohibió marchar.

La intención del apóstol había sido dirigirse a Roma. El apóstol de los gentiles enviado a predicar el evangelio a toda criatura; no había nada del yo en este proyecto que no fuera conforme a la gracia (Rom. 1:13-15). Sin embargo, Dios no le permitió ir hasta allí. Fue obligado a escribirles su epístola sin haberlos visto. El cielo es la metrópolis del cristianismo. Roma y Jerusalén no tenían ningún lugar que ofrecer a Pablo, excepto que él llevaba a la primera en el corazón y quería evangelizar a la segunda. Hechos 19:21, donde se traduce «en el espíritu», sólo significa «el espíritu de Pablo». Éste se propuso en su propia mente: «Después que haya estado allí, debo visitar también Roma». Más adelante, él mismo tuvo que aceptar las ofrendas de los santos en Acaya y Macedonia. Deseaba demostrar su afecto por los pobres de su propio pueblo (Gal. 2:10). Todo esto estaba bien. Ignoro si era una función a la medida de un apóstol. Evidentemente era un sentimiento judío, el cual rezumaba un peculiar interés por los pobres de Jerusalén, y hasta por Jerusalén misma. Un judío prefería ser pobre en Jerusalén que rico entre los gentiles. Los cristianos pobres estaban allí, sin duda alguna, desde el momento de su conversión, pero aquel era el origen de este sistema (comp. Neh. 11:2 y Hechos 24:17). Todo esto pertenecía a una relación con el judaísmo (Rom. 15:25-28). Pablo amaba a la nación a la que pertenecía según la carne, y que había sido el pueblo amado por Dios y era todavía Su pueblo aunque estaba por un tiempo en rechazo, debiendo entrar ahora el remanente en el reino de Dios a través del cristianismo. Esta afectividad de Pablo por ellos –que tenía su razón de ser y su lado realmente afectivo, pero que por otra parte tenía que ver con la carne– le condujo al centro del judaísmo. Él era el mensajero de la gloria celestial, que expuso la doctrina de la asamblea compuesta por judíos y gentiles unidos sin diferencia en el un cuerpo de Cristo, erradicando así el judaísmo; pero su amor por la nación le llevó, como digo, al mismo centro del judaísmo hostil a esta igualdad espiritual. Se le había dicho que el testimonio del Señor no lo recibirían allí.

Sin embargo, la mano de Dios estaba decididamente en ello. Pablo halló su nivel en el plano individual.

Como el instrumento de la revelación de Dios, él proclama en todo su efecto y en toda su energía el propósito de la soberana gracia de Dios. El vino no es adulterado; fluía tan puro como él lo había recibido. Anduvo de manera notable, a la altura de la revelación que se la había encomendado. Individualmente, Pablo es todavía hombre, tiene que ser ejercitado y manifestado en aquellos ejercicios bajo los que Dios nos ha sujetado. Allí donde la carne halla su placer, la esfera en la que ha tenido gratificación, es allí, cuando Dios actúa, donde se topa con dificultades. Con todo, si Dios tuvo a bien someter a prueba a Su siervo y manifestársele, Él permaneció con él y le bendijo aun en la prueba misma, la cual volvió en testimonio y renovó el corazón de Su amado y fiel servidor. La manifestación de aquello en él que no era según el Espíritu, o conforme al nivel de su llamamiento, lo fue en amor para su bendición y por la de la asamblea. ¡Bienaventurado aquel que puede andar así en fidelidad para mantener su posición en igual grado, a través de la gracia, en los senderos de la gracia! Cristo es el único modelo, no obstante. No se me ocurre ningún otro que en su carrera se haya asemejado tanto a Él en su vida pública como Pablo.

Cuanto más examinemos la andadura del apóstol, tanto más seremos conscientes de esta semejanza, de que Cristo sólo fue el modelo de la perfección en obediencia; en Su precioso siervo había la carne. Pablo hubiera sido el primero en reconocer que la perfección es atribuible solamente a Cristo.

Creo, pues, que la mano de Dios acompañaba a Pablo en su viaje, que en su soberana sabiduría quiso que Su siervo lo emprendiera y a través del mismo obtuviera bendición, pero que el medio empleado para empezar este viaje conforme a esta soberana sabiduría era el afecto humano por el pueblo de su parentela según la carne; y que él no fue llevado hasta ellos por el Espíritu Santo que actuaba de parte de Cristo en la asamblea. Esta afectividad por su pueblo, este afecto humano, experimentó entre ellos aquello que supo situarlo en su lugar. Humanamente hablando, se trataba de un sentimiento amable, pero no era el poder del Espíritu Santo fundado sobre la muerte y resurrección de Cristo. Aquí no había más judío ni gentil. En el Cristo vivo todo estaba bien. Cristo se ocupó de ello hasta el final para poder morir; para este propósito Él vino.

El afecto de Pablo era bueno en sí mismo, pero como fuente de acción no estuvo a la altura de la obra del Espíritu, el cual de parte de Cristo le había enviado lejos de Jerusalén a los gentiles a fin de revelar a la asamblea como cuerpo de Cristo unido a Él en el cielo. Así, los judíos le estuvieron escuchando hasta que llegó a estas palabras, y entonces ellos gritaron y provocaron una agitación que terminó con el encarcelamiento de Pablo[29]. Él sufrió por la verdad, pero allí donde esta verdad no pudo abrirse camino conforme al propio testimonio de Cristo: «Porque no recibirán tu testimonio acerca de mí». Era necesario, no obstante, que los judíos manifestaran su odio del evangelio y presentasen esta última prueba de su inveterada oposición a los caminos de Dios en gracia.

Cualesquiera fuesen las otras labores del apóstol –y si había algunas el Espíritu Santo no las menciona–, Pablo recibe a los judíos en su propia casa; pero la página de la historia que escribe el Espíritu se cierra y termina aquí. La misión apostólica a los gentiles en relación con el establecimiento de la asamblea ha concluido. Roma es sólo la prisión del apóstol de la verdad, a quien le había sido confiada. Jerusalén le rechaza, Roma le encarcela y le condena a muerte, como habían hecho con el Jesús del cual Pablo tomaba su parecido también en todo esto, según su deseo expresado en Filipenses 3. Cristo, y el ser conformado a Él, eran su único objetivo. Se le concedió hallar esta conformidad a Él en su servicio, así como ya la tenía sólidamente expresada en su corazón y alma, con la diferencia de que aquel ministro en Su servicio no elevó su voz en las calles ni quebró el pabilo humeante, y este otro debía presentar con su testimonio el juicio a los gentiles.

La misión de los doce a los gentiles, que salieron de Jerusalén (Mat. 28), nunca tuvo lugar, dada la ausencia que hace de cualquier registro sobre ello el Espíritu Santo[30]. Jerusalén los retuvo, sin que pudieran siquiera ir hasta las ciudades de Israel. El ministerio de la circuncisión fue dado a Pedro, y el de los gentiles a Pablo, en relación con la doctrina de la asamblea y la de un Cristo glorioso, un Cristo que él no conocía ya según la carne. Jerusalén, a la que el apóstol se sintió atraído por el afecto que le tenía, le rechazó tanto a él como su misión. Su ministerio a los gentiles, hasta donde alcanza el resultado del poder del Espíritu, terminó con el mismo efecto. La historia eclesiástica quizás podría contarnos más; no obstante, Dios se ha encargado de mantenerla bajo riguroso secreto. Nada más es reconocido por el Espíritu. No tenemos más noticias de los apóstoles en Jerusalén; y Roma, como hemos visto, no tenía a ninguno de ellos, hasta donde nos informa el Espíritu, salvo que el apóstol de los gentiles estuvo prisionero allí y fue finalmente condenado a muerte. El hombre ha fracasado en todas partes sobre esta tierra. Los centros políticos y religiosos del mundo –según Dios lo expresa, centros conforme a esta tierra–, rechazaron el testimonio y condenaron a muerte al testificador. Pero el resultado ha sido que el cielo ha mantenido inviolados los derechos de este testimonio, y lo ha guardado en absoluta pureza. La asamblea, la verdadera metrópolis celestial y eterna de gloria y de los caminos de Dios, la asamblea que tenía su lugar en los consejos de Dios antes de que el mundo fuera, la asamblea que responde a Su corazón en gracia, unida a Cristo en la gloria, permanece como el objeto de la fe. Es revelada conforme a la mente de Dios, y con tanta perfección como la hallada en la mente divina, hasta que la Jerusalén celestial será manifestada en gloria para consumar los caminos de Dios en la tierra al ser restablecida como la Jerusalén central de sus tratos terrenales dispensados en gracia; Su trono, Su metrópolis en medio incluso de los gentiles, en medio del desvanecimiento del poder gentil, cuyo trono y centro fue una vez Roma.

Examinemos ahora los pensamientos del apóstol, y aquello que tuvo lugar históricamente. Pablo escribió a Roma desde Corinto, cuando pensaba hacer este viaje allí. El cristianismo había salido hacia el centro del mundo, sin que por ello lo hubiera plantado un apóstol. Pablo lo continuó. Roma es, por así decirlo, una parte de su dominio apostólico que escapa de sus manos (Rom. 1:13-15). Vuelve a hablarse de este asunto en el capítulo 15. Si él no podía ir –puesto que Dios no querría empezar con la capital del mundo, –comp. la destrucción de Hazor en Canaán, en Jos. 11:11–, cuando menos les escribirá sobre el terreno de su apostolado universal a los gentiles. Algunos cristianos se establecieron ya allí, de la manera como Dios lo quiso. Eran, parece ser, de la provincia de Pablo, habiendo estado la mayoría en contacto con él. Fijémonos en el número y en el carácter de los saludos al final de la epístola, que tienen un sello peculiar, y que afilian a los romanos en gran parte como los hijos de Pablo.

En Romanos 15:14-29, él desarrolla su posición apostólica con respecto a los romanos y a otros. Deseó también dirigirse a España cuando hubiese visto a los hermanos en Roma. Deseaba transmitirles dones espirituales, así como ser consolado por su fe mutua y disfrutar un poco de su compañía. Ellos estaban en relación con él; tenían su lugar como cristianos en Roma aun cuando él nunca estuvo allí. Por lo tanto, cuando hubiera disfrutado un poco con ellos, se dirigiría a España. Sin embargo, sus planes sufrieron un cambio. Todo lo que nos dice el Espíritu Santo es que él era un prisionero en Roma, y se hace un profundo silencio en cuanto a España. En lugar de marcharse más lejos después de que les hubiera transmitido los dones y los hubiera visto, permanece dos años prisionero en Roma. Desconocemos si fue puesto en libertad alguna vez. Unos dicen que sí, otros dicen que no. La Escritura no dice nada al respecto.

Es aquí, cuando hubo declarado sus propósitos y el carácter de sus relaciones con Roma en el Espíritu, y cuando se abre un vasto campo ante él en Occidente, que aflora su viejo afecto por su pueblo y por Jerusalén: «Mas ahora voy a Jerusalén para el servicio de los santos» (Rom. 15:25-28). ¿Por qué no se dirigía a Roma después de que acabara la obra en Grecia? (v. 23). Dios ordenó indudablemente que acontecieran estas cosas en Jerusalén, y que Roma y los romanos tuvieran este triste lugar con relación al testimonio de un Cristo glorificado y al de la asamblea, el cual Pablo rindió ante el mundo. En cuanto a él, ¿por qué quería colocar a Jerusalén entre su ardor evangélico y su obra? El afecto y el servicio eran buenos para un diácono o un mensajero de las iglesias, ¡pero para Pablo, que tenía todo Occidente dispuesto a recibir su pensamiento evangélico...!

De momento, Jerusalén se interpuso. Como hemos visto, el Espíritu Santo le advirtió mientras iba de viaje. Él imaginó también el peligro que corría (Rom. 15:30-32). Estaba seguro (v.29) de hacer este viaje en la plenitud de la bendición del evangelio de Cristo, pero no tenía seguridad en cuanto a un gozoso regreso de allí. El motivo por el cual les pidiera sus oraciones resultó tener consecuencias inesperadas para él: fue puesto en libertad, después de haber sido prisionero; tomó ánimo cuando vio a los hermanos en el Foro de Apio y las Tres Tabernas. De aquí tampoco hubo viaje a España.

Esto es todo muy solemne para mí. El Señor, lleno de gracia y dulzura, estaba con Su pobre pero amado siervo. Un caso como éste de Pablo, es una historia muy enternecedora, y los caminos del Señor loables y perfectos en bondad. La realidad de la fe está aquí de pleno. Los caminos de la gracia son perfectos, perfectos en ternura también en el Señor. Él está de lado de Su siervo en la prueba en la que se halla, para animarle y darle fuerzas. A la vez, en cuanto al deseo de ir a Jerusalén, él es avisado por el Espíritu de las consecuencias que seguirían, y sin retroceder, Pablo sufre la necesaria disciplina que trae su alma a su lugar, y a un pleno lugar de bendición delante de Dios. Su andar sabe encontrar su nivel en cuanto al poder espiritual. Pablo siente el poder exterior de aquello de lo cual había abandonado su poder moral, buscando poner trabas a su ministerio. Unas cadenas en su carne respondían a la libertad de la que él se había soltado. Esto era justicia en los tratos de Dios. Su siervo era demasiado valioso como para que Él pensara de otro modo. En lo que respecta a los resultados y al testimonio, Dios ordenó todo para la gloria de Sí mismo, con sabiduría perfecta en cuanto al futuro bienestar de la asamblea. Jerusalén, como vimos, rechaza el testimonio a los gentiles, en una palabra, los caminos de Dios en la asamblea (comp. 1 Tes. 2:14-16), deviniendo Roma la prisión de ese testimonio al tiempo que éste era también llevado delante de los reyes y gobernadores, así como al César.

Dijimos que la gracia situó a Pablo en la posición de Cristo entregado a los gentiles por causa del aborrecimiento de los judíos. Esto vino a ser un gran favor que se hizo. La diferencia –además del amor infinito del Señor, que se dio a Sí mismo– era que Jesús estaba allí en Su verdadero lugar delante de Dios. Él había venido a los judíos, pero el que fuera entregado constituía el acto que coronó Su devoción y servicio. De hecho, era la ofrenda de Sí mismo por el Espíritu eterno; la esfera de Su servicio como enviado por Dios. Pablo entró por segunda vez en esta esfera, siendo que la energía del Espíritu Santo le había situado afuera: «Librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío para que abras sus ojos...» (Hech. 26:17). Jesús le había llevado fuera de ambos para que ejerciera un ministerio que unificaba los dos en un cuerpo en Cristo en el cielo, el que le había así enviado. Pablo no conocía en su servicio a ninguno según la carne; en Cristo Jesús no había ni judío ni gentil.

Resumamos su historia: él es avisado por el Espíritu Santo de no subir (cap. 21:4). No obstante, prosiguió su viaje a Cesarea. Un profeta llamado Ágabo desciende de Judea y proclama que Pablo será arrestado y llevado a los gentiles. Puede decirse que esto no fue impedimento para que fuera con ellos. Es cierto; aun suceder una cosa después de otra, ello sirvió para dar solidez a la advertencia que ya fue hecha. Cuando anduvo en la libertad del Espíritu, siendo advertido del peligro, huyó pero lo desafiaba también cada vez que el testimonio lo requería. En Éfeso permitió que se le convenciera de no ir al teatro.

El Espíritu Santo no advierte normalmente del peligro, sino que conduce a cada cual en los caminos del Señor. Caso de presentarse el peligro, Él provee la fortaleza para resistirlo. Aquí Pablo recibió continuas advertencias, y sus amigos le rogaron que no subiera. Pero no quiso ser persuadido. Ellos se conformaron, poco satisfechos, diciendo: «Hágase la voluntad del Señor». Y no dudo de que fue Su voluntad, precisamente no para el cumplimiento de los propósitos que Pablo pudiera conocer por la inteligencia que le daba el Espíritu. Él sólo sentía la obligación de ir y de aprestarse para sufrir todas las cosas por causa del Señor.

De esta manera, Pablo parte hacia Jerusalén, y allí se dirige a la casa de Jacobo, donde se juntaban todos los ancianos. Pablo les explica la obra de Dios entre los gentiles. Volviéndose ellos a sus historias judías, de las que todos andaban llenos, regocijándose también por el bien que había efectuado el Espíritu, querían que Pablo fuera más obediente a la ley. Los creyentes en Jerusalén deberían acudir como motivo de su llegada, y había que satisfacer los prejuicios que tenían en cuanto a la ley. Pablo se ha presentado hasta ahora ante las demandas de los hombres; refutar un compromiso con ellos sería corroborar la certeza de los pensamientos que tenían en cuanto a él. Conducirse según sus deseos era crear una pauta, no de la guía del Espíritu en toda la libertad del amor, sino de la condición ignorante y prejuiciosa de estos judíos creyentes. Pablo estaba allí, no conforme al Espíritu como un apóstol, sino conforme al apego que tenía por las cosas viejas. Uno deber saber sobreponerse a los prejuicios de los demás y liberarse de su influencia, para poder condescender en amor con ellos.

Estando allí con ellos, Pablo no puede por menos que satisfacer sus exigencias. Pero la mano de Dios estaba en ello. Este acto le arrojó en manos de sus enemigos. Buscando agradar a los judíos creyentes, se lanza él mismo a las fauces del león que fueron las manos de los judíos, adversarios del evangelio. Debe añadirse que aquí no oímos más acerca de los cristianos de Jerusalén; éstos habían hecho su obra. No dudo de que habían aceptado limosnas de los gentiles.

 

Capítulo 22

Hallándose en revoltijo toda la ciudad y el templo cerrado, el tribuno acude para rescatar a Pablo de los judíos que querían matarle, llevándole bajo custodia según estaban habituados los romanos en ocasión de tales refriegas, pues ellos despreciaban profundamente a esta amada nación de Dios, orgullosa y denigrada en su propia condición. No obstante, Pablo se gana el respeto del tribuno a través de la manera de comunicarse con él, y éste le da permiso para hablar al pueblo. Al tribuno Pablo le habló en griego, pero preparado para ganar empleando los medios del amor, y cuando se trataba especialmente de aquel pueblo amado y rebelde, él les habló en hebreo. No se explaya en lo que el Señor le dijo cuando se le reveló, sino que se dirige a ellos dándoles una explicación personal de aquel consecuente encuentro con Ananías, un judío fiel apreciado por todos. Luego aborda el punto que tanto caracterizaba su posición y su defensa. Cristo se le había aparecido, diciéndole «No recibirán tu testimonio acerca de mí». Bendito sea Dios, esto es cierto pero, ¿cuál era el motivo de explicárselo a esas mismas personas que, conforme a las propias palabras de Pablo, no recibirían su testimonio? Lo único que confería autoridad a una misión así era la Persona de Jesús, y ellos no quisieron creerlo.

En su testimonio al pueblo, el apóstol acentuó la piedad del judío Ananías, pero en vano. Por muy genuino que fuera este testimonio, no era sino una caña cascada. Aun así, éste era todo el testimonio que dio, excepto que no lo había dado de sí mismo. Su discurso sólo tuvo un resultado: el resurgimiento del violento odio de esta desdichada nación hacia cada pensamiento de gracia en Dios, y la ilimitada soberbia que les precedió en su caída. El tribuno, viendo la violencia del pueblo, y sin comprender del todo lo que estaba ocurriendo, ordena con altivo ademán de romano que Pablo fuera encarcelado y azotado para hacerle confesar lo que quiso decir con todo aquello. Pablo mismo tenía la ciudadanía romana por nacimiento, mientras que el tribuno tuvo que adquirirla para comprar su libertad. Pablo le revela a continuación este hecho, y los que iban a azotarle se retiran. El tribuno se atemorizó por haberle atado, pero como su autoridad estaba en juego, le deja en sus ataduras. Al día siguiente se las quita y le lleva ante el concilio, o sanedrín de los judíos. El pueblo, y no meramente sus gobernadores, había rechazado la gracia.

 

Capítulo 23

Pablo se dirige al concilio con la gravedad y dignidad de un hombre honesto acostumbrado a un andar con Dios. No fue un testimonio dado para el bien de ellos, sino un llamamiento a una conciencia limpia, si es que tenían. La respuesta subsiguiente fue de cólera por parte del juez o el principal del concilio. Pablo, irguiéndose después de tal proceder, pronuncia un juicio de parte de Dios sobre él, pero advertido de que era el sumo sacerdote –el cual no llevaba la ropa habitual que le delatara– pide excusas por su ignorancia del hecho, y cita la prohibición formal que la ley hacía sobre hablar mal del líder del pueblo. Todo esto era correcto y estaba en su lugar, por lo que respecta a los hombres, pero el Espíritu Santo no podía decir: «No sabía». No era la actividad del Espíritu que estaba realizando la obra de gracia y de testimonio, sino el medio del juicio final de Dios sobre el pueblo. Es en este carácter, por lo que respecta a los judíos, que Pablo comparece aquí. Hace una mejor comparecencia que sus jueces, los cuales se desprestigian totalmente manifestando su temible condición; pero él no comparecía para Dios ante ellos. Más tarde, se fijó en las distintas sectas que formaban el concilio y que eran causa de desorden, declarándoles que él mismo era hijo de fariseo, y puso así en disputa un dogma de esa secta. Esto era verdad, pero sus palabras no expresaban el total sentido que él quiso darles: «Aun estimo todas las cosas como pérdida, por amor de Cristo Jesús». Los judíos, no obstante, se ponen en evidencia. Lo que Pablo dijo produjo una algarada, y el tribuno le alejó de allí en medio. Dios dispone todas las cosas. Un sobrino de Pablo, el cual no se menciona en ningún otro lugar, oye de una asechanza que le habían preparado y le avisa acerca de la misma. Pablo envía a su sobrino al tribuno y éste prepara una rápida fuga para Pablo hasta Cesarea, custodiado por la guardia. Dios le guardaba, pero todo está en el nivel de los caminos humanos y providenciales. No hay un ángel como en el caso de Pedro, ni se trata de un terremoto como en Filipos. Nos hallamos, con todo rigor, en un terreno distinto.

 

Capítulos 24-25

Pablo comparece ante los gobernantes sucesivamente: el sanedrín, Félix, Festo, Agripa, y más adelante César. Y aquí, donde lo ofrece la ocasión, tenemos unas sorprendentes apelaciones a la conciencia. Cuando se trataba de su defensa, las varoniles y honradas declaraciones de una buena conciencia se elevaban sobre las pasiones e intereses que le rodeaban. Corro una cortina sobre el egotismo mundano que se delata en Lisias y Festo, por la asunción de toda clase de buenas cualidades y buena conducta. La mezcla de una conciencia despierta y la ausencia de escrúpulos en los gobernantes; el deseo por agradar a los judíos dada su importancia, o de favorecer el gobierno de un pueblo rebelde; y el menosprecio que sentían aquellos que no tenían la responsabilidad de Lisias para el orden público. La posición de Agripa y todos los detalles de la historia llevan un notable sello de la verdad, y presentan los varios caracteres en un estilo tan vivaz que parece que nos encontremos en las escenas mismas. Vemos a las personas moviéndose en ellas. Todo esto contribuye a destacar los escritos de Lucas.

Otras circunstancias exigen nuestra atención. Festo, para poder agradar a los judíos, propuso llevarse a Pablo a Jerusalén. Pero Roma había de tomar parte en el rechazo del evangelio de la gracia, del testimonio de la asamblea, y Pablo apela a César. Festo, por lo tanto, tuvo que enviarle allí, aunque quedó perturbado al saber la clase de crimen que le hubo de imputar cuando le envió. ¡Triste cuadro de la justicia humana! Pero todo ello consuma los propósitos de Dios. En el empleo de estos medios, Pablo no tiene más éxito que el mostrado en satisfacer a los judíos. Quizás para el ojo humano, fue su único recurso bajo estas circunstancias. El Espíritu Santo se cuida de informarnos que Pablo podría haber sido puesto en libertad si no hubiera apelado a César.

 

Capítulo 26

En Agripa había, según creo, más curiosidad que conciencia, aunque hubiera podido existir en él algún deseo de conocer, a través de esa ocasión, cuál era la doctrina que había soliviantado tanto las mentes del pueblo. Era una actitud de indagar, más bien que de mera curiosidad. En general, se toma el sentido de sus palabras como si no hubiera estado lejos de convencerse de que el cristianismo era cierto; y tal vez se habría convertido si sus emociones no se lo hubieran impedido. Debemos preguntarnos si el griego transmite toda su fuerza aquí, como en general se supone, y no que meramente sea: «Por poco me persuades a hacerme cristiano», disimulando su incomodo en la apelación hecha ante Festo de la profesión de su judaísmo, mediante una pequeña y afectada observación. Y éste creo que fue el caso. La noción de «casi cristiano» es totalmente una equivocación, aunque la mente pueda estar influenciada por verdades que deberían llevarla a este convencimiento, y aun así las rechaza. Él se habría alegrado de haberle dado la libertad a Pablo. Expresó su convicción de que pudo haber ocurrido así de no haber apelado a César. Da su opinión sabia y razonada a Festo, pero sus palabras las dictaba en realidad su conciencia, las cuales no podía aventurarse a expresar cuando Festo y los otros estaban de acuerdo en que Pablo no había hecho nada que mereciera la muerte, o siquiera las cadenas.

Dios quería demostrar la inocencia de Su amado siervo ante el mundo. Su discurso tenía esta intención. Va más lejos con el objetivo de dar una explicación de su conducta. Su conversión milagrosa es explicada para poder justificar la carrera que más tarde siguió, pero la explica de tal manera que quiere obrar en la conciencia de Agripa, el cual era conocedor de las costumbres de los hebreos, y por ello estaba deseoso de escuchar algo sobre el cristianismo que él sospechaba como verdad. En conformidad a esto, no deja escapar esta oportunidad que se le presentaba y con toda solicitud escucha al apóstol cuando explica su conversión, sin moverse de su lugar. La condición de su alma hace que Pablo hable allí dirigiéndose directamente y de forma personal al rey, el cual, honrado por este hecho, le había hecho venir para hablar. Para Festo, todo ello era vano arrobamiento.

La dignidad de las maneras de Pablo ante todos estos gobernadores es perfecta. Se dirige a la conciencia olvidándose de sí mismo, en quien el yo manifestaba a un hombre que tenía comunión plena con Dios, y el sentido de esta comunión elevaba la mente por encima de las circunstancias y sus efectos. Actuaba para Dios, con una perfecta deferencia hacia la posición que ocupaban los presentes; vemos aquello que era totalmente superior a ellos. Cuanto más humillantes eran sus circunstancias, tanto más belleza había en esta superioridad. Ante los gentiles, él es un misionero de Dios. Está de nuevo –¡bendito sea Dios!– en su lugar correcto. Todo lo que dijo a los judíos era exacto y justo. Sin embargo, ¿por qué estaba él sometido todavía a la total inconsciencia del pueblo así como a sus pasiones, quienes no dejaban lugar para el testimonio? Como vimos, había de ser así para que los judíos pudieran llenar la medida de su iniquidad, y que efectivamente el bendito apóstol pudiera seguir los pasos de su Maestro.

El discurso de Pablo al rey Agripa nos proporciona el cuadro más completo de toda la posición del apóstol, como él mismo la contemplaba cuando su extenso servicio y la luz del Espíritu Santo le ofrecieron una mirada retrospectiva.

Él no habla de la asamblea –esto era una doctrina para enseñanza, y no una parte de su historia. Pero todo lo que se refería a su historia personal, en relación con su ministerio, lo ofrece en detalle. Había sido un fariseo estricto, y aquí él vincula la doctrina de Cristo con las esperanzas judías. Estaba en cadenas «por causa de la esperanza de la promesa hecha a los padres». No hay duda de que la resurrección se hallaba en esta promesa. ¿Por qué debía pensar el rey que la resurrección era algo imposible, que Dios no podía levantar a los muertos? Esto lleva a Pablo a discurrir sobre otro punto. El apóstol había ciertamente reflexionado mucho acerca de tantas cosas que hubo de hacer en contra de Jesús de Nazaret, y las efectuó con la energía de su carácter y con la intransigencia de un fiel judío. Su condición actual, como testigo entre los gentiles, dependía del cambio producido en él a través de la revelación del Señor cuando se ocupaba en querer destruir Su Nombre. Próximo a Damasco, una luz más brillante que el sol derribó a todos al suelo, y solamente él escuchó la voz del Justo, Aquel que consideraba como Él mismo a los que creían en Él. Fue llamado para dar evidencia ocular de la gloria que había visto, es decir, de Jesús en esa gloria; y también de las otras cosas, para la manifestación de las cuales Jesús se le aparecería otra vez. Un Cristo glorioso conocido personalmente, era sólo en el cielo el tema del testimonio que se le había encomendado. Para este fin había separado a Pablo de los judíos y de los gentiles, haciendo que su misión perteneciera inmediatamente al cielo, donde tenía su origen. Y fue enviado formalmente por el Señor de gloria a los gentiles para cambiarles la posición que mantenían con respecto a Dios, a través de la fe en este Jesús glorioso, abriéndoles los ojos, sacándolos de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios, y dándoles una herencia entre los santificados. Ésta era una obra acabada. El apóstol no desobedeció la visión celestial, y enseñó a los gentiles que se volvieran a Dios, que anduvieran como quienes habían actuado así. Por esta razón, los judíos procuraban matarle.

Nada más sencillo ni más verídico que esta historia. Deja el caso de Pablo y la conducta de los judíos fuera de toda duda. Cuando fue llamado a presentarse ante Festo, quien naturalmente  consideraba todo un mero éxtasis irracional, apeló con perfecta dignidad y agudo discernimiento al conocimiento de Agripa acerca de este hecho en que todo se basaba, pues la cosa había trascendido.

Agripa estuvo a punto de convencerse, pero su corazón permaneció intocado. El deseo que expresa Pablo retrotrae el asunto a una realidad moral. La asamblea se disuelve, el rey vuelve a su lugar regio, cortés y condescendiente, y el discípulo a su lugar de prisionero. Pero por otra que sea la posición del apóstol, vemos en él un corazón profundamente dichoso y lleno del Espíritu y amor de Dios. Los años de prisión no le deprimieron el corazón ni la fe, pero sí le habían liberado de su vínculo abrumador con los judíos para proporcionarle momentos pasados con Dios.

Sorprendido Agripa y extasiado por la honesta y llana explicación de Pablo[31], se libra de la presión del discurso personal de Pablo diciendo: «Por poco me persuades a ser cristiano». La caridad podía decir: «¡Quisiera Dios que lo fueras!» Del corazón de Pablo brota una fuente inagotable. Dice él: «¡Quisiera Dios que no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!» ¡Qué felicidad y qué amor –en Dios estas dos cosas van juntas– se expresan en estas palabras! Un pobre prisionero, anciano y rechazado, al ocaso de su carrera, era rico en Dios. ¡Benditos años aquellos que pasó en prisión! Podía presentarlos como una pauta para la felicidad, porque ésta llenaba su corazón. Terminadas sus fatigas, así como su obra en cierto sentido había también concluido, él poseía a Cristo y en Él todas las cosas. El Jesús glorioso, que le había introducido en los dolores y las labores del testimonio, era ahora su posesión y su corona. Éste es siempre el caso. La cruz y el servicio –en virtud de lo cual es Cristo– es el disfrute de todo lo que Él es cuando el servicio está acabado; y en cierto modo es la medida de este disfrute. Esto fue así con Cristo mismo, en toda su plenitud; es nuestro, en nuestra medida, conforme a la gracia soberana de Dios. La sola expresión de Pablo supone al Espíritu Santo actuando plenamente en el corazón para poder disfrutar libremente, y que el Espíritu no sea contristado.

Un Jesús glorioso –un Jesús que le amaba, un Jesús que ponía el sello de Su aprobación y amor sobre su servicio, un Jesús que le llevaría consigo en la gloria, y con quien él era uno (conocedor de esto a través del abundante poder del Espíritu Santo, conforme a la justicia divina), un Jesús que revelaba al Padre y mediante el cual él tenía el lugar de adopción–, este Jesús era el manantial infinito de gozo para Pablo, el objeto glorioso de su corazón y de su fe; y, siendo conocido en amor, llenaba el corazón con ese amor que sobreabundaba para con todos los hombres. ¿Qué mejor podía desearles a ellos que fueran como él, excepto sin unas cadenas? ¿Cómo no podía quererlo desde un corazón lleno de este amor o de este afecto tan grande? Jesús era su medida.

Probada su inocencia y aceptada por sus jueces, los propósitos de Dios debían realizarse todavía. Su apelación a César debía llevarle a Roma para que pudiera dar testimonio allí también. Nuevamente se asemeja aquí a Jesús en su posición. Pero al mismo tiempo, si los comparamos, el siervo, bendito como es, empequeñece y es eclipsado delante de Cristo, de modo que nos es difícil pensar sólo en él. Jesús se ofreció a Sí mismo en gracia, apeló solamente a Dios. Él respondió sólo para dar testimonio de la verdad –esa verdad era la gloria de Su Persona, Sus propios derechos, humilde como era Él. Su Persona resplandece a través de los nubarrones de la violencia humana, que no habrían podido cernerse sobre Él si no hubiera existido el momento para que se cumpliera la voluntad de Dios. Para este propósito se dio paso a los poderes de las tinieblas desde el cielo. Pablo apela a César, puesto que era romano. Una dignidad humana conferida por el hombre, y disponible ante los hombres, la cual emplea para sí mismo, realizando Dios sus propósitos así. El primero es bienaventurado, así como sus servicios; el segundo es perfecto, siendo el sujeto perfecto del mismo testimonio.

Sin embargo, si para Pablo deja de existir el libre servicio del Espíritu Santo, y si él es prisionero en manos de los romanos, cuando menos su alma está llena del Espíritu. Entre él y Dios todo es libertad y gozo. Todo resultará en su bendición, es decir, en su victoria definitiva en la contienda con Satanás. ¡Cuán bienaventurado! A través de las comunicaciones del Espíritu de Jesucristo, la Palabra de Dios no está atada. Otros adquirirán fortaleza y libertad en vista de sus ataduras, incluso después, en el bajo estado de la Iglesia, mientras que otros actuarán a expensas de los aprisionados. Pero Cristo será predicado y exaltado, y con esto se conforma Pablo. ¡Cuán cierto es esto, como el gozo perfecto del corazón, inmutable ante lo que acontezca! Todos somos los sujetos de la gracia (¡alabado sea Dios!), así como los instrumentos de la gracia en el servicio. Cristo solo es el objeto, y Dios corrobora Su gloria. Nada más es necesario; esto mismo es nuestra porción y nuestro gozo perfecto.

Hemos de destacar en esta interesante historia, que en el momento en que Pablo podía haberse hallado más atribulado, cuando su camino fue tal vez disconforme con el poder del Espíritu, cuando ocasionó aquel desorden en el concilio esgrimiendo argumentos que más tarde dudaría totalmente en justificar–, es entonces cuando el Señor, lleno de verdad, se le aparece para darle ánimo y fortalecerle. El Señor, quien anteriormente le había dicho que marchara de Jerusalén porque allí no querían recibir su testimonio, y quien le había avisado de no subir tampoco allí, porque llevó a cabo Sus propios propósitos de gracia en la debilidad y mediante el afecto humano de Su siervo, ejercitando a la vez Su íntegra disciplina en sabiduría divina por estos mismos medios, Jesús se aparece a él para decirle que del modo que había testificado de Él en Jerusalén así también debería dar testimonio en Roma. Ésta es la manera como el Señor interpreta en gracia toda la historia, en el momento en que Su siervo debía de haber sentido toda la tribulación que comportaba su posición, sintiéndose quizás abrumado en ella, recordando que el Espíritu le había prohibido subir hasta allí, pues cuando se está en la prueba, la duda es tormento. El fiel y gracioso Salvador interviene, por tanto, para animar a Pablo y para dar Su propia interpretación de la posición en la que se encontraba Su pobre siervo, así como para señalar el carácter de Su amor hacia él. Si era necesario ejercer la disciplina para su bien a causa de la condición en que se hallaba, y para perfeccionarle, Jesús estaba con él en la disciplina. Nada más conmovedor que la ternura y la conveniencia de esta gracia. Además, como hemos dicho, todo esto llevó a cabo los propósitos de Dios con referencia a los judíos, a los gentiles y al mundo. Dios puede unir en una dispensación los más variados fines.

 

Capítulo 27

Restaurado y reanimado por la gracia, Pablo se muestra en este viaje dueño de su posición. Es él quien consuela, según la comunicación que recibe de Dios, y el que conforta, el que actúa en cada momento de parte de Dios en medio de la escena que le rodea. La intensa realidad de la descripción, que Lucas su compañero da de la travesía, no precisa más comentarios. Esta escena es igual de admirable que un cuadro de colores intensos. Nuestra atención la ponemos en ver cómo se comportaba Pablo en medio de la desconfianza y el desasosiego del resto del pasaje.

 

Capítulo 28

En Melita le hallamos nuevamente ejerciendo su habitual poder entre el pueblo bárbaro. Uno se da cuenta de que Dios está con él. El asunto de la evangelización no aparece, sin embargo, como motivo de su estancia allí o por razón de su viaje.

Arribados en Italia, vemos a Pablo deprimido. El amor de los hermanos le fortalece y le da nuevos ánimos. Luego continúa hasta Roma, donde permanece dos años en una casa que alquilará con un soldado que será su guardia personal. Probablemente, los que le llevaron a Roma habían recibido el entendimiento de que sólo se trataba de un asunto de celos judíos, pues en toda la travesía le trataron con el máximo respeto. Además, era romano.

Llegados a Roma, llama a los judíos y aquí, por última vez, se nos presenta su condición y el juicio que colgaba sobre sus cabezas desde que fue anunciada la profecía –relacionada especialmente con la casa de David y con la de Judá. El juicio pronunciado por Esaías, que el Señor Jesús declaró que habría de venir sobre ellos a causa del rechazo de Él, la ejecución de lo cual estaba interrumpido con razón de la misericordia de Dios, hasta que el testimonio del Espíritu Santo fuese también rechazado, es presentado aquí como testimonio a la mente por medio de Pablo al final de la parte histórica del Nuevo Testamento. Es su condición definitiva la que declara solemnemente el ministro de la gracia soberana, y la cual debía continuar hasta que Dios interviniera en poder para darles arrepentimiento y libertad, y Él se glorificase en ellos por medio de la gracia.

Hemos señalado ya esta característica de los Hechos, la cual sobresale aquí de manera sorprendente: el echar a un lado a los judíos. Ellos mismos se apartaron a un lado cuando rechazaron el testimonio de Dios, Su obra. No le seguirán en su progreso de gracia, y así quedan totalmente apartados, sin Dios y sin ninguna comunicación actual de Su parte. Su palabra permanece para siempre, y Su misericordia, pero habrá otros que tomen el lugar de una relación presente y positiva con Él. Individuos de entre ellos entrarán en otra esfera con distintos fundamentos, pero Israel desaparece y es quitado por un tiempo de la mirada de Dios.

Esto es lo que se presenta en el libro de los Hechos. La paciencia de Dios se ejercita para con los judíos mismos en la predicación del evangelio y la misión apostólica en el principio. Su hostilidad va desarrollándose por momentos y llega a su cenit en el caso de Esteban. Surge Pablo como testigo de la gracia hacia ellos como remanente elegido, porque él mismo era de Israel, y que introdujo, en relación con un Cristo celestial, algo totalmente nuevo como doctrina: la asamblea, el cuerpo de Cristo en el cielo, y la desaparición de toda distinción entre judío y gentil como pecadores ambos delante de Dios, y llevados en la unidad de este cuerpo. Esto es vinculado históricamente con aquello que se estableció en Jerusalén, a fin de mantener la unidad y la continuidad de las promesas. Pero como doctrina misma, era algo oculto en Dios en todas las edades, habiendo permanecido así en Sus propósitos de gracia antes de que el mundo fuera. La enemistad de los judíos hacia esta verdad nunca disminuyó. Emplearon todos los medios para soliviantar a los gentiles en contra de aquellos que enseñaban la doctrina, y prevenir así la formación de la asamblea misma. Dios, habiendo actuado con paciencia perfecta hasta el final, introduce la Iglesia en el lugar de los judíos como Su casa y como el recipiente de Sus promesas en la tierra, haciéndola Su habitación por el Espíritu. Los judíos son dejados de lado –¡ay!, su espíritu pronto se apoderaría de la asamblea misma–, y la asamblea, así como la libre y positiva enseñanza de la no diferencia entre judío y gentil, iguales por naturaleza a los hijos de condenación, y de sus iguales privilegios que tenían en común como miembros del un solo cuerpo, ha sido plenamente declarada y asentada para toda relación entre Dios y todas las almas poseedoras de fe. Ésta es la doctrina del apóstol en las epístolas a los romanos y a los efesios[32]. Al mismo tiempo, el don de la vida eterna, como fue prometido antes que el mundo fuese, ha sido manifestado mediante el nuevo nacimiento[33] –el comienzo de una nueva existencia con un carácter divino– participando de la justicia divina. Estas dos cosas están unidas en nuestra resurrección con Cristo, mediante la cual nuestros pecados son perdonados, y somos emplazados delante de Dios igual que Cristo, que es a la vez nuestra vida y nuestra justicia. Esta vida se manifiesta conformándose a la vida de Cristo en la tierra, quien nos dejó un ejemplo a seguir. Es la vida divina manifestada en el hombre, en Cristo como el objeto y en nosotros como testimonio.

La cruz de Cristo es la base, el centro fundamental de todas estas verdades –las relaciones entre Dios y el hombre como éste era, su responsabilidad; la gracia, la expiación, el final de la vida, en cuanto al pecado, la ley y el mundo; el despojo del pecado a través de la muerte de Cristo, y sus consecuencias en nosotros. Todo está establecido allí, y deja lugar para el poder de la vida que estaba en Cristo, que glorificó a Dios perfectamente allí para aquella nueva existencia en la que Él entró como Hombre en la presencia del Padre, por cuya gloria, así como por Su propio poder divino y por la energía del Espíritu Santo, resucitó de los muertos.

Esto no es impedimento para que Dios reanude Sus caminos de gobierno con los judíos en la tierra, cuando la Iglesia esté completa y sea manifestada en el aire. Esto Él lo hará conforme a Sus promesas y a las declaraciones de la profecía. El apóstol también explica esto en la Epístola a los Romanos, pero pertenece al estudio de dicha epístola. Los caminos de Dios en juicio con referencia a los gentiles, también entonces, se nos mostrarán en el Apocalipsis, así como en los pasajes proféticos de las epístolas, en relación con la venida de Cristo e incluso con Su gobierno del mundo en general desde el principio hasta el final, junto con las necesarias advertencias para la asamblea, cuando los días de engaño empiecen a percibirse y se desarrollen moralmente en la ruina de la asamblea, vista como testigo de Dios en el mundo.

Cuando fue llevado a Roma nuestro apóstol, declaró –en vista de la incredulidad manifestada entre los judíos, y a la que ya hemos hecho referencia– que la salvación de Dios es enviada a los gentiles. Él permanece allí dos años completos en la casa que había alquilado, recibiendo a los que le visitaban –pues no tenía libertad de ir a ellos–, predicando con solicitud el reino de Dios y aquellas cosas que concernían al Señor Jesús, sin que nadie se lo impidiera. Y aquí termina la historia de este precioso siervo de Dios, amado y honrado por su Maestro, prisionero en esa Roma que, como cabeza del cuarto imperio, había de ser la sede de la oposición entre los gentiles como Jerusalén lo fue entre los judíos para el reino y la gloria de Cristo. El tiempo para que se cumpliera la total manifestación de esa oposición, todavía no había llegado. El ministro de la asamblea y del evangelio de gloria era allí un prisionero. Es así como Roma empieza su historia en relación con el evangelio que el apóstol predicaba. Dios estaba con él.


 

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Referencias

[1] Es triste pero instructivo ver que en la última división del libro la energía espiritual de Pablo concluye, en cuanto al efecto que le imprimió a su obra, en la sombra de una celda. Sin embargo, vemos la sabiduría de Dios en ello. El orgulloso apostolicismo de Roma nunca tuvo un apóstol, sino un prisionero; y el cristianismo, tal como testifica la epístola a los Romanos, estaba ya plantado allí.

[2] La misión dada en Lucas 24 es la que se cumple tanto en los discursos de Pedro como en los de Pablo en el libro de los Hechos, pero en particular en los capítulos 2 y 13, no como en los de Mateo 28, donde, en efecto, se trataba sólo de los gentiles. El evangelio de Lucas versaba sobre Su ascenso desde Betania, el de Mateo sobre la resurrección desde Galilea, donde Él había ido a buscar a los menesterosos del rebaño (comparar Mat. 4:15).

[3] En este sentido, no es ninguna continuación de la misión de Cristo sobre la tierra, la cual es seguida en Mateo desde Galilea.

[4] El concepto racionalista de que esto fue una especie de galimatías, tal como lo pensaban los judíos incrédulos, raya en la absurdidad. Pensemos en la gratitud de Pablo hacia Dios porque él hablaba más lenguas que nadie… ¡y que Dios daba el don para interpretar esta jerigonza!

[5] El testimonio emplea los términos que, aplicado a los judíos aquí y a los esparcidos allá, abría no obstante la puerta a los gentiles por la soberanía de Dios. «Todos cuantos están lejos, tantos como el Señor nuestro Dios llamare». Dios es todavía el Dios del hombre; pero Él llama a quien quiere.

[6] Ésta es la expresión de sozomenoi.

[7] Dios nunca habita con el hombre si no es sobre la base de la redención; no sucedió con Adán ni con Abraham. Comparar Éxodo 29:46.

[8] Es notorio ver que los consejos de Dios y Su cumplimiento en gracia, mientras estaban siendo cumplidos ahora, manifestaban la responsabilidad de aquellos con los que Dios trataba. En el capítulo 2, Pedro dice: «Sed salvos de esta perversa generación». Dios los estaba reuniendo, conforme a Su propio conocimiento de lo que iba a ocurrir. En el capítulo 3, dice: «Dios lo ha enviado para bendeciros, haciendo que cada uno se convierta de sus maldades». Y así fue, aunque Dios actuaba en gracia presente conforme al resultado que sólo Él conocía. También sucede a menudo en Jeremías. Si se hubieran arrepentido entonces, con toda seguridad Dios se habría refrenado de juzgarlos, como también se dice en ese libro.

[9] No «cuando». No puede pretenderse este adverbio en la traducción.

[10] Esto se refiere al tiempo de Su vida sobre la tierra, si bien en Su intercesión hubo una renovada misericordia en testimonio de un Cristo glorificado, que volvería cuando se arrepintieran.

[11] Él es la expresión del poder del Espíritu Santo que da testimonio del Cristo glorificado, que era presentado así a Israel, y que le había rechazado en humillación. De la caída al diluvio, el hombre, que no fue dejado sin testimonio, estaba no obstante abandonado a sí mismo. No había tratos especiales o instituciones de parte de Dios. El resultado fue el diluvio, para purificar, por decirlo así, la tierra de su horrible podredumbre y violencia. En el nuevo mundo, Dios empezó a tratar con el hombre. El gobierno fue conferido a Noé, pero en Abraham vemos a alguien llamado fuera por gracia electa, y las promesas de Dios dadas a él cuando el mundo se había vuelto a los demonios. Esto comenzó la historia del pueblo de Dios, pero la cuestión de la justicia no se había planteado aún. La ley planteó esta cuestión, demandando del hombre la justicia. Más tarde vinieron los profetas en gracia paciente. Luego, el último llamamiento de Dios a producir frutos, y el testimonio de la gracia, vinieron con el Hijo de Dios. Ahora estaba siendo rechazado, y sobre Su intercesión el Espíritu Santo daba testimonio de Su gloria por medio de Pedro (Hechos 3) para que ellos se arrepintieran, planteándoles ahora esta cuestión por mediación de Esteban.

[12] Observemos también, que tanto como duró la paciencia de Dios, no obteniéndose ningún arrepentimiento como resultado, el primer pecado y el primer alejamiento de Dios conllevan finalmente su castigo.

[13] El Espíritu Santo abre a nuestros ojos el cielo y nos capacita para contemplar lo que se halla allí, formándonos en esta tierra conforme al carácter de Jesús. En cuanto al cambio que tuvo lugar en la continuación de los tratos de Dios, me consta que fue la manera de comprender por el Espíritu que el velo se había rasgado. Jesús es visto todavía no sentado, porque hasta el rechazo por parte de Israel del testimonio del Espíritu Santo Él no se sentó definitivamente a esperar el juicio de Sus enemigos. Más bien permaneció en la posición de Sumo Sacerdote, de pie, intercediendo. El creyente está con Él arriba por el Espíritu, y el alma unida hasta aquí a Él en el cielo; ahora por la sangre de Cristo, a través de ese nuevo y vivo camino, podía entrar dentro del velo. Por otra parte, habiendo hecho los judíos lo mismo con respecto a Jesús, después de enviar –por decirlo así– en Esteban a un mensajero tras Él a decir «No queremos que éste reine sobre nosotros», Cristo toma finalmente su lugar de asiento en el cielo hasta que juzgará a los enemigos que no querían que reinase. En esta última posición es contemplado en la epístola a los Hebreos, en la cual ellos son exhortados a salir del campamento de Israel para seguir a la víctima cuya sangre había sido introducida en el santuario. Esto anticiparía el juicio que caería sobre Jerusalén inmediatamente por mano de los romanos, para dejar de un lado a la nación, como ocurrirá definitivamente cuando Jesús actúe por cuenta propia. Por lo tanto, la posición de Esteban asemeja aquella de Jesús, siendo el testimonio que da el Espíritu el de un Jesús glorificado. Esto facilita mucho la comprensión del primer principio de la epístola a los Hebreos.

La doctrina de la Iglesia, anunciada por Pablo después de la revelación que se le hizo en Damasco, va más lejos, es decir, que revela la unión de los cristianos con Jesús en el cielo y no simplemente su entrada en el lugar santo a través del velo rasgado, donde anteriormente el sacerdote podía entrar para situarse detrás del velo que ocultaba a Dios del resto del pueblo.

[14] Podemos señalar aquí que el santuario, por decirlo así, está abierto a todos los creyentes. El velo fue rasgado por la muerte de Cristo, pero la gracia de Dios actuaba a la sazón hacia el judío como tal y le proponía el regreso de Jesús a la tierra, es decir, fuera del velo, en vista de su pronto arrepentimiento para que la bendición pudiera ser efectiva entonces en la tierra –los tiempos de refrigerio a la venida de Cristo, que los profetas anunciaron. Pero ahora no se trataba de un Mesías, el Hijo de David, sino del Hijo del Hombre en el cielo. Por el Espíritu Santo aquí abajo, es visto y conocido un cielo abierto, y el Sumo Sacerdote –no sentado todavía– a la diestra de Dios no está oculto detrás de un velo. Todo está abierto para el creyente. Son revelados la gloria y Aquel que ha entrado en ella para Su pueblo. Y ésta, según me consta, es la razón por la que le vemos a Él no sentado. No había tomado definitivamente su lugar de asiento (eis to dienekes) en el trono celestial hasta que el testimonio del Espíritu Santo a Israel acerca de su exaltación no hubo sido rechazado del todo. El libre testimonio del Espíritu que se desarrolla aquí, y en adelante, es muy interesante, sin que por ello se toque la autoridad apostólica en su lugar, como vamos a ver. En cuanto a los judíos, hasta que el sumo Sacerdote salga a ellos, no podrán conocer que esta obra es aceptada por la nación; como en el día de la expiación, ellos debían esperar que él saliera para poder conocerlo. Pero para nosotros, el Espíritu Santo ha salido mientras Él está aún dentro, y esto lo sabemos.

[15] Esto en ningún modo es obstáculo para la manifestación de la soberana sabiduría de Dios. El desarrollo de la doctrina de la asamblea, en su singularidad y como el Cuerpo de Cristo, no era sino de lo más perfecto e incólume, tal como lo explica Pablo, quien fue llamado fuera del judaísmo por la revelación de un Cristo celestial. Tampoco cambian estos caminos de la soberana sabiduría de Dios la responsabilidad humana de ninguna manera. La unidad externa de la asamblea era también preservada por estos medios, mediante la relación que tenía ésta con los otros lugares y Jerusalén, hasta que la obra en medio de los gentiles agravó estas relaciones y las hizo precarias. Esto sirvió, no obstante, para dejar cuando menos patentes la gracia y la sabiduría de Dios.

[16] Esto fue, por lo que parece, más tarde, pero se toma nota de ello aquí para dar a Saulo su lugar entre los cristianos.

[17] Si examinamos de cerca las Escrituras en sus afirmaciones y hechos, hallaremos, creo que con detalle, que es la fe en la obra de Jesús para remisión de pecados la que es sellada.

[18] Hay una cuestión sobre la lectura hecha en el capítulo 9:31, que no afecta al pensamiento general sobre que una asamblea local, distinta de Jerusalén y compuesta principalmente por gentiles, estuviera en fase de formación.

[19] La acción del Espíritu es siempre independiente, pero aquí quiero resaltar que fue ajena a la autoridad de los apóstoles. Esta autoridad no es el origen de lo que es hecho, ni aquello que es hecho se refiere a este origen.

[20] No sé si el cambio de nombre que le fue dado en esta ocasión, y cuyo significado ha excitado una curiosidad etimológica, no es una simple alteración que perdió su forma judía para asumir un aspecto romano o gentil.

[21] Ambos, en su testimonio, obedecen principalmente la comisión de Lucas 24.

[22] Aquí Pablo es situado en primer lugar antes de Bernabé. En el capítulo precedente, es Bernabé quien está primero.

[23] Vemos, no obstante, en el caso de Lida y Sarón, algo más análogo a la introducción de un pueblo. Ellos habían oído del milagro hecho con Eneas, y la ciudad y todo el vecindario se volvieron al Señor. Sarón es un distrito costero.

[24] Literalmente, ignoraban que el Espíritu Santo existiera. La expresión, igual a la que encontramos en Juan 7, es un testimonio sorprendente acerca de la función e importancia de la presencia del Espíritu Santo aquí en la tierra. Es llamado «el Espíritu Santo», aunque todos sabemos que siempre ha sido santo. Pero lo que conocemos acerca del Espíritu Santo presencial en esta tierra, nunca había sucedido antes.

[25] Magistrados honorarios de entre los notables que presidían las celebraciones de las fiestas religiosas.

[26] Quizás pueda interesar al lector y le sea de ayuda entender esta parte de la historia del Nuevo testamento, si hago constar los momentos cuando el apóstol escribió algunas de sus epístolas. Escribió la Primera a los Corintios desde Éfeso, que la hizo enviar por Tito. A Timoteo le hizo viajar por Macedonia, siendo que éste tal vez continuara hasta Grecia. «Si él viene», dijo a los corintios refiriéndose a Timoteo. Entonces ocurrió la revuelta, y en ese preciso instante, su vida corría peligro, no esperando siquiera que se salvaría. Su propuso dirigirse a Macedonia entrando por Grecia, y después regresar a Grecia, pero la condición en que se hallaba Corinto a la sazón detuvo a Pablo en su cometido, obligándole a dirigirse directamente a Macedonia. Estando de camino se dirige a Troas, pero no permanece allí. En Macedonia fue ejercitado y no hallaba descanso mental porque Tito no le había llevado buenas noticias de los corintios. Pero allí le encontró Tito, que pudo consolarle en sus preocupaciones con las buenas noticias de la vuelta de los corintios a una mente sana. Con motivo de este suceso, les escribe la segunda carta, y después de visitar las asambleas prosigue su viaje a Corinto, desde donde escribió su Epístola a los Romanos. Aquí sólo hablo de lo que se refiere a esta parte de la historia del apóstol, y a aquello que arroja un poco de luz sobre sus actividades.

[27] El lector tiene que distinguir entre los sufrimientos del Señor a causa del pecado de parte de Dios en justicia, de aquellos que Él tuvo que soportar de parte de hombres pecadores por causa de la justicia. Nosotros somos partícipes de los últimos, en donde no se cuestiona esta participación, sino la sustitución que Él hizo por nosotros cuando merecíamos la condenación debido al pecado.

[28] Si Pablo fue alguna vez liberado y restaurado para estas partes (no necesariamente para Éfeso) tal como Filipenses y Filemón, y tal vez 2 Timoteo nos hacen suponer, no tenemos ningún registro en la Escritura que nos lo indique.

[29] Esta circunstancia es digna de atención, que fue la declaración de Cristo que él fuera hasta los gentiles, a lo cual nosotros podemos añadir en este momento que estuvo a su vez acompañada por esta otra declaración: «Date prisa, y sal prontamente de Jerusalén; porque no recibirán tu testimonio acerca de mí». Entonces, lo que declaraba su testimonio y que fue inútil de ser recibido en Jerusalén es lo que causó el arresto de Pablo. Por palabra de Cristo y por la misma evidencia del apóstol, su servicio apostólico no estaba allí, sino en otra parte.

[30] Marcos 16:20 es el único pasaje que parece hacer alusión a cómo se llevaría a cabo esta misión. Y si no es propiamente así , Colosenses 1:6 se refiere, con este fin, a todo el mundo, basando esta misión en la ascensión, no en la resurrección como misión realizada para los gentiles.

[31] Relajándose, Agripa dice: «Por poco me persuades a ser cristiano», ocultando sus sentimientos con un lenguaje despreciativo. Pero no tengo duda de que su mente estaba siendo muy trabajada.

[32] En Romanos es en su posición personal; en Efesios, es en su posición como cuerpo.

[33] La palabra «regeneración» no se aplica en la Escritura a nuestro nuevo nacimiento. Es un cambio de posición en nosotros que se relaciona con nuestra muerte y resurrección con Él. La encontramos dos veces: una en Mateo 19, donde es el reino venidero de Cristo, y en Tito es el lavamiento del bautismo, que en tipo nos sacan del viejo estado en Adán y nos introducen en el del cristiano, pero distinguiéndolo de la renovación del Espíritu Santo.

 

Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz

 

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