SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA
— EL EVANGELIO SEGÚN LUCAS —
INTRODUCCIÓN
El
Evangelio de Lucas nos presenta al Señor en el carácter de Hijo del Hombre,
revelando a Dios en gracia liberadora entre los hombres. Por ello la operación
actual de gracia y su efecto están más referidas, aun el tiempo profético
presente, no a la sustitución de otras dispensaciones como en Mateo, sino a la salvífica gracia celestial. En primer lugar, sin duda –y precisamente porque
Él tiene que ser revelado como hombre, y en gracia a los hombres–, le
hallamos preliminarmente en la exquisita descripción del remanente fiel,
presentado a Israel, a quienes había sido prometido, y éstos en relación con
Aquel que vino a este mundo. Pero después este Evangelio presenta los
principios morales que se aplican al hombre, quienquiera que sea, al tiempo que
manifiesta a Cristo momentáneamente en medio de ese pueblo. Este poder de Dios
en gracia, se manifiesta de varias maneras en su aplicación a las necesidades
del hombre. Tras la transfiguración, la cual es explicada en la narración de
Lucas1
mucho antes que en los otros Evangelios, hallamos el juicio de aquellos que
rechazaron al Señor, y el carácter celestial de la gracia que, a causa de ser
celestial, se dirige a las naciones, a los pecadores, sin hacer mención
especial de los judíos, omitiendo los principios legales de acuerdo a lo que
estos últimos pretendían ser, y en cuanto a su posición exterior, fueron
llamados desde el principio a estar en el Sinaí en relación con Dios. Las
promesas incondicionales a Abraham y la profética confirmación a ellos acerca
de éstas, era otro asunto. Estas promesas serán consumadas en gracia, y eran
para que cualquiera se aferrara a ellas por la fe. Después de esto, vemos
aquello que debía suceder a los judíos conforme al justo gobierno de Dios, y,
al final, el relato de la muerte y resurrección del Señor, consumando la obra
de la redención. Hay que observar que el Evangelio de Lucas –el cual pone
moralmente aparte el sistema judío e introduce al Hijo del Hombre como Aquel
que está lleno de toda la plenitud de Dios que habita en Él corporalmente,
como el hombre delante de Dios, según Su mismo corazón, y centro de un sistema
moral mucho más extenso que el del Mesías entre los judíos–, ocupado con
estas nuevas relaciones –antiguas, de hecho, con respecto a los consejos de
Dios– Lucas nos ofrece los hechos concernientes a la relación del Señor con
los judíos, reconocidos en el remanente fiel de ese pueblo, con mucha más
evidencia que los otros evangelistas, así como también las pruebas de Su misión
a ese pueblo al venir al mundo. Estas pruebas deberían haber atraído su atención
para fijarla sobre el Niño que nació entre ellos.
En Lucas, como digo, aquello que caracteriza a la narrativa y le otorga su peculiar interés a este Evangelio, es la presentación ante nosotros de aquello que Cristo es en Sí mismo. No es su gloria oficial, una posición relativa que Él asumió; ni es la revelación de Su naturaleza divina como tal; ni tampoco Su misión como el gran Profeta. Es Él mismo, como lo fue bajo Hombre sobre la Tierra –la Persona que yo debería haber hallado cada día si hubiera vivido en Judea en aquella época, o en Galilea.
Capítulo
1
Me
gustaría señalar que el estilo de Lucas, el cual puede hacer más fácil el
estudio de este Evangelio al lector, presenta un conjunto de hechos en una
afirmación por lo general corta, y luego se explaya en algún hecho aislado en
donde son manifestados principios morales y la gracia
Muchos
han intentado dar una explicación a aquello recibido a través del hilo histórico
entre los cristianos, tal como fue relatado a ellos por los compañeros de Jesús.
Lucas bien lo sabía –habiendo seguido estas cosas desde el principio y
obtenido un conocimiento preciso respecto a ellos– para escribir metódicamente
a Teófilo, a fin de que pudiera tener la certeza de aquellas cosas en las que
Lucas había sido instruido. Es así que Dios ha provisto para la enseñanza de
toda la Iglesia en la doctrina contenida en la figura de la vida del Señor,
adornada por este hombre de Dios, quien, personalmente motivado por principios
cristianos fue guiado e inspirado por el Espíritu Santo para el bien de todos
los creyentes2.
En
el versículo 5, el evangelista comienza con las primeras revelaciones del Espíritu
de Dios respecto a estos acontecimientos, de los que dependían totalmente la
condición del pueblo de Dios y la del mundo, y en los cuales Dios iba a
glorificarse para toda la eternidad.
Pero
de pronto nos hallamos en la atmósfera de los sucesos judíos. Las ordenanzas
judías del Antiguo Testamento, y los pensamientos y esperanzas que conllevaban,
forman el marco en que este solemne acontecimiento tiene lugar. Herodes, rey de
Judea, provee la fecha. Y es un sacerdote, justo y sin culpa, perteneciente a
una de las veinticuatro clases, el que encontramos en los primeros pasos de
nuestro camino. Su esposa era de las hijas de Aarón; y estas dos personas
rectas caminaban en los mandamientos y ordenanzas del Señor (Jehová) sin
mancha. Todo era correcto delante de Dios, conforme a Su ley en el sentido judío.
Pero no gozaban de la bendición que cada judío deseaba: carecían de hijos. No
obstante, ello era conforme, podemos decir, a los habituales propósitos de Dios
en el gobierno de Su pueblo para consumar Su bendición al tiempo que
manifestase la debilidad del instrumento –una debilidad que se llevaba toda
esperanza según los principios humanos. Tal fue la historia de todas las Saras,
las Rebecas, las Anas y muchas más, de quienes la Palabra nos da a conocer para
nuestra enseñanza en los caminos de Dios.
Esta
bendición era con frecuencia puesta en oración por parte del fiel sacerdote;
pero hasta ahora la respuesta se había demorado. Sin embargo, en el momento en
que ejercitaba su ministerio como de costumbre, Zacarías se acercó para quemar
incienso, el cual, según la ley, había de subir como olor grato delante de
Dios –un tipo de la intercesión del Señor–, y mientras el pueblo pedía
fuera del lugar santo, el ángel del Señor se aparece al sacerdote a la derecha
del altar del incienso. A la vista de este glorioso personaje, Zacarías queda
atónito, pero el ángel le anima declarándole que él iba a ser el portador de
buenas nuevas. Le anunció que sus oraciones, tanto tiempo dirigidas en balde a
Dios, fueron concedidas. Elisabet concebiría a un hijo, y el nombre que llevaría
sería «el favor de Jehová», una fuente de gozo y alegría para Zacarías. Su
nacimiento sería ocasión para la acción de gracias de la mayoría. Pero esta
concesión no fue meramente la del hijo de Zacarías. El niño fue la dádiva de
Dios, y debería ser grande delante de Él. Debería ser nazareo, lleno del Espíritu
Santo, desde el vientre de su madre: y a muchos de los hijos de Israel haría
volver al Señor su Dios. Debería preceder al Señor en el espíritu de Elías,
y con el mismo poder para restablecer el orden moral en Israel desde sus mismas
raíces, para hacer volver a los desobedientes a la sabiduría de los justos y
preparar a un pueblo para el Señor.
El
espíritu de Elías fue un firme y ardiente celo para la gloria de Jehová, para
el establecimiento o el restablecimiento de las relaciones entre Israel y Jehová.
Su corazón estaba unido a este vínculo entre el pueblo y su Dios, conforme a
la fortaleza y a la gloria de la misma unión, pero en el sentido de su condición
caída y según los derechos de Dios en referencia a estas relaciones. El espíritu
de Elías –aunque fuera la gracia de Dios hacia Su pueblo la que le envió–,
era en cierto sentido un espíritu legal. Afirmaba los derechos de Jehová en
juicio. Era la gracia abriendo la puerta al arrepentimiento, pero no a la gracia
soberana de la salvación, pese a ser la vía preparada al respecto. Es en la
fuerza moral de este llamamiento a arrepentirse que Juan es aquí comparado con
Elías, al hacer regresar a Israel a Jehová. Y de hecho Jesús era Jehová.
Pero
la fe de Zacarías en Dios y en Su bondad, no estuvo a la altura de su ruego
–ay, qué caso más común–, y cuando éste es concedido en un momento que
se requería la intervención de Dios para cumplirse su deseo, no es capaz de
caminar en los pasos de un Abraham o una Ana, y pregunta cómo tendría lugar
esta cosa.
Dios,
en Su bondad, muda la falta de fe de Su siervo en un instructivo castigo para él
mismo, y en una prueba para el pueblo acerca de que Zacarías había sido
visitado de lo alto. Se queda mudo hasta que la Palabra del Señor sea cumplida;
y las señales que muestra al pueblo, maravillado de que permaneciera tanto
tiempo en el santuario, les da la explicación de esta razón.
La
Palabra de Dios se cumple en bendición para él. Elisabet, reconociendo la
buena mano de Dios sobre ella con un tacto propio de su piedad, se dirige a su
retiro. La gracia que la bendijo no la volvió insensible para con lo que
constituía una vergüenza en Israel, y para con lo que, aunque fuesen quitadas
en cuanto al hombre, dejó sus marcas en las circunstancias sobrehumanas por las
cuales fue cumplida. Existía una rectitud de mente en todo ello, la cual convenía
a una mujer santa. Pero aquello que es justamente ocultado del hombre, conserva
todo su valor a los ojos de Dios, y Elisabet es visitada en su confinamiento por
la madre del Señor. Aquí cambia la escena para presentar al mismo Señor en
esta maravillosa historia que se abre ante nuestros ojos.
Dios, quien había preparado todo de antemano, manda anunciar ahora el nacimiento del Salvador a María. En el último lugar que el hombre hubiera escogido para el propósito de Dios –un lugar cuyo nombre a los ojos del mundo bastaba para condenar a aquellos que procedían de él– una doncella, desconocida para todos los que eran afamados en el mundo, estaba desposada con un pobre carpintero. Se llamaba María. Todo era confusión en Israel: el carpintero era de la casa de David. Las promesas de Dios –el cual no olvida nunca, ni descuida a aquellos que tiene por objeto– hallaron aquí la esfera para su cumplimiento. Aquí el poder y los afectos de Dios son guiados, conforme a su energía divina. Tanto si Nazaret era grande como pequeña, no tenía importancia, excepto para mostrar que Dios no espera nada del hombre, sino que es el hombre quien espera de Dios. Gabriel es enviado a Nazaret a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David.
La dádiva de Juan
a Zacarías fue una respuesta a sus oraciones –Dios fiel en Su bondad hacia Su
pueblo, que esperaba en Él.
Pero
ésta es una visitación de soberana gracia. María, un vaso escogido para este
propósito, halló gracia a los ojos de Dios. Fue favorecida3
por la gracia soberana –bendita entre las mujeres. Podía concebir y dar luz a
un Hijo, al cual llamaría Jesús. Éste había de ser grande, y llamado el Hijo
del Altísimo. Dios le daría el trono de Su padre David y reinaría sobre la
casa de Jacob para siempre, y Su reinado no tendría fin.
Se
observará aquí que, el objeto que el Espíritu Santo presenta ante nosotros es
el nacimiento del Niño, como iba a serlo en este mundo, dado a luz por María
–Aquel que había de nacer.
La
enseñanza dada por el Espíritu Santo sobre este punto se divide en dos partes:
primero, aquello que había de ser el nacimiento del Niño; y segundo, la manera
de Su concepción y la gloria que seguiría como resultado. No es simplemente la
naturaleza divina de Jesús la que es presentada, el Verbo que era Dios, el
Verbo hecho carne; sino lo que fue nacido de María y el modo en que había de
tener lugar. Sabemos bien que se trata del mismo precioso y divino Salvador de
quien habla Juan, el cual tenemos aquí delante. Pero Él aquí nos es
presentado bajo otro aspecto, de un interés más infinito para nosotros.
Debemos considerarle tal como le presenta el Espíritu Santo, nacido de la
virgen María en este mundo de lamentos.
Fue
un niño concebido realmente en el vientre de María, quien le dio a luz en el
momento que Dios había asignado para la naturaleza humana. Transcurrió el
tiempo de costumbre antes del nacimiento. Hasta entonces, ello no nos habla de
la manera. Es el hecho mismo el que tiene una importancia inconmensurable y nada
extrema. Él era realmente y verdaderamente Hombre, nacido de una mujer como lo
fuimos nosotros –no en cuanto al origen y al modo de Su concepción, que no
estamos tratando aún, sino en cuanto a la realidad de Su existencia como
Hombre. Él era realmente y verdaderamente un ser humano. Pero había otras
cosas relacionadas con la Persona de Aquel que había de nacer, las cuales también
nos son presentadas. Sería llamado Jesús, es decir, Jehová el Salvador. Debería
manifestarse en este carácter y con este poder. Así era Él.
Esto no está aquí relacionado con el hecho «pues él salvará a su pueblo de sus pecados», como en Mateo, donde se trataba de la manifestación a Israel del poder de Jehová, de su Dios, en la consumación de las promesas hechas a este pueblo. Aquí vemos que Él tiene un derecho a este nombre; pero este título divino permanece oculto bajo la forma de un nombre persona, pues es el Hijo del Hombre quien es presentado en este Evangelio, cualquiera que sea Su poder divino. Aquí se nos dice «Él» –Aquel que había de nacer– «había de ser grande» y –nacido en este mundo– «había de ser llamado el Hijo del Altísimo». Él había sido el Hijo del Padre antes de que el mundo fuese; pero este Niño, nacido sobre la Tierra, debía llamarse –tal como lo fue aquí abajo– el Hijo del Altísimo: un título a cuyo derecho apelarían Sus actos, y todo lo que manifestase qué era Él. Un precioso pensamiento para nosotros, lleno de gloria, un hijo nacido de una mujer, llevando legítimamente este nombre: «Hijo del Altísimo» –supremamente glorioso para Uno que está en la posición de un hombre, y realmente fue así en presencia de Dios.
Pero
aún había más relacionado con Aquel que había de nacer. Dios le daría el
trono de Su padre David. Aquí nuevamente vemos que Él es considerado ya
nacido, y hombre en este mundo. El trono de Su padre David le pertenece. Dios se
lo dará. Por derecho natal, Él es el heredero de las promesas terrenales que,
como el reino, pertenecen a la familia de David; pero todo sería en conformidad
a los consejos y al poder de Dios. Él reinaría sobre la casa de Jacob –no
solamente sobre Judá, y en la debilidad de un poder transitorio y una vida efímera,
sino por todos los siglos. Y de su reinado no habría fin. Como Daniel ha
predicho efectivamente, nunca sería este reino tomado por otro, ni se
transferiría a otra persona. Sería establecido según los consejos de Dios que
son inmutables, y de acuerdo a Su poder, el cual nunca falla. Hasta que Él
entregara el reino a Dios el Padre, había de ejercer una realeza que nadie
disputase, que el pudiera entregar –siendo todas las cosas cumplidas– a
Dios, pero cuya gloria moral nunca declinara en Sus manos.
Tal
había de ser el Hijo nacido –verdadera, aunque milagrosamente, nacido como
Hombre. Para aquellos que pudieran comprender Su nombre, era Jehová el
Salvador.
Había
de ser el Rey sobre la casa de Jacob conforme a un poder que nunca menguaría ni
fallaría, hasta que como Dios se viera mezclado con el poder eterno de Dios.
El
gran sujeto de la revelación es que el Hijo debía ser concebido y nacer; el
resto es la gloria que le pertenecería después de nacido.
Pero
es la concepción la que María no comprende. Dios le permite que pregunte al ángel
de qué modo ocurriría. Su pregunta fue según Dios se propuso. No creo que se
tratara de ninguna falta de fe aquí. Zacarías había estado orando
constantemente por un hijo –era sólo cuestión de la bondad y del poder de
Dios para adjudicar esta petición– y fue concedida por la positiva declaración
de Dios hasta el punto en que él sólo debería permanecer confiado. No confió
en la promesa de Dios. Fue sólo el ejercicio del portentoso poder de Dios en el
orden natural de las cosas. María pregunta, con santa confianza, puesto que
Dios la había favorecido, cómo se cumpliría todo fuera del orden natural. De
su cumplimiento ella no dudaba (véase el vers. 45: «Bienaventurada», dice
Elisabet, «es la que cree».). Ella pregunta cómo se realizará, pues
se haría fuera del orden de la naturaleza. El ángel procede con su comisión,
dándole a conocer la respuesta de Dios a su pregunta también. En los propósitos
de Dios, esta pregunta permitió que se revelara la concepción milagrosa por la
respuesta recibida.
El
nacimiento de Aquel que ha caminado sobre esta Tierra era la cuestión, Su
nacimiento de la virgen María. Él era Dios, devino Hombre. Pero aquí es la
manera de Su concepción en devenir un Hombre sobre la tierra. No se afirma lo
que Él era, sino la concepción milagrosa de Aquel que nació, tal como fue en
el mundo. El Espíritu Santo vendría sobre ella –actuaría en poder sobre
este vaso de barro, sin su voluntad o la voluntad de ningún hombre. Dios es la
fuente de la vida del Hijo prometido a María, nacido en este mundo y por Su
poder. Él nace de María, de esta mujer escogida por Dios. El poder del Altísimo
la cubriría, y aquello que nacería de ella sería llamado el Hijo de
Dios. Santo en Su nacimiento, concebido por la intervención del poder de Dios
actuando sobre María –un poder que fue la fuente divina de Su existencia
sobre la Tierra, como hombre–, aquello que de este modo recibió su ser de María,
el fruto de su vientre, aunque en este sentido recibiera el título de Hijo de
Dios. La Cosa Santa que nacería de María sería llamada el Hijo de Dios. No se
trata aquí de la doctrina de las relaciones eternas del Hijo con el Padre. El
evangelio de Juan, la epístola a los Hebreos, a los Colosenses, establecen esta
verdad preciosa, demostrando su importancia. Pero aquí es aquello que nació en
virtud de la concepción milagrosa, lo que es llamado sobre ese terreno el Hijo
de Dios.
El
ángel le anuncia la bendición otorgada a Elisabet a través del poder
omnipotente de Dios; y María se inclina ante la voluntad de su Dios –el
sumiso objeto de Su propósito, y en su piedad reconoce una altura y grandeza en
estos propósitos que sólo le dejaron, instrumento pasivo de ella, su lugar de
sujeción a la voluntad de Dios. Ésta fue su gloria, mediante el favor de su
Dios. Era propio de ello que siguieran maravillas que dieran un testimonio justo
de esta maravillosa intervención de Dios. La comunicación al ángel no fue
infructuosa en el corazón de María; y con su visita a Elisabet, ella reconoce
los maravillosos tratos de Dios. La piedad de la virgen se manifiesta aquí
emotivamente. La extraordinaria intervención de Dios la hizo sentirse humilde,
y no la elevó. Ella vio a Dios en lo que había acontecido, y no a sí misma.
Por el contrario, las grandezas de estas maravillas llevaron a Dios tan cerca de
ella como para que quedara oculta de sí misma. Se entregó a Su santa voluntad,
y Dios tenía lugares suficientemente amplios en sus pensamientos sobre este
asunto para no dar ninguna satisfacción al yo.
La
visita de la madre de su Señor a Elisabet fue algo natural en ella, pues el Señor
visitó ya a la mujer de Zacarías. El ángel se lo había contado. Ella se
preocupa por estas cosas de Dios, pues Dios estaba cerca de su corazón por la
gracia que le había visitado. Llevada por el Espíritu Santo, de corazón y
afecto, la gloria perteneciente a María en virtud de la gracia de Dios que la
había elegido para ser madre de su Señor, es reconocida por Elisabet hablando
por el Espíritu Santo. También reconoce la piadosa fe de María, y le anuncia
el cumplimiento de la promesa que recibió –todo lo cual tuvo lugar, siendo un
testimonio como señal dada a Aquel que había de nacer en Israel y entre los
hombres.
El
corazón de María se derrama entonces en gratitud. Reconoce a Dios su Salvador
en la gracia que la ha llenado de gozo, y su indigno lugar–una figura de la
condición del remanente de Israel–; aquello propició la intervención de la
grandeza de Dios con un total testimonio de que todo era de Él. Cualquiera que
sea la piedad apta para el instrumento que Él utilizó, y que se hallaba
realmente en María, fue en proporción a la manera en que ella escondiera el
hecho de que fuera grande entre las mujeres; pues entonces Dios era todo, siendo
a través de ella que Él intervino para la manifestación de Sus maravillosos
caminos. Ella perdía su lugar si intentaba algo por sí misma, pero en realidad
no lo hizo. La gracia de Dios la guardó, a fin de que Su gloria pudiera
manifestarse plenamente en este suceso divino. Ella reconoce Su gracia, pero
reconoce también que todo es gracia hacia ella.
Se
observará aquí que, en el carácter y la aplicación de los pensamientos que
llenan su corazón, todo tiene un matiz judío. Podemos comparar el cántico de
Ana, que proféticamente celebraba esta misma intervención. Véanse también
los versículos 54 y 55. Retrocede a las promesas hechas a los padres, no a Moisés,
e incluye a todo Israel. Es el poder de Dios que obra en medio de la debilidad,
cuando no hay recursos y todo es contrario a ella. Tal es el momento que
favorece a Dios, y, para el mismo fin, a los nulos instrumentos, para que Dios
pueda serlo todo.
Es
extraordinario que no se nos diga que María era llena del Espíritu Santo. Según
me parece, esto es una distinción honorable para ella. El Espíritu Santo visitó
a Elisabet y Zacarías de un modo excepcional. Pero aunque no dudamos de que María
estaba bajo la influencia del Espíritu de Dios, era un efecto más interior y más
relacionado con su propia fe, con su piedad, con las relaciones más habituales
de su corazón con Dios –que fueron formadas por esta fe y por esta piedad–
y que se expresaba consecuentemente más que sus propios sentimientos. Es la
gratitud por la gracia y el favor conferidos a ella, la humilde, y ello en
relación con las esperanzas y bendiciones de Israel. En todo esto me consta una
armonía muy sorprendente en relación con el fabuloso favor otorgado a ella.
Repito, María es tanto más grande cuando no lo es; pero es agraciada por Dios
de manera sin igual, y todas las generaciones la llamarán bienaventurada.
Pero
su piedad, y su expresión en este cántico, siendo más personal, una respuesta
a Dios antes que una revelación de Su parte, está claramente limitado a
aquello que era necesariamente para ella la esfera de esta piedad –a las
esperanzas y promesas dadas a Israel. Esta piedad retrocede, como hemos visto,
al punto más alejado de las relaciones de Dios con Israel –y éstas fueron en
gracia y en promesa, no ley– pero sin salirse de ellas.
María
mora tres meses con la mujer a quien Dios había bendecido, la madre de aquel
que había de ser la voz de Dios en el desierto; y regresa para seguir humilde
su propio camino, a fin de que los propósitos de Dios pudieran realizarse.
Nada
más hermoso en su clase que la escena de la relación entre estas dos fieles
mujeres, desconocidas para el mundo, pero instrumentos de la gracia de Dios para
el cumplimiento de Su propósito, glorioso e infinito en sus resultados. Ellas
se ocultan moviéndose en una escena en la que nada entra, salvo la piedad y la
gracia. Pero Dios está ahí, tan poco conocidas por el mundo como lo eran estas
pobres, preparando y realizando aquello en lo cual los ángeles anhelan sondear
en sus profundidades. Esto tiene lugar en el país montañoso, donde vivían
estas fieles parientes. Ellas se ocultaron, pero sus corazones, visitados por
Dios y tocados por Su gracia, respondieron por su piedad mutua a estas
admirables visitas de lo alto. La gracia de Dios se reflejaba verdaderamente en
la quietud de un corazón que aceptaba Su mano y Su grandeza, confiando en Su
bondad y sometiéndose a Su voluntad. Somos favorecidos al ser admitidos en esta
escena, de la cual el mundo está excluido por su incredulidad y apartamiento de
Dios, y en la que Dios así actuó.
Pero
aquello que la piedad reconoció en secreto, a través de la fe en las
visitaciones de Dios, debe finalmente hacerse público y ser consumado a los
ojos de los hombres. El hijo de Zacarías y Elisabet nace, y Zacarías
–obediente a la palabra del ángel, cesa de ser mudo–, anuncia la venida del
Vástago de David, el cuerno de la salvación de Israel, en la casa del Rey
elegido de Dios, para cumplir todas las promesas hechas a los padres y todas las
profecías por las que Dios vaticinó las bendiciones futuras de Su pueblo. El
hijo que Dios dio a Zacarías y a Elisabet, debería ir delante del rostro del
Jehová para preparar Sus caminos; pues el Hijo de David era Jehová, el cual
vino conforme a las promesas y a la Palabra con la que Dios había proclamado la
manifestación de Su gloria.
La
visitación de Israel por parte de Jehová, celebrada por boca de Zacarías,
incluye toda la bendición del milenio. Esto está relacionado con la presencia
de Jesús, quien introduce en Su propia Persona toda esta bendición. Todas las
promesas son Sí y Amén en Él. Todas ellas le circunscriben con la gloria para
ser cumplida entonces, y le hacen la fuente de la que todo tiene su origen.
Abraham se gozó de ver los tiempos gloriosos de Cristo.
El
Espíritu Santo siempre lo hace así, cuando Su sujeto es la consumación de la
promesa en poder. Sigue así hasta el pleno efecto que Dios llevará a cabo a su
final. La diferencia aquí es que no se trata ya de la proclamación de los
gozos en un futuro distante, cuando un Cristo naciera y fuera presentado para
introducir sus alegrías en días aún velados por la distancia desde la cual
eran vistos. El Cristo estaba ahora a la puerta, y es el efecto de Su presencia
el que se celebra aquí. Sabemos que, habiendo sido rechazado, y estando ahora
ausente, el cumplimiento de estas cosas queda forzosamente aplazado hasta que Él
regrese; pero Su presencia producirá su cumplimiento, y ello es anunciado como
teniendo que ver con esta presencia.
Podemos resaltar aquí que este capítulo queda circunscrito a las estrechas promesas hechas a Israel, es decir, a los padres. Tenemos los sacerdotes, al Mesías, Su precursor, las promesas hechas a Abraham, el pacto de la promesa, el juramento de Dios. No es la ley, sino la esperanza de Israel viendo su cumplimiento en el nacimiento de Jesús –fundado en la promesa, el pacto, el juramento de Dios, y confirmado por los profetas. No se trata, y lo vuelvo a repetir, de la ley. Es Israel bajo bendición, no cumplida aún, pero Israel en la relación de fe con Dios, el cual iba a cumplirla. Solamente son Dios e Israel los que se tienen en vista, y lo que había sucedido en gracia entre Él y Su solo pueblo.
Capítulo
2
En
este próximo capítulo cambia la escena. En lugar de las relaciones de Dios con
Israel conforme a la gracia, vemos primero al emperador pagano del mundo –la
cabeza del último imperio en Daniel– ejerciendo su poder en tierra de Emanuel,
y sobre todo el pueblo de Dios, como si Dios los hubiera olvidado. No obstante,
continuamos en presencia del nacimiento del Hijo de David, de Emanuel mismo.
Aparentemente, Él prevalece bajo el poder de la cabeza de la bestia, bajo un
imperio pagano. ¡Qué extraño estado de cosas ha producido el pecado!
Prestemos atención a que todavía tenemos la gracia aquí: es la intervención
de Dios lo que hace que todo sea manifestado. En relación con ello, existen
otras circunstancias en que haremos bien en fijarnos. Cuando los intereses y la
gloria de Jesús están en juego, todo este poder –el cual gobierna sin el
temor de Dios, y reina en el lugar de Cristo buscando su propia gloria– toda
la gloria imperial no es sino un instrumento en las manos de Dios para el
cumplimiento de Sus consejos. En cuanto al hecho público, vemos al emperador
romano ejercer autoridad despótica y pagana en el lugar donde el trono de Dios
debería estar, si el pecado del pueblo no lo hubiera impedido.
El
emperador quiere tener a todo el mundo censado, y cada uno se dirige a su
ciudad. El poder del mundo se pone en movimiento por un acto que demuestra su
superioridad sobre aquellos que, como pueblo de Dios, deberían haberse visto
libres de todo excepto del inmediato gobierno de su Dios, el cual era su gloria
–un hecho que prueba la degradación total y el servilismo del pueblo. Eran
esclavos, en sus cuerpos y en sus posesiones, de los paganos, a causa de sus
pecados4.
Pero este acto sólo hace que cumplir el maravilloso propósito de Dios,
haciendo que el Salvador-Rey nazca en el pueblo donde, según el testimonio de
Dios, tenía que tener lugar este acontecimiento. Y aún más, la Persona divina
que tenía que estimular el gozo y las alabanzas del cielo, nace entre los
hombres, como Hijo en este mundo.
El
estado de cosas en Israel y en el mundo, es la supremacía de los gentiles y la
ausencia del trono de Dios. El Hijo del Hombre, el Salvador, Dios manifestado en
la carne, viene a tomar Su lugar –un lugar que la sola gracia podía hallar o
tomar en un mundo que no le conoció.
El
censo es tanto más extraordinario en que tan pronto como el propósito de Dios
fue cumplido, no se llevó más a cabo, sino hasta más tarde, bajo el gobierno
de Cirenio5.
El
Hijo de Dios nace en este mundo, pero en él no encuentra lugar. El mundo vive a
sus anchas, o al menos por sus propios recursos halla fácilmente un lugar, en
la posada, la cual deviene una especie de medida para el lugar del hombre en, y
de recepción por, el mundo. El Hijo de Dios no halla ninguno, excepto en el
pesebre. ¿Es en vano que el Espíritu Santo registre aquí esta circunstancia?
No. No hay sitio para Dios y para lo que es de Él, en este mundo. Tanto más
perfecto entonces es el amor que le hizo descender a esta Tierra. Pero comenzó
en un pesebre y terminó en la cruz, y en su cruzar por este mundo no tuvo dónde
recostar Su cabeza.
El
Hijo de Dios –un Hijo participando de todas las debilidades y circunstancias
de la vida humana, así manifestadas– aparece en el mundo6.
Pero
si Dios viene a este mundo, y un pesebre es su cobijo, en la naturaleza que Él
ha tomado en gracia, los ángeles se ocupan del suceso del cual depende el
destino de todo el universo, y el cumplimiento de todos los consejos de Dios;
pues Él ha escogido las cosas débiles para confundir las que son fuertes. Este
pobre infante es el Objeto de todos los consejos de Dios, el Sustentador y
Heredero de toda la creación, el Salvador de todos los que heredarán la gloria
y la vida eterna.
Unos
pobres hombres, quienes fielmente realizaban sus arduas tareas lejos de la
actividad incesante de un mundo ambicioso y pecador, son los que reciben las
primeras noticias de la presencia del Señor sobre la Tierra. El Dios de Israel
no buscaba a los grandes de entre Su pueblo, sino que mostró respeto por los
menesterosos del rebaño. Dos cosas destacan aquí por sí solas: el ángel que
acude a los pastores de Judea para anunciarles la consumación de las promesas
de Dios a Israel, y el coro de ángeles celebran en coro de alabanza celestial
toda la verdadera sustancia de este fabuloso suceso.
«Os
ha nacido hoy», les dice el mensajero celestial a los pobres pastores visitados
«en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor». Esto fue la
proclamación a ellos de las buenas nuevas, y a todo el pueblo.
Pero
en el nacimiento del Hijo del Hombre, Dios manifestado en la carne, el
cumplimiento de la encarnación tenía una importancia más destacada que todo
aquello. El hecho de que este pobre infante estuviera allí, desposeído y
abandonado –humanamente hablando– a su suerte por el mundo, era –como lo
entendían las inteligencias celestiales, la multitud de las huestes celestes
cuyas alabanzas resonaban en el mensaje del ángel a los pastores– «gloria a
Dios en lo más alto, y sobre la tierra paz; buena voluntad para con los hombres».
Estas pocas palabras incluyen tales elevados pensamientos que es difícil hablar
debidamente de ellos en una obra como ésta, pero son necesarias algunas
consideraciones. Primeramente, es profundamente bendito ver que el pensamiento
de Jesús excluye todo lo que pudiera oprimir el corazón en la escena que
rodeaba Su presencia sobre la Tierra. ¡Ay!, el pecado estaba allí. Fue
manifestado por la posición en la cual este magnífico infante fue hallado.
Pero si el pecado le había situado allí, la gracia también. La gracia
sobreabunda, y al pensar en Él, la bendición, la gracia, la mente de
Dios respecto al pecado, aquello que Dios es, tal como lo manifiesta la
presencia de Cristo, absorben la mente y se hacen con el corazón, y son el
verdadero alivio del corazón en un mundo como éste. Vemos la sola gracia, y el
pecado no engrandece sino la plenitud, la soberanía, la perfección de esta
gracia. Dios, en Sus tratos gloriosos, borra el pecado con respecto a Su actuación,
el cual Él exhibe con toda su deformidad. Existe aquello que «es mucho más
abundante». Jesús, venido en gracia, llena el corazón. Es lo mismo en todos
los detalles de la vida cristiana. Es la verdadera fuente del poder moral, de la
santificación, y del gozo.
A
continuación vemos que hay tres cosas manifestadas por la presencia de Jesús
nacido como un Hijo sobre la Tierra. En primer lugar, gloria a Dios en lo más
alto. El amor de Dios –Su sabiduría– Su poder (no al crear un universo de
la nada, sino al sobreponerse al mal, y convirtiendo el efecto del poder del
enemigo en una ocasión para demostrar que este poder fue sólo impotente y
necio en presencia de aquello que podemos llamar «lo débil de Dios»)– el
cumplimiento de Sus consejos eternos –la perfección de Sus caminos donde el
mal se había introducido– la manifestación de Sí mismo en medio del mal de
tal modo que se glorificaba delante de los ángeles: en una palabra, Dios se ha
manifestado tanto por el nacimiento de Jesús que las huestes celestiales,
conocedoras largo tiempo de Su poder, podían elevar sus voces corales: «¡Gloria
a Dios en lo más alto!» ¡Qué pensamiento más divino el que Dios deviniera
Hombre! ¡Qué supremacía del bien sobre el mal! ¡Qué sabiduría al acercarse
al corazón del hombre y traerle de vuelta a Él! ¡Qué capacidad para
dirigirse al hombre! ¡Qué fuerza manteniendo la santidad de Dios! ¡Qué
proximidad al corazón humano y qué interés en sus necesidades y experiencias
de su condición! ¡Pero sobre todo, Dios por encima del mal en gracia, y en esa
gracia visitando este mundo mancillado para darse a conocer como nunca antes Él
se había dado a conocer!
El
segundo efecto de la presencia de Aquel que reveló a Dios sobre la Tierra es
que la paz debía estar allí. Rechazado, Su nombre debía ser un motivo de
lucha, pero el coro celestial se ocupa del hecho de Su presencia, con el
resultado, cuando es totalmente producido por las consecuencias, envuelto en la
Persona de Aquel que estaba allí –contempladas en sus mismos frutos–, y
ellos celebrándolas. El mal manifiesto debía desaparecer. Su norma santa debía
desvanecer toda enemistad y violencia. Jesús, fuerte en amor, debía reinar y
trasmitir el carácter en el cual Él había venido a toda la escena que debería
rodearle en el mundo al cual acudió, para que fuera conforme a Su corazón que
Él se deleitó en aquél (Prov. 8:31)7.
Véase, en menor escala, el Salmo 85:10,11.
El
medio de esto –la redención, la destrucción del poder de Satanás, la
reconciliación del hombre por la fe, y de todas las cosas en el cielo y en la
Tierra con Dios– no son aquí señaladas. Todo dependía de la Persona y
presencia de Aquel que nació. Todo estaba envuelto en Él. El estado de bendición
nació en el nacimiento de ese Hijo.
Presentado
a la responsabilidad del hombre, éste es incapaz de beneficiarse de ello, y
fracasa. Su posición a consecuencia de ello deviene en lo peor.
Pero
estando la gracia y la bendición unidas a la Persona de Aquel que acababa de
nacer, se ven fluir todas sus consecuencias. Después de todo, fue la intervención
de Dios cumpliendo el consejo de Su amor, el propósito firme de Su beneplácito.
Y Jesús, una vez allí, las consecuencias no podían ser otras: cualquier
interrupción que pudiera haber a su cumplimiento, Jesús era su seguridad. Él
había venido al mundo. Las contenía en Su Persona, y era la expresión de
todas estas consecuencias. La presencia del Hijo de Dios en medio de los
pecadores decía a toda inteligencia espiritual: «Paz en la tierra».
La tercera cosa era la buena voluntad8 –el afecto de Dios– en los hombres. Nada más sencillo, desde que Jesús fue un Hombre. Él nunca fue como los ángeles.
Fue
un testimonio glorioso que el efecto, la buena voluntad de Dios estuvieran
fijados en esta pobre raza, ahora alejada de Él, pero en la cual Él tuvo
complacencia para llevar a cabo todos Sus gloriosos consejos. Así en Juan 1, la
vida era la luz de los hombres.
En
una palabra, fue el poder de Dios presente en gracia en la Persona del Hijo de
Dios participando de la naturaleza, e interesándose en la suerte de un ser que
se había alejado de Él, deviniendo la esfera del cumplimiento de todos Sus
consejos y de la manifestación de Su gracia y Su naturaleza a todas Sus
criaturas. ¡Qué posición para el hombre! Porque es precisamente en el Hombre
que todo esto es cumplido. El universo entero tenía que aprender en el hombre,
y en lo que Dios tenía dentro de él para el hombre, aquello que Dios mismo
era, el fruto de todos Sus gloriosos consejos, así como su completo descanso en
Su presencia, conforme a la naturaleza de amor. Todo esto estaba implícito en
el nacimiento de Cristo, a quien el mundo no prestó atención. ¡Maravilloso y
natural sujeto de alabanza para los santos habitantes del cielo, a quienes Dios
les había dado a conocer! Era la gloria a Dios en lo alto.
La
fe estaba ejercitándose en aquellos sencillos israelitas, a quienes fue enviado
el ángel del Señor. Y ellos se gozaron de la bendición consumada ante sus
ojos, y la cual verificaba la gracia que Dios había mostrado al anunciársela a
ellos. La palabra «como les fue dicho», añade su testimonio de gracia a todo
lo que disfrutamos a través de la misericordia de Dios.
El
Hijo recibe el nombre de Jesús el día en que es circuncidado, de acuerdo a la
costumbre hebrea (véase cap. 1:59), pero conforme a los conejos y revelaciones
de Dios, comunicado por los ángeles de Su poder. Además, todo era realizado
conforme a la ley, pues históricamente nos hallamos aún en relación con
Israel. Aquel que nacía de una mujer, nacía bajo la ley.
La
condición de pobreza en la que Jesús nació, también es mostrada por el
sacrificio ofrecido para la purificación de Su madre.
Otro
punto es resaltado aquí por el Espíritu Santo, aunque pueda parecer
insignificante Aquel que lo dio comienzo.
Jesús
es reconocido por el remanente fiel de Israel, mientras dura la acción del Espíritu
Santo en ellos. Deviene una piedra de toque para cada alma en Israel. La condición
del reino enseñada por el Espíritu Santo –es decir, de aquellos que habían
tomado la posición del remanente– era ésta: ellos eran conscientes de la
miseria y ruina de Israel, pero esperaban en el Dios de Israel confiando en Su
fidelidad inmutable para el consuelo de Su pueblo. Decían: ¿Hasta cuándo? Y
Dios estaba con este remanente. Él había dado a conocer a aquellos que
confiaban en Su misericordia la venida del Prometido, quien había de ser la
consumación de esta misericordia hacia Israel.
Así,
en presencia de la opresión de los gentiles, y de la iniquidad de un pueblo que
estaba madurando, o que ya era maduro para el mal, el remanente que confiaba en
Dios no perdió aquello que, como vimos en el capítulo precedente, pertenecía
a Israel. En medio de la miseria de Israel, ellos tenía para consuelo suyo lo
que la promesa y la profecía habían declarado para la gloria de Israel.
El Espíritu Santo había revelado a Simeón que no debería morir hasta que no hubiera visto al Señor Jesucristo. Éste fue el consuelo, y no pequeño. Estaba contenido en la Persona de Jesús el Salvador, sin entrar mucho en detalles de la manera o el momento del cumplimiento de la liberación de Israel.
Simeón
amaba a Israel; podía marcharse en paz, puesto que Dios le había bendecido
conforme a los deseos de la fe. El gozo de la fe habita siempre sobre el Señor
y sobre Su pueblo, pero ve, en la relación que existe entre ellos, el alcance
de aquello que provoca este gozo. La salvación y la liberación de Dios,
vinieron en Cristo. Fue para la revelación de los gentiles, hasta entonces
oculta en las tinieblas de la ignorancia sin serles revelado nada; y para la
gloria de Israel, el pueblo de Dios. Éste es en realidad el fruto del gobierno
de Dios en Cristo, es decir, el milenio. Pero si el Espíritu reveló a este
fiel y bondadoso siervo del Dios de Israel el futuro que dependía de la
presencia del Hijo de Dios, también le reveló que sostenía en sus brazos al
Salvador mismo, dándole en el momento paz y un sentido del favor de Dios, de
modo que la muerte perdió sus terrores. No fue un conocimiento de la obra de
Jesús actuando sobre una conciencia iluminada y persuadida, sino el
cumplimiento de las promesas a Israel, la posesión del Salvador y la prueba del
favor de Dios, así que la paz que brotaba de allí llenaba su alma. Había las
tres cosas: la profecía que anunció la venida de Cristo, la posesión de
Cristo, y el efecto de Su presencia en todo el mundo. Estamos aquí en relación
con el remanente de Israel, y consecuentemente no hallamos nada de la Iglesia y
de las cosas puramente celestiales. El rechazo ocurre después. Aquí se trata
de todo lo concerniente al remanente, a modo de bendición, mediante la
presencia de Jesús. Su obra no es el asunto que estamos viendo.
¡Qué hermosa
figura y qué testimonio rendido a este Hijo, por la manera en que a través del
poder del Espíritu Santo Él llenó el corazón de este hombre santo al término
de su carrera terrenal! Observemos también qué comunicaciones se le hace a
este endeble remanente, desconocido en medio de las tinieblas que cubrían al
pueblo. ¡Cuán dulce es pensar cúantas de esas almas, llenas de gracia y de la
comunión con el Señor, han prosperado a la sombra de los hombres, desconocidas
para ellos pero bien conocidas y amadas por Dios; unas almas que, cuando salgan
de su recogimiento, conforme a Su voluntad, en testimonio hacia Cristo, llevarán
el tan bendito testimonio de una obra de Dios que sigue realizándose a pesar de
todo lo que el hombre hace, tras la escena dolorosa y amarga que está sucediéndose
sobre la Tierra! Pero el testimonio de este hombre santo de Dios fue más que la
expresión de los pensamientos sumamente interesantes que llenaron su corazón
en comunión entre él y Dios. Este conocimiento de Cristo y de los pensamientos
de Dios respecto a Él, que se está realizando en secreto entre Dios y el alma,
da conocimiento del efecto producido por la manifestación al mundo de Aquel que
es su objeto. El Espíritu habla de ello por boca de Simeón. En sus anteriores
palabras, recibimos la declaración del firme cumplimiento de los consejos de
Dios en el Mesías, el gozo de su propio corazón. Ahora es el efecto de la
presentación de Jesús como Mesías a Israel sobre la Tierra, lo que es
descrito. Cualquiera que haya sido el poder de Dios en Cristo para bendecir, Él
sometió el corazón del hombre a prueba. Así debía ser Él, al revelar los
pensamientos de muchos corazones –pues Él era luz– y tanto más cuando Él
era humilde en medio de un mundo orgulloso, una ocasión de tropiezo para
muchos, y el medio de levantar de su condición caída y degradada a otros
tantos. María misma, aunque era la madre del Mesías, debía de tener su propia
alma atravesada por una espada, pues su hijo iba a ser rechazado, la relación
natural del Mesías con el pueblo iba a romperse también y a ser refutada. Esta
contradicción de pecadores contra el Señor, dejaron descubiertos todos los
corazones en cuanto a sus deseos, sus esperanzas y sus ambiciones, fueran cuales
fuesen las formas de piedad que habían asumido.
Tal
era el testimonio rendido en Israel del Mesías, conforme a la acción del Espíritu
de Dios sobre el remanente, en medio de la esclavitud y de la miseria de ese
pueblo. La plena consumación de los consejos de Dios hacia Israel, y hacia el
mundo a través de Israel, para el gozo del corazón de los fieles que habían
confiado en estas promesas, pero también para prueba en ese momento en cada
corazón, por medio de un Mesías cuya señal se criticaba. Los consejos de Dios
y el corazón del hombre fueron revelados en Él.
Malaquías
dijo que aquellos que temiesen al Señor en los tiempos de impiedad, cuando los
orgullosos prosperasen felices, habrían de hablar con frecuencia. Este tiempo
había llegado en Israel. Desde Malaquías hasta el nacimiento de Jesús, sólo
hubo la transición de Israel de su miseria a su orgullo –un orgullo además
que amanecía incluso en tiempos del profeta. Aquello que él dijo del
remanente, también se estaba cumpliendo. Ellos «hablaban juntos». Vemos que
se conocían el uno al otro, en este hermoso cuadro del pueblo oculto de Dios:
«Ella habló de Aquel a todos los que esperaban la redención en Israel». Ana,
una viuda santa, la cual no se alejaba del templo y que sentía profundamente la
miseria de Israel, se ocupó con corazón entregado del trono de Dios para un
pueblo del cual Dios no era ya más un esposo, y el cual era formalmente viudo
como ella; ésta da a conocer ahora a todos los que sopesaban estas cosas
juntos, que el Señor había visitado su templo. Habían estado esperando la
redención en Jerusalén, y ahora el Redentor –desconocido para los hombres–
estaba allí. ¡Qué sujeto de gozo para este pobre remanente! ¡Qué respuesta
para su fe!
Pero
después de todo, Jerusalén no era el lugar donde Dios visitó al remanente de
Su pueblo, sino el asiento del orgullo de aquellos que decían «el templo del
Señor». Y José y María, habiendo llevado a cabo todo lo que la ley les exigía,
regresaron con el Hijo Jesús para tomar su lugar juntamente con Él en el
despreciado lugar que debía darle su nombre, y en aquellas regiones donde el
desdeñado remanente, los menesterosos del rebaño, tenían su morada, donde el
testimonio de Dios había anunciado que aparecería la luz.
Allí
transcurrieron Sus primeros años, creciendo física y mentalmente en la
verdadera humanidad que Él había asumido. ¡Simple y precioso testimonio! Pero
no era menos consciente de que llegaría el momento cuando debía hablar a los
hombres de Su verdadera relación con Su Padre. Las dos cosas están unidas en
lo que se dice al final de este capítulo. En el transcurso de Su humanidad, se
manifiesta el Hijo de Dios sobre la Tierra. José y María, quienes –al tiempo
que se maravillaban de todo lo que le había sucedido– no acababan de conocer
por la fe Su gloria, y culpan al Niño de acuerdo a la posición en la que
formalmente permanecía ante ellos. Pero esto propicia la ocasión para que se
manifieste en Jesús otro carácter de perfección. Si Él era el Hijo de Dios y
tenía plena conciencia de ello, también era el Hijo obediente, esencialmente y
siempre perfecto, sin pecado –un Niño obediente, pese al sentido que tuviera
de otra relación, desunida ella misma de un sometimiento a unos padres humanos.
La conciencia de lo uno, no perjudicaba Su perfección en lo otro. Al ser Él el
Hijo de Dios, afirmaba Su perfección como Hombre e Hijo sobre la Tierra.
Hay
otra cosa importante a remarcar aquí: esta posición no tenía nada que ver con
que Él fuese ungido con el Espíritu Santo. Él cumplió, no hay duda, el
ministerio público que más tarde emprendió conforme al poder y a la perfección
de esa unción; pero Su relación con Su Padre pertenecía a Su misma Persona.
El lazo existía entre Él y Su Padre, era plenamente consciente de ello,
cualesquiera fueran los medios o las formas de su manifestación pública, y
también lo era del poder de Su ministerio. Él era todo lo que debía ser un niño,
pero era el Hijo de Dios quien era así. Su relación con Su Padre le era tan
conocida como Su obediencia a José y a Su madre era algo hermoso, lícito y
perfecto.
Capítulo 3
En
este capítulo hallamos el ejercicio del ministerio de la Palabra hacia Israel,
y ello para la presentación del Señor a este mundo. No son las promesas a
Israel y los privilegios asegurados a ellos por Dios, ni el nacimiento de ese Niño,
quien era el Heredero de todas las promesas. El imperio, un testimonio mismo de
la cautividad de Israel, era un instrumento para el cumplimiento de la Palabra
con respecto al Señor. Los años son aquí calculados conforme al reinado de
los gentiles. Judea es una provincia en manos del imperio gentil, y las otras
partes de Canaán están divididas bajo diferentes cabezas subordinadas al
imperio.
El
sistema judío continúa no obstante. Los sumos sacerdotes estaban allí para
ver pasar los años de su sometimiento a los gentiles por sus nombres, y al
mismo tiempo para asegurar el orden, la doctrina y las ceremonias de los judíos
tanto como les era posible en sus circunstancias de ese período.
La
Palabra de Dios es siempre segura, y es cuando las relaciones de Dios con Su
pueblo fracasan por falta de fidelidad en ellos que Dios mantiene en soberanía
Su relación mediante las comunicaciones de un profeta. Su Palabra soberana lo
asegura cuando no existen otros medios.
Pero
en este caso, el mensaje de Jehová a Su pueblo tenía un carácter peculiar,
pues Israel estaba ya arruinado, habiendo abandonado al Señor. La bondad de
Dios había permitido dejar a Su pueblo en la tierra, pero el trono del mundo
fue transferido a los gentiles. Israel era ahora llamado al arrepentimiento, a
ser perdonado, y a tomar un nuevo lugar por medio de la venida del Mesías.
El
testimonio de Dios no está por lo tanto relacionado con Sus ordenanzas en
Jerusalén, aunque los justos se sometieran a ellas. Ni el profeta los pondera a
que regresen a su antigua fidelidad sobre la base de lo que ellos eran. Es su
voz en el desierto, enderezando sus caminos, a fin de que pudiera venir, desde
fuera, a aquellos que se arrepintieran y se preparasen para Su venida. Como era
Jehová mismo quien venía, Su glorias no se limitarían solamente a Israel,
sino que toda carne vería la salvación efectuada por Dios. La condición de la
nación era aquella fuera de la cual Dios los llamaba, hacia Él por el
arrepentimiento, proclamando la ira que estaba a punto de caer sobre un pueblo
rebelde. Además, si Dios venía, Él quería realidades, los verdaderos frutos
de justicia, y no el mero nombre de un pueblo. Él vino en Su poder soberano, el
cual era capaz de hacer salir de la nada aquello que el deseaba para Sí. Dios
viene, y Él va a querer justicia impartida por la responsabilidad del hombre,
porque Él es justo. Podía levantar simiente a Abraham por Su divino poder de
las mismas piedras, si lo creía conveniente. Es la presencia, la venida de Dios
mismo, lo que caracteriza a todo aquí.
Ahora
bien, el hacha estaba ya a la raíz de los árboles, y cada cual debía
ser juzgado según sus frutos. Era de balde alegar que ellos eran judíos; si
gozaban de este privilegio ¿dónde estaban los frutos? Pero Dios no aceptaría
ninguno que proviniese de la valoración hecha por el hombre, acerca de la
justicia y el privilegio, ni del hinchado juicio que los autocomplacientes se
formaran de los demás. Él se dirigió a la conciencia de todo el mundo.
Por consiguiente,
los publicanos, objetos del odio de los judíos como instrumentos de la opresión
fiscal de los gentiles, y los soldados, los cuales ejecutaban arbitrariamente
las órdenes de los reyes, que eran impuestas sobre el pueblo por voluntad de
Roma, o tratándose de los gobernantes paganos, eran exhortados a que actuasen
en conformidad con aquello que producía el verdadero temor de Dios, en
contraste con la iniquidad que se practicaba de costumbre siguiendo la voluntad
humana. La multitud era exhortada a que practicase la caridad, mientras que el
pueblo, considerado como tal, era tratado como una generación de víboras y
sobre quienes venía la ira de Dios. La gracia trató con ellos avisándolos del
juicio, pero este juicio era ya inminente.
Así,
desde los versículos 3-14, tenemos estas dos cosas: en los 3-6, la posición de
Juan respecto al pueblo como tal, en la idea de que Dios mismo pronto aparecería;
en los 6-14 su apelación a la conciencia de cada uno; versículos 7,8,9 les
enseñaban que los privilegios formales del pueblo no proveerían ningún
refugio en presencia del Dios santo y justo, y que el ampararse en el privilegio
nacional solamente provocaría la cólera sobre ellos –pues la nación estaba
bajo el juicio, y expuesta a la ira de Dios. En el versículo 10 entramos en
detalles. En los versículos 15-17, queda solventada la pregunta acerca del Mesías.
El
gran asunto no obstante de este pasaje –la gran verdad que el testimonio de
Juan manifestó ante los ojos del pueblo– era que Dios mismo iba a
venir. El hombre tenía que arrepentirse. Los privilegios, aunque se concedieron
como medio de bendición, no podían alegarse frente a la naturaleza y justicia
de Aquel que venía, ni podían destruir el poder por el cual Él podía formar
un pueblo según Su propio corazón. Sin embargo, la puerta del arrepentimiento
estaba abierta de acuerdo a Su fidelidad hacia un pueblo que Él amaba.
Había
una obra especial para el Mesías según los consejos, la sabiduría y la gracia
de Dios. Él bautizaba con el Espíritu Santo y con fuego. Es decir, introdujo
el poder y el juicio que expulsaba el mal, fuese en santidad o en bendición, o
también en destrucción.
Él
bautiza con el Espíritu Santo. Esto no significa meramente una renovación de
deseos, sino poder, en gracia, en medio del mal.
El
bautiza con fuego. Éste es el juicio que consume el mal.
Este
juicio también se aplicaba a Israel, Su suelo trillado. Él recogería Su trigo
y lo aseguraría en otro lugar, y la paja podía ser quemada en el juicio.
Pero
finalmente, Juan es arrojado en prisión por los cabezas legales del pueblo. No
significa que este suceso ocurriera históricamente entonces, sino que el Espíritu
de Dios presentaría moralmente el fin de su testimonio para que comenzara la
vida de Jesús, el Hijo del Hombre, pero nacido Hijo de Dios en este mundo.
Es
con el versículo 21 que esta historia comienza, y de un modo maravilloso, a la
vez que lleno de gracia. Dios, por medio de Juan el Bautista, llamó a Su pueblo
a arrepentirse, y aquellos en quienes Su palabra produjo este resultado
acudieron para ser bautizados por Juan. Era la primera señal de vida y de
obediencia. Jesús, perfecto en vida y en obediencia, descendido en gracia para
el remanente de Su pueblo, marcha allá, tomando Su lugar con ellos, y se
bautiza con el bautismo de Juan como ellos. ¡Maravilloso y emocionante
testimonio! Él no ama desde una distancia, ni se contenta con ofrecer el perdón;
Él viene por gracia al mismo lugar donde el pecado de Su pueblo los había
llevado, de acuerdo al sentido del pecado que había producido en ellos el poder
vivificante de su Dios. Él conduce a Su pueblo allí por gracia, pero los
acompaña cuando ellos van. Toma Su lugar con ellos en las dificultades del
camino, y no los deja ante los obstáculos que se les presentan; y
verdaderamente, identificándose con el pobre remanente, con aquellos excelentes
de la Tierra en quienes Él se contentaba, llamando a Jehová Su Señor;
desproveyéndose de toda fama, sin mencionar que Su bondad se extendía a Dios,
ni tomando Su eterno lugar con Él, sino el lugar de la humillación; y por esta
misma razón, de la perfección en una posición a la que se había rebajado,
posición tal que reconocía la existencia del pecado, porque de hecho existía.
Era incumbencia del remanente que fuera sensible ante esto cuando volviera a
Dios. Ser sensible de tal cosa era el comienzo del bien. A partir de aquí, Él
podía ir con ellos. Pero en Cristo, por muy humilde que sea la gracia, el tomar
Él este camino con ellos fue la gracia que obró en justicia, pues en Él todo
era amor y obediencia, y el camino en que glorificaba a Su Padre. Él entró por
la puerta.
Por
tanto, al tomar Jesús este lugar humilde, el cual exigía el estado del pueblo
amado, y al cual le llevó la gracia, se halló en el lugar del cumplimiento de
la justicia y de toda la buena voluntad del Padre, de la cual Él devino el
objeto, en este lugar.
El
Padre podía reconocerle como Aquel que satisfacía Su corazón en el lugar
donde el pecado, y al mismo tiempo, los objetos de Su gracia, se hallaban, para
poder dar libre curso a Su gracia. La cruz era la total consumación de esto.
Diremos algunas palabras sobre la diferencia cuando hablemos de la tentación
del Señor; pero es el mismo principio en lo que la amada voluntad del Señor y
obediencia se refiere. Cristo estaba aquí con el remanente, en vez de
ser el sustituto de ellos situado en su lugar para expiar el pecado. El objeto
del deleite del Padre había tomado, en gracia, Su lugar con el pueblo, visto
confesando sus pecados9
ante la presencia de Dios, saliendo de su interior el hacerlo moralmente, con
corazón renovado para confesarlos, sin lo cual Aquel interesado en este pueblo
no podría haber estado con él si no era como testigo para predicar proféticamente
la gracia.
Jesús,
habiendo tomado esta posición, y orando –apareciendo como el Hombre fiel,
dependiente de Dios y elevando Su corazón a Dios, también así la expresión
de la perfección en esa posición–, el cielo es abierto a Él. Por el
bautismo, tomó el lugar con el remanente cuando oró –estando allí exhibió
la perfección en Su propia relación con Dios. La dependencia y el corazón que
sube a Dios, como lo primero y como la expresión, digamos, de su existencia, es
la perfección del hombre visto aquí abajo; en este caso, del hombre en tales
circunstancias como ésas. Aquí los cielos pueden abrirse. Y observemos que no
eran los cielos abriéndose para buscar a alguien alejado de Dios, ni la gracia
descubriendo el corazón ante un sentimiento determinado, sino que era la gracia
y la perfección de Jesús que hicieron que los cielos se abrieran. Como está
escrito: «Así me ama mi Padre, porque yo pongo mi vida». Así también es la
perfección positiva de Jesús10
la cual motivó que los cielos se abriesen. Tengamos en cuenta también aquí
que, una vez es presentado este principio de la reconciliación, los cielos y la
Tierra no están tan lejos el uno del otro. Es cierto que, hasta después de la
muerte de Cristo, esta proximidad había de centrarse en la Persona de Jesús y
efectuada por Él mismo, pero conteniendo todo lo demás. Esta proximidad fue
establecida, aunque el grano de trigo tenía que quedar solo hasta que «cayese
en tierra y fructificara». No obstante, los ángeles, como hemos visto, podían
decir: «Paz en la tierra, buena voluntad [de Dios] para los hombres». Y vemos
a los ángeles con los pastores, y a la hueste celestial a la vista y oídos de
la Tierra que alaba a Dios por lo que había tenido lugar; y aquí, el cielo
abierto sobre el Hombre y el Espíritu Santo descendiendo visiblemente sobre Él.
Examinemos
la sustancia de este último caso. Cristo ha tomado Su lugar con el remanente en
su condición humilde y flaca, pero siempre cumpliendo justicia. Todo el favor
del Padre reposa sobre Él, y el Espíritu Santo desciende para sellarle y
ungirle con Su presencia y Su poder. Hijo de Dios, Hombre sobre la Tierra, el
cielo es abierto a Él, y sobre Él se asocian los suyos11.
El primer paso que hacen estas almas humildes en la senda de la gracia y de la
vida, halla a Jesús con ellos allí, y al estar Él allí, el favor y el
deleite del Padre, así como la presencia del Espíritu Santo. Recordemos
siempre que es sobre Él como Hombre, al tiempo que como Hijo de Dios.
Tal
es la posición del hombre aceptado delante de Dios. Jesús es la medida, la
expresión. Tiene estas dos cosas –el deleite del Padre, y el poder y el sello
del Espíritu Santo; y ello en este mundo, conocido por aquel que lo disfruta.
Hay ahora esta diferencia que ya vimos, que miramos por el Espíritu al cielo
donde Jesús está, pero tomamos Su lugar aquí abajo.
Contemplemos
pues así al hombre en Cristo –los cielos abiertos– el poder del Espíritu
Santo sobre Él, y en Él, el testimonio del Padre y la relación del Hijo con
el Padre.
Se
verá que la genealogía de Cristo es recordada aquí, no hasta Abraham y David,
para que Él fuera el heredero de las promesas según la carne, sino hasta Adán,
a fin de mostrar al verdadero Hijo de Dios como Hombre sobre la Tierra, donde el
primer Adán perdió su título, tal como sucedió. El último Adán, el Hijo de
Dios, estaba allí, aceptado por el Padre, y preparándose a hacerse Suyas las
dificultades a las cuales la caída del primer Adán había llevado a aquellos
de su raza que se acercaban a Dios bajo la influencia de Su gracia.
Capítulo 4
El
ignorado Hijo de Dios sobre la Tierra, Jesús, es conducido al desierto por el
Espíritu Santo, con el cual había sido sellado, para padecer la tentación del
enemigo bajo la cual Adán cayó. Pero Jesús resistió esta tentación en las
circunstancias en que nosotros estamos, no aquellas en las que Adán estaba, es
decir, que la sintió en todas las dificultades de la vida de fe, tentado en
todos los puntos como lo somos nosotros, sin excepción. Tengamos en cuenta aquí
que no se trata de la esclavitud del pecado, sino del conflicto. Cuando se trata
de servidumbre, tiene que ver con una liberación, no con un conflicto. Fue en
Canaán donde Israel peleó. Ellos fueron liberados de Egipto, pero allí no
pelearon.
En
Lucas, las tentaciones van ordenadas según un orden moral: primero, aquellas
que precisaban las necesidades corporales, segundo, el mundo; tercero, la
sutileza espiritual. En cada una, el Señor mantiene
la posición de obediencia y de dependencia, dando a Dios y Sus
comunicaciones con el hombre –Su Palabra– su verdadero lugar. Simple
principio que nos ampara de cada ataque, pero el cual también, por su misma
sencillez, ¡es la perfección! Sin embargo, recordemos que éste ha de ser el
caso, pues si nos eleváramos a alturas portentosas no sería lo que se requeriría
de nosotros, sino el ir en pos de lo que aplicamos a nuestra condición humana
como regla para su guía. Es la obediencia, la dependencia –no haciendo nada
excepto como Dios lo quiere, y fiándonos de Él. Este caminar incluye a la
Palabra. Pero la Palabra es la expresión de Su voluntad, la bondad y la
autoridad de Dios, aplicables a todas las circunstancias del hombre tal como es
él. Ello demuestra que Dios se interesa en todo lo que le concierne: ¿por qué
entonces debería actuar por sí mismo sin mirar a Dios ni a Su Palabra? ¡Ay!,
hablando de los hombres en general, son muy voluntariosos. Someterse y ser
dependientes, es precisamente aquello que no querrán hacer. Tienen demasiada
enemistad con Dios para confiar en Él. Fue esto, por lo tanto, lo que distinguió
al Señor. El poder para efectuar un milagro podía otorgarlo Dios sobre quien
Él quisiera, pero un hombre obediente que no tenía ningún signo de voluntad
con respecto a lo que la voluntad de Dios no declaraba, un hombre que vivía por
la Palabra y en completa dependencia de Dios con confianza perfecta, la cual no
necesitaba más pruebas de la fidelidad de Dios que Su Palabra ni ningún medio
más certero de que Él intervendría que Su promesa de hacerlo, quien esperaba
la intervención en el camino de Su voluntad, tenía algo más que poder. Ésta
fue la perfección del hombre en el lugar donde éste estaba –no simplemente
la inocencia, pues ésta no necesita confiar en Dios en medio de las
dificultades y de las penas, ni las dudas originadas por el pecado, ni del
conocimiento del bien y del mal–, sino una perfección que refugiaba a uno que
la poseyera de cada ataque que Satanás pudiera lanzarle. Pues ¿qué podía
hacer contra uno que no traspasaba nunca la voluntad de Dios, y para quien esta
voluntad era solamente el motivo para la acción? Además, el poder del Espíritu
de Dios estaba allí. Por consiguiente, vemos que la obediencia sencilla guiada
por la Palabra es la única arma empleada por Jesús. Esta obediencia requiere
dependencia de Dios, confianza en Él para llevarla a cabo.
Él
vive por la Palabra: esto es dependencia. No intentará, esto es, poner a prueba
a Dios, para ver si Él era fiel: esto es confianza.
Actúa
cuando Dios lo quiere, porque lo quiere, y hace aquello que Dios quiere. Deja
todo lo demás en manos de Dios. Esto es obediencia; y, observemos aquí la
obediencia no como señal de sumisión a la voluntad de Dios, donde se hallaba
una de contraria, sino donde la voluntad de Dios era el único motivo para la
acción. Somos santificados por la obediencia a Cristo.
Satanás
es vencido y carece de poder ante este último Adán, el cual actúa conforme al
poder del Espíritu en el lugar donde se halla el hombre, por los medios que
Dios ha dado al hombre, y en las circunstancias en que Satanás ejerce su poder.
Pecado no había ninguno, pues entonces hubiera significado rendirse ante él, y
no conquistarlo. El pecado fue dejado fuera por la obediencia. Satanás es
vencido en las circunstancias tentadoras en las que es hallado el hombre. La
necesidad corporal, que habría devenido codicia si hubiera surgido la propia
voluntad, en lugar de dependencia de la voluntad divina; el mundo y toda su
gloria, el cual, en lo que concierne a la codicia del hombre, aquél es su
objeto, y de hecho el reino de Satanás –y fue a este terreno que Satanás
intentó llevar a Jesús, poniéndose en evidencia al hacer así–; y por último,
la propia exaltación efectuada religiosamente a través de las cosas que Dios
nos ha dado –éstos fueron los puntos de ataque del enemigo. Pero nunca hubo
en Jesús la búsqueda de Su exaltación.
Hemos
hallado, en estas cosas que hemos visto, a un Hombre lleno del Espíritu Santo y
nacido de Él sobre la Tierra, perfectamente complaciente a Dios y el objeto de
Su deleite, Su Hijo amado, en la posición de dependencia. Un Hombre, el
conquistador de Satanás en medio de aquellas tentaciones por las cuales éste
normalmente gana ventaja sobre el hombre –conquistador en el poder del Espíritu,
y utilizando la Palabra en dependencia, obediente y confiando en Dios en las
circunstancias ordinarias del hombre. En la primera posición, Jesús permaneció
con el remanente; en la segunda, estuvo solo –como en Gethsemaní y en la
cruz. No obstante, fue para nosotros; y aceptados como Jesús, tenemos en cierto
sentido al enemigo para vencerle. Es un enemigo conquistado al que resistimos en
la fuerza del Espíritu Santo, la cual nos es dada en virtud de la redención.
Si le resistimos, él huirá, pues se ha topado con su conquistador. La carne no
le resiste. Él halla a Cristo en nosotros. La resistencia en la carne no
conduce a la victoria.
Jesús
conquistó al hombre fuerte y luego despojó sus bienes; pero fue en tentación,
obediencia, careciendo de voluntad excepto de la de Dios, dependencia, el uso de
la Palabra, viviendo en sujeción a Dios, que Jesús obtuvo la victoria sobre él.
En todo esto falló el primer Adán. Después de la victoria de Cristo, nosotros
también como siervos de Cristo obtenemos victorias reales, o más bien los
frutos de la victoria ya ganados en la presencia de Dios.
El
Señor ha tomado ahora Su lugar, por así decirlo, para la obra del último Adán
–el Hombre en quien está el Espíritu sin medida, el Hijo de Dios en este
mundo por Su nacimiento, que ha adquirido el lugar en forma de la simiente de la
mujer –concebido no obstante por el Espíritu Santo. Él lo ha tomado como el
Hijo de Dios, perfectamente satisfaciente para Dios en Su Persona como Hombre
aquí abajo; y también como el Conquistador de Satanás. Reconocido el Hijo de
Dios, y sellado por el Espíritu Santo por el Padre, siendo abierto a Él el
cielo como Hombre, Su genealogía es, sin embargo, reseguida hasta Adán; y, el
descendiente de Adán, sin pecado, lleno del Espíritu Santo, conquista a Satanás
–como el hombre obediente, careciendo de otros motivos que la voluntad de
Dios–, y resuelve acometer la obra que Dios Su Padre le encomendó en este
mundo, como Hombre, por el poder del Espíritu Santo.
Él
regresa en el poder del Espíritu a Galilea12,
y su fama se expande por toda la región alrededor.
Él
se presenta en este carácter: «El Espíritu de Jehová está sobre mí, porque
él me ha ungido para predicar el evangelio a los pobres, me ha enviado a sanar
a los quebrantados de corazón... a predicar el año aceptable de Jehová». Aquí
se detiene. Lo que sigue diciendo el profeta, respecto a la liberación de
Israel por el juicio que los resarce de sus enemigos, es omitido por el Señor.
Ahora
Jesús no anuncia las promesas, sino su consumación en gracia por Su propia
presencia. El Espíritu está sobre este Hombre, lleno de gracia; y el Dios de
gracia en Él manifiesta Su bondad. El tiempo de la liberación ha llegado. El
objeto de Su favor a Israel está allí en medio de ellos.
El
examen de la profecía hace que este testimonio sea mucho más notable en que el
Espíritu, habiendo declarado el pecado del pueblo y su juicio en los capítulos
que preceden estas palabras, habla –al presentar al Cristo, al Ungido–
solamente de la gracia y la bendición a Israel: si esto es la venganza, debería
ser ejecutada sobre sus enemigos para la liberación de Israel.
Pero
aquí es la gracia en Su Persona, este Hombre, el Hijo de Dios, lleno del Espíritu
Santo a fin de proclamar la misericordia de Dios, quien es fiel a Sus promesas,
y confortar y levantar a los decaídos y pobres de espíritu. La bendición
estaba allí, presentándose delante de ellos. No podían ignorarla, pero no
reconocen al Hijo de Dios. «¿No es éste el hijo de José?» Tenemos aquí
toda la historia de Cristo –la manifestación perfecta de la gracia en medio
de Israel, Su tierra y Su pueblo; y ellos no le conocieron. Ningún profeta es
aceptado en su propio país.
Pero
este rechazo abrió las puertas para una gracia que traspasaba los límites que
un pueblo rebelde establecería. La mujer de Sarepta, y Naamán, fueron
testimonios de esta gracia.
La
cólera llena los corazones de aquellos que rechazan la gracia. Descreídos, e
incapaces de discernir la bendición que los visitaba, no iban a dejar que
publicara sus efectos. La soberbia que los hacía incapaces de apreciar la
gracia no escucharía sus comunicaciones para los demás.
Intentan
destruir a Jesús, pero Él sigue en Su camino. Aquí es toda la historia de Jesús
entre el pueblo, reseguida de antemano.
Él
siguió Su camino, y el Espíritu nos reserva los actos y las curaciones que
caracterizan a Su ministerio bajo la mirada de la gracia eficaz, y de la inclusión
de otros aparte de Israel.
El
poder estaba en Él, cuya gracia fue rechazada. Reconocido por los demonios, si
no por Israel, Él los expulsa con una palabra. Sana a los enfermos. Todo el
poder del enemigo, todos los tristes resultados exteriores del pecado
desaparecen ante Él. Cura, echa fuera; y cuando le suplican que se quede –el
efecto de Sus palabras que le procuraron ese honor del pueblo que Él no
buscaba– se marcha para continuar la labor en otra parte con el testimonio que
le fue encomendado. Él procuraba cumplir esta obra, y no buscaba honores.
Predica en todas partes en medio del pueblo. Echa fuera al enemigo, quita el sufrimiento y anuncia la bondad de Dios a los pobres.
Siendo
Hombre, vino para los hombres. Se asociará con otros en este capítulo en esta
obra gloriosa. Tenía derecho a hacerlo. Si Él era en gracia un Siervo, también
lo era conforme al pleno poder del Espíritu Santo. Efectuó un milagro que
tocaría a aquellos que Él llamaría, y que les hacía sentir que todo se
hallaba a Su disposición, que todo dependía de Él, que donde el hombre no podía
hacer nada Él podía hacerlo todo. Pedro, tocado en la conciencia por la
presencia del Señor, confiesa su inferioridad, pero atraído por la gracia se
dirige a Cristo. La gracia le levanta, y le establece como el portavoz de este
acontecimiento a los demás –el ser pescador de hombres. Ya no se trataba de
un predicador de justicia entre el pueblo de Dios, sino de uno que capturó con
Su red a aquellos que estaban apartados. Él atraía para Sí, como resultado de
la manifestación sobre la Tierra del poder y el carácter de Dios. Era la
gracia que obraba allí.
Él
estaba allí con la voluntad y el poder para curar aquello que era figura del
pecado, incurable a menos que Dios interviniera. Pero Dios intervino; y en
gracia puede Él decir, y de hecho lo dice, a uno que reconoció Su poder pero
dudaba de Su voluntad: «Quiero, sé limpio13».
Él se sometió a las ordenanzas judías como alguien obediente a la ley. Jesús
oró, como Hombre dependiente de Dios. Ésta era Su perfección como Hombre
nacido bajo la ley. Además, necesitaba reconocer estas ordenanzas de Dios,
todavía no abrogadas por Su rechazo. Esta obediencia como Hombre devino un
testimonio, pues el poder de Jehová podía curar la lepra y la curó, y los
sacerdotes tuvieron que reconocer aquello que se había hecho.
Él
trae perdón así como purificación, dando prueba de ello quitando toda
enfermedad y transmitiendo fortaleza a los que no tenían ninguna. Esta prueba
no era la doctrina de que Dios sabía perdonar. Ellos lo creyeron, pero
Dios intervino y el perdón estaba presente. Ya no tendrían que esperar largo
tiempo el último día, ni el día del juicio, para conocer su condición. No
era necesario que se presentara un Natán que anunciase este perdón de parte de
un Dios que estaba en el cielo, mientras Su pueblo estaba sobre la Tierra. El
perdón había venido en la Persona del Hijo del Hombre hasta la Tierra. En todo
esto, Jesús dio pruebas del poder y de los derechos de Jehová. En este
ejemplo, fue el cumplimiento del Salmo 103:3; pero, a la vez, Él da estas
pruebas por cumplidas de parte del poder del Espíritu Santo, sin medida en el
hombre, en Su propia Persona de Hijo de Dios. El Hijo del Hombre tiene poder
sobre la Tierra para perdonar los pecados: de hecho, Jehová había venido
Hombre sobre la Tierra. El Hijo del Hombre estaba allí ante sus ojos, en
gracia, para ejercer este poder –una prueba de que Dios los había visitado.
En
ambos ejemplos14,
el Señor, mientras manifestaba un poder apto para extenderse, y de hecho lo
hizo, hasta cruzar esta esfera, lo muestra en relación con Israel. La
purificación era una prueba del poder de Jehová en medio del pueblo, y el perdón
estaba relacionado con Su gobierno en Israel. Por lo tanto, esto quedó
demostrado a través de la curación perfecta del hombre enfermo, conforme al
Salmo ya citado15.
Sin lugar a dudas, estos derechos no sólo estaban limitados a Israel, sino que
en ese momento eran ejercidos en relación con esta nación. Él lavó, en
gracia, aquello que Jehová sólo podía lavar. Perdonó aquello que Jehová sólo
podía perdonar, llevándose todas las consecuencias de su pecado. Era, en este
sentido, un perdón gubernamental; el poder de Jehová presente, para restaurar
totalmente y restablecer a Israel –dondequiera que la fe obtuviera beneficio
de ello. Más tarde, veremos el perdón para la paz en el alma.
El
llamamiento de Leví, y aquello que vino después, demuestra que este poder no sólo
había de extenderse fuera de Israel, sino que los odres viejos no eran capaces
de contenerlo. Debía formarse de ello mismo un vaso nuevo.
Podemos
destacar aquí también, por otro lado, que la fe está caracterizada por la
perseverancia. Conociendo el mal, un mal imposible de remediar, y sabiendo que
hay Uno allí que puede curarlo, la fe no se deja enfervorizar –no abandona el
alivio de su necesidad. Ahora bien, el poder de Dios estaba allí para
satisfacer esta necesidad.
Esto
termina esa parte de la narración que revela, de manera positiva, el poder
divino que visita la Tierra en gracia, en la Persona del Hijo de Dios, y
ejercido en Israel en la condición en que fueron hallados por ella.
Lo
que viene a continuación caracteriza al ejercicio de la misma, en contraposición
al judaísmo. Pero aquello que ya hemos estudiado se divide en dos partes,
conteniendo distintos caracteres dignos de mención. En primer lugar, partiendo
del capítulo 4:31-41, es el poder del Señor manifestándose de Su parte,
triunfante sobre el poder del enemigo –sin ninguna relación especial con la
mente del individuo–, ya sea en enfermedad o en posesión. El poder del
enemigo se halla allí: Jesús le echa fuera, y sana a aquellos que lo padecían.
Pero seguidamente, Su ocupación pasa a ser la de predicar. Y el reino no era
solamente la manifestación de un poder que echaba fuera todo lo del enemigo,
sino un poder que llevaba a las almas también en relación con Dios. Vemos esto
en el capítulo 5:1-26. Aquí, su condición delante de Dios, el pecado, y la fe
son contemplados –en una palabra, todo lo concerniente a la relación de ellos
con Dios.
Consecuentemente,
vemos la autoridad de la Palabra de Cristo sobre el corazón, la manifestación
de Su gloria –es reconocido como Señor–, la convicción del pecado, el
justo celo por Su gloria, en el sentido de Su santidad, la cual debía ser
guardada inviolada; el alma que se pone del lado de Dios contra sí misma, a razón
del amor por la santidad y del respeto por la gloria de Dios aun cuando siente
la atracción de Su gracia. De modo que, debido a ello, todo es olvidado –los
peces, la red, el bote y el peligro: «una cosa» es algo que el alma ya posee.
La respuesta del Señor que difumina todo temor, asociándose Él con el alma
liberada en la gracia que había ejercido para con ella, y en la obra que efectuó
a causa de los hombres. Fue ya moralmente liberada de todo lo que le rodeaba;
ahora, en el gozo pleno de la gracia, el alma es puesta en libertad por el poder
de esta gracia, dándose totalmente a Jesús. El Señor –la manifestación
perfecta de Dios al crear nuevos afectos por su revelación de Dios, separa el
corazón de todo lo que le ata a este mundo y al orden del viejo hombre, a fin
de ponerlo aparte para Sí mismo –para Dios. Él se rodea de todo lo que es
liberado, deviniendo su centro; y, verdaderamente, también da libertad en este
sentido.
Él,
pues, lava al leproso, algo que nadie excepto Jehová podía hacer. Pero no
obstante, Él no se sale de Su posición bajo la ley; y por muy grande que sea
Su fama, mantiene Su lugar de perfecta dependencia como hombre ante Dios. El
leproso, el inmundo, puede volver a Dios.
Seguidamente,
Él perdona. Los culpables ya no lo son en presencia de Dios: son perdonados. A
la vez, reciben fortaleza. Es el Hijo del Hombre, el cual, pese a todo, está
allí. En ambos casos, la fe busca al Señor, presentando su necesidad
ante Él.
El
Señor ahora exhibe el carácter de esta gracia en relación con sus objetos.
Siendo superior, siendo de Dios, esta gracia actúa en virtud de sus derechos.
Las circunstancias humanas no son obstáculo, pues se adapta por su misma
naturaleza a la necesidad humana, y no a los privilegios del hombre. No está
sujeta a ordenanzas16
y no se atiene a ellas. El poder de Dios por el Espíritu estaba allí, y
actuaba por sí mismo, produciendo sus propios efectos y separando aquello que
era antiguo –aquello a lo que el hombre estaba ligado17
y en lo que el poder del Espíritu no podía quedar preso.
Los
escribas y los fariseos no querían que el Señor se asociara con los impíos e
irreputados. Dios busca a aquellos que le necesitan –a los pecadores– en
gracia.
Cuando
le preguntan por qué Sus discípulos no observan las costumbres y las
ordenanzas de Juan y los fariseos, por las cuales ellos dirigían la piedad
legal de sus discípulos, se debía a que la cosa nueva no podía someterse a
las formas propias de lo antiguo, las cuales no podían sostener la fuerza y la
energía de aquello que venía de Dios. Lo antiguo eran las formas del hombre
según la carne; lo nuevo, la energía de Dios, según el Espíritu Santo. Además,
no era momento de mostrar una piedad añadida, que se mortificaba a sí misma.
¿Qué más podía hacer el hombre? El Esposo estaba allí.
Las
circunstancias explicadas en el capítulo 6:1-10 hacen referencia a la misma
verdad, y a un aspecto importante de la misma. El sábado era la señal del
pacto entre Israel y Dios –el descanso después de las obras acabadas. Los
fariseos culpan a los discípulos de Cristo porque frotaban las semillas de
trigo en sus manos. Ahora bien, un David rechazado se sobrepuso a la barrera de
la ley cuando más lo necesitó. Pues cuando el Ungido de Jehová fue rechazado
y expulsado, todo pasó a ser de una común manera. El Hijo del Hombre –Hijo
de David, rechazado como el hijo de Isaí, el rey escogido y ungido– era Señor
del sábado; Dios, quien dispuso esta ordenanza, estaba por encima de todas
ellas, y presente en gracia, la obligación del hombre cedió a la soberanía de
Dios; el Hijo del Hombre estaba allí con los derechos y el poder de Dios. ¡Maravilloso
hecho! Además, el poder de Dios presente en gracia no permitió que existiera
miseria, porque era el día de gracia. Esto era poner de lado al judaísmo. Ésa
fue la obligación del hombre para con Dios, y Cristo era la manifestación de
Dios en gracia para con los hombres18.
Valiéndose de los derechos que le autorizaban afirmarlos como tales, Él cura,
estando la sinagoga llena, al hombre de la mano seca. Todos se llenan de asombro
ante esta manifestación de poder, la cual inunda y se lleva por delante los
diques de su orgullo y autojusticia. Podemos observar que todas estas
circunstancias están reunidas bajo un orden y relación mutuos que son
perfectos19.
El
Señor ha mostrado que esta gracia –que visitó a Israel según todo lo que
podía esperarse del Dios Todopoderoso, fiel a Sus promesas– no podía, no
obstante, quedar limitada a las estrechas ligazones de ese pueblo, ni adaptarse
a las ordenanzas de la ley; que los hombres desearan las cosas viejas, pero que
el poder de Dios actuara de acuerdo a su propia naturaleza. Había mostrado que
cualquier señal del viejo pacto, la más sagrada siquiera u obligatoria, debía
doblegarse a Su título que era superior a toda ordenanza, y dar lugar a los
derechos de Su amor divino, el cual estaba en acción. Pero las cosas viejas
fueron de este modo juzgadas, y pasaron. Él se declaró en todo –en el
llamamiento de Pedro– ser el nuevo centro en torno al cual todos los que
buscan a Dios, y las bendiciones, deben reunirse. Él era la manifestación viva
de Dios y de la bendición en los hombres. Así fue Dios manifestado, el viejo
orden de cosas estaba obsoleto y era incapaz de contener esta gracia, y el
remanente fue separado –en torno al Señor– de un mundo que no vio ninguna
belleza en Él, para que pudieran desearle. Él actuaba ahora sobre esta base; y
si la fe le buscaba en Israel, el poder de la gracia se manifestaba de un modo
nuevo. Dios se rodea de los hombres como el centro de bendición en Cristo como
hombre. Pero Él es amor, y en la actividad de este amor Él busca a los
perdidos. Nadie excepto Uno, y Uno que era Dios y que le reveló, podía
rodearse de Sus seguidores. Ningún profeta jamás lo hizo (véase Juan 1).
Ninguno podía avanzar con la autoridad y el poder de un mensaje divino, sino
Dios. Cristo había sido enviado; y ahora Él es quien envía. El nombre de «apóstol»
(enviado), pues así los llama Él, contiene esta profunda y maravillosa verdad
–Dios está actuando en gracia. Él se rodea de los benditos. Busca a
miserables pecadores. Si Cristo, el verdadero centro de la gracia y la
felicidad, se rodea de seguidores, no obstante envía también a Sus escogidos
para dar testimonio del amor que Él vino a manifestar. Dios se manifestó en el
Hombre. En este Hombre, Él busca a los pecadores. El Hombre participa de la
manifestación más inmediata de la naturaleza divina en ambas maneras. Él está
con Cristo como hombre; y es enviado por Cristo. Cristo mismo hace esto como
Hombre; es el Hombre lleno del Espíritu Santo. Así, le vemos nuevamente
manifestándose en dependencia de Su Padre antes de escoger a los discípulos.
Se retira a orar, y pasa toda la noche en oración.
Ahora va más allá de Su propia manifestación, lleno en Su Persona del Espíritu Santo, para introducir el conocimiento de Dios entre los hombres. Él deviene el centro, alrededor del cual deben venir todos los que le buscan, y una fuente de misión para la consumación de Su amor –el centro de la manifestación del poder divino en gracia. Y, por lo tanto, Él llamó en torno Suyo al remanente que había de ser salvo. Su posición, en cada sentido, es resumida en aquello que es dicho después de que descendiera del monte. Desciende con los discípulos de Su comunión con Dios. En la llanura20 se rodea de la compañía de Sus discípulos, y después por una gran multitud atraída por Su Palabra y obras. Había la atracción de la Palabra de Dios, y Él curó las enfermedades de los hombres y anuló el poder de Satanás. Este poder habitaba en Su Persona; la virtud que salía de Él dio estos testimonios exteriores del poder de Dios presente en gracia. La atención del pueblo estaba puesta en Él por estos medios. No obstante, hemos visto que las cosas viejas, a las que era afín la multitud, pasaban. Él se rodeaba de corazones fieles a Dios, de los llamados por gracia. Aquí por tanto, no anuncia estrictamente, como en Mateo, el carácter del reino para mostrar aquello de la dispensación que estaba cerca, al decir: «Bienaventurados los pobres en el espíritu», etc., sino que, distinguiendo al remanente, por su apego a Él, declara a los discípulos que le seguían que ellos eran los bienaventurados. Ellos iban a poseer el reino. Esto es importante porque separa el remanente, situándolo en relación con Él para recibir la bendición. Él describe, de manera notoria, el carácter de aquellos que fueron de este modo bendecidos por Dios.
El
discurso del Señor se divide en diversas ramas:
Versículos
20-26. El contraste entre el remanente, manifestado como Sus discípulos, y la
multitud que estaba satisfecha con el mundo, añadiendo el aviso a aquellos que
permanecían en el lugar de discípulos y en el que se ganaban el favor del
mundo. ¡Ay de estos! Observemos asimismo que no se trata de una cuestión de
ser perseguidos por causa de la justicia, como en Mateo, sino solamente por
causa de Su nombre. Todo estaba matizado por el apego a Su Persona.
Versículos
27-36: El carácter de Dios su Padre en la manifestación de gracia en Cristo,
el cual ellos debían imitar. Revela, fijémonos, el nombre del Padre y los
coloca en el lugar de hijos.
Versículos
37, 38: Este carácter se desarrolló especialmente en la posición de Cristo,
mientras Él estaba sobre la Tierra en ese tiempo, cumpliendo Cristo Su servicio
sobre la Tierra. Ello implicaba gobierno y recompensa de parte de Dios, como fue
el caso con respecto a Cristo mismo.
Versículo
39: La condición de los líderes de Israel, y la relación entre ellos y la
multitud.
Versículo
40: La condición de los discípulos en relación a Cristo.
Versículo
41, 42: El modo de llegar a ella, y de ver claramente en medio del mal, es
quitando el mal de uno mismo.
Después,
en general, su propio fruto caracterizó a cada árbol. Acercándose a Cristo
para escucharle no era la cuestión, sino que Él fuera apreciado de manera tal
en sus corazones para que franqueasen todo obstáculo y le obedecieran en la práctica.
Resumamos
estas cosas que hemos estado considerando. Él actúa en un poder que expulsa el
mal, porque lo halla allí, y Él es bueno; y Dios sólo es bueno. Él llega a
la conciencia y llama para Sí a las almas. Procede en relación con la
esperanza de Israel y el poder de Dios para lavar, el perdón para darles
fortaleza. Pero es una gracia que todos necesitamos; y la bondad de Dios, la
energía de Su amor, no se limitaba a ese pueblo. Su ejercicio no aprobaba las
formas en que vivían los judíos –o más bien en las que no podían vivir–;
y el vino nuevo debía meterse en odres nuevos. El asunto del sábado solventó
la cuestión acerca de la introducción de este poder, la señal del pacto que
dio paso a ello: Aquel que lo ejercía era el Señor del sábado. La
misericordia del Dios del sábado no era estática, como si tuviera las manos
atadas por lo que Él había establecido en relación con el pacto. Jesús
congrega entonces los vasos de Su gracia y poder de acuerdo a la voluntad de
Dios, en torno Suyo. Ellos eran los bienaventurados, los herederos del reino. El
Señor describe el carácter de los tales. No eran la indiferencia ni el orgullo
los que surgieron de una ignorancia de Dios, alienado justamente de Israel, el
cual había pecado contra Él y menospreció la manifestación gloriosa de Su
gracia en Cristo. Ellos comparten la angustia y el dolor que una condición tal
del pueblo de Dios debía causar en aquellos que poseían la mente de Dios.
Odiados, proscritos, avergonzados por causa del Hijo del Hombre, que había
venido para llevar sus sufrimientos, fue su gloria. Ellos debía compartir Su
gloria cuando la naturaleza de Dios era glorificada al hacerse todas las cosas
según era Su voluntad. No serían avergonzados en el cielo, sino que recibirían
allí su galardón, no en Israel. «De la misma manera hacían sus padres con
los profetas». ¡Ay de aquellos que vivían tranquilos en Sión durante la
condición pecaminosa de Israel, y su rechazo y maltrato de su Mesías! Es la
diferencia entre el carácter del verdadero remanente y el de los orgullosos de
entre el pueblo.
Entonces
hallamos la conducta adecuada para los primeros –una conducta que, para
expresarlo así, comprende los elementos esenciales, el carácter de Dios en
gracia, manifestado en Jesús sobre la Tierra. Pero Jesús tenía Su propio carácter
de servicio como Hijo del Hombre; la aplicación de esto a sus circunstancias
personales viene dado en los versículos 37 y 38. En el 39, los líderes de
Israel son presentados a nosotros, y en el versículo 40 la porción de los discípulos.
Rechazados como Él mismo, deberían tener Su misma parte, pero asumiendo que le
siguiesen a la perfección, la obtendrían en bendición, en gracia, en carácter
y también en posición. ¡Qué favor!21
Además, el juicio del yo, y no el de un hermano, era el medio de obtener una
visión moral clara. Si el árbol era bueno, el fruto también. El propio juicio
se aplica a los árboles. Esto es siempre cierto. En el juicio de uno mismo, no
es solamente el fruto lo que es correcto; es uno mismo. Y el árbol es conocido
por su fruto –no sólo por el fruto bueno, sino por el propio. El cristiano
lleva el fruto de la naturaleza de Cristo. También es el corazón mismo, y la
verdadera obediencia práctica, los que son contemplados.
Aquí,
entonces, los grandes principios de la nueva vida, en su plena manifestación práctica
en Cristo, son presentados a nosotros. Es la cosa nueva moralmente, el sabor y
el carácter del vino nuevo –el remanente hecho semejante a Cristo, a quien
seguían, a Cristo el nuevo centro del movimiento del Espíritu de Dios, y del
llamamiento de Su gracia. Cristo ha salido del recinto amurallado del judaísmo
en el poder de una nueva vida, y por la autoridad del Altísimo, el cual había
introducido la bendición en este ámbito, el cual era incapaz de apreciar. Había
salido de él, conforme a los principios de la vida misma que Él anunciaba;
históricamente, estaba todavía en él.
Capítulo 7
A
partir de aquí, hallamos al Espíritu actuando en el corazón de un gentil. El
corazón manifestó más fe que cualquier otro de entre los hijos de Israel. De
corazón humilde, y amando al pueblo de Dios como tal, por causa de Dios, porque
eran Su pueblo, y elevándose así en sus afectos sobre el verdadero estado caído
de ellos, él puede ver en Jesús a Uno que tenía autoridad sobre todo, como la
que él tenía sobre sus soldados y sirvientes. No sabía nada acerca del Mesías,
pero reconoció en Jesús22
el poder de Dios. Esto no era una mera idea. Era fe. Y una fe como ésta no
existía en Israel.
El
Señor entonces actúa con un poder que había de ser la fuente de aquello que
es nuevo para el hombre. Él resucita a los muertos. Esto escapaba
realmente de lo prescrito en las ordenanzas de la ley. Mostró compasión por la
aflicción y la miseria humanas. La muerte era para el hombre una carga: Jesús
le libra de ella. No se trataba solamente de lavar a un israelita leproso, ni de
perdonar y curar a los que creían entre Su pueblo; Él restaura la vida a uno
que la había perdido. Israel, claro está, se beneficiará de ello, pero el
poder necesario para el cumplimiento de esta obra es aquel que hace todas las
cosas nuevas dondequiera que se encuentra.
El
cambio del cual estamos hablando, y que ilustra tan pictóricamente estos dos
ejemplos, es presentado al considerar la relación entre Cristo y Juan el
Bautista, el cual manda a indagar acerca del Señor y a aprender de Sus labios
acerca de Su identidad. Juan había oído de Sus milagros, y manda a sus discípulos
a que indagasen sobre el que los hacía. Naturalmente, el Mesías, en el
ejercicio de Su poder, le habría librado de la prisión. ¿Era Él el Mesías?
¿O tenía Juan que esperar a otro? Tenía fe sobrada para depender de esta
respuesta dada por Aquel que hacía estos milagros; pero encerrado en prisión,
su mente deseaba algo más positivo. Esta circunstancia, ocasionada por Dios, da
lugar a que se detalle una explicación respecto a la posición de dependencia
de Juan y de Jesús. El Señor no recibe aquí testimonio de Juan. Éste tenía
que recibir a Cristo sobre el testimonio que Él daba de Sí mismo; y ello
habiendo tomado una posición que ofendería a aquellos que juzgaban según
ideas carnales judías –una posición que requería fe en un testimonio
divino, y consecuentemente, rodeada de aquellos en los cuales un cambio moral
les capacitaba para apreciar este testimonio. El Señor, en respuesta a los
mensajeros de Juan, realiza milagros que demuestran el poder de Dios presente en
gracia, y el servicio rendido a los pobres, declarando cuán bienaventurado es
aquel que no se avergüenza ante la humilde posición que Él había tomado a
fin de poder cumplirlos. Pero Él da testimonio a Juan aunque no vaya a recibir
ninguno de él. Juan había atraído la atención del pueblo, y con razón. Él
era más que un profeta –había preparado el camino del mismo Señor. No
obstante, si él preparó el camino, el completo e inmenso cambio que sería
hecho no había sido aún cumplido. El ministerio de Juan, por su misma
naturaleza, le situó fuera del resultado de este cambio. Lo precedió para
anunciar a Aquel que iba a cumplirlo, cuya presencia introduciría su poder
sobre la Tierra. El último, por tanto, en el reino era mayor que él.
El
pueblo, el cual había recibido con humildad la palabra enviada por Juan el
Bautista, testificó en sus corazones de los caminos y sabiduría de Dios.
Aquellos que confiaron en sí mismos, rechazaron los consejos de Dios consumados
en Cristo. El Señor, como consecuencia, declara llanamente cuál era su condición.
Rechazaron por igual las advertencias y la gracia de Dios. Los hijos de la
sabiduría –aquellos en los que obraba la sabiduría de Dios– las
reconocieron y dieron gloria a ello. Ésta es la historia del recibimiento,
tanto de Juan como de Jesús. La ciencia del hombre denunciaba los caminos de
Dios. La calibrada severidad de Su testimonio contra el mal, y contra la condición
de Su pueblo, mostró a los ojos del hombre la influencia de un demonio. La
perfección de Su gracia, condescendiendo para con los pobres pecadores, y que
se presentaba a ellos donde estuvieran, fue la intromisión en el pecado y el
darse a conocer por sus adeptos. La justicia autoexcluyente no podía soportar
ninguno de los dos. La sabiduría de Dios sería reconocida de aquellos que eran
enseñados por ella, y solamente aquellos.
Acerca
de estos caminos de Dios hacia el más abyecto de los pecadores, y su resultado,
en contraste con este espíritu farisaico, queda demostrado en la historia de la
mujer pecadora en la casa del fariseo. Es revelado un perdón que no hace
referencia al gobierno de Dios en la Tierra de parte de Su pueblo –un gobierno
con el cual estaba relacionada la curación de un israelita bajo la disciplina
de Dios–, sino un perdón absoluto, que conlleva paz para el alma, es ofrecido
al más despreciable pecador. No se trata aquí meramente de si era profeta. La
justicia propia del fariseo no podía siquiera discernir esto.
Tenemos a un alma
que ama a Dios, y mucho, porque Dios es amor –un alma que ha aprendido a amar
con respecto a, y por medio de, sus propios pecados, aunque no conociese todavía
el perdón, cuando vio a Jesús. Esto es la gracia. Nada más emotivo que la
manera en que Jesús muestra la presencia de aquellas cualidades que hicieron a
esta mujer mucho más dichosa sin duda –unas cualidades relacionadas con el
discernimiento de Su Persona por fe. En esta mujer se hallaba un entendimiento
divino de la Persona de Cristo, no razonado mediante doctrina, sino sentido en
su resultado dentro de su corazón, con un profundo pesar de su pecado, humildad
y amor por aquello que era bueno, devoción por Aquel quien era bueno. Todo ello
reveló un corazón donde reinaban sentimientos propios de una relación con
Dios –que manaban de Su presencia revelada en el corazón, porque Él se le
había dado a conocer. Éste, sin embargo, no es lugar para detenerse en ellos,
ya que es importante remarcar aquello que tiene un valor moral mayor, cuando hay
que manifestar lo que es realmente el perdón gratuito, que el ejercicio de la
gracia de parte de Dios produce –cuando se recibe en el corazón–
sentimientos correspondientes a ello mismo, y que nada más puede producir; y
que estos sentimientos van vinculados con esa gracia y con el sentido del pecado
que ésta produce. Despierta una plena conciencia del pecado, pero siempre en
relación con el sentido de la bondad de Dios, creciendo los dos sentimientos
proporcionalmente. La cosa nueva, la gracia soberana, sólo puede producir estas
cualidades, las cuales responden a la naturaleza misma de Dios, cuyo carácter
ha aprendido a conocer el corazón, y con quien está en comunión; y todo ello
mientras juzga el pecado como conviene en la presencia de un Dios así.
Se verá que ello
está relacionado con el conocimiento mismo de Cristo, quien es la manifestación
de este carácter; la verdadera fuente por gracia del sentimiento de este corazón
quebrantado; y también que el conocimiento de su perdón viene después23.
Es la gracia –es Jesús mismo, Su Persona– la que atrae a esta mujer y
produce el efecto moral. Ella se marcha en paz al comprender el significado de
la gracia en el perdón que Él pronunció. Y el perdón mismo fortaleció su
mente en que Jesús era todo para ella. Si Él la perdonó, ella estuvo
satisfecha. Sin que ella lo tomase como medida justificadora, fue Dios quien se
reveló a su corazón. No fue la aprobación ni el juicio que otros podrían
formarse acerca del cambio producido en ella. La gracia había tomado esta
posesión de su corazón –la gracia personificada en Jesús–, Dios fue
manifestado a ella, de manera que Su beneplácito en gracia, Su perdón,
conllevaban todo. Si Él estaba satisfecho, ella también. Ella lo tenía todo
al atribuir esta importancia a Cristo. La gracia se satisface en bendecir, y el
alma que concede la suficiente importancia a Cristo se conforma con la bendición
que es otorgada. ¡Qué sorprendente es la solidez con la que la gracia se
reafirma, sin amedrentarse frente al juicio humano que la rehuye! Toma sin
vacilar la parte del pobre pecador a quien ha tocado. El juicio del hombre sólo
demuestra que ni conoce ni aprecia a Dios en la más perfecta manifestación de
Su naturaleza. Para el hombre, con toda su ciencia, no es más que un pobre
platicador que se engaña al hacerse pasar por un profeta, y por quien no merece
la pena derrochar un vaso de agua para sus pies. Para el creyente, es el amor
perfecto y divino, una paz perfecta si es que tiene fe en Cristo. Sus frutos no
están todavía ante el hombre, sino ante Dios, si es que Cristo es apreciado. Y
aquel que le aprecia no piensa en sí mismo ni en sus frutos –excepto en los
malos–, sino en Aquel que fue el testimonio de la gracia a su corazón cuando
no era más que un pecador.
Capítulo 8
El
Señor define la sustancia y el efecto de Su ministerio; y especialmente, no lo
dudo, su efecto entre los judíos.
Grande como fuese
la incredulidad, Jesús continuaba Su obra hasta el final, y aparecían los
frutos de la misma. Predicaba las buenas nuevas del reino. Sus discípulos –el
fruto, y los testigos por gracia, en su medida, de igual modo que Él mismo, de
Su poderosa Palabra– le acompañaban; y otros frutos de esta misma Palabra,
testigos también por su propia liberación del poder del enemigo, y por el
afecto y devoción que fluían de ahí por gracia –una gracia que actuó también
en ellos, conforme al amor y dedicación vinculados a Jesús. Aquí las mujeres
tienen un buen lugar. La obra prosperó y se consolidó, la cual es
caracterizada por sus resultados.
El Señor explica
su verdadera naturaleza. No tomó posesión del reino, no buscó ningún fruto,
sino que sembró el testimonio de Dios a fin de producir fruto. Esto, de
manera sorprendente, es aquella cosa completamente nueva. La Palabra fue su
semilla. Además, fueron solamente los discípulos –quienes seguían y se
vinculaban a Su Persona, por gracia y en virtud de la manifestación del poder y
la gracia de Dios en Su Persona– a quienes les fue dado comprender los
misterios, los pensamientos de Dios, revelados en Cristo, de este reino que no
se establecía manifiestamente por poder. Aquí el remanente está claramente
diferenciado de la nación. A los «otros», era en parábolas, para que no
pudieran entender. Para lo contrario, el Señor debía ser recibido moralmente.
Esta parábola aquí no va acompañada de otras. Ella sola marca la posición.
La advertencia, la cual ya consideramos en Marcos, es añadida. Finalmente, la
luz de Dios no se manifestó, a fin de quedarse oculta. Asimismo, todo debería
ser manifiesto. Entonces, ellos tenían que mirar cómo escuchaban, puesto que
si poseían aquello que escuchaban, recibirían más: de otro modo, incluso lo
que tenían les iba a ser quitado.
El Señor pone un
sello sobre este testimonio, esto es, que la cosa en cuestión era la Palabra,
la cual atraía a Él y a Dios a aquellos que tenían que disfrutar la bendición;
y que la Palabra era la base de toda relación con Él mismo, declarando, cuando
le hablaban de Su madre y hermanos sobre con quienes estaba emparentado en
Israel según la carne, que no reconocía a otros sino a aquellos que oían y
obedecían la Palabra de Dios.
Además del
evidente poder manifestado en Sus milagros, los relatos que vienen a continuación
–hasta el final del capítulo 8– presentan diferentes aspectos de la obra de
Cristo, y de Su recibimiento, así como de sus consecuencias.
Primeramente, el Señor
–aunque parece ser que no se da por aludido– está asociado con Sus discípulos
en las dificultades y tormentas que les rodean, pues se hallan embarcados a Su
servicio. Vimos que Él reunió a los discípulos alrededor Suyo; y ellos están
dedicados a Su servicio. Por lo que hace al poder humano que intentaba
denigrarlo, estaban ante peligros inminentes. Las olas parecían prestas a
engullirlos. Jesús, a los ojos de ellos, no se inmuta en lo más mínimo, pues
Dios había permitido ese ejercicio para la fe. Se hallaban allí por causa de
Cristo, y con Él. Cristo está con ellos, y Su poder, por causa del cual también
están ellos en la tormenta, está allí para protegerlos. Están unidos a Él
en la misma embarcación. Si el perecer dependía de ellos, estaban asociados en
los consejos de Dios con Jesús, y Su presencia era su salvaguarda. Él permitió
la tormenta, pero estaba en Persona dentro de la barca. Cuando se despertara y
se manifestase a ellos, todo sería solaz.
En la curación del
demoníaco, en la región de los gadarenos, tenemos una escena animada de lo que
sucedía.
En cuanto a Israel,
el remanente –pese al poder del enemigo– es liberado. El mundo suplicó a
Jesús que se fuera, deseando la tranquilidad, el cual estaba más en desazón
en presencia del poder de Dios que ante una legión de demonios. El hombre que
fue curado –el remanente– estuvo dispuesto a quedarse con Él, pero el Señor
le manda marcharse –al mundo del que había salido Él mismo–, para
testificar de la gracia y del poder de que había sido objeto.
El hato de cerdos,
sin lugar a dudas, nos presenta la carrera de Israel hacia su destrucción, tras
el rechazo del Señor. El mundo se acostumbra al poder de Satanás –por
doloroso que sea verlo actuar en ciertos casos–, pero nunca al poder de Dios.
Las dos historias
siguientes presentan el resultado de la fe, y la necesidad real con la que tiene
que ver la gracia al suplirla. La fe del remanente busca a Jesús para conservar
la vida de aquello que estaba presto a morir. El Señor le responde presentándose
Él mismo para tal fin. En el camino –era allí donde Él estaba, y, para la
liberación final, todavía continuaría allí–, en medio de la muchedumbre
que le rodeaba, la fe le toca. La pobre mujer tenía una enfermedad que ningún
medio humano a su disposición podía sanar. Pero el poder se halla en el
Hombre, Cristo, saliendo de Él para la curación del hombre allí donde existía
la fe, mientras esperaba el cumplimiento final de Su misión sobre la Tierra.
Tras ser curada, confiesa a Cristo su condición y todo lo que le había
sucedido: y de esta manera, mediante el resultado de la fe, se rinde un
testimonio de Cristo. Es manifestado el remanente, la fe los distingue de la
multitud, pues su condición era el fruto del poder divino en Cristo.
Este principio se
aplica a la curación de cada creyente, y, consecuentemente, a la de los
gentiles, como arguye el apóstol. El poder curativo está en la Persona de
Cristo; la fe –por gracia y por la atracción de Cristo– se beneficia de
ella. No depende de la relación del judío, aunque, en cuanto a ella, él fue
el primero en beneficiarse. Era una cuestión de lo que había en la Persona de
Cristo, y de la fe en el individuo. Si hay fe en el individuo, este poder actúa;
se marcha en paz, curado por el poder de Dios mismo.
Pero de hecho, si
consideramos de pleno la condición humana, no era la enfermedad solamente el
problema, sino la muerte. Cristo, antes de la plena manifestación del estado
del hombre, suplió ambas, por así decirlo, en el camino. Pero, como en el caso
de Lázaro, esta manifestación fue consentida; y para la fe, tuvo lugar en la
muerte de Jesús. Así, aquí se permite que la hija de Jairo muera antes de la
llegada del Cristo; pero la gracia vino para resucitarla de los muertos con el
poder divino que podía sólo hacer así; y Jesús, al consolar al pobre padre,
le ordena no temer, sino sólo creer, para que su hija se restableciera. Es la
fe en Su Persona, en el poder divino que está en Él, en la gracia que viene a
ejercerlo, y la cual obtiene gozo y libertad. Jesús no busca a la multitud; la
revelación de este poder es sólo para el consuelo de aquellos que sienten la
necesidad del mismo, y para la fe de los que están verdaderamente vinculados a
Él. La multitud sabe, como es natural, que la chica está muerta; la lloran, y
no comprenden el poder de Dios que puede resucitarla. Jesús devuelve a sus
padres a la niña cuya vida restableció. De la misma manera sucederá con los
judíos al final, en medio de la incredulidad de la mayoría. Entretanto, por la
fe podemos adelantarnos a este gozo, convencidos de que es nuestro estado por
gracia; nosotros vivimos, de modo que para nosotros solamente es en relación
con Cristo en el cielo, las primicias de una nueva creación.
Con respecto a Su
ministerio, Jesús permanece callado. Debía ser recibido conforme al testimonio
que Él dio a la conciencia y al corazón. Aquí abajo, este testimonio no se
había terminado totalmente. Veremos Sus últimos esfuerzos con el corazón incrédulo
del hombre en la sucesivos capítulos.
Capítulo
9
El Señor
encomienda a los discípulos la misma misión en Israel que Él cumplió.
Predican el reino, sanan a los enfermos y echan fuera a los demonios. Pero esto
es dicho de más para que su obra tome el carácter de una misión final, no que
el Señor hubiera cesado de obrar, pues Él también envió a los setenta, sino
final en el sentido en que devenía un testimonio definido contra el pueblo si
éste lo rechazaba. Los doce tenían que sacudirse el polvo de su calzado tras
dejar las ciudades que los rechazarían. Esto es obvio en el punto que hemos
llegado en el Evangelio. Se repite, con una fuerza aún mayor, en el caso de los
setenta. Hablaremos de ello en el capítulo donde se narra su cometido. La misión
de ellos viene después de la manifestación de Su gloria a los tres discípulos.
Pero mientras el Señor estuviera allí, continuaba Su ejercicio de poder en
misericordia, pues fue lo que personalmente Él era aquí, y una bondad soberana
en Él que estaba por encima de todo el mal con que se hallaba.
Siguiendo con
nuestro capítulo, lo que viene a continuación del versículo 7 muestra que la
reputación de Sus maravillosas obras había llegado a oídos del rey. Israel se
quedaba sin excusa. La conciencia, por pequeña que fuera, sintió el efecto de
Su poder. El pueblo también le siguió. Apartado con los discípulos, quienes
habían regresado de su misión, pronto se ve rodeado por la multitud; de nuevo
su siervo en gracia en medio de su acusada incredulidad, les predica y cura a
todo el que lo necesitaba.
Pero les iba a dar
una prueba palpable del poder divino y de la presencia que se hallaba entre
ellos. Se dijo que en el tiempo de la bendición de Israel de parte del Señor,
cuando hicieran florecer el cuerno de David, Él satisfaría a los pobres con
pan. Jesús lo hace ahora. Pero aún hay más que eso aquí. Hemos visto en todo
este Evangelio que Él ejerce este poder en Su humanidad, por la inconmensurable
energía del Espíritu Santo. De ello se desprende una bendición maravillosa
para nosotros, otorgada conforme a los consejos soberanos de Dios mediante la
perfecta sabiduría de Jesús al escoger Sus instrumentos. Aquí tenemos a los
discípulos como instrumentos. No obstante el poder que lo realiza, todo es de
Él. Los discípulos no ven más allá de lo que sus ojos saben apreciar. Pero
si Aquel que los alimenta es Jehová, siempre toma el lugar en dependencia de la
naturaleza que ha asumido. Se retira con Sus discípulos, y allí, apartado del
mundo, ora. Igual que en los dos extraordinarios casos24
del descenso del Espíritu Santo, y la selección de los doce, aquí también Su
oración es la ocasión de que se manifestara Su gloria –una gloria que era
propiamente de Él, pero que el Padre le dio como Hombre, en relación con los
sufrimientos y la humillación, la cual, en Su amor, padeció voluntariamente.
La atención del
pueblo estaba exacerbada, pero no tanto como para sobreponerse a las humanas
especulaciones formadas en la mente con respecto al Salvador. La fe de los discípulos
reconoció sin vacilar al Cristo en Jesús. Pronto dejaría de ser proclamado
como tal, pues el Hijo del Hombre tenía que sufrir. Había consejos más
importantes y una gloria más excelente que la del Mesías, y que se habían de
cumplir, pero no sin el sufrimiento que a través de las pruebas humanas tenían
que compartir con Él los discípulos. Si perdían su vida por Él, la ganarían,
pues el seguir a Jesús comportaba la salvación eterna del alma, y no meramente
el reino. Además, Aquel que ahora era rechazado volvería en Su propia gloria,
esto es, como Hijo del Hombre –el carácter que Él toma en este Evangelio–
en la gloria del Padre, pues Él era el Hijo de Dios, y en la de los ángeles
como Jehová el Salvador, tomando el lugar sobre ellos, pero como Hombre. Era
digno de todo esto, porque Él los creó. La salvación del alma, la gloria de
Jesús reconocida conforme a Sus derechos, todo era para advertencia de que le
confesaran mientras era rechazado y menospreciado. Ahora bien, para fortalecer
la fe de aquellos a quienes Él haría columnas, y a través de ellos la fe de
todos, Él anunció que algunos, antes de gustar la muerte –no tendrían que
esperar la muerte, en la que se iba a sentir el valor de la vida eterna, ni el
regreso de Cristo–, verían el reino de Dios.
En consecuencia a
esta declaración, ocho días después tomó a los tres que más tarde fueron
columnas, y subió a una montaña para orar. Allí se transfiguró, apareciendo
en gloria y viéndolo los discípulos. Moisés y Elías participaron con Él de
esta gloria. Los santos del Antiguo Testamento tienen parte con Él en la gloria
del reino fundamentado sobre Su muerte. Hablan con Él de Su fallecimiento, pues
hasta aquí sólo les había hablado de otras cosas. Habían visto establecerse
la ley e intentado hacer volver al pueblo hacia ella, para introducir bendición;
pero ahora que se trata de esta nueva gloria, todo depende de la muerte de
Cristo, y sólo ella. Todo lo demás se desvanece. La gloria celestial del reino
y de la muerte están próximas en relación. Pedro ve solamente la introducción
de Cristo en una gloria igual a la de ellos, relacionando mentalmente esta última
con la que sostenían ellos respecto a un judío, y asociando a Jesús con ella.
Es entonces que los dos profetas desaparecen completamente, quedándose Jesús
solo. Era Él a quien tenían que oír nada más. La relación de Moisés y Elías
con Jesús en la gloria dependía del rechazo de su testimonio por parte del
pueblo, al cual ellos se dirigieron.
Pero esto no es
todo. La Iglesia, propiamente dicha, no es contemplada aquí. No obstante, la señal
de la gloria excelente y de la presencia de Dios se muestran –la nube en la
que Jehová habitaba en Israel. Jesús atrae hacia ella a los discípulos como
testigos. Moisés y Elías se van, y habiéndoles Jesús acercado más a la
gloria, el Dios de Israel se revela como el Padre, reconociendo a Jesús como el
Hijo en quien tenía complacencia. Los discípulos le conocen así por el
testimonio del Padre, y son asociados con Él, y, por decirlo así, llevados a
la relación con la gloria en la cual están el Padre y el Hijo. Jehová se da a
conocer como Padre revelando al Hijo. Los discípulos se hallan asociados sobre
la Tierra con la morada de gloria, desde la cual, en todo momento, Jehová mismo
había guardado a Israel. Jesús estaba allí con ellos, y era el Hijo de Dios.
¡Qué posición! ¡Qué cambio para ellos! Es, de hecho, un cambio de lo
excelentísimo del judaísmo hacia la relación con la gloria celestial, obrado
en ese momento a fin de hacer nuevas todas las cosas25.
El provecho
personal de este pasaje es grande en cuanto que nos revela, de manera
extraordinaria, el estado celestial y de gloria. Los santos están en la misma
gloria que Jesús, están con Él, conversan familiarmente con Él, de lo que es
más querido a Su corazón –de Sus sufrimientos y muerte. Hablan con el
sentimiento que emana de las circunstancias que afectan al corazón. Él tenía
que morir en la Jerusalén amada, en lugar de recibir el reino. Ellos hablan
como si entendieran los consejos de Dios; pues aquella cosa no había tenido aún
lugar. Tales son las relaciones de los santos con Jesús en el reino, pues hasta
este momento se trata de la manifestación de la gloria como el mundo la verá,
con el añadido de que habrá la comunión entre los glorificados y Jesús. Los
tres estuvieron en la montaña. Pero los tres discípulos van más lejos, al ser
enseñados por el Padre. Les son dados a conocer Sus propios afectos por Su
Hijo. Moisés y Elías han dado testimonio de Cristo, y serán glorificados con
Él, pero Jesús permanece ahora solo para la Iglesia. Esto es más que el
reino, es la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesús –no comprendida,
seguramente, en ese momento, pero lo es ahora por el poder del Espíritu Santo.
Es maravillosa esta entrada de los santos en la gloria excelente, en la Shekinah,
la morada de Dios, y a estas revelaciones de parte de Dios por el afecto
mostrado a Su Hijo. Esto es más que la gloria. Jesús, sin embargo, es siempre
el objeto que llena la escena por nosotros. Observemos asimismo nuestra posición
aquí abajo, donde el Señor habla íntimamente de Su muerte a los discípulos,
tanto como con Moisés y Elías. Éstos no son más queridos por Él que lo eran
Pedro, Santiago y Juan. ¡Dulce y preciosa verdad! Notemos también qué delgado
velo existe entre nosotros y lo que es celestial26.
Lo que viene a
continuación, es la aplicación de esta revelación al estado de cosas abajo.
Los discípulos son incapaces de beneficiarse del poder de Jesús, que ya fue
manifestado, para echar fuera a los demonios. Esto hacía justicia a Dios en
aquello que se reveló en la montaña sobre Sus consejos, y conduce a la
separación del sistema judío para presentar su cumplimiento. Pero esto no es
impedimento para la acción de la gracia de Cristo al liberar a los hombres
mientras permanecía con ellos, y hasta que el hombre le hubiera rechazado
plenamente. Sin fijarse en el vano desconcierto del pueblo, insiste con Sus discípulos
sobre Su rechazo y Su crucifixión, llevando este principio a la renunciación
del yo y a la humildad que iba a ser depositaria de lo más poco.
El resto del capítulo,
desde el versículo 46, el Evangelio nos ofrece los distintos matices de egoísmo
y de la carne que están en contraste con la gracia y la devoción manifestadas
en Cristo, y que tienden a que el creyente se desvíe de sus propios caminos y
se guíe en los Suyos. Los versículos 46 al 48; 49, 50; 51 al 62,
respectivamente, presentan ejemplos27
de esto; y, desde el 57 al 62, el contraste entre la voluntad ilusoria del
hombre y la eficaz llamada de la gracia; el descubrimiento de que la carne es
detestable cuando hay una llamada real, y la negación absoluta de todas las
cosas a fin de obedecerla, son las que se presentan a nosotros por el Espíritu
de Dios28.
Capítulo 10
La misión de los
setenta viene en seguida. Una misión importante en su carácter para la
continuación de los caminos de Dios.
Este carácter es,
de hecho, diferente en algunos aspectos de aquel del principio del capítulo 9.
La misión se basa en la gloria de Cristo manifestada en el capítulo 9. Esto,
forzosamente, zanja la cuestión de las relaciones de Dios con los judíos de
manera más decisiva, pues Su gloria vino después y, en cuanto a Su posición
humana, fue el resultado de Su rechazo por la nación.
Este rechazo no se
cumplió todavía: esta gloria fue solamente revelada a tres de Sus discípulos,
de modo que el Señor aún ejerció Su ministerio entre el pueblo. Pero vemos
algunas alteraciones. Él insistía en lo que era moral y eterno, la posición a
la cual llevaría a Sus discípulos, el verdadero efecto de Su testimonio en el
mundo, y el juicio presto a derramarse sobre los judíos. No obstante, la siega
era mucha. Porque el amor, no enfriado por el pecado, veía la necesidad a través
de la oposición exterior, pero fueron pocos los que se dejaban tocar por este
amor. El Señor de la cosecha solo podía enviar a los verdaderos obreros.
Les anuncia ya el
Señor que ellos eran como corderos en medio de lobos. ¡Qué cambio desde la
presentación del reino al pueblo de Dios! Tenían que confiar –como los
doce– en el cuidado del Mesías presente sobre la Tierra, el que guiaba el
corazón con poder divino. Habían de marchar como los obreros del Señor,
confesando abiertamente su objeto, no sufriendo por lo que habían de comer,
sino poseyendo de Su parte todos los derechos. Plenamente entregados a su obra,
no debían saludar a nadie. El tiempo apremiaba. El juicio se acercaba. El
remanente se distinguiría por el efecto de su misión, no todavía en juicio,
en el corazón. Pero la paz estaría con los hijos de paz. Estos mensajeros
ejercían el poder obtenido por Jesús sobre el enemigo, y que Él así podía
conferir (y esto era mucho más que un milagro). Tenían que declarar a aquellos
a quienes visitaban que el reino de Dios se había acercado a ellos. ¡Importante
testimonio! Cuando no se ejecutaba juicio, se precisaba fe para reconocerlo en
un testimonio. Si no eran recibidos, debían denunciar a la ciudad, asegurándoles
que, tanto si fueron recibidos como no, el reino de Dios se había acercado. ¡Qué
testimonio más solemne ahora que Jesús iba a ser rechazado –un rechazo que
llenaba la medida de la maldad del hombre! Sería más tolerable para la infame
Sodoma en el día que el juicio se ejecutase, que para esa ciudad.
Esto manifiesta
claramente el carácter del testimonio. El Señor denuncia29
las ciudades en las que había obrado, y asegura a Sus discípulos que
rechazarlos en su misión era lo mismo que rechazarle a Él, y que si le
rechazaban a Él, el que le había enviado también era rechazado –el Dios de
Israel– el Padre. A su regreso, anunciaron el poder que les había acompañado
en su misión. Los demonios se sujetaron a su palabra. El Señor les contesta
que, efectivamente, esas señales de poder habían hecho patente a Su mente el
completo establecimiento del reino, Satanás lanzado fuera del cielo –un
establecimiento del cual esos milagros eran sólo una muestra–; pero que había
algo más excelente que ello, en lo que podían gozarse: sus nombres estaban
escritos en el cielo. El poder manifestado era real, sus resultados seguros, en
el establecimiento del reino; pero algo más empezaba a formarse – amanecía
un pueblo celestial que tendría su parte con Él, y el cual la incredulidad de
los judíos y del mundo conducía hasta el cielo.
Esto desvela muy
claramente la posición que se tomó. Ofrecido el testimonio del reino en poder,
dejando a Israel sin excusa, Jesús pasó a otra posición: la celestial. Éste
fue el verdadero asunto de regocijo. Los discípulos, no obstante, todavía no
lo comprendían. Pero la Persona y el poder de Aquel que tenía que
introducirlos a la gloria celestial del reino, Sus derechos al reino glorioso de
Dios, habían sido revelados a ellos por el Padre. La ceguera de la soberbia
humana, y la gracia del Padre hacia los niños, fueron propicios a Aquel que
cumplió los consejos de Su soberana gracia a través de la humillación de Jesús,
y que estaban en conformidad con el corazón de quien vino a consumarlos. Además,
todas las cosas fueron dadas a Jesús. El Hijo poseía demasiada gloria
para ser conocido, salvo por el Padre, que era asimismo conocido sólo por la
revelación del Hijo. A Él debían ir los hombres. La raíz de la dificultad al
recibirle estribaba en la gloria de Su Persona, la cual era conocida sólo por
el Padre, y esta gloria y acción del Padre necesitaban al Hijo mismo para ser
reveladas. Todo esto se hallaba en Jesús aquí en la Tierra. Podía explicar a
Sus discípulos en privado que, habiendo visto en Él al Mesías y Su gloria,
habían visto aquello que los reyes y los profetas desearon en vano ver. El
Padre les había sido anunciado, pero no entendieron sino poco. En la mente de
Dios, era su porción, comprendida más tarde por la presencia del Espíritu
Santo, el Espíritu de adopción.
Podemos destacar
aquí el poder del reino otorgado a los discípulos; su gozo en ese momento
–por la presencia del mismo Mesías, trayendo consigo el poder del reino que
derrocó el del enemigo– de la vista de las cosas de las que hablaron los
profetas. Al mismo tiempo, el rechazo de su testimonio y el juicio de Israel
entre quienes era dado este testimonio; y, finalmente, la llamada del Señor
–mientras se reconocía en la obra de ellos todo el poder que establecerá el
reino– para regocijarse, no en el reino así establecido sobre la Tierra, sino
en esa gracia soberana de Dios que, en Sus consejos eternos, les había
garantizado un lugar y un nombre en el cielo, relacionado todo con el rechazo de
ellos sobre la Tierra. La importancia de este capítulo es evidente en este
punto de vista. Lucas introduce constantemente la mejor parte, e invisible, de
un mundo celestial.
La extensión del
dominio de Jesús en relación con este cambio, y la revelación de los consejos
de Dios que lo acompañaban, nos son dados en el versículo 22, así como el
descubrimiento de las relaciones y la gloria del Padre y del Hijo; y al mismo
tiempo también la gracia mostrada a los humildes conforme al carácter y los
derechos de Dios el Padre mismo. Más tarde hallamos la continuación del cambio
en cuanto al carácter moral. El maestro de la ley deseaba saber las condiciones
de la vida eterna. Esto no es el reino, ni el cielo, sino una parte de la manera
judía de comprender acerca de las relaciones del hombre con Dios. La posesión
de la vida fue propuesta por los judíos por medio de la ley. Se había
descubierto, por progresos escriturales subsiguientes a la ley, que se trataba
de la vida eterna, la cual ellos, al menos los fariseos, vinculaban a la
observancia de la ley –una cosa que poseían los glorificados en el cielo, los
bienaventurados en la Tierra durante el milenio, la cual nosotros poseemos ahora
en vasijas de barro; la cual cosa la ley, interpretada por conclusiones extraídas
de los libros proféticos, proponía como el resultado de la obediencia30.
«El hombre que haga estas cosas vivirá por ellas».
El intérprete
pregunta, pues, lo que debía hacer. La respuesta era sencilla: la ley (con
todas sus ordenanzas, ceremoniales, las condiciones todas del gobierno de Dios,
y que el pueblo entero había quebrantado, cuya violación condujo al juicio
anunciado por los profetas –y que los seguiría el establecimiento, de parte
de Dios, del reino en gracia)– la ley, como digo, contenía el germen de la
verdad en este sentido, expresando con distinción las condiciones de vida, si
el hombre tenía que gozarla conforme a la justicia humana –justicia obrada
por él, por la cual viviría. Estas condiciones se resumían en pocas palabras:
amar a Dios perfectamente, y al prójimo como a uno mismo. Después de dar el
intérprete este sumario, el Señor lo acepta y repite las palabras del
Legislador: «Haz esto, y vivirás». Pero el hombre no lo hizo, y es consciente
de ello. En cuanto a Dios, aquél está alejado, pues el hombre se aparta de Él
con facilidad. Le rendirá unos cuantos servicios en apariencia, y se jactará
de ellos. Pero acercándose el hombre, su egoísmo le hace comportarse conforme
a la interpretación de esta norma, la cual, si se observara, haría su
felicidad –convertir este mundo en una clase de paraíso. La desobediencia a
ella se repite constantemente en las circunstancias de cada día, lo cual
precipita este egoísmo. Todo lo que le rodea –sus vínculos sociales– hacen
al hombre consciente de las violaciones de estos preceptos, aunque el alma misma
no se sienta turbada por ello. Aquí el corazón del intérprete se delata a sí
mismo. ¿Quién, pregunta, es mi prójimo?
La contestación
del Señor exhibe el cambio moral que ha tenido lugar por la introducción de la
gracia –mediante la manifestación de esta gracia en el hombre, en Su propia
Persona. Nuestras relaciones los unos con los otros, son ahora medidas por la
naturaleza divina en nosotros, y esta naturaleza es amor. El hombre bajo la ley
se medía por la importancia que se daba a sí mismo, lo contrario siempre del
amor. La carne se jactaba de una proximidad a Dios que no era real, que no
pertenecía a Su naturaleza. El sacerdote y el levita pasan de largo por el otro
lateral. El samaritano, pese a serlo, no preguntó quién era su prójimo. El
amor que había en su corazón le decía que el prójimo eran todos los que tenían
necesidad. Esto es lo que Dios mismo hizo en Cristo; pero después, las
diferencias legales y carnales desaparecieron ante este principio. El amor que
actuaba según sus propios impulsos halló la ocasión de ejercitarse frente a
la necesidad presentada delante de él.
Aquí termina esta
parte de los discursos del Señor. Un nuevo tema comienza en el versículo 38.
A partir de aquí,
hasta el final del versículo 13 en el capítulo 11, el Señor desvela a Sus
discípulos los dos grandes conductos de bendición: la Palabra y la oración.
En relación con la Palabra, hallamos la energía que se sujeta al Señor a fin
de recibirla de Él mismo, y que deja todo para escuchar Su Palabra, porque el
alma queda prendada de las comunicaciones de Dios en gracia. Podemos señalar
que estas circunstancias están relacionadas con el cambio que se obró en aquel
momento solemne. La recepción de la Palabra se apoderó de las atenciones
debidas al Mesías, solicitadas por la presencia de un Mesías sobre la Tierra.
Pero viendo la condición en que estaba el hombre –pues éste rechazó al
Salvador– necesitaba la Palabra, y Jesús, en Su amor perfecto, no prefiere
nada más. Para el hombre y para la gloria de Dios sólo era necesaria una cosa,
y esta es la que Jesús desea. En cuanto a Él, se hubiera marchado sin ninguna
de estas cosas. Pero Marta, aunque afectuosa con el Señor, sin duda
correctamente, muestra no obstante cuánto individualismo hay inherente en esta
clase de cuidados, pues no le gustaba tener que ocuparse de todo.
Capítulo 11
La oración que
enseñó a Sus discípulos se refiere también a la posición en la que entraron
antes del don del Espíritu Santo31.
Jesús mismo oró como el Hombre obediente sobre la Tierra. Todavía no recibió
la promesa del Padre a fin de derramarla sobre Sus discípulos, y no pudo
hacerlo hasta ascender al cielo. Éstos, sin embargo, están en relación con
Dios como Padre de ellos. La gloria de Su nombre, la venida de Su reino tenían
que mantener ocupados sus primeros pensamientos. Dependían de Él para su pan
diario. Necesitaban ser perdonados, y guardados de la tentación. La oración
contenía el deseo de un corazón sincero ante Dios, la necesidad corporal
depositada al cuidado de su Padre; la gracia requerida para su camino cuando
pecasen, y a fin de que no se manifestase su carne y fueran salvados del poder
del enemigo.
El Señor insiste
luego sobre la perseverancia, sobre aquellas peticiones que no fuesen las de un
corazón indiferente a los resultados. Les asegura que sus oraciones no serían
en vano, y que su Padre celestial les daría el Espíritu Santo a aquellos que
lo pidieran. Les sitúa en Su propia relación sobre la Tierra con Dios. Escuchándole,
solicitándole como Padre, es el todo en la práctica de la vida cristiana.
Más tarde, las dos
grandes armas de Su testimonio son puestas de manifiesto, esto es, la expulsión
de los demonios y la autoridad de Su Palabra. Él manifestó el poder que echaba
a los demonios, pero ellos lo atribuyeron al príncipe de los demonios. Sin
embargo, Él ató al hombre fuerte y despojó sus bienes, probando con ello que
el reino de Dios había evidentemente venido. En un caso como éste, habiendo
venido Dios para liberar al hombre, todo tomaba su verdadero lugar: o bien todo
era del diablo, o del Señor. Además, si el espíritu inmundo saliese y Dios no
estuviese allí, volvería con otros más impíos que él; y el postrer estado
sería peor que el primero.
Estas cosas tenían
lugar en aquel momento. Pero no así los milagros. Él proclamó la Palabra. Una
mujer, sensiblemente gozosa de tener un hijo como Jesús, declara ante todos el
valor de poseer tal relación de madre con Él en la carne. El Señor traslada
esta bendición, como hizo en el caso de María, a aquellos que oían y
guardaban Su palabra. Los ninivitas habían oído a Jonás, la reina de Saba a
Salomón, sin siquiera haberse obrado un milagro, y uno mayor que Jonás estaba
ahora entre ellos. Había dos cosas ahí –el testimonio llanamente exhibido (vers.
33) y los motivos que gobernaban a aquellos que lo escuchaban. Si fue presentada
la verdad perfecta conforme a la ciencia de Dios, fue el corazón el que la
rechazó. El ojo era malo. Las nociones y motivos de un corazón alejado de Dios
sólo hacían que oscurecerlo. Uno que tuviera nada más un objeto, Dios y Su
gloria, estaría lleno de luz. Además, la luz no se manifiesta sin más, sino
que ilumina todo alrededor. Si la luz de Dios estuviera en el alma, estaría
llena de ella y sin una sombra.
CAPÍTULO 12
El
capítulo ubica a los discípulos en este lugar de testimonio por el poder del
Espíritu Santo, y con el mundo en oposición a ellos, después de la partida
del Señor. Se trata de la Palabra y del Espíritu Santo, en vez del Mesías
sobre la Tierra. No habían de temer el enfrentamiento, ni habían de confiar en
ellos mismos, sino en Dios para descansar en Su ayuda para que el Espíritu
Santo les enseñara lo que decir. Todas las cosas serían desveladas. Dios llega
al alma, el hombre sólo puede tocar el cuerpo. Aquí, todo lo que escapa a las
promesas presentes, la relación del alma con Dios, es puesto en primer término.
Se trata de la salida del judaísmo para estar ante Dios. Su llamamiento tenía
que manifestar a Dios en el mundo a pesar de todo –manifestarle a la fe antes
de que todas las cosas fuesen manifiestas. Podría costarles la vida delante de
los hombres, pero Jesús los confesaría delante de los ángeles. Es la
introducción de los discípulos en la luz como Dios está en ella, y el temor
de Dios por la Palabra, y fe, cuando el poder del enemigo estuviese presente.
Todo este mal, efectuado aun en secreto, sería traído a la luz.
No solamente esto.
La blasfemia contra el testimonio dado sería, en su caso, peor que la blasfemia
de Cristo. Esto podría ser perdonado –y lo ha sido y lo será al fin para los
judíos como nación; pero quienquiera que hablara blasfemamente contra el
testimonio de los discípulos, blasfemaba contra el Espíritu Santo. No sería
perdonado. El Señor dirige el corazón de ellos así como con su conciencia.
Les anima con tres cosas: la primera, con la protección de Aquel que contaba
los cabellos de su cabeza, a costa de las pruebas por las que tuviera que pasar
su fe; en segundo lugar, el hecho de que en el cielo y ante los ángeles, su
fidelidad a Cristo en esta dolorida misión sería reconocida por Él; y en
tercer lugar, la importancia de su misión, siendo el rechazo de ella mucho más
condenable que el rechazo de Cristo mismo. Dios había dado un paso, uno final,
en Su gracia y testimonio. Traer a la luz todas las cosas, el cuidado de Dios,
confesados por Dios en el cielo, el poder del Espíritu Santo con ellos –éstos
son los motivos y los ánimos dados aquí a los discípulos para su misión,
después de la partida del Señor.
Lo que sigue después
marca intensamente la posición en la que fueron situados los discípulos,
conforme a los consejos de Dios, por el rechazo de Cristo (vers. 13). El Señor
rehúsa formalmente ejecutar justicia en Israel. Éste no era Su lugar. Él
trata con las almas, dirigiendo su atención a otra vida que sobrepasa la
actual; y, en lugar de dividir la herencia entre los hermanos, advierte a la
multitud que se guardara de la codicia, y los instruía por la parábola del
hombre rico, el cual fue repentinamente llamado de en medio de sus proyectos. ¿Y
qué fue de su alma?
Habiendo
establecido esta base general, vuelve con Sus discípulos y les enseña los
grandes principios prácticos que tenían que dirigir su caminar. No debían
pensar en el mañana, sino confiar en Dios; no podían dominar el mañana. Si
buscaban el reino de Dios, todo lo demás les sería añadido. Ésta fue su
posición en el mundo que le rechazó a Él. Pero a parte de eso, el corazón
del Padre se interesaba por ellos: no habían de temer. Extranjeros y
peregrinos, debían atesorar en el cielo, y así su corazón estaría también
allí32.
Asimismo, tenían que esperar al Señor. Tres cosas debían gobernar su alma:
que el Padre les daría el reino, poner el tesoro del corazón en el cielo, y la
esperanza del regreso del Señor. Hasta que Él viniera, se les pedía que
velasen –que tuvieran sus lámparas encendidas, manifestando toda su posición
el resultado de la constante espera del Señor–, todo lo cual expresaría esta
esperanza. Tenían que comportarse como hombres que le esperaban a Él, con sus
lomos ceñidos, y en ese caso, cuando todo fuera conforme al corazón del Señor,
restablecido por Su poder, y ellos introducidos en la casa del Padre, Él les
invitaría a sentarse y a Su vez se ceñiría para servirlos.
Es muy importante
llamar la atención del lector sobre este punto, que lo que el Señor busca aquí
no es el sostenimiento, aunque así debe ser, de la venida del Señor al fin del
siglo, sino que el cristiano esté esperándole, profesando plenamente a Cristo,
y su corazón en orden. A éstos el Señor hará que se sienten como convidados,
pero para siempre, en la casa de Su Padre donde Él los ha llevado, y en amor
les ministrará la bendición. Este amor hará las bendiciones diez mil veces más
preciosas, recibidas todas ellas de Su mano. El amor se goza en servir, el egoísmo
en ser servido. Pero Él no vino para ser servido. Ésta es la clase de amor a
la que Él nunca renunciará. Nada puede ser más exquisito que la gracia
expresada en estos versículos 35 y 3733.
En la pregunta de
Pedro, deseoso de saber a quiénes eran dirigidas estas instrucciones, el Señor
le refiere la responsabilidad de aquellos a los que Él encomendó obligaciones
durante Su ausencia. Así, tenemos las dos cosas que caracterizan a los discípulos
tras el rechazo de Cristo –la esperanza de Su regreso, y el servicio. La
espera, la vigilancia que aguarda con los lomos ceñidos para recibirle, halla
su recompensa en el reposo y en la fiesta –la felicidad ministrada por Él–,
en los que Jesús se ciñe para servirlos. La fidelidad en el servicio,
poseyendo el dominio sobre todo lo que pertenece al Señor de gloria. Hemos
visto, a parte de estas relaciones especiales entre el caminar de los discípulos
y su posición en el mundo venidero, la verdad general de la negación del mundo
en el cual el Salvador fue rechazado, y la posesión del reino por el don del
Padre.
En lo que dice Él
seguidamente acerca del servicio de aquellos que llevan Su nombre durante Su
ausencia, el Señor también señala a aquellos que estarán en esta posición
pero que serán infieles, caracterizando así a los que, mientras públicamente
ejercían el ministerio en la Iglesia, tendrían su parte con los incrédulos.
El secreto del mal que caracteriza su incredulidad se hallaría en que sus
corazones tendrían por tardanza el retorno de Jesús, en lugar de desearlo y
apresurarlo sus aspiraciones, y sirviendo con humildad con el deseo de ser
hallados fieles. Éstos dirán que Él no viene inmediatamente, y en
consecuencia harán su propia voluntad, acomodándose al espíritu del mundo y
asumiendo la autoridad sobre sus consiervos. ¡Qué escena la que ha tenido
lugar! Pero su Maestro –porque Él lo era, aunque ellos no le hayan servido de
veras– vendría en el momento que no esperaban, y como un ladrón de noche. Y
aunque hubieran profesado ser Sus siervos, tendrían su parte con los incrédulos.
No obstante, habría una diferencia entre los dos; pues el siervo que conociera
la voluntad de su Maestro, pero no se preparaba para Él como resultado de sus
esperanzas, ni realizaba la voluntad del propio Maestro, sería severamente
castigado. Mientras que aquel que no poseía el conocimiento de Su voluntad, sería
castigado con menos rigor. He añadido la palabra «propio» junto a «Maestro»,
según el original, lo cual significa una relación reconocida con el Señor, y
sus subsiguientes obligaciones. El otro ignoraba la voluntad explícita del Señor,
pero cometió el mal que de ningún modo debiera haber hecho. Es la historia de
los siervos verdaderos y falsos de Cristo, de la Iglesia profesante, y del mundo
en general. Pero no puede existir un testimonio más solemne de lo que produjo
infidelidad dentro de la Iglesia, y la condujo a su ruina y al juicio venidero,
esto es, el abandono de la esperanza presente de la venida del Señor.
Si van a ser
pedidas cuentas a las personas según hayan actuado con sus prerrogativas, ¿quién
de ellas será tan culpable como aquellas que se llaman a sí mismas ministros
del Señor, si no le sirven mientras esperan Su regreso?
El Señor, no
obstante rechazado, había venido a traer conflicto y fuego sobre la tierra. Su
presencia encendía este fuego incluso antes de Su rechazo, en el bautismo de
muerte por el cual tenía que pasar Él; esto fue cumplido. No fue, sin embargo,
hasta después de esto que Su amor tuvo completa libertad para mostrarse en
poder. Así Su corazón, el cual todavía era amor conforme a la infinitud de la
Deidad, fue constreñido hasta que la expiación dejó que actuara libremente,
con la consumación de todos los propósitos de Dios, en la cual Su poder había
de manifestarse conforme a ese amor, que requería absolutamente esa expiación
como la base de la reconciliación de todas las cosas en el cielo y en la tierra34.
Versículos 51-53.
Él muestra detalladamente las divisiones que resultarían de Su misión. El
mundo no soportaría la fe en el Salvador más de lo que Éste soportaba al
mundo, quien era su objeto y el motivo de su confesión. Estará bien si nos
fijamos aquí en cómo sacaba el mal la presencia del Salvador del corazón
humano. El estado descrito aquí está en Miqueas, una descripción sobre el
estado más horrendo del mal jamás concebido (Miqueas 7:1-7).
Luego se dirige Él
al pueblo para prevenirlos sobre las señales propias de los tiempos en que vivían.
Él basa este testimonio sobre un terreno doble: los signos evidentes que Dios
daba, y las pruebas morales que, incluso sin las señales, la conciencia debía
reconocer y que los obligaban así a recibir este testimonio.
Pero siempre ciegos, se hallaban de camino al juez. Y una vez entregados a él, no iban a salir hasta que el castigo de Dios se ejecutara plenamente sobre ellos35 (comparar Isaías 40:2).
CAPÍTULO
13
En este momento,
recordaron al Señor acerca de un juicio terrible que había caído sobre alguno
de entre ellos. Él les declara que ni este caso, ni otro que Él remite a sus
mentes, es excepcional, pues a menos que se arrepintieran lo mismo les sucedería
a todos ellos. Y contribuye con una parábola a fin de hacerles comprender su
posición. Israel era la higuera en la viña de Dios. Por tres años había
estado amenazando con podar la higuera, pues no echaba sino a perder Su viña,
contaminando y ocupando el suelo. Pero Jesús estaba intentando todo por última
vez para hacer que llevara fruto; si ello no tenía éxito, era asunto de la
gracia preparar el camino para el justo juicio del Maestro de la viña. ¿Por qué
cultivar lo que sólo perjudicaba?
Sin embargo, Él
procede en gracia y en poder para con la hija de Abraham, conforme a las
promesas hechas a aquel pueblo, al cual le demuestra que su resistencia, con la
que pretendían enfrentar la ley y la gracia, era solamente hipocresía.
El reino de Dios
pasaría a asumir una forma inesperada en consecuencia de Su rechazo. Sembrado
por la Palabra, y no introducido en poder, crecería sobre la Tierra hasta que
deviniera un poder mundano; y, como profesión exterior y doctrina, penetraría
la esfera entera preparada para el mismo en los soberanos consejos de Dios. Esto
no fue el reino establecido en poder y actuando en justicia, sino algo dejado a
la responsabilidad del hombre aunque los consejos de Dios estuvieran llevándose
a cabo.
Finalmente, el Señor
retoma, de manera directa, la cuestión de la posición del remanente y de la
suerte de Jerusalén (versículos 22-35).
Pasando por las
ciudades y pueblos, cumpliendo la obra de gracia pese al menosprecio del pueblo,
alguien le preguntó si el remanente, aquellos que escaparían del juicio de
Israel, iban a ser muchos. Él no le contesta conforme al número, sino que
penetra en la conciencia del formulador instándole a esforzarse para entrar por
la puerta estrecha. No sólo no entraría la multitud, sino que la mayoría,
despreciando esta puerta, desearía entrar en el reino y no podría. Además,
una vez que el Maestro de la casa se hubiera levantado y cerrado la puerta, sería
demasiado tarde. Les diría entonces: «No sé de dónde sois». Le alegarían
que Él había estado en sus ciudades. Pero les declararía que no conocía a
aquellos hacedores de iniquidad. No había paz para los impíos. La puerta del
reino era moral, real ante Dios –la conversión. La multitud de Israel no
entraría por esta puerta, y fuera, llorando y angustiados, verían a los
gentiles sentándose con los depositarios de las promesas; mientras ellos, los
hijos del reino según la carne, iban a ser echados fuera, sintiéndose cuando
menos miserables por haberse quedado cerca. Y aquellos que parecían ser los
primeros, serán los postreros, y éstos los primeros.
Los fariseos, fingiéndose
considerados hacia el Señor, le recomiendan marcharse. En esto, queda referida
finalmente la voluntad de Dios en cuanto a la consumación de Su obra. No se
trataba de que se cuestionase el poder del hombre sobre Él. Él cumpliría Su
obra y después se marcharía, porque Jerusalén no conoció el tiempo de su
visitación. El verdadero Señor, Jehová mismo, ¡cuánto hubiera querido
agrupar bajo Sus alas a los hijos de esta rebelde ciudad, y no pudo! Este último
intento en gracia fue efectuado, y su casa fue desolada hasta que ellos se
arrepintieran, y, volviéndose al Señor, dijeran según el Salmo 118 «Bendito
el que vienen en el nombre del Señor». Entonces Él se aparecería, y ellos le
verían.
Nada hay de más
natural que la relación y la fuerza de estas conversaciones. Para Israel fue el
último mensaje, la última visitación de Dios. Ellos la rechazaron. Fueron
abandonados por Dios –aunque amados– hasta que clamasen al que habían
rechazado. En aquel entonces este mismo Jesús se les aparecería otra vez, e
Israel le vería. Éste sería el día que el Señor ha hecho.
Su rechazo –aceptando el establecimiento del reino como un árbol y la levadura, durante su ausencia– produjo su fruto entre los judíos hasta el final; y el avivamiento entre esa nación en los últimos días, y el retorno de Jesús en base de su arrepentimiento, hará referencia a aquel gran hecho de pecado y rebelión. Esto nos da más instrucciones importantes con respecto al reino.
CAPÍTULO 14
Unos detalles
morales son los que se desarrollan en este capítulo36.
El Señor, siendo invitado a comer con un fariseo, vindica Sus derechos de
gracia sobre aquello que era el sello del viejo pacto, juzgando la hipocresía
que de ninguna manera quebrantaba el sábado, cuando se trataba del interés de
ellos. Entonces muestra Él el espíritu de humildad y mansedumbre que convenía
al hombre en presencia de Dios, y la unión de este espíritu con amor cuando
existía la posesión de privilegios mundanos. Pero un caminar como éste, el
cual fue sin duda el Suyo, oponiéndose al espíritu del mundo, haría que el
lugar de uno allí fuera confuso; las correspondencias de la sociedad no existirían.
Un nuevo día amanecía a través de Su rechazo, y que de hecho fue su
consecuencia necesaria –la resurrección de los justos. Arrojados por el mundo
fuera de su seno, tendrían su lugar aparte en aquello que el poder de Dios
efectuaría. Habría una resurrección de los justos. Luego obtendrían
éstos el premio por todo lo que hicieran por amor al Señor y en nombre de Él.
Vemos la fuerza con la que esta alusión es hecha a la posición del Señor en
aquel momento, resuelto a recibir la muerte en este mundo.
¿Qué sería del
reino? Con referencia a él entonces, el Señor da Su perspectiva en la parábola
de la gran cena de la gracia (versículos 16-24). Despreciado por la principal
parte de los judíos cuando Dios los invitó a entrar, Él se puso a buscar a
los menesterosos del rebaño. Pero como había lugar en Su casa, manda a buscar
a los gentiles para introducirlos en ella por Su llamamiento, el cual fue dado
en poder eficaz cuando no le buscaban. Era la actividad de Su gracia. Los judíos,
como tales, no tendrían parte en ella. Pero aquellos que entraran deberían
calcular el coste (vers. 25-33). Habría que abandonar todo, y toda atadura que
se tuviera con este mundo tendría que deshacerse. Lo que era más querido al
corazón, lo más peligroso, debía ser tanto más aborrecido. No significa que
los afectos sean malos en sí mismos, sino que al ser rechazado Cristo por este
mundo, todo lo que nos une a la Tierra ha de ser sacrificado por Él. Cueste lo
que cueste, hay que seguirle a Él, debiendo aprender uno mismo a detestar su
propia vida e incluso a perderla, antes que desmayar siguiendo al Señor. Todo
se perdería en esta vida natural. La salvación, el Salvador, la vida eterna,
estaban en juego. Tomar uno mismo la cruz, por lo tanto, y seguirle a Él, era
la única manera de ser Su discípulo. Sin esta fe, mejor es no empezar a
edificar nada; y conscientes de que el enemigo es exteriormente más fuerte que
nosotros, deberá comprobarse si, pase lo que pase, osaremos, firmes en nuestro
propósito, salirle al encuentro con fe en Cristo. Todo lo relacionado con la
misma carne es algo con lo que debemos romper.
Asimismo (vers. 34,
35), los discípulos fueron llamados a dar un testimonio peculiar, a testificar
del carácter de Dios mismo, cuando Él era rechazado en Cristo, de lo cual la
cruz fue la medida exacta. Si los discípulos no eran esto, carecían de todo
valor. No eran discípulos en este mundo para un propósito distinto. ¿Ha
mantenido la Iglesia este carácter? ¡Solemne pregunta para todos nosotros!
CAPÍTULO
15
Habiendo
desarrollado la diferencia de carácter entre las dos dispensaciones, y las
circunstancias de la transición de la una a la otra, el Señor vuelve sobre
principios más elevados –las fuentes de aquel que fue introducido por la
gracia.
Es verdaderamente
una discordancia entre las dos, así como los capítulos que hemos examinado.
Pero este contraste se eleva a su glorioso origen en la propia gracia de Dios,
contrapuesto con la desdichada autojusticia del hombre.
Los publicanos y
pecadores se acercan a Jesús. La gracia se dignó mostrarse a aquellos que la
necesitaban. La autojusticia refutaba todo que no fuese despreciable como ésta
lo era, y a Dios mismo en Su naturaleza de amor. Los fariseos y los escribas
murmuraron contra Aquel que fue un testigo de esta gracia cuando la cumplió.
No puedo meditar en
este capítulo, que ha sido el gozo de muchas almas, y el tema de tantos
testimonios de la gracia, desde el momento en que el Señor lo pronunció, sin
explayarme en la gracia perfecta en su aplicación al corazón. No obstante,
debo limitarme aquí a grandes principios, dejando su aplicación a aquellos que
predican la Palabra. Esto representa una dificultad que se presenta en todo
tiempo en esta porción de la Palabra.
En primer lugar, el
gran principio que exhibe el Señor, y sobre el cual fundamenta la justificación
de los tratos de Dios –¡triste estado del corazón que los necesita, y
maravillosa la gracia y paciencia que los ofrecen!– el gran principio, repito,
es que Dios halla Su propio disfrute al mostrarnos gracia. ¡Qué contestación
al horrendo espíritu de los fariseos que objetaban contra ella!
Es el Pastor quien
se regocija cuando la oveja es hallada, la mujer cuando la pieza de dinero está
en su mano, el Padre cuando Su hijo está en Sus brazos. ¡Qué expresión de
aquello que Dios es! ¡Qué fielmente queda expresado en Jesús la revelación
de ella! Es sobre esto que todas las bendiciones del hombre pueden fundarse
solamente. Es en esto que Dios es glorificado en Su gracia.
Pero hay dos partes distintas en esta gracia –el amor que busca, y el amor con que uno es recibido. Las dos primeras parábolas describen el primer carácter de esta gracia. El pastor busca a las ovejas, la mujer su pieza de dinero: la oveja y la pieza de plata son pasivos. El pastor busca –y la mujer también– hasta que encuentran, porque tienen un interés en el asunto. La oveja, agotada en sus descarríos, no tiene que tomarse la molestia de volver. El pastor se la pone sobre los hombros y la lleva a casa. Él se hace cargo de ella, feliz de haberla recuperado. Ésta es la mentalidad del cielo, cualquiera sea el estado del corazón humano sobre esta Tierra. La mujer nos presenta las molestias que debe tomarse Dios en Su amor, de modo que es más la obra del Espíritu la cual es representada en aquella de la mujer. Aparece luz –ella barre la casa hasta que halla la pieza de dinero que había perdido. Así actúa Dios en el mundo, buscando a los pecadores. El odioso y vindicativo celo de la autojusticia no halla ningún lugar en la mentalidad del cielo, donde habita Dios, y que produce en la felicidad que le rodea el reflejo de Sus mismas perfecciones.
Pero aunque ni la
oveja ni la pieza de dinero hacen nada para ser recuperadas, existe una obra
real en el corazón de alguien que es devuelto. Esta obra, necesaria para el
hallazgo o la búsqueda de paz, no es aquella en que pueda basarse la paz. El
retorno y el recibimiento del pecador son descritos en la tercera parábola. La
obra de gracia, llevada a cabo por el solo poder de Dios, y completa en sus
resultados, es presentada a nosotros en las dos primeras. Aquí el pecador
regresa con unos sentimientos que vamos a estudiar –producidos por la gracia,
pero que no alcanzan nunca la altura de la gracia manifestada en su recibimiento
hasta que el pecador ha regresado.
Primeramente, es
descrito su enajenamiento de Dios. Mientras que es culpable en el momento de
cruzar el umbral paterno, al volver su espalda contra su padre, como cuando comía
las algarrobas de los cerdos, el hombre, engañado por el pecado, es presentado
aquí en su último estado de degradación al que le había llevado el pecado.
Habiendo malgastado todo lo que vino a parar en sus manos de manera natural, la
postración en que se halla más tarde –y más de un alma siente la hambruna a
la que se ha conducido sola, el vacío flotante exento de deseos de Dios o de
santidad, y a menudo lo más degenerativo del pecado–, no se inclina ante
Dios, sino que ello le conduce a procurarse recursos que el país de Satanás
(donde no es ofrecido nada) puede suplir; y viene a parar en medio de gorrinos.
Pero la gracia es operativa, y los pensamientos de felicidad de la casa de su
padre, y de la bondad que bendecía todo en ella se despiertan en él. Donde
obra el Espíritu de Dios, existen siempre dos cosas: convicción en la
conciencia y un corazón atraído. Es realmente la revelación de Dios al alma,
y Dios es luz y es amor. Como luz, se produce una convicción en el alma, pero
como amor hay la atracción de la bondad que genera una confesión verdadera. No
se trata meramente de que hayamos pecado, sino que tenemos que vérnoslas con
Dios y lo deseamos, pero tememos por causa de lo que Él es. Sin embargo, somos
dejados que vayamos a Él. Así ocurre con la mujer del capítulo 7, como con
Pedro en la barca. Esto produce en nosotros la convicción de que vamos a
perecer, y un débil, pero real, sentimiento de la bondad de Dios, así como de
la felicidad que podemos hallar en Su presencia pese a que todavía no nos
sintamos seguros de que vamos a ser recibidos. Así, no nos quedamos en el lugar
donde hubiéramos perecido. Existe el sentimiento del pecado, de la humillación,
de que hay bondad en Dios, pero no el sentimiento de lo que verdaderamente es la
gracia de Dios. Esta gracia es atrayente –nos dirigimos a Dios, pero nos
satisfaría el ser recibidos como siervos– una prueba de que, aunque el corazón
es tocado por la gracia, no ha encontrado todavía a Dios. Este progreso, muy
real por cierto, nunca nos dará paz. Hay un cierto alivio de corazón en
nuestro retorno, pero no sabemos qué recibimiento esperar después de haber
sido culpables de dejar a Dios. Cuanto más se aproximaba el hijo pródigo a la
casa, tanto más palpitaba su corazón por el pensamiento de encontrarse con su
padre. Pero éste se adelanta a su llegada sin mostrarse como lo hubiera
merecido su hijo, sino conforme a su propio corazón de padre –la sola medida
de los caminos de Dios para con nosotros. Se echa al cuello de su hijo cuando éste
llevaba aún sus andrajos, antes de que pudiera decirle: «Hazme como a uno de
tus jornaleros». Quería decirlo un corazón que se anticipaba a la manera en
que iba a ser recibido, no el de uno que había encontrado a Dios. Un corazón
que ha hallado a Dios sabe cómo ha sido recibido. El hijo pródigo se prepara
para expresarse de aquel modo, como lo haría la gente que sostiene un humilde
anhelo y un lugar indigno. Pero aunque la confesión queda hecha cuando el hijo
llega a casa, no dice luego «Hazme un siervo asalariado». ¿Cómo iba a poder
decirlo? El corazón del padre, a raíz de sus sentimientos y de su amor hacia
él, decidiría la posición que ocupaba el hijo, y a raíz también del lugar
que su corazón le había otorgado con respecto a su hijo. Esto era entre el
padre y él, pero no fue todo. Él amaba a su hijo tal como era, pero no lo
introdujo en su casa en aquella condición. El mismo amor que lo recibió como
hijo haría que fuera introducido en la casa como tal, y como lo merecía el
hijo de un padre. Los sirvientes reciben órdenes de traerle la mejor ropa y ponérsela.
Así amados y recibidos por amor, en nuestra miseria somos vestidos con Cristo
para entrar en la casa. Nosotros no llevamos la ropa, sino que Dios nos la
provee. Es una cosa completamente nueva, y devenimos así la justicia de Dios en
Él. Éste es el mejor vestido del cielo. El resto de aquella casa participa de
la alegría reinante, excepto el hombre orgulloso, el verdadero judío. El gozo
es el gozo del padre, pero toda la casa lo comparte. El hijo mayor no está en
la casa; se halla cerca, sin querer entrar. No tenemos ninguna relación con la
gracia que hace del hijo pródigo el sujeto del gozo de este amor. Sin embargo,
la gracia actúa; el padre sale y le ruega que entre. Fue así
como Dios actuó, en el Evangelio, para con el judío. Pero la justicia humana,
la cual no es otra cosa que egoísmo y pecado, rechaza esta gracia. Pese a ello,
Dios no abandonará Su gracia. Es propia de Él. Dios será Dios; y Dios es
amor.
Esto es lo que toma
el lugar de las pretensiones de los judíos, los cuales rechazaron al Señor, y
la consumación de las promesas en Él.
CAPÍTULO 16
El resultado de la
gracia sobre la conducta es presentado, y la diferencia que existe –siendo
cambiada la dispensación– entre la conducta que el cristianismo precisa con
respecto a las cosas del mundo, y la posición de los judíos en ese aspecto.
Ahora bien, esta posición era solamente la expresión de aquello evidenciado
por la ley en el hombre. La doctrina así personificada por la parábola, es
confirmada en la parabólica historia del hombre rico y Lázaro, la cual quita
el velo que ocultaba el más allá, donde se manifiestan los resultados de la
conducta del hombre.
El hombre es el
mayordomo de Dios –Dios ha encomendado Sus bienes al hombre. Israel es situado
en esta posición.
Pero el hombre ha
sido infiel; e Israel también lo fue. Dios ha retirado su mayordomía, pero el
hombre se halla todavía en posesión de los bienes para administrarlos, cuando
menos, de manera factual –como Israel lo estaba en aquel momento. Estos bienes
son las cosas de la Tierra, aquello que el hombre posee según la carne.
Habiendo desaparecido su mayordomía a causa de su infidelidad, y estando aún
en posesión de los bienes, los utiliza para ganar amigos de los deudores de su
maestro haciéndoles bien. Esto es lo que los cristianos deberían hacer con las
posesiones terrenales, emplearlas para los demás teniendo en vista el futuro.
El criado puede apropiarse para sí el dinero ganado para su maestro, pero
prefiere hacer amigos a costa de él –es decir, sacrificando el presente por
las ventajas del futuro. Podemos convertir en medios para practicar el amor las
miserables riquezas de este mundo. El espíritu de la gracia que llena nuestros
corazones –nosotros mismos los objetos de gracia– se ejercita con referencia
a las cosas temporales, las cuales utilizamos para otros. Para nosotros es en
vista a las moradas eternas. «Para que ellos te reciban» equivale a decir «para
que seas recibido» –una forma común de expresarse en Lucas para designar el
hecho sin mencionar a las personas que lo realizan, aunque esté ahí la palabra
ellos.
Tengamos en cuenta
que las riquezas terrenales no son nuestras; las celestiales, en el caso de un
verdadero cristiano, sí son suyas.
Estas riquezas son
injustas, en el sentido de que son pertenencias del hombre caído, y no del
hombre celestial. No tenían razón de ser cuando Adán vivía en inocencia.
Cuando es alzado el
telón para dejar ver el más allá, la verdad es manifestada completamente a la
luz. Y el contraste entre la dispensación judía y el cristiano es mostrado con
claridad, pues el cristianismo revela aquel mundo, y, en cuanto a sus
principios, éstos pertenecen al cielo.
El judaísmo,
conforme al gobierno de Dios sobre la Tierra, prometía a los justos bendiciones
temporales; pero todo devino un desorden al ser rechazado el Mesías, la cabeza
de este sistema. En una palabra, Israel, contemplado bajo responsabilidad para
gozar de la bendición terrenal sobre la base de la obediencia, ha fracasado
completamente. El hombre en este mundo, no podía de ninguna manera, sobre esa
base, ser el canal para el testimonio de los caminos de Dios en gobierno. Vendrá
un día de juicio terrenal, pero todavía no ha llegado. Mientras tanto, la
posesión de las riquezas no significaba nada mejor que la demostración del
favor de Dios. El egoísmo personal y, ¡ay!, la indiferencia hacia un hermano
necesitado a su puerta, fue más bien lo que daba matiz a estas posesiones entre
los judíos. La revelación nos abre la puerta al más allá, para poder
observarlo. El hombre en este mundo está caído, es impío. Si ha recibido sus
cosas buenas aquí, sigue teniendo la parte pecaminosa. Será atormentado,
mientras que el otro al cual despreció hallará la felicidad en el otro mundo.
No es cuestión a tratar aquí de aquello que nos garantiza la entrada al cielo, sino del carácter y del contraste entre los principios de este mundo y del invisible. El judío escogió este mundo, pero lo perdió, así como el otro también. El pobre al que tanto había despreciado, es hallado ahora en el seno de Abraham. El fundamento de esta parábola es mostrar su relación con el asunto de las esperanzas de Israel, y la idea de que las riquezas eran prueba del favor de Dios –una idea la cual, aunque sea falsa en cada caso, es bastante comprensible si este mundo es la escena de bendición bajo el gobierno de Dios. El asunto de la parábola también es mostrado por lo que hallamos al final de ella. El rico miserable desea que sus hermanos fueran avisados por alguien que hubiera venido de ultratumba. Abraham le declara lo inútil de esta propuesta. Todo había terminado con Israel. Dios no vuelve a presentar a Su Hijo a la nación que le rechazó, la cual menospreciaba la ley y a los profetas. El testimonio de Su resurrección topaba con la misma incredulidad que le había rechazado cuando vivía, así como con los profetas antes de Él. No existe consuelo en el más allá si el testimonio de la palabra a la conciencia es rechazado en este mundo. El abismo no puede ser salvado. Un Señor que regresase no convencería aquellos que menospreciaron la Palabra. Todo está relacionado con el juicio de los judíos, el cual concluiría la dispensación. La parábola anterior demuestra que la conducta de los cristianos debería estar en línea con las cosas temporales. Todo fluye de la gracia, la cual, en amor de parte de Dios, llevó a cabo la salvación del hombre y puso aparte la dispensación legal y sus principios, introduciendo las cosas celestiales.
CAPÍTULO
17
La gracia es la
fuente del caminar del cristiano, e imprime una guía para él. El cristiano no
puede menospreciar al débil y quedar impune. No debe cansarle perdonar a su
hermano. Si tuviera fe como un grano de mostaza, el poder de Dios estaría, por
así decirlo, a disposición de él. No obstante, cuando haya hecho todo esto,
no habrá hecho sino cumplir con su deber (vers. 5-10). El Señor muestra luego
(vers. 13-37) la liberación del judaísmo, el cual Él aún reconocía, y,
después de esto, el juicio de éste. Transitaba por Samaria y Galilea: diez
leprosos vienen a Él, rogándole desde lejos que los curase. Les manda
presentarse a los sacerdotes, lo cual significaba, de hecho, tanto como decir «Estáis
limpios». No hubiera tenido sentido declararlos inmundos, y ellos lo sabían.
Obedecen la palabra del Señor y se marchan con esta convicción, siendo
inmediatamente sanados en el camino. Nueve de ellos, contentos de cosechar el
beneficio de Su poder, prosiguen su camino hasta los sacerdotes, y continúan
judíos, sin salir del antiguo redil. Jesús, en realidad, todavía reconocía
este redil. Pero ellos tan solo le reconocieron para beneficiarse de Su
presencia y quedarse donde estaban. No vieron nada de Su Persona, ni se fijaron
en el poder de Dios en Él, para que los atrajera. Continuaron siendo judíos.
Pero este pobre extranjero –el que hacía diez– reconoce la buena mano de
Dios, cayendo a los pies de Jesús y dándole gloria. El Señor le ordena
marcharse con la libertad de la fe: «Levántate y prosigue tu camino; tu fe te
ha sanado». Ya no necesita ir hasta el sacerdote, pues había hallado a Dios y
la fuente de la bendición en Cristo, y marchó liberado del yugo que pronto iba
a ser roto judicialmente para todos.
El reino de Dios
estaba entre ellos. Para aquellos que lo discernieran, el Rey estaba allí en
medio de ellos. El reino no vino de forma que atraía la atención del mundo.
Estaba allí para que los discípulos deseasen ver uno de aquellos días que habían
disfrutado durante el tiempo de la presencia del Señor sobre la Tierra, pero
que no verían. Anuncia entonces aquí las pretensiones de los falsos Cristos,
habiendo sido rechazado el verdadero Cristo, a fin de que el pueblo fuera presa
de las argucias del enemigo. En relación con Jerusalén, iban a correr el
riesgo de ser tentados, pero contaban con las enseñanzas del Señor como guía
en medio de ellos.
El Hijo del Hombre,
en Su día, sería como el relámpago. Pero antes de eso, debía sufrir muchas
cosas de parte de los judíos incrédulos. El día sería como aquel de Lot y de
Noé: los hombres, sintiéndose a sus anchas, seguirían sus carnales
ocupaciones, como aquel mundo sorprendido por el diluvio, y Sodoma y Gomorra por
el fuego del cielo. Será la revelación del Hijo del Hombre –Su revelación pública–,
repentina y acelerada. Esto se refería a Jerusalén. Siendo así prevenidos, su
preocupación era escapar del juicio del Hijo del Hombre, el cual, en el tiempo
de Su venida, caería sobre la ciudad que le rechazó, pues este Hijo del
Hombre, al cual habían deshonrado, volvería en Su gloria. No debían
retroceder, porque significaría dejar el corazón en el lugar a ser juzgado.
Mejor perderlo todo, aun el ser, que estar asociado con aquello que iba a ser
juzgado. Si lograban escapar y salvar sus vidas a fuerza de ser infieles, el
juicio sería el de Dios, y Él sabría cómo alcanzarlos en su lecho y
distinguir entre dos que estuvieran durmiendo, y entre dos mujeres que molieran
el maíz de la casa en el mismo molino.
Este carácter del juicio no muestra que sea la destrucción de Jerusalén por mano de Tito. Era el juicio de Dios que sabía discernir, tomar y salvar. Ni es el juicio de los muertos, sino un juicio en la Tierra: ellos están en la cama, en el molino, en las azoteas y en los campos. Avisados por el Señor, debían abandonar todo y ocuparse solamente de Aquel que venía a juzgar. Si preguntaban dónde sucedería todo esto, sería donde yacieran los cuerpos muertos que vendría el juicio en forma de águila, el cual ellos no podían ver, pero del cual la presa no podía escapar.
CAPÍTULO 18
En presencia de
todo el poder de sus enemigos y opresores –porque existirían los tales, como
vimos, a fin de que pudieran ellos perder incluso sus vidas–, había un
recurso para el remanente afligido. Ellos tenían que perseverar en la oración,
recurso, además, para los fieles en todos los tiempos –del hombre, si éste
lo comprendiera. Dios vengaría a Sus escogidos, si es que realmente, por el
ejercicio de su fe, lo intentaba por cierto. Pero cuando Él viniera, ¿hallaría
el Hijo del Hombre esta fe que esperaba Su intervención? Ésta era la solemne
pregunta, y cuya respuesta queda en manos del hombre responsable –una pregunta
que supone lo dificultoso de hallar esta fe, pese a que debería existir. No
obstante, si había algo de fe que le fuera aceptable a Aquel que la buscaba, no
sería confundida.
Se observará que
el reino –y éste es el asunto– se presenta de dos maneras entre los judíos
en aquel momento: en la Persona de Jesús a la sazón presente (cap. 17:21) y en
la ejecución del juicio, en el cual los escogidos serían preservados y la
venganza de Dios ejecutada en nombre de ellos. Por este motivo, ellos sólo debían
pensar en agradarle, por muy aflictivo e inconsciente que pudiese ser en cuanto
a ellos el mundo. Es el día del juicio de los impíos, y no el día en que los
justos serán arrebatados al cielo. Enoc y Abraham tipifican más este segundo día;
Noé y Lot tipifican aquellos que serán preservados para vivir sobre la Tierra.
Solamente hay opresores de quienes será vengado el remanente. El versículo 31
enseña que debían pensar sólo en el juicio, y mantenerse alejados, como
hombres, de todo vínculo. Separados de todo, su única esperanza estaría en
Dios en tal momento.
El Señor reanuda
luego, en el versículo 9 del capítulo 18, la descripción de esos caracteres
que eran propios del reino, para poder entrar ahora siguiéndole a Él. A partir
del versículo 3537,
se aproxima históricamente la gran transición.
Luego, el versículo
8, pone fin a la advertencia profética con respecto a los últimos días. El Señor
más tarde continúa considerando los caracteres propios del estado de cosas
introducidas por gracia. La propia justicia está lejos de ser recomendada como
entrada al reino. El pecador más desgraciado, confesando su pecado, es
justificado delante de Dios antes que los practicantes de justicia. El que se
exaltase, sería abatido, y el que se humillase sería enaltecido. ¡Qué modelo
y testimonio de esta verdad fue el mismo Señor Jesucristo!
El espíritu de un
niño –sencillo, creyendo todo lo que le cuentan, confidente, desestimándose
a sus propios ojos, debiendo ser todo oídos– era el apto para el reino de Dios.
¿Qué otra cosa iba a admitir Él?
Nuevamente, los
principios del reino, establecido por el rechazo de Cristo, chocaban de plano
con las bendiciones temporales vinculadas a la obediencia a la ley, tan
excelente como era esta ley en su esfera. En el hombre, no había ningún bien:
solamente Dios era bueno. El joven que había cumplido la ley en su caminar
exterior, es llamado a dejar todo para seguir al Señor. Jesús conocía sus
circunstancias y su corazón, y metió el dedo en la llaga de su codicia, que le
animaba en el aprovisionamiento de riquezas. Tenía que vender todo lo que poseía
y seguir a Jesús; entonces poseería un tesoro en el cielo. El joven se marchó
triste. Las riquezas que, según la opinión de los hombres, parecían ser una
señal del favor de Dios, no fueron más que un obstáculo cuando para el corazón
el cielo estaba en juego. A continuación, el Señor anuncia que quienquiera que
abandonase cualquier cosa apreciada a causa del reino de los cielos, recibiría
mucho más en este mundo, y en el venidero, vida eterna. Podemos destacar que es
solamente el principio el que es presentado aquí en referencia al reino.
Finalmente el Señor,
de camino a Jerusalén, explica a Sus discípulos de forma sucinta y en privado
que Él iba a ser entregado para ser maltratado y muerto, para resucitar más
tarde. Era la consumación de todo lo que escribieron los profetas. Pero los
discípulos no entendieron nada.
Si el Señor quería
que aquellos que le siguieran tomaran la cruz, no podía por menos de llevarla
Él mismo. Fue delante de Sus ovejas en esta senda de abnegación y devoción,
para preparar el camino. Marchó solo. Fue un sendero que Su pueblo no había
hollado aún, ni siquiera podían hasta que Él no lo hubiera hollado primero.
La historia de Su
último acercamiento a Jerusalén y de Su relación con ella, comienza ahora (vers.
35). Aquí se presenta Él novedosamente como el Hijo de David, y por última
vez, poniendo sobre la conciencia de la nación Sus derechos a este título, al
tiempo que manifestando la consecuencias de Su rechazo.
Próximo a Jericó38, el lugar de maldición, avista a un ciego que cree en Su título de Hijo de David. De la misma manera que éste, aquellos que poseían esa fe recibieron su vista para seguirle, y vieron cosas aún mayores que aquéllas.
CAPÍTULOS 19-20
En Jericó, Él
despliega la gracia a pesar del espíritu farisaico. No obstante, es como hijo
de Abraham que señala a Zaqueo, el cual –en una posición falsa como
publicano– poseía una tierna conciencia y un corazón generoso39.
Su posición, a los ojos de Jesús, no le robó el carácter de hijo de Abraham
–si esto hubiera tenido efecto, ¿quién es el que se habría salvado?– ni
afectó al camino a esa salvación que había venido para salvar a los perdidos.
La salvación entró con Jesús en la casa de este hijo de Abraham. Él trajo
salvación, quienquiera que fuese heredero de ella.
No obstante, Él no
les oculta Su partida, y el carácter que el reino asumiría debido a Su
ausencia. Para ellos, Jerusalén y la esperanza de la venida del reino llenaban
sus mentes. El Señor entonces les explica lo que tendría lugar. Él se
marchaba para recibir un reino y volver. Entretanto, confía algunos de Sus
bienes –los dones del Espíritu– a Sus siervos para comerciar con ellos
durante Su ausencia. La diferencia entre esta parábola y aquella en el
Evangelio de Mateo es ésta: Mateo presenta la soberanía y sabiduría del
dador, el cual hace variados Sus dones según la aptitud de Sus siervo. En Lucas
tiene que ver más particularmente con la responsabilidad de los siervos,
quienes reciben cada uno la misma suma, y el uno gana con ella, en interés de
su maestro, más que el otro.
Por consiguiente,
no se dice, como en Mateo, «Entra en el gozo de tu Señor», lo mismo para
todos, y lo más excelente; sino que a uno le es dada autoridad sobre diez
ciudades, y al otro sobre cinco –es decir, unas acciones en el reino conforme
a su labor. El siervo no pierde lo que ha ganado, aunque fuera para su maestro.
Goza de ello. No sucede lo mismo con el siervo que no sacó partido de su
talento. Lo que le fue confiado a él es ofrecido al que había ganado diez.
Aquello que ganamos
espiritualmente aquí, en inteligencia espiritual y en el conocimiento de Dios
en poder, no se pierde en el otro mundo. Por el contrario, recibimos más, y la
gloria de la herencia nos es dada equitativamente a nuestra obra. Todo es
gracia.
Había aún otro
elemento en la historia del reino. Los ciudadanos –los judíos– no sólo
rechazan al rey, sino que cuando éste se fue para recibir el reino, le envían
un mensajero para decirle que no querían que reinara sobre ellos. Así, los judíos,
cuando Pedro les pone delante su pecado declarándoles que si se arrepentían
Jesús volvería, y con Él los tiempos de refrigerio, rechazan este testimonio,
y, por así decirlo, envían a Esteban después de Jesús para que testificase
que los judíos no tenían nada a ganar con Él. Cuando Él regrese en gloria,
la nación perversa será juzgada ante Sus ojos. Enemigos declarados de Cristo,
recibirán el premio de su rebelión.
Él declaró lo que era el reino –aquello que iba a ser. Ahora viene para presentarlo por última vez en Su propia Persona a los habitantes de Jerusalén, según la profecía de Zacarías. Esta notable escena ha sido considerada en su aspecto general al estudiar Mateo y Marcos, pero algunas circunstancias especiales requieren aquí que se les preste atención. Todo se reúne en torno a Él a Su entrada. Los discípulos y los fariseos son contrastados. Jerusalén está en el día de su visitación, pero es ignorante de ello.
Algunas expresiones
considerables son pronunciadas por Sus discípulos, movidos por el Espíritu de
Dios, en esta ocasión. Si hubieran guardado silencio, las piedras se habrían
partido proclamando la gloria del Rechazado. El reino, en sus exitosas
aclamaciones, no es simplemente el reino es su aspecto terrenal. En Mateo es: «Hosanna
al Hijo de David», y «Bendito el que viene en nombre del Señor; Hosanna en
las alturas». Esto es realmente cierto; pero aquí tenemos algo más. El Hijo
de David desaparece. Él es realmente el Rey, el cual viene en nombre del Señor,
pero no es ya el remanente de Israel el que busca la salvación en nombre del
Hijo de David, reconociendo Su título. Es «Paz en el cielo y gloria en lo más
alto». El reino depende de que la paz sea establecida en los lugares
celestiales. El Hijo de David, exaltado en alto y triunfante sobre Satanás, ha
reconciliado los cielos. La gloria de la gracia en Su Persona, es establecida
para la eterna y suprema gloria del Dios de amor. El reino sobre la Tierra no es
sino una consecuencia de esta gloria que la gracia estableció. El poder que echó
a Satanás formó la paz en el cielo. Al comienzo, en Lucas 2:14 tenemos, en la
gracia manifestada «Gloria a Dios en lo más alto, y sobre la Tierra paz, buena
voluntad (de Dios) para con los hombres». Para establecer el reino, es hecha la
paz en el cielo, y la gloria de Dios es establecida plenamente en lo más alto.
Se observará aquí
que, aproximándose Él a Jerusalén, el Señor llora sobre la ciudad. No es
ahora como en Mateo donde, al disertar con los judíos les señala aquello que,
habiendo rechazado y matado a los profetas –Emanuel también, el Señor, quien
habría querido con frecuencia reunir bajo Sus alas a sus hijos, tras ser
ignominiosamente rechazado– quedaba ahora abandonada a su desolación hasta Su
regreso. Fue la hora de su visitación, y no la conoció. ¡Si solamente hubiera
oído, como ahora, la llamada del testimonio de su Dios! Es entregada en manos
de los gentiles, sus enemigos, los cuales no le dejarán una piedra sobre otra.
Al no haber conocido esta visitación de Dios en gracia, en la Persona de Jesús,
ella es puesta aparte –el testimonio no continúa–, dando lugar a un nuevo
orden de cosas. Así, la destrucción de Jerusalén por Tito es prominente aquí.
Es el carácter moral del templo también, de lo que habla aquí el Señor. El
Espíritu no pone en claro que tiene que ser el templo de Dios para todas las
naciones. Es simplemente (cap. 20:16) la viña dada a otros. Ellos cayeron sobre
la piedra de tropiezo entonces; cuando ésta caiga sobre ellos –al venir Jesús
en juicio–, los reducirá al polvo.
En Su respuesta a
los saduceos, son añadidas tres cosas importantes a la que se menciona en
Mateo. En primer lugar, no era solamente la condición de aquellos que
resucitan, y la certidumbre de la resurrección; es una época, la cual una
cierta clase sólo hallada digna de ella obtendrá una separada resurrección de
los justos (vers. 35). En segundo lugar, esta clase está compuesta por los
hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección (vers. 36). Seguidamente,
mientras esperan esta resurrección, sus almas sobrevivirán a la muerte; todos
vivirán para Dios, aunque ahora puedan estar ocultos de las miradas de los
hombres (vers. 38).
La parábola de la
fiesta de bodas es omitida aquí. En el capítulo 14 de este Evangelio, la
hallamos con elementos característicos, una misión en las calles de la ciudad,
a los menospreciados de las naciones, que no está en Mateo, quien nos da el
juicio de Jerusalén como contrapartida antes de anunciar la evangelización de
los gentiles. Todo esto es característico. En Lucas es gracia, una condición
moral del hombre frente a Dios, y el orden nuevo de cosas fundamentado sobre el
rechazo de Cristo. No me entretendré en estos puntos que Lucas relata ya en línea
con Mateo. Coinciden naturalmente en los grandes hechos concernientes al rechazo
del Señor por los judíos, y en sus consecuencias.
Si comparamos Mateo 23 y Lucas 20:45-47, veremos enseguida la diferencia. En Lucas, el Espíritu nos da en tres versículos aquello que moralmente sitúa a los escribas aparte. En Mateo, toda su posición con respecto a la dispensación es la que se desarrolla; ya sea que tuviera un lugar, mientras continuase Moisés, o con referencia a la culpabilidad de ellos ante Dios en ese lugar.
CAPÍTULO 21
El discurso del Señor
en el capítulo 21 manifiesta el carácter del Evangelio de una manera peculiar.
El espíritu de gracia, en contraposición al judaico, es contemplado en el
relato de la ofrenda de la viuda pobre. Pero la profecía del Señor requiere
una atención más detallada. El versículo 6, como vimos al final del capítulo
19, habla sólo de la destrucción de Jerusalén como permanecía en aquel
entonces. Esto es también cierto de la cuestión de los discípulos. Ellos no
veían nada sobre el final del siglo. El Señor aborda después las obligaciones
y las circunstancias de Sus discípulos antes de esa hora. En el versículo 8 se
dice: «El tiempo está cerca», lo cual no hallamos en Mateo. Profundiza más
detalladamente con respecto al ministerio de ellos durante este período, animándolos
con promesas de un auxilio necesario. La persecución sería enviada a ellos
para dar un testimonio. Desde la mitad del versículo 11 al final del 19,
tenemos detalles relativos a Sus discípulos que no hallamos en el
correspondiente pasaje de Mateo. Presentan el estado general de cosas en el
mismo sentido, añadiendo la condición de los judíos, de aquellos que
particularmente recibieron la Palabra, más o menos exteriormente. Toda la
corriente del testimonio, rendido en relación con Israel, pero apelativo a las
naciones, es hallado en Mateo al final del versículo 14. En Lucas, es el
servicio futuro de los discípulos hasta el momento cuando el juicio de Dios
ponga fin a aquello que prácticamente terminó por el rechazo de Cristo.
Consecuentemente, el Señor no dice nada en el versículo 20 sobre la abominación
desoladora mencionada por Daniel, pero habla sobre el sitio de Jerusalén, y su
desolación que se aproximaba –no del final del siglo, como en Mateo. Éstos
fueron los días de la venganza de los judíos, quienes se habían coronado en
rebelión cuando rechazaron al Señor. Por lo tanto, Jerusalén sería hollada
por los gentiles hasta que los tiempos de éstos se cumplieran, es decir, los
tiempos destinados a la soberanía de los imperios gentiles conforme al consejo
de Dios revelado en las profecías de Daniel. Éste es el intervalo en que ahora
vivimos nosotros. Hay una pausa en este discurso. Su principal asunto está
terminado, pero existen todavía algunos acontecimientos de las últimas escenas
que han de ser revelados, los cuales cerrarán la historia de esta supremacía
gentil.
Vemos también que,
aunque sea el comienzo del juicio, del que Jerusalén no se levantará hasta que
todo sea consumado, y el cántico de Isaías 40 sea dirigido a ella, la gran
tribulación no es mencionada aquí. Hay una gran angustia y cólera sobre el
pueblo, como fue realmente el caso del sitio de Jerusalén por Tito; y los judíos
fueron conducidos igualmente cautivos. No se dice tampoco: «Inmediatamente
después de la tribulación de aquellos días». Sin embargo, sin ser designada
la época, después de hablar de los tiempos de los gentiles, el fin del siglo
se acerca. Hay señales en el cielo, angustia en la Tierra, un frenético
movimiento de las olas de la población humana. El corazón del hombre, alarmado
por la profecía, atisba las calamidades que, aunque no puede verlas, le
amenazan, pues todas las influencias que gobiernan a los hombres son conmovidas.
Luego ellos verán al Hijo del Hombre, una vez rechazado de la Tierra, viniendo
del cielo con las enseñas de Jehová, con poder y gran gloria –el Hijo del
Hombre, de quien este Evangelio ha hablado continuamente. Allí acaba la profecía.
No tenemos aquí la reunión conjunta de los israelitas escogidos, los cuales
fueron dispersados, y de los que habla Mateo.
Lo que viene a continuación consiste en una exhortación, a fin de que el día de angustia pueda ser como señal de liberación a la fe de aquellos que, confiando en el Señor, obedecen la voz de Su siervo. La «generación» –una palabra ya explicada cuando consideramos Mateo– no pasaría hasta que todo fuera cumplido. La duración del tiempo que transcurrió desde entonces, y que debe transcurrir hasta el fin, es algo oscuro. Las cosas celestiales no se miden con fechas. Asimismo, ese momento está escondido en el conocimiento del Padre. Hasta que el cielo y la Tierra pasen, pero no las palabras de Jesús. Luego les explica que, mientras morasen en la Tierra, deberían ser vigilantes para que sus corazones no se abrumaran por cosas que los hundirían en este mundo, en medio del cual habrían de ser testigos. Aquel día vendría como lazo sobre todos aquellos que hacían de ese lugar su morada y estaban en él arraigados. Ellos tenían que orar y velar, a fin de escapar de todas estas cosas, para permanecer en presencia del Hijo del Hombre. Éste es todavía el gran asunto de nuestro Evangelio. Estar con Él, como aquellos que escaparon de la Tierra, para estar entre los 144.000 sobre el monte de Sión, será un cumplimiento de esta bendición, pero el lugar no es mencionado; así que, suponiendo que aquellos a quienes se dirigía personalmente fueran fieles a Él, la esperanza despertada por Sus palabras se cumpliría de manera más excelente ante Su celestial presencia en el día de gloria.
CAPÍTULO
22
Este capítulo
comienza con los detalles del fin de la vida de nuestro Señor. Los principales
sacerdotes, temerosos del pueblo, procuran matarle. Judas, bajo la influencia de
Satanás, se ofrece como instrumento para que ellos le prendieran en ausencia de
la multitud. El día de la Pascua se acerca, y el Señor prosigue aquello
relativo a Su obra de amor en estas inmediatas circunstancias. Daré nota de los
puntos pertinentes al carácter de este Evangelio, del cambio que se produjo en
relación inmediata y directa con la muerte del Señor. Así, Él deseó comer
esta última Pascua con Sus discípulos porque no la comería más hasta que se
cumpliera en el reino de Dios, es decir, por Su muerte. No bebe más vino hasta
que el reino de Dios venga. No dice hasta que lo bebiera nuevo en el reino de Su
Padre, sino sólo que Él no lo bebería hasta que viniera el reino:
precisamente como son considerados los tiempos de los gentiles como algo
presente, así también el cristianismo, el reino como es ahora, no el milenio.
Observemos también qué expresión tan emotiva de amor tenemos aquí. Su corazón
necesitaba este último testimonio de afecto antes de dejarlos.
El nuevo pacto está
basado sobre la sangre bebida aquí en figura. Del último pacto, se prescinde
ya. Se requería la sangre para establecer el nuevo. Al mismo tiempo, el pacto
mismo no fue establecido, sino que todo fue efectuado de la parte de Dios. La
sangre no fue vertida para consolidar un pacto de juicio como lo fue el primero,
sino que fue vertida para aquellos que recibieran a Jesús, mientras esperaban
el momento en que el pacto mismo sería establecido con Israel en gracia.
Los discípulos,
creyendo las palabras de Cristo, ignoran y preguntan entre sí cuál de ellos
sería el que le podía traicionar, una sorprendente expresión de ingenuidad
elevada por cada cual –pues ninguno, excepto Judas, tenía una mala
conciencia–, que marcó la inocencia de ellos. Al mismo tiempo, pensando en el
reino de una forma carnal, se disputaban ocupar el primer lugar en él; y esto,
en presencia de la cruz, a la mesa donde el Señor les estaba dando las últimas
promesas de Su amor. Sinceridad de corazón la había, pero ¡qué corazón para
albergar sinceridad! Por lo que respectaba a Él, había tomado el lugar más
humilde, y éste –como el más excelente para el amor– era sólo Suyo. Ellos
tenían que seguirle tan de cerca como pudieran. Su gracia reconoce que así lo
habían hecho, como siendo Él el deudor de ellos en su cuidado durante Su
tiempo de dolor sobre la Tierra. Él lo recordaba. En el día de Su reino, tendrían
doce tronos, como cabezas de Israel, entre quienes le hubieran seguido.
Pero ahora había
la cuestión de pasar por la muerte; y, habiéndole seguido hasta aquí, ¡qué
oportunidad del enemigo para zarandearlos desde el momento que no pudiesen
seguir al Señor como hombres vivos sobre la Tierra! Todo lo relativo a un Mesías
vivo, se había alejado de su vista, y la muerte estaba allí. ¿Quién podía
pasar por ella? Satanás iba a aprovecharse de ello, deseando tenerlos cerca
para pasarlos por el tamiz. Jesús no desea ahorrarles a Sus discípulos el ser
zarandeados. No era posible, pues Él debía pasar por la muerte, y su esperanza
estaba puesta en Él. No podían evitarlo. La carne debía ser sometida a la
prueba de la muerte. Pero Él oró por ellos para que la fe de aquel, que
menciona especialmente, no faltase. El ardoroso Simón se expuso más que nadie
al peligro al que una falsa confianza en la carne podía arrojarle, y en el cual
ésta no podría sostenerle. Siendo no obstante el objeto de esta gracia de
parte del Señor, su caída proveería el medio de su fortaleza. Conociendo la
carne, así como la perfección de la gracia, estaría capacitado para
fortalecer a sus hermanos. Pedro afirmó que podía hacer cualquier cosa –las
mismas en las que fracasaría totalmente. El Señor rápidamente le advierte de
lo que iba a hacer.
Jesús toma ocasión
para prevenirlos de que todo cambiaría. Durante Su presencia aquí abajo, el
verdadero Mesías, Emanuel, les había resguardado de todas las dificultades.
Cuando les envió por todo Israel, no les faltó de nada. Pero ahora –pues el
reino no venía aún en poder– ellos estarían, como Él, expuestos al
desprecio y a la violencia. Humanamente hablando, tendrían que cuidar de sí
mismos. Pedro, siempre sincero, tomando al pie de la letra las palabras del Señor,
fue dejado para que se mostraran sus pensamientos exhibiendo dos espadas. El Señor
le detuvo con una palabra, enseñándole que era inútil ir más lejos. No les
era posible entonces. En cuanto a Él, prosigue con perfecta tranquilidad Sus hábitos
diarios.
Abrumado en espíritu
por lo que pronto vendría, exhorta a los discípulos a que orasen para no
entrar en tentación, que cuando llegara el momento de ser alcanzados por la
prueba, si caminaban con Él se mostrara en ellos la obediencia a Dios, y no que
fuera esta prueba un instrumento para alejarse de Él. Existen tales momentos,
si Dios permite que lleguen, en los que todo es sometido bajo la prueba a través
del poder del enemigo.
La dependencia del
Señor como Hombre, se manifiesta entonces de manera extraordinaria. La escena
toda de Getsemaní y de la cruz, en Lucas, es el perfecto Hombre sujeto. Al
orar, se sujeta a la voluntad de Su Padre. Un ángel le fortalece; era su
servicio al Hijo del Hombre40.
Más tarde, en profunda batalla, Él ora con más fervor: el Hombre dependiente,
es perfecto en toda Su dependencia. La profundidad del conflicto hace más
profunda Su relación con Su Padre. Los discípulos se afligieron ante la sombra
sólo de lo que llevó a Jesús a orar. Se refugiaron en el olvidadizo sueño
mientras el Señor, con paciente gracia, repetía Su advertencia, llegando después
la multitud. Confiando Pedro nuevamente tras esta advertencia, habiendo dormido
en la hora de la tentación cuando el Señor oraba, se desconcierta ante la
perspectiva de ver a Jesús dejándose llevar como oveja al matadero, y después,
¡ay!, niega cuando Jesús confiesa la verdad. Obediente como era Jesús a la
voluntad de Su Padre, muestra llanamente que Su poder no le había abandonado.
Sana la herida que Pedro infligió al siervo del sumo sacerdote, y luego permite
que se lo lleven, haciéndoles observar que era su hora y el poder de las
tinieblas. ¡Triste y terrible asociación!
En toda esta escena contemplamos la completa dependencia del Hombre, el poder de la muerte sentido como prueba en toda su intensidad; pero aparte de aquello que sucedía en Su alma y ante de Su Padre, en lo cual vemos la realidad de estas dos cosas, había la más perfecta tranquilidad, la más suave calma para con los hombres41 –gracia que nunca se contradice. Así, cuando Pedro le negó como Él lo predijo, le mira en el momento preciso. Todo el desfile de Su ignominiosa prueba no distrae Sus pensamientos, y Pedro se deprime ante esa mirada. Cuando le preguntan, tiene poco que decir. Su hora había llegado. Sujeto a la voluntad de Su Padre, aceptó la copa de Su mano. Sus jueces no hicieron sino cumplir esa voluntad, trayéndole la copa. No da ninguna respuesta a la pregunta de si Él era el Cristo. Ya no era momento para decirlo. Ellos no iban a creerle –no le hubieran respondido si Él les hubiera hecho preguntas que habrían producido como respuesta la verdad; ni tampoco le hubiesen dejado marchar. Pero Él ofrece el testimonio más sencillo del lugar que, desde esa hora, tomó el Hijo del Hombre. Esto es lo que reiteradamente ha surgido a lo largo de este Evangelio. Él se iba a sentar a la diestra del poder de Dios. Vemos también que es el lugar que ocupa en el presente42. Sacaron inmediatamente la siguiente conclusión–: «¿Eres tú, pues, el Hijo de Dios»? Él da testimonio de esta verdad, y todo termina; deja pendiente la pregunta de si Él era el Mesías –esta ocasión había pasado para Israel. Él iba a sufrir. Es el Hijo del Hombre, pero a partir de ahora solamente para entrar en la gloria; y Él es el Hijo de Dios. Todo había terminado con Israel en cuanto a su responsabilidad. La gloria celestial del Hijo del Hombre, la gloria personal del Hijo de Dios pronto iba a brillar; y Jesús (cap. 23) es conducido a los gentiles para que todo sea consumado.
CAPÍTULO 23
Los gentiles, no
obstante, no son presentados en este Evangelio como siendo voluntariamente
culpables. Vemos, sin lugar a dudas, una indiferencia que resulta ser una
flagrante injusticia en un caso como éste, y una insolencia sin excusa. Pero
Pilato hace lo que puede para entregar a Cristo, y Herodes, decepcionado, se lo
envía de vuelta sin haberle juzgado. La voluntad está completamente de lado de
los judíos. Ésta es la característica de esta parte de la historia en el
Evangelio de Lucas. Pilato hubiera preferido no haberse preocupado de este
superfluo crimen, y subestimó a los judíos; pero éstos resolvieron crucificar
a Jesús, y pidieron que Barrabás les fuera soltado –un hombre sedicioso y un
homicida (véase vers. 20-25)43.
Jesús, entonces,
mientras era conducido al Calvario, anunció a las mujeres, quienes lamentaban
por Él con naturales sentimientos, que todo había terminado para Jerusalén,
que ellas tenían que dolerse por su propia suerte y no por la Suya; pues vendrían
días en los que tendrían que llamar felices a aquellas que nunca fueron madres
–días en los cuales buscarían refugiarse en vano del terror y del juicio.
Porque si con Él, el verdadero árbol verde, habían sido hechas estas cosas,
¿qué no harían con el árbol seco del judaísmo sin Dios? Sin embargo, en el
momento de Su crucifixión, el Señor intercede a favor del desdichado pueblo.
Ellos no supieron lo que hacían –intercesión, la cual es la notable
respuesta dada por el Espíritu Santo venido del cielo, en el discurso de Pedro
a los judíos. Los gobernantes entre los judíos, completamente ciegos, así
como el pueblo, echan en cara al Señor que no pudiese salvarse a Sí mismo de
la cruz –ignorando que era imposible que lo hiciera si Él era un Salvador, y
que todo había sido arrebatado de ellos porque Dios establecía otro orden de
cosas basadas en la expiación, en el poder de la vida eterna por la resurrección.
¡Temible ceguera de la que los soldados eran simples imitadores, conforme a la
malignidad de la naturaleza humana! Pero el juicio de Israel estaba en su boca,
y –de parte de Dios– sobre la cruz. Era el Rey de los judíos quien colgaba
de allí –humillado ciertamente, pues un ladrón suspendido a Su lado le
increpaba–, pero en el lugar al cual el amor le llevó para la salvación
presente y eterna de las almas. Esto fue manifestado en aquel mismo momento. Los
insultos que le reprocharon por no querer salvarse de la cruz, recibieron
respuesta de Él en la suerte del ladrón convertido, el cual se reunió con Él
en el Paraíso ese mismo día.
Esta historia es
una extraordinaria prueba del cambio al que nos conduce este Evangelio. El Rey
de los judíos, porque lo confesaron ellos, no les es liberado, sino que es
crucificado. ¡Qué final para las esperanzas de este pueblo! Pero al mismo
tiempo, un vulgar ladrón, convertido por gracia en el borde mismo de la muerte,
entra directamente en el Paraíso. Un alma eternamente salvada. No es el reino,
sino un alma –fuera del cuerpo– dichosa con Cristo. Y observemos aquí la
manera como la presentación de Cristo hace relucir la maldad del corazón
humano. Ningún ladrón osaría burlarse, o reprender a otro ladrón estando a
punto de morir. Pero en el momento en que es Cristo quien está allí, esto
tiene lugar.
Añadiría algunas
palabras más sobre la condición del otro ladrón, y sobre lo que le contestó
Cristo. Vemos toda señal de conversión y la fe más notable. El temor de Dios,
el principio de la sabiduría, esta aquí; la conciencia, es recta y despierta.
No le dice a su compañero «y justamente», sino «nosotros
justamente...»; conocimiento de la inmaculada justicia de Cristo como hombre,
el reconocimiento de Él como el Señor, cuando Sus propios discípulos le
abandonaron y le negaron, y cuando no quedó rastro de Su gloria ni de la
dignidad de Su Persona. Era tenido por el hombre, como uno igual a él mismo. Su
reino era un motivo de escarnio para todos. Pero el pobre ladrón es enseñado
por Dios; y todo se simplifica. Está seguro de que Cristo tendrá el reino
como si estuviera reinando en gloria. Todo su deseo es de que Cristo le
recordara entonces, ¡y qué confianza en Cristo se muestra aquí a través del
conocimiento de Él, pese a su reconocida culpa! Ello muestra que Cristo llenó
su corazón, el modo en que, confiando en la brillante gracia, quitó toda vergüenza
humana, pues ¿a quién la gusta que se le recuerde al borde mismo de la muerte?
Una enseñanza divina es la que se muestra aquí de manera singular. ¿No
sabemos nosotros, por instrucción divina, que Cristo era sin pecado, y que para
estar seguros de Su reino existe una fe que se eleva sobre todas las
circunstancias? Él ladrón es de consolación para Jesús en la cruz, y le hace
pensar –al responder a su fe– en el Paraíso que le aguardaba cuando hubiera
consumado la obra que Su Padre le dio a realizar. Observemos el estado de
santificación en que se hallaba este pobre hombre por la fe. En todas las agonías
de la cruz, y creyendo que Jesús es el Señor, no busca ningún alivio de Sus
manos, sino que le pide que le recuerde en Su reino. Se ocupa de un pensamiento:
el de tener su porción con Jesús. Cree que el Señor volverá; cree en el
reino, mientras el Rey es rechazado y crucificado, y, en cuanto al hombre, no
había ya ninguna esperanza. Pero la respuesta de Jesús va más lejos de la
revelación propia de este Evangelio, y añade aquello que introduce, no el
reino, sino la vida eterna, la felicidad del alma. El ladrón pidió a Jesús
que le recordara cuando volviera en Su reino. El Señor le contestó que no sería
necesario esperar ese día de gloria manifiesta, la cual sería visible al
mundo, sino que aquel mismo día estaría con Él en el Paraíso. ¡Precioso
testimonio y perfecta gracia! El Jesús crucificado era más que un Rey, era un
Salvador. El pobre malhechor fue testigo de ello, y el gozo y el consuelo del
corazón del Señor –las primicias del amor que les había puesto juntos en el
lugar donde, si el pobre ladrón pagaba por el fruto de sus pecados como hombre,
el Señor de gloria estaba a su lado soportando el fruto de estos pecados de
parte de Dios, tratado Él mismo como un malhechor en la misma condenación. A
través de una obra ignorada por el hombre, excepto por la fe, los pecados de Su
compañero fueron quitados para siempre, dejaron de existir, siendo sólo su
recuerdo aquel que la gracia se había llevado, y la cual había limpiado su
alma de ellos haciéndole apto en ese momento para entrar en el Paraíso como el
compañero de Cristo.
El Señor, pues,
habiendo consumado todas las cosas, y aún lleno de vigor, encomienda Su espíritu
al Padre. Se lo encomienda a Él, como el último acto de que formó parte Su
vida entera –la perfecta energía del Espíritu Santo actuando en perfecta
confianza en Su Padre, y sujeto a Él. Encomienda Su espíritu a Su Padre y
expira, pues era la muerte lo que tenía delante de Sí, una muerte en una fe
absoluta que confiaba en Su Padre –muerte con Dios por la fe, y no la muerte
que separaba de Dios. Entretanto, la naturaleza se alteró –reconoció la
partida del mundo de Aquel que la había creado. Todo fueron tinieblas. Pero por
otro lado, Dios se revela –el velo del templo es rasgado en dos de arriba
abajo. Dios se ocultaba en densas tinieblas –el camino al lugar santísimo no
había sido aún manifestado. Pero ahora ya no existía ese velo. Aquello que ha
quitado el pecado por el perfecto amor resplandece ahora, mientras la santidad
de la presencia de Dios es un gozo para el corazón, y no un tormento. Lo que
nos introduce en la presencia de la santidad perfecta sin velo, fue lo que quitó
el pecado que nos prohibía estar allí. Nuestra comunión es con Él a través
de Cristo, santos y sin culpa delante de Él en amor.
El pobre centurión,
estremecido por todo lo que sucedió, confiesa –tal es el poder de la cruz
sobre la conciencia– que este Jesús al que crucificó era ciertamente el
Hombre justo. Digo la conciencia, porque no pretendo decir que ese poder fuera más
lejos en el caso del centurión. Vemos el mismo efecto en los espectadores: se
marcharon golpeándose el pecho. Percibieron que algo solemne había tenido
lugar, que ellos mismos se habían comprometido fatalmente con Dios.
Pero el Dios de
nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, preparó todo para la sepultura
de Su Hijo, quien le había glorificado entregándose a la muerte. Él fue con
los ricos en Su muerte. José, un hombre justo, que no había tolerado el pecado
de su pueblo, dispone el cuerpo del Señor en una tumba que nunca fue ocupada
antes. Fue la preparación antes del sábado, pero este día se acercaba. En el
momento de Su muerte, las mujeres –fieles, aunque ignorantes de su aflicción
por Él mientras vivía aún– ven dónde se puso el cuerpo y fueron a preparar
lo necesario para el embalsamamiento. Lucas solamente habla en términos
generales de estas mujeres, por lo tanto entraremos en detalles en otro momento,
siguiendo nuestro Evangelio como se presenta.
CAPÍTULO
24
Vienen las mujeres
y hallan la piedra removida, viendo que el sepulcro no contenía ya el cuerpo de
Aquel a quien habían amado. Desconcertadas ante esto, ven a dos ángeles cerca
de ellas que les preguntan por qué buscaban al que vive de entre los muertos, y
les recuerdan las claras palabras que Jesús les habló en Galilea. Se van y
cuentan todas estas cosas a los discípulos, los cuales no pueden creer lo que
dicen. Pero Pedro corre al sepulcro, y viendo que todo está en orden se marcha
preguntándose lo que había sucedido allí. En esta actitud no había fe en las
palabras de Jesús, ni en lo que las Escrituras habían predicho. En el viaje a
Emaús, el Señor relaciona las Escrituras con todo lo que le sucedió a Él,
mostrándole a sus mentes pululando aún el pensamiento de un reino terrenal,
que conforme a ellas, los consejos revelados de Dios, el Cristo tenía que
sufrir y entrar en Su gloria, un Cristo rechazado y celestial. Espolea la
ardiente atención que siente el corazón cada vez que es tocado. Luego se
revela a Sí mismo al partir el pan –la señal de Su muerte; no que esto fuera
la Eucaristía, aunque este acto particular estaba relacionado con este
acontecimiento. Sus ojos fueron abiertos, y Él desaparece. Fue el verdadero Jesús;
pero en resurrección. Aquí, Él explicó todo lo que las Escrituras habían
dicho, y se presentó en vida con el símbolo de Su muerte. Los dos discípulos
regresaron a Jerusalén.
El Señor ya se
hubo mostrado a Simón –una aparición de la que no tenemos detalles. Pablo
también hace referencia a esta aparición como la primera, cuando habla de los
apóstoles. Mientras los dos discípulos explicaban aquello que les había
sucedido, Jesús se presentó en medio de ellos. Pero sus mentes no estaban aún
hechas a esta verdad, y Su presencia les alarma. No pueden comprender la idea de
la resurrección del cuerpo. El Señor se vale de su confesión –muy natural,
humanamente hablando– para nuestra bendición, dándoles las pruebas más
sensatas de que era Él, el Resucitado, en cuerpo y alma, el mismo que antes de
morir. Les manda que le tocaran, y come ante la vista de ellos44.
Era realmente Él mismo.
Quedaba una cosa
importante –la base de la verdadera fe: las palabras de Cristo y el testimonio
de las Escrituras. Esto es lo que les pone delante de ellos. Pero aún eran
necesarias dos cosas. Primero, necesitaban la capacidad para entender la
palabra. Así, Él les abre el entendimiento para que comprendieran las
Escrituras, y los declara testigos que no sólo pudieron decir: «Es así, pues
lo hemos visto», sino «Así debe haber sido, pues así lo ha dicho Dios en Su
Palabra»; y el testimonio de Cristo mismo fue cumplido en Su resurrección.
Pero ahora la
gracia tenía que ser predicada –Jesús rechazado por los judíos, inmolado y
resucitado para la salvación de las almas, habiendo hecho la paz, y otorgando
vida conforme al poder de la resurrección, la obra que purificaba del pecado ya
efectuada, y el perdón garantizado en este otorgamiento. La gracia debía
predicarse entre todas las naciones, es decir, arrepentimiento y perdón a los
pecadores. Empezando por este lugar, con el cual la paciente gracia de Dios
manifestaba todavía un vínculo a través de la intercesión de Jesús, pero
que solamente podía ser alcanzado por soberana gracia, y en donde el pecado más
gravoso obtenía el perdón más necesario por un testimonio, el cual, viniendo
del cielo, debía ser para Jerusalén como para con todo el mundo. Ellos tenían
que predicar el arrepentimiento y la remisión de los pecados a todas las
naciones, comenzando en Jerusalén. El judío, aunque era un hijo de ira, como
los demás, debía se reconocido en el mismo terreno. El testimonio poseía una
autoridad más alta, aunque fuera dicho «al judío primero».
En segundo lugar,
se necesitaba algo más para el cumplimiento de esta misión, es decir, poder.
Debían esperar en Jerusalén hasta que fueran investidos de poder desde lo
alto. Jesús enviaría al Espíritu Santo que había prometido, de quien los
profetas también hablaron.
Al tiempo que
bendecía a Sus discípulos, el cielo y la gracia celestial caracterizaron a Su
relación para con ellos. Jesús partió de ellos ascendiendo al cielo, y ellos
regresaron gozosos a Jerusalén.
Se habrá observado
que la narrativa de Lucas es aquí muy general; contiene los grandes principios
sobre los cuales se basan las doctrinas y las pruebas de la resurrección. La
incredulidad del corazón natural descrito tan gráficamente en los relatos más
simples y conmovedores; el apego de los discípulos a sus propias esperanzas del
reino, y la dificultad con la que la doctrina de la Palabra tomó posesión de
sus corazones, aunque, en proporción a la comprensión de ella, aquellos se
abrieron a ella con gozo; la Persona de Jesús resucitada, todavía un Hombre,
el misericordioso que ellos conocieron; la doctrina de la Palabra, el
ofrecimiento de esta comprensión de la Palabra; el poder del Espíritu Santo
ofrecido –todo esto pertenecía a la verdad y al orden eterno de cosas hechas
manifiestas.
Jerusalén todavía
era reconocida como el primer objeto de la gracia sobre la Tierra, conforme a
las dispensaciones de Dios para con ella; no obstante, no fue, como lugar, el
punto de contacto y relación entre Jesús y Sus discípulos. Él no los bendijo
desde Jerusalén, aunque en los tratos de Dios con la Tierra ellos debían
esperar allí el don del Espíritu Santo. Ellos mismos y sus relaciones con Él
son llevados fuera a Betania. Desde allí se propuso presentarse como Rey a
Jerusalén. Fue allí donde la resurrección de Lázaro tuvo lugar. Allí,
aquella familia, la cual representa el carácter del remanente –vinculada a Su
Persona, ahora rechazada, con mejores esperanzas –recibió a Jesús del modo más
sorprendente. Fue hasta allí donde se retiró cuando Su testimonio a los judíos
finalizó, a fin de que su corazón descansara por unos momentos entre aquellos
que había amado, y quienes, por gracia, le amaban a Él. Fue allí donde
estableció el vínculo –en lo que a las circunstancias se refiere– entre el
remanente asociado a Su Persona y el cielo. Desde allí, Él asciende.
Jerusalén sólo es
el punto de partida público del ministerio de ellos, así como había sido la
última escena de Su testimonio. Para ellos, eran Betania y el cielo los
relacionados en la Persona de Jesús. Desde allí era el testimonio para venir a
por la misma Jerusalén. Esto es tanto más sorprendente cuando lo comparamos
con Mateo. Allí Él se va a Galilea, el lugar de asociación con el remanente
judío, y no hay ninguna ascensión, y la misión es exclusivamente para las
naciones. Es una revelación a ellos de todo, lo que antes era destinado sólo a
los judíos y prohibido de ser descubierto fuera de ellos.
En el texto me he
ceñido al pasaje. Añado ahora aquí más explicaciones, para relacionar este
Evangelio con los otros.
Hay dos partes
distintas en los sufrimientos de Cristo: primero, aquello que Él sufrió de los
intentos de Satanás –como Hombre en conflicto con el poder del enemigo, quien
tiene dominio sobre la muerte, pero en el sentido de que se tenía en vista lo
que era de Dios– y ello en comunión con Su Padre, presentándole a Él Sus
peticiones; y en segundo lugar, aquello que Él padeció para expiar el pecado,
cuando llevó nuestros pecados y fue hecho maldición por nosotros, la copa que
la voluntad de Su Padre le había dado a beber.
Cuando hablemos
sobre el Evangelio de Juan, entraré más detalladamente en el carácter de las
tentaciones, pero ahora quisiera llamar la atención sobre el comienzo de Su
vida pública, en la cual el tentador se esforzó en hacer desviar a Jesús
ofreciéndole a la vista las seducciones de todo aquello que, como privilegio,
le pertenecía a Él, todo lo que podía ser agradable a Cristo como Hombre,
respecto a lo cual Su voluntad obraría. El enemigo fue derrotado por la
perfecta obediencia de Cristo. Él hubiera querido que Cristo, como Hijo,
hubiese salido del lugar que había tomado como siervo. Bendito sea Dios, fracasó.
Cristo, por simple obediencia, ató al hombre fuerte en cuanto a esta vida, y al
regresar después en el poder del Espíritu a Galilea despojó sus bienes.
Quitar el pecado y llevarlos todos ellos, era otra cuestión. En Getsemaní
regresa, valiéndose del temor de la muerte para angustiar el corazón del Señor.
Él debía gustar la muerte; y la muerte no era sólo el poder de Satanás sino
el juicio de Dios sobre el hombre, si éste quería ser librado de ella, pues
era la porción del hombre. Y Él solo, por haber bajado a la muerte, pudo
romper sus cadenas. Él devino Hombre para que el hombre pudiera ser liberado y
glorificado incluso. La angustia de Su alma fue completa. «Mi alma se halla
angustiada, hasta la muerte». Así, su alma fue lo que el alma de un hombre debía
de experimentar ante la presencia de la muerte, cuando Satanás lanza todo su
poder en ella, con la copa del juicio de Dios todavía sin vaciar. Sólo Él fue
perfecto en ella. Era una parte de Su perfección sometida a prueba, en todo lo
que era posible para el hombre. Pero con lágrimas y grandes súplicas, Él hace
Sus peticiones a Aquel que tenía poder para salvarle de la muerte. Por momentos
aumentaba Su agonía: al presentársela a Dios, se volvía más aguda. Éste es
el caso en nuestros pequeños conflictos. Pero así, todo queda zanjado conforme
a la perfección delante de Dios. Su alma penetra en ella con Dios; Él ora con
más fervor. Es ahora evidente que esta copa –que Él pone ante los ojos de Su
Padre cuando Satanás se la presenta a Él como el poder de la muerte en Su
alma– debe ser bebida. Beberla no es otra cosa que perfecta obediencia, en
lugar del poder de Satanás. Pero debe ser bebida en realidad; y sobre la cruz
Jesús, el Salvador de nuestras almas, entra en la segunda fase de Sus
sufrimientos. Baja a la muerte en el juicio de Dios, la separación del alma de
la luz de Su semblante. Todo aquello que un alma gozaba, la comunión con Dios,
podía sufrir que se le privase de ella, y el Señor sufrió según la medida
perfecta de la comunión que fue interrumpida. Aun así, dio gloria a Dios: «Pero
tú eres santo, tú que habitas las alabanzas de Israel». La copa –voy a
omitir los insultos y escarnios de los hombres, pudiendo pasarlos por alto–
fue bebida. ¿Quién podría contar los horrores de este sufrimiento? Los
verdaderos dolores de la muerte, entendidos como Dios los entendía, sentidos
divinamente por un Hombre que dependía de esa presencia como hombre. Pero todo
es consumando; y lo que Dios demandaba del pecado fue hecho –agotado, Él fue
glorificado por ello; de manera que sólo le queda bendecir a quienquiera que
viene a Él por Cristo, quien está vivo y fue muerto, y que vive para siempre
Hombre, para siempre Dios.
Referencias
1 Es decir, en cuanto al contenido del Evangelio. En el capítulo noveno, comienza Su último viaje a Jerusalén; y a partir de entonces hasta la última parte del decimoctavo, donde (vers. 31) es contemplada Su subida a esa ciudad, el evangelista ofrece principalmente una serie de instrucciones morales, y los caminos de Dios en gracia que ahora se introducían. En el versículo 35 del capítulo 18, tenemos al ciego de Jericó ya visto como el comienzo de Su última visita a Jericó. Volver a nota 1
2 La unión de la motivación y la inspiración, las cuales los paganos han intentado velar como razón de choque, es hallada en casi cada página de la Palabra. Además, las dos cosas son sólo incompatibles para la mente cerrada de aquellos que no conocen los caminos de Dios. ¿No puede Dios dar motivación, y con ella ocupar al hombre en alguna tarea para guiarle, absoluta y perfectamente, en todo lo que haga? Incluso si se tratara de un pensamiento humano –lo cual no creo que sea en absoluto– si Dios lo aprobara, ¿no podría velar Él sobre su ejecución para que los resultados fueran totalmente conforme a Su voluntad? Volver a nota 2
3 Las expresiones «halló favor» (eures charin) y «muy favorecida» (kecharitomene) no tienen en absoluto el mismo significado. Personalmente, ella halló favor, así que no debía mostrar temor; pero Dios había otorgado esta gracia sobre ella soberanamente, este inmenso favor, de ser la madre del Señor. En esto, ella fue el objeto del favor soberano de Dios. Volver a nota 3
4 Nehemías 9:36, 37. Volver a nota 4
5 No dudo de que la única traducción correcta de este pasaje sea «el censo fue primeramente hecho cuando Cirene era gobernador de Siria». El Espíritu Santo toma cuenta de esta circunstancia para mostrar que, cuando el propósito divino fue llevado a cabo, el decreto no fue llevado a cabo históricamente sino más tarde. Demasiado tiempo de estudio ha sido invertido en lo que creo que es simple y claro en el texto. Volver a nota 5
6 Es decir, como un infante. Él no apareció, como el primer Adán, saliendo en su perfección de las manos de Dios. Él nace de una mujer, el Hijo del Hombre, lo cual no hizo Adán. Volver a nota 6
7 Esta cita conduce a un glorioso conocimiento, tanto de lo que estaba antes haciendo, como de nuestra bendición. El interés especial de Dios está en los hijos de los hombres; la sabiduría (Cristo es la sabiduría de Dios) era el deleite diario de Jehová, gozándose de las partes habitables de Su Tierra, antes de la creación, de manera que era el consejo, y Su delicia en los hijos de los hombres. Su encarnación es la plena prueba de ello. En Mateo tenemos a nuestro Señor tomando Su lugar con el remanente cuando esto es totalmente revelado, y es tomando el Hijo este lugar como Hombre y siendo ungido por el Espíritu Santo que toda la Trinidad es plenamente revelada. Ésta es una gloriosa manifestación de los caminos de Dios. Volver a nota 7
8 Ésta es la misma palabra que la que se dice de Cristo «en quien tengo complacencia». Es hermoso ver la inrrivalidada celebración de estos santos seres, del anticipo de otra raza a este exaltado lugar por la encarnación del Verbo. Era la gloria de Dios, y ello les bastaba. Esto es muy hermoso. Volver a nota 8
9 Él tomó este lugar con el remanente fiel en un acto que los distinguía de los impenitentes, pero que era el verdadero lugar del pueblo, el primer acto de la vida espiritual. El remanente con Juan, es el judío veraz tomando su verdadero lugar con Dios. Éste es en el que Cristo entra con ellos. Volver a nota 9
10 Obsérvese aquí que Cristo no tiene ningún objeto en el cielo donde fijar Su atención, como Esteban; pues Él es el objeto del cielo. Así lo fue para Esteban por el Espíritu Santo, cuando los cielos le fueron abiertos al santo. Su Persona siempre es claramente evidente, incluso cuando sitúa a Su pueblo en el mismo lugar que Él, o se relaciona con ellos. Para más detalles, véase Mateo. Volver a nota 10
11 No estoy hablando aquí de la unión de la Iglesia con Cristo en el cielo, sino que Él tomara Su lugar con el remanente, el cual acude a Dios por medio de la gracia, conducido por la eficacia de Su Palabra y por el poder del Espíritu. Ésta es la razón por la que entiendo que hallamos a toda la gente bautizada, y después a Jesús que viene y es asociado con ellos. Volver a nota 11
12 Véase aquí que, como ungido por el Espíritu Santo y conducido por Él, se va para ser tentado, y regresa en su poder. Ninguno se perdió, y este poder se mostró igual en el aparente resultado negativo de vencer, como en la manifestación milagrosa de poder más tarde sobre los hombres. Volver a nota 12
13 Si alguien tocaba a un leproso, era impuro. Pero aquí la gracia de Dios obra, y el Jesús inmaculado toca al leproso –Dios en gracia, no mancillado, pero como Hombre que tocó a los mancillados para limpiarlos. Volver a nota 13
14 El llamamiento de Pedro es más general en este sentido, en que está más relacionado con la Persona de Cristo. No obstante, aunque era un pescador de hombres –una palabra utilizada evidentemente en contraste con la pesca que le mantenía ocupado–, él ejerció su ministerio más particularmente con respecto a Israel. Pero era el poder en la Persona de Cristo que gobernaba su corazón; de manera que era fundamentalmente la nueva cosa, pero hasta ahora en su relación con Israel, al tiempo que continuaba más allá. Es al final del capítulo 7 y en el capítulo 8 donde entramos en el terreno más lejano de los estrechos límites de Israel. Volver a nota 14
15 Comparar Job 33, 36 y Santiago 5:14, 15 –el primero, fuera de las dispensaciones, y Santiago, bajo la cristiandad. En Israel, es el Señor mismo en gracia soberana. Volver a nota 15
16 Cristo, nacido bajo la ley, estaba sujeto a ellas. Pero esto es algo diferente. Aquí se trata de un poder divino que actúa en gracia. Volver a nota 16
17 Aquí también el Señor, al presentar las razones por las que los discípulos no debían obedecer las ordenanzas y las instituciones de Juan y de los fariseos, era algo que los relacionaba con los dos principios ya señalados –Su posición en medio de Israel, y el poder de la gracia que traspasaba sus límites. El Mesías, Jehová mismo, estaba entre ellos, en esta gracia –pese a su fracaso bajo la ley y a su sometimiento a los gentiles–, conforme a aquello que Jehová llamaba por Su nombre: «Yo soy el Señor que te ha curado». Cuando menos, Él estaba allí en la supremacía de la gracia por causa de la fe. Aquellos que entonces le reconocieran como el Mesías, el esposo de Israel, ¿podían ayunar mientras Él estuviese con ellos? Él los dejaría, y entonces no habría duda de que era el tiempo indicado para ayunar. Volver a nota 17
18 Éste es un aspecto importante. Una parte en el descanso de Dios es el privilegio único de los santos –del pueblo de Dios. El hombre no lo poseía en la caída, aun así el reposo de Dios siguió siendo la porción especial del Su pueblo. Tampoco lo poseía bajo la ley. Pero cada diferente institución, en la ley, va acompañada de una intensificación del sábado, la expresión formal del reposo del primer Adán, y esto Israel lo va a disfrutar al final de la historia del mundo. Hasta entonces, como el Señor dijo de manera bendita: «Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo trabajo». Para nosotros, el día de reposo no es el séptimo día, el final de la semana de este mundo; sino el primer día, el día después del sábado, el principio de una nueva semana, una nueva creación, el día de la resurrección de Cristo, el comienzo de un nuevo estado para el hombre, para cuya consumación espera toda la creación que nos rodea; sólo estamos ante Dios en Espíritu como Cristo lo está. De ahí que el sábado, el séptimo día, el descanso de la primera creación sobre el terreno humano y legal, es siempre tratado con rechazo en el Nuevo Testamento, aunque no dejado aparte hasta que no acontezca el juicio, pero como una ordenanza que murió con Cristo en la tumba, en donde Él la sufrió –sólo fue hecha para el hombre como un favor. El día del Señor es nuestro día, y el bendito entusiasmo externo del reposo celestial. Volver a nota 18
19 Quizá deba destacar aquí que, donde se sigue un orden cronológico en Lucas, es el mismo que en Marcos y en el de los sucesos, no como en Mateo, donde están puestos correlativamente para presentar el objeto del Evangelio. Sólo ocasionalmente introduce él una circunstancia que puede haber sucedido en otro tiempo para ilustrar el asunto históricamente relatado. Pero en el capítulo 9, Lucas llega al último viaje a Jerusalén (vers. 51), y a partir de entonces, continúan una serie de instrucciones morales hasta el capítulo 18:31, principalmente, si no todo, durante el período de este viaje, pero en la mayoría de las partes tiene poco que decir respecto a las fechas. Volver a nota 19
20 Propiamente «un lugar plano» sobre el monte, topou pedinou. Volver a nota 20
21 Esto, no obstante, no se refiere intrínsecamente a la naturaleza, pues en Cristo no había pecado. Ni la palabra que se emplea para perfecto tiene este sentido. Es uno completamente instruido a fondo, formado por la enseñanza de su maestro, omnibus numeris absolutus. Él será como él, como su maestro, en todo lo que él fue formado por él. Cristo era la perfección; y nosotros crecemos a Él en todas las cosas hasta la medida de la estatura de la plenitud de Cristo (Col. 1:28). Volver a nota 21
22 Hemos visto que éste es precisamente el asunto del Espíritu Santo en nuestro Evangelio. Volver a nota 22
23
Para explicar la expresión «Quedan
perdonados sus muchos pecados, por eso muestra mucho amor», debemos distinguir
entre la gracia revelada en la Persona de Jesús, y el perdón que anunció a
aquellos a los cuales había alcanzado la gracia. El Señor es capaz de dar a
conocer este perdón, y se lo revela a la pobre mujer. Pero fue aquello que ella
vio en Jesús mismo lo cual, en gracia, hizo que sintiera su corazón deshecho y
que éste produjera el amor que ella tenía para Él –el ver lo que Él era
para los pecadores como ella. Sólo piensa en Él: se ha apoderado de su corazón
como para dificultar la entrada a otras influencias. Al oír que Él estaba allí,
entra en la casa de este hombre orgulloso sin pensar en otra cosa sino en que
Jesús está ahí. Su presencia contestaba a, o evitaba, toda pregunta. Ella vio
lo que Él era para cada pecador, y que el más miserable y desgraciado hallaba
un recurso en Él. Ella sintió sus pecados de la manera en que esta gracia
perfecta, la cual abre el corazón y gana su confianza, hace sentirlos; y ella
amó mucho. La gracia en Cristo ha producido este resultado. Ella amó a razón
de Su amor. Ésta es la razón por la que el Señor dice: «Quedan perdonados
sus muchos pecados, que son muchos, por eso muestra mucho amor». No fue porque
su amor lo mereciera, sino porque el Señor reveló el glorioso hecho de que los
pecados –fueran éstos numerosos y abominables– de una cuyo corazón se
volvió a Dios, fueron perdonados totalmente. Existen muchos cuyos corazones están
vueltos a Dios y que aman a Jesús, y que no conocen esto. Jesús se pronuncia
sobre el caso de ellos con autoridad –los despide en paz. Es una revelación
–una respuesta– a las necesidades y afectos producidos en el corazón
penitente por la gracia manifestada en la Persona de Cristo.
Si
Dios se revela en este mundo, y con tal amor, debe necesariamente poner a un
lado en el corazón cualquier otra consideración. Y así, sin ser consciente de
ello, esta pobre mujer fue la única que actuó en consecuencia en esas
circunstancias, pues apreció toda la importancia de Aquel que estaba allí.
Estando presente un Dios Salvador, ¿qué importancia tenían Simón y su casa?
Jesús hizo que todo lo demás quedara olvidado. Recordemos esto.
El
principio de la caída del hombre fue la pérdida de confianza en Dios, a través
de la sugerencia seductora de Satanás de que Dios se privaba de otorgar al
hombre aquello que lo haría semejante a Él. Perdida esta confianza, el hombre
intenta, ejercitando su propia voluntad, hacerse él mismo feliz: la codicia y
el pecado vienen en consecuencia, y Cristo es Dios en amor infinito, que se gana
nuevamente la confianza del corazón humano. La eliminación de la culpa, y el
poder de vivir para Dios, son otra cosa que hallan su lugar propio a través de
Cristo, mientras que aquí se produce el perdón en otro lugar distinto. Pero la
pobre mujer, por gracia, sintió que había un corazón en el que poder confiar,
aparte de cualquier otro; pero éste era el de Dios.
«Dios
es amor» y «Dios es luz». Éstos son los dos nombres esenciales de Dios, y en
cada caso verdadero de conversión, se hallan ambos. En la cruz se encuentran;
el pecado es presentado totalmente a la luz, pero en aquella luz por la que se
conoce plenamente el pecado. Así que en el corazón, la luz manifiesta el
pecado, esto es Dios como la luz lo revela, pero la luz esta ahí por el amor
perfecto. El Dios que manifiesta los pecados está ahí en amor perfecto para
revelarlos. Cristo fue esto en este mundo. Revelándose, debía ser las dos
cosas: Cristo fue amor en el mundo, pero la luz de éste. Lo mismo sucede con el
corazón. El amor mediante la gracia otorga confianza, y así la luz penetra
felizmente, y en la confianza en el amor, y desnudándose el yo en la luz, el
corazón ha hallado plenamente el corazón de Cristo: lo mismo pasa con esta
pobre mujer. Esto es donde el corazón del hombre y Dios siempre y solamente se
encuentran. El fariseo no tenía ninguno de los dos. Poseído por tinieblas, no
se encontraban en él el amor ni la luz. Tenía a Dios manifestado en carne y en
su casa, pero no vio nada –sólo comprobó que Él no era un profeta. Es una
escena maravillosa en la que vemos estos tres corazones. El del hombre como tal,
descansando en la pretendida justicia humana, el de Dios, y el del pobre pecador
–que es satisfecho completamente como lo fue el de la mujer. ¿Quién era el
hijo de la sabiduría? Para responder a ello, haré un comentario.
Y adviértase que aunque Cristo no dijo nada al respecto, sino que pasó por alto este desliz, no fue por ello insensible al descuido que hizo que se olvidaran para con Él las formas de cortesía más comunes. Para Simón, Él era nada más que un pobre predicador con pretensiones susceptibles de juicio, y ciertamente no un profeta. Para la pobre mujer, era Dios en amor, que llevó su corazón al unísono con el Suyo en cuanto a los pecados de ella y respecto a sí misma, pues el amor fue confiado. Véase también que, en este apego a Jesús es donde se halla la verdadera luz; aquí, la verdadera revelación del evangelio; a María Magdalena, en referencia al privilegio más alto de los santos. Volver a nota 23
24 Obsérvese también aquí que, no es solamente en el caso de los actos milagrosos o en aquel del testimonio de la gloria de Su Persona en respuesta a Su oración, que se ofrecen estas oraciones. Su conversación con los discípulos con referencia al cambio en las dispensaciones de Dios –en las que Él habla de Sus sufrimientos, y les prohíbe delatarle como el Cristo–, es introducida por Su oración cuando estaba en un lugar desierto con ellos. Que Su pueblo fuese abandonado por un momento, era lo que tenía su corazón en vilo, así como la gloria. Además, derrama Su corazón ante Dios, cualquiera que fuese el asunto que le ocupa conforme a los caminos de Dios. Volver a nota 24
25 Es la manifestación del reino, no de la Iglesia en los lugares celestiales. Supongo que las palabras «entraron» deben de referirse a Moisés y Elías. Pero la nube cubrió a los discípulos. Aun así, nos vamos más lejos de esta manifestación. La palabra «cubrió» es la misma que la utilizada en la LXX para la nube que venía y cubría el tabernáculo. Leemos en Mateo que era una nube esplendorosa. Era la Shekinah de gloria que había estado con Israel en el desierto –me permito decir la casa del Padre. Su voz salió de dentro, y en ella entraron ellos. Es en Lucas donde vemos que esta nube espanta a los discípulos. Dios hablaba con Moisés desde ella; pero aquí ellos entran en ella. Así, además del reino, está el propio lugar de habitación de los santos. Esto lo hallamos en Lucas solamente. Tenemos el reino, Moisés y Elías en la misma gloria con el Hijo, y otros en la carne sobre la Tierra, pero también la habitación celestial de los santos. Volver a nota 25
26 Si Jesús toma a los discípulos para que vieran la gloria del reino, y la entrada de los santos a la gloria excelente donde el Padre estaba, Él descendió también y se encaró a la muchedumbre de este mundo y al poder de Satanás, donde nosotros tenemos que caminar. Volver a nota 26
27 Estos tres pasajes señalan, sucesivamente, un egoísmo sutil cada vez menos detectable por el hombre: egoísmo personal abiertamente manifestado, y el que se viste de la apariencia de celo por el Señor, pero que no se asemeja a Él. Volver a nota 27
28 Obsérvese que, cuando actúa la voluntad del hombre, éste no siente las dificultades, con lo cual no está cualificado para la obra. Cuando hay una llamada real, es entonces que se sienten los obstáculos. Volver a nota 28
29 En el versículo 25 de este capítulo, como en el capítulo 13:34, tenemos ejemplos del orden moral en Lucas, del que hemos hablado. Los testimonios del Señor están perfectamente en orden. Son de una ayuda infinita al comprender toda la relación del pasaje, y su posición aquí arroja gran luz sobre su significado. No se trata aquí del orden histórico. La posición tomada por Israel –por los discípulos–, y por todos, a través del rechazo de Cristo, es el tema que toca el Espíritu Santo. Estos pasajes se refieren a este rechazo, mostrando claramente la condición del pueblo que fue visitado por Jesús, su verdadero carácter, los consejos de Dios al introducir las cosas celestiales mediante la caída de Israel, y la relación entre el rechazo de Cristo y la introducción de estas cosas celestiales, de la vida eterna y del alma.
No obstante, la ley no fue quebrantada. De hecho, su lugar fue ocupado por la gracia, la cual, fuera de la ley, hizo aquello que no podía acometerse a través de aquélla. Veremos esto a medida que avancemos en nuestro capítulo. Volver a nota 29
30 Hay que destacar aquí que el Señor nunca utilizó la palabra vida eterna al hablar del efecto de la obediencia. «El don de Dios es vida eterna». Si hubieran obedecido, esa vida habría sido infinita, pero de hecho y en verdad, ahora que el pecado había entrado, la obediencia no era la vía para la posesión de vida eterna, y el Señor no lo manifiesta. Volver a nota 30
31 El deseo de tener una forma de oración dada por el Señor, ha llevado a corromper el texto aquí, reconocido por todos quienes han investigado en serio tocante a él –siendo el objeto conformar la oración aquí a aquella presentada en Mateo. Es así: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos el pan de cada día y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en la tentación.» Volver a nota 31
32 Obsérvese aquí que el corazón persigue su tesoro. No es como dicen los hombres, que donde está tu corazón está tu tesoro, sino «donde esté vuestro tesoro, también estará vuestro corazón». Volver a nota 32
33 Aquí tenemos la porción celestial de aquellos que esperan al Señor durante Su ausencia. Es el carácter del verdadero discípulo en su aspecto celestial, así como el servicio es su lugar sobre la Tierra.
Nótese también que el señor fue un Siervo aquí abajo. Según Juan 13, Él deviene un siervo cuando asciende al cielo, un Abogado, para lavar nuestros pies. En este lugar, Él se hace siervo para nuestra bendición en el cielo. En Éxodo 21, si el siervo que había cumplido su servicio no deseaba marcharse, era presentado a los jueces, y era sujetado a la puerta por una lesna que le perforaba el oído como señal de perpetua servidumbre. Jesús llevó a cabo Su servicio perfectamente para Su Padre al final de Su vida sobre la Tierra. En el Salmo 40, Su «oídos fueron horadados» –es decir, un cuerpo preparado, el cual es la posición de obediencia: comparar Filipenses 2. Esto es la encarnación. Ahora, Su servicio había concluido en Su vida sobre la Tierra como Hombre, pero Él nos amó demasiado –amó a Su Padre demasiado en el carácter de siervo– como para abandonar este carácter; y en Su muerte, Su oído, según Éxodo 21, fue perforado, y Él devino un siervo para siempre –un Hombre para siempre– para lavarnos los pies: y a partir de aquí en el cielo, cuando nos tomará a Sí mismo conforme al pasaje que estamos considerando. ¡Qué gloriosa escena del amor de Cristo! Volver a nota 33
34 Cuán bendito es ver aquí, sea cual fuere el mal en el hombre, que después de todo cada cosa lleva al cumplimiento de los consejos de Su gracia. La incredulidad del hombre hizo retener el amor divino en el corazón de Cristo, sin ser debilitado, por cierto, pero incapaz de mostrarse y expresarse. Pero su efecto pleno sobre la cruz lo hizo mostrarse sin obstáculo alguno, en la gracia que reina por la justicia, hacia los más ruines. Es un pasaje de lo más singular y bendito. Volver a nota 34
35 Resumamos en esta nota el contenido de estos dos capítulos, para entender mejor su enseñanza. En el primero (12) el Señor habla como quien quiere desvincular de este mundo los pensamientos de todos –habla a los discípulos atrayéndolos hacia Aquel que tenía poder sobre el alma así como sobre el cuerpo, y les anima con el conocimiento del fiel cuidado de su Padre, y de Sus propósitos para darles el reino. Mientras, habían de ser extranjeros y peregrinos, sin mostrarse ansiosos ante lo que sucedía alrededor –a la multitud les habla mostrándoles que el hombre más dichoso no podía asegurar lo largos que iban a ser sus días. Pero Él añade algo positivo. Sus discípulos habían de esperarle cada día, constantemente. No sólo el cielo sería su porción, sino que allí también poseerían todas las cosas. Ésta es la parte celestial de la Iglesia al regreso del Señor. Sirviéndole hasta que vuelva –un servicio que precisa una vigilancia incesante, llegando entonces Su turno de venir a servirlos. Seguidamente tenemos su herencia, y el juicio de la Iglesia profesante y del mundo. Su enseñanza creó división, en lugar de establecer el reino en poder. Pero había de morir. Esto nos lleva a otro asunto: el juicio actual de los judíos. Ellos estaban en el camino, con Dios, hacia el juicio (cap. 13). El gobierno de Dios no se manifestaría identificando a los impíos en Israel mediante la acción de juicios aislados. Todos perecerían si no se arrepentían. El Señor estaba cuidando de la higuera para el año final, y si el pueblo de Dios no producía fruto, echaba a perder Su vergel. El fingir obediencia a la ley, opuesto a la presencia de un Dios en medio de ellos, –Aquel que les había dado la ley–, era hipocresía. El reino no iba a ser establecido manifestándose el poder del Rey sobre la Tierra, sino que tenía que crecer de una minúscula semilla hasta que deviniera un enorme sistema de poder, y una doctrina la cual, como sistema, penetraría toda la masa. Sobre la pregunta que se le hizo de si el remanente era numeroso, Él insiste en que hay que entrar por la puerta estrecha de la conversión, y de la fe en Él mismo, pues muchos procurarían entrar en el reino y no podrían: una vez que el Maestro de la casa se hubiera levantado y cerrado la puerta –es decir, Cristo siendo rechazado de en medio de Israel–, en balde dirían que Él estuvo en sus ciudades. Los hacedores de maldad no entrarían en el reino. El Señor está hablando aquí totalmente acerca de los judíos. Ellos verían a los patriarcas, los profetas –incluso gentiles de todas partes– en el reino, y ellos estarían fuera. A pesar de haberse consumado el rechazo de Cristo, la destitución de Él no dependió de la voluntad del hombre ni del falso rey que procuraba, con la información de los fariseos, librarse de Él. Los propósitos de Dios, y, ¡ay!, la maldad del hombre, se consumaron a la par. Jerusalén tenía que llenar la medida de su iniquidad, y no podía ser que un profeta muriese si no era en sus recintos. Pero más tarde, el someter a prueba al hombre en su responsabilidad, concluye en el rechazo de Jesús. Él habla en un lenguaje conmovedor y magnífico, como Jehová mismo. ¡Cuántas veces este Dios de bondad hubiera querido juntar a los hijos de Sion bajo Sus alas, y no quisieron! Hasta donde dependía de la voluntad humana, fue una completa separación y desolación. Y de hecho fue así. Todo había terminado para Israel con respecto a Jehová, pero no para Jehová con respecto Israel. Era la parte del profeta confiarse en la fidelidad de su Dios –sabiendo que no podía fallar y que, si los juicios venían, lo harían por un poco de tiempo– y decir: «¿Hasta cuándo?» (Isaías 6:11; Salmo 79:5). La angustia es total cuando no se tiene fe, sin haber nadie a quien decir «¿Hasta cuándo?» (Salmo 74:9). Pero aquí, el mismo gran Profeta es rechazado. Pese a afirmar Sus derechos de gracia, como Jehová, les declara, sin haberles preguntado, el fin de su desolación: «De ningún modo me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor». Esta repentina manifestación de los derechos de Su divinidad, en gracia además, cuando acerca de su responsabilidad todo se hallaba perdido a pesar de su providencial cultura, supera en belleza. Es Dios mismo el que aparece al fin de todas Sus relaciones. Vemos de esta recapitulación que el capítulo 12 nos da la porción celestial de la iglesia, el cielo, y la vida futura: el capítulo 13 añade –con los versículos 54-59 del capítulo 12– el gobierno de Israel y el de la Tierra, con la forma exterior de aquello que los sustituiría aquí abajo. Volver a nota 35
36 Los capítulos 15 y 16 presentan la soberana energía de la gracia, sus frutos y sus consecuencias, en contraste con toda la aparente bendición terrenal, y el gobierno de Dios sobre la Tierra en Israel, así como el viejo pacto. El capítulo 14, antes de abordar esta completa revelación, nos muestra el lugar que debemos ocupar en un mundo como éste, teniendo en cuenta la justicia galardonadora, el juicio que se ejecutará cuando Él vuelva. La propia exaltación en este mundo conduce a la humillación. La propia humillación –ocupando el lugar más bajo conforme a lo que somos, por una parte, y por otra, actuando en amor– conduce a la exaltación de parte de Aquel que juzga moralmente. Después de esto, hemos presentado ante nosotros la responsabilidad que emana de la presentación de la gracia, y aquello que es tan difícil en un mundo como éste. En una palabra, existiendo ahí el pecado, la propia exaltación ministra en favor de éste; es egoísmo, y el amor del mundo en el que se desenvuelve. Uno se hunde moralmente al estar lejos de Dios. Cuando el amor está en acción, representamos a Dios a los hombres de este mundo. Sin embargo, es en sacrificio de todo que devenimos Sus discípulos. Volver a nota 36
37 El caso del ciego en Jericó es, como ya vimos, el comienzo –en todos los Evangelios sinópticos– de los últimos sucesos de la vida de Cristo. Volver a nota 37
38 En Lucas, la llegada a Jericó es afirmada como un hecho general, en contraste con Su viaje general, que tiene en vista desde el capítulo 9:51. En realidad, fue saliendo de Jericó que Él vio al ciego. El hecho general es todo lo que tenemos aquí, para dar a toda la historia, a Zaqueo y a todo, su lugar moral. Volver a nota 38
39 No dudo de que Zaqueo se presenta ante Jesús de la manera que él era habitualmente, antes de que Jesús viniera a él. No obstante, la salvación vino ese día a su casa. Volver a nota 39
40 Existen elementos del más profundo interés que aparecen al comparar este Evangelio con otros en este pasaje. Son elementos que muestran el carácter de este Evangelio del modo más sorprendente. En Getsemaní, tenemos el conflicto del Señor manifestado más plenamente en Lucas que en cualquier otra parte; pero en la cruz vemos Su superioridad en los sufrimientos que aguantaba. No se hace ninguna expresión de ellos. Está sobre ellos. No es como en Juan, el lado divino de esta escena. Allí, en Getsemaní, no vemos ninguna agonía, pero cuando se nombra a Sí mismo, ellos retroceden y caen al suelo. Sobre la cruz, no es «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?», sino que entrega Su espíritu a Dios. Esto no es así en Lucas. En Getsemaní tenemos al Hombre de dolores, un Hombre sintiendo hondamente lo que se presentaba ante Él, y mirando a Su Padre. «Agonizando, oraba encarecidamente». En la cruz, tenemos a Uno que como Hombre se sujetó a la voluntad de Su Padre, en la tranquilidad que sobre todo dolor y sufrimiento sobrepasaba todo. Les dice a las enlutadas mujeres que no llorasen por Él, el árbol verde, sino por ellas mismas, pues se acercaba el juicio. Él ora por aquellos que le crucificaban; habla paz y gozo celestial al pobre ladrón que se convirtió; Él se dirigía al Paraíso antes de que viniera el reino. Lo mismo se ve especialmente sobre el hecho de Su muerte. No es como en Juan, donde dio Su espíritu, sino: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». El encomienda Su espíritu en la muerte, como un Hombre que conoce y cree en Dios Su Padre, a Aquel a quien así conocía. En Mateo tenemos el abandono de Dios y el significado de ello. Este carácter del Evangelio, que revela a Cristo distinguiéndole como Hombre perfecto, y como el Hombre perfecto, está lleno del más profundo interés. Él pasó por sus dolores con Dios, y después en perfecta paz de alma se sobrepuso a ellos; la confianza en Su Padre, perfecta, incluso a la muerte –una senda no penetrada por el hombre hasta entonces, y para no serlo nunca por parte de los santos. Si el Jordán se desbordaba en el tiempo de la cosecha, el arca en la profundidad del río lo convertía en una vía seca hacia la herencia del pueblo de Dios. Volver a nota 40
41 Es muy extraordinario ver el modo en que Cristo afrontó, conforme a la perfección divina, cada circunstancia en la que estuvo. Éstas sólo hacían que exhibir esta perfección. Él las sintió todas, y no fue gobernado por ninguna, pero las afrontó –siempre Él. Esto verdaderamente cierto fue mostrado espléndidamente aquí abajo. Ora con el más pleno sentimiento de lo que se le aproximaba –la copa que tenía que beber–, se vuelve y les avisa, y reprende tiernamente a Pedro, como caminando por Galilea, sobre la flaqueza de la carne; vuelve después a sumirse en una agonía más profunda con Su Padre. La gracia le hizo predispuesto para con Pedro, la agonía en la presencia de Dios; Él fue todo gracia para con Pedro –en agonía ante la perspectiva de la copa. Volver a nota 41
42 La palabra «desde ahora en adelante», debería decir «desde a partir de ahora». Es decir, que desde aquel momento ellos no le verían más en humillación, sino como el Hijo del Hombre en poder. Volver a nota 42
43 Esta culpa voluntariosa de los judíos también se destaca con rigor en el Evangelio de Juan, es decir, su culpa nacional. Pilato los trata con desprecio; y allí es cuando dicen «No tenemos más rey que César». Volver a nota 43
44 ¡Nada es más conmovedor que la manera en que Él cultivó su confianza como Aquel a quien habían conocido, el Hombre, un verdadero hombre –aunque con un cuerpo espiritual– como lo había sido antes! «Tocadme, y ved que yo mismo soy». Bendito sea Dios, para siempre Hombre, el mismo que fue conocido en amor vivo en medio de nuestras flaquezas. Volver a nota 44
45 El Salmo 22 es Su apelación a Dios desde la violencia y la impiedad del hombre, hallándose Él abandonado y hecho pecado ante Sus ojos, pero perfecto. Cristo sufrió todo del hombre –hostilidad, injusticia, deserción, negación, traición, y después, confiando en Dios, abandono. ¡Pero qué espectáculo del Hombre justo que puso Su confianza en Aquel tener que declarar abiertamente a todos, al final de Su vida, que Él fue abandonado por Dios! Volver a nota 45
Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz
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