SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA
— EL EVANGELIO SEGÚN JUAN —
INTRODUCCIÓN
El Evangelio de Juan tiene un carácter peculiar, como podrá percibir todo cristiano. No presenta el nacimiento de Cristo en este mundo, visto como el Hijo de David, ni registra Su genealogía hasta Adán a fin de presentar Su título de Hijo del Hombre. No exhibe al Profeta quien, por Su testimonio, cumplió el servicio de Su Padre en este sentido. Ni es Su nacimiento, ni el comienzo de Su Evangelio, sino Su existencia antes de que el principio de cualquier cosa fuera un principio. «En el principio era el Verbo». En resumen, es la gloria de la Persona de Jesús, el Hijo de Dios, sobre toda dispensación –una gloria desarrollada de muchas maneras en gracia, pero la cual es siempre ella misma. Es aquello que Él es, haciéndonos partícipes de todas las bendiciones que emanan de esta gloria cuando Él es manifestado para comunicárnoslas.
capítulo
1
El primer capítulo
corrobora aquello que Él era antes de todas las cosas, y los diferentes
caracteres en los que Él bendice al hombre, al encarnarse. Él es, y es la
expresión, de toda la mente que subsiste en Dios: el Logos. En el
principio, Él era. Si retrocede la mente humana tanto como le sea posible, todo
lo imaginablemente lejos que aquello que haya tenido jamás un principio, Él
es. Ésta es la idea más perfecta que podemos formarnos históricamente, si es
que puedo utilizar esta expresión, de la existencia de Dios o de la eternidad.
«En el principio era el Verbo». ¿No había nada más que Él? ¡Imposible!
¿De qué hubiera sido Él el Verbo? «El Verbo era con Dios». Es decir, una
existencia personal es la que se le atribuye. Para que no se piense que Él era
algo que la eternidad implica, pero que el Espíritu Santo viene a revelar, se
nos dice que Él «era Dios». En Su existencia eterna, en Su naturaleza divina,
en Su Persona única, podría haberse hablado de Él como una emanación en el
tiempo como si Su personalidad fuera temporal, aunque eterna en Su naturaleza:
el Espíritu añade por lo tanto «En el principio Él era con Dios». Es la
revelación del Logos eterno antes de toda la creación. Este Evangelio,
por tanto, comienza realmente antes del Génesis. El libro del Génesis nos
ofrece la historia del mundo en el tiempo; Juan nos ofrece aquella del Verbo, el
cual existía en la eternidad antes de que el mundo fuese; quien –cuando el
hombre puede hablar del principio– era; y, consecuentemente, no empezó
a existir. El lenguaje del Evangelio es lo más sencillo posible, y como la
espada en Edén, se mueve en cada dirección oponiéndose a todo razonamiento
humano para defender la divinidad y personalidad del Hijo de Dios.
Por Él fueron
también creadas todas las cosas. Hay cosas que tuvieron un principio; todas
ellas tuvieron su origen de Él: «Todas las cosas por Él fueron hechas, y sin
Él no hay nada que fuera hecho». Precisa, positiva y absoluta distinción
entre todo lo que fue hecho y Jesús. Si hay algo que no haya sido creado, es el
Verbo, pues todo lo que se creó fue hecho por este Verbo.
Pero hay algo más,
además del acto supremo de crear todas las cosas –un acto que caracteriza al
Verbo. Hay aquello que era en Él. Toda la creación fue hecha por Él, pero no
existe en Él. En Él había la vida. En ella estaba Él en relación con una
parte especial de la creación –una parte la cual fue el objeto de los
pensamientos e intenciones de Dios. Esta vida era la «luz de los hombres», y
se reveló a sí misma como testimonio a la naturaleza divina en relación
inmediata con ellos, así como no lo hizo respecto con ningún otro en absoluto1.
Pero, de hecho, la luz brilló en medio de aquello que era en su misma
naturaleza2
contrario a ella, y peor que cualquier imaginación natural, pues donde viene la
luz, desaparecen las tinieblas: Pero aquí la luz vino, y las tinieblas no se
percibieron de ella –continuaron siendo tinieblas, nunca la comprendieron ni
la recibieron. Éstas son las relaciones de la Palabra con la creación y el
hombre, vistos abstractamente en Su naturaleza. El Espíritu prosigue con este
asunto dándonos detalles, históricamente, de esta última parte.
Podemos destacar
aquí –y el punto de su importancia– la manera en que el Espíritu pasa de
la naturaleza divina y eterna del Verbo, quien era antes de todas las cosas, a
la manifestación, en este mundo, del Verbo hecho carne en la Persona de Jesús.
Todos los caminos de Dios, las dispensaciones, Su gobierno del mundo, son
omitidos por el silencio. Al contemplar a Jesús sobre la Tierra, inmediatamente
nos vemos en relación con Él existiendo antes de que el mundo fuera. Solamente
Él es presentado por Juan, y aquello que se halla en el mundo es aceptado como
creación. Juan vino para dar testimonio de la Luz. La Luz verdadera era aquella
que, viniendo al mundo, brilló para todos los hombres, y no sólo para los judíos.
Él vino al mundo, y éste, tenebroso y ciego, no le conoció. Él vino a los
Suyos, y los Suyos –los judíos– no le conocieron. Pero sí hubo quienes le
recibieron, de los cuales son dichas estas dos cosas: han recibido potestad para
ser llamados los hijos3
de Dios, para tomar su lugar como tales; y en segundo lugar, son, de hecho,
nacidos de Dios. La descendencia natural y la voluntad humana, no tuvieron
ninguna recomendación aquí.
Así, hemos visto
al Verbo, en Su naturaleza, abstractamente (vers. 1-3); y como vida, la
manifestación de la luz divina en el hombre, con las consecuencias de esa
manifestación (vers. 4, 5); y cómo fue Él recibido donde así resultó ser (vers.
10-13). Esta parte general acerca de Su naturaleza, acaba aquí. El Espíritu
continúa la historia de la esencia del Señor, manifestado como Hombre sobre la
Tierra. Así que, más o menos, es como si comenzáramos de nuevo aquí (vers.
14) con Jesús sobre la Tierra –lo que el Verbo devino, no lo que era. Como
luz en el mundo, quedó sin contestar el derecho que Él tenía sobre el Hombre.
No conociéndole, o rechazándole donde Él estaba dispensacionalmente en estas
relaciones, fue la única diferencia. La gracia en poder vivificante se presenta
entonces para llevar a los hombres a recibirle. El mundo no conoció a su
Creador venido a él como luz, y los Suyos rechazaron a su Señor. Aquellos que
eran nacidos no de la voluntad humana sino de Dios, le recibieron. Así, no
tenemos lo que el Verbo era (en), sino lo que devino (egeneto).
El Verbo fue hecho
carne, y habitó entre nosotros en la plenitud de la gracia y de la verdad. Éste
es el gran hecho, la fuente de toda la bendición para nosotros4.
Aquello que es la total expresión de Dios, se adaptó, tomando la misma
naturaleza del hombre, a todo lo que había en éste, para satisfacer cada
necesidad humana y toda la capacidad de la nueva naturaleza en el hombre para
gozar de la expresión de todo a lo que Dios se aviene con él. Es más que la
luz, la cual es pura y muestra todas las cosas; es la expresión de lo que Dios
es, y Dios en gracia, como fuente de bendición. Démonos cuenta de que Dios no
podía ser para con los ángeles aquello que era para con los hombres: gracia,
paciencia, misericordia, amor mostrados a los pecadores. Y todo esto es Él, así
como la bienaventuranza de Dios, para el nuevo hombre. La gloria en la que fue
visto Cristo –por aquellos que tenían ojos para ver– así manifestada, era
aquella de un Hijo unigénito con Su Padre, el solo objeto de concentración
para Su deleite como Padre.
Éstas son las dos
partes de esta gran verdad. El Verbo, el cual era con Dios y era Dios, fue hecho
carne, y Aquel que fue contemplado sobre la Tierra tenía la gloria de un Hijo
unigénito con el Padre.
Como resultado, hay
dos cosas: la gracia –cual ninguna mayor, el mismo amor que es revelado hacia
los pecadores– y la verdad, siendo ambas no declaradas, sino venidas,
en Jesucristo. La verdadera relación de todas las cosas con Dios son mostradas,
y su alejamiento de esta relación. Ésta es la base de la verdad. Todo toma su
verdadero lugar, su verdadero carácter, en cada aspecto. Y el centro a lo que
todo hace referencia es Dios. Lo que Dios es, la perfección del hombre, su
pecado, el mundo, su príncipe, todo queda revelado por la presencia de Cristo.
La gracia y la verdad son, pues, venidas. Lo segundo es que el Hijo unigénito
en el seno del Padre revela a Dios, y lo hace consecuentemente siendo conocido
por Él mismo en esa posición. Esto está mayormente relacionado con el carácter
y la revelación de la gracia en Juan: en primer lugar, la plenitud, con la cual
estamos en comunicación, y de la cual hemos recibido todo; después, la relación.
Pero hay todavía
otras enseñanzas importantes en estos versículos. La Persona de Jesús, el
Verbo hecho carne habitando entre nosotros, era lleno de gracia y de verdad. De
esta plenitud hemos recibido todo: no verdad sobre verdad –la verdad es
simple, y sitúa todas las cosas exactamente en su lugar, moralmente y en su
esencia–; hemos recibido aquello que necesitábamos –gracia sobre gracia, el
abundante favor de Dios, bendiciones divinas (el fruto de Su amor) acumulados
uno sobre otro. La verdad brilla –todo es perfectamente manifestado; la gracia
es dada.
La relación de
esta manifestación de la gracia de Dios en el Verbo hecho carne –en quien se
refleja también la perfecta verdad– junto con otros testimonios de Dios, nos
es enseñada luego a nosotros. Juan dio testimonio de Él; el servicio de Moisés
tenía un carácter completamente distinto. Juan le precedió en su servicio
sobre la Tierra, pero Jesús debe ser preferido antes que él, pues humilde como
era, Dios sobre todos y bendito para siempre, Él era antes de Juan aunque
viniera tras él. Moisés dio la ley, perfecta en su lugar –la cual demandaba
del hombre, por parte de Dios, aquello que el hombre debía ser. Luego Dios quedó
oculto, y envió una ley que mostraba la manera en que debía comportarse el
hombre. Pero ahora Dios se ha revelado por Cristo, y la verdad –como todo lo
demás– y la gracia son venidas. La ley no era ni la verdad, plena y completa5
en cada aspecto, como en Jesús, ni la gracia. No era una transcripción dada
por Dios, sino una norma perfecta para el hombre. La gracia y la verdad vinieron
por medio de Jesucristo, no por Moisés. Nada puede ser más importante en
esencia que esta afirmación. La ley demandaba del hombre cómo debía
comportarse delante de Dios, y si éste lo cumplía, contaba para su justicia.
La verdad en Cristo mostraba lo que el hombre era –no lo que debía ser–, y
lo que Dios era, e inseparable de la gracia, no demanda ya de él, sino que le
trae al hombre aquello que necesita. «Si conocieras el don de Dios», dice el
Salvador a la mujer samaritana. Del mismo modo, al término del viaje por el
desierto, Balaam tuvo que decir: «Como ahora, será dicho de Jacob y de Israel:
¡Lo que ha hecho Dios!» El verbo vino está en el singular después de gracia
y verdad. Cristo es ambas cosas a la vez; de hecho, si la gracia no
estuviera ahí, Él no sería la verdad en cuanto a Dios. Exigir del hombre lo
que se esperaba de él, era un requerimiento justo. Pero ofrecer la gracia y la
gloria, dar a Su Hijo, era otra cosa en todos los sentidos, sólo para autorizar
la ley como perfecta en su lugar.
Tenemos así el carácter
y la posición del Verbo hecho carne –aquello que Jesús fue aquí abajo, el
Verbo hecho carne; Su gloria vista por la fe, la del unigénito del
Padre. Él era lleno de gracia y de verdad. Él reveló a Dios como le conocía,
como el Hijo unigénito en el seno del Padre. No fue sólo el carácter de Su
gloria aquí abajo, sino lo que Él era –lo que había sido, lo que Él
siempre es– en el seno del Padre en la Deidad; y fue de este modo que Él le
declaró. Él era antes de Juan el Bautista, aunque viniera después de él. Traía,
en Su propia Persona, aquello que en su naturaleza era totalmente diferente de
la ley dada por Moisés.
De esta manera es manifestado el Señor sobre la Tierra. Continúan Sus relaciones con los hombres, las posiciones que Él ocupó, los caracteres que asumió, conforme a los propósitos de Dios, y el testimonio de Su palabra entre los hombres. En primer lugar, Juan el Bautista le concede un lugar a Él. Se observará que Juan da testimonio en cada una de las partes6 en las que se divide este capítulo –el versículo 67, en el resultado de la revelación abstracta de la naturaleza del Verbo. Como luz, el versículo 15, con respecto a Su manifestación en la carne. El versículo 19, la gloria de Su Persona, aunque viniendo después de Juan; el verso 29, con referencia a Su obra y el resultado, y el versículo 36, el testimonio momentáneo, a fin de que Él fuera seguido como si hubiera venido a buscar al remanente judío.
Después de la
abstracta revelación de la naturaleza del Verbo, y aquella de Su manifestación
en la carne, se ofrece en realidad el testimonio dado en el mundo. Los versículos
19-28 conforman una clase de introducción, en la que, a razón de la pesquisa
de los escribas y fariseos, Juan refiere de sí mismo, aprovechando la ocasión
de hablar de la diferencia entre sí mismo y el Señor. De modo que, sean cuales
fueren los caracteres que toma Cristo en relación con Su obra, la gloria de Su
persona es siempre vista en primer lugar. El testigo está ocupado naturalmente,
digamos, con esto, antes de dar su testimonio formal del oficio que él
realizaba. Juan no es ni Elías ni aquel profeta –aquel del cual habló Moisés–,
ni el Cristo. Él es la voz mencionada por Isaías, la cual tenía que preparar
el camino del Señor delante de Él. No es precisamente antes del Mesías,
aunque así fuera Él; ni siquiera es Elías antes del día de Jehová, sino la
voz en el desierto delante del Señor (Jehová) mismo. Jehová venía. Es
consecuentemente esto de lo que él habla. Juan bautizaba verdaderamente para
arrepentimiento, pero había ya Uno desconocido entre ellos, quien, viniendo
después de él, era no obstante su superior, del cual no era digno de desatar
la correa de Sus zapatos.
Acto seguido,
tenemos el testimonio directo de Juan cuando ve a Jesús acudiendo a él. Él le
señala, no como el Mesías, sino conforme al resultado completo de Su obra
gozada por nosotros en la salvación eterna que Él llevó a cabo, y de la obra
gloriosa mediante la cual esta salvación fue cumplida. Él es el Cordero de
Dios, el único que Dios podía proveer, y el cual era para Dios, conforme a Su
mente, y quien quita el pecado –no los pecados– del mundo. Es decir, Él
restaura, no a todos los impíos, sino las bases de las relaciones del mundo con
Dios. Desde la caída, es realmente el pecado –sean cuales fueren Sus tratos8–
el cual Dios tuvo que tener presente para sus relaciones con el mundo. El
resultado de la obra de Cristo será tal que éste no será ya más el caso. Su
obra será la base eterna de estas relaciones en los nuevos cielos y la nueva
tierra, habiendo sido el pecado puesto de lado totalmente como tal. Conocemos
esto por fe antes de la manifestación pública en el mundo.
Aunque fue un
Cordero para el sacrificio, Él es estimado antes que Juan el Bautista, pues Él
era antes de él. El Cordero a ser sacrificado era Jehová mismo.
En la administración
de los caminos de Dios, este testimonio tenía que ser dado en Israel,
aunque su asunto fuera el Cordero cuyo sacrificio llegara en proporciones al
pecado del mundo, y el Señor, Jehová. Juan no le había conocido
personalmente, pero Él fue el único objeto de su misión.
Esto no era todo.
Él se hizo Hombre, y como Hombre recibió la plenitud del Espíritu Santo, el
cual descendió sobre Él y habitó en Él. Y el Hombre así señalado, sellado
de parte del Padre, había de bautizar con el Espíritu Santo. Al mismo tiempo,
fue Él designado por el descenso del Espíritu bajo otro carácter, del cual da
testimonio Juan. Subsistiendo así, visto y sellado de tal modo sobre la Tierra,
Él era el Hijo de Dios. Juan le reconoce y le anuncia como tal.
Luego viene lo que
podríamos llamar el ejercicio y efecto directos de su ministerio en este
momento. Pero es siempre el Cordero de quien está hablando, pues ése era el
objeto, el designio de Dios, y es esto lo que tenemos en este Evangelio aunque
Israel sea reconocido en su lugar. Tanto es así que la nación mantenía este
lugar de parte de Dios.
En consecuencia,
los discípulos de Juan9
siguen a Cristo hasta Su morada. El efecto del testimonio de Juan es el de
juntar el remanente con Jesús, el centro de toda su reunión. Jesús no lo rehúsa,
y ellos le acompañan. No obstante, este remanente –por muy lejos que
alcanzara el testimonio de Juan– no va más allá de reconocer a Jesús como
el Mesías. Éste fue el caso históricamente10.
Pero Jesús los conocía intensamente, y desvela el carácter de Simón tan
pronto como éste acude a Él, y le otorga su nombre apropiado. Éste fue un
acto de autoridad que le proclamaba la cabeza y el centro de todo el sistema.
Dios puede otorgar nombres; Él conoce todo. Dio este derecho a Adán, el cual
lo ejercitó conforme a Dios con respecto a todo lo que le fue sometido, así
como en el caso de su esposa. Grandes reyes, quienes vindican este poder, han
hecho lo mismo. Eva intentó obtenerlo, pero erró. Y a pesar de que Dios puede
dar un corazón juicioso, el cual, bajo Su influencia, hable bien en este
sentido. Cristo hace lo mismo aquí, con autoridad y toda ciencia, en el momento
en que el caso se presenta.
Versículo 4311. Tenemos a continuación el inmediato testimonio de Cristo mismo y el de Sus seguidores. En primer lugar, al reparar en la escena de Su peregrinación terrenal, conforme a los profetas, Él llama a otros para que le sigan. Natanael, el cual comienza rechazando al que venía de Nazaret, presenta ante nosotros, no lo dudo, el remanente de los últimos tiempos –el testimonio, primero, al que pertenece el evangelio de la gracia, versículos 29-34. Le vemos en primer lugar rechazando a los menospreciados del pueblo, y debajo de la higuera, que representa la nación de Israel; como la higuera que no daría más su fruto representa a Israel bajo el antiguo pacto. Pero Natanael es la figura de un remanente, visto y conocido por el Señor, en relación con Israel. El Señor, quien así se manifestó a su corazón y conciencia, es confesado como el Hijo de Dios y el Rey de Israel. Ésta es formalmente la fe del remanente preservado de Israel en los últimos tiempos según el Salmo 2. Pero aquellos que recibieron así a Jesús cuando estuvo sobre la Tierra, debían ver aún mayores cosas que aquellas que los convencieron. Asimismo, de ahí en adelante12 deberían ver a los ángeles de Dios ascender y descender sobre el Hijo del Hombre. Aquel que por Su nacimiento ocupó Su lugar entre los hijos de los hombres, sería, por este título, el objeto del servicio de las más excelentes de las criaturas de Dios. La expresión es reincidente. Los ángeles de Dios mismo estarían al servicio del Hijo del Hombre, de manera que el remanente de Israel le reconociera abiertamente el Hijo de Dios y el Rey de Israel. El Señor se declara a Sí mismo también el Hijo del Hombre –en humillación, pero el objeto del servicio de los ángeles de Dios. Así, tenemos a la Persona y los títulos de Jesús, desde Su eterna y divina existencia como el Verbo, hasta Su milenial lugar como Rey de Israel e Hijo del Hombre13; aquello que Él realmente era como nacido en este mundo, pero que será cumplido cuando vuelva en Su gloria.
Antes de seguir
adelante, repasemos algunos puntos en este capítulo. El Señor es revelado como
el Verbo –como Dios y con Dios– como luz, como vida. En segundo lugar, como
el Verbo hecho carne, teniendo la gloria del unigénito con Su Padre –como
tal, está lleno de la gracia y la verdad venidas por medio de Él. De su
plenitud hemos recibido todos, y Él –el Cordero de Dios– ha declarado al
Padre (compárese el cap. 14). Aquel sobre quien podía descender el Espíritu
Santo, y quien bautizaba con el Espíritu –el Hijo de Dios14.
En tercer lugar, la obra que Él hace, el Cordero de Dios que quita el pecado, e
Hijo de Dios y Rey de Israel. Esto concluye la revelación de Su Persona y Obra.
Luego, los versículos 35-42 muestran el ministerio de Juan, pero también donde
Jesús, como Él sólo podía, deviene el centro de reunión. El versículo 43,
el ministerio de Cristo, en el que Él llama a Juan a seguirle, y que junto con
el 38 y 39 ofrecen su doble carácter como la única referencia atractiva en el
mundo. Con esto, Su completa humillación, reconocida por un testimonio divino
que llega al remanente como consta en el Salmo 2, pero tomando Su título de
Hijo del Hombre según el Salmo 8 –el Hijo del Hombre: podemos decir, todos
Sus títulos personales. Su relación con la asamblea no es mostrada aquí, ni
Su función de Sacerdote, sino aquello propio de Su Persona y la relación del
hombre con Dios en este mundo. Así, además de la naturaleza divina, es todo lo
que Él era y será en este mundo: Su lugar celestial y sus consecuencias a la
fe, explicadas en otra parte y apenas aludidas cuando es necesario, en este
Evangelio.
Observemos que, al
predicar a Cristo, en un sentido hasta cierto grado completo, el corazón del
oyente puede creer sinceramente y vincularse a Él, aunque le confiera a Él un
carácter que la condición del alma no puede aún vislumbrar, desconocedora de
la plenitud en la que Él se ha revelado. De hecho, donde el corazón es
sincero, el testimonio, por muy excelso de carácter, halla el corazón donde éste
se encuentra. Juan dice «¡He aquí el Cordero del mundo!» «Hemos hallado al
Mesías», dicen los discípulos que siguieron a Jesús por el testimonio de
Juan.
capítulo 2
Los dos testimonios
acerca de Cristo que habían de ser dados en este mundo, considerándole a Él
como centro, ya fueron dados: el de Juan y el de Jesús, tomando Su lugar en
Galilea con el remanente –los dos días de los tratos de Dios con Israel aquí
abajo15.
El tercer día es el que hallamos en el próximo capítulo. Tiene lugar una boda
en Galilea, y Jesús está presente. El agua de la purificación es transformada
en el vino del gozo para la fiesta nupcial. Más tarde, en Jerusalén Él
purifica con autoridad el templo de Dios, ejecutando juicio sobre todos aquellos
que lo profanaron. En principio, éstas son las dos cosas que caracterizan a Su
posición milenial. Estas cosas tuvieron lugar históricamente, sin duda, pero
del modo como son presentadas aquí tienen evidentemente un significado más
amplio. Además, ¿por qué el tercer día? ¿Después de qué? Habían tenido
lugar dos días de testimonio –el de Juan y el de Jesús; y ahora, son
llevados a cabo la bendición y el juicio. En Galilea, el remanente tenía su
lugar; y es la escena de bendición, según Isaías 9 –Jerusalén era el lugar
del juicio. En la fiesta, Él no se dispondría a aceptar a Su madre, vínculo
de Su relación natural con Israel, quien, contemplándole a Él como nacido
bajo la ley, era tal, y se separa de ella para llevar a término la bendición.
Es por lo tanto, en Galilea, que de momento se da este testimonio. Será cuando
regrese que el buen vino será para Israel –verdadera bendición y gozo al
final. No obstante, Él se queda todavía con Su madre, quien, en cuanto a Su
obra, no fue reconocida por Él. Y éste era también el caso con respecto a Su
relación con Israel.
En adelante, al
juzgar a los judíos y purificar judicialmente el templo, se presenta Él mismo
como el Hijo de Dios. Es la casa de Su Padre. La prueba de ello que Él da, es
Su resurrección, cuando los judíos le hubieran rechazado y crucificado. Además,
Él no era solamente el Hijo: era Dios quien estaba allí, no en el templo. La
casa que construyó Herodes, estaba vacía. El cuerpo de Jesús era ahora el
verdadero templo. Sellado por Su resurrección, las Escrituras y la Palabra de
Jesús eran de autoridad divina para los discípulos cuando éstas hablaban de
Él conforme a la intención del Espíritu de Dios.
Esta subdivisión
del libro termina aquí. Concluye la revelación terrenal de Cristo incluyendo
Su muerte; pero aun así, es el pecado del mundo. El capítulo 2 nos ofrece el
milenio; el capítulo 3 es la obra en nosotros y por nosotros, la que califica
para el reino sobre la Tierra o el cielo; y la obra por nosotros, que pone fin a
la relación del Mesías con los judíos, da paso a las cosas celestiales por
medio del levantamiento del Hijo del Hombre –amor divino y vida eterna.
Los milagros que Él
efectuó convencieron a muchos a través de su comprensión natural. No es menos
cierto que lo hicieron sinceramente, pero representó una justa conclusión
humana. Otra verdad es ahora revelada. El hombre, en su estado natural16,
era realmente incapaz de recibir las cosas de Dios. No que el testimonio fuera
insuficiente para convencerle, ni de que nunca hubiera de ser convencido. En ese
momento, muchos lo fueron, pero Jesús no se mantuvo ocupado con ellos. Él sabía
lo que era el hombre. Si éste era convencido, su voluntad y su naturaleza no
quedaban alteradas. Si venía el tiempo de la prueba, se mostraba tal como era,
enajenado de Dios, y también Su enemigo. ¡Triste pero veraz testimonio! La
vida, la muerte de Jesús lo demuestran. Él lo sabía cuando empezó Su obra.
Esto no enfriaba Su amor, pues la fortaleza de ese amor se hallaba en Sí mismo.
capítulo
3
Había un hombre,
fariseo, que no estaba satisfecho con esta ineficaz convicción. Su conciencia
fue tocada. El ver a Jesús y escuchar Su testimonio, produjo el sentido de la
necesidad en su corazón. No es el conocimiento de la gracia, sino un cambio
total respecto a la condición humana. No sabía nada de la verdad, pero se dio
cuenta de que estaba en Jesús, y la deseaba para él. Muestra al instante un
instinto de que el mundo estaría en su contra, y se acerca de noche. El corazón
teme al mundo tan pronto como tiene que vérselas con Dios, pues el mundo se
opone a Él. La amistad del mundo es enemistad contra Dios. Este sentido de la
necesidad marcaba la diferencia en el caso de Nicodemo. Él había sido
convencido como los demás. Por consiguiente, dice «Sabemos que has
venido de Dios como maestro». Y el origen de esta convicción eran los
milagros. Jesús le detiene ahí, a razón de la verdadera necesidad sentida en
el corazón de Nicodemo. La obra de la bendición no iba a realizarse enseñando
al viejo hombre. El hombre necesitaba una renovación en el origen mismo
de su naturaleza, sin la cual no podía ver el reino17.
Las cosas de Dios son discernidas espiritualmente; y el hombre es carnal, no
tiene al Espíritu. El Señor no habla sino del reino –el cual, además, no
era la ley–, pues Nicodemo debería haber conocido algo acerca del mismo. Él
no comienza a enseñar a los judíos como un profeta bajo la ley. Presenta el
reino tal como es, pero para verlo un hombre, conforme a Su testimonio, debía
antes nacer de nuevo. El reino venido en el Hijo del carpintero no podía ser
visto sin una naturaleza completamente nueva, pues la vieja no alcanzaba a tocar
la cuerda sensible de su entendimiento, o de la esperanza del judío, aunque se
hubieran dado suficientes testimonios en palabra y hechos. A fin de entrar y
tener parte en él, se necesita un desarrollo más amplio en cuanto a la manera
de entrar. Nicodemo no ve más allá de la carne.
El Señor se lo
explica. Se requerían dos cosas: nacer del agua y del Espíritu. El agua
purifica; y, espiritualmente en sus afectos, corazón, conciencia, pensamientos
y acciones, el hombre vive, y es en práctica purificado moralmente, mediante la
aplicación por el poder del Espíritu de la Palabra de Dios, la cual juzga
todas las cosas y obra en nosotros nuevos y penetrantes pensamientos, así como
afectos. Esto es el agua, siendo además la muerte de la carne. El agua
verdadera que purificaba de un modo cristiano provenía del costado de un Cristo
muerto. Él vino por agua y sangre, en el poder del lavamiento y de la expiación.
Él santifica la asamblea purificándola con el lavamiento del agua por la
Palabra: «Ya sois limpios por la palabra que os he hablado». Es por
consiguiente la poderosa Palabra de Dios, la cual, puesto que el hombre debe
nacer de nuevo en el principio y origen de su ser moral, juzga, como algo
muerto, todo lo de la carne18.
Pero existe de hecho la comunicación de una vida nueva, aquello que es nacido
del Espíritu es espíritu, no carne, y parte su naturaleza del Espíritu. No es
el Espíritu –eso sería una encarnación; pero esta vida nueva es espíritu.
Participa de la naturaleza de su origen. Sin esto, no podemos entrar en el
reino. Pero no es todo. Era necesario para el judío, el cual ya era
nominalmente un hijo del reino, porque aquí estamos tratando con lo esencial y
verdadero, también con un acto soberano de Dios, que es consecuentemente
llevado a cabo dondequiera que el Espíritu actúa en este poder. «Así es cada
uno que es nacido de espíritu». Esto abre, en principio, la puerta a los
gentiles.
No obstante,
Nicodemo, como maestro de Israel, debería haberlo comprendido. Los profetas
declararon que Israel había de sufrir este cambio a fin de disfrutar la
consumación de las promesas (véase Eze. 36), las cuales Dios les había dado
con respecto a su bendición en la tierra santa. Pero Jesús habló de estas
cosas de manera directa, y en relación con la naturaleza y la gloria de Dios
mismo. Un maestro de Israel debería haber entendido aquello que contenía la
segura palabra profética. El Hijo de Dios declaró aquello que conocía, y lo
que había visto con Su Padre. La naturaleza contaminada del hombre no podía
tener relación con Aquel que se reveló en el cielo cuando vino Jesús. La
gloria –desde la plenitud de la cual venía, y la cual formaba por tanto el
asunto de Su testimonio, habiendo sido vista–, no podía tener nada que
estuviera contaminado. Para poseerla, debían nacer de nuevo. Él dio testimonio
entonces, habiendo venido de arriba, y conocedor de aquello que se adecuaba a
Dios Su Padre. El hombre no recibió Su testimonio. Podía convencerse
exteriormente por los milagros, pero recibir aquello propio de la presencia de
Dios era otra cosa. Y si Nicodemo no sabía recibir la verdad vinculándola con
la parte terrenal del reino, de lo cual los profetas incluso hablaron, ¿qué
harían él y los otros judíos si Jesús hablaba de cosas celestiales? Sin
embargo, nadie podía aprender acerca de ellas por otros medios cualesquiera.
Nadie había subido allí y vuelto a bajar para traer palabra. Solamente Jesús,
en virtud de lo que Él era, podía revelarlas –el Hijo del Hombre sobre la
Tierra, existiendo al mismo tiempo en el cielo, la manifestación a los hombres
de aquello que era celestial, de Dios mismo en el hombre –Dios estando en el
cielo y en todas partes– como el Hijo del Hombre estaba ante los ojos de
Nicodemo y de los de todos. Pero Él iba a ser crucificado, y levantado así del
mundo al que había venido como la manifestación del amor de Dios en todos Sus
caminos, y de Dios mismo. Y así como sólo de esta manera podía abrirse la
puerta para que los hombres pecadores entrasen en el cielo, así se formaba para
el hombre un vínculo que le transportaría allí.
Esto entresacó
otra verdad fundamental. Si el cielo era puesto en duda, se necesitaba algo más
que nacer de nuevo. Existía el pecado, y debía ser quitado para aquellos que
iban a poseer la vida eterna. Y si Jesús, descendiendo del cielo, vino para
comunicar esta vida eterna a los demás, debía, al acometer esta obra, quitar
el pecado –ser hecho así pecado– a fin de limpiar el deshonor cometido
hacia Dios y de mantener la verdad de Su carácter –sin la cual no hay nada
seguro ni bueno. El Hijo del Hombre debía ser levantado como la serpiente en el
desierto, para que la maldición, bajo la cual se hallaba el pueblo, fuera
removida. Rechazado Su testimonio divino, el hombre, tal cual era aquí abajo,
se mostró incapaz de recibir la bendición de lo alto. Había de ser redimido,
y su pecado expiado y limpiado, enfrentado a la realidad de su condición,
conforme al carácter de Dios, el cual no puede negarse a Sí mismo. Jesús en
gracia se dispuso a hacer esto. Era necesario que el Hijo del Hombre
fuera levantado, rechazado de la Tierra por el hombre, consumando la expiación
ante el Dios de justicia. En una palabra, Cristo viene con el conocimiento de
aquello que es el cielo y la gloria divina. A fin de compartirlos el hombre, el
Hijo del Hombre debía morir –tomar el lugar de la expiación– fuera de la
tierra19.
Démonos cuenta aquí del profundo y glorioso carácter de aquello que Jesús
trajo consigo, de la revelación que hizo.
La cruz, y la
separación absoluta entre el hombre sobre la Tierra y Dios –éste es el lugar
de encuentro de la fe y Dios, pues se presenta al instante la verdad de la
condición del hombre y el amor que la reviste. Así, al acercarse al lugar
santo desde el campamento, lo primero que se encontraron al marchar por la
puerta hacia el altar era el atrio. Se presentaba ante la vista de aquellos que
salían del mundo de fuera y entraban. Cristo, elevado de la tierra, acerca a Él
a todos los hombres. Pero si –debido al estado de alienación del hombre y su
culpa– se precisaba que el Hijo del Hombre fuera levantado de la tierra, a fin
de que quienquiera que creyese en Él tuviera vida eterna, había otro aspecto
importante de este mismo hecho glorioso. Dios amó tanto al mundo que dio a Su
Hijo unigénito para que aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga la vida
eterna. En la cruz vemos la necesidad moral de la muerte del Hijo del Hombre, el
don inefable del Hijo de Dios. Estas dos verdades se unen en el común objeto
del don de la vida eterna para todos los creyentes. Y si era para todos
los creyentes, era una cuestión con el hombre, con Dios y con el cielo,
saliendo de las promesas hechas a los judíos y traspasando los límites de los
tratos de Dios con ese pueblo. Dios envió a Su Hijo al mundo, no para
condenarlo, sino para salvarlo. Pero la salvación es por la fe, y aquel que
cree en la venida del Hijo, quien sometía todas las cosas a prueba, no es
condenado –su estado queda decidido por esto. El que no cree es condenado,
pues no ha creído en el unigénito Hijo de Dios, manifestando con esta decisión
su condición.
Ésta es la cosa
que Dios deja en sus manos. La luz vino al mundo, y ellos amaron más las
tinieblas porque sus obras eran malas. ¿Podía existir un asunto más
equitativo de condenación? No se trataba de si hallaban o no el perdón, sino
de su preferencia por las tinieblas en lugar de la luz, continuando así en el
pecado.
El resto del capítulo
presenta el contraste entre las posiciones de Juan y de Cristo. Son presentadas
ambas a los ojos. El uno es el amigo fiel del Esposo, viviendo solamente para Él;
el otro es el Esposo, de quien son todas las cosas. El primero, en sí mismo un
hombre terrenal, grande como era el don que recibió del cielo; y el segundo,
del cielo Él mismo, y sobre todas las cosas. La esposa era de Él. El amigo del
Esposo, escuchando Su voz, fue lleno de gozo. Nada más hermoso que esta expresión
del corazón de Juan el Bautista, inspirada por la presencia del Señor, y lo
bastante cerca de Él para alegrarse y regocijarse en que Jesús era todo. Así
es siempre.
Con respecto al
testimonio, Juan dio testimonio en relación a las cosas terrenales. Para este
fin había sido enviado. Aquel que vino del cielo, era sobre todo, y daba
testimonio de las cosas celestiales, de aquello que había visto y oído. Nadie
recibió Su testimonio; el hombre no era del cielo. Sin la gracia, uno cree
conforme a sus propios pensamientos. Pero al hablar como un Hombre sobre la
Tierra, Jesús habló de las palabras de Dios, y aquel que recibía Su
testimonio daba crédito de que Dios era veraz. Pues el Espíritu no es dado por
medida. Como testigo, el testimonio de Jesús era el testimonio de Dios mismo;
Sus palabras, las palabras de Dios. ¡Preciosa verdad! Asimismo, Él era el Hijo20,
y el Padre le amaba, ofreciéndole todas las cosas en Su mano. Éste es otro título
glorioso de Cristo, otro aspecto de Su gloria. Pero las consecuencias de esto,
para el hombre, eran eternas. No era la todopoderosa ayuda para los peregrinos,
ni la fidelidad a las promesas, para que Su pueblo confiara en Él a pesar de
todo. Se trataba del vivificador Hijo del Padre, el dador de vida. Todo estaba
contenido en ello. «El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; el que no cree
no verá la vida.» Permanece culpable. La ira de Dios está sobre él.
capítulo 4
Ahora Jesús,
siendo rechazado por los celos de los judíos, comienza Su ministerio fuera de
este pueblo, al tiempo que éste reconoce su verdadera posición en los tratos
de Dios. Se marcha a Galilea, pero Su calzada le condujo cerca de Samaria, donde
habitaba una raza mezclada de extranjeros e israelitas –una raza que abandonó
la idolatría de los extranjeros, pero que, siguiendo la ley de Moisés y llamándose
a sí mismos jacobitas, establecieron un ritual propio de adoración en Gerizim.
Jesús no entra en el pueblo. Agotado, se sienta fuera de sus puertas al borde
de un pozo –pues tenía que seguir Su camino. Esta necesidad se presentó como
ocasión para que Su gracia divina, la cual era la plenitud de Su Persona,
actuara inundando los estrechos márgenes del judaísmo.
Hay algunos
detalles preliminares a destacar antes de entrar en el asunto de este capítulo.
Jesús no bautizó Él mismo, pues conocía toda la magnitud de los consejos de
Dios en gracia, el verdadero objeto de Su venida. Él no podía vincular a las
almas a un Cristo vivo por medio del bautismo. Los discípulos tenían razón al
hacerlo así. Así lo habían hecho para recibir a Cristo. Era la fe por parte
de ellos.
Cuando fue
rechazado por los judíos, el Señor no contiende con ellos. Los deja, y, al
llegar a Sicar, se halló en las asociaciones más interesantes con respecto a
la historia de Israel, pero en Samaria: triste testimonio de la ruina de Israel.
El pozo de Jacob estaba en manos de un pueblo llamado a sí mismo Israel, pero
la mayor parte de los cuales no lo eran y que adoraban lo que no sabían, aunque
pretendían ser del linaje de Israel. Los verdaderos judíos habían rechazado
al Mesías con sus celos. Él –un hombre rechazado por el pueblo– se había
ido de entre medio de ellos. Le vemos compartiendo los sufrimientos de la
humanidad, y, cansado de Su viaje, halla solamente el flanco de un pozo junto al
que descansar al mediodía. Se conforma con ello, y no procura sino hacer la
voluntad de Su Dios: es la que le llevó hasta allí. Los discípulos se habían
marchado, y Dios llevó hasta aquel lugar, a una hora inesperada, a una mujer.
No era el momento habitual en el que las mujeres acudían a sacar agua; pero, en
base de la disposición de Dios, una pobre mujer pecadora y el Juez de vivos y
muertos se encontraron.
El Señor, rendido
y sediento, no tenía medios con que apagar Su sed. Como hombre dependía de
esta pobre mujer para que le diera un poco de agua. Viendo que era judío, la
mujer se sorprendió, y ahora se despliega la divina escena en la que el corazón
del Salvador, rechazado por los hombres y oprimido y abatido por la incredulidad
de Su pueblo, se abre para emanar de él la plenitud de la gracia que halla
ocasión en las necesidades, y no en las justicias de los hombres. Ahora bien,
esta gracia no se limitó a los derechos de Israel, ni se vendió a su celo
nacional. Era una cuestión del don de Dios, de Dios mismo quien estaba allí en
gracia, y de Dios descendido tan abajo, que, nacido entre Su pueblo, Él dependía,
en cuanto a Su posición humana, de una samaritana para que le diese una gota de
agua para disipar Su sed. «Si conocieras el don de Dios, y [no, quién soy yo,
sino] quién es aquel que te pide de beber...», es decir, si hubieras conocido
que Dios da gratuitamente, y la gloria de Su Persona que estaba allí, y lo
humilde que se había mostrado, Su amor habríase revelado a tu corazón y lo
habría llenado de perfecta confianza, incluso por lo que respecta a las
insuficiencias que una gracia como ésta habría hecho sentir en tu corazón. «Tú
le hubieras preguntado», dijo el divino Salvador, «y Él te habría dado» el
agua de vida que mana para vida eterna. Tal es el fruto celestial de la misión
de Cristo, allí donde Él sea recibido22.
Su corazón lo hace descubierto –le revela a Él–, lo derrama en el corazón
de una que era su objeto, consolándose a sí mismo por la incredulidad de los
judíos –rechazando el fin de la promesa– al presentar el verdadero consuelo
de la gracia a la miseria que la necesitaba. Éste es el verdadero alivio del
amor, el cual se aflige cuando no es capaz de actuar. Las compuertas de la
gracia son elevadas por la miseria que esta gracia baña. Él hace manifiesto
aquello que Dios es en gracia; y el Dios de gracia estaba allí. ¡Ay!, el corazón
humano, seco y egoísta, preocupado de sus propias miserias –los frutos del
pecado– no puede comprenderlo del todo. La mujer ve algo extraordinario en Jesús;
es curiosa para saber qué significa –se ve tocada por Sus maneras, de modo
que en ella se encuentra algo de fe en Sus palabras. Pero sus deseos quedan
limitados por el alivio que produjeron los trabajos de su azarosa vida, en la
cual un corazón ardiente no obtuvo respuesta a la miseria que ganó por su
participación en el pecado.
Unas cuantas
palabras sobre el carácter de esta mujer. Creo que el Señor mostraría que hay
una necesidad, que los campos estaban listos para la siega; y que si la
miserable autojusticia de los judíos le rechazaba a Él, la corriente de la
gracia hallaría su cauce en otra parte, habiendo preparado Dios corazones para
aclamarla con gozo y acciones de gracias, por responder a su miseria y necesidad
–no a los justos. El conducto de la gracia fue dragado por la necesidad y la
miseria que la gracia misma hizo sentir.
La vida de esta
mujer era lastimosa; y ella estaba avergonzada: cuando menos, su posición la
incomunicó separándola de la multitud, olvidadiza en el tumulto de la vida
social. Y no hay pesar interior más sentido que el de un corazón solitario.
Pero Cristo y la gracia hacen más que suplirlo. Su soledad hace más que cesar.
Él esta más solo que ella. Ella vino sola al pozo, no estaba con las otras
mujeres. Sola, se encontró con el Señor, a través de la maravillosa guía que
la condujo allí. Hasta los discípulos debían ir a disponer una habitación
para ella. Ellos no conocían nada de esta gracia. Bautizaban de hecho en el
nombre del Mesías, en quien creyeron. Estaba bien. Pero Dios se hallaba
presente en gracia –Aquel que juzgaría a vivos y muertos– y con Él una
pecadora en sus pecados. ¡Qué encuentro! ¡Y Dios, quien habíase doblegado
tan bajo para depender de ella para un poco de agua que apagase su sed!
Ella poseía una
naturaleza fogosa. Había ido en pos de la felicidad, y no halló sino miseria.
Vivió en el pecado, y estaba hastiada de la vida. Estaba, realmente, en las
profundidades más abismales de la miseria. El ardor de su naturaleza no halló
en el pecado ningún obstáculo. Ella siguió, ¡ay!, hasta el límite. La
voluntad, ocupada en el mal, se alimenta de deseos engañosos, y se agota sin
dar fruto. No obstante, su alma sí sentía una necesidad. Pensaba en Jerusalén,
en Gerizim, esperaba al Mesías, el cual les iba a explicar todo. Pero ¿cambió
esto su vida? En absoluto. Su vida era sorprendente. Cuando el Señor habla de
cosas espirituales, en un lenguaje adaptado para avivar el corazón, dirigiendo
la atención de ella a las cosas celestiales en una manera que nadie podría
haber confundido, ella no puede comprenderlo. El hombre natural no puede
entender las cosas del Espíritu: son discernidas espiritualmente.
La novedad del
discurso del Señor enervó su atención, pero sin llevar sus pensamientos más
lejos del pozo de agua, símbolo de sus labores diarias. Aunque ella vio que Jesús
tomaba el lugar de uno mayor que Jacob. ¿Qué había de hacerse? Dios obró
–en gracia, y en esta pobre mujer. Cualquiera que fuera la ocasión respecto a
ella, fue Él quien trajo a esta mujer allí. Pero era incapaz de comprender las
cosas espirituales aun siendo expresadas del modo más sencillo. Pues el Señor
hablaba del agua que mana en el alma para vida eterna. Pero como el corazón
humano está siempre agitándose en sus circunstancias y desvelos, la religiosa
necesidad de ella estaba limitada prácticamente por las tradiciones por las que
su vida, considerando sus pensamientos religiosos y costumbres, estaba formada,
dejando un vacío que nada podía llenar. ¿Qué podía hacerse entonces? ¿De
qué manera puede actuar esta gracia, cuando el corazón no comprende la gracia
espiritual que trae el Señor? Ésta es la segunda parte aquí de la prodigiosa
enseñanza. El Señor trabaja su conciencia. Una palabra dada por Aquel que
escudriña el corazón, escruta su conciencia: ella está en la presencia de un
Hombre que le cuenta lo que hizo siempre. Pues, siendo despertada su conciencia
por la Palabra, hallándose descubierta al ojo de Dios, su vida entera estuvo
delante de ella.
¿Y quién es Aquel
que escudriña el corazón de esta manera? Ella siente que Su palabra es la
Palabra de Dios. «Eres profeta». La inteligencia en las cosas divinas viene a
través de la conciencia, no por el intelecto. El alma y Dios se hallan juntos,
no importa el instrumento que se haya usado. Ella tiene todo por aprender, no
hay duda; pero se halla en presencia de Aquel que instruye en todo. ¡Qué paso!
¡Qué cambio! ¡Qué posición nueva! Esta alma, quien no veía más lejos de
su pozo y de sus afanes más que sus pecados, está allí sola con el Juez de
los vivos y muertos –con Dios mismo. ¿Y de qué modo? No lo sabe. Solamente
sentía que se trataba de Aquel en el poder de Su propia palabra. Pero al menos
Él no la menospreció, como otros hicieron. Pese a estar sola, estaba con Él.
Le había hablado a ella de la vida –del don de Dios; le explicó que sólo
tenía que pedir y recibir. No comprendió nada de Su significado; pero no era
la condenación, sino la gracia –que se inclinó a ella, y la cual conocía su
pecado sin que éste la repeliera, la que le pidió agua, la que se elevaba
sobre todo prejuicio judío con respecto a ella, así como por encima del
desprecio de los justos en su humanidad. Una gracia que no ocultó el pecado de
ella, y la cual le hizo sentir que Dios lo conocía también. No obstante, Aquel
que lo conocía estaba allí sin ánimo de alarmarla. Sus pecados estaban
delante de Dios, pero no en juicio.
¡Maravilloso
encuentro de un alma con Dios, el que la gracia de Dios consigue por Cristo! No
fue que ella razonara sobre todas estas cosas; sino que estuvo bajo el efecto de
sus verdades sin justificarse en ellas. La Palabra de Dios tocó su conciencia,
y estaba en presencia de Aquel que lo había realizado, el manso y humilde,
contento de recibir un poco de agua de sus manos. Su mancha no le mancilló a Él.
Ella podía, de hecho, confiar en Él sin saber el porqué. Es así que Dios actúa.
La gracia inspira confianza –trae de regreso a Dios el alma en paz, antes de
alcanzar ningún conocimiento de inteligencia, o de que pueda explicárselo. De
esta manera, llena de confianza comienza –fue la consecuencia natural– con
las preguntas que llenaban su propio corazón, presentándole así la
oportunidad al Señor de explicar plenamente los caminos de Dios en gracia. Dios
así lo ordenó, pues el asunto se hallaba lejos de los sentimientos a los que
la gracia más tarde la condujo. El Señor contesta conforme a su condición: la
salvación era de los judíos. Ellos eran el pueblo de Dios. La verdad se
hallaba con ellos, y no con los samaritanos que adoraban lo que no sabían. Pero
Dios puso todo eso aparte. No se trataba ahora de Gerizim ni de Jerusalén, en
donde habían de adorar al Padre manifestado en el Hijo. Dios es Espíritu, y
debía ser adorado en espíritu y en verdad. Asimismo, el Padre buscaba a tales
adoradores. Es decir, que la adoración de sus corazones debería responder a la
naturaleza de Dios, a la gracia del Padre que los había buscado23.
Así, los verdaderos adoradores deberían adorar al Padre en espíritu y en
verdad. Jerusalén y Samaria salen completamente de la escena –no tienen un
lugar ante tal revelación del Padre en gracia. Dios dejó de ocultarse, y fue
revelado perfectamente en la luz. La gracia perfecta del Padre obró, a fin de
hacerle conocido, por medio de la gracia que trajo almas a Él.
Ahora bien, la
mujer no fue llevada a Él todavía. Pero como hemos visto en el caso de los
discípulos y de Juan el Bautista, una gloriosa revelación de Cristo es la que
actúa en el alma donde ésta está, y lleva a la Persona de Jesús a la relación
con la necesidad ya sentida. «La mujer le dijo, sé que el Mesías vendrá y
nos contará todas las cosas.» Pequeña como era su inteligencia, e incapaz de
comprender lo que Jesús le había contado, Su amor satisface a la mujer donde
podía recibir vida y bendición; y Él le contesta: «Yo, el que habla contigo,
yo soy». La obra fue hecha; el Señor fue recibido. Una pobre pecadora
samaritana recibe al Mesías de Israel, a quien los sacerdotes y los fariseos
rechazaron de entre el pueblo. El efecto moral en la mujer es evidente. Olvida
el cubo de agua, sus pesares y circunstancias. Es absorbida por este nuevo
objeto, y sin pensarlo, deviene una predicadora al proclamar al Señor con todo
su corazón y con perfecta simplicidad. Él le había dicho todo lo que hizo en
su vida. Ella no piensa en aquel momento de qué se trataba. Jesús se lo
había dicho, y el pensamiento de Él quita la amargura del pecado. El
sentimiento de Su bondad hace desaparecer el engaño del corazón que intenta
esconder su pecado. En una palabra, su corazón es completamente lleno de Cristo
mismo. Muchos creyeron en Él a través de la afirmación de ella –«me ha
dicho todo cuanto hice». Muchos más, cuando le escucharon. Su palabra llevaba
consigo una convicción más fuerte, como más cercana y directa a Su Persona.
Entretanto, los
discípulos acuden, y –naturalmente– quedan perplejos de que hablara con la
mujer. Su Maestro, el Mesías –como ellos lo entendían. Pero la gracia de
Dios manifestada en la carne estaba todavía alejada de sus pensamientos. La
obra de esta gracia era la carne de Jesús, en la mansedumbre de la obediencia
enviada por Dios. Él se mantuvo ocupado en ella, y, en la perfecta humildad de
la obediencia, fue Su gozo y Su comida hacer la voluntad de Su Padre y consumar
Su obra. Y el caso de esta pobre mujer tenía un sentido que llenaba Su corazón
con profundo gozo, herido como fue en este mundo, porque Él era amor. Si los
judíos le rechazaban, los campos en los cuales la gracia todavía buscaba sus
frutos para el granero eterno estaban blancos, listos para la siega. Aquel, por
lo tanto, que trabajase no perdería su salario, ni el gozo de poseer tal fruto
para vida eterna. Sin embargo, aun los apóstoles eran sólo segadores donde
otros sembraron. La pobre mujer era una prueba de esto. Cristo, presente y
revelado, proveyó la necesidad que había despertado el testimonio del profeta.
Así –al tiempo que exhibiendo una gracia que revelaba el amor del Padre, de
Dios el Salvador, y saliendo, consecuentemente, del retablo del sistema judío–,
reconoció plenamente el fiel servicio de Sus obreros en anteriores tiempos, los
profetas que, por el Espíritu de Cristo desde el comienzo del mundo, hablaron
del Redentor, de los sufrimientos de Cristo y de las glorias que seguirían tras
ellos. Los sembradores y segadores debían alegrarse conjuntamente en el fruto
de sus trabajos.
¡Qué vista
tenemos aquí del propósito de la gracia, y de su poderosa y viva plenitud en
la Persona de Cristo, del don gratuito de Dios, y de la incapacidad del espíritu
humano para comprenderla, preocupado y cegado por las cosas del presente,
imposibilitado de ver tras de la vida natural aunque sufre las consecuencias de
su pecado! Al mismo tiempo, vemos que es en la humillación, la profunda abyección
del Mesías, de Jesús, que Dios mismo es manifestado en esta gracia. Es esto lo
que derriba las barreras y da vía libre al torrente de la gracia desde lo alto.
Vemos también que la conciencia es la puerta de entrada para la comprensión de
las cosas de Dios. Somos ciertamente llevados a la relación con Dios cuando Él
escudriña el corazón. Éste es siempre el caso. Estamos entonces en la verdad.
Además, Dios se manifiesta a Sí mismo, y la gracia y el amor del Padre. Busca
a adoradores, y ello conforme a esta doble revelación de Sí mismo, por muy
grande que sea Su paciencia con aquellos que no ven más lejos del primer paso
de las promesas de Dios. Si Jesús es recibido, se produce un cambio profundo.
La obra de la conversión es efectuada; hay fe. A la vez, ¡qué divina escena
de nuestro Jesús –humillado, ciertamente, pero siempre en la manifestación
en esta humillación de Dios en amor, el Hijo del Padre, Aquel que conoce al
Padre y consuma Su obra! ¡Qué gloriosa e infinita escena se abre ante el alma,
que es admitida para verle y conocerle!
La trascendencia
toda de la gracia se abre a nosotros aquí en Su obra y en su divina magnitud,
en lo que respecta a su aplicación al individuo, y a la inteligencia personal
que podemos poseer con respecto a ella. No es precisamente el perdón, ni la
redención, ni la asamblea. Es la gracia que fluye en la Persona de Cristo; y la
conversión del pecador, a fin de que pueda gozarla él mismo y sea capaz de
conocer a Dios y de adorar al Padre de gracia. ¡Cuán indiscutible es que nos
hemos desprendido de los principios de los estrechos límites del judaísmo!
No obstante en Su
testimonio personal, el Señor, siempre fiel, dejando toda la gloria para Su
Padre mediante la renuncia de Sí mismo y la obediencia a Él, repara en la
esfera de labor que Dios le asignó. Deja a los judíos, pues ningún profeta es
recibido en su propia tierra, y entra en Galilea, entre los menospreciados de Su
pueblo, los menesterosos del rebaño, donde la obediencia, la gracia y los
consejos de Dios por igual le emplazaron. En este sentido, no abandonó a Su
pueblo, inicuos como eran. Allí realizó un milagro que expresa el efecto de Su
gracia en relación con el remanente creyente de Israel, débil como podía ser
su fe. Regresa de nuevo al lugar donde convirtió el agua de la purificación en
el vino del gozo («que alegra a Dios y al hombre»). Por este milagro, Él había,
en figura, manifestado el poder que iba a liberar al pueblo, y por el cual, al
ser recibido, establecería la plenitud del gozo en Israel, creando con ese
poder el buen vino de las bodas con su Dios. Israel lo rechazó todo. El Mesías
no fue recibido. Se retira de entre los menesterosos del rebaño en Galilea,
después de mostrar a Samaria –al pasar– la gracia del Padre, la cual
sobrepasaba todas las promesas hacia, y todos los tratos con, el judío. Y en la
Persona y humillación de Cristo llevó almas convertidas a adorar al Padre
–fuera del sistema judío, verdadero o falso– en espíritu y en verdad;
todavía no, quizás, en Su poder para levantar a los muertos, sino para curar y
salvar la vida de aquello que estaba presto a morir. Cumplió el deseo de
aquella fe, y devolvió la vida de uno que estuvo al borde de la muerte. Fue
esto, de hecho, lo que Él hacía en Israel mientras se hallaba aquí abajo.
Estas dos verdades fueron presentadas –aquello que iba Él a hacer conforme a
los propósitos de Dios el Padre, como rechazado; y aquello que Él hacía en
aquel entonces por Israel, conforme a la fe que Él halló entre ellos.
En los capítulos
siguientes hallaremos los derechos y la gloria presentados, vinculados a Su
Persona. El rechazo de Su Palabra y de Su obra; la segura salvación del
remanente, y de todas Sus ovejas dondequiera que estuviesen. Más adelante
–reconocido por Dios como manifestado sobre la Tierra, el Hijo de Dios, de
David, y del Hombre–, aquello que Él hará cuando se marche, y el don del Espíritu
Santo, son explicados, así como la posición en la que Él situó a los discípulos
ante el Padre y con respecto a Sí mismo. Y entonces –después de la historia
de Getsemaní, la donación de Su propia vida, Su muerte dando Su vida por
nosotros–, todo el resultado en los caminos de Dios, hasta Su regreso, se
relatan brevemente en el capítulo que concluye el libro.
Podemos ir más rápidamente a través de los capítulos hasta el décimo, no porque sean poco importantes –ni mucho menos– sino porque los grandes principios que contienen pueden ser considerados, cada uno en su lugar, sin necesidad de mucho detalle.
capítulo
5
Este capítulo hace
la diferencia entre el poder vivificante de Cristo, el poder y derecho de dar
vida a los muertos, y la impotencia de las ordenanzas legales. Éstas demandaban
de la persona fortaleza si quería beneficiarse de ellas. Cristo trajo consigo
el poder que tenía que curar, y ciertamente traer a vida. Además, todo juicio
es dado a Él, para que aquellos que recibieron la vida no vengan a juicio. El
final del capítulo presenta los testimonios que fueron dados acerca de Él, y
por lo tanto la culpa de aquellos que no acudirían a Él para tener vida. El
uno es gracia soberana, el otro responsabilidad porque la vida se hallaba allí.
Para tener vida, se necesitaba Su divino poder. Pero al rechazarle, al rehusar
venir a Él para poder tener vida, lo hicieron a pesar de las pruebas más
positivas.
Entremos un poco en
los detalles. El pobre hombre que tenía una enfermedad hacía treinta y ocho años,
estaba totalmente incapacitado, por la naturaleza de su enfermedad, para valerse
por medios que requerían de Él fuerza para utilizarlos. Éste es el carácter
del pecado, por una parte, y de la ley por otra. Algunos vestigios de bendición
existían aún entre los judíos. Los ángeles, ministros de esa dispensación,
todavía obraban entre el pueblo. Jehová no se dejó sin testimonio. Pero se
precisaba fuerza para beneficiarse de este ejemplo de su ministerio. Aquello que
la ley no podía hacer, siendo débil a través de la carne, Dios lo ha hecho a
través de Jesús. El hombre impotente tenía deseos, pero no fuerza; había
voluntad en él, pero ningún poder para llevarla a cabo. La pregunta del Señor
expone esto. Una simple palabra de Cristo lo hace todo. «Levántate, toma tu
lecho y anda.» Es comunicada fortaleza. El hombre se alza, y se va llevando su
lecho24.
Era sábado
–circunstancia importante aquí, que ocupaba un lugar prominente en esta
interesante escena. El sábado fue dado como señal del pacto entre los judíos
y el Señor25.
Pero quedó demostrado que la ley no daba el descanso de Dios al hombre. El
poder de una nueva vida es lo que se necesitaba; la gracia era necesaria para
que el hombre estuviera en relaciones con Dios. La curación de este pobre
hombre fue una operación de esta misma gracia, de este mismo poder, pero
efectuado en medio de Israel. El estanque de Betesda representaba el poder en el
hombre; el acto de Jesús empleó el poder, en gracia, en nombre de uno del
pueblo del Señor que estaba angustiado. Por lo tanto, tratando con Su pueblo en
gobierno, Él le dice al hombre: «No peques más, para que nada peor venga a ti».
Era Jehová actuando por Su gracia y bendición entre Su pueblo; pero lo era en
cosas temporales, los símbolos de Su favor y misericordia, y en relación con
Su pueblo en Israel. También era poder divino y gracia. Ahora, el hombre explicó
a los judíos que fue Jesús. Se soliviantan contra Él con la pretensión de
haber violado el sábado. La respuesta del Señor es punzante, llena de enseñanza
–toda una revelación. Declara la relación, abiertamente manifestada ahora
por Su venida, que existía entre Sí mismo (el Hijo) y Su Padre. Muestra con
ella –¡qué profundidades de la gracia!– que ni el Padre ni Él podían
hallar Su sábado26
en medio de la miseria y de los tristes frutos del pecado. Jehová en Israel podía
imponer el sábado como obligación de ley, y convertirlo en señal de la
preciosa verdad de que Su pueblo entraría en el reposo de Dios. Pero, de hecho,
cuando Dios fue plenamente conocido, no había reposo en las cosas existentes,
ni era esto todo –Él obró en gracia, Su amor no podía descansar en la
miseria. Él instituyó un reposo relacionado con la creación cuando todo era
muy bueno. El pecado, la corrupción y la miseria habían entrado en él. Dios,
el santo y el justo, no halló ya un sábado en él, y el hombre no entró del
todo en el reposo de Dios (compárese Heb. 4). De dos cosas, una –y ésta es
la que Él hizo conforme a Sus propósitos eternos– Él debía comenzar a
obrar en gracia, conforme a la redención que requería el estado del hombre
–una redención en la que se despliega toda Su gloria. En una palabra, debía
comenzar a obrar nuevamente en amor. Así, el Señor dice «Mi padre trabaja
hasta ahora, y yo trabajo». Dios no puede satisfacerse donde existe el pecado.
Él no puede reposar con el pecado ante Su vista. Él no tiene sábado, pero
todavía trabaja en gracia. ¡Qué respuesta tan divina a sus mezquinas críticas!
Otra verdad se
manifestó de lo que el Señor dijo. Él se puso en igualdad con Su Padre. Pero
los judíos, celosos de sus ceremoniales –de aquello que los distinguía de
las otras naciones– no vieron nada de la gloria de Cristo, e intentaron
matarle tratándole de blasfemo. Esto propicia la ocasión a Jesús para
descubrir toda la verdad sobre este punto. Él no era alguien independiente
poseyendo iguales derechos, otro Dios que actuara por Su propia cuenta, lo cual
además era imposible. No pueden haber dos seres supremos y omnipotentes. El
Hijo está en completa unión con el Padre, no hace nada sin el Padre, pero hace
cualquier cosa que ve hacer al Padre. No hay nada que el Padre haga que no lo
haga en comunión con el Hijo; y aún serían vistas mayores pruebas de esto
para dejarlos maravillados. Esta última frase de las palabras del Señor, así
como la esencia de este Evangelio, muestran que, mientras se revela
absolutamente que Él y el Padre son uno, Él lo revela y habla de ello desde
una posición en la cual era visto de los hombres. Aquello de que habla está en
Dios; la posición en la que habla de ello es una que tomó, y, en cierto
sentido, inferior. Vemos en todas partes que Él es igual a, y uno con, el
Padre. Vemos que Él recibe todo del Padre, haciendo todo según la mente del
Padre –lo cual se muestra sobresalientemente en el capítulo 17. Es el Hijo,
pero el Hijo manifestado en la carne, actuando en la misión que el Padre le
envió a cumplir.
Hay dos cosas de
las que se habla en este capítulo (vers. 21, 22), las cuales demuestran la
gloria del Hijo. Él da vida y juzga. No es el curar lo que se suscita aquí
–una obra que, en el fondo, se origina de la misma fuente y tiene su ocasión
en el mismo mal, sino la donación de vida de un modo evidentemente divino. Como
el Padre levanta a los muertos y los vivifica, así el Hijo da vida a quien
Él quiere. Aquí tenemos la primera prueba de Sus derechos divinos. Él da
vida, y la da a quien quiere. Pero, siendo encarnado, puede ser deshonrado
personalmente, rechazado y menospreciado por los hombres. Consecuentemente, todo
juicio le es encomendado, y el Padre no juzga a nadie para que todos, hasta
aquellos que rechazaron al Hijo, le honren como honran al Padre al cual
reconocen como Dios. Si rehúsan cuando Él actúa en gracia, estarán obligados
a honrarle cuando actúe en juicio. En la vida, tenemos comunión por el Espíritu
Santo con el Padre y el Hijo –y el vivificar o dar vida es la obra tanto del
Padre como del Hijo. Pero en el juicio, los incrédulos tendrán que vérselas
con el Hijo del Hombre, al cual rechazaron. Las dos cosas son bastante
diferentes. Aquel a quien Cristo vivifique, no tendrá que honrarle pasando por
el juicio. Jesús no llamará a juicio a nadie que Él haya salvado dándole
vida.
¿Cómo podemos
saber, entonces, a cuál de estas dos clases pertenecemos nosotros? El Señor
–¡loado sea Su nombre!– contesta que aquel que oye Su palabra y cree en
Aquel que le envió –que cree en el Padre por escuchar a Cristo–, tiene vida
eterna –tal es el poder vivificador de Su Palabra–, y no vendrá a juicio.
Ha pasado de muerte a vida. ¡Sencillo y maravilloso testimonio!27
El juicio glorificará al Señor en el caso de aquellos que le han rechazado aquí.
La posesión de vida eterna, para que no vengan a juicio, es la porción de
aquellos que creen.
El Señor entonces
señala dos períodos distintos, en los que el poder que el Padre le encomendó
como descendido sobre la Tierra tiene que ejercerse. Se acercaba la hora –ya
se había acercado– en que los muertos oirían la voz del Hijo de Dios, y
aquellos que la oyeran vivirían. Esto es la comunicación de vida espiritual
por Jesús, el Hijo de Dios –y ello por medio de la Palabra que él debería oír–
al hombre, el cual está muerto por el pecado. Pues el Padre ha dado al Hijo, a
Jesús, así manifestado sobre la Tierra, el tener vida en Sí mismo (compárese
1 Juan 1: 1, 2). También le ha dado autoridad para ejecutar juicio, porque Él
es el Hijo del Hombre. Porque el reino y el juicio, conforme a los consejos de
Dios, pertenecen a Él como Hijo del Hombre en ese carácter en el que fue
menospreciado y rechazado cuando vino en gracia.
Este pasaje nos
muestra también que, aunque Él era el Hijo eterno, uno con el Padre, es
siempre contemplado como manifestado aquí en la carne, y, por lo tanto,
recibiendo todo del Padre. Es así como le hemos visto en el pozo de Samaria
–el Dios que daba, pero Aquel que pidió de beber a la pobre mujer.
Jesús, entonces,
vivificaba a las almas. Y todavía lo hace. No tenían que asombrarse por ello.
Una obra más asombrosa a los ojos de los hombres estaba por cumplirse. Todos
aquellos que estaban en las tumbas, saldrían de ellas. Éste es el segundo período
del que Él habla. En el primero, Él da vida a las almas; en el segundo,
resucita los cuerpos de la muerte. El primero ha durado todo el ministerio de
Jesús, y 1800 años desde Su muerte28;
el segundo no ha sucedido todavía, pero durante su continuación dos cosas
tendrán lugar. Habrá una resurrección de aquellos que hicieron lo bueno
–una resurrección para vida, con la que el Señor completará Su obra de
vivificar–, y una resurrección de aquellos que hicieron lo malo, una
resurrección para su juicio. Este juicio será en conformidad con la mente de
Dios, y no conforme a ninguna separada y personal voluntad de Cristo. Hasta
entonces, es el poder soberano, y por lo que respecta a la vida, la gracia
soberana. Él da vida a quien quiere. Lo que se deriva es la responsabilidad del
hombre con referencia a la obtención de vida eterna. Estaba allí en Jesús, y
no querían venir a Él para poseerla.
El Señor sigue señalándoles cuatro testimonios rendidos a Su gloria y a Su Persona, los cuales les dejaban sin excusa: Juan, Sus propias obras, Su Padre y las Escrituras. No obstante, mientras que pretendían recibir estas últimas, como hallando en ellas vida eterna, no querían venir a Él para tener esta vida. ¡Pobres judíos! El Hijo vino en nombre del Padre y no le querían recibir. Vendría otro en su propio nombre, y a éste sí recibirían. Esto es lo que mejor se adapta al corazón del hombre. Buscaban entre ellos el propio honor, ¿cómo podían creer así? Recordemos esto. Dios no se adapta al orgullo humano –no modela la verdad para ser abstraída. Jesús conocía a los judíos. No significa que los acusaría delante del Padre: Moisés, en quien ellos confiaban, lo haría, pues si hubieran creído a Moisés habrían creído a Cristo. Pero si no conferían ningún crédito a los escritos de Moisés, ¿cómo creerían las palabras de un Salvador rechazado?
Como resultado, el Hijo de Dios da vida, y ejecuta juicio. En el juicio que Él ejecuta, el testimonio que ha sido rendido a Su Persona dejará al hombre sin excusa sobre la base de su propia responsabilidad. En el capítulo 5 Jesús es el Hijo de Dios, quien, junto al Padre, da vida, y como Hijo del Hombre juzga. En el siguiente capítulo, Él es el objeto de la fe, como descendido del cielo y en la muerte. Insinúa precisamente Su ascensión al cielo como Hijo del Hombre.
capítulo 6
En este capítulo
vemos al Señor descendido del cielo, humillado y llevado a la muerte, no ahora
como Hijo de Dios, uno con el Padre, la fuente de vida, sino como Aquel que,
aunque era Jehová y al mismo tiempo el Profeta y el Rey, tomaría el lugar de Víctima
y el de Sacerdote en el cielo. En Su encarnación, el de pan de vida; y en Su
muerte, el verdadero alimento de los creyentes. Ascendido nuevamente al cielo,
el vivo objeto de la fe de ellos. Pero Él observa solamente este último
aspecto: la doctrina del capítulo es aquella que viene primero. No es el poder
divino que vivifica, sino el Hijo del Hombre venido en la carne, el objeto de la
fe, y de este modo el medio de vida. Y, aunque quede claro por el llamamiento de
la gracia, no es por ello el lado divino dar vida a quien Él quiere, sino la fe
en nosotros al sujetarnos a Él. En ambas, Él actúa independientemente de los
límites del judaísmo. Él da vida a quien quiere, y viene a dar vida al mundo.
Fue en ocasión de
la Pascua, un tipo que el Señor cumpliría por la muerte de que hablaba. Todos
estos capítulos presentan al Señor y la verdad que le revela, en contraste con
el judaísmo, el cual Él dejó de lado. El capítulo 5 habla de la impotencia
de la ley y sus ordenanzas. Aquí, son las bendiciones prometidas por el Señor
a los judíos sobre la Tierra (Salmo 132:15); y los caracteres de Profeta y Rey
cumplidos por el Mesías sobre la Tierra en relación con los judíos son los
que contrastan con la nueva posición y doctrina de Jesús. Aquello de que hablo
ahora aquí, matiza cada asunto distinto en este Evangelio.
Ante todo, Jesús
bendice al pueblo conforme a la promesa de lo que Jehová haría, dada a ellos
en el Salmo 132, pues Él era Jehová. Sobre esta promesa, el pueblo reconoce en
Él «aquel Profeta», y desean hacerle su Rey a la fuerza. Pero Él lo declina
–no podía tomar este título de esta manera carnal. Jesús los deja, y sube
solo a un monte. Esto era, en figura, Su posición como Sacerdote en lo alto. Éstos
son los rasgos del Mesías con respecto a Israel, pero el último se aplica de
manera plena y especial a los santos también ahora, caminando sobre la Tierra,
los cuales continúan en este sentido en la posición del remanente. Los discípulos
entran en una barca, y, sin Él, son zarandeados por las olas. Se acercan
tinieblas –lo que le sucederá al remanente aquí–, y Jesús se halla lejos.
No obstante, Él se une a ellos, y le reciben con alegría. Inmediatamente, la
barca llega al lugar al que se dirigían. Una figura sorprendente del remanente
en su distancia sobre la Tierra durante la ausencia de Cristo, y cada deseo suyo
plena e inmediatamente satisfecho –total bendición y descanso– cuando Él
se una con ellos29.
Esta parte del capítulo,
habiéndonos mostrado al Señor como el Profeta aquí abajo, y rehusado ser
reconocido como Rey, también aquello que tendrá lugar cuando Él regrese al
remanente sobre la Tierra –el marco histórico de lo que Él fue y será–,
el resto del capítulo nos ofrece aquello que Él es mientras tanto a la fe, Su
verdadero carácter, el propósito de Dios al enviarle, fuera de Israel, y
relacionado con la soberana gracia. La gente le busca. La obra verdadera, la
cual Dios reconoce, es la de creer en Aquel que ha enviado. Esto es aquella
carne que permanece para vida eterna, dada por el Hijo del Hombre –es en este
carácter que hallamos a Jesús aquí, como en el capítulo 5 era el Hijo de
Dios–, pues Él es Aquel a quien Dios el Padre ha sellado. Jesús tomó Su
lugar de Hijo del Hombre en humillación aquí abajo. Fue para ser bautizado por
Juan el Bautista; y allí, en este carácter, el Padre le selló, descendiendo
sobre Él el Espíritu Santo.
La multitud le pidió
una prueba como el maná. Él mismo era la prueba –el verdadero maná. Moisés
no ofreció el verdadero pan de vida celestial. Sus padres murieron en el mismo
desierto en donde comieron el maná. Ahora el Padre les daba el verdadero pan
del cielo. Aquí no es el Hijo de Dios quien da, y quien es el soberano Dador de
vida para aquel que Él quiere. Es el objeto presentado a la fe, del cual debe
sacarse el alimento. La vida se halla en Él. Aquel que le come, vivirá por Él,
y jamás tendrá hambre. Pero la multitud no creía en Él. De hecho, la masa de
Israel, como tal, no eran el problema. Aquellos que el Padre le dio deberían
acudir a Él. Aquí era Él el sujeto pasivo, por decirlo así, de la fe. No es
la cuestión de a quién dará Él vida, sino la de recibir a aquellos que el
Padre le traía. Por lo tanto, sea quien fuera el que venía a Él, no le echaría
de su presencia: el enemigo, el burlador, el gentil, no vendrían si el Padre no
los enviaba. El Mesías estaba allí para hacer la voluntad de Su Padre, y
quienquiera que fuera traído por el Padre, Él le recibiría para vida eterna
(compárese cap. 5:21). La voluntad del Padre tenía estos dos caracteres. De
todos quienes el Padre le diera, Él no perdería ninguno. ¡Preciosa seguridad!
El Señor salva ciertamente hasta el final a aquellos a quienes el Padre le ha
dado; y entonces todo aquel que viera al Hijo y creyera en Él, tendría la vida
eterna. Éste es el evangelio para cada alma, como el otro lo es para la
seguridad infalible de la salvación de cada creyente.
Pero esto no es
todo. El asunto de la esperanza no era en este momento la consumación sobre la
Tierra de las promesas hechas a los judíos, sino el ser resucitados de entre
los muertos, teniendo parte en la vida eterna –en resurrección el último día,
de la época de la ley, en la que ellos vivían. Él no coronó la dispensación
de la ley, pues tenía que introducir una nueva dispensación, y con ella la
resurrección. Los judíos30
murmuran acerca de que Él dijo haber descendido del cielo. Jesús les contesta
por el testimonio de que su dificultad era fácil de comprender. Nadie vendría
a Él excepto si el Padre le traía. Era la gracia la que produjo este efecto;
si eran ellos o no judíos, no quería decir nada. Era una cuestión de la vida
eterna, de ser resucitados de entre los muertos por Él, no la de cumplir las
promesas como Mesías, sino la de introducir la vida de un mundo mucho más
diferente para ser gozado por la fe –habiendo conducido al alma la gracia del
Padre para ser hallada en Jesús. Asimismo, los profetas dijeron que todos ellos
serían enseñados por Dios. Cada uno, por tanto, que aprendía del Padre, venía
a Él. Nadie, sin lugar a dudas, había visto al Padre excepto Aquel que era
Dios –Jesús. Él había visto al Padre. Aquel que creía en Él estaba ya en
posesión de la vida eterna, pues Él era el pan descendido del cielo, del cual
un hombre podía comer para no morir.
Esto no fue
solamente por la encarnación, sino por la muerte de Aquel que descendió del
cielo. Él iba a dar esta vida; Su sangre sería tomada del cuerpo que Él asumió.
Ellos comerían Su carne y beberían Su sangre. La muerte iba a ser la vida del
creyente. Y de hecho, es en un Salvador muerto que vemos el pecado quitado, el
cual Él llevó por nosotros, y la muerte por nosotros es muerte a la naturaleza
de pecado en que radicaba nuestro mal y nuestra separación de Dios. Allí Él
puso fin al pecado –Aquel que no lo conoció. La muerte, introducida por el
pecado, quita el pecado vinculado a la vida, el cual halla su final allí. No es
que Cristo tuviera ningún pecado en Su Persona, sino que Él lo tomó, fue
hecho pecado en la cruz por nosotros. Y aquel que está muerto es justificado
del pecado. Por tanto, yo me alimento de la muerte de Cristo. La muerte es mía;
ha devenido vida. Ésta me separa del pecado, de la muerte, y Él dio Su carne
para la vida del mundo; y yo soy liberado de ellos. Me alimento de la gracia
infinita que hay en Él, el cual ha cumplido todo esto. La expiación es
completa, y yo vivo, muerto felizmente para todo lo que me separaba de Dios. Es
la muerte cumplida en Él, de la cual me alimento, primero, para mí, y
entrando además en ella por la fe. Él necesitaba vivir como Hombre a fin de
poder morir, y Él dio Su vida. Así, Su muerte es eficaz; Su amor, infinito; la
expiación, total, absoluta, perfecta. Aquello que había entre Dios y yo, no
existe ya, pues Cristo murió y todo pasó con Su vida aquí sobre la Tierra
–la vida tal como Él la poseía antes de expirar en la cruz. La muerte no podía
retenerle. Para realizar esta obra, necesitaba poseer un poder de vida divina,
el cual la muerte no pudiera tocar. Pero ésta no es la verdad enseñada
expresamente en el capítulo que tenemos ante nosotros, aunque esté implícita
en él.
Al hablar a la
multitud, el Señor, al tiempo que los reprendía por su incredulidad, se
presenta venido en la carne como el objeto de su fe en ese momento (vers.
32-35). Para los judíos, al serles descubierta esta doctrina, les repite que Él
es el pan de vida descendido del cielo, del que si algún hombre comía, viviría
para siempre. Pero les hace entender además que no podían detenerse ahí
–ellos tenían que recibir Su muerte. Él no dice aquí «El que me
come», sino que era el comer Su carne o beber Su sangre lo que permitía
penetrar en el pensamiento –en la realidad– de Su muerte. Recibir a un Mesías
muerto, no vivo, muerto para los hombres y muerto ante Dios. Él no existía
ahora como un Cristo muerto, pero tenemos que reconocer y alimentarnos de Su
muerte, identificarnos con ella ante Dios, participando de ella por la fe, o no
tenemos vida en nosotros31.
Así fue para el
mundo. Así debían vivir, no por su propia vida, sino por Cristo, alimentándose
de Él. Aquí Él vuelve a Su propia Persona, siendo establecida la fe en Su
muerte. Asimismo, ellos debían permanecer en Él (vers. 56) ante Dios conforme
a toda la aceptación de Él ante Dios, a toda la eficacia de Su obra al morir32.
Y Cristo debía permanecer en ellos conforme al poder y a la gracia de esa vida
por la que Él obtuvo la victoria sobre la muerte, y en la que, obteniéndola,
ahora vive. Como el Padre de vida le había enviado, y vivía, no por medio de
una vida independiente que no tuviera al Padre como objeto de su origen, sino
por causa del Padre, así que aquel que le comía viviría a causa de Él33.
Acto seguido, en
respuesta a las murmuraciones de aquellos sobre esta verdad fundamental, el Señor
apela a Su ascensión. Él descendió del cielo –ésta era Su doctrina–, y
ascendería allí otra vez. La carne material no aprovechaba para nada. Era el
Espíritu el que daba vida, al hacer comprender en el alma la poderosa verdad de
aquello que Cristo era, y de Su muerte. Pero Él regresa sobre aquello que ya
les había contado antes: para venir a Aquel así revelado en verdad, debían
ser conducidos por el Padre. Existe tal cosa como la fe que a veces es quizás
ignorante, aunque por la gracia es real. Así era la de los discípulos. Sabían
que Él, y sólo Él, tenía palabras de vida eterna. No se trataba de que fuera
sólo el Mesías, lo cual ellos creían firmemente, sino que Sus palabras
hubieran penetrado en sus corazones con el poder de la vida divina que aquéllas
revelaron, y por medio de la gracia transmitida. Así, le reconocieron como el
Hijo de Dios, no sólo de manera oficial, sino conforme al poder de la vida
divina. Él era el Hijo del Dios vivo. No obstante, había uno entre ellos que
era del diablo.
Jesús, por lo
tanto, descendido a la tierra, llevado a la muerte, ascendiendo de nuevo al
cielo, es la doctrina de este capítulo. Como descendido y llevado a la muerte,
Él es la comida de la fe durante Su ausencia desde lo alto. Pues es en Su
muerte que debemos alimentarnos, a fin de permanecer espiritualmente en Él, y
Él en nosotros.
capítulo
7
Sus hermanos según
la carne, todavía sumidos en la incredulidad, hubieran querido que Él se
mostrase al mundo si hacía estas grandes cosas. Pero el tiempo para ello aún
no había llegado. En el cumplimiento del tipo de la fiesta de los tabernáculos,
Él lo hará. La Pascua tenía su antitipo en la cruz, Pentecostés en el
descenso del Espíritu Santo. La fiesta de los tabernáculos, hasta ahora, no ha
tenido cumplimiento. Era celebrada después de la siega y la vendimia; e Israel
conmemorado ceremoniosamente en la tierra, y su peregrinaje antes de entrar en
el reposo que Dios les dio en Canaán. Así el cumplimiento de este tipo será
cuando, tras la ejecución del juicio –ya sea al separar a los impíos de los
justos, o simplemente al mostrarse en venganza34,
Israel, restaurado en su tierra, estará en posesión de todas sus prometidas
bendiciones. En aquel momento Jesús se manifestará al mundo, pero en el
momento del que estamos hablando Su hora no había llegado aún. Entretanto,
habiéndose ido (vers. 33, 34), Él da el Espíritu Santo a los creyentes (vers.
38, 39).
Observemos aquí
que no es introducido ningún Pentecostés. Pasamos de la Pascua en el capítulo
6 a los tabernáculos en el 7, en el lugar del cual los creyentes recibirían el
Espíritu Santo. Como he señalado, este Evangelio trata de una Persona divina
sobre la Tierra, no del Hombre en el cielo. Se habla de la venida del Espíritu
Santo como siendo sustituida por el último u octavo día de la fiesta de los
tabernáculos. Pentecostés representa a Jesús en lo alto.
Él presenta al Espíritu
Santo de tal modo que le convierte en la esperanza de la fe en el momento en que
Él habla, si Dios creó un sentido de necesidad en el alma. Si alguien tenía
sed, podía acudir a Jesús y beber. No sólo se apagaría la sed de éstos,
sino que del interior de su alma manarían arroyos de agua viva. Así que al
venir a Él por la fe para satisfacer la necesidad de su alma, no sólo sería
el Espíritu Santo un pozo de agua viva en ellos, manando para vida eterna, sino
que también esta agua fluiría de ellos en abundancia para refrescar a todos
los sedientos. Israel bebió agua en el desierto antes de que pudieran observar
la fiesta de los tabernáculos. Pero solamente bebieron. No había ningún pozo
en ellos. El agua manó de la roca. Bajo la gracia, cada creyente es sin duda
una fuente en sí mismo, pero toda la corriente fluye de él. Esto, sin embargo,
sucedería solamente cuando Jesús fuera glorificado, y en aquellos que eran ya
creyentes previamente a su recibimiento. De lo que se habla aquí no es de
una obra que vivifica. Es de un don para aquellos que creen. Además, en la
fiesta de los tabernáculos Jesús se mostrará al mundo; pero éste no es el
asunto del que es testigo especial el Espíritu Santo así recibido. Éste es
ofrecido en relación con la gloria de Jesús, mientras queda oculto del mundo.
Fue también en el octavo día de la fiesta, la señal de una porción que
trascendía al reposo sabático de este mundo, y la cual inauguró un nuevo período
–una escena nueva de gloria.
Prácticamente,
aunque sea presentado el Espíritu Santo aquí como poder que actúa en bendición
fuera de uno, en quien habita, Su presencia en el creyente es el fruto de una
sed personal de necesidad sentida en el alma –necesidad por la cual el
creyente ha buscado una respuesta en Cristo. Aquel que tiene sed, la tiene por sí
mismo. El Espíritu en nosotros, revelándonos a Cristo, deviene un río cuando
habita en nosotros después de creer, y así para los demás.
El espíritu de los
judíos quedó claramente en evidencia. Intentaron matar al Señor, y Él les
dice que Su relación con ellos sobre la Tierra pronto terminaría (vers. 33).
No hacía falta que se apresuraran para deshacerse de Él, pues rápidamente le
buscarían y no le hallarían. Él marchaba al Padre.
capítulo 8
El contraste de
este capítulo con el judaísmo, y con sus mejores esperanzas en el futuro que
Dios ha preparado para Su pueblo, es demasiado evidente como para detenernos a
considerarlo. Este Evangelio revela en todas sus páginas a Jesús fuera de todo
lo que pertenecía a este sistema terrenal. En el capítulo 6, es la muerte en
la cruz. Aquí es la gloria en el cielo, siendo rechazados los judíos, y el Espíritu
Santo dado al creyente. En el capítulo 5, Él da vida como Hijo de Dios; en el
sexto, Él es el mismo Hijo, pero no dando vida y juzgando como Hijo del Hombre,
sino descendido del cielo, el Hijo en humillación, el verdadero pan del cielo
que el Padre dio. Pero en aquel Manso, ellos debían contemplar al Hijo para
vivir. Luego, así venido, y habiendo tomado la forma de un siervo, hallado de
esta manera como un Hombre, Él se humilla y sufre en la cruz como Hijo del
Hombre. En el capítulo 7, cuando Él es glorificado, envía al Espíritu Santo.
El capítulo 5 revela Sus títulos de gloria personal; los capítulos 6 y 7 Su
obra y el ofrecimiento del Espíritu a los creyentes, como consecuencia de Su
actual gloria en el cielo35,
la cual es respondida sobre la Tierra por la presencia del Espíritu Santo. En
los capítulos 8 y 936
hallaremos Su testimonio y Sus obras rechazados, y la cuestión decisiva entre
Él y los judíos. Se observará también que los capítulos 5 y 6 tratan de la
vida. En el quinto, ésta es dada divina y soberanamente por Aquel que la posee;
en el capítulo 6, el alma, recibiendo y ocupándose de Jesús por la fe, halla
la vida y se alimenta de Él por la gracia del Padre: dos cosas distintas en
naturaleza –Dios da; el hombre, por gracia, se alimenta de ello. Por otra
parte, el capítulo 7 es Cristo yendo a Aquel que le envió, y entretanto el Espíritu
Santo, el cual despliega la gloria a la cual Él ha ido, está en nosotros y por
nosotros en su carácter celestial. En el capítulo quinto, Cristo es el Hijo de
Dios, quien vivifica en abstracto poder divino y voluntad, aquello que Él es,
no el lugar en que Él se halla, sino que solamente juzga, siendo el Hijo del
Hombre. En el capítulo 6, el mismo Hijo, pero descendido del cielo, el objeto
de la fe en Su humillación, luego el Hijo del Hombre, que muere y regresa de
nuevo. En el séptimo, no revelado aún al mundo. El Espíritu Santo es ofrecido
en su lugar cuando Él es glorificado arriba, el Hijo del Hombre en el cielo
–al menos contemplando Su marcha allí.
En este capítulo
8, como dijimos, la palabra de Jesús es rechazada; y, en el noveno, Sus obras.
Pero hay mucho más que esto. Las glorias personales del capítulo 1 son
reproducidas y desarrolladas en todos estos capítulos por separado –omitiendo
de momento todos los pasajes desde el versículo 36 al 51 del capítulo 1. Hemos
hallado otra vez los versículos 14-34 en los capítulos 5, 6 y 7. El Espíritu
Santo vuelve ahora al asunto de los primeros versículos en el capítulo. Cristo
es el Verbo; Él es la vida, y la vida que es la luz de los hombres. Los tres
capítulos que acabo de señalar hablan de aquello que Él es en gracia para los
hombres, al tiempo que declaran Su derecho a juzgar. El Espíritu aquí (en el
capítulo 8) nos pone delante aquello que Él es en Sí mismo, y aquello que Él
es a los hombres –sometiéndolos así a prueba, de modo que al rechazarle se
rechazan ellos mismos, manifestándose reprobados.
Consideremos ahora
nuestro capítulo. El contraste con el judaísmo es evidente. Traen a una mujer
cuya culpa es innegable. Los judíos, en su malignidad, la emplazan delante del
Señor con la esperanza de poder confundirle. Si Él la condenaba, no era un
Salvador –la ley también sabía condenarla. Si la dejaba ir, menospreciaba y
subestimaba la ley. Esto era inteligente, pero ¿de qué sirve la inteligencia
en la presencia de Dios, quien juzga los corazones? El Señor permite que se
comprometan ellos mismos al no responderles de momento. Probablemente pensaron
que cayó en la trampa. Finalmente les dice «el que esté de entre vosotros sin
pecado, que tire la primera piedra». Descubiertos por su conciencia,
desprovista de honor y de fe, se marchan de la escena de su confusión, separándose
entre sí y cada cual ocupado de sí mismo, y del carácter, no de la
conciencia, marchándose de Aquel que los había desenmascarado, y aquel, que
teniendo la mejor reputación para salvar, se marchó primero. ¡Qué dolorosa
escena! ¡Qué palabra más potente! Jesús y la mujer son dejados juntos la una
con el otro. ¿Quién puede permanecer sin culpa en Su presencia? Con respecto a
la mujer, cuya culpa era conocida, Él no traspasa la posición judía, excepto
para guardar los derechos de Su propia Persona en gracia.
Esto no es lo mismo
que en Lucas 7, el perdón plenario y la salvación. Los demás no podían
condenarla –y Él no lo haría. Dejó que se fuera y que no pecara más. No es
la gracia de la salvación la cual el Señor exhibe aquí. Él no juzga, no había
venido para ello; pero la eficacia del perdón no es el sujeto de estos capítulos
–es la gloria aquí de Su Persona, en contraste con todo lo que es de la ley.
Él es la luz, y por el poder de Su Palabra, Él entró como luz en la
conciencia de aquellos que habían traído a la mujer.
Porque la Palabra
era luz; pero eso no era todo. Viniendo al mundo, Él era (cap. 1:4-10) la luz.
Ahora bien, era la luz que era la luz de los hombres. No era una ley que hacía
demandas y condenaba; o esa vida prometida sobre la obediencia de sus preceptos.
Era la vida misma que estaba allí en Su Persona, y aquella luz era la luz de
los hombres, convenciéndolos, y, quizá, juzgándolos; pero era como luz. Así,
Jesús dice aquí –en contraste con la ley, introducida por aquellos que no
podían permanecer ante la luz –«Yo soy la luz del mundo» –no meramente de
los judíos. Pues en este Evangelio tenemos lo que Cristo es esencialmente en Su
Persona, ya sea como Dios, el Hijo venido del Padre, o el Hijo del Hombre –no
lo que Dios era en los tratos especiales con los judíos. De ahí, él era el
objeto de la fe en Su Persona, no en los tratos dispensacionales. Quienes fueran
que le seguían, tendrían la luz de la vida. Pero era en Él, en Su Persona,
que era hallada. Y Él podía dar testimonio de Sí mismo, porque, aunque Él
era un Hombre allí, en este mundo, sabía de dónde venía y a dónde iba. Era
el Hijo, quien vino del Padre y volvía nuevamente a Él. Lo sabía y era
consciente de ello. Su testimonio, por lo tanto, no era el de una persona
interesada, de la cual se dudara para creer en ella o no. Había, como prueba de
que este Hombre era Aquel quien Él se representaba ser, el testimonio del Hijo
–Su propio– y el testimonio del Padre. Si le hubieran conocido, habrían
conocido al Padre.
En ese momento –a
pesar de un testimonio como éste– nadie puso las manos sobre Él. Su hora no
había venido. Sólo era cuestión de esperar, pues la oposición de ellos hacia
Dios era cierta, y conocida por Él. Esta barrera fue manifestada claramente (vers.
19-24); consecuentemente, si ellos no creían, morirían en sus pecados. No
obstante, Él les cuenta que conocerían quién era Él cuando hubiera sido
rechazado y levantado en la cruz, habiendo tomado una posición muy diferente
como el Salvador, rechazado por el pueblo y desconocido por el mundo, cuando ya
no fuera presentado a ellos como tal, sabrían que Él era verdaderamente el Mesías,
y que Él era el Hijo que les hablaba de parte del Padre. Mientras hablaba estas
palabras, muchos creyeron en Él. Les declaró el resultado de la fe, lo cual
dio ocasión de que la verdadera posición de los judíos fuera manifestada con
terrible precisión. Les declaró que la verdad les haría libres, y que si el
Hijo –quien es la verdad– les hacía libres, lo serían realmente. La verdad
libera desde el punto de vista moral ante Dios. El Hijo, en virtud de los
derechos que eran innegablemente Suyos, y por herencia en la casa, los albergaría
en ella conforme a esos derechos, y ello en el poder de la vida divina
descendida del cielo –el Hijo de Dios con poder como lo declaró la resurrección.
En esto constaba la verdadera liberación.
Resentidos por la
idea de la esclavitud, la cual su orgullo no podía soportar, se declaran ser
libres y no haber sido nunca esclavos de nadie. Como contestación, el Señor
muestra que aquellos que cometen pecado son los siervos –esclavos– del
pecado. Ahora bien, al estar bajo la ley, y siendo judíos, ellos eran siervos
en la casa: y serían despedidos de ella. Pero el Hijo tenía derechos
inalienables. Él era de la casa y moraría en ella para siempre. Bajo el
pecado, y bajo la ley, eran la misma cosa para un hijo de Adán; él era siervo.
El apóstol muestra esto en Romanos 6 (comp. caps. 7 y 8) y en Gálatas 4 y 5.
Además, ellos ni eran real ni moralmente los hijos de Abraham ante Dios, aunque
lo fueran según la carne, pues intentaron matar a Jesús. Ellos no eran los
hijos de Dios, de lo contrario habrían amado a Jesús, quien venía de Dios.
Eran los hijos del diablo que hacían sus obras.
Comprender el
significado de la Palabra es la manera de entender la fuerza de las palabras.
Uno no aprende la definición de las palabras y después las cosas; uno aprende
las cosas, y después el significado de las palabras se hace evidente.
Comienzan a
resistirse al testimonio, conscientes de que Él se hacía más grande que todos
aquellos de quienes habían aprendido. Arremeten contra Él a causa de Sus
palabras; y por su oposición el Señor se ve obligado a explicarse más
claramente; hasta que, habiendo declarado que Abraham se regocijaba de ver Su día,
aplicando esto los judíos a Su edad como hombre, anuncia positivamente que Él
es Dios mismo –Aquel a quien ellos pretendían conocer como el que se había
revelado en la zarza.
¡Maravillosa
revelación! Un Hombre menospreciado y rechazado de los hombres, contradicho,
maltratado, era no obstante Dios mismo quien estaba allí. ¡Qué hecho! ¡Qué
cambio tan radical! ¡Qué revelación para aquellos que le reconocían, o que
le conocían! ¡Qué condición la suya al rechazarle, y ello porque sus
corazones se oponían a todo lo que Él era, pues nunca dejó de manifestarse a
Sí mismo! ¡Qué pensamiento, que Dios mismo haya estado aquí! ¡La misma
bondad! ¡Cómo desaparece todo ante Él! –la ley, el hombre, sus
razonamientos. Todo depende necesariamente de este gran hecho. Y –¡bendito
sea Su nombre!– este Dios es un Salvador. Tenemos una deuda con los
sufrimientos de Cristo para conocer todo ello. Y démonos cuenta de que al poner
a un lado las dispensaciones formales de Dios, si son verdaderas, es debido a la
revelación de Sí mismo, lo cual introduce una bendición infinitamente mayor.
Pero aquí Él se
presenta a Sí mismo como el Testigo, el Verbo, el Verbo hecho carne, el Hijo de
Dios, pero aún el Verbo, Dios mismo. En el relato al principio del capítulo,
Él es un testimonio a la conciencia, el Verbo que escudriña y convence. En el
versículo 18, Él da testimonio con el Padre. En el 26, Él declara en el mundo
aquello que Él ha recibido del Padre, y como enseñado por Dios hablaba. Además,
el Padre estaba con Él. En los versículos 32 y 33, la verdad es conocida por
Su palabra, y la verdad los hacía libres. En el vers. 47, Él habló las
palabras de Dios. En el versículo 58, era Dios mismo, el Jehová que los padres
conocían, quien habló.
La oposición surgió
por ser la palabra de verdad (vers. 45). Los que se oponían eran del
adversario. Éste era homicida desde el principio, y ellos querían ir en pos de
él. Pero la verdad era la fuente de la vida, tanto como para caracterizar lo
que el adversario era: que no permanecía en la verdad, no hay verdad en él. Él
es el padre y la fuente de toda mentira, de modo que, si hablaba falsedad, era
una que pertenecía al que la hablaba. El pecado era servidumbre, y ellos se
hallaban bajo ésta por la ley. La Verdad, el Hijo mismo, liberaba. Pero, más
que esto, los judíos eran enemigos, hijos del enemigo, y ellos harían sus
obras sin creer las palabras de Cristo, porque Él era la verdad. No hay
ningún milagro aquí; es el poder del Verbo, y el Verbo de vida es Dios mismo:
rechazado por los hombres, Él está, como si dijéramos, obligado a hablar la
verdad, a revelarse, oculto al instante y manifestado, como Él lo era en la
carne –oculto en cuanto a Su gloria, manifestado en cuando a todo lo que Él
es en Su Persona y en Su gracia.
capítulo
9
Llegamos ahora al
testimonio de Sus obras, hechas aquí como un Hombre en mansedumbre. No es el
Hijo de Dios dando vida a quien quiere como el Padre, sino por la operación de
Su gracia aquí abajo, el ojo abierto para ver en el Hombre humilde el Hijo de
Dios. En el capítulo precedente, se trata de aquello que Él es para con los
hombres; en este capítulo, se trata de aquello que Él hacía en el hombre,
para que éste pudiera verle. Así, le hallaremos presentándose en Su carácter
humano, y –el Verbo siendo recibido– reconocido ser el Hijo de Dios.
Separado de esta manera el remanente, las ovejas son devueltas al buen Pastor.
Él es la luz del mundo mientras se halle en él, pero donde es recibido por la
gracia en Su humillación, Él comunica el poder para ver la luz, y para ver
todas las cosas por este poder.
Cuando es el Verbo
–la manifestación en testimonio de lo que Cristo es–, el hombre es
manifestado tal como es, un hijo –en su naturaleza– del diablo, el cual es
homicida y mentiroso desde el principio, enemigo inveterado de Aquel que puede
decir «Yo soy»37.
Pero cuando el Señor obra, produce algo en el hombre que antes no tenía. Le
otorga vista, vinculándole así a Aquel que le capacitó para ver. El Señor no
es aquí comprendido o manifestado aparentemente de un modo exaltado, porque Él
desciende hasta las necesidades y circunstancias del hombre, a fin de que pueda
ser conocido más de cerca por Aquél. Pero como resultado, Él trae el alma al
conocimiento de Su gloriosa Persona. En lugar de ser el Verbo y el testimonio
–el Verbo de Dios– para mostrar como luz lo que el hombre es, Él es el
Hijo, uno con el Padre38
dando la vida eterna a Sus ovejas y guardándolas en esta gracia para siempre.
Porque en cuanto a la bendición que mana de allí, y toda la doctrina de Su
verdadera posición con respecto a las ovejas en bendición, el capítulo 10 es
correlativo con el 9, siendo el décimo la continuación del discurso comenzado
al final del capítulo 9.
El capítulo 9 se
abre con el caso de un hombre que hace una pregunta a los discípulos, en relación
con el gobierno de Dios en Israel. ¿Fue el pecado de sus padres el que trajo
esta visitación sobre su hijo, conforme a los principios que Dios les dio en Éxodo?
¿O era su propio pecado, conocido por Dios aunque no manifestado a los hombres,
lo que le había procurado este juicio? El Señor contesta que la condición del
hombre no dependía del gobierno de Dios con respecto al pecado suyo ni el de
sus padres. Su caso no era sino la miseria que propició la poderosa operación
de Dios en gracia. Es el contraste que hemos estado viendo todo el tiempo; pero
aquí es a fin de poder presentar las obras de Dios.
Dios obra. No es sólo
aquello que Él es, ni siquiera un objeto de fe. La presencia de Jesús
sobre la Tierra la convertían de día. Era por tanto el momento de hacer
las obras de Aquel que le envió. Pero el que obra aquí, lo hace por medios que
nos enseñan la unión existente entre un objeto de fe y el poder de Dios, el
cual obra. Forma arcilla con Su saliva y la tierra, y la pone sobre los ojos del
hombre que nació ciego. Como figura, esto señalaba a la humanidad de Cristo en
su humillación terrenal y mansedumbre, presentada a los ojos de los hombres,
pero con divina eficacia de vida en Él. ¿Quizás vieron ellos algo más? Si
ello era posible, sus ojos eran los que estaban más cerrados. El objeto aún
estaba allí; tocó los ojos de ellos, y ellos no podían verlo. El ciego
entonces se lavó en el estanque llamado «Enviado», y pudo ver claramente. El
poder del Espíritu y del Verbo, dando a conocer a Cristo como Aquel enviado por
el Padre, le da la vista. Es la historia de la enseñanza divina en el corazón
del hombre. Cristo, como Hombre, nos toca. Somos absolutamente ciegos, sin ver
nada. El Espíritu de Dios actúa, estando Cristo allí ante nuestros ojos;
luego vemos con claridad.
El pueblo queda
maravillado y no sabe qué pensar. Los fariseos se oponen. De nuevo el sábado
es el asunto de debate. Ellos hallan –la historia de siempre– buenas razones
para condenar a Aquel que devolvió la vista, en su fingido celo por la gloria
de Dios. Era una prueba positiva de que el hombre nació ciego, que ahora veía,
que Jesús lo había hecho. Los padres testifican de la única cosa que por su
parte merecía importancia. Respecto a quién fue el que le había devuelto la
vista, otros sabían más que ellos; pero se hacen evidentes sus temores sobre
que era un asunto indiscutible el ser expulsado, no sólo Jesús, sino todos los
que le confesaran. Así, los líderes judíos llevaron la cuestión a un punto
decisivo. No sólo rechazaron a Cristo, sino que expulsaron de los privilegios
de Israel, en cuanto a su adoración ordinaria, a aquellos que le confesaban. Su
hostilidad hacía distinguir al remanente manifiesto y los ponía aparte; y
esto, empleando la confesión de Cristo como piedra de toque. Esto fue decidir
su propia suerte, y juzgar su propia condición.
Las pruebas aquí
no sirvieron para nada. Los judíos, los padres, los fariseos, las tenían ante
sus ojos. La fe se obtuvo a través de ser el sujeto personal de esta poderosa
operación de Dios, quien abrió los ojos de los hombres a la gloria del Señor
Jesús. No que el hombre lo comprendiera todo. Él percibió que estaba tratando
con alguien enviado de Dios. Para él, Jesús era un profeta. Pero así el poder
que Él manifestó al dar la vista a este hombre, le capacita para confiar en
que la palabra del Señor es divina. Habiendo llegado hasta aquí, el resto es
sencillo; el pobre hombre es llevado más lejos, y se halla en el terreno que le
libera de todos sus anteriores prejuicios, y valora la Persona de Jesús, lo
cual se sobrepone a toda otra consideración. El Señor desarrolla esto en el próximo
capítulo.
En verdad, los judíos
habían tomado ya la decisión. No querían tener que tratar con Jesús. Habían
acordado todos echar a aquellos que creyeran en Él. En consecuencia, habiendo
comenzado a razonar con ellos el pobre hombre sobre la prueba existente en su
propia persona de la misión del Salvador, le expulsaron. Así echado, el Señor
–rechazado antes que él– le encuentra y se le revela con Su nombre personal
de gloria. «¿Crees en el Hijo de Dios?» El hombre le remite a la Palabra de
Jesús, la cual para él era la verdad divina, Él se le anuncia como siendo el
Hijo de Dios, y el hombre le adoró.
capítulo 10
En este capítulo
Él se diferencia de todos aquellos que fingían, o habían fingido, ser los
pastores de Israel. Se desarrollan tres puntos: Él entra por la puerta, Él es
la puerta, y es además el Pastor de las ovejas –el buen Pastor.
Él entra por la
puerta. Somete a todos las condiciones establecidas por Él para construir la
casa. Cristo responde a todo lo escrito acerca del Mesías, y emprende la senda
de la voluntad de Dios al presentarse al pueblo. No es la energía ni el poder
humanos que encienden y atraen las pasiones de los hombres, sino el Hombre
obediente que se subyugó a la voluntad de Jehová, mantenida por el humilde
lugar de un siervo y vivida por cada palabra que salía de la boca de Dios,
sometiéndose mansamente en el lugar en el cual el juicio de Jehová fue a
parar, y en que había visto a Israel. Todas las citas del Señor en Su
conflicto con Satanás, son de Deuteronomio. Consecuentemente, Aquel que vela
las ovejas, Jehová, actuando en Israel por Su Espíritu y providencia,
ordenando todas las cosas, da acceso a las ovejas a pesar de los fariseos y
sacerdotes, y de tantos otros. Los escogidos de Israel oyen Su voz. Ahora bien,
Israel estaba bajo condenación; por lo tanto, Él saca fuera las ovejas, pero
yendo delante de ellas. Abandona el antiguo redil, no falto de reproches, por
descontado, pero precediendo a Sus ovejas en obediencia conforme al poder de
Dios –una certeza para cada uno que creía en Él, quien era la verdadera
calzada, garantía indiscutible para seguirle, pasara lo que pasara, enfrentándose
a cada peligro y mostrándoles el camino.
Las ovejas le
siguen, pues ellas conocen Su voz. Hay otras muchas voces, pero las ovejas no
las conocen. Su seguridad consiste no en que no conozcan todas las voces, sino
en que todas éstas no está la voz que es vida para ellas: la voz de Jesús.
Todas las demás son voces de extraños.
Él
es la puerta para las ovejas. Es su autoridad para salir, y su medio para
entrar. Entrando, ellas son salvas. Entran y salen. No es ya el yugo de las
ordenanzas, el cual, al guardarlas de los de fuera, las mete en prisión. Las
ovejas de Cristo son libres: su seguridad está en el cuidado personal del
Pastor; y en esta libertad se alimentan de los buenos y verdes pastos
abastecidos por Su amor. En una palabra, ya no es el judaísmo, sino la salvación
y la libertad, así como la comida. El ladrón viene para obtener provecho de
las ovejas, matándolas. Cristo vino para que tuvieran vida, y vida en
abundancia. Conforme al poder de esta vida en Jesús, el Hijo de Dios pronto
poseería esta vida –cuyo poder estaba en Su Persona– en la resurrección
después de la muerte.
El
verdadero Pastor de Israel –cuando menos del remanente de Israel–, es la
puerta para autorizar su salida del redil judío y admitirlas en los privilegios
de Dios dándoles vida de acuerdo a la abundancia que Él era capaz de otorgar.
Él también se hallaba en especial relación con las ovejas así puestas
aparte, el buen Pastor que de esta manera dio Su vida por ellas. Otros hubieran
pensado en sí mismos, pero Él lo hizo en Sus ovejas. Las conocía, y ellas le
conocían a Él, igual que el Padre le conocía y Él conocía al Padre. ¡Precioso
principio! Ellas podrían haber asimilado un conocimiento terrenal y un interés
de parte del Mesías sobre la Tierra, con respecto a Sus ovejas. Pero el Hijo,
aunque entregó Su vida y estaba en el cielo, conoce a los Suyos, igual que el
Padre le conocía cuando estaba sobre la Tierra.
De
esta manera, Él puso Su vida por las ovejas; y Él tenía otras ovejas que no
eran de este redil, interviniendo Su muerte para la salvación de esas pobres
gentiles. Él las iba a llamar. Sin duda, Él había dado Su vida por los judíos
también –por todas las ovejas en general, como tales (vers. 11). Pero Él no
habla diferente de los gentiles hasta que habla de Su muerte. Él las traería
también, y habría un rebaño39
y un Pastor.
Esta
doctrina enseña el rechazo de Israel, y el llamamiento a salir de los escogidos
de entre ese pueblo presentando la muerte de Jesús como el efecto de Su amor
por los Suyos, y nos cuenta el conocimiento divino de Sus ovejas cuando Él se
ausentará de ellas, así como del llamamiento de las gentiles. La importancia
de una enseñanza así en ese momento es obvia. Su importancia, gracias a Dios,
no se ha perdido en el lapso de los tiempos, y no está limitada al hecho de un
cambio de dispensación. Nos introduce dentro de las realidades sustanciales de
la gracia relacionadas con la Persona de Cristo. La muerte de Cristo fue algo más
que amor para Sus ovejas. Tenía un valor intrínseco a los ojos del Padre. «Así
me ama mi Padre, porque pongo mi vida para volverla a tomar». Él no menciona
aquí a Sus ovejas –es el hecho mismo el cual satisface al Padre. Nosotros
amamos porque Dios nos amó primero, pero Jesús, el Hijo divino, puede proveer
razones para el amor del Padre. Al poner Su vida, Él le glorificó. La muerte
fue aceptada como el justo castigo por el pecado, siendo a la vez acabados ésta
y aquel que tenía su imperio40,
y la vida eterna fue introducida como el fruto de la redención –vida de Dios.
Aquí también los derechos de la Persona de Cristo son presentados. Nadie toma
Su vida, sino que Él la entrega de Sí mismo. Él tenía este poder –poseído
por nadie más, cierto solamente de Aquel que tenía derecho divino– para
ponerla, y el poder para tomarla de nuevo. Sin embargo, incluso en esto, Él no
se desvió de la senda de obediencia. Recibió este mandamiento de Su Padre. ¿Quién
hubiera sido capaz de realizarlo sino Aquel que podía decir: «Destruid este
templo y en tres días lo reedificaré»?41
Ellos
debaten lo que había estado diciendo. Había algunos quienes sólo vieron en Él
a un hombre, aparte de Sí mismo, y le insultaron. Otros, movidos por el poder
de los milagros que efectuó, sintieron que Sus palabras tenían un diferente
tono del de la locura. Hasta cierto punto, sus conciencias fueron tocadas. Los judíos
le rodean y le preguntan cuánto tiempo más los tendría en suspense. Jesús
responde que Él ya les explicó, y que Sus obras dieron testimonio de Él.
Apela a los dos testimonios que ya vimos en el capítulo anterior, esto es, Su
Palabra y Sus obras. Pero añade que ellos no eran de Sus ovejas. Aprovecha
entonces la ocasión, sin reparar en los prejuicios de ellos, para añadir
algunas verdades preciosas respecto a Sus ovejas. Ellas oyen Su voz, Él las
conoce, ellas le siguen. Él les da vida eterna, nunca perecerán. Por otro
lado, no se perderá esta vida desde dentro, y por el otro nadie las arrebatará
de la mano del Salvador –la fuerza del exterior no vencerá el poder de Aquel
que las guarda. Pero hay otra verdad infinitamente preciosa que el Señor en Su
amor nos revela. El Padre nos dio a Jesús, y Éste es mayor que todos los que
intentarán arrebatarlas de Su mano. Y Jesús y el Padre son uno. Preciosa enseñanza,
en la cual la gloria de la Persona del Hijo de Dios es identificada con la
seguridad de Sus ovejas, con la altura y profundidad del amor de que ellas son
objeto. Aquí no es un testimonio que, completamente divino, presenta lo que es
el hombre. Es la obra y el eficaz
amor del Hijo, y al mismo tiempo el del Padre. No es el «Yo soy», sino «Yo y
el Padre uno somos». Si el Hijo ha consumado la obra, y tiene cuidado de las
ovejas, fue el Padre quien se las dio. El Cristo puede realizar una obra divina
y proveer un motivo para el amor del Padre, pero fue el Padre quien se la dio a
hacer a Él. El amor de ambos para las ovejas es uno, igual que los que muestran
este amor son uno.
El
capítulo 8, por lo tanto, es la manifestación de Dios en testimonio, y como la
luz; los capítulos 9 y 10, la gracia eficaz que lleva a las ovejas bajo el
cuidado del Hijo, y del amor del Padre. Juan habla de Dios cuando habla de una
naturaleza santa, y de la responsabilidad del hombre –del Padre y del Hijo,
cuando habla de la gracia relacionada con el pueblo de Dios.
El
lobo podrá venir y arrebatar42
a las ovejas si los pastores son asalariados; pero no podrá quitárselas de las
manos del Salvador.
Al final del capítulo, habiendo cogido piedras los judíos para lanzárselas al Salvador, porque se hizo igual a Dios, el Señor no hace ningún intento para demostrarles la verdad de aquello que Él es, sino que les muestra que, de acuerdo a sus propios principios y el testimonio de las Escrituras, ellos estaban equivocados en este caso. Él los remite nuevamente a Sus propias palabras y obras, como probando que Él estaba en el Padre y el Padre en Él. Nuevamente cogen piedras, y Jesús se va de ellos definitivamente. Todo había terminado con Israel.
capítulo
11
Llegamos
ahora al testimonio que el Padre rinde de Jesús en respuesta a Su rechazo. En
este capítulo, el poder de la resurrección y de la vida en Su propia Persona
son presentados a la fe43.
No se trata aquí simplemente de que Él sea rechazado, sino que se contempla al
hombre como muerto, e Israel también. Se trata del hombre en la persona de Lázaro.
Esta familia fue bendecida; recibió al Señor en su seno. Lázaro cayó
enfermo, y todos los sentimientos humanos del Señor serían agitados
naturalmente. Marta y María lo sintieron, y le envían palabra acerca de aquel
a quien Él amaba, que estaba enfermo. Pero Jesús se quedó donde estaba.
Hubiera podido decir una palabra, como en el caso del centurión y de la niña
enferma al comienzo de este Evangelio. Pero no lo hizo. Había manifestado Su
poder y Su bondad curando al hombre como se le halló sobre la Tierra, librándole
del enemigo, y en medio de Israel. Pero éste no fue Su objeto entonces –nada
más lejos– ni la limitación de aquello que Él vino a hacer. Era una cuestión
de otorgar la vida, de resucitar aquello que ante Dios estaba muerto. Éste era
el verdadero estado de Israel; el estado del hombre. Por consiguiente, permite
que la condición humana bajo el peso del pecado continúe hasta manifestarse en
toda su intensidad de resultados aquí abajo, y deja que el enemigo ejerza su
poder hasta el final. Sólo resta esperar el juicio de Dios. Es asignado a los
hombres morir una vez, y después el juicio. El Señor, por consiguiente, no
sana en este caso. Permite que el mal siga hasta el final: la muerte. Éste era
el verdadero lugar del hombre. Una vez dormido Lázaro, Él va para despertarle.
Los discípulos temen a los judíos, y con razón. Pero el Señor, habiendo
aguardado la voluntad de Su Padre, no teme llevarla a cabo. Era para Él el día.
De hecho, cualquiera que fuese Su amor por la nación, debía dejarla morir –en realidad, ya estaba muerta– y esperar el tiempo oportuno indicado por Dios para avivarla. Si Él debía morir para cumplir esto, se encomendó a Su Padre.
Tracemos
las líneas de esta doctrina. La muerte se introdujo, y tenía que tener su
efecto. El hombre está realmente muerto ante Dios, pero Dios introduce la
gracia. Dos cosas se presentan en nuestra historia. Él podía haber curado. Ni
la fe ni la esperanza de Marta, María, ni la de los judíos, se alargaron más.
Solamente Marta reconoció que, como el Mesías, favorecido por Dios, Él
obtendría de Dios cualquier cosa que le pidiera. Pero no había impedido la
muerte de Lázaro. Lo había hecho tantas veces, incluso para los extranjeros,
para quienes lo desearon. En segundo lugar, Marta sabía que su hermano
resucitaría en el último día; y aunque era cierto, esta verdad de poco servía.
¿Quién daría la respuesta al hombre, muerto éste en sus pecados? Resucitar y
comparecer ante Dios no era una respuesta a la muerte introducida por el pecado.
Ambas cosas eran ciertas. Cristo había liberado a menudo al hombre mortal de
sus sufrimientos en la carne, y habrá una resurrección en el último día.
Pero estas cosas carecían de valor en presencia de la muerte. Cristo estaba, no
obstante, allí; y Él es –gracias a Dios– la resurrección y la vida.
Estando muerto el hombre, la resurrección viene primero. Jesús es la
resurrección y la vida en el poder actual de una vida divina. Y la vida, venida
por la resurrección, libera de todo aquello que implica la muerte, dejándola
atrás44
–pecado, muerte, todo lo concerniente a la vida que perdió el hombre. Cristo,
habiendo muerto por nuestros pecados, llevó su castigo –llevó los
pecados. Él murió. Todo el poder del enemigo, su efecto sobre el hombre
mortal, todo el juicio de Dios, lo llevó Él y se liberó de todo en el poder
de una nueva vida en resurrección, la cual nos es comunicada; de manera que
estamos vivos en espíritu de entre los muertos, como Él está vivo de entre
los muertos. El pecado –como hecho pecado, y llevando nuestros pecados en Su
propio cuerpo en el madero–, la muerte, el poder de Satanás, el juicio de
Dios, son tratados todos y dejados atrás, y el hombre está en un estado
completamente nuevo, incorruptible. Será cierto de nosotros, tanto si morimos
–pues no todos moriremos– en lo que respecta al cuerpo, como si somos
transformados en caso de no morir. Pero en la comunicación de la vida de Aquel
resucitado de entre los muertos, Dios nos vivificó con Él, habiéndonos
perdonado todas nuestras ofensas.
Jesús
manifestó aquí Su poder divino a este efecto. El Hijo de Dios fue glorificado
en ello, pues sabemos que aún no había muerto Él por el pecado; pero fue este
mismo poder en Él el que se manifestó45.
El creyente, incluso estando muerto, resucitará de nuevo; y los vivos que creen
en Él no morirán. Cristo ha vencido la muerte; el poder para ello estaba en Su
Persona, y el Padre dio testimonio de Él acerca de esto. ¿Habrá algunos de
los Suyos que estarán vivos cuando el Señor ejerza este poder? Pues nunca
morirán –la muerte no existe más en Su presencia. ¿Habrá quienes habrán
muerto antes de que Él lo ejerza? Ellos vivirán –la muerte no puede
subsistir ante Él. Todo el resultado del pecado sobre el hombre es destruido
completamente por la resurrección, contemplada como el poder de vida en Cristo.
Esto se refiere, por descontado, a los santos, a quienes es comunicada la vida.
El mismo poder divino es, claro está, ejercido en cuanto a los impíos; pero no
es la comunicación de vida de Cristo, ni el resucitar con Él, como es evidente46.
Cristo
ejerció este poder en obediencia y en dependencia de Su Padre, porque Él era
Hombre, caminando ante Dios para hacer Su voluntad; pero Él es la resurrección
y la vida. Ha introducido el poder de la vida divina en medio mismo de la
muerte; y la muerte es aniquilada por él, pues en la vida deja de existir. La
muerte era el fin de la vida natural para el hombre pecador. La resurrección es
el final de la muerte, la cual no tiene así nada más en nosotros. Es para
ventaja nuestra que, habiendo hecho todo lo que se podía, ya está terminado.
Vivimos en la vida47
que le dio un final. Salimos de todo lo que podía relacionarse con una vida que
ya no existe. ¡Qué liberación! Cristo es el poder. Él devino este poder para
nosotros en su plena manifestación y ejercicio en Su resurrección.
Marta,
mientras que le amaba y creía en Él, no comprende esto; y manda a llamar a María,
pensando que su hermana entendería mejor al Señor. Al momento hablaremos un
poco de estas dos mujeres. María, quien esperaba que el Señor la llamara a Él,
modestamente aunque con pesar le dejó la iniciativa a Él, creyendo así que el
Señor la había llamado, fue directamente a Él. Los judíos, Marta y María
habían visto todos milagros y curaciones que paralizaron el poder de la muerte.
Todos ellos se refieren a estos sucesos. Pero aquí, la vida había cesado. ¿Qué
podría ser de ayuda ahora? Si Él hubiera estado allí, Su poder y Su amor habrían
servido para algo. María cae a Sus pies llorando. Sobre el punto del poder de
la resurrección, no comprendía más que Marta, pero el corazón se funde por
el sentido de la muerte en la presencia de Aquel que tenía vida. Es una expresión
de necesidad y dolor, más que la queja que ella exclama. Los judíos también
lloraron: el poder de la muerte estaba en sus corazones. Jesús penetra
compasivo en estos sentimientos. Estaba turbado en espíritu. Solloza ante Dios,
llora con el hombre, pero Sus lágrimas devienen un lamento que, aunque
inarticulado, era el peso de la muerte sentido compasivamente y presentado a
Dios por esta exclamación de amor, la cual contenía toda la verdad; y ello en
amor para con aquellos que sufrieron el mal que expresaba este lamento.
Él
llevó la muerte ante Dios en Su espíritu como la miseria del hombre –el yugo
del que no podía liberarse solo; y Él fue oído. La necesidad hace actuar este
poder. No fue Su parte la de explicar a Marta lo que Él era. Él siente y actúa
sobre la necesidad de la que María dio expresión, siendo abierto su corazón
por la gracia que estaba en Él.
El
hombre puede mostrarse compasivo: es la expresión de su impotencia. Jesús
penetra en la aflicción del hombre mortal, se coloca bajo la carga de la muerte
que pesa sobre el hombre –y ello con más exactitud que lo hubiera podido
hacer el hombre–, pero la quita con su causa. Hace más que quitarla;
introduce el poder que es capaz de quitarla. Ésta es la gloria de Dios. Cuando
Cristo está presente, si nosotros morimos, no lo hacemos por la muerte, sino
por la vida: morimos para poder vivir en la vida de Dios, en lugar de en la del
hombre. ¿Y para qué motivo? Para que el Hijo de Dios pueda ser glorificado. La
muerte entró por el pecado; y el hombre está bajo el poder de la muerte. Pero
esto sólo ha hecho que facilitarnos nuestra posesión de la vida conforme al
segundo Adán, el Hijo de Dios, y no conforme al primero, el hombre pecador.
Esto es gracia. Dios es glorificado en esta obra de gracia, y es el Hijo de Dios
cuya gloria brilla intensamente en esta obra divina.
Observemos
que esto no es la gracia ofrecida en testimonio, sino el ejercicio del poder de
la vida. La corrupción misma no es ningún obstáculo para Dios. ¿Para qué
vino Dios? Para traer palabras de vida eterna al hombre pecador. María se
apropió estas palabras. Marta servía –apesadumbrada de corazón por
demasiadas cosas. Ella creía, amaba a Jesús, le recibió en su casa: el Señor
la amaba a ella. María le escuchaba: esto es para lo que Él vino; y Él
justificó a María en ello. La buena parte que había escogido no sería tomada
de ella.
Cuando
llega el Señor, Marta toma la iniciativa de salirle al encuentro. Se retira
cuando Jesús le habla del poder presente de la vida. Nos sentimos incómodos
cuando, aunque cristianos, somos incapaces de comprender el significado de las
palabras del Señor, o de lo que Su pueblo nos dice a nosotros. Marta creyó que
ésta era la parte de María, más bien que la suya. Se va y llama a su hermana,
diciendo que el Maestro –Aquel que enseñaba (fijémonos en el nombre que le
da a Él) había venido–, y la mandó llamar. Fue su propia conciencia
que para ella era la voz de Cristo. María se incorpora al instante y acude a Él.
No comprendía más que Marta, y su corazón derrama su bendición a los pies de
Jesús, donde había escuchado Sus palabras y aprendido Su amor y gracia. Jesús
le pregunta por el camino a la tumba. Para Marta, siempre ocupada con
quehaceres, su hermano ya hedía.
Después
–Marta sirviendo, y Lázaro estando presente–, María unge al Señor en el
sentido instintivo de lo que estaba sucediendo; pues ellos estaban consultando
para darle muerte. El corazón de María, enseñado por el amor hacia el Señor,
sintió el odio de los judíos; y su afecto, disimulado por una profunda
gratitud, invierte en Él la cosa más costosa que tenía. Aquellos presentes la
increparon; Jesús de nuevo toma su parte. Podía no ser lógico, pero ella había
comprendido su posición. ¡Qué lección! ¡Qué familia más bendecida era ésta
de Betania, en la que el corazón de Jesús halló –hasta donde podía
alcanzarse en esta tierra– un alivio que Su amor aceptó! ¡Con qué amor
estamos vinculados! ¡Ay, y con qué odio! Pues vemos en este Evangelio la
terrible oposición entre el hombre y Dios.
Hay
una cuestión interesante para observar aquí, antes de seguir adelante. El Espíritu
Santo ha registrado un incidente en que la pasajera pero culpable incredulidad
de Tomás fue cubierta por la gracia de Jesús. Era necesario relatarlo, pero el
Espíritu Santo se ha tomado el cuidado de mostrarnos que Tomás amaba al Señor,
y estaba preparado, de corazón, para morir con Él. Tenemos otros ejemplos de
la misma clase. Pablo dice: «Llamad a Marcos, y traedlo aquí conmigo». Pobre
Marcos, esto era necesario con razón de lo que sucedía en Perge. Bernabé tuvo
también el mismo lugar en el recuerdo afectuoso del apóstol. Somos débiles:
Dios no nos lo esconde, sino que arroja el testimonio de Su gracia sobre los más
endebles de Sus siervos.
capítulo 12
Su
lugar ahora es con el remanente, donde Su corazón halló descanso –la casa de
Betania. Tenemos, en esta familia, un modelo del verdadero remanente de Israel,
tres casos diferentes con respecto a su posición ante Dios. Marta tenía fe, la
cual, sin lugar a dudas, la aferró a Cristo, pero no alcanzó lo que se
necesitaba para el reino. Aquellos que serán guardados para la tierra en los últimos
tiempos, tendrán lo mismo. Su fe reconocerá finalmente a Cristo el Hijo de
Dios. Lázaro estaba allí, viviendo por ese poder que podría haber resucitado
también a todos los santos muertos del mismo modo48,
los cuales, por gracia, en el último día, llamarán a Israel, moralmente, de
su estado de muerte. En una palabra, hallamos al remanente, el cual no morirá,
salvaguardado por la verdadera fe –fe en un Salvador vivo, que liberaría a
Israel– y aquellos que serán traídos de regreso de entre los muertos, para
disfrutar del reino. Marta servía; Jesús estaba en compañía de ellos; Lázaro
se sentaba a la mesa con Él.
Pero
había también el representante de otra clase. María, quien había bebido en
la fuente de la verdad, recibiendo esa agua viva en su corazón, comprendió que
existía algo más que la esperanza y la bendición de Israel –esto es, Jesús
mismo. Ella hace lo que es adecuado para Jesús en Su rechazo –para Aquel que
es la resurrección, antes de serlo nuestra vida. Su corazón asocia a María
con aquel acto de Él, y ella le unge para Su entierro. Para ella es Jesús
mismo de quien se trataba –un Jesús rechazado, tomando la fe su lugar en
aquello que era la simiente de la asamblea, todavía oculta en el suelo de
Israel y de este mundo, pero la cual, en la resurrección, saldría con toda la
belleza de la vida de Dios –de la vida eterna. Es una fe que se solaza en Él,
en Su cuerpo, en el que estaba a punto de experimentar el castigo del pecado
para nuestra salvación. El egoísmo de la incredulidad, traicionando su pecado
en su desprecio hacia Cristo, y en su indiferencia, propicia al Señor la ocasión
para conferir su verdadero valor a esta acción de Su querida discípula. El
ungimiento de Sus pies es lo que se destaca aquí, como mostrando que todo lo
que era de Cristo tenía para ella un valor que no le hacía mirar otra cosa. Ésta
es una apreciación verdadera de Cristo. La fe que conoce Su amor, el cual
sobrepasa el conocimiento –esta clase de fe es de olor grato en toda la casa.
Y Dios lo recuerda conforme a Su gracia. Jesús la comprendió; esto era todo
cuanto ella quería. Él la justifica: ¿quién resolvería levantarse contra
ella? Concluye la escena, y se reanuda el curso de los acontecimientos.
La
enemistad de los judíos (¡ay!, y la del corazón del hombre, abandonado a sí
mismo, y consecuentemente al enemigo que es un homicida por naturaleza, y el
enemigo de Dios –un enemigo que nada meramente humano puede subyugar) estaría
dispuesto a matar a Lázaro también. El hombre es realmente capaz de esto, pero
¿capaz de qué? Todo cede ante el odio –a esta clase de odio de Dios, quien
se manifiesta a Sí mismo. Pero para esto sería de hecho inconcebible. Ellos
debían ahora creer en Jesús o rechazarle, pues Su poder era tan evidente que
debían hacer lo uno o lo otro –un hombre públicamente resucitado de entre
los muertos después de cuatro días, y vivo entre el pueblo, no dejaba
posibilidad de indecisión. Jesús lo sabía por conocimiento divino. Se
presenta como Rey de Israel para afirmar Sus derechos, y para ofrecer la salvación
y la gloria prometida al pueblo, y a Jerusalén49.
El pueblo comprendió esto. Debía ser un rechazo deliberado, como los fariseos
eran bien conscientes. Pero la hora había llegado; aunque no podían hacer
nada, pues el mundo fue a por Él, Jesús fue dado muerte, pues «Él se dio a Sí
mismo».
El
segundo testimonio de Dios acerca de Cristo le ha sido ahora rendido como el
verdadero Hijo de David. Él ha recibido el testimonio de Hijo de David al
resucitar a Lázaro (cap. 11:4), y de Hijo de David al montar hacia Jerusalén
sobre lomos de un asno. Había aún otro título para ser reconocido. Como Hijo
del Hombre, Él tenía que poseer todos los reinos de la tierra. Los griegos50
acuden –pues Su fama se había expandido–, deseándole ver. Jesús dice «La
hora ha llegado para que el Hijo del Hombre sea glorificado». Pero ahora
regresa a los pensamientos para los que el ungüento de María era la expresión
de Su corazón. Él debería haber sido recibido como Hijo de David; pero al
tomar Su lugar como Hijo del Hombre, algo nuevo emerge forzosamente ante Él. ¿Cómo
podía ser Él el Hijo del Hombre, viniendo en las nubes del cielo para tomar
posesión de todas las cosas conforme a los consejos de Dios, si no moría
antes? Si Su servicio humano sobre la tierra había concluido, y Él se hubiera
marchado libre, llamando, si es necesario, a doce legiones de ángeles, nadie
habría tenido parte con Él. Él habría permanecido solo. «Excepto que el
grano de trigo caiga a la tierra y muera, queda solo; y si muere, produce mucho
fruto». Si Cristo toma Su gloria celestial, y no está solo en ella, Él muere
para obtenerla, para traer con Él las almas que Dios le ha dado. De hecho, la
hora había llegado. No podía demorarse más. Todo estaba ahora listo para el
proceso final a este mundo, al hombre y a Israel; y, sobre todo, los consejos de
Dios estaban siendo cumplidos.
Exteriormente,
todo era un testimonio de Su gloria. Entró en Jerusalén triunfante –proclamándole
Rey la multitud. ¿Y qué había de los romanos? Estaban en silencio delante de
Dios. Los griegos vinieron a buscarle. Todo estaba preparado para la gloria del
Hijo del Hombre. Pero el corazón de Jesús conocía bien que para esta gloria
–para la consumación de la obra de Dios, para poseer a un ser humano en la
gloria con Él, para que el granero de Dios se llenara conforme a los consejos
de Su gracia– Él debía morir. Ningún otro camino para que las almas
culpables viniesen a Dios. Aquello que previó el afecto de María, Jesús lo
conoce conforme a la verdad, y conforme a la mente de Dios Él lo siente y se
somete a ello. El Padre responde en este solemne momento dando testimonio del
efecto glorioso de aquello que Su soberana majestad requería a la vez
–majestad que Jesús glorificó plenamente por Su obediencia: y ¿quién podía
hacer esto, excepto Aquel que, por esta obediencia, introdujo el amor y el poder
de Dios capaz de cumplirlo?
En
lo que viene a continuación, el Señor despliega un gran principio relacionado
con la verdad contenida en Su sacrificio. No había vínculo entre la vida
natural del hombre y Dios. Si en el Hombre Cristo Jesús había una vida en
completa armonía con Dios, Él debía ponerla con motivo de esta condición de
hombre. Siendo de Dios, no podía permanecer en relación con el hombre. Éste
no la querría. Jesús moriría antes que no cumplir Su servicio glorificando a
Dios –de no ser obediente hasta el fin. Pero si alguien amaba su vida de este
mundo, la perdería; pues no estaba en relación con Dios. Si alguien, por
gracia, la odiaba –separándose de corazón de este principio de enajenación
de Dios, y entregaba su vida a Él, la poseería en el nuevo y eterno estado.
Servir a Jesús era por lo tanto seguirle; y a donde Él iba, allí estaría Su
siervo. El resultado de la asociación del corazón con Jesús aquí,
manifestado al seguirle, pasa de largo en este mundo, como Él realmente lo
hizo, y las bendiciones del Mesías, a la gloria eterna y celestial de Cristo.
Si alguien le servía, el Padre lo recordaría, y le honraría. Todo esto se
dice en vista de Su muerte, cuyo pensamiento acude a Su mente y turba Su alma. Y
en el justo temor de esa hora del juicio de Dios, y el fin del hombre como Dios
lo había creado aquí sobre la Tierra, Él pide a Dios que le liberara de ese
momento. Ciertamente, Él había venido –no para ser entonces, aunque lo
era– el Mesías, y no para tomar el reino entonces –aunque estaba en Su
derecho–, sino que vino para aquella misma hora: a morir para glorificar a Su
Padre. Esto es lo que Él deseaba, cualesquiera fueran las consecuencias. «Padre,
glorifica tu nombre», es Su única respuesta. Esto es perfección –siente lo
que la muerte es: no habría habido sacrificio si Él no lo hubiera sentido.
Pero mientras lo sentía, Su único deseo fue glorificar a Su Padre. Si esto le
costaba a Él todo, la obra era proporcionalmente perfecta.
Perfecto
en este deseo, y hasta la muerte, el Padre no podía por menos que responderle.
En Su respuesta, según me parece, el Padre anuncia la resurrección. ¡Pero qué
gracia, qué maravilla ser admitido en tales comunicaciones! El corazón queda
abstraído, mientras que es inundado de adoración y de gracia al contemplar la
perfección de Jesús, el Hijo de Dios, hasta la muerte; es decir,
absolutamente; y al verle, con el sentido pleno de lo que era la muerte,
buscando la sola gloria del Padre; el Padre respondió –una respuesta
moralmente necesaria para este sacrificio del Hijo, y para Su propia gloria. Así
Él dijo: «Lo he glorificado, y lo volveré a glorificar». Creo que le
glorificó en la resurrección de Lázaro51.
Él iba a hacer lo mismo en la resurrección de Cristo –una resurrección
gloriosa la cual implicaba la nuestra; incluso como dijo el Señor, sin
mencionar a los Suyos.
Observemos
ahora la relación de las verdades referidas en este asombroso pasaje. La hora
había llegado para la gloria del Hijo del Hombre. Pero para ellos, se
necesitaba que el grano precioso de trigo cayera al suelo y muriera; de lo
contrario habría permanecido solo. Éste era el principio universal. La vida
natural de este mundo en nosotros no tenía parte con Dios. Jesús debía ser
seguido. Así deberíamos nosotros estar con Él. Esto era el servicio
hacia Él. Así también debería ser honrado el Padre. Cristo, por Sí mismo,
contempla la muerte en el rostro, y siente toda su sustancia. No obstante, Él
se entrega a una única cosa –la gloria de Su Padre. El Padre le respondió en
esto. Su deseo debía cumplirse. Su perfección no iba a quedar sin una
respuesta. El pueblo le oye como la voz del Señor Dios, como es descrita en los
Salmos. Cristo –quien, en todo esto, se abnegó completamente– declara que
esta voz vino a causa del pueblo, a fin de que pudieran entender lo que Él era
para salvación de ellos. Luego allí se manifiesta ante Él, quien se había
puesto enteramente de lado, no la gloria futura, sino el valor, la sustancia, la
gloria de la obra que Él estaba a punto de realizar. Los principios de los que
hablamos son aquí llevados al punto central de su desarrollo. En Su muerte, el mundo
fue juzgado: Satanás fue su príncipe, y es echado fuera. En apariencia, es
Cristo quien era así. Por la muerte, Él destruyó moral y judicialmente aquel
que tenía el imperio de la muerte. Fue la total y entera aniquilación de todos
los derechos del enemigo, sobre quienes estuvieran siendo ejercidos y sobre
cualquier cosa que ejercieran su influencia, cuando el Hijo de Dios y el Hijo
del Hombre llevó el juicio de Dios como Hombre en obediencia hasta la muerte.
Todos los derechos de Satanás poseídos a través de la desobediencia del
hombre y el juicio de Dios sobre ello, eran sólo los derechos en virtud de las
reivindicaciones de Dios sobre el hombre, y retornados nuevamente sólo a
Cristo. Y siendo levantado entre Dios y el mundo, en obediencia, sobre la cruz,
llevando aquello que era debido al pecado, Cristo devino el punto de atracción
para todos los hombres vivos, para que mediante Él todos pudieran acercarse a
Dios. Mientras estaba vivo, Jesús debió haber sido reconocido como el Mesías
de la promesa. Levantado de la tierra como una víctima ante Dios, no estando ya
en la Tierra como vivo sobre ella, Él fue el punto de atracción hacia Dios
para todos aquellos que, vivos sobre la Tierra, estaban alienados de Dios, como
hemos visto, a fin de que pudieran venir a Él allí –por gracia–, y tener
la vida a través de la muerte del Salvador. Jesús previene al pueblo que era sólo
por un poco de tiempo que Él, la luz del mundo, permanecería con ellos. Ellos
debían creer mientras hubiera tiempo. Pronto vendrían las tinieblas, y no sabrían
ellos adónde ir. Vemos que, cualesquiera fuesen los pensamientos que ocupaban
Su corazón, el amor de Jesús nunca se enfriaba. Él piensa en aquellos
alrededor de Él –en los hombres conforme a su necesidad.
Sin
embargo, ellos no creyeron de acuerdo al testimonio del profeta, dado en vistas
de Su humillación hasta la muerte, y ofrecido teniendo en cuenta la visión de
Su gloria divina, la cual no podía por menos que traer juicio sobre un pueblo
rebelde (Isa. 53 y 6).
Tal
es la gracia, que Su humillación debía ser su salvación; y, en la gloria que
los juzgaba, Dios recordaría los consejos de Su gracia, como fruto seguro de
aquella gloria como lo fue el juicio que el tres veces Santo, Jehová de los ejércitos
debía pronunciar contra el mal –un juicio suspendido por Su paciencia,
durante siglos, pero cumplido ahora cuando estos últimos intentos de Su
misericordia eran menospreciados y rechazados. Ellos prefirieron la alabanza de
los hombres.
Por
último, Jesús declara aquello que era realmente Su venida –para que, de
hecho, aquellos que creían en Él, en el Jesús que ellos vieron sobre la
Tierra, creyeran en Su Padre, y vieran a Su Padre. Él vino como la luz, y
aquellos que creyeran no andarían en tinieblas. Él no juzgó, había venido a
salvar, pero la Palabra que Él habló juzgaría a aquellos que la oyeran, pues
era la Palabra del Padre, y la vida eterna.
capítulo
13
Así
pues, el Señor ha tomado Su lugar yendo al Padre. Llegó el tiempo para ello.
Él toma Su lugar en lo alto, conforme a los consejos de Dios, y no se halla más
en relación con un mundo que le había rechazado; pero Él ama a los Suyos
hasta la muerte. Hay dos cosas que tiene presentes: por una parte, el pecado
tomando la forma más dolorosa para Su corazón; y por otra, el sentido de toda
la gloria que le es dada a Él como Hombre, y de donde Él vino y a donde se
estaba dirigiendo; es decir, Su gloria y Su carácter personal en relación con
Dios, y la gloria que le fue dada. Él vino de Dios e iba a Dios; y el Padre
puso todas las cosas en Sus manos.
Pero
ni Su entrada en la gloria, ni la conciencia de pecado del corazón humano,
apartan Su corazón de Sus discípulos, o incluso de sus necesidades. Solamente
ejerce Él Su amor para vincularlos consigo mismo en la nueva posición que
estaba creando para ellos, entrando así en ella. No podía permanecer ya con
ellos sobre la Tierra; y si los dejaba, y debía hacerlo, no los abandonaría,
sino que los haría aptos para que estuvieran donde Él estaría. Los amaba con
un amor que nada pudo detener. Siguió hasta perfeccionar los resultados de
ellos; y Él debía adaptarlos para estar con Él. ¡Bendito cambio que el amor
realizó estando Él aquí con ellos! Tenían que tener una parte con Aquel que
vino de Dios e iba a Dios, y en aquellas manos el Padre había depositado todas
las cosas; pero entonces ellos tenían que ser adaptados para estar con Él allí.
Para este fin, Él es todavía siervo de ellos en amor, y aún más que nunca.
Sin duda que Él había sido esto en Su perfecta gracia, pero lo fue mientras
estuvo con ellos. Ellos fueron así, en cierto sentido, compañeros. Cenaron
todos juntos en la misma mesa. Pero Él abandona esta posición, como hiciera
con Su asociación personal con Sus discípulos ascendiendo al cielo, al ir a
Dios. Pero si lo hace, Él todavía se ciñe para su servicio, y toma el agua52
para lavar sus pies. Aunque en el cielo, Él todavía nos sirve53.
El resultado de este servicio es que el Espíritu Santo se lleva prácticamente
por la Palabra toda la suciedad que recogemos cuando caminamos por este mundo de
pecado. En nuestro camino, tenemos contacto con este mundo que rechazó a
Cristo. Nuestro abogado en lo alto –comparar 1 Juan 2– nos purifica de esta
suciedad en vista de las relaciones con Dios Su Padre, a las cuales Él nos ha
llevado entrando en ellas Él mismo como Hombre en lo alto.
Se
requería una pureza que conviniera a la presencia de Dios, pues Él iba allí.
Sin embargo, son solamente los pies los que se tienen en cuenta. Los sacerdotes
que servían a Dios en el tabernáculo eran lavados cuando eran consagrados. Su
lavamiento no fue repetido. Así, una vez renovados espiritualmente por la
Palabra, esto no se repite para nosotros. En «aquel que está lavado» es una
palabra diferente de «excepto para lavar sus pies». Lo primero es bañar todo
el cuerpo, lo último es el lavar las manos o los pies. Nosotros necesitamos
esto último constantemente, pero no somos, una vez nacidos por la Palabra,
lavados otra vez del todo, más que se repitiera con los sacerdotes en su
primera consagración. Los sacerdotes lavaban sus manos y sus pies cada vez que
acometían su servicio –cada vez que se acercaban a Dios. Nuestro Jesús
restaura la comunión y el poder para servir a Dios, cuando la hemos perdido. Lo
hace, y con vistas a la comunicación y el servicio, pues ante Dios estamos
totalmente limpios a modo personal. El servicio era el servicio de Cristo –el
de Su amor. Él secó sus pies con el paño con el que se ceñía –una
circunstancia expresiva del servicio. Los medios de la purificación eran agua
–la Palabra, aplicada por el Espíritu Santo. Pedro se encoge ante la idea de
que Cristo se humillara de esta manera; pues debemos someternos a este
pensamiento, que nuestro pecado es tal que nada menos que la humillación de
Cristo para lavarnos de él. Nada más nos hará conocer realmente la perfecta y
deslumbrante pureza de Dios, o el amor y la devoción de Jesús; y en la
comprensión de éstos consiste el tener un corazón santificado por la
presencia de Dios. Pedro, entonces, quería que el Señor le lavara también la
cabeza y las manos. Pero esto ya fue efectuado. Si somos de Él, somos nacidos
de nuevo y purificados por la Palabra que Él ha aplicado a nuestras almas. Sólo
nos ensuciamos los pies al caminar. Es según el modelo de este servicio de
Cristo en gracia que tenemos que actuar con respecto a nuestros hermanos.
Judas
no era limpio; no había nacido de nuevo, no estaba lavado por medio de la
Palabra que Jesús habló. No obstante, siendo enviado por el Señor, aquellos
que le recibían también recibían a Cristo. Y esto es cierto además acerca de
aquellos a quienes Él envía por Su Espíritu. Este pensamiento retrotrae la
traición de Judas a la mente del Señor; Su alma está afligida por esta idea,
y desahoga el corazón declarándolo a Sus discípulos. Con lo que Su corazón
está ocupado aquí es, no Su conocimiento del individuo, sino del hecho que uno
de ellos iba a hacerlo, uno de aquellos que habían sido Sus compañeros.
Por
consiguiente, fue a razón de que él dijera esto que los discípulos se miraron
unos a otros. Ahora había otro cerca de Él, el discípulo que amaba Jesús;
pues tenemos, en toda esta parte del Evangelio de Juan, el testimonio de la
gracia que responde a las diversas formas de malicia e impiedad en el hombre.
Este amor de Jesús había formado el corazón de Juan –le había dado
confianza y constancia de afecto; y consecuentemente, sin ningún otro motivo
que éste, él estuvo lo suficiente cerca de Jesús para recibir comunicaciones
de Él. No era a fin de recibirlas que se puso cerca de Jesús; él se puso allí
porque amaba al Señor, cuyo amor le había ligado tanto a Sí mismo; pero,
estando allí él, era capaz de recibir estas comunicaciones. Así podemos todavía
aprender de Él.
Pedro
le amaba; pero había demasiado de inadecuado en Pedro para el servicio, si Dios
le llamaba a él –y Él lo hizo en gracia cuando le hubo humillado lo bastante
para conocerse a sí mismo, pero en intimidad. ¿Quién, entre los doce, dio
testimonio como Pedro, en quien Dios fue poderoso hacia la circuncisión? Pero
no hallamos en sus epístolas aquello que hallamos en las de Juan54.
Además, cada uno tiene su lugar ofrecido en la soberanía de Dios. Pedro amaba
a Cristo; y vemos que, ligado también a Juan con este vínculo de afecto común,
están constantemente juntos como vemos al final de este Evangelio, siendo que
él está ansioso por conocer la suerte de Juan. Él utiliza entonces a Juan
para preguntar al Señor cuál de entre ellos le traicionaría. Recordemos que
estar cerca de Jesús por causa de Él, es la manera de poseer Su mente cuando
surgen pensamientos ávidos.
Jesús
señala a Judas cuando moja en el plato, lo cual significaba que podría haber
delatado a cualquier otro, pero que para aquél sólo significó el sello de su
ruina. Es realmente así en la medida de cada favor de Dios vertido dentro de un
corazón que lo rechaza. Después de mojar el pan, Satanás entra en Judas. Impío
desde el principio al ser codicioso, y cediendo de costumbre a las tentaciones
ordinarias, aunque estaba con Jesús, endureció el corazón contra el efecto de
esa gracia que siempre estaba ante sus ojos, cedió a la sugerencia del enemigo
y se hizo el instrumento de los sumos sacerdotes para entregar al Señor. Él
sabía lo que ellos querían, y fue a ofrecérselo. Cuando a causa de su larga
familiaridad con la gracia y la presencia de Jesús, al tiempo que se deleitaba
en el pecado, para Judas perdieron totalmente su influencia la gracia y el
pensamiento de la Persona de Cristo, quedando en un estado de insensibilidad al
entregarle. El conocimiento que tenía del poder del Señor le ayudó a
entregarse al diablo, y ello fortaleció la tentación de Satanás, pues
evidentemente estaba seguro de que Jesús tendría nuevamente éxito escapándose
de las manos de Sus enemigos; y por lo que hacía al poder, Judas tenía razón
al pensar que podía haber hecho así. Pero ¿qué sabía él de los
pensamientos de Dios? Todo era oscuridad, moralmente, en su alma.
Y
ahora, después de este último testimonio, que fue tanto una señal de la
gracia como un testimonio del verdadero estado de su corazón, insensible a este
testimonio –como queda expresado en el Salmo que aquí se cumple–, Satanás
entra en él, tomando posesión de su ser hasta el punto de volverlo insensible
hacia todo lo que podría haberle hecho sentir, aun como hombre, la horrenda
naturaleza de lo que iba a hacer; y le enflaqueció así al llevar a cabo este
mal, de modo que ni su conciencia ni su corazón fueran despertados en el acto
de cometerlo. ¡Terrible condición! Satanás le poseyó, hasta que se vio
obligado a dejarle al juicio del cual no podía ocultarse, y el cual será suyo
en el momento indicado por Dios –un juicio que se manifestó a la conciencia
de Judas cuando el mal fue hecho, demasiado tarde –y el sentimiento que se
muestra mediante una desesperación que su relación con Satanás sólo hacía
aumentar–, pero el cual es obligado a dar testimonio de Jesús ante aquellos
que sacaron rendimiento de su pecado y se burlaron de su angustia. Pues la
desesperación va en pos de la verdad; el velo es rasgado; deja de existir el
autoengaño; la conciencia queda descubierta ante Dios, pero es delante de Su
juicio. Satanás no engañará allí; y no la gracia, sino la perfección de
Cristo, será la que se revelará. Judas rindió testimonio de la inocencia de
Jesús, como hizo el ladrón en la cruz. Es así que la muerte y la destrucción
oyeron la fama de Su sabiduría: sólo Dios lo sabe (Job 28:22, 23).
Jesús
conocía su condición. No fue sino el cumplimiento de aquello que Él iba a
hacer, por medio de uno para quien no había ya esperanza. «Lo que haces»,
dijo Jesús, «hazlo rápido». ¡Pero qué palabras cuando las oímos de labios
de Aquel que era el mismo amor! Sin embargo, los ojos de Jesús no se fijaban en
Su propia muerte. Él está solo. Nadie, ni siquiera Sus discípulos, tuvieron
ninguna parte con Él. Ellos no podían seguirle adonde Él iba, más que los
propios judíos. ¡Solemne pero gloriosa hora! Un Hombre que iba a encontrarse
con Dios en donde el hombre quedaba separado de Dios –iba a encontrarlo en el
juicio. Esto, de hecho, es lo que Él dice, tan pronto como Judas sale fuera. La
puerta que Judas cerró tras de sí separó a Cristo de este mundo.
«Ahora»,
dice Él, «es glorificado el Hijo del Hombre». Esto lo dijo cuando llegaron
los griegos, pero cuando se trataba de la gloria venidera –Su gloria como
cabeza de todos los hombres, y, de hecho, de todas las cosas. Pero esto aún
estaba por llegar, y Él dijo «Padre, glorifica tu nombre». Jesús debía
morir. Era aquello lo que glorificaba el nombre de Dios en un mundo de
pecado. Era la gloria del Hijo del Hombre para llevarla a cabo allí, donde todo
el poder del enemigo, y el juicio de Dios sobre el pecado, se manifestaron.
Donde la cuestión quedó moralmente zanjada, donde Satanás –en su poder
sobre el hombre pecador, el hombre bajo el pecado, plenamente desarrollado en
odio abierto contra Dios– y Dios se encontraron, no como en el caso de Job,
instrumento en las manos de Dios para la disciplina, sino para justicia, aquello
en lo que Dios estaba contra el pecado, pero aquello en lo que, en virtud del
ofrecimiento de Cristo, todos Sus atributos serían ejercitados y glorificados,
y por los cuales, de hecho, a través de lo que tuvo lugar, siendo glorificadas
todas las perfecciones de Dios al manifestarse por medio de Jesús, o por medio
de aquello que Jesús hizo y padeció.
Estas
perfecciones fueron directamente desplegadas en Él, hasta donde alcanzó la
gracia. Pero ahora que la oportunidad del ejercicio de todas ellas había sido
provisto, al tomar Él un lugar que le sometió a la prueba conforme a los
atributos de Dios, Su perfección divina podía manifestarse a través del
hombre en Jesús allí donde Él permanecía en el sitio del hombre; y –hecho
pecado, gracias sean dadas a Dios, para el pecador–, Dios fue glorificado en
Él. Démonos cuenta de lo que hallamos en la cruz: el poder entero de Satanás
sobre los hombres; Jesús solitario y excluido; el hombre en declarada enemistad
hacia Dios en el rechazo de Su Hijo; Dios manifestado en gracia: luego en
Cristo, como Hombre, el amor perfecto hacia Su Padre y obediencia perfecta, y
ello en el lugar del pecado –pues la perfección del amor a Su Padre y la
obediencia fueron cuando Él estaba como pecado ante Dios en la cruz. Entonces
la majestad de Dios fue mejorada, glorificada (Heb. 2:10). Su justicia perfecta
contra el pecado como el Santo; pero en ella Su amor perfecto a los pecadores al
dar a Su Hijo unigénito. Pues por ello conocemos nosotros el amor. Resumiendo:
en la cruz hallamos al hombre en la maldad absoluta –el odio de lo que era
bueno; el pleno poder de Satanás sobre el mundo –el príncipe de este mundo;
el hombre en la perfecta bondad, obediencia, y el amor al Padre a todo coste
para Él mismo; Dios en justicia absoluta, infinita contra el pecado, y en amor
infinito y divino para el pecador. El bien y el mal fueron plenamente zanjados
para siempre, y la salvación efectuada, el fundamento de los nuevos cielos y
tierra nueva puesto. Bien podemos decir «Ahora es el Hijo del Hombre
glorificado en Él.» Completamente deshonrado en el primero, Él es
infinitamente más glorificado en el Segundo, y por tanto pone al Hombre
(Cristo) en la gloria, e inmediatamente, no espera al reino. Pero éste requiere
algunas palabras más concretas, pues la cruz es el centro del universo, según
Dios, la base de nuestra salvación y nuestra gloria, y la brillante manifestación
de la propia gloria de Dios, el centro de la historia de la eternidad.
El
Señor dijo, cuando los griegos desearon verle, que la hora había llegado para
que el Hijo del Hombre fuese glorificado. Él habló a la sazón de Su gloria
como Hijo del Hombre, la gloria que tomaría bajo ese título. Él sintió
realmente que a fin de introducir a los hombres en esa gloria, debía pasar por
la muerte. Pero Él quedó absorto por algo que separaba Sus pensamientos de la
gloria y del sufrimiento –el deseo que poseía Su corazón de que Su Padre
fuese glorificado. Todo había llegado ahora al punto en que esto tenía que
consumarse; y el momento llegó cuando Judas –sobrepasando los límites de la
justa y perfecta paciencia de Dios– salió, dando rienda suelta a su
iniquidad, para consumar el crimen que conduciría al maravilloso cumplimiento
de los consejos de Dios.
En
Jesús sobre la cruz, el Hijo del Hombre ha sido glorificado de una manera más
admirable que lo será incluso para la gloria positiva que pertenece a Él bajo
este título. Sabemos que será vestido con esa gloria, pero en la cruz, el Hijo
del Hombre llevó todo lo que fue necesario para la perfecta manifestación de
toda la gloria de Dios. Todo el peso de esa gloria fue presentado para que Él
lo llevara sobre Sí, para someterle bajo la prueba, para que se evidenciara si
podía Él soportarlo, verificarlo y exaltarlo; y ello presentándolo en el
lugar donde, salvo por esto, el pecado ocultaba esa gloria, y, por decirlo así,
le dio impíamente la mentira. ¿Era capaz el Hijo del Hombre de entrar en tal
lugar, de acometer una tarea así, llevarla a cabo y mantener Su lugar sin
fracasar hasta el final? Esto es lo que Jesús hizo. La majestad de Dios tenía
que vindicarse contra la rebelión insolente de Su criatura; Su verdad, la cual
le amenazó con la muerte, había de ser mantenida; Su justicia establecida
contra el pecado –¿quién podía soportarla?, y al mismo tiempo, Su amor
plenamente demostrado. Teniendo aquí Satanás todos sus malogrados derechos,
obtenidos por nuestro pecado, Cristo –perfecto como Hombre, solo, separado de
todos los hombres, en obediencia, y teniendo como Hombre un objeto únicamente
–la gloria de Dios, divina y perfecta– sacrificándose para este propósito.
Su justicia, Su majestad, Su verdad, Su amor fueron todos verificados en la cruz
como lo fueron en Sí mismo, y revelados solamente allí; y esto con respecto al
pecado.
Dios
puede ahora actuar libremente, conforme a aquello que Él es conscientemente a Sí
mismo, sin ningún otro atributo entorpeciendo u oscureciendo el otro. La verdad
condenó al hombre a la muerte, y la justicia condenó para siempre al pecador,
demandando la majestad la ejecución de la sentencia. ¿Dónde, entonces, estaba
el amor? Si el amor, tal como lo concebía el hombre, tenía que pasar todo por
alto, ¿dónde estarían Su majestad y Su justicia? Asimismo, esto no podía
ser; ni hubiera sido entonces amor, sino indiferencia hacia el mal. Por medio de
la cruz, Él es justo, y Él justifica en gracia; Él es amor, y en este amor Él
otorga Su justicia al hombre. La justicia de Dios toma el lugar del pecado del
hombre para el creyente. La justicia, así como el pecado del hombre,
desaparecen ante la luz clara de la gracia, y no oscurece la soberana gloria de
una gracia como ésta hacia el hombre, quien estaba realmente alienado de Dios.
¿Y
quién llevó a cabo esto? ¿Quién estableció así la gloria de Dios –en
cuanto a su manifestación, y el mejorarla donde había estado, en cuanto al
estado de cosas, comprometida por el pecado? Fue el Hijo del Hombre. Por lo
tanto, Dios le glorifica con Su propia gloria; pues fue de hecho esa gloria que
Él estableció e hizo digna, cuando ante Sus criaturas fue borrada por el
pecado –no podía ser así en sí misma. Y no sólo fue restablecida, sino que
además fue realizada de modo tal que no hubiera podido serlo por otros medios.
Nunca fue el amor como el don del Hijo de Dios para los pecadores; nunca la
justicia –para la cual el pecado es insoportable– fue como aquella que no
escatimó al Hijo de Dios cuando llevó el pecado sobre Sí mismo; y nunca la
majestad como aquella que sostuvo el Hijo de Dios mismo, responsable por toda la
trascendencia de sus exigencias (comparar Heb. 2). Jamás la verdad como
aquella, que no cedió ante la necesidad de la muerte de Jesús. Ahora conocemos
a Dios. Siendo glorificado en el Hijo del Hombre, se glorifica Él en Sí mismo.
Pero, consecuentemente, no espera el día de Su gloria con el hombre, conforme
al pensamiento del capítulo 12. Dios le llama a Su propia diestra, y le hace
sentarse allá en seguida, y solo. ¿Quién podría estar allí –salvo en espíritu–
sino Él? Aquí Su gloria está relacionada con aquello que Él podía hacer
solo –con aquello que puede haber hecho en solitario; y de lo cual Él tendrá
el fruto solo con Dios, pues Él era Dios.
Otras
glorias vendrán a su debido tiempo. Él las compartirá con nosotros, aunque en
todo Él tenga la preeminencia. Aquí Él está, y debe estarlo siempre, solo
–es decir, en aquello que es personal de Sí mismo. ¿Quién compartió la
cruz con Él, sufriendo por el pecado, y cumpliendo la justicia? Nosotros, en
realidad, la compartimos con Él en lo que respecta al sufrimiento por causa de
la justicia, y por el amor de Él y Su pueblo, hasta la muerte; y así
participaremos también de Su gloria. Pero es evidente que no podíamos
glorificar a Dios por el pecado. Aquel que no conoció pecado, podía ser hecho
pecado solo. Solamente El Hijo de Dios pudo soportar esta carga.
En
este sentido, el Señor –cuando Su corazón halló el alivio derramando estos
gloriosos pensamientos, estos maravillosos consejos– se dirigió a Sus discípulos
con afecto, contándoles que su relación con Él aquí abajo pronto terminaría,
que Él marchaba adonde ellos no podían seguirle, más de lo que pudieran
hacerlo los judíos incrédulos. El amor fraternal tenía, en cierto sentido,
que tomar Su lugar. Tenían que amarse los unos a los otros como Él los había
amado, con un amor superior a las faltas de la carne en sus hermanos –amor
fraternal de gracia en estos aspectos. Si la columna principal era tomada de
ellos, en la cual todos se reclinaban, ellos tendrían que soportarse
mutuamente, aunque no por sus propios medios. Y así serían conocidos los discípulos
de Cristo.
capítulo 14
El
Señor comienza ahora el discurso con ellos, en vista de Su partida. Él se
marchaba donde ellos no podían ir. Para el ojo humano, ellos serían dejados
solos sobre la Tierra. Es por el sentimiento de esta aparente condición de
soledad que el Señor toma la palabra, mostrando que Él era un objeto
para la fe, igual que Dios lo era. Al hacer esto, Él les descubre toda la
verdad con respecto a su condición. Su obra no es el asunto que trata, sino la
posición de ellos en virtud de esa obra. Su Persona debería haber sido para
ellos la llave a esa posición, y es lo que iba a ser ahora. El Espíritu Santo,
el Consolador, el cual iba a venir, sería el poder por el que ellos la
disfrutarían, y más todavía.
A
la pregunta de Pedro «Señor, ¿dónde habitas?» el Señor le responde. Sólo
cuando el deseo de la carne intenta entrar en la senda en la que Jesús entraba,
el Señor no podía por menos que decir que la fortaleza de la carne para nada
aprovecha; pues, de hecho, él se propuso seguir a Cristo en la muerte. ¡Pobre
Pedro!
Cuando
el Señor escribió la sentencia de muerte sobre la carne para nosotros, revelándonos
su impotencia, Él puede entonces (cap. 14) revelar aquello que está más allá
por la fe; y aquello que nos pertenece a través de Su muerte, devuelve su luz,
y nos enseña quién era Él, aun estando sobre la Tierra, y siempre antes de
que el mundo fuese. Él regresaba al lugar del que vino. Pero comienza con Sus
discípulos donde éstos estaban, y cubre la necesidad de sus corazones explicándoles
de qué manera –mejor en cierto sentido, que siguiéndole a Él aquí abajo–
ellos estarían con Él cuando se ausentara. Ellos no vieron a Dios físicamente
presente entre ellos: para gozar de esta presencia, creyeron en Él. Había de
ocurrir lo mismo con respecto a Jesús. Ellos tenían que creer en Él. No los
abandonaba al marcharse de ellos, como si solamente hubiera lugar para Él en la
casa del Padre –alude al templo como figura. Había lugar para todos ellos. El
marchar allí, era todavía Su pensamiento –Él no está allí como el Mesías.
Le vemos en las relaciones en las que permaneció conforme a las verdades
eternas de Dios. Él siempre tenía en mente Su partida. Caso de no haber habido
lugar para ellos, Él no se lo habría contado. Su lugar estaba con Él. Pero se
marchaba a prepararles este lugar. Sin presentar allí la redención, y presentándose
Él como el nuevo hombre conforme al poder de esa redención, no había lugar
habilitado en el cielo. Él entra en el cielo en el poder de esa vida que los
introduciría a ellos también. Pero no marcharían solos para unirse con Él,
ni Él se uniría a ellos aquí abajo. El cielo, no la Tierra, era la cuestión.
Ni tampoco mandaría llamarlos por medio de otros, sino que como aquellos que
tanto estimaba, Él mismo vendría a buscarlos, y los recibiría a Sí mismo,
que donde Él estaba pudieran ellos estar también. Él vendría desde el trono
del Padre; allí, por supuesto, no pueden sentarse ellos; pero Él los recibirá
allí, donde permanecerá en gloria delante del Padre. Iban a estar con Él
–una posición mucho más excelente que el permanecer aquí abajo, incluso
siendo el Mesías en gloria sobre la Tierra.
Habiéndoles
dicho adónde iba, es decir, a Su Padre –y hablando conforme al efecto de Su
muerte para ellos–, les explica que ellos sabían a dónde iba, y el camino.
Él marchaba al Padre, y ellos vieron al Padre al haberlo visto a Él. Así,
habiendo visto al Padre, conocían el camino; pues cuando venían a él, venían
al Padre, quien estaba en Él así como Él estaba en el Padre. Él mismo era,
entonces, el camino. Por lo tanto, recrimina a Felipe que le hayan conocido aún.
Había estado tiempo con ellos, como la revelación en Su propia Persona del
Padre, y debieron haberle conocido, y ver que Él estaba en el Padre, y el Padre
en Él, y así haber conocido adonde Él marchaba, pues era al Padre. Les había
declarado el nombre del Padre, y si eran incapaces de ver al Padre en Él, o ser
convencidos de ello por Sus palabras, deberían haberlo sabido por Sus obras,
pues el Padre que habitaba en Él era quien hacía las obras. Esto dependía de
Su Persona, estando todavía en el mundo; pero una prueba sorprendente estaba
relacionada con Su partida. Después de que se fuera, ellos harían obras aún
mayores que las que hizo Él, porque actuarían en relación con Su mayor
proximidad al Padre. Esto era un requisito para Su gloria. Hasta carecía de límites.
Él los situó en una relación inmediata con el Padre por el poder de Su obra y
de Su nombre; y cualquier cosa que ellos pidieran al Padre en Su nombre, Cristo
mismo lo haría para ellos. Su petición sería oída y ofrecida por el Padre
–mostrando qué proximidad había conseguido para ellos; y Él (Cristo) haría
todo lo que le pidieran. Pues el poder del Hijo no era, y no podía ser,
limitado para la voluntad del Padre; no había límite a Su poder.
Pero
esto condujo a otro asunto. Si ellos le amaban, tenían que demostrarlo, no en
lamentos, sino en guardar Sus mandamientos. Tenían que caminar en obediencia.
Esto caracteriza al discipulado hasta el momento presente. El amor desea estar
con Él, pero se muestra a sí mismo obedeciendo Sus mandamientos. Pues Cristo
también tiene un derecho a mandar. Por otra parte, Él procuraría por el bien
de ellos desde arriba, y se les ofrecería otra bendición; esto es, el Espíritu
Santo mismo, el cual nunca los abandonaría, como Cristo tampoco lo haría. El
mundo no supo recibirle. Cristo, el Hijo, fue mostrado a los ojos del mundo, y
debió haber sido recibido por él. El Espíritu Santo actuaría, siendo
invisible; pues por el rechazo de Cristo, todo terminó con el mundo en sus
relaciones naturales y creacionales con Dios. Pero el Espíritu Santo sería
dado a conocer por los discípulos. Él no sólo permanecería con ellos, como
Cristo no podía, sino que estaría en ellos, no con ellos como Él era. El Espíritu
Santo no sería visto entonces o conocido por el mundo.
Hasta
ahora, en Su discurso, Él condujo a los discípulos a seguirle –en espíritu–
arriba, a través del conocimiento cuya familiarización con el mismo les
revelaba el lugar adonde Él iba, y este camino. Él mismo era el camino, como
hemos visto. Él mismo era la verdad, en la revelación –y una revelación
perfecta– de Dios y de la relación del alma a Él; y, realmente, de la
condición verdadera y carácter de todas las cosas, al manifestar la luz
perfecta de Dios en Su propia Persona que le reveló. Él era la vida, en que
Dios y la verdad podían así ser conocidos. Los hombres venían a través de Él.
Éstos hallaron al Padre revelado en Él; y ellos poseyeron en Él aquello que
les capacitaba gozar, y en la aceptación a la que ellos de hecho llegaron, del
Padre.
Pero
ahora, no es lo objetivo aquello que Él presenta, ni el Padre en Él –al cual
deberían haber conocido ellos– ni Él en el Padre, cuando estuvo aquí abajo.
Él no eleva los pensamientos de ellos al Padre a través de Sí mismo y en Sí
mismo, y Él en el Padre en el cielo. Les presenta aquello que les sería dado
aquí abajo –la corriente de bendición que manaría para ellos en este mundo,
en virtud de aquello que Jesús era, y lo que era para ellos, en el cielo. Una
vez presentado el Espíritu Santo como enviado, el Señor dice «No os dejaré
huérfanos, vendré a vosotros». Su presencia, en espíritu aquí abajo, es el
consuelo de Su pueblo. Ellos le verían, y esto es mucho más cierto que verle a
Él con los ojos de la carne. Sí, más cierto; es conocerle de un modo mucho más
real, aunque por la gracia ellos hubieran creído en Él como el Cristo, el Hijo
de Dios. Y además, esta visión espiritual de Cristo a través del corazón, y
la presencia del Espíritu Santo, está relacionada con esta vida. «Porque yo
vivo, vosotros también viviréis». Le vemos, porque tenemos vida, y esta vida
es en Él, y Él en esta vida. «Esta vida está en el Hijo». Es igual de
certera que su duración. Se deriva de Él. Porque Él vive, nosotros
viviremos. Nuestra vida es, en todo, la manifestación de Aquel que es nuestra
vida. Como el apóstol lo expresa: «Que la vida de Jesús pueda manifestarse en
nuestros cuerpos mortales». ¡Ay!, la carne se resiste, pero ésta es nuestra
vida en Cristo.
Esto
no es todo. Habitando el Espíritu Santo en nosotros, sabemos que estamos en
Cristo55.
«Aquel día sabréis que yo soy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en
vosotros». No es «El Padre en mí [lo cual, no obstante, es siempre cierto] y
yo en Él» –palabras, la primera de las cuales, aquí omitida, expresa la
realidad de Su manifestación del Padre sobre la Tierra. El Señor solamente
expresa aquello que pertenece a Su ser real y divino de ser Uno con el Padre «Yo
soy en mi Padre». Es esta última parte de la verdad –implícita, sin duda,
en la otra cuando se comprende bien–, de la que habla el Señor. No podía ser
realmente así; pero podría pensarse tal cosa como una manifestación de Dios
en un hombre sin ser este hombre realmente Dios –verdaderamente Dios en Sí
mismo–, que es menester decir también que Él es en el Padre. La gente sueña
en estas cosas; hablan de la manifestación de Dios en la carne. Hablamos de
Dios manifestado en carne. Pero aquí es obviada toda ambigüedad. Él era en el
Padre, y es esta parte de la verdad la cual se repite aquí; añadiendo que, en
virtud de la presencia del Espíritu Santo, mientras los discípulos debían
conocer plenamente a la divina Persona de Jesús, deberían conocer además que
ellos mismos eran en Él. Aquel que está unido al Señor, es un espíritu. Jesús
no dijo que deberían haber conocido esto mientras estaba Él con ellos sobre la
Tierra. Deberían haber sabido que el Padre era en Él, y Él en el Padre. Pero
en eso, Él estaba solo. Los discípulos, sin embargo, habiendo recibido al Espíritu
Santo, debieron conocer que ellos eran uno con Él –una unión de la que el
Espíritu Santo es la fuerza y el vínculo. La vida de Cristo mana de Él en
nosotros. Él es en el Padre, nosotros en Él, y Él también en nosotros,
conforme al poder de la presencia del Espíritu Santo.
Éste
es el sujeto de la fe común, cierta en todos. Pero existe una guardia constante
y un gobierno, y Jesús se manifiesta a nosotros en relación con, y de una
manera dependiente de, nuestro caminar. Aquel que tiene en cuenta la voluntad
del Señor, la posee y la observa. Un buen hijo no sólo obedece cuando
conoce la voluntad de su padre, sino que adquiere el conocimiento de esa
voluntad escuchándola. Éste es el espíritu de obediencia en amor. Si actuamos
así con respecto a Jesús, el Padre, quien toma nota de todo lo que se refiere
a Su Hijo, nos amará. Jesús nos amará también, y se manifestará a nosotros.
Judas (no el Iscariote) no comprendió esto porque no veía más lejos de una
manifestación corporal de Cristo, igual que la podía percibir el mundo. Jesús
añade por tanto, que el discípulo verdaderamente obediente –y aquí Él
habla más espiritualmente y de modo más general de Su Palabra, no meramente de
Sus mandamientos– sería amado por el Padre, y que el Padre y Él mismo vendrían
y harían morada con él. Así que, si hay obediencia mientras esperamos el
momento en que iremos a vivir con Jesús en la presencia del Padre, Él y el
Padre habitan en nosotros. El Padre y el Hijo se manifiestan en nosotros, en
quienes el Espíritu Santo habita, igual que el Padre y el Espíritu Santo
estaban presentes cuando el Hijo estaba aquí abajo –no podía ser de otra
manera, pues Él era el Hijo, y nosotros sólo vivimos por Él –el Espíritu
Santo habitando sólo en nosotros. Pero con respecto a estas Personas gloriosas,
no están desunidas. El Padre hizo las obras en Cristo, y Jesús echó fuera a
los demonios por el Espíritu Santo; sin embargo, el Hijo obró. Si el Espíritu
Santo está en nosotros, el Padre y el Hijo vienen y hacen Su morada en
nosotros. Solamente se observará aquí que hay un gobierno. Somos, conforme a
la vida nueva, santificados para la obediencia. No se trata aquí del amor de
Dios en gracia soberana hacia un pecador, sino de los tratos del Padre con Sus
hijos. Por lo tanto, es en el camino de la obediencia donde se hallan las
manifestaciones del amor del Padre y de Cristo. Amamos, no acariciamos, a
nuestros revoltosos hijos. Si afligimos el Espíritu, Él no será en nosotros
el poder de la manifestación a nuestras almas del Padre y del Hijo en comunión,
sino que más bien actuará en nuestras conciencias en convicción, aunque dándonos
el sentido de la gracia. Dios puede restaurarnos por Su amor, y testificar a
nuestras conciencias cuando nos hayamos desviado; pero la comunión es en la
obediencia. Por último, Jesús tenía que ser obedecido; pero fue la Palabra
del Padre a Jesús, observémoslo bien, como Él fue aquí abajo. Sus palabras
eran las palabras del Padre.
El
Espíritu Santo rinde testimonio de aquello que Cristo era, así como de Su
gloria. Es la manifestación de la vida perfecta de Hombre, y de Dios en Hombre,
del Padre en el Hijo –la manifestación del Padre por el Hijo, que está en Su
seno. Tales eran las palabras del Hijo aquí abajo. Y cuando hablamos de Sus
mandamientos, no es solamente la manifestación de Su gloria por el Espíritu
Santo cuando Él está en lo alto, y sus resultados, sino que Sus mandamientos,
cuando Él los dijo aquí y habló las palabras de Dios. Pues Él no tenía al
Espíritu Santo por medida para que Sus palabras hubieran sido entremezcladas, y
en parte imperfectas, o cuando menos no divinas. Él fue verdaderamente Hombre,
y siempre un Hombre; pero fue Dios manifestado en carne. El antiguo mandamiento
del principio es nuevo, puesto que esta misma vida, que se expresó en Sus
mandamientos, ahora nos mueve y nos anima –cierto de Él y de nosotros
(comparar 1 Juan 2). Los mandamientos son aquellos del Hombre Cristo, pero son
los de Dios y las palabras del Padre, de acuerdo a la vida que se ha manifestado
en este mundo en la Persona de Cristo. Éstas expresan en Él, y forman y
dirigen en nosotros, esa vida eterna que estaba con el Padre, y la cual ha sido
manifestada a nosotros en el hombre –en Aquel que los apóstoles podían ver,
escuchar y tocar; y cuya vida poseemos nosotros en Él. Sin embargo, el Espíritu
Santo nos ha sido dado para llevarnos a toda la verdad, según este mismo capítulo
de la epístola de Juan «Tenéis la unción del Santo, y sabéis todas las
cosas».
Dirigir
la vida es algo diferente de conocer todas las cosas. Las dos van relacionadas,
porque caminando de acuerdo a esa vida, no afligimos al Espíritu, y estamos en
la luz. Para dirigir la vida, allí donde existe, no es lo mismo que dar una ley
impuesta sobre el hombre en la carne –de manera justa, no lo dudo–, prometiéndole
la vida si guardaba estos mandamientos. Ésta es la diferencia entre los
mandamientos de Cristo y la ley; no en cuanto a la autoridad –la autoridad
divina es siempre igual en sí misma– sino que la ley ofrece la vida, y es
dirigida al hombre responsable en la carne ofreciéndole esta vida como
resultado. Los mandamientos de Cristo expresan y dirigen la vida de uno que vive
por el Espíritu, en relación con su ser en Cristo, y Cristo en él. El Espíritu
Santo –quien, además de esto, enseña todas las cosas– traía a la memoria
los mandamientos de Cristo –todas las cosas que Él les había dicho. Es la
misma cosa detallada, por Su gracia, con los cristianos individualmente ahora.
Finalmente,
el Señor, en medio de este mundo, dejó la paz a Sus discípulos, dándoles Su
propia paz. Es cuando se marchaba, y en la plena revelación de Dios, que Él
podía decirles esto, pues Él la poseía a pesar del mundo. Había pasado por
la muerte y la bebida amarga de aquella copa quitó los pecados para ellos,
destruyó el poder del enemigo en la muerte, hizo propiciación glorificando
absolutamente a Dios. La paz fue hecha, para ellos ante Dios, y todo en lo cual
fueron introducidos –la luz tal como Él era, a fin de que esta paz fuera
perfecta en la luz; y perfecta en el mundo, porque los llevaba a una relación
con Dios que el mundo no podía siquiera tocar, ni alcanzar su fuente de gozo.
Además, Jesús cumplió esto para ellos de manera que al ofrecérselo, les dio
la paz que Él mismo tenía con el Padre, y en la que, consecuentemente,
caminaba Él en este mundo. El mundo da una parte de sus bienes mientras no
renuncia a la masa, pero lo que da, lo deja de poseer. Cristo nos introduce en
el gozo de aquello que es Suyo –Su propia posición delante del Padre56.
El mundo no da ni puede dar de esta manera. ¡Qué perfecta debe haber sido esta
paz, la cual Él gozó con el Padre –esa paz que Él da a nosotros– a los
Suyos!
Resta
aún un pensamiento precioso –una prueba de gracia inefable en Jesús. Él
considera nuestro afecto, y ello de manera personal para Sí mismo, que les dice
«Si me amarais, os gozaríais, porque os dije que voy al Padre». Él nos hace
interesarnos en Su propia gloria, en Su felicidad, y, en ello, para hallar la
nuestra.
¡Precioso
y buen Salvador, nos alegramos sinceramente que Tú sufrieras tanto por
nosotros, y que hayas llevado a término todas las cosas, que estés reposando
con Tu Padre, cualquiera sea el amor activo hacia nosotros! ¡Ojalá te conociéramos
y te amáramos mejor! Pero todavía podemos decir de todo corazón: ¡ven
pronto, Señor! Deja una vez más el trono de Tu reposo y de Tu gloria personal,
para venir y tomarnos a Ti mismo, que todo pueda cumplirse también para
nosotros, que podamos estar contigo en la luz del semblante de Tu Padre, y en Su
casa. Tu gracia es infinita, pero Tu presencia y el gozo del Padre será el
descanso de nuestros corazones, y nuestro gozo eterno.
Aquí
el Señor concluye esta parte de Su discurso57.
Él les mostró en general todo lo que se desprendía de Su partida y de Su
muerte. La gloria de Su Persona, atención, es siempre aquí el sujeto; pues,
aun con respecto a Su muerte, se dice «Ahora es el Hijo del Hombre glorificado».
No obstante, Él les había prevenido acerca de ello, para que fortaleciera y no
debilitara su fe, pues no hablaría ya mucho con ellos. El mundo estaba bajo el
poder del enemigo, y éste venía: no porque tuviera algo en Cristo –no tenía
nada– por tanto no tenía siquiera el poder de la muerte sobre Él. Su muerte
no fue el resultado del poder de Satanás sobre Él, sino que por ella mostró
al mundo que Él amaba al Padre, y que le era obediente, cualquiera fuese el
coste. Esto fue perfección absoluta en el Hombre. Si Satanás era el príncipe
de este mundo, Jesús no intentó mantener en él Su gloria de Mesías. Pero
mostró al mundo, allí donde estaba el poder de Satanás, la plenitud de la
gracia y de la perfección en Su propia Persona, a fin de que el mundo pudiera
olvidarse de sí (si puedo valerme de tal expresión), al menos aquellos que tenían
oídos para oír.
El
Señor luego cesa de hablar, y sigue adelante. Ya no se encuentra sentado con
los Suyos, como si fueran de este mundo. Se levanta y se va del lugar.
Aquello que dijimos de los mandamientos del Señor, dados durante Su tránsito aquí abajo –un pensamiento que será ampliado en los sucesivos capítulos–, nos ayuda mucho a comprender todo el discurso del Señor aquí hasta el final del capítulo 16. El asunto está dividido en dos partes principales: la acción del Espíritu Santo cuando el Señor se fuera, y la relación de los discípulos para con Él durante Su estancia sobre la Tierra. Por un lado, aquello que derivó de Su exaltación a la diestra de Dios –lo que le elevó sobre la cuestión del judío y el gentil–; y por otra parte, aquello que dependía de Su presencia sobre la Tierra, centrando necesariamente todas las promesas en Su propia Persona, y las relaciones de los Suyos consigo mismo, vistas en relación con la Tierra y ellos mismos en estas relaciones, hasta cuando estuviera Él ausente. Había, en consecuencia, dos clases de testimonio: el del Espíritu Santo, propiamente hablando –es decir, aquello que Él reveló en referencia a Jesús en lo alto–; y el de los discípulos mismos, como testigos oculares de todo lo que vieron y oyeron de Jesús sobre la Tierra (cap. 15:26, 27). No que por este propósito estuviesen ellos desprovistos de la ayuda del Espíritu Santo enviado desde el cielo. Él les trajo el recuerdo de aquello que fue Jesús, y de lo que habló, mientras estuvo sobre la Tierra. Por lo tanto, en el pasaje que estuvimos leyendo, se describe Su obra de la siguiente manera (cap. 14:26): «Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todas las cosas que os dije» (comparar vers. 25). Las dos obras del Espíritu Santo son aquí presentadas. Jesús habló de muchas cosas con ellos. El Espíritu Santo les enseñaría todas las cosas; además, Él les evocaría todo lo que había dicho Jesús. En el capítulo 16:12, 13, Jesús les explica que Él tenía muchas cosas que decir, pero que no podían llevarlas. Más tarde, el Espíritu de verdad los conduciría a toda la verdad. Él no hablaría de Sí, sino que todo lo que escuchara, aquello es lo que Él hablaría. Él no era como un espíritu personal, que hablase por su propia cuenta. Uno con el Padre y el Hijo, y descendido para revelar la gloria y los consejos de Dios, todas Sus comunicaciones serían relacionadas con ellos, revelando la gloria de Cristo ascendido en lo alto –de Cristo, a quien pertenecía todo lo que el Padre poseía. Aquí no se trata de recordar todo lo que Jesús dijo sobre la Tierra, y con la plena gloria de Jesús, de lo contrario se referiría a los propósitos venideros de Dios. Volveremos a este asunto más tarde. He dicho estas cuantas palabras para marcar las distinciones que he señalado.
El
comienzo de este capítulo, y de aquello que se refiere a la vid, concierne a la
porción terrenal –a aquello que Jesús fue sobre la Tierra–, a Su relación
con Sus discípulos sobre la Tierra, y no rebasa esta posición.
«Yo
soy la vid verdadera». Jesús había plantado una viña sacada fuera de Egipto
(Salmo 80:8). Ésta es Israel según la carne; pero no era la verdadera Vid. La
verdadera Vid era Su Hijo, al cual sacó fuera de Egipto –Jesús58.
Él se presenta así a Sus discípulos. Aquí no es aquello que Él será después
de Su partida; Él fue esto sobre la Tierra, y solamente sobre ella. No estamos
hablando de plantar viñas en el cielo, ni de podar allí las ramas.
Los
discípulos hubieran considerado al Señor como la rama más excelente de la
Vid; pero así, sólo habría sido un miembro de Israel, mientras que Él mismo
era el recipiente, la fuente de bendición, conforme a las promesas de Dios. La
vid verdadera, por lo tanto, no es Israel; bien al contrario, es Cristo en
contraste con Israel, pero Cristo plantado sobre la Tierra, tomando el lugar de
Israel, como la Vid verdadera. El Padre cultiva esta planta,
evidentemente sobre la Tierra. No hay necesidad de ningún labrador en el cielo.
Aquellos que están unidos a Cristo, como el remanente de Israel, los discípulos,
son los que necesitan este cultivo. Es sobre la Tierra donde se espera una
producción de fruto. El Señor dice por tanto a ellos; «Vosotros ya estáis
limpios, por la palabra que os he hablado». «Vosotros sois los pámpanos».
Judas, si podemos decirlo quizás, fue quitado como pámpano, así como los discípulos
que no caminaron más con Él. Los demás serían probados y purificados, para
que llevaran más fruto.
No
dudo de que esta relación, en principio y en una analogía general, todavía
subsista. Aquellos que hacen una profesión uniéndose a Cristo a fin de
seguirle, serán, si hay vida, purificados; si no, aquello que aun tienen, les
será quitado. Obsérvese por lo tanto aquí, que el Señor habla solamente de
Su Palabra –la del verdadero profeta– y del juicio, sea ya en disciplina o
al cortar. Consecuentemente, Él no habla del poder d Dios, sino de la
responsabilidad del hombre –una responsabilidad que el hombre no será
ciertamente capaz de afrontar sin la gracia, pero que tiene no obstante ese carácter
de responsabilidad personal aquí.
Jesús
era la fuente de toda su fortaleza. Ellos tenían que permanecer en Él. Así
–pues éste es el orden– Él permanecería en ellos. Hemos visto esto en el
capítulo 14. Él no habla aquí del soberano ejercicio del amor en salvación,
sino del gobierno de los hijos por Su Padre; de modo que la bendición depende
del caminar (vers. 21, 23). Aquí el labrador busca fruto; pero la enseñanza
ofrecida presenta una completa dependencia de la vid como el medio de
producirlo. Y Él muestra a los discípulos que, caminando sobre la Tierra, serían
podados por el Padre, y nadie –pues en el versículo 6 Él cambia
cuidadosamente de expresión, porque conocía a los discípulos y los había
declarado ya limpios– que no llevara fruto, sería cortado. El asunto tratado
no es el de la relación con Cristo en el cielo por el Espíritu Santo, sino de
aquel vínculo que incluso entonces fue formado aquí abajo, el cual podría ser
vital y eterno, o no. El fruto sería la prueba.
En
la anterior vid, esto no era necesario. Ellos eran judíos de nacimiento,
estaban circuncidados, guardaban las ordenanzas, y permanecían en la viña como
buenos pámpanos, sin llevar ningún fruto en absoluto. Sólo fueron cortados de
Israel por una violación a voluntad de la ley. No es una relación con Jehová
basada en la circunstancia de ser nacido de una cierta familia. Aquello que se
busca, es glorificar al Padre llevando fruto. Esto es lo que demostraría que
eran discípulos de Aquel que tanto ha soportado.
Entonces,
Cristo era la Vid verdadera; el Padre, el labrador; los once eran los pámpanos.
Habían de permanecer en Él, lo cual es efectuado sin pensar en producir ningún
fruto si no es en Él, mirando primero a Él. Cristo precede al fruto. Es
dependencia, proximidad práctica de corazón y habitual hacia Él, y confianza,
siendo unidos a Él a través de la dependencia. En este sentido, Cristo en
ellos sería una constante fuente de fortaleza y de fruto. Él estaría en
ellos. Fuera de Él, nada podrían hacer. Si permaneciendo en Él tenían la
fuerza de Su presencia, llevarían fruto. Asimismo, «si alguien» –Él no
dice «ellos»; los conocía como verdaderos pámpanos ya limpios– no permanecía
en Él, sería echado para ser quemado. Nuevamente, si permanecían en Él –es
decir, si existía la continua dependencia que se origina en esta fuente–, y
si las palabras de Cristo permanecían en ellos, dirigiendo sus pensamientos y
sus corazones, ellos gobernarían los recursos del poder divino; podrían pedir
lo que quisieran, y les sería hecho. Pero, además, el Padre amó al Hijo
mientras Él habitó sobre la Tierra. Jesús hizo lo mismo con respecto a ellos.
Habían de permanecer en Su amor. En los versículos anteriores, era en Él, aquí,
es en Su amor59.
Al guardar los mandamientos de Su Padre, Él permaneció en Su amor; al guardar
los mandamientos de Jesús, ellos permanecerían en el Suyo. La
dependencia –la cual implica confianza, y referencia a Aquel de quien dependían
para la fuerza, incapaces de hacer nada solos, y aferrándose así a Él– y
obediencia, son los dos grandes principios de la vida práctica aquí abajo. Así,
Jesús caminó como Hombre; conocía por experiencia la verdadera senda para Sus
discípulos. Los mandamientos de Su Padre eran la expresión de lo que el Padre
era; guardándolos en el espíritu de obediencia, Jesús caminó siempre en la
comunión de Su amor; mantuvo la comunión consigo mismo. Los mandamientos de
Jesús sobre esta Tierra eran la expresión de lo que Él era,
divinamente perfecto en el camino del hombre. Al caminar en ellos, Sus discípulos
estarían en la comunión de Su amor. El Señor habló estas cosas a Sus
discípulos a fin de que Su gozo60
permaneciera en ellos, y que ésta fuera completo.
Vemos
que no es la salvación de un pecador la que está cuestionándose en estas líneas,
sino el camino de un discípulo para que pueda gozar plenamente del amor de
Cristo, y que su corazón pueda retirar el oscuro velo en el lugar donde se
halla el gozo.
Tampoco
es la cuestión tratada aquí, de si un verdadero creyente puede separarse de
Dios, porque el Señor hace de la obediencia el medio de permanecer en Su amor.
Ciertamente no podía Él perder el favor de Su Padre, o cesar de ser el objeto
de Su amor. Esto estaba fuera de toda cuestión. Y Él dice «He guardado los
mandamientos de mi Padre, y permanecido en Su amor». Ésta era la senda divina
en la que Él gozó de este amor. Es el caminar y la fortaleza de un discípulo
lo que se habla aquí, y no el medio de la salvación.
En
el versículo 12, empieza otra parte del asunto. Él quiere –esto es
Sus mandamientos– que se amen los unos a los otros, como Él los amó. Antes,
había hablado del amor del Padre por Él, el cual manaba del cielo hacia Su
corazón aquí abajo61.
Él los amó de la misma manera; pero también había sido un compañero, un
siervo, en este amor. Así, los discípulos tenían que amarse mutuamente con un
amor que se elevó por encima de toda la debilidad de los demás, y el cual era
al mismo tiempo fraternal, y que causaba a uno que lo sentía ser el siervo de
su hermano. Iba tan lejos como para poner la propia vida por la de un amigo.
Para Jesús, aquel que le obedecía, era Su amigo. Observemos que Él no dice
que sería el Amigo de ellos; somos Sus amigos cuando disfrutamos su confianza,
como Él lo expresa «Os he contado
todas las cosas que he oído de mi Padre». Los hombres hablan de sus asuntos,
según la necesidad que pueda haber de hacerlos surgir, con aquellos que les
interesa. Yo comunico todos mis pensamientos a uno que es mi amigo. «¿Esconderé
de Abraham aquello que yo haré?» Y Abraham fue llamado el «amigo de Dios».
No se trataba de las cosas concernientes a Abraham mismo, que Dios contó
entonces a Abraham –lo hizo como Dios–, sino de las cosas concernientes al
mundo: Sodoma. Dios hace lo mismo con respecto a la asamblea, prácticamente
para con el discípulo obediente: tal discípulo sería el depositario de Sus
pensamientos. Además, Él los había escogido para esto. No fueron ellos
quienes le escogieron a Él por el ejercicio de su voluntad. Él los escogió y
les ordenó marchar y producir fruto, fruto que permaneciese, de modo que siendo
así escogidos por Cristo para la obra, lo recibieran del Padre, el cual no podía
fallarles en este caso, cualquier cosa que pidieran. Aquí llega el Señor a la
fuente y certeza de la gracia, a fin de que la responsabilidad práctica, bajo
la que los coloca, no oscureciera la gracia divina que actuaba para con ellos y
que los situaba allí.
Ellos
habían, por tanto, de amarse mutuamente62.
Que el mundo los odiara no era sino la consecuencia natural de su odio hacia
Cristo. Sellaba su asociación con Él. El mundo ama aquello que es del mundo;
esto es bastante natural. Los discípulos no eran de él; y, además, el Jesús
que había rechazado los había escogido separándolos del mundo: Por tanto, los
odiaría por causa de ser elegidos en gracia. Asimismo había la razón moral,
esto es, que ellos no eran de él; pero esto demostraba su relación a Cristo, y
Sus soberanos derechos, por los que él los tomó para Sí fuera de un mundo
rebelde. Tendrían la misma parte que su Maestro: sería por causa de Su nombre,
porque el mundo –y Él habla especialmente de los judíos, entre quienes Él
hizo la labor– no conocía al Padre que le envió a Él en amor. Para
vanagloriarse en Jehová como su Dios, les venía muy bien. Hubieran
recibido al Mesías sobre esta base. Conocer al Padre, revelado en Su verdadero
carácter por el Hijo, era algo bastante diferente. Sin embargo, el Hijo le
reveló, y, tanto por Sus palabras como por Sus obras, manifestó al Padre y Sus
perfecciones.
Si
Cristo no hubiera venido y les hubiera hablado, Dios no habría tenido que
reprocharles de pecado. Todavía arrastrarían el pensamiento, incluso si en un
estado impuro y sin ninguna prueba de que no necesitaban a Dios, no regresaban
por misericordia –aunque había en ellos suficiente pecado y trasgresión de
hombres como pueblo bajo la ley. El fruto de una naturaleza caída estaba allí,
no lo dudo, pero no así la prueba de que esta naturaleza prefería el pecado
antes que a Dios, cuando Dios estaba allí en misericordia sin imputárselo. La
gracia trataba con ellos como caídos, no como criaturas voluntariosas. Dios no
tomaba el terreno de la ley, la cual imputa, ni del juicio, sino de la gracia en
la revelación del Padre por el Hijo. Las palabras y las obras del Hijo
revelando al Padre en gracia, rechazado, les dejó sin esperanza (comparar cap.
16:9). Si su verdadera condición no hubiera sido de otro modo sometida a
prueba, Dios habría dispuesto otros medios para utilizarlos. Él amaba
demasiado a Israel para condenarlos mientras hubiera uno que no fuera probado.
Si
el Señor no hubiera hecho entre ellos las obras que nadie más había hecho,
habrían permanecido como estaban, rehusando creer en Él, y no habrían sido
culpables ante Dios. Habrían sido aún el objeto de la paciencia de Jehová;
pero de hecho habían visto y odiado tanto al Hijo como al Padre. El Padre fue
revelado plenamente, y en gracia; ellos le rechazaron. ¿Qué podía hacerse si
no dejarlos en el pecado, apartados de Dios? Si Él hubiera sido manifestado
solamente en parte, habrían tenido una excusa: Habrían dicho: «Ay, si nos
hubiera mostrado gracia, si le hubiéramos conocido como Él es, no le habríamos
rechazado». Ahora no podían decirlo. Habían visto al Padre y al Hijo en Jesús.
¡Ay, le habían visto y le menospreciaron!63
Pero
esto fue sólo la consumación de aquello que fue predicho acerca de ellos en su
ley. En cuanto al testimonio dado de Dios por el pueblo, y de un Mesías
recibido por ellos, todo había terminado. Ellos le habían aborrecido sin
causa.
El
Señor regresa ahora al asunto del Espíritu Santo, que iba a venir para
mantener Su gloria, la cual el pueblo pisoteó. Los judíos no conocieron al
Padre manifestado en el Hijo; el Espíritu Santo iba a venir ahora del Padre
para dar testimonio del Hijo. El Hijo le enviaría del Padre. En el capítulo
14, el Padre le envía en el nombre de Jesús para la relación personal de los
discípulos con Jesús. Aquí Jesús, ascendido en lo alto, envía en Él al
testimonio de Su gloria exaltada, Su lugar celestial. Éste era el nuevo
testimonio, que tenía que rendirse de Jesús, el Hijo de Dios, ascendido al
cielo. Los discípulos también darían testimonio de Él porque habían estado
con Él desde el principio. Tenían que testificar con el auxilio del Espíritu
Santo, como testigos oculares de Su vida sobre la Tierra, de la manifestación
del Padre en Él. El Espíritu Santo, enviado por Él, era el testimonio de Su
gloria con el Padre, de donde Él mismo vino.
Así
en Cristo, la vid verdadera, tenemos a los discípulos, los pámpanos, ya
limpios, estando Cristo todavía presente sobre la Tierra. Después de Su
partida, ellos tenían que mantener esta relación práctica. Debían estar en
relaciones con Él, igual que Él, aquí abajo, lo había estado con el Padre. Y
ellos debían estar los unos con los otros como Él había estado con ellos. Su
posición era fuera del mundo. Ahora, los judíos odiaron tanto al Hijo como al
Padre; el Espíritu Santo daría testimonio del Hijo con el Padre, y en el
Padre; y los discípulos deberían testificar también de aquello que Él había
sido sobre la Tierra.
El
Espíritu Santo, y, en cierto sentido, los discípulos, toman el lugar de Jesús,
así como el de la antigua vid, sobre la Tierra.
La
presencia y el testimonio del Espíritu Santo sobre la tierra es ahora
desplegado
Será
bueno darse cuenta de la relación de los asuntos en los pasajes que estamos
considerando. En el capítulo 14 tenemos a la Persona del Hijo revelando al
Padre, y el Espíritu Santo dando el conocimiento de la esencia del Hijo en el
Padre, y de los discípulos en Jesús en lo alto. Ésta era la condición
personal tanto de Cristo y los discípulos, quedando todo unido; sólo primero
el Padre, estando el Hijo aquí abajo, y después el Espíritu Santo enviado por
el Padre. En los capítulos 15 y 16 se observan las distintas dispensaciones
–Cristo la vid verdadera sobre la Tierra, y luego el Consolador venido a la
Tierra enviado por el Cristo exaltado. En el capítulo 14, Cristo ruega al
Padre, el cual envía al Espíritu en el nombre de Cristo. En el capítulo
siguiente, Cristo exaltado envía el Espíritu del Padre, un testigo de Su
exaltación, como los discípulos, conducidos por el Espíritu, lo fueron de Su
vida de humillación, pero como Hijo sobre la Tierra.
Sin
embargo, hay una continuación, así como una relación. En el capítulo 14, el
Señor, aunque marchándose de esta Tierra, habla en relación con aquello que
Él era sobre la Tierra. Es –no Cristo mismo– el Padre quien envía al Espíritu
a petición Suya. Él marcha de la Tierra al cielo de su parte como Mediador. Él
rogaría al Padre, y el Padre les daría otro Consolador que continuaría con
ellos, sin dejarlos nunca como ahora Él. La relación de ellos con el Padre
dependía de Él, y también creyendo en Él les sería enviado el Espíritu
–no enviado al mundo– no sobre los judíos, como tales. Sería en Su
nombre. Además, el Espíritu Santo mismo les enseñaría, y
les traería a la memoria los mandamientos de Jesús –todo lo que les había
dicho a ellos. El capítulo 14 da toda la posición que resultó de la
manifestación64
del hijo, y aquella del Padre en Él, y desde Su partida –es decir, su
resultado con respecto a los discípulos.
En el capítulo 15 Él agotó el asunto de los mandamientos en relación con la vida manifestada en Sí mismo aquí abajo; y al cierre de este capítulo Él se considera ascendido, y añade «Cuando venga el Consolador», al cual os enviaré del Padre». Él viene, ciertamente, del Padre; pues nuestra relación es, y debería ser, directa con Él. Es allí donde Cristo nos ha situado. Pero en este versículo no es el Padre que le envía a petición de Jesús, y en nombre de Él. Cristo ha tomado Su lugar en la gloria como Hijo del Hombre, y conforme a los frutos gloriosos de Su obra, y Él lo envía. En consecuencia, Él da testimonio de aquello que Cristo es en el cielo. Sin duda que Él nos hace percibir que Jesús estaba aquí abajo, donde en gracia infinita manifestó al Padre, y lo percibimos mucho mejor que lo percibieron ellos, quienes estuvieron con Él durante Su estancia sobre la Tierra. Pero esto es en el capítulo 14. No obstante, el Espíritu Santo es enviado por Cristo desde el cielo, y él nos revela al Hijo, a quien conocemos ahora, habiendo perfecta y divinamente manifestado al Padre, como hombre y en medio de hombres pecadores. Conocemos, repito, al Hijo con el Padre, y en el Padre. De ahí es Él quien nos ha enviado al Espíritu Santo.
capítulo 16
En
este capítulo, una nueva etapa comienza en la revelación de esta gracia. El
Espíritu Santo es visto como ya venido aquí abajo.
El
Señor declara que Él ha presentado toda Su enseñanza con respecto a Su
partida. Los sufrimientos de ellos en el mundo, sosteniendo Su lugar; su gozo,
estando en la misma relación con Él como aquella en que Él estuvo sobre la
Tierra hacia Su Padre; su conocimiento del hecho de que Él era con el Padre, y
ellos en Él, y Él mismo en ellos; el don del Espíritu Santo, a fin de
prepararlos para todo lo que sucedería cuando marchara, que no se sintieran
ofendidos. Pues serían echados de las sinagogas, y aquel que los matara pensaría
que estaba sirviendo a Dios. Éste sería el caso con aquellos que, descansando
es sus viejas doctrinas formales, y rechazando la luz, utilizarían solamente la
forma de la verdad con la cual darían crédito a la carne como ortodoxa, para
resistir a la luz, la cual prueba el alma y la fe. La antigua verdad, recibida
generalmente y por la que es distinguido un cuerpo de gente de aquellos que los
rodean, puede ser un motivo de orgullo para la carne, incluso donde se halla la
verdad, como fue el caso con los judíos. Pero la verdad nueva tiene que ver con
la fe desde su origen. No existe el apoyo de un cuerpo acreditado por ella, sino
la cruz de la hostilidad y del aislamiento. Ellos pensaban que servían a Dios.
No conocían al Padre ni al Hijo.
La
naturaleza está ocupada con aquello que ésta pierde. La fe mira al futuro al
que nos lleva Dios. ¡Precioso pensamiento! La naturaleza actuaba en los discípulos:
ellos amaban a Jesús, y se lamentaron en el momento de Su partida. Podemos
entender esto. Pero la fe no se hubiera detenido aquí. Si hubieran asimilado la
gloria necesaria de la Persona de Jesús, si su afecto, acrecentado por la fe,
hubiera pensado en Él y no en ellos mismos, habrían preguntado «¿Adónde
vas?». Sin embargo, Aquel que pensaba en ellos les asegura que les sería
incluso ganancia perderle. ¡Fruto glorioso de los caminos de Dios! Su ganancia
sería en esto, que el Consolador estaría ahí sobre la Tierra con ellos, y en
ellos. Démonos cuenta de que Jesús no habla aquí del Padre. Estaba el
Consolador en Su lugar, para mantener el testimonio de Su amor para los discípulos,
y Su relación con ellos. Cristo se marchaba, pues si no lo hacía, el
Consolador no vendría. Pero si partía, Él lo enviaría. Cuando hubiera
venido, demostraría la verdad con respecto al mundo que rechazó a Cristo y
persiguió a Sus discípulos. Y actuaría para bendición de los mismos discípulos.
Con
referencia al mundo, el Consolador tenía solamente un motivo de testimonio, a
fin de demostrar el pecado del mundo. Éste no había creído en Jesús, en el
Hijo. Sin duda que había pecado de toda clase, y, al decir verdad, nada excepto
el pecado –pecado meritorio de juicio; y en la obra de la conversión, Él
hace recordar al alma estos pecados. Pero el rechazo de Cristo colocó al mundo
entero bajo una sola forma de juicio. Es cierto que todos responderán por sus
pecados de forma personal, y el Espíritu Santo se encarga de hacerlos sentir de
modo individual. Pero, como un sistema responsable hacia Dios, el mundo rechazó
a Su Hijo. Ésta era la base sobre la cual Dios actuaba para con el mundo ahora;
ésta es la que hacía manifiesto el corazón del hombre. Era la prueba de que,
siendo Dios plenamente revelado en amor tal como Él era, el hombre no le recibió.
Él vino sin imputarles ningún pecado; pero ellos le rechazaron. La presencia
de Jesús no era la del Hijo de Dios mismo manifestado en Su gloria, de la cual
el hombre se entristecería, aunque no pudiera escaparse. Se trataba de lo que
Él era moralmente, en Su naturaleza, en Su carácter. El hombre le odiaba. Todo
testimonio para traer al hombre hacia Dios fue inútil. Cuanto más claro era el
testimonio, más taciturnos se volvían contra él. La prueba del pecado del
mundo era que éste había rechazado a Cristo. ¡Terrible testimonio, que Dios
en bondad excitara el odio porque Él era perfecto, perfectamente bueno! Tal es
el hombre. El testimonio del Espíritu Santo al mundo, como el de Dios a Caín,
iba a ser la pregunta: «¿Dónde está mi Hijo?» No era que el hombre fuera
culpable; que lo era cuando Cristo vino, sino que estaba perdido, el árbol era
malo65.
Pero
éste era el camino de Dios hacia algo totalmente diferente –demostrar la
justicia en que Cristo fue hacia Su Padre y que el mundo no le vio más. Fue el
resultado de ser rechazado Cristo. De justicia humana no había ninguna. El
pecado del hombre fue probado por el rechazo de Cristo. La cruz fue realmente el
juicio ejecutado sobre el pecado. Y en este sentido era la justicia; pero en
este mundo fue el único Justo abandonado por Dios, condenado por el hombre. No
fue la manifestación de justicia, sino una separación final en juicio entre el
hombre y Dios (ver capítulos 11, 12:31). Si Cristo hubiera sido liberado de
este juicio entonces, y hubiese devenido el Rey de Israel, esto no habría sido
resultado suficiente de que Él hubiera glorificado a Dios. Al haber glorificado
a Dios Su Padre, Él iba a sentarse a Su diestra, a la diestra de la Majestad en
las alturas, para ser glorificado en Dios mismo, para sentarse en el trono del
Padre. Estableciéndole allí, hubo justicia divina66.
Esta misma justicia privó al mundo de Jesús para siempre. El hombre no le vio
más. La justicia a favor de los hombres estaba en Cristo a la diestra de Dios
–en juicio para con el mundo, en que le había perdido para siempre sin
esperanza.
Asimismo,
Satanás demostró ser el príncipe de este mundo conduciendo a todos los
hombres contra el Señor Jesús. Para consumar los propósitos de Dios en
gracia, Jesús no se resiste. Él se entrega a la muerte. Aquel que tiene el
poder de la muerte, se comprometió con ella absolutamente. En su afán de
arruinar al hombre, tuvo que arriesgar todo en esta empresa contra el Príncipe
de la Vida. Fue capaz de asociar todo el mundo consigo mismo en esto, judío y
gentil, sacerdotes y pueblo, gobernantes, soldados y súbditos. El mundo estaba
allí, encabezado por su príncipe, en aquel solemne día. El enemigo no tenía
nada que perder, y el mundo estaba con él. Pero Cristo resucitó, ascendió a
Su Padre, y ha mandado al Espíritu Santo. Todas las razones que gobiernan al
mundo, y el poder por el cual Satanás mantuvo cautivos a los hombres,
demuestran venir de él. El mundo aún no está juzgado, es decir, con un juicio
ejecutado –lo será de otra manera; pero lo es moralmente, su príncipe está
juzgado. Todos sus motivos, religiosos y seculares, lo han llevado a rechazar a
Cristo, colocándolo bajo el poder de Satanás. Es en este carácter que ha sido
juzgado; pues él condujo al mundo contra Aquel que manifestó ser el Hijo de
Dios por la presencia del Espíritu Santo, subsiguiente a la rompedura del poder
de Satanás en la muerte.
Todo esto tuvo lugar a través de la presencia, sobre la Tierra, del Espíritu Santo, enviado por Cristo. Su presencia misma era la prueba de estas tres cosas. Pues si el Espíritu Santo estaba allí, era porque el mundo había rechazado al Hijo de Dios. La justicia fue evidenciada al estar Jesús a la diestra de Dios, de la cual era la prueba la presencia del Espíritu Santo, así como en el hecho de que el mundo le había perdido. Ahora, el mundo que le rechazó no fue exteriormente juzgado, pero habiéndolo conducido Satanás a rechazar al Hijo, la presencia del Espíritu Santo probó que Jesús había destruido el poder de la muerte; que aquel que poseía este poder fue juzgado de esta manera; que demostró ser el enemigo de Aquel a quien el Padre había reconocido; que su poder se fue de él, y que la victoria perteneció al Segundo Adán cuando todo el poder de Satanás fue ordenado contra la debilidad humana de Aquel que, en amor, cedió ante ella. Pero Satanás, así juzgado, era el príncipe de este mundo.
La
presencia del Espíritu Santo sería la prueba, no de los derechos de Cristo
como el Mesías, ciertos como eran, sino de esos frutos que se referían al
hombre –al mundo, en el cual Israel se hallaba ahora perdido, habiendo
rechazado las promesas, aunque Dios guardaría a la nación para Sí mismo. El
Espíritu Santo hacía más que demostrar la condición del mundo. Llevaría a
cabo una obra en los discípulos; los llevaría a toda la verdad, y les mostraría
las cosas venideras. Pues Jesús tenía muchas cosas que contarles y que todavía
no fueron capaces de llevar. Cuando el Espíritu Santo estuviera en ellos, Él
sería su fortaleza en ellos así como su maestro; y todo devendría un estado
de cosas bien diferente para todos ellos. Aquí Él es considerado como presente
sobre la Tierra en el lugar de Jesús, y habitando en los discípulos, no como
un espíritu individual que hablaba de Sí mismo, sino como dijo Jesús «Lo que
oigo, juzgo», con un juicio perfectamente divino y celestial: así el Espíritu
Santo, actuando en los discípulos, hablaría aquello que venía de arriba, y
del futuro, conforme a la sabiduría divina. Sería del cielo y del futuro que
Él hablaría, comunicando aquello que era celestial de arriba, y revelando
acontecimientos que vendrían sobre la Tierra, siendo testigos el uno y el otro
de que era un conocimiento que pertenecía a Dios. ¡Qué bendito tener aquello
que Él tiene para darnos!
Pero
además, Él ocupa aquí el lugar de Cristo. Jesús glorificó al Padre sobre la
Tierra. El Espíritu Santo glorificaría a Jesús, con referencia a la gloria
que pertenecía a Su Persona y a Su posición. Aquí no habla directamente de la
gloria del Padre. Los discípulos vieron la gloria de la vida de Cristo sobre la
Tierra; el Espíritu Santo la desplegaría ante ellos, lo concerniente a Su
glorificación con el Padre –aquello que era de Él.
Ellos
aprenderían esto «en parte». Ésta es la medida del hombre cuando se trata de
las cosas de Dios, pero su alcance es declarado por el Señor mismo: «Él me
glorificará, pues Él recibirá de lo mío, y os lo mostrará a vosotros». Todo
lo que el Padre tiene es mío: por lo tanto, dije yo, Él tomará de lo mío,
y lo mostrará a vosotros».
Así
tenemos el don del Espíritu Santo presentado en diversidad, y en relación con
Cristo. En dependencia de Su Padre, y representando a Sus discípulos separado
de ellos, Él se dirige en nombre de ellos al Padre, haciéndole la petición de
enviar al Espíritu Santo (cap. 14:16). Más adelante, hallamos que Su nombre es
todopoderoso. Toda bendición del Padre viene en Su nombre. Es por este motivo,
y conforme a la eficacia de Su nombre, de todo lo que en Él es aceptable por el
Padre, que el bien se presenta a nosotros. Así, el Padre enviará al Espíritu
Santo en Su nombre (cap. 14: 26). Y siendo glorificado Cristo en lo alto, y
habiendo tomado Su lugar con Su Padre, Él mismo envía al Espíritu Santo (cap.
15:26) del Padre, como procediendo de Él. Por último, el Espíritu Santo está
presente aquí en este mundo, en y con los discípulos, y glorifica a Jesús,
tomando de Él y revelándolo a los Suyos (cap. 16:13-15). Toda la gloria aquí
de la Persona de Cristo es presentada, igual que los derechos pertinentes a la
posición que Él ha tomado. «Todas las cosas que tiene el Padre» son Suyas.
Él ha tomado Su posición conforme a los consejos eternos de Dios, en virtud de
Su obra como Hijo del Hombre. Pero si Él ha entrado en la posesión de este carácter,
todo lo que posee en Él es Suyo, como un Hijo a quien –siendo uno con el
Padre– pertenece todo lo que el Padre tiene.
Allí
debía permanecer oculto por un tiempo: los discípulos iban a verle entonces,
pues se trataba sólo de la consumación de los caminos de Dios. No se trataba
de estar perdido por la muerte. Él marchaba a Su Padre. Sobre este punto, los
discípulos no entendieron nada. El Señor desarrolla el hecho y sus
consecuencias, sin mostrarles aún toda la trascendencia de lo que dijo. Él la
explica en el aspecto humano e histórico. El mundo se alegraría de haberse
deshecho de Él. ¡Mísero regocijo! Los discípulos lamentarían, aunque fuera
también la misma fuente de gozo para ellos; pero su lamento se volvería en
gozo. Como testimonio, esto tuvo lugar cuando Él se mostró a ellos tras Su
resurrección; será totalmente cumplido cuando regresará para recibirlos a Sí
mismo. Pero cuando le hubieran visto otra vez, comprenderían la relación en
que les había situado con Su Padre, y la gozarían por el Espíritu Santo. No
tendría que ser como si no pudieran acercarse ellos mismos al Padre, mientras
Cristo podía hacerlo –como dijo Marta «sé que cualquier cosa que pidas a
Dios, Él te la dará». Ellos mismos podían ir directamente al Padre, quien
les amaba, porque habían creído en Jesús, y le recibieron cuando se humilló
Él en este mundo de pecado –en principio es siempre así–; y pidiendo lo
que ellos quisieran en Su nombre lo recibirían, a fin de que su gozo pudiera
ser completo en la conciencia de la bendita posición del eficaz favor al que
eran llevados, y del valor de todo aquello que poseían en Cristo.
No obstante, el Señor ya les declaró la base de la verdad –Él vino del Padre, y se marchaba a Él. Los discípulos pensaron que comprendían aquello que les había hablado sin parábolas. Imaginaron que Él adivinó su pensamiento, pues ellos no se lo expresaron. Sin embargo, no alcanzaron el nivel de lo que Él dijo. Les contó que creyeron lo que les dijo acerca de Su venida «de Dios». Esto lo comprendieron ellos; y aquello que sucedió los corroboró en esta fe, y ellos declararon su convicción con respecto a esta verdad; pero sin entrar en el pensamiento de venir «del Padre», y marchando «al Padre». Presumían de estar en la luz; pero no asimilaron nada que se elevara sobre el efecto del rechazo de Cristo, lo cual habría producido la creencia de Su procedencia del Padre y Su regreso a Él. Por lo tanto, Jesús les declara que Su muerte los esparciría, y que ellos le abandonarían. Su Padre estaría con Él; no estaría solo. Sin embargo, Él les explicó a ellos todas estas cosas a fin de que tuvieran paz en Él. En el mundo que le rechazó, tendrían tribulación. Pero Él venció al mundo, y serían confortados por ello.
capítulo
17
Esto
concluye la conversación de Jesús con Sus discípulos sobre la Tierra. En este
próximo capítulo, Él se dirige a Su Padre tomando Su propio lugar en la
partida, y dándoles a Sus discípulos el lugar de ellos –es decir, el
Suyo–, con respecto al Padre y al mundo, después que se hubiera ido para ser
glorificado con el Padre. Todo el capítulo sitúa esencialmente a los discípulos
en Su propio lugar, después de establecer la base para ello en Su propia
glorificación y obra. Es, salvo los últimos versos, Su lugar sobre la Tierra.
Como era divinamente en el cielo, así ellos –siendo Él glorificado como
Hombre en el cielo– unidos con Él, tenían por el contrario que manifestar lo
mismo. De ahí tenemos primero el lugar que Él personalmente toma, y la obra
que les da derecho a estar en ella.
Este
capítulo queda dividido de esta manera: los versículos 1-5 se refieren a
Cristo mismo, a la toma de Su posición en la gloria, a Su obra, y a esa gloria
relativa a Su Persona, y el resultado de esta obra. Los versículos 1-3
presentan Su nueva posición en dos aspectos: «Glorifica a Tu Hijo» –poder
sobre toda carne, para la vida eterna para aquellos dados a Él; los versos 4 y
5, Su obra y sus resultados. En los versos 6-13, Él habla de Sus discípulos
puestos en esta relación con el Padre por la revelación de Su nombre a ellos,
y luego el haberles dado las palabras que Él mismo recibió, para que pudieran
gozar la bendición completa de esta revelación. También pide por ellos, para
que fueran uno como Él y el Padre lo eran. En los versículos 14-21 hallamos su
consecuente relación con el mundo; en los versos 20 y 21, Él introduce en el
gozo de esta bendición a aquellos que iban a creer por sus medios. Los versos
22-26 dan a conocer el resultado para ellos, tanto futuro como presente: la
posesión de la gloria que Cristo mismo recibió del Padre –para estar con Él,
disfrutando de la visión de Su gloria– para que el amor del Padre estuviera
con ellos aquí abajo, aun como Cristo había sido su objeto –y que el mismo
Cristo estuviera en ellos. Los últimos tres versículos toman a los discípulos
al cielo como una verdad suplementaria.
Éste
es un breve resumen de este maravilloso capítulo, en el cual somos admitidos,
no en el discurso de Cristo con el hombre, sino en la escucha de los deseos de
Su corazón, cuando Él los derrama ante Su Padre para la bendición de aquellos
que son Suyos. Maravillosa gracia que nos permite escuchar estos deseos, y
comprender todos los privilegios que emanan de Su verdad, cuidando de nosotros,
privándonos de ser un impedimento en la comunión entre el Padre y el Hijo, en
Su común amor hacia nosotros, cuando Cristo expresa Sus propios deseos –¡aquello
que Él tiene en el corazón, y lo cual presenta al Padre como deseos personales
Suyos!
Algunas
aclaraciones pueden asistirnos a asimilar el significado de ciertos pasajes en
este maravilloso, primer capítulo. ¡Que el Espíritu de Dios nos ayude!
El
Señor, cuyas miradas de amor habían estado dirigidas hasta ahora a Sus discípulos
sobre la Tierra, levanta ahora sus ojos al cielo al dirigirse a Su Padre. Llegó
la hora para glorificar al Hijo, a fin de que desde esa gloria glorificara Él
al Padre. Esto es, generalmente hablando, la nueva posición. Su carrera aquí
había terminado, y Él tuvo que subir a lo alto. Había dos cosas relacionadas
con esto –poder sobre toda carne, y el don de la vida eterna para tantos como
el Padre le había dado. «La cabeza de cada hombre es Cristo». De aquellos que
el Padre le dio, reciben vida eterna de Aquel que ahora ascendía al cielo. La
vida eterna era el conocimiento del Padre, el único verdadero Dios, y de
Jesucristo, a quien Él envió. El conocimiento del Omnipotente daba la
seguridad al peregrino de la fe, la certidumbre de que las promesas de Dios para
Israel se cumplían; que el Padre, quien envió al Hijo, Jesucristo –el Hombre
ungido y el Salvador–, quien era la misma vida, y de este modo recibida como
algo presente –1 Juan 1:1-4–, era la vida eterna. El verdadero conocimiento
aquí no era la protección exterior o la esperanza futura, sino la comunicación,
en vida, de la comunión con el Ser así conocido al alma –de la comunión con
Dios mismo plenamente revelado como el Padre y el Hijo. Aquí no es la divinidad
de Su Persona la que está delante de nosotros en Cristo, aunque una Persona
divina solamente podía estar en un lugar tal y hablar así, sino el lugar que
Él tomó al cumplir los consejos de Dios. Lo que se dice de Jesús en este capítulo
podía decirse sólo de Uno que es Dios, y no la revelación de Su naturaleza.
Él recibe todo del Padre –es enviado por Él, y Su Padre le glorifica67.
Vemos la misma verdad de la comunicación de la vida eterna en relación con Su
divina naturaleza y Su unicidad con el Padre en 1 Juan 5:20. Aquí, Él cumple
la voluntad del Padre, dependiente de Él en el lugar que tomó, y el que va a
tomar, incluso en la gloria, por muy gloriosa que pueda ser Su naturaleza. Así
también, en el capítulo 5 de nuestro Evangelio, Él da vida a quien quiere;
aquí es aquellos que el Padre le ha dado. Y la vida que Él recibe es llevada a
término en el conocimiento del Padre, y de Jesucristo, a quien Él envió.
Declara
ahora las condiciones bajo las que Él toma este lugar en lo alto. Él hubo
glorificado perfectamente al Padre sobre la Tierra. Nada que manifestara a Dios
el Padre había sido un fracaso, cualquiera que hubiese sido la dificultad. La
contradicción de pecadores fue sólo la ocasión de hacerlo así. Pero esto
mismo hizo infinito el dolor. Sin embargo, Jesús llevó a término esa gloria
sobre la Tierra enfrentándose a toda oposición. Su gloria con el Padre en el
cielo no era sino la justa consecuencia –la necesaria consecuencia, en simple
justicia. Además, Jesús había tenido esta gloria con Su Padre antes de que el
mundo fuese. Su obra y Su Persona por igual le daban el derecho a ella. El Padre
glorificado sobre la Tierra por el Hijo: el Hijo glorificado con el Padre en lo
alto, tal es la revelación contenida en estos versículos –un derecho
procedente de Su Persona como Hijo, pero para una gloria en la que Él entró
como hombre, como Hijo, como efecto de haber glorificado como tal a Su Padre.
Estos son los versículos que relatan de Cristo. Asimismo, esto ofrece la relación
en la que Él entra en este nuevo lugar como Hombre, Su Hijo, y la obra mediante
la cual Él lo hace justamente, dándonos así un título, y el carácter en el
que tenemos nosotros un lugar allí.
Él
habla ahora de los discípulos, de la manera como ellos entraron en su peculiar
lugar en relación con esta posición de Jesús –en esta relación con Su
Padre. Él manifestó el nombre del Padre a aquellos que el Padre le había dado
fuera del mundo. Ellos pertenecían al Padre, y el Padre les había dado a Jesús.
Guardaron la Palabra del Padre, era la fe en la revelación que el Hijo hizo del
Padre. Las palabras de los profetas eran ciertas. Los fieles las disfrutaron: éstas
sostuvieron su fe. Pero la Palabra del Padre, por Jesús, reveló al Padre
mismo, en Aquel en quien el Padre había enviado, situando a aquellos que le
recibieron en el lugar de amor, que era el lugar de Cristo. Y conocer al Padre y
al Hijo era la vida eterna. Esto era una cosa bastante diferente de las
esperanzas relacionadas con el Mesías o con lo que Jehová le había dado. Es
así, también, que los discípulos son presentados al Padre; no recibiendo a
Cristo en el carácter de Mesías y honrándole poseyendo Su poder por este título.
Ellos habían conocido que todo lo que Jesús tenía era del Padre. Él era
entonces el Hijo; Su relación con el Padre era reconocida. Poseyendo una velada
comprensión, el Señor los reconoce conforme a la apreciación de su fe, de
acuerdo al objeto de esa fe, conocida por Él, y no conforme a su inteligencia.
¡Preciosa verdad! (comparar cap. 14:7).
El
reconocido Jesús, entonces, lo era recibiendo todo del Padre, no como
Mesías de Jehová; pues Jesús les dio todas las palabras que el Padre le había
dado. Así, Él trajo a sus almas a la conciencia de la relación entre el Hijo
y el Padre, y a la plena comunión, según las comunicaciones del Padre al Hijo
en esa relación. Él habla de su posición a través de la fe –no de su
comprensión de esta posición. Así, ellos reconocieron que Jesús vino del
Padre, y que Él vino con la autoridad del Padre –el Padre le había enviado.
Fue de allí que vino Él, provisto de la autoridad de una misión del Padre. Ésta
era la posición de ellos por la fe.
Ahora
–estando ya los discípulos en esta posición– Él los pone, conforme a Sus
pensamientos y deseos, ante el Padre en oración. Pide por ellos, distinguiéndolos
completamente del mundo. Vendría el momento cuando –según el Salmo 2– Él
pediría del Padre con referencia al mundo; Él no lo estaba haciendo así,
excepto para aquellos fuera del mundo, a quienes el Padre le había dado. Pues
ellos eran del Padre. Todo lo que es del Padre, está en esencial oposición al
mundo (comparar 1 Juan 2:16).
El
Señor presenta al Padre dos motivos para Su demanda: primero, que ellos eran
del Padre, de modo que el Padre, para Su propia gloria, y a razón de Su afecto
por aquello que le pertenecía, los guardara; segundo, Jesús fue glorificado en
ellos, así que si Jesús era el objeto del afecto del Padre, por esa misma razón
debería el Padre guardarlos también. Además, los intereses del Padre y del
Hijo no podían separarse. Si ellos eran del Padre, eran de hecho del Hijo; y
era sólo un ejemplo de esa verdad universal –todo aquello que era del Hijo
era del Padre, y todo lo que era del Padre era del Hijo. ¡Qué lugar para
nosotros ser los objetos de este afecto mutuo, de estos comunes e inseparables
intereses del Padre y del Hijo! Éste es el gran principio –el gran fundamento
de la oración de Cristo. Él rogó al Padre por Sus discípulos, porque
pertenecían al Padre. Jesús tenía que procurar, entonces, su bendición. El
Padre se interesaría totalmente por ellos, porque en ellos tenía que ser
glorificado el Hijo.
Presenta
luego las circunstancias a las que se aplicaba la oración. Él ya no estaba en
este mundo. Ellos se privarían de Su cuidado personal presente con ellos, pero
se quedarían en este mundo mientras Él se fuera al Padre. Ésta es la base de
Su demanda con respecto a su posición. Los pone en relación, por lo tanto, con
el Padre Santo –todo el perfecto amor de tal Padre– el Padre de Jesús y el
de ellos, manteniendo –era su bendición– la santidad que Su naturaleza
demandaba si tenían que estar en relación con Él. Era una guardia directa. El
Padre guardaría en Su propio nombre a aquellos que Él había dado a Jesús. La
relación era así directa. Jesús los encomendó a Él, y ello no porque
pertenecieran al Padre, sino porque eran ahora Suyos, investidos de todo el
valor que ello les daría a los ojos del Padre.
El
objeto de Su solicitud era el de guardarlos unidos, como el Padre y el Hijo son
uno. Solamente un Espíritu divino era el vínculo de esa unidad. En este
sentido, el vínculo fue verdaderamente divino. Mientras estuvieran llenos del
Espíritu Santo, tendrían una sola mente, un consejo, un propósito. Ésta es
la unidad a que nos referimos aquí. El Padre y el Hijo eran su único propósito.
Tenían únicamente los pensamientos de Dios; porque Dios mismo, el Espíritu
Santo, era la fuente de sus pensamientos. Eran un solo poder y naturaleza los
que los unían –El Espíritu Santo. La mente, la meta, la vida y toda la
existencia moral, eran como consecuencia una sola cosa. El Señor habla,
forzosamente, desde la altura de Sus propios pensamientos, cuando expresa Sus
deseos por ellos. Si se trata de una cuestión de comprenderlos, debemos pensar
en el hombre; pero también en una fortaleza que se perfecciona en la debilidad.
Ésta
es la suma de los deseos del Señor –hijos, santos, bajo el cuidado del Padre;
no por un esfuerzo o por acuerdo, sino conforme al poder divino. Al estar Él
allí, los había guardado en el nombre del Padre, fiel para cumplir todo lo que
el Padre le había encomendado, y para no perder a ninguno de aquellos que eran
de Él. En cuanto a Judas, sólo fue el cumplimiento de la Palabra. La guardia
de Jesús presente en el mundo, ya no podía existir. Pero Él habló estas
cosas, estando aún allí, escuchándolas los discípulos, a fin de que
comprendieran que estaban situados ante el Padre en la misma posición que
Cristo sostenía, y que ellos pudieran así cumplir en ellos mismos, en esta
misma relación, el gozo que Cristo había poseído. ¡Qué gracia inefable! Le
habían perdido, visiblemente, para ellos hallarse –por Él y en Él– en Su
propia relación con el Padre, gozando de todo lo que Él gozó en esa comunión
aquí abajo, desde Su lugar en su relación con el Padre. Por lo tanto, Él les
impartió todas las palabras que el Padre le había dado –las comunicaciones
de Su amor a Él, cuando caminó como Hijo en ese lugar; y, en el nombre
especial de «Padre Santo», por el que el Hijo mismo se le dirigía desde la
Tierra, el Padre tenía que guardar a aquellos que el Hijo dejaba allí. Así
tendrían ellos Su gozo completo en ellos mismos.
Ésta
era su relación con el Padre, estando Jesús fuera. Él habla ahora de su
relación con el mundo, como consecuencia de lo anterior.
Él
les dio la Palabra de Su Padre –no las palabras que les llevaban a la comunión
con Él, sino Su Palabra –el testimonio de lo que Él era. Y el mundo los
odiaba como había hecho con Jesús –el testimonio vivo y personal del
Padre– y el mismo Padre. Estando así en relación con el Padre, quien los había
sacado fuera de los hombres de este mundo, y habiendo recibido la palabra del
Padre –vida eterna en el Hijo en ese conocimiento–, ellos no eran del mundo
así como Jesús no era del mundo, y por eso el mundo los odiaba. Sin embargo,
el Señor no ruega que fueran sacados fuera, sino que el Padre los guardara del
mal. Entra en detalles de Sus deseos en este sentido, fundamentados en que ellos
no eran del mundo. Repite este pensamiento como la base de su posición aquí
abajo. «No son del mundo, así como yo no soy del mundo». ¿Qué debían ser
entonces? ¿Por cuál norma y modelo tenían que ser formados? Por la verdad, y
la Palabra del Padre es verdad. Cristo fue siempre el Verbo, pero el Verbo de
vida entre los hombres. En las Escrituras poseemos esta Palabra, escrita y
firme: ellos le revelan, y dan testimonio de Él. Fue así que los discípulos
tenían que ser puestos aparte. «Santifícalos por tu verdad, tu palabra es
verdad». Era esto, personalmente, con lo que debían ser formados, por la
Palabra del Padre, como fue Él revelado en Jesús.
La
misión continúa. Jesús los envía al mundo, como el Padre le había enviado a
Él. En el mundo, pero en ninguna manera del mundo. Son enviados a él de parte
de Cristo. Si hubieran sido de él, no habría sido necesario enviarlos. Pero no
se trataba solamente de que fuera verdad la Palabra del Padre, ni la comunicación
de la Palabra del Padre por Cristo presente con Sus discípulos –puntos de los
cuales desde el versículo 14 hasta ahora Jesús había estado hablando: «les
he dado tu palabra». Él se santificó. Se mantuvo aparte como Hombre celestial
sobre los cielos, un Hombre glorificado en la gloria, a fin de que toda verdad
pudiera resplandecer en Él, en Su Persona, resucitado de entre los muertos por
la gloria del Padre –todo lo que el Padre es, siendo manifestado así en Él;
el testimonio de la justicia divina, del amor divino, del poder divino,
torciendo totalmente la verdad de Satanás por la que el hombre había sido engañado,
y por la que entró la falsedad en el mundo. El modelo perfecto de aquello que
el hombre era conforme a los consejos de Dios, y como la expresión de Su poder
moralmente y en gloria –la imagen del Dios invisible, el Hijo, y en gloria.
Jesús se situó aparte, en este lugar, para que los discípulos pudieran
santificarse por la transmisión a ellos de lo que Él era; pues esta transmisión
era la verdad, y los creaba en la imagen de lo que revelaba. Así que era la
gloria del Padre revelada por Él sobre la Tierra, y la gloria en la cual Él
descendió como Hombre, pues éste es el resultado completo –la ilustración
en gloria de la manera como se situó Él aparte de Dios, pero a causa de los
Suyos. No se trata entonces solamente de formar y gobernar los pensamientos por
la Palabra, poniéndonos aparte moralmente para Dios, sino de los
bienaventurados afectos que emanan de nuestra posesión de la verdad en la
Persona de Cristo, vinculados nuestros corazones con Él en gracia. Esto
finaliza la segunda parte de aquello que se refería a los discípulos, en
comunión y en testimonio.
En
el versículo 20, Él declara que ruega también por aquellos que creerían en
Él a través de los medios de los discípulos. Aquí el carácter de la unidad
difiere un poco de aquella en el versículo 11. Allí, al hablar de los discípulos,
Él dice «como Nosotros somos»; por la unidad del Padre y del Hijo mostrada en
un firme propósito, objeto, amor, obra, y todo. Por lo tanto, los discípulos
debían tener esa clase de unidad. Aquí aquellos que creyeran, puesto que recibían
y tomaban parte en aquello que era comunicado, tenían su unidad en el poder de
la bendición a la cual eran llevados. Por un Espíritu, en el que estaban
forzosamente unidos, poseían un lugar en comunión con el Padre y el Hijo. Era
la comunión del Padre y del Hijo. (Comparar 1 Juan 1:3; y el similar lenguaje
del apóstol con el de Cristo). Así, el Señor pide que sean uno en ellos –el
Padre y el Hijo. Éste era el medio para hacer creer al mundo que el Padre había
enviado al Hijo, pues aquí eran aquellos que creyeron los que, por muy opuestos
que sus costumbres e intereses fueran, y firmes sus prejuicios, eran sin embargo
uno en el Padre y el Hijo por esta poderosa revelación y obra.
Aquí
termina la oración, pero no así Su conversación con el Padre. Él nos da –y
aquí los testigos y los creyentes están juntos– la gloria que el Padre le ha
dado. Constituye la base de otra, una tercera clase de unidad68.
Todos participan, ciertamente, en gloria, de esta unidad absoluta en
pensamiento, objeto y propósito firme, la cual se halla en la unidad del Padre
y el Hijo. Habiendo venido la perfección, aquello que produjo espiritualmente
el Espíritu Santo, cerrando todo lo demás Su absorbente energía, era natural
a todo en gloria.
Pero
el principio de la existencia de esta unidad, añadía todavía otro carácter a
esa verdad –aquella de la manifestación, cuando menos, de una fuente interior
que realizaba en ellos su manifestación: «Yo en ellos», dijo Jesús, «Y tú
en mí». Ésta no es la simple y perfecta unidad del versículo 11, ni la
mutualidad y comunión del versículo 21. Es Cristo en todos los creyentes, y el
Padre en Cristo, una unidad en manifestación en gloria, no meramente en comunión
–una unidad en la que todo está perfectamente relacionado con su fuente. Y
Cristo, a quien solamente debían manifestar, está en ellos. Y el Padre, a
quien manifestó perfectamente Cristo, es en Él. El mundo –pues esto será en
la gloria milenial, y manifestado al mundo– conocerá entonces –no
dice ahora «para que pueda creer»– que Cristo fue enviado por el
Padre –¿cómo negarlo, cuando Él fuera visto en gloria?– y, además, que
los discípulos habían sido amados por el Padre, como Cristo mismo fue amado.
El hecho de que poseían la misma gloria que Cristo, constituiría la prueba.
Todavía
había más. Aquello que el mundo no vería, porque no estaría en él. «Padre,
quiero que aquellos que me has dado estén conmigo donde yo estoy». Ahí no
somos únicamente como Cristo –conformados al Hijo, llevando la imagen del
hombre celestial ante los ojos del mundo–, sino con Él donde Él está.
Jesús desea que veamos Su gloria69.
Solaz y consuelo para nosotros, tras haber participado de Su vituperio; pero aún
más precioso, puesto que vemos que Aquel Hombre vituperado, quien se hizo
Hombre por nosotros, será, por esa misma razón, glorificado con una gloria que
excederá a cualquier otra, salvo aquella que sometió bajo Él todas las cosas.
Aquí Él habla de la gloria que es dada. Es esto lo que es tan precioso para
nosotros, porque la ha adquirido por Sus sufrimientos por nosotros, y sin
embargo fue aquello que tanto merecía –el justo premio por haber glorificado
perfectamente, en ellos, al Padre. Éste es un gozo peculiar, completamente
alejado de este mundo. El mundo verá la gloria que tenemos en común con
Cristo, y sabrá que hemos sido amados como Cristo lo fue. Pero existe un
secreto para aquellos que le aman, el cual pertenece a Su Persona y a nuestra
asociación con Él. El Padre le amó antes de que el mundo fuese –un amor que
no vale la pena comparar, pero que es infinito, perfecto y complaciente en sí
mismo. Compartiremos esto en el sentido de ver a nuestro Amado en ello, y de
estar con Él, y de contemplar la gloria que el Padre le ha dado, según el amor
con el cual Él le amó antes de que el mundo tuviera ninguna parte en los
tratos de Dios. Hasta esto, estábamos en el mundo; aquí en el cielo, fuera de
todo derecho que el mundo se imputa –Cristo contemplado en el fruto de ese
amor que el Padre tenía para Él antes de que existiera el mundo. Cristo,
entonces, era el deleite del Padre. Le vemos en el fruto eterno de ese amor como
Hombre. Estaremos en este amor con Él para siempre, para deleitarnos en que
nuestro Jesús, nuestro Amado, está en él, y es lo que Él es.
Entretanto,
siendo esto así, se hizo justicia a los tratos de Dios con respecto a Su
rechazo. Él había manifestado justa y perfectamente al Padre. El mundo no le
conoció, pero Jesús le había conocido, y los discípulos conocieron que el
Padre le envió. Él apela aquí, no a la santidad del Padre para que los
guardara conforme a ese bendito nombre, sino a la justicia del Padre, para que
hiciera distinción entre el mundo, por un lado, y Jesús con los Suyos por el
otro. Pues existía la razón moral, así como el amor inefable del Padre para
con el Hijo. Y Jesús quiere que nos gocemos, mientras estemos aquí abajo, al
ser conscientes de que esta distinción fue hecha por las comunicaciones de
gracia, antes que por las de juicio.
Él les declaró el nombre del Padre, y lo declararía hasta el momento cuando Él fuera a subir a lo alto, a fin de que el amor con el cual el Padre le amó, estuviera en ellos –que sus corazones poseyeran este amor en el mundo –¡qué gracia!–, y Jesús fuera en ellos el que les dispensaba este amor, la fuente de la fortaleza para gozarlo, conduciéndolo, por decirlo así, en toda la perfección en la que Él lo gozó, dentro de sus corazones, en los cuales Él moraba –Él mismo la fortaleza, la vida, la competencia, el derecho, y el medio de gozarlo de este modo, y como tal, en el corazón. Pues es en el Hijo que nos lo declara a nosotros, que conocemos el nombre del Padre, a quien Él nos revela. Es decir, Él quiere que gocemos ahora de esta relación en amor en la que le veremos en el cielo. El mundo sabrá que hemos sido amados como Jesús, cuando vengamos en la misma gloria con Él; pero nuestra porción es conocerlo ahora, estando Cristo en nosotros.
capítulo 18
La
historia de los últimos momentos de nuestro Señor, comienza después de las
palabras dirigidas al Padre. Hallaremos en esta parte el carácter general de
aquello que es relatado en este Evangelio –según todo lo que hemos visto en
él–, de modo que los acontecimientos extraerán la gloria personal del Señor.
En realidad, tenemos aquí la malicia del hombre fuertemente caracterizada; pero
el objeto principal en la figura es el Hijo de Dios, no el Hijo del Hombre
sufriendo bajo el peso de aquello que le sobrevino. No tenemos la agonía en el
jardín, ni la expresión de cuando se sintió abandonado por Dios. Los judíos
también son situados en el lugar de supremo rechazo.
La
maldad de Judas es matizada tan intensamente aquí como en el capítulo 13. Él
conocía bien el lugar, pues Jesús tenía la costumbre de reunirse allí con
Sus discípulos. ¡Qué idea la de escoger tal lugar para traicionarle! ¡Qué
dureza de corazón tan inconcebible! Pero, ¡ay, él se entregó a Satanás como
instrumento enemigo, manifestación de su poder y de su verdadero carácter!
¡Cuántas
cosas habían sucedido en aquel jardín! ¡Qué comunicaciones de un corazón
lleno del amor de Dios, que intentaba que penetrasen en los estrechos e
insensibles corazones de Sus amados discípulos! Pero todo se había perdido
para Judas. Él vino con los agentes utilizados por la malicia de los sacerdotes
y de los fariseos, para detener a la Persona de Jesús. Pero Él se les adelantó.
Es Él quien se presenta a ellos. Sabiendo todas las cosas que le iban a
suceder, sale preguntado «¿A quién buscáis»? Contestan ellos, como antes,
«a Jesús de Nazaret». La primera vez, era necesario que la gloria divina de
la Persona de Cristo se manifestara; y ahora Su cuidado por los redimidos. «Si
me buscáis», dijo el Señor, «dejad ir a estos», para que se cumpliera la
palabra «de aquellos que me has dado, no se pierda ninguno». Él se presenta
como el buen Pastor, dando Su vida por las ovejas. Él se sitúa ante ellos,
para que pudieran escapar del peligro que les amenazaba, dejando vía libre para
que vinieran los demás a él, a fin de entregarse a ellos. Aquí es toda Su
ofrenda gratuita.
Sin
embargo, cualquiera que fuese la gloria divina que manifestara, y la gracia de
un Salvador que fue fiel a los Suyos, Él procede sumiso y en la perfecta
quietud de una obediencia que calculó todo el coste con Dios, y que recibió
todo de la mano de Su Padre. Cuando la carnal y torpe energía de Pedro empleó
la fuerza para defenderle a Él, quien, con una sola palabra de Su boca hubiera
tirado al suelo a aquellos que se acercaban para prenderle, y cuando al
revelarles el objetivo de su búsqueda, privándoles de todo poder para
comprenderla, Pedro golpea al siervo Malco, Jesús ocupa el lugar de obediencia.
«La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?» La divina Persona de
Cristo había sido manifestada; la ofrenda voluntaria de Sí mismo se había
hecho, y esto, a fin de proteger a los Suyos; y ahora Su perfecta obediencia es
manifestada a la vez.
La
malicia de un corazón endurecido, y la falta de inteligencia de un corazón
carnal, pero sincero, salieron a relucir. Jesús tiene Su lugar solo y apartado.
Él es el Salvador. Sometiéndose así al hombre, a fin de cumplir los consejos
y la voluntad de Dios, Él deja que le lleven donde ellos querían. Poco lo que
se dice aquí es explicado. Jesús, aunque fue inquirido, apenas dijo nada
acerca de Él. Hay, delante tanto del sumo sacerdote como de Poncio Pilato, la
tranquila y mansa superioridad de Uno que se iba a entregar; no obstante, sólo
es condenado por el testimonio que dio de Sí mismo. Todos escucharon ya aquello
que Él había enseñado. Desafió a la autoridad inquisitiva, no de manera
oficial, sino moral y pacíficamente; y cuando fue injustamente golpeado,
protestó con dignidad y perfecta serenidad, sometiéndose a los insultos. Pero
no acató al sumo sacerdote en absoluto, al tiempo que tampoco se opuso a él.
Le abandonó a su incapacidad moral.
La
debilidad carnal de Pedro quedó manifestada, igual que antes su carnal energía.
Cuando
fue llevado ante Pilato, aunque por causa de la verdad, confesó que Él era
rey, el Señor actúa con la misma serenidad y sumisión, pero cuestiona a
Pilato instruyéndole de tal manera que éste no pudo hallar ningún delito en
Él. Moralmente incapaz, no obstante, de permanecer a la altura de aquello que
se le presentaba delante, Pilato le hubiera dejado libre echando mano de una
tradición practicada a la sazón por los gobernantes, que era la de soltarles a
los judíos un prisionero el día de la Pascua. Pero la inestable indiferencia
de una conciencia, cauterizada como estaba, y humillada ante la presencia de Uno
que también estaba siendo humillado, no fue capaz de librarse de la activa
maldad de aquellos que hacían la obra del enemigo. Los judíos rezongaron
contra la propuesta sugerida por el inquieto gobernante, y eligieron a un ladrón
en lugar de Jesús.
capítulo
19
Pilato
dio curso a su insensibilidad de costumbre. En el relato ofrecido en este
Evangelio, no obstante, los judíos eran prominentes, verdaderos autores de la
muerte del Señor. Celosos de su pureza ritualista, pero indiferentes a la
justicia, no se conformaron con juzgarle conforme a su propia ley70,
y resolvieron darle muerte por medio de los romanos, pues todo el consejo de
Dios necesitaba tener su cumplimiento.
Fue
a causa de las reiteradas exigencias de los judíos que Pilato entregó a Jesús
en sus manos –totalmente culpable de actuar así, pues había reconocido públicamente
Su inocencia, y su conciencia fue indudablemente tocada, alarmándose por las
evidencias que daban las pruebas de tener ante él a una persona fuera de lo común.
No demostró que fue tocada su conciencia, pero lo fue (cap. 19:8). La gloria
divina vislumbrándose a través de la humillación de Cristo, actúa sobre él,
y acentúa la afirmación de los judíos de que Jesús se había hecho a Sí
mismo Hijo de Dios. Pilato se burló de Él entregándole a los insultos de los
soldados, deteniéndose en este punto. Tal vez esperó que los judíos tuvieran
bastante con aquello, y presentó a la multitud a Jesús coronado de espinas.
Quizás esperó que su celo con respecto a esos insultos nacionales les moviera
a pedir su puesta en libertad. Pero, implacables en su maligno propósito,
gritaron «¡crucifícale, crucifícale!» Pilato se les opuso por causa de él,
al tiempo que les concedía libertad para hacerlo, diciéndoles que no hallaba
ningún delito en Él. Sobre esta acción, ellos apelaron a su ley judía. Tenían
una ley, según decían ellos, según la cual Él debía morir porque se hizo
Hijo de Dios. Pilato, afectado y ejercitado en la mente, se alarma aún más, y
regresando de nuevo a la sala del juicio, vuelve a preguntar a Jesús. El
orgullo de Pilato se despierta, y le pregunta a Jesús si desconocía el poder
que tenía para condenarle o dejarle libre. El Señor mantiene, al contestarle,
toda la dignidad de Su Persona. Pilato no tenía poder sobre Él, excepto si era
la voluntad de Dios –a ésta Él se sometía. La suposición de que cualquiera
podía hacer algo contra Él, si no era porque mediante aquello la voluntad de
Dios se iba a cumplir, evidenciaba el pecado de aquellos que le habían
entregado. El conocimiento de Su Persona formaba la medida del pecado cometido
contra Él. No advertir este pecado, hacía que todo fuera juzgado sobre una
falsa base, y, en el caso de Judas, quedó demostrada la ceguera moral más
absoluta. Judas conocía el poder de su Maestro. ¿Qué iba a sacar de
entregarle al hombre si no era porque había llegado Su hora? Pero, siendo éste
el caso ¿cuál fue la posición del traidor?
Jesús
habla siempre conforme a la gloria de Su Persona, por la cual estaba
absolutamente encima de las circunstancias por las que pasaba en gracia, y en
obediencia a la voluntad de Su Padre. Pilato queda profundamente turbado por la
respuesta del Señor, pero su sentimiento no fue lo bastante fuerte para sopesar
el motivo con que los judíos le presionaban. Pero sí tenía este sentimiento
el poder necesario para recriminarles a los judíos toda aquella voluntad al
condenarle, y hacerles sentir totalmente culpables del rechazo del Señor.
Pilato
intentó evitarle al Señor la ira de los judíos. Finalmente, temiendo ser
acusado de infidelidad al César, se vuelve con desprecio hacia los judíos,
diciéndole: «He aquí vuestro Rey», actuando, aunque de modo inconsciente,
bajo la mano de Dios para sacar aquella inolvidable palabra de labios de ellos,
su condenación, y su calamidad hasta ese día. «No tenemos más rey que César».
Negaron a su Mesías. La fatídica palabra, que atrajo el juicio de Dios, fue
ahora pronunciada; y Pilato les entregó a Jesús.
Jesús,
humillado y llevando la cruz, ocupa Su lugar con los transgresores. Sin embargo,
Aquel que quería que todo se cumpliera, ordenó que se rindiera un testimonio
de Su dignidad; y Pilato –tal vez para ofender a los judíos, y ciertamente
para cumplir los propósitos de Dios–, fija en la cruz el título del Señor
«Jesús de Nazaret, rey de los judíos». La doble verdad: el nazareno
menospreciado es el Mesías verdadero. Aquí, entonces, como en todo este
Evangelio, los judíos ocupan su lugar como rechazados de Dios.
Al
mismo tiempo, el apóstol muestra –aquí como en todas partes– que Jesús
era el verdadero Mesías, citándoles las profecías que hablan de lo que le
sucedió a Él en general, con respecto a Su rechazo y Sus sufrimientos, de modo
que quedó demostrado que Él era el Mesías por las mismas circunstancias en
que fue rechazado por el pueblo.
Después
de la historia de Su crucifixión, como el acto del hombre, tenemos aquello que
lo caracteriza con respecto a lo que Jesús fue sobre la cruz. La sangre y el
agua manaron de Su costado perforado.
La
devoción de las mujeres que le siguieron, menos importante quizás desde el ángulo
de la acción, resplandece a su propia manera en esa perseverancia de amor que
las llevó cerca de la cruz. La más responsable posición, incluso, de los apóstoles
como hombres, apenas les dio ocasión; pero esto no quita el privilegio que la
gracia concede a la mujer fiel a Jesús. Fue la oportunidad para Cristo de
darnos una nueva enseñanza, mostrándose tal como Él mismo era, y presentando
Su obra ante nosotros, sobre toda circunstancia del momento, como el efecto y la
expresión de una energía espiritual que le consagró, como Hombre, enteramente
a Dios, ofreciéndose también a Él por el Espíritu Eterno. Su obra estaba
hecha. Se había ofrecido a Sí mismo. Volvía, por decirlo así, a Sus
relaciones personales. La naturaleza, en Sus sentimientos humanos, es vista en
su perfección; y, al mismo tiempo, Su superioridad divina, personalmente, hacia
las circunstancias por las que pasó en gracia como el Hombre obediente. La
expresión de Sus sentimientos filiales demuestra que la consagración a Dios,
la cual quitó de Él aquellos afectos que son, por naturaleza, necesidad y
deber por igual en el hombre, no fue la falta de sentimientos humanos, sino el
poder del Espíritu de Dios. Viendo a las mujeres, no les habló más como
Maestro y Salvador, la resurrección y la vida. Es Jesús, un Hombre,
individualmente, en Su relación humana.
«Mujer»,
dice Él «he aquí a tu hijo» –encomendando a Su madre al cuidado de Juan,
el discípulo que amaba Jesús– y al discípulo «He aquí tu madre», y desde
entonces ese discípulo la llevó a su casa. ¡Dulce y preciosa comisión! Una
confianza que hablaba de aquello lo cual, aquel que fue así amado, solamente
podía apreciar, siendo su inmediato objeto. Esto nos muestra también que Su
amor por Juan tenía un carácter de afecto humano y apego, conforme a Dios,
pero no esencialmente divino, aunque era lleno de gracia divina –una gracia
que concedía a todo su valor, pero que se vestía con la realidad del corazón
humano. Fue esto, evidentemente, lo que ataba a Juan y a Pedro juntos. Jesús
era su único y común objeto. De personalidades muy diferentes –y todavía más
estando unidos de ese modo– ellos sólo pensaban en una cosa. La consagración
a Jesús es el vínculo más fuerte entre corazones humanos. Les priva del yo, y
poseen una sola alma de pensamiento, intención y propósito firme, porque
tienen solamente un objeto. Pero en Jesús esto era perfecto, y también era
gracia. No se dice «El discípulo que amaba Jesús», lo cual hubiera estado
bastante fuera de lugar. Hubiera sido desposeer a Cristo de Su lugar, de Su
dignidad y gloria personal, y destrozar el valor de Su amor hacia Juan. No
obstante, Juan amaba a Cristo, y en consecuencia apreciaba así el amor de su
Maestro; y, unido su corazón a Él por la gracia, se entregó a la ejecución
de su dulce comisión, la cual él se deleita de hacer constar aquí. Es
realmente el amor el que la relata, aunque no esté hablando de sí mismo.
Creo
que vemos nuevamente este sentimiento –usado por el Espíritu de Dios, no
evidentemente como la base, sino para dar toda su virtud a la expresión de
aquello que había visto y oído–, al comienzo de la primera epístola de
Juan.
Vemos
también aquí que este Evangelio no nos muestra a Cristo bajo el peso de Su
sufrimiento, sino en la actuación en conformidad a la gloria de Su Persona
sobre todas las cosas, y cumpliendo todo en gracia. En serenidad perfecta, Él
provee para Su madre; habiendo hecho así, Él sabe que todo está consumado.
Según el lenguaje humano, tenía completo control de Sí mismo.
Hay
todavía una profecía que tenía que cumplirse. Dice Él «Tengo sed», y, como
Dios había predicho, le dieron vinagre. Sabe que ahora no quedaba ningún
detalle de todo lo que hasta entonces había ido cumpliéndose. Inclinó Su
cabeza, y entregó el espíritu71.
Así,
cuando toda la obra divina es consumada, el divino Hombre entregando Su espíritu,
abandona el cuerpo que fue su órgano y su recipiente. Llegó el momento para
hacerlo así; y haciéndolo, aseguró el cumplimiento de otra palabra divina «No
quebrarás hueso suyo». Todo tenía su parte en el cumplimiento de estas
palabras, y los propósitos de Aquel que las pronunció de antemano.
Un
soldado atravesó Su costado con una lanza. Es de un Salvador muerto que emanan
las señales de una eterna y perfecta salvación –el agua y la sangre; la una
para lavar al pecador, y la otra para expiar sus pecados. El Evangelista lo vio.
Su amor por el Señor le hace recordar que le vio así hasta el final; y lo
explica a fin de que podamos creer. Pero si vemos en el discípulo amado el
recipiente que utilizó el Espíritu Santo –y muy dulce es el verlo, y
conforme a la voluntad de Dios–, vemos claramente quién es el que lo usa. ¡Cuántas
cosas no vería Juan que no las explica aquí! El grito de angustia y de
abandono, el terremoto, la confesión del centurión, la historia del ladrón:
todas estas cosas acontecieron ante sus ojos, fijados en su Maestro; pero no las
menciona. Habla de aquello que era su Amado en medio de todo ello. El Espíritu
Santo le hace relatar aquello concerniente a la gloria personal de Jesús. Sus
afectos le hacían sentir en todo ello una tarea dulce y agradable. El Espíritu
Santo se la inculcó, utilizándole en aquello en lo cual era bien apto para
realizar. Por gracia, el instrumento se prestó para la obra para la cual le
apartó el Espíritu Santo. Su memoria y su corazón estaban bajo la dominante y
exclusiva influencia del Espíritu de Dios, el cual los empleó en Su obra. Uno
siente compasión del instrumento; uno cree en aquello que el Espíritu Santo
relata por medio de él, pues las palabras son aquellas del Espíritu.
No
hay nada más emotivo y más profundamente interesante que la gracia divina
expresándose en el candor humano, tomando su forma. Mientras que posee toda la
realidad del afecto humano, tenía todo el poder y profundidad de la gracia
divina. Fue por gracia divina que Jesús tenía tales afectos. Por otro lado,
nada podía estar más lejos de la apreciación de esta soberana fuente de amor
divino, emanando a través del perfecto canal por el que se conducía con su
propio poder, que la pretensión de expresar nuestro amor como recíproco; ello
sería, por el contrario, errar completamente en esta apreciación. Verdaderos
santos entre los Moravios han llamado a Jesús «hermano», y otros han copiado
sus himnos o esta expresión. La Palabra nunca dice esto. «No se avergüenza de
llamarnos hermanos», pero es otra cosa muy distinta para nosotros el llamarle a
Él lo mismo. La dignidad personal de Cristo nunca deja de ser en la intensidad
y ternura de Su amor.
capítulo 20
En
este capítulo tenemos, en un resumen de varios de los hechos principales que
sucedieron después de la resurrección de Jesús, una imagen de todas las
consecuencias de aquel gran acontecimiento en relación directa con la gracia
que los produjo, y con los afectos que deberían verse en los fieles cuando son
llevados nuevamente a la relación con el Señor. Al mismo tiempo, es una imagen
de los caminos de Dios hasta la revelación de Cristo al remanente, antes del
milenio. En el capítulo 21, el milenio es representado a nosotros.
María Magdalena,
de la cual había echado Él a siete demonios, aparece primero en escena –una
emotiva expresión de los caminos de Dios. Ella representa, no lo dudo, al
remanente judío de ese día, personalmente unido al Señor, pero desconociendo
el poder de Su resurrección. Está sola en su amor; la misma fuerza de su
afecto la hace sentirse sola. Ella no fue la única en ser salva, pero acude
sola a buscar –erróneamente, si se prefiere, pero a buscar– a Jesús, antes
de que el testimonio de Su gloria resplandezca en un mundo de tinieblas, porque
ella le amaba. Llega antes que las otras mujeres, mientras era aún oscuro. Es
un corazón amante –lo hemos visto ya en las mujeres creyentes– ocupado con
Jesús, cuando el testimonio público del hombre es todavía muy laxo. Y es a
esto que primero se manifestó cuando resucitó. No obstante, el corazón de
ella sabía dónde hallar una respuesta. Se marcha a Pedro y al otro discípulo
que amaba Jesús, cuando no halla el cuerpo de Cristo. Pedro y el otro discípulo
van y hallan las pruebas de una resurrección llevada a cabo –en cuanto a Jesús
mismo– con toda la compostura que merecía el poder de Dios, grande como sería
la alarma que crearía en la mente del hombre. No hubo prisas, todo estaba en
orden, y Jesús no estaba allí.
Los
dos discípulos, sin embargo, no son llevados por el mismo sentimiento que aquel
que llenaba el corazón de María, quien fue el objeto de una liberación tan
poderosa72
por parte del Señor. Ellos vieron, y sobre estas pruebas tangibles, creyeron.
No fue el entendimiento espiritual de los pensamientos de Dios por medio de Su
palabra; ellos vieron y creyeron. No hubo nada en ello que mantuviera
unidos a los discípulos. Jesús se había ido; resucitó. Ellos estuvieron
satisfechos sobre este punto, y marcharon a sus hogares. Pero María,
llevada por el afecto antes que por la inteligencia, no está satisfecha con el
frío reconocimiento de que Jesús había resucitado73.
Ella le creía muerto todavía, porque no le poseía. Su muerte, el hecho de que
no le hallara otra vez, añadía a la intensidad de su afecto, pues Él mismo
era su objeto. Todas las señales de este afecto se reproducen aquí del modo más
emotivo. Ella supuso que el hortelano debía saber de quién se trataba, sin decírselo
ella, pues sólo pensaba en uno –como si yo preguntara por un objeto
amado en una familia, «¿cómo está?». Inclinándose sobre el sepulcro,
vuelve su cabeza cuando Él se acerca; pero entonces el buen Pastor, resucitado
de los muertos, llama a Su oveja por su nombre; y la apreciada y conocida voz
–poderosa conforme a la gracia que así le llamaba– revela al instante a
Aquel que ella escuchó. Se vuelve a Él, contestando «Raboni, mi Maestro».
Pero
mientras que se reveló así al querido remanente, al cual Él liberó, todo
cambia en su posición y en Su relación con ellos. Él no moraría ahora
corporalmente en medio de Su pueblo sobre la Tierra. No volvió para restablecer
el reino en Israel. «No me toquéis», dijo a María. Pero por la redención
efectuó una cosa mucho más importante. Él los ubicó en la misma posición
que Él mismo con Su Padre y Su Dios; y los llama –lo cual no hizo nunca, y
nunca pudo haber hecho antes– Sus hermanos. Hasta Su muerte, el grano de trigo
permaneció solo. Puro y perfecto, el Hijo de Dios no podía permanecer en la
misma relación para con Dios que el pecador; pero, en la gloriosa posición que
Él iba a retomar como Hombre, podía, a través de la redención, asociarse con
Sus redimidos, lavados, regenerados y adoptados en Él.
Él
les comunica una palabra de la nueva posición que habían de tener en común
con Él. Dice a María «No me toques, mas ve a mis hermanos y diles que subo a
mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios». La voluntad del Padre
–realizada por medio de la gloriosa obra del Hijo, quien, como Hombre, tomó
Su lugar, aparte del pecado, con Su Dios y Padre –y la obra del Hijo, la
fuente de vida eterna a ellos, han introducido a los discípulos en la misma
posición que Él mismo delante del Padre.
El
testimonio dado de la verdad, reúne a los discípulos. Se congregan tras
puertas cerradas, desprotegidos ahora por el cuidado y poder de Jesús, el Mesías,
Jehová sobre la Tierra. Pero si no iban a tener ya el refugio de la presencia
del Mesías, tienen a Jesús en su centro, trayéndoles aquello que no podían
tener antes de Su muerte: paz.
Pero
Él no les llevó esta bendición meramente como su propia porción. Habiéndoles
dado pruebas de Su resurrección, y que en Su cuerpo Él era el mismo Jesús,
los establece en esta paz perfecta como el punto de partida de su misión. El
Padre, fuente eterna e infinita de amor, envió al Hijo, quien habitó en ella,
quien fue el testigo de ese amor, y de la paz que Él, el Padre, derramó en
derredor Suyo, donde el pecado no existía. Rechazado en Su misión, Jesús había
–en nombre de un mundo donde existía el pecado– hecho la paz para todos
aquellos que recibieran el testimonio de la gracia, la cual produjo esta paz. Y
Él ahora envía a Sus discípulos desde el seno de esa paz en la que los
introdujo, por la remisión de los pecados a través de Su muerte, para que
dieran testimonio de ella en el mundo.
Nuevamente
dice «Paz a vosotros» para enviarlos al mundo vestidos y llenos de esa paz,
calzados sus pies con ella, incluso como el Padre le había enviado a Él. Les
da el Espíritu Santo para este fin, que conforme a Su poder pudieran ellos
llevar la remisión de pecados a un mundo subyugado por el pecado.
No
dudo que, históricamente hablando, el Espíritu es aquí distinguido de Hechos
2, puesto que aquí se trata de un aliento de vida interior, como Dios puso el
aliento de vida en la nariz de Adán. No es el Espíritu Santo enviado desde el
cielo. Así, Cristo, quien es un espíritu vivificante, comunica la vida
espiritual a ellos conforme al poder de la resurrección74.
En cuanto a la escena general presentada en figura en este pasaje, es el Espíritu
ofrecido a los santos reunidos por el testimonio de Su resurrección y Su ida al
Padre, como toda la escena representa la asamblea en sus actuales privilegios.
Así, tenemos al remanente unido a Cristo por amor; los creyentes
individualmente reconocidos como hijos de Dios, y en la misma posición ante Él
como Cristo; y entonces la asamblea fundada sobre este testimonio reunida con
Cristo en el centro, el disfrute de la paz; y sus miembros, constituidos
individualmente, en relación con la paz que Cristo hizo, un testigo al mundo de
la remisión de pecados –siendo encomendada a ellos su administración.
Tomás
representa a los judíos de los últimos días, quienes creerán cuando verán.
Bienaventurados aquellos que creyeron sin haber visto. Pero la fe de Tomás no
tiene que ver con la posición de hijos. Él reconoce, como lo hará el
remanente, que Jesús es su Señor y su Dios. Él no estuvo con ellos en su
primera reunión como Iglesia.
El
Señor aquí, por Sus acciones, consagra el primer día de la semana para Su
reunión con los Suyos, en espíritu aquí abajo.
El Evangelista está muy lejos de agotar todo lo que había por contar acerca de lo que hizo Jesús. El objeto de aquello ya contado está ligado con la comunicación de la vida eterna en Cristo; primero, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y en segundo lugar, que al creer tenemos vida en Su nombre. A esto es consagrado el Evangelio.
capítulo
21
El
siguiente capítulo, mientras que rinde un nuevo testimonio de la resurrección
de Jesús, nos da –hasta el versículo 13– una imagen de la obra milenaria
de Cristo; a partir de ahí hasta el final, las porciones especiales de Pedro y
Juan en relación con su servicio a Cristo. La aplicación es limitada a la
Tierra, pues ellos conocieron a Jesús sobre la misma. Es Pablo quien nos dará
la posición celestial de Cristo y de la asamblea. Pero él no tiene ningún
lugar aquí.
Conducidos
por Pedro, varios de los apóstoles se van a pescar. El Señor les sale al
encuentro en las mismas circunstancias que aquellas en las que los halló en el
principio, y se revela a ellos del mismo modo. Juan comprende enseguida que es
el Señor. Pedro, con su energía de costumbre, se lanza al mar para llegarse al
Señor.
Observemos
aquí que nos hallamos de nuevo sobre el terreno de los Evangelios históricos
–es decir, que el milagro realizado de la captura de peces lleva aparejada la
obra de Cristo sobre la Tierra, y está en la esfera de Su anterior asociación
con Sus discípulos. Es Galilea, no Betania. No tiene el carácter usual de la
doctrina de este Evangelio, el cual presenta a la Persona divina de Jesús,
fuera de toda dispensación, aquí abajo, elevando nuestros pensamientos sobre
tales objetos. Aquí –al final del Evangelio y del esquema ofrecido en el capítulo
20 sobre el resultado de la manifestación de Su Persona divina y de Su obra–,
el Evangelista viene por vez primera al terreno de los evangelios sinópticos,
de la manifestación y frutos venideros de la relación de Cristo con la Tierra.
Así, la aplicación del pasaje a este punto no es meramente una idea que
sugiera el relato a la mente, sino que descansa en la enseñanza general de la
Palabra.
Existe
todavía una notable diferencia entre aquello que tuvo lugar en el principio, y
con lo que ocurrió aquí. En la escena anterior, el bote empezó a hundirse, y
las redes se rompieron. No pasa lo mismo aquí, y el Espíritu Santo marca esta
circunstancia como distintiva: la obra milenial de Cristo no es ofuscada. Él
está allí después de resucitar, y aquello que Él lleva a cabo no descansa,
en sí mismo, en la responsabilidad del hombre en cuanto a su efecto aquí
abajo: la red no se rompe. Asimismo, cuando los discípulos traen el pescado que
habían cogido, el Señor dispone ya de unos allí. Así será sobre la Tierra
finalmente. Antes de Su manifestación, Él se habrá preparado un remanente
sobre la Tierra; pero tras Su manifestación Él reunirá a una multitud también
del mar de las naciones.
Se
presenta otra idea. Cristo está de nuevo en compañía de Sus discípulos. «Venid»,
dice Él, «comamos». No se trata aquí de las cosas celestiales, sino de la
renovación de Su relación con Su pueblo en el reino. Todo esto no pertenece de
forma directa al sujeto de este Evangelio, el cual nos lleva más alto. Por
consiguiente, es introducido de forma misteriosa y simbólica. Se refiere a esta
aparición de Cristo como la tercera. Dudo de que ésta sea la manifestación
antes de Su muerte, incluida en el número. La aplicaría más bien a aquello
que, después de resucitar, originó la reunión de los santos como asamblea; en
segundo lugar, a una revelación de Sí mismo a los judíos según aquello
presentado en el Cantar de los Cantares; y por último, Él ya habrá reunido al
remanente. Su aparición como el relámpago queda fuera de todas estas cosas.
Históricamente, las tres apariciones ocurrieron –el día de Su resurrección,
el siguiente día de la semana, y Su aparición en el Mar de Galilea.
Más
tarde, en un pasaje lleno de gracia inefable, Él confía al Padre el cuidado de
Sus ovejas –no lo dudo, de Sus ovejas hebreas; él es el apóstol de la
circuncisión–, y deja a Juan un período indefinido de transitoriedad sobre
la Tierra. Sus palabras se aplican mucho más a su ministerio que a sus
personas, con la excepción de un versículo que se refiere a Pedro. Pero este
requiere un poco más de explicación.
El
Señor comenzó con la plena restauración del alma de Pedro. No le reprende su
falta, sino que juzga el mal que la produjo: la autoconfianza. Pedro afirmó que
si todos negaban a Jesús, él no lo haría. El Señor por tanto le preguntó:
«¿Me amas más que estos?» y Pedro fue obligado a reconocer que se precisaba
la omnisciencia de Dios para saber que él, quien se había inflado de tener más
amor que los otros por Jesús, no tenía en realidad ningún afecto en absoluto
por Él. Y siendo hecha la pregunta tres veces, debió sin duda escudriñar lo
profundo de su corazón. No fue hasta la tercera vez que dijo «Tú sabes todas
las cosas; sabes que te amo». Jesús no dejó libre su conciencia hasta que no
hubo llegado a este punto. No obstante, la gracia que hizo esto para el bien de
Pedro –la gracia que le siguió a pesar de todo, orando por él antes de que
sintiese su necesidad o que hubiera cometido la falta– también es perfecta
aquí. Pues, en el momento en que podía pensarse que a lo sumo él habría sido
readmitido mediante la paciencia divina, el testimonio más fuerte de la gracia
es prodigado sobre él. Cuando se humilló por su falta, y llevado a la entera
dependencia sobre la gracia, la sobreabundante gracia se manifiesta. El Señor
le encomendó aquello que más amaba –las ovejas que justo había redimido.
Las confió al cuidado de Pedro. Ésta es la gracia que sobrepasa al todo del
hombre, la cual produce en consecuencia confianza, no en el yo, sino en Dios, en
Uno cuya gracia es siempre meritoria de confianza, como siendo lleno de gracia,
y perfecto en ésta, la cual está por encima de todo, y que es siempre la
misma; una gracia que nos capacita para realizar la obra de la gracia para con
la persona que la necesita. Crea una confianza en proporción a la medida en la
que actúa.
Creo
que las palabras del Señor se aplican a las ovejas ya conocidas por Pedro; y
con las cuales solamente Jesús había estado a diario, quien naturalmente las
tendría presentes, y en la escena donde vemos que este capítulo nos pone
delante: las ovejas de la casa de Israel.
Según
me parece, hay una progresión en aquello que el Señor dice a Pedro. Le
pregunta: «¿Me amas más que éstos?» Pedro contesta «Sabes que tengo afecto
por ti». Jesús le contesta «Apacienta mis corderos». La segunda vez dice
solamente: «¿Me amas?» omitiendo la comparación entre Pedro y el resto, y su
anterior pretensión. Pedro repite la afirmación de su afecto. Jesús le dice
«Apacienta mis ovejas». La tercera vez: «¿Tienes afecto por mí?» usando
las mismas palabras que Pedro; y al responder éste, como hemos visto,
aprovechando el uso de sus palabras por el Señor, le dice «Apacienta mis
ovejas». Los vínculos entre Pedro y Cristo conocidos sobre la Tierra le
capacitaban para pastorear el redil del remanente judío –apacentar los
corderos, mostrándoles al Mesías como Él fue, y actuar como un pastor, al
guiar a aquellas que estaban más avanzadas, y proveyéndolas de alimento.
Pero la gracia del amante Salvador no se detuvo aquí. Pedro podía sentir todavía el pesar de haber desperdiciado una oportunidad tal de confesar al Señor en el momento crítico. Jesús le aseguró que si había fallado al hacerlo de su propia voluntad, debería dejarse llevar para hacerlo por la voluntad de Dios; y cuando de joven se ceñía solo, otros le ceñirían a él de viejo y le llevarían donde él no quisiera. Le sería dado por voluntad de Dios el morir por el Señor, como lo afirmó anteriormente en su presteza a hacerlo desde sus propias fuerzas. Ahora que Pedro también fue humillado y llevado enteramente bajo la gracia –supo que no había en él fuerzas– sintió su dependencia del Señor, su absoluta ineficacia si confiaba en su propio poder –ahora, repito, el Señor llama a Pedro a seguirle, lo cual pretendió hacer cuando Él le dijo que no podía hacerlo. Era esto lo que su corazón deseaba. Alimentando a aquellos que Jesús continuó alimentando hasta Su muerte, vería cómo Israel rechazaba todo, incluso como Cristo les vio hacerlo; y terminar su obra, como Cristo hubo visto Su obra terminar –el juicio listo para ser derramado, empezando en la casa de Dios. Finalmente, aquello que pretendió hacer y no pudo, lo haría ahora –seguir a Cristo a la prisión, hasta la muerte.
Luego
viene la historia del discípulo que Jesús amaba. Habiendo escuchado Juan, sin
duda, la llamada dirigida a Pedro, también se pone en seguimiento; y Pedro,
unido a él, como hemos visto, por su común amor al Señor, pregunta qué
sucedería con él en caso de no seguirle. La respuesta del Señor anuncia la
porción y ministerio de Juan, pero, según me parece, en relación con la
Tierra. La expresión enigmática del Señor es, no obstante, igual de notable
que importante: «Si yo quiero que él quede hasta que yo venga, qué a ti?»
Ellos pensaron, en consecuencia, que Juan no moriría. El Señor no dijo esto
–una advertencia de no atribuir un significado a Sus palabras, en lugar de
recibirlo; y al mismo tiempo mostrando nuestra necesidad de la ayuda el Espíritu
Santo. Pues las palabras podrían ser tomadas literalmente así. Prestando
atención yo mismo, confío, a esta advertencia, diré lo que creo ser el
significado de las palabras del Señor, del cual no dudo –un significado que
ofrece la clave a muchas otras expresiones del mismo tipo.
En
la narrativa del Evangelio, estamos en relación con la tierra –es decir, la
relación de Jesús con la Tierra. Plantado sobre la Tierra en Jerusalén, la
asamblea, como la casa de Dios, es reconocida formalmente tomando el lugar de la
casa de Jehová en Jerusalén. El remanente salvado por el Mesías no tenía que
estar ya en relación con Jerusalén, el centro de la reunión de los gentiles.
En este sentido, la destrucción de Jerusalén puso término judicialmente al
nuevo sistema de Dios sobre la Tierra –un sistema promulgado por Pedro (Hechos
3) con respecto al que Esteban declaró a los judíos su resistencia al Espíritu
Santo, y fue enviado, por así decirlo, como un mensajero tras de Aquel que
marchó a recibir el reino y volver. Mientras que Pablo –escogido de entre
aquellos enemigos de las buenas nuevas ofrecidas a los judíos por el Espíritu
Santo después de la resurrección de Cristo, y separado de judíos y gentiles,
a fin de ser enviado a estos últimos–, lleva a cabo una obra nueva que estaba
oculta de los profetas de antiguo, esto es, la reunión de una asamblea
celestial, sin distinción de judíos o gentiles.
La
destrucción de Jerusalén terminó con uno de estos sistemas, y con la
existencia del judaísmo conforme a la ley y las promesas, dejando solamente la
asamblea celestial. Juan permaneció –el último de los doce– hasta ese período,
y después de Pablo, a fin de velar sobre la asamblea establecida sobre esa
base, es decir, como la organizada y terrenal estructura del testimonio de Dios
responsable en este carácter, y el sujeto de Su gobierno sobre la Tierra. Pero
esto no es todo. En su ministerio, Juan continuó hasta el final, hasta la
venida de Cristo en juicio sobre la Tierra; y él ha vinculado el juicio de la
asamblea, como testimonio responsable sobre la Tierra, con el juicio del mundo,
cuando Dios reiniciará Sus relaciones con la Tierra en gobierno –siendo
acabado el testimonio de la asamblea, y tras haber sido arrebatada, conforme a
su propio carácter, para estar con el Señor en el cielo.
Así,
el Apocalipsis presenta el juicio de la asamblea sobre la Tierra, como el
testigo formal para la verdad; y luego sigue hasta la reanudación del gobierno
de la Tierra, en vista del establecimiento del Cordero en el trono, y el
abandono del poder del mal. El carácter celestial de la asamblea es hallada
solamente allí, donde sus miembros son exhibidos en tronos como reyes y
sacerdotes, y cuando las bodas del Cordero tengan lugar en el cielo. La Tierra,
–después de las siete iglesias– no tiene ya el testimonio celestial. No es
el asunto, tampoco en las siete asambleas, o en la así llamada parte profética.
Tomando las asambleas como tales en aquellos días, la asamblea conforme a Pablo
no es vista allí. Tomando las asambleas como descripciones de la asamblea, el
asunto del gobierno de Dios sobre la Tierra, lo tenemos hasta su rechazo final;
la historia es continua, y la parte profética relacionada directamente con el
fin de la asamblea: sólo que, en lugar de ella, tenemos el mundo y luego a los
judíos75.
La
venida de Cristo, por consiguiente, referida al final del Evangelio, es Su
manifestación sobre la Tierra; y Juan, quien vivió en persona hasta la
culminación de todo aquello que fue presentado por el Señor en relación con
Jerusalén, continúa aquí, en su ministerio, hasta la manifestación de Cristo
al mundo.
En
Juan, entonces, tenemos dos cosas. Por una parte, su ministerio, por lo que
respecta su relación con la dispensación y caminos de Dios, no sobrepasa
aquello que es terrenal: la venida de Cristo es Su manifestación para completar
esos caminos, y establecer el gobierno de Dios. Por otra parte, él nos une con
la Persona de Jesús, el cual está por encima y fuera de todas las
dispensaciones, y de todos los tratos de Dios, salvo que es la manifestación de
Dios mismo. Juan no entra en el terreno de la asamblea como Pablo lo presenta.
Se trata, o de Jesús personalmente, o de las relaciones de Dios con la Tierra76.
Su epístola presenta la reproducción de la vida de Cristo en nosotros, guardándonos
así de toda pretensión de maestros perversos. Pero por estas dos partes de la
verdad, tenemos un sustento precioso de la fe dada a nosotros, cuando todo lo
perteneciente al cuerpo de testimonio pueda fracasar: Jesús, personalmente el
objeto de la fe en quien conocemos a Dios; la vida misma de Dios, reproducida en
nosotros, siendo vivificados por Cristo. Esto es para siempre más cierto, y es
la vida eterna, si estuviéramos solos sin la asamblea aquí abajo; y es lo que
nos transporta sobre sus ruinas, en posesión de aquello que es esencial, y de
lo que permanecerá para siempre. El gobierno de Dios decidirá todo lo demás;
sólo es nuestro el privilegio y el deber de mantener la parte de Pablo del
testimonio de Dios, mientras la gracia nos conceda hacerlo.
Observemos
también que la obra de Pedro y de Pablo es aquella de reunir, ya sea en la
circuncisión o a los gentiles. Juan es conservador, manteniendo aquello
esencial en la vida eterna. Relata el juicio de Dios en relación con el mundo,
pero como un asunto fuera de sus propias relaciones con Dios, las cuales son
dadas como introducción y exordio al Apocalipsis. Él siguió a Cristo cuando
Pedro fue llamado, porque aunque Pedro estaba ocupado, como Cristo lo estuvo,
con el llamamiento de los judíos, Juan –sin ser llamado a esa obra– le
siguió sobre la misma base. El Señor nos lo explica, como hemos visto.
Los
versículos 24 y 25 son una clase de inscripción sobre el libro. Juan no ha
relatado todo lo que hizo Jesús, sino aquello que le reveló a Él como la vida
eterna. En cuanto a Sus obras, eran innumerables.
Aquí, gracias a Dios, quedan descubiertos estos cuatro preciosos libros hasta donde me ha permitido Dios llegar, en sus grandes principios. La meditación de sus contenidos en detalle, debo dejarla a cada corazón individual, asistido por la poderosa operación del Espíritu Santo; pues si se estudian detalladamente, casi podría convenirse con el apóstol en que el mundo no podía contener todos los libros que habrían que escribirse. ¡Pueda Dios en Su gracia llevar a las almas al gozo de las inagotables corrientes de la gracia y de la verdad en Jesús, contenidas en ellos!
Referencias
1 La forma de la expresión en griego es muy fuerte, identificando completamente la vida con la luz de los hombres, como proposiciones coextensivas. Volver a nota 1
2 No es aquí mi intención revelar la manera en que el Verbo se enfrenta con los errores de la mente humana, pero, de hecho, como revela la verdad de parte de Dios, también tiene extraordinarias respuestas para todos los pensamientos erróneos del hombre. Con respecto a la Persona del Señor, los primeros versículos del capítulo dan testimonio de ello. Aquí el error, el cual hizo del principio de las tinieblas un segundo dios en conflicto semejante con el buen Creador, es refutado por el simple testimonio de que la vida era la luz, y las tinieblas una condición moral, sin poder y negativa, en medio de la cual esta vida se manifestó en luz. Si tenemos la verdad misma, no tenemos necesidad de encontrarnos con el error. Conocida la voz del Buen Pastor, estamos seguros que ninguna otra es la de Él. Pero, de hecho, la posesión de la verdad, tal como es revelada en la Escrituras, es una respuesta a todos los errores en los que el hombre ha caído, innumerables como sean. Volver a nota 2
3 Los hijos, en los escritos de Pablo, es el lugar que los cristianos tienen en relación con Dios, en el cual Cristo los ha llevado por la redención, es decir, Su propio lugar de parentesco con Dios conforme a Sus consejos. Hijos es que son de la familia del Padre –ambos se hallan en Romanos 8:14-16, y la fuerza de ambos puede verse allí. Clamamos «Padre» como los niños, pero por el Espíritu tomamos el lugar de hijos adultos con Cristo delante de Dios. Hasta el final del versículo 13, tenemos de forma abstracta lo que Cristo era intrínsecamente y desde la eternidad, y lo que el hombre era: tinieblas. Este primero hasta el final del versículo 5. Después los tratos de Dios, el lugar de Juan y su servicio; luego vino la luz al mundo que había creado, y no la conoció, a los Suyos, los judíos, y no la quisieron. Pero había aquellos que, nacidos de Dios, tenían potestad de tomar el lugar de hijos, una raza nueva. Volver a nota 3
4 Es realmente la fuente de toda bendición; pero la condición del hombre era tal que sin Su muerte nadie hubiera tenido ninguna parte en la bendición. A menos que el grano de trigo cayera en la tierra y muriera, quedaba solo; pero si moría, producía mucho fruto. Volver a nota 4
5 En realidad, esta ley decía lo que el hombre debía ser, no lo que éste o cualquier otra cosa fuesen ya, y esto es propiamente la verdad. Volver a nota 5
6 El capítulo queda dividido de la siguiente manera: 1-18 (esta parte está subdividida en 1-5, 6-13, 14-18), 19-28, 29-34 (subdividido en 29-31, 32-34), 35 hasta el final. Estos últimos versículos quedan fragmentados en 35-42, y desde el 42 hasta el final. Es decir, lo que primero es Cristo de manera abstracta e intrínseca –el testimonio de Juan acerca de Él como la luz; pero cuando viene, lo que Él es personalmente en el mundo– Juan, solo precursor de Jehová, es testigo de la excelencia de Cristo. La obra de Cristo –Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, bautizando con el Espíritu Santo, y es Hijo de Dios; Juan reúne para Él, y Él reúne para consigo mismo. Esto continúa hasta que el remanente justo de Israel le reconoce como Hijo de Dios, Rey de Israel. Más tarde, pasa a ocupar el carácter más extenso de Hijo del hombre.
Todos los caracteres personales de Cristo, por decirlo así, son hallados aquí y Su obra, pero no Sus caracteres relativos, no Cristo, no el Sacerdote, no la Cabeza de la asamblea como Su cuerpo, sino el Verbo, el Hijo de Dios, el Cordero de Dios, el Rey de Israel, y el Hijo del hombre, según el Salmo 8, a quien servían los ángeles; Dios además, la vida, y la luz de los hombres. Volver a nota 6
7 La afirmación estrictamente abstracta termina en el versículo 5, y continúa por sí misma. El recibimiento de Cristo venido al mundo como la luz presenta a Juan en escena. No estamos ya en lo estrictamente abstracto, (aunque no se desarrolle el objeto –lo que el Verbo devino–) es histórico en cuanto al recibimiento de la luz, mostrando así lo que el hombre era y aquello que es por gracia cuando nace de Dios, en referencia al objeto. Volver a nota 7
8 Como el diluvio, la ley, la gracia. Hubo un paraíso de inocencia, luego un mundo de pecado, más tarde un reino de justicia, y finalmente un mundo –nuevos cielos y nueva tierra– en donde morará la justicia. Pero hay la justicia eterna, fundamentada sobre esa obra del Cordero de Dios, la cual nunca perderá su valor. Es un estado inmutable de cosas. La Iglesia o asamblea es algo que está por encima y de lado de todo esto, aunque esté revelada en ello. Volver a nota 8
9 Adviértase que no es su testimonio público, sino la expresión sin rumbo de su corazón, la que ellos oyen. Volver a nota 9
10 Un principio del más profundo interés para nosotros, como el efecto de la gracia. Al recibir a Jesús, recibimos todo lo que Él es, pese a que en ese momento podamos percibir solamente en Él aquella parte que es la menos exaltada de Su gloria. Volver a nota 10
11 Estos versículos 38 y 43 se asemejan a los dos caracteres bajo los que tenemos que ver a Cristo. Él recibe a los discípulos y éstos moran con Él, y Él les ordena que le sigan. Nosotros no tenemos un mundo donde poder morar, ni un centro que distribuya en torno a él a aquellos justamente dispuestos por la gracia. Ningún profeta ni ningún siervo de Dios podría. Cristo es el único centro de reunión en el mundo. Después, el seguimiento de Él implica que no estamos en el reposo de Dios. En Edén no era necesario el llamamiento a un seguimiento. En el cielo no habrá ninguno. Será gozo perfecto y descanso donde estemos. En Cristo tenemos un objeto divino, mostrándonos una senda diáfana a través de un mundo en el que no podemos descansar con Dios, porque el pecado está ahí. Volver a nota 11
12 No «a partir de entonces». Muchas fuentes omiten esta palabra. Volver a nota 12
13 Excepto aquello que concierne a la asamblea y a Israel. Aquí, Él no es Sumo Sacerdote, ni Cabeza del Cuerpo, no es revelado como el Cristo. Juan no nos ofrece lo que mostraría al hombre en el cielo, sino a Dios en el hombre sobre la Tierra –no lo que es celestial y ascendido al cielo, sino lo que es aquí divino. Israel es siempre contemplado como rechazado. Los discípulos le reconocen como el Cristo, pero Él no lo es proclamado. Volver a nota 13
14 Aquí Él es visto como el Hijo de Dios en este mundo. En el versículo 14, Él es en la gloria del unigénito Hijo con Su Padre; y en el verso 18, Él es lo mismo en el seno de Su Padre. Volver a nota 14
15 Obsérvese aquí que Jesús acepta el lugar de ese centro en cuyo alrededor han de reunirse las almas –un principio muy importante. Ninguno más podía sostener este lugar. Era un lugar divino. El mundo estaba todo errado sin Dios, y un nuevo círculo de reunión fuera de él había de ser formado alrededor de Jesús. En segundo lugar, Él provee la senda en la que tiene que caminar el hombre –«Sígueme». Adán no precisaba ninguna senda en el Paraíso. Cristo ofrece una de orden divino en un mundo donde no podía surgir ninguna, pues toda su condición era el fruto del pecado. En último término, Él revela al hombre en Su Persona como la Cabeza gloriosa sobre todo, a quien sirven las criaturas más sublimes. Volver a nota 15
16 Obsérvese que el estado del hombre es aquí manifestado plenamente y en detalle. Suponiendo que fuese exteriormente justo conforme a la ley, y que creyera en Jesús conforme a honestas convicciones naturales, el hombre se vestía con ello para alejar de él su verdadera realidad. Él no se conoce a sí mismo completamente. Lo que él es, queda intacto. Es pecador. Pero esto nos conduce a otra observación. Existen dos grandes principios desde el mismo Paraíso –la responsabilidad y la vida. El hombre nunca podrá disociarlos hasta que aprenda que está perdido, y que en él no hay ningún bien. Luego conocerá gozoso que hay una fuente de perdón y de vida fuera de él. Esto es lo que se nos muestra aquí. Debe haber una vida nueva; Jesús no instruye una naturaleza que es sólo pecado. Estos dos principios son recurrentes en toda la Escritura de manera extraordinaria: en primer lugar, como se ha dicho, en el Paraíso, la responsabilidad y la vida en poder. El hombre tomó de un árbol, fallando en su responsabilidad, y echó a perder la vida. La ley ofrecía la medida de la responsabilidad cuando se conocían el bien y el mal, y la vida prometida sobre la base de actuar conforme a lo que demandaba, satisfaciendo la responsabilidad. Cristo viene, suple la necesidad del fracaso del hombre responsable, y ello resulta en el don de la vida eterna. Así, y solamente de esta manera, queda zanjado el asunto y son reconciliados los dos principios. Volver a nota 16
17 Es decir, como entonces vino. Ellos vieron al Hijo del carpintero. En gloria, por supuesto, le verá todo ojo sobre la Tierra. Volver a nota 17
18 Obsérvese aquí que el bautismo, en lugar de ser la señal del don de la vida, es la señal de la muerte. Nosotros somos bautizados a Su muerte. Al salir del agua, comenzamos una vida nueva en resurrección –todo lo que pertenecía al hombre natural considerado como muerto en Cristo, y perteneciente al pasado. «Estáis muertos», y «aquel que está muerto queda liberado [justificado] del pecado.» Pero vivimos también y tenemos una buena conciencia por la resurrección de Jesucristo. Así, Pedro compara el bautismo con el diluvio, a través del cual Noé fue salvo (diesothe), pero el cual destruyó el mundo antiguo que obtuvo, por así decirlo, una nueva vida al emerger de las aguas. Volver a nota 18
19 En la cruz, Cristo no está en la tierra, sino levantado de ella, rechazado ignominiosamente por el hombre, pero además presentado con ello como víctima sobre el altar de Dios. Volver a nota 19
20 Este asunto se presenta aquí de forma natural, en donde el testimonio de Juan termina y el del evangelista comienza. Los dos últimos versículos, según entiendo, son los del evangelista. Volver a nota 20
21 Véase aquí que el Señor –al no ocultar el carácter de Su testimonio, como no podía realmente hacerlo– habla de la necesidad de Su muerte y del amor de Dios. Juan habla de la gloria de Su Persona. Jesús magnifica a Su Padre sometiéndose a la necesidad cuya imposición sobre Él provino de la condición de los hombres, si quería llevarlos a una nueva relación con Dios. «Dios», dijo Él, «amó tanto». Juan magnifica a Jesús. Todo es perfecto, y en su lugar. Hay cuatro puntos en los que se dice respecto a Jesús: Su supremacía; Su testimonio –éste es el testimonio del Bautista a Él. Lo que sigue (vers. 35, 36) son todas las cosas concedidas a Él por el Padre que le amó, la vida eterna en contraste con la ira que es la porción del incrédulo apartado de Dios –es más bien la nueva revelación; el propósito de Dios dándole todas las cosas a Él, y habiendo en Él mismo la vida eterna descendida del cielo, es la de Juan el Evangelista. Volver a nota 21
22 Adviértase también que no era como Israel en el desierto, que salió agua de la roca tras ser golpeada. Aquí la promesa es la de un pozo de agua que fluye en nosotros para vida eterna. Volver a nota 22
23 Se verá que en los escritos de Juan, cuando se habla en ellos de la responsabilidad, «Dios» es el término que se utiliza. Cuando es la gracia hacia nosotros, «el Padre» y «el Hijo». Cuando es de hecho la bondad –el carácter de Dios en Cristo– para con el mundo, entonces es «Dios» del cual se habla. Volver a nota 23
24 Cristo trae la fuerza consigo que la ley demanda en el hombre para beneficiarse de ella. Volver a nota 24
25 Es introducido el sábado, cualquiera que sea la nueva institución o arreglo establecidos bajo la ley. Y verdaderamente, una parte en el descanso de Dios es, en ciertos aspectos, el más alto de nuestros privilegios (véase Heb. 4). El sábado fue la conclusión del primero de esta creación, y será igual cuando se cumpla. Nuestro reposo es en el nuevo día, y no en el de la creación del primer hombre, sino en el del resucitado y glorificado Cristo, el segundo Hombre, siendo su comienzo y cabeza. De ahí el primer día de la semana. Volver a nota 25
26 El sábado de Dios es un sábado de amor y santidad. Volver a nota 26
27 Obsérvese lo lleno de sentido que es el significado de esto. Si ellos no vienen a juicio para solventar su estado, como el hombre haría, se les muestra que están totalmente muertos en el pecado. La gracia en Cristo no contempla un estado incierto que el juicio determine. Esta gracia da vida y resguarda del juicio. Pero mientras Él juzga como Hijo del Hombre conforme a los hechos cometidos en el cuerpo, nos muestra, para empezar, que todos estaban muertos en delitos y pecados. Volver a nota 27
28 Aquí el autor escribe en la época en que él vivió, en el siglo XIX [N. del T.] Volver a nota 28
29 La aplicación directa de esto es para el remanente. Pero luego, como se insinúa en el texto acerca de nuestra senda sobre la Tierra, somos, por así decirlo, la continuación de aquel remanente, y Cristo está en lo alto para nosotros mientras nos hallamos en las olas de abajo. La subsiguiente parte del capítulo, del pan de vida, es propiamente para nosotros. El mundo, no Israel, es tenido en consideración. Aunque Cristo es ciertamente Aarón dentro del velo para Israel, mientras se halla allí los santos tienen propiamente su carácter celestial. Volver a nota 29
30 En Juan, los judíos son siempre distinguidos de la multitud. Ellos son los habitantes de Jerusalén y Judea. Quizás se entendería más fácilmente este Evangelio si las palabras estuvieran traducidas de esta manera: «aquellos de Judea», las cuales son el verdadero sentido. Volver a nota 30
31 Esta verdad es de trascendental importancia con respecto a la pregunta sacramental. Los sacramentos son afirmados por la escuela puseyita como la continuación de la encarnación. Esto es un error en todos los sentidos, y, en verdad, una negación de la fe. Ambos sacramentos significan muerte. Somos bautizados a la muerte de Cristo; y la Cena del Señor es declaradamente emblemática de Su muerte. Digo «negación de la fe», porque como muestra el Señor, si ellos no comían Su carne y bebían Su sangre, no tenían vida en ellos. Como encarnado, Cristo está solo. Su presencia en la carne sobre la tierra demostró que Dios y el hombre pecador no podían ser unidos. Su presencia como Hombre en el mundo resultó en Su rechazo –lo cual demostró la imposibilidad de unión o fruto sobre esa base. Debía introducirse la redención, verterse Su sangre, levantarse Él desde la Tierra, y de esta manera acercar a Él a los hombres. La muerte debía producirse, o Él habitaría solo. No podían comer el pan a menos que comieran la carne y bebieran la sangre. Una ofrenda de paz sin una ofrenda de sangre, no valía nada, o también una ofrenda del tipo de Caín. Además, la Cena del Señor presenta a un Cristo muerto, y sólo eso –la sangre separada del cuerpo. Un Cristo así ya no existe; y por lo tanto la transubstanciación y consubstanciación, y semejantes pensamientos son una fábula engañosa. Estamos unidos a un Cristo glorificado por el Espíritu Santo; y celebramos esa muerte tan preciosa sobre la cual se fundamenta toda nuestra bendición, a través de la cual llegamos a ella. Lo hacemos en memoria de Él, y en nuestros corazones nos alimentamos de Él, así dado, derramando Su sangre. Volver a nota 31
32 La permanencia implica constancia de dependencia, confianza, y vivir por la vida en la que Cristo vive. «Permanencia» y «morada», aunque pueda cambiar la palabra en inglés, son las mismas en el original; lo mismo ocurre en el capítulo 15 y en otras partes. Volver a nota 32
33 Irá bien remarcar aquí que en este pasaje, en los versículos 51 y 53, comer es conjugado en aorista –cualquiera que lo ha hecho así. En los versículos 54, 56 y 57, es el presente –una acción presente continua. Volver a nota 33
34 La siega es un juicio discriminador, porque hay trigo y cizaña. El lagar es el juicio destructivo de la venganza. En el primero, habrá dos en una cama, uno dejado y el otro dejado, pero el lagar se trata de la simple ira, como Isaías 63. Lo mismo en Apocalipsis 14. Volver a nota 34
35 Esta gloria, no obstante, es sólo supuesta, no enseñada. En la fiesta de los tabernáculos no puede estar presente, en el reposo de Israel, ni manifestarse a Sí mismo, como lo hará entonces al mundo, sino que da al Espíritu Santo en su lugar. Esto sabemos que representa Su actual posición, referida justamente en el capítulo 6. Volver a nota 35
36 La doctrina del capítulo 9 continúa hasta el versículo 30 del capítulo 10. Volver a nota 36
37 El capítulo 8 es prácticamente el 1:5. Sólo que contiene, además de ello, enemistad, hostilidad contra aquel que era la luz. Volver a nota 37
38 Esta distinción de la gracia y la responsabilidad –en relación con los nombres «Padre» e «Hijo» y «Dios»– ha sido ya considerada. Volver a nota 38
39 No «un redil». No hay ninguno ahora. Volver a nota 39
40 2 Timoteo 1:10; Hebreos 2:14. Volver a nota 40
41 El amor y la obediencia son los principios conductores de la vida divina. Esto es revelado en la primera epístola de Juan en cuanto a nosotros. Otra señal de esto en la criatura es la dependencia, y esto fue lo plenamente manifestado en Jesús como Hombre. Volver a nota 41
42 Las palabras en los versículos 13, 28 y 29 son las mismas en el original. Volver a nota 42
43 Es muy sorprendente ver al Señor en la mansedumbre del servicio de obediencia, permitiendo que el mal llegase hasta su fin en los fracasos del hombre –la muerte– así como el poder de Satanás, hasta que la voluntad de Su Padre le llamó a detenerlos. De este modo, no hay peligro que se interponga, pues Él es la resurrección y la vida en presencia personal y poder, y entregándose Él –como tal– hasta la muerte por nosotros. Volver a nota 43
44 Cristo tomó forma humana en gracia y sin pecado; y como vivo en esta vida, Él llevó el pecado. El pecado pertenece, por así decirlo, a esta vida en la cual Cristo no conoció pecado, pero fue hecho pecado por nosotros. Él murió, dejando esta vida. Él fue muerto al pecado, y se mezcló con él al haberlo hecho también con la vida a la cual pertenecía el pecado, y no de hecho en Él, sino en nosotros, en lo cual Él fue hecho pecado por nosotros. Resucitado por el poder de Dios, Él vive en una condición nueva, en la que no pude entrar el pecado al haber sido dejado éste atrás en la vida que Cristo dejó. La fe nos introduce en ella por la gracia.
Se ha querido deducir que estos pensamientos afectan a la vida divina y eterna, la cual estaba en Cristo. Pero todo esto son falacias y argucias del enemigo. Incluso en un pecador no convertido, el morir o el dar la vida no tiene nada que ver con dejar de existir la vida que se halla dentro del hombre. Todos viven para Dios, y la vida divina en Cristo nunca podría cesar o ser cambiada. No fue esta vida la que Él puso, sino que con el poder de ésta, Él puso la vida que poseía como hombre aquí, para tomarla de una manera totalmente nueva, en resurrección más allá de la tumba. Este argumento es muy malicioso. En la edición que nos ocupa, no he cambiado nada en esta nota, pero he añadido unas cuantas palabras esperando que la nota sea más clara para todos. La doctrina misma es una verdad vital. En el texto he suprimido o alterado una parte por otra razón, esto es, de que se producía confusión entre el poder divino de la vida en Cristo y la resurrección de parte de Dios sobre Cristo, visto como un hombre muerto desde la tumba. Ambas son benditamente ciertas en este sentido, pero son diferentes y eran confundidas las dos. En Efesios, Cristo como hombre es resucitado por Dios. En Juan, es el poder divino y vivificante en Sí mismo. Volver a nota 44
45 La resurrección tiene un carácter doble: poder divino, que Él podía ejercer y lo ejerció respecto a Sí mismo (cap. 2:19); y aquí respecto a Lázaro, siendo ambos la prueba de Filiación divina; y la liberación de un hombre muerto de su estado de muerte. Así, Dios resucitó a Cristo de entre los muertos, y Cristo resucita a Lázaro. En la resurrección de Cristo, ambas estaban unidas en Su propia Persona. Aquí, por supuesto, iban separadas. Pero Cristo tiene vida en Sí mismo, y ello en poder divino. Pero Él puso Su vida en gracia. Somos vivificados juntamente con Él en Efesios 2. Pero parece que no se dice que Él fue vivificado, cuando se habla de Él en el capítulo 1. Volver a nota 45
46 La cábala, a que me he referido en la nota anterior, condena muy involuntariamente, y me alegra decirlo, la pestilente doctrina del nihilismo, como si el poner la vida o la muerte, la cual es el final de la vida natural, fueran éstas a dejar de existir. Lo hago observar aquí porque esta forma de mala doctrina es muy corriente en nuestros días. Socava la sustancia entera del Cristianismo. Volver a nota 46
47 Obsérvese el sentido que el apóstol tenía del poder de esta vida, cuando dice «Para que la mortalidad sea absorbida por la vida». Considérense, bajo este punto de vista, los primeros cinco capítulos de 2 Corintios. Volver a nota 47
48 Hablo solamente del poder necesario para producir este efecto; pues al decir verdad, la condición de pecado del hombre, ya sea judío o gentil, requería la expiación; y no habría santos a los que llamar de entre los muertos si la gracia de Dios no hubiera actuado en virtud, y en vista de, esa expiación. Hablo meramente del poder que habitaba en la Persona de Cristo, el cual venció todo el poder de la muerte, que no podía nada contra el Hijo de Dios. Pero la condición del hombre, que hizo de la muerte de Cristo algo necesario, fue sólo demostrada por Su rechazado, lo cual probó que todos los medios eran escasos para traer de vuelta al hombre, tal como era, a Dios. Volver a nota 48
49 En este Evangelio, la ocasión de la reunión de la multitud para encontrar y acompañar a Jesús fue la resurrección de Lázaro –el testimonio de que Él era el Hijo de Dios. Volver a nota 49
50 Griegos propiamente hablando, no helenistas, es decir, judíos que hablaban la lengua griega y que pertenecían a países extranjeros, provenientes de la dispersión. Volver a nota 50
51 La resurrección sigue a la condición de Cristo. Lázaro fue resucitado mientras Cristo vivía aquí en la carne, y Lázaro es resucitado a la vida en la carne. Cuando Cristo en gloria nos resucite, Él nos resucitará en gloria. E incluso ahora que Cristo es oculto en Dios, nuestra vida está oculta con Él allí. Volver a nota 51
52 No es aquí la sangre. Es seguro que deberá haberla. Él no vino sólo por agua, sino por agua y sangre. Pero aquí el lavamiento es en cada sentido el del agua. El lavamiento de los pecados en Su propia sangre no se repite nunca de ninguna manera. Cristo debe haber sufrido con frecuencia para este caso. Ver Hebreos 9, 10. Respecto a la imputación, no hay más conciencia de pecados. Volver a nota 52
53 El Señor, al devenir Hombre, tomó sobre Él la forma de siervo. (Fil. 2). Esta forma nunca la abandonará. Podría pensarse que fue así cundo Él marchó a la gloria, pero Él muestra aquí que no es así. Él es ahora, como en Éxodo 21, diciendo «Amo a mi maestro, amo a mi mujer y a mis hijos; no marcharé libre», y deviene un siervo para siempre, aun cuando hubiera podido tener doce legiones de ángeles. Aquí Él es un siervo para lavar los pies de ellos, ensuciados al pasar por este mundo. En Lucas 12, vemos que Él guarda el lugar de servicio en la gloria. Es un dulce pensamiento que incluso allí Él ministra la mejor bendición del cielo para nuestra felicidad. Volver a nota 53
54 Por otra parte, Pedro murió por el Señor. Juan fue dejado para ocuparse de la asamblea; no parece que llegó a ser un mártir. Volver a nota 54
55 Esto es personal, no la unión de los miembros del cuerpo con Cristo. Ni es la unión realmente un término exacto para ello. Estamos en Él. Esto es más que unión. Volver a nota 55
56 Esto es benditamente cierto en cada sentido, salvo por supuesto de la Deidad esencial y la unicidad con el Padre. En esto, Él permanece divinamente solo. Pero todo lo que tiene Él como Hombre, y como Hijo humanado, lo presenta en las palabras «Mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios». Su paz, Su gozo, las palabras que el Padre le dio, Él nos las dio a nosotros; la gloria que le dio, Él nos la ha dado a nosotros; el amor con que el Padre le amó, Él nos ha amado con el mismo amor. Los consejos de Dios no eran meramente para solventar nuestra responsabilidad como hijos de Adán, sino ante el mundo situarnos en la misma posición con el segundo Adán, Su propio Hijo. Y la obra de Cristo ha convertido esto en justicia. Volver a nota 56
57 El capítulo 14 nos ofrece la relación personal del Hijo con el Padre, y nuestro lugar en Él, quien está en él, conocido por el Espíritu Santo, que nos fue dado. En el capítulo 16 tenemos Su lugar y posición sobre la Tierra, la Vid verdadera, y después Su estado de gloria exaltado y enviando al Consolador para revelar eso. Volver a nota 57
58 Compárese, para esta sustitución de Cristo por Israel, Isaías 49. Él dio un nuevo comienzo a Israel en bendición, como hizo con el hombre. Volver a nota 58
59 Están las tres exhortaciones «Permaneced en mí»; «Si permanecéis en mí, y mis palabras en vosotros, pediréis lo que queráis»; «Permaneced en mi amor». Volver a nota 59
60 Alguien ha pensado que esto significa el gozo de Cristo en el fiel caminar de un discípulo; yo no lo creo así. Era el gozo que Él tenía aquí abajo, justo cuando nos dejó Su propia paz, y nos dará Su misma gloria. Volver a nota 60
61 Él no dice «me ama», sino «me ha amado», es decir, Él no habla meramente del amor eterno del Padre por el Hijo, sino del amor del Padre manifestado a Él en Su humanidad aquí sobre la Tierra. Volver a nota 61
62 Escogiéndolos y poniéndolos aparte para gozar juntos de esta relación con Él fuera del mundo, Él los puso en una posición de la que el amor mutuo era la consecuencia natural; y, de hecho, el sentido de esta posición y el amor van juntos. Volver a nota 62
63 Remárquese que Su Palabra y Sus obras son referidas nuevamente aquí. Volver a nota 63
64 Obsérvese aquí el despliegue práctico, con respecto a la vida, del más profundo e interesante sujeto, en 1 Juan 1, 2. La vida eterna que estaba con el Padre se manifestó –pues en Él, en el Hijo, era la vida, Él era también la Palabra de vida, y Dios era luz (comparar Juan 1). Ellos tenían que guardar Sus mandamientos (cap. 2:3-5). Era un antiguo mandamiento que ellos habían tenido desde el principio –es decir, de Jesús sobre la Tierra, de Aquel que tocaron con sus manos. Pero ahora este mandamiento era verdadero en Él y en ellos; es decir, esta vida de amor –cuyos mandamientos eran la expresión de ella– así como aquella de la justicia reproducida en ellos, en virtud de su unión con Él, a través del Espíritu Santo, según Juan 14:20. Ellos también permanecían en Jesús (1 Juan 2:6). En Juan 1 hallamos al Hijo que está en el seno del Padre, quien le declara. Él le declara como Él le ha conocido –como aquello que el Padre era en Sí mismo. Y Él ha traído este amor –del cual Él fue el objeto– al seno mismo de la humanidad, y lo colocó en el corazón de Sus discípulos (ver cap. 17:26), y esto es conocido ahora en perfección por Dios habitando en nosotros, y siendo Su amor perfecto en nosotros, mientras permanecemos en el amor fraternal (1 Juan 4:12; comparar Juan 1:18). La manifestación de haber sido amados así consistirá en nuestra aparición en la misma gloria que Cristo (cap. 17:22,23). Cristo manifiesta este amor viniendo del Padre. Sus mandamientos nos lo enseñan; la vida que tenemos en él la reproduce. Sus preceptos conforman esta vida, y la guían por los caminos de la carne y las tentaciones en medio de aquello que Él, sin pecado, vivió por esta vida. El Espíritu Santo es su fuerza, como siendo el vivo y poderoso vínculo con Él, y Él, por quien estamos conscientemente en Él, y Él en nosotros –unión, del cuerpo a la cabeza, es otra cosa, la cual no es nunca el asunto de la enseñanza de Juan. De su plenitud recibimos gracia sobre gracia. Por lo tanto, es eso en lo que deberíamos caminar –no ser lo que Él fue–, pues no deberíamos caminar en la carne, aunque esté en nosotros y no haya estado nunca en Él. Volver a nota 64
65 El hombre es juzgado por lo que ha hecho; está perdido por lo que él es. Volver a nota 65
66 Capítulos 13:31,32; 17:1, 4, 5. Volver a nota 66
67 Cuanto más examinemos el Evangelio de Juan, tanto más veremos a Uno que habla y actúa como una Persona divina –una con el Padre–, como sólo Él podía hacer, pero siempre como Uno que ha tomado el lugar de un siervo, sin tomar nada de Sí mismo, pero recibiendo todo de Su Padre. «Te he glorificado», «ahora glorifícame Tu a mí». ¡Qué lenguaje de igualdad en naturaleza y amor! Pero Él no dice «ahora me glorificaré». Ha tomado el lugar de Hombre para recibirlo todo, aunque fuera una gloria que Él tenía con el Padre antes de que el mundo fuese. Esto es de una belleza exquisita. Añado que era con esto que el enemigo intentó seducirle, en vano, en el desierto. Volver a nota 67
68 Hay tres unidades de las que se habla. En primer lugar, la de los discípulos «como nosotros somos», unidad por el poder de un Espíritu en pensamiento, propósito, mente y servicio, haciéndolos el Espíritu a todos uno, su camino en común, la expresión de Su mente y poder; no se habla de nada más. Entonces, de aquellos que creyeran a través de ellos, unidad en comunión con el Padre y el Hijo, «uno en Nosotros» –todavía por el Espíritu Santo pero llevados en uno dentro de ello, en manifestación y revelación descendente, el Padre en el Hijo, y el Hijo en todos ellos. Los dos primeros eran para que el mundo creyera, el tercero para que el mundo conociera. Los dos primeros fueron literalmente cumplidos conforme a los términos en que son expresados. Lo lejos que se apartan desde entonces los creyentes, no es necesario decirlo. Volver a nota 68
69 Esto contesta acerca de la entrada de Moisés y Elías en la nube, además de su manifestación en la misma gloria que Cristo, cuando estaban en el monte. Volver a nota 69
70 Se dice que sus tradiciones judías prohibían que se enviara a la muerte a nadie durante las celebraciones. Es posible que esto hubiera influenciado a los judíos; pero sea lo que fuere, los propósitos de Dios fueron así consumados. En otros tiempos, los judíos no eran tan prestos a someterse a las exigencias de Roma que les privaban del derecho a la vida y a la muerte. Volver a nota 70
71 Ésta es la fuerza de la expresión, lo cual es bastante distinto de la palabra exepneusen (expiró). Sabemos por Lucas que Él hizo esto cuando dijo «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Pero en Juan, el Espíritu Santo presenta incluso Su muerte como el resultado de un acto voluntario, entregando Su espíritu, sin mencionar a quién encomendaba Él (como hombre con una fe absoluta y perfecta) Su espíritu humano, Su alma, al morir. Es Su divina competencia la que es mostrada aquí, y no Su confianza en Su Padre. La palabra no es utilizada de esta manera sino en este pasaje respecto a Cristo, ni en el Nuevo Testamento ni en la versión de los LXX. Volver a nota 71
72 «Siete demonios». Esto representa la posesión completa de esta pobre mujer por los espíritus inmundos para quienes era una presa. Es la expresión del verdadero estado del pueblo judío. Volver a nota 72
73 Es imposible para mí, al ofrecer grandes principios para la ayuda de aquellos que intentan comprender la Palabra, desarrollar todo lo que es tan profundamente emotivo e interesante en este vigésimo capítulo, sobre el cual he insistido a menudo con –por gracia– un creciente interés. Esta revelación del Señor a la pobre mujer que no podía verse sin su Salvador, es de un hermoso matiz, intensificado por cada detalle. Pero hay un punto de vista sobre el que quiero llamar la atención del lector. Existen cuatro condiciones del alma presentadas aquí, las cuales, tomadas juntas, son muy instructivas, cada una en el caso de un creyente:
1ª. Juan y Pedro, los cuales ven y creen, son realmente creyentes; pero no ven en Cristo al único centro de todos los pensamientos de Dios, para Su gloria, para el mundo, para las almas. Ni es Él así para sus afectos, aunque son creyentes. Habiendo visto que Él resucitó, se las arreglan sin Él. María, la cual no sabía acerca de esto, quien era incluso culpable de su ignorancia, no podía arreglárselas sin Cristo, no obstante. Debía poseerle a Él. Pedro y Juan se van a sus casas, el centro de sus intereses. Ellos verdaderamente creyeron, pero el yo y sus hogares les bastaron.
2ª Tomás creyó, y reconoció con fe ortodoxa, sobre pruebas irrefutables, que Jesús es su Señor y su Dios. Él creyó verdaderamente para sí mismo. No tuvo las comunicaciones de la eficacia de la obra del Señor, y de la relación con Su Padre, en la cual Jesús introduce a los Suyos, la asamblea. Tal vez tenía paz, pero perdió de vista toda la revelación de la posición de la asamblea. ¡Cuántas almas –incluso salvadas– están ahí en estas dos condiciones!
3ª María Magdalena es ignorante en extremo. No sabe que Cristo está resucitado. Tiene tan poco discernimiento acerca de Su señorío y deidad, que piensa que alguien pudo haberse llevado el cuerpo. Pero Jesús es su todo, la necesidad de su alma, el único deseo de su corazón. Sin Él, ella no tenía hogar, ni Señor, ni nada. Jesús responde a esta necesidad; indica la obra del Espíritu Santo. Llama a las ovejas por su nombre, se muestra a ella antes que a nadie, le enseña que Su presencia no era un regreso corporal y judío a la Tierra, sino que debía ascender a Su Padre, que los discípulos eran ahora Sus hermanos, y que fueron situados en la misma posición que Él mismo con Su Dios y Padre. Toda la gloria de la nueva posición individual es declarada a ella.
4ª Esto mantiene unidos a los discípulos. Jesús los trae entonces a la paz que Él ha hecho, y tienen el pleno gozo de un Salvador presente que la trae para ellos. Él hace de esta paz –poseída por ellos en virtud de Su obra y Su victoria– su punto de partida, los envía como el Padre le envió a Él, y les imparte al Espíritu Santo como el aliento y el poder de vida, para que fueran capaces de llevar esa paz a otros.
Están las comunicaciones de la eficacia de Su obra, como había dado a María aquélla de la relación con el Padre que derivaba de la misma. El conjunto es la respuesta a la unión de María con Cristo, o lo que resultó de ello. Si por gracia hay un afecto, la respuesta será ciertamente garantizada. Es la verdad que emana de la obra de Cristo. Ningún otro estado que aquel que Cristo presenta, es en conformidad a lo que Él ha hecho, y al amor del Padre. Él no puede, por Su obra, situarnos en ningún otro estado. Volver a nota 73
74 Comparar Romanos 4 a 8 y Colosenses 2, 3. La resurrección era el poder de la vida que les liberó del dominio del pecado, el cual tenía su final en la muerte, y que fue condenado en la muerte de Jesús, y ellos muertos a él, pero no condenados por él, habiendo sido condenado el pecado en Su muerte. Esto es una cuestión, no de culpa, sino de estado. Nuestra culpa, bendito sea Dios, fue quitada también. Pero aquí morimos con Cristo, y la resurrección nos presenta (Romanos, como se menciona, despliega el aspecto de la muerte; Colosenses añade la resurrección. En Romanos es la muerte al pecado. Colosenses al mundo) vivos ante Dios en una vida en la que Jesús –y nosotros con Él– apareció en Su presencia conforme a la perfección de la justicia divina. Pero esto implicaba también Su obra. Volver a nota 74
75 Así tenemos en la vida de ministerio, y en la enseñanza de Pedro y de Juan, la historia completa en sus aspectos terrenal y religioso, de principio a fin. Comenzando con los judíos reanudando las relaciones de Dios con ellos, atravesando toda la época cristiana, y hallándose de nuevo, después de la culminación de la historia terrenal de la asamblea, en el terreno de las relaciones de Dios hacia el mundo –que comprenden al remanente judío– en vista de la introducción del Primogénito en el mundo (el último suceso glorioso culminando la historia que comenzó con Su rechazo).
Pablo está sobre un terreno bien diferente. Él ve la asamblea como el cuerpo de Cristo, unida a Él en el cielo. Volver a nota 75
76 Juan presenta al Padre manifestado en el Hijo, Dios declarado por el Hijo en el seno del Padre, y ello además de la vida eterna –Dios a nosotros, y vida. Pablo es utilizado para revelarnos nuestra presentación a Dios en Él. Aunque cada uno alude al otro punto cuando se suceden, uno es caracterizado por la presentación de Dios a nosotros, y la vida eterna ofrecida; el otro, por nuestra presentación de Dios. Volver a nota 76
Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz
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