SINOPSIS DE LOS LIBROS DE LA BIBLIA
— CARTA A LOS ROMANOS —
INTRODUCCIÓN A LAS EPÍSTOLAS
En las epístolas encontramos la exposición del resultado de esa gloriosa obra de la gracia, por medio de la cual el hombre es situado sobre un terreno totalmente nuevo con Dios, reconciliado con Él; así como el desarrollo de los consejos de Dios en Cristo, conforme a los que se establece y es ordenado este mundo nuevo. Al exponer los caminos de Dios en relación con la obra que es su base, la perfecta eficacia de la obra misma y el orden de nuestras relaciones con Dios son claramente manifestados, de manera que todo el sistema, el plan entero de Dios y el modo como fue ejecutado, son presentados. Al hacerlo así, aquello que el hombre es, lo que Dios es y la vida eterna, nos son claramente explicados. La muerte y resurrección de Cristo, así como Su exaltación a la diestra de Dios, forman el núcleo de toda esta enseñanza.
Hay tres grandes divisiones en esta enseñanza, relacionadas en general con el instrumento empleado por Dios en la comunicación de cada parte. En primer lugar, los consejos de Dios desarrollados por mediación de Pablo tocantes a la revelación de la verdadera justicia delante de Dios, el terreno sobre el que un hombre puede ser realmente justo delante de Dios, teniendo en cuenta que Dios es justo y el hombre pecador. En segundo lugar, la vida de Dios, que es la vida eterna manifestada y comunicada. Esto está en la Epístola de Juan[1]. En tercer lugar, la vida cristiana en la tierra cuando se sigue a un Cristo vivo. Esto lo encontramos en la Epístola de Pedro en relación con el gobierno de Dios en el mundo como tal: el cristiano es un peregrino. También están Santiago y Judas. El primero presenta la vida moral –la vida de fe en la tierra– como aquella verdadera prueba para los hombres de nuestra fe, y, en particular, de la fe práctica en Cristo así como en Dios, el cual contesta nuestras peticiones y responde a nuestras necesidades. Por este motivo, mientras se distinguen y se reconocen claramente la fe en Cristo, y nuestra regeneración a través de la poderosa gracia de Dios por Su Palabra, esta epístola apenas se eleva sobre esta vida como podría manifestarse y desarrollarse en cualquier período de la vida del creyente. Sólo que ahora, el creyente nacido de Dios, era quien daba ejemplo de ella, y así era la ley de la libertad porque la nueva naturaleza y la voluntad de Dios iban juntas, y ambas se revelaron plenamente en Cristo. Así, la Epístola de Santiago está vinculada con la sinagoga y con los cristianos todavía unidos al judaísmo, como los hemos visto históricamente en Jerusalén con Santiago como su líder. La Epístola no habla de otra cosa que de su posición. Es el último testimonio ofrecido a Israel considerado como el pueblo de Dios, mientras que a la vez se distingue al remanente vivo que tenía fe en Cristo, aunque no estaban aún separados de la nación. Nuestra forma de pensar, que no se fundamenta en una ley impuesta irrazonablemente sino en un desarrollo mucho más completo del cristianismo, en donde se manifiestan los consejos mucho más antiguos que la nación judía, porque eran los consejos eternos de Dios, nos dificulta la buena comprensión de esta forma de la verdad que se halla relacionada con aquello que, a causa de las promesas hechas a Israel, fue su cuna histórica aquí abajo.
Si hemos comprendido correctamente la historia de los Hechos, nos ayudará a comprender mucho más la posición de los creyentes tal como la hallamos en la Epístola de Santiago. La epístola trata de la corrección de una profesión sin vida, y mucho más valiosa en vista de esto.
Judas tiene un carácter muy distinto. No es la cuna del cristianismo o de la asamblea en la tierra, sino su decadencia y su muerte, que abandona su primer estado. La epístola se parece a una parte de la segunda epístola de Pedro, pero este último habla del juicio introducido mediante el gobierno general de Dios. Judas habla de la caída de aquello que tuvo su existencia desde Pentecostés bajo la mirada de Dios para mantener en responsabilidad la gloria de Su gracia en la tierra –una caída que, en referencia al estado actual de cosas, provoca el juicio del que nos habla Pedro y que continúa incluso hasta la disolución de la tierra y sus elementos. El mal que empezó con sus primeras semillas, dio origen a esta evolución en Judas, y a la diferenciación de la verdadera asamblea, cuando menos de sus miembros, que serían presentados en la gloria ante la presencia del Señor en el cielo. La Epístola a los Hebreos contempla a los santos en la tierra, perfeccionados al haber sido aceptados mediante la obra de Cristo, y como teniendo así confianza para entrar en el lugar santísimo, pero andando en debilidad aquí en la tierra, no unidos a Cristo en el cielo. De ahí que se exponga el sacerdocio de Cristo porque hayan obtenido gracia para ser auxiliados en tiempo de necesidad, mientras Él intercede siempre en la presencia de Dios por nosotros. No se trata de una intercesión en cuanto a nuestros pecados –puesto que no tenemos más conciencia de ellos–, sino que se trata de una gracia y un auxilio para nosotros en nuestro estado. La Persona de Cristo como Dios y Hombre también es plenamente expuesta. Hallaremos un desarrollo más exacto y completo cuando estudiemos las epístolas mismas.
Empecemos con las Epístolas de Pablo. En el carácter histórico de su doctrina, Santiago y Pedro deberían antecederlas; esto es, tal como se van manifestando los consejos de Dios en toda su amplitud. Pero en cuanto al desarrollo de las bases de la verdad, y poniéndolo a nuestro total alcance, las epístolas de Pablo tienen evidentemente el primer lugar porque arrojan luz sobre las otras. La Epístola a los Romanos establece especialmente los magníficos fundamentos de la verdad divina y la relación del individuo con Dios, de la manera más completa y sencilla, de modo que no tenemos excusa para salirnos del orden en el cual las encontramos ubicadas normalmente. No hay nada dentro de este orden, en cuanto a detalles, que sea debido a algún motivo moral o cronológico. Difiere también en diferentes países y en diferentes versiones, pero es más conveniente guiarse por el orden que el lector encontrará en su Biblia. Podemos destacar aquello que será de interés, en este sentido, cuando estudiemos cada epístola. Es probable que de entre las epístolas de Pablo, la de los Tesalonicenses haya sido la primera en escribirse. La fecha de la Epístola a los Gálatas es menos segura, pero fue escrita después de varios años de trabajo; las dos a los Corintios y a los Romanos, fueron escritas en Éfeso, Macedonia y Corinto respectivamente, durante el viaje del apóstol alrededor del archipiélago tras su larga estancia en Éfeso; las de los Efesios, Filipenses y Colosenses, fueron escritas durante su encarcelamiento. Me reservo las otras, incluyendo Hebreos, para cuando veamos estas epístolas, y sólo señalaré aquello que pueda ser útil en ellas para nuestro conocimiento de una fecha más exacta.
La Primera Epístola de Juan, podemos decir que apenas pertenece a ningún período en concreto, salvo que suponga la entrada del error. Expone la naturaleza y carácter de la vida de Dios, la piedra de toque de toda profesión y salvaguarda contra los errores y todo lo que no lleve el sello de la vida divina, advirtiendo contra las vacías pretensiones de este sello que se traicionan a sí mismas por este mismo hecho. Así, la epístola asume la entrada de estos errores, y presenta los últimos días de la era apostólica. Éste es más o menos el caso con las llamadas epístolas universales, que no son dirigidas a ninguna asamblea en particular, como lo eran las del maestro y edificador Pablo. En éstas encontramos desde el principio profecías acerca del mal, y el hecho de que el misterio de iniquidad ya estaba operando. Pero las epístolas universales parten de ese terreno. Judas habla de la irrupción de la corrupción, y Juan de los apóstatas que salían desde dentro.
Consideremos un poco las epístolas de Pablo mismo. Poseen más de un carácter, mientras que exhiben aquel espíritu como regalo del cielo, el cual elabora en detalle los pensamientos de Dios. En su sorprendente energía puede penetrar al mismo tiempo en estos detalles, incluso en los de la vida del individuo, y sabe cómo situarse exactamente en las relaciones de un esclavo fugitivo con su maestro, en vista de la gracia por la cual el Padre glorifica a su Hijo haciéndole el centro de todos Sus propósitos, del sistema resultante de los ejercicios de todo Su poder.
El cuidado de las asambleas, el desarrollo de los consejos de Dios, el ejercicio del afecto fraternal, tienen cada cual su lugar en sus pensamientos y afanes; al tiempo que está a menudo obligado a desarrollar la verdad en la lucha contra los errores que destrozaban su corazón, ya sea que pensase en Cristo al cual deshonraban, o en la verdad como instrumento de salvación, la cual subestimaban, o que recordase a los amados redimidos de Cristo que estaban afligidos por causa de estos errores, y quizás desviados del verdadero camino.
EPÍSTOLA A LOS ROMANOS
Introducción
La Epístola a los Romanos se halla bien situada en cabeza de todas las otras epístolas, como que establece las bases, de manera sistemática, de las relaciones del hombre con Dios, reconciliando al mismo tiempo esta verdad universal de la posición del hombre, en responsabilidad primero y en gracia después, con las promesas especiales hechas a los judíos. También traza los grandes principios de la práctica cristiana, no la moralidad del hombre, sino aquella que es fruto de la luz y de la revelación que da el cristianismo. Es importante ver que siempre tiene en vista al cristiano como en este mundo. Éste es justificado y tiene vida en Cristo, pero está aquí en la tierra, y no es contemplado como resucitado con Él.
Lo que sigue a continuación es, según creo, el plan de la epístola. Después de una introducción de su asunto, en la cual también se hallan versículos de suma importancia que proveen el elucidario de toda la enseñanza de la epístola y del estado real del hombre con Dios (cap. 1:1-17), el apóstol muestra que el hombre está completamente corrompido y perdido en todas sus circunstancias (hasta el final del cap. 3:20)[2]. Sin la ley, el pecado era irrefrenable; con la filosofía, se juzgaba el mal y se lo cometía; bajo la ley, se jactaba uno de poseerla al tiempo que la quebrantaba, y deshonraba el nombre de Aquel con cuya gloria se sentían identificados, por así decirlo, aquellos que poseían la ley porque la recibieron de Él como pueblo Suyo. Desde el capítulo 3:21 hasta el final del capítulo 8, hallamos el remedio claramente expuesto en dos partes. Desde 3:21 hasta el final del capítulo, de manera general por la fe la sangre de Cristo es la respuesta a todo el pecado que el apóstol acaba de describir. Más adelante, en el capítulo 4, es la resurrección como el sello de la obra de Cristo, y la corroboración de su eficacia para justificarnos. Todo esto hace frente a la responsabilidad de los hijos de Adán, la cual la ley no hizo sino agravar, conforme a la gracia plena revelada en el capítulo 5:1-11. En el capítulo 8 se asume que están en Cristo que está en el cielo, colocando a aquel, esto es, a cada creyente que tenía parte en ello, en una nueva posición delante de Dios en Cristo, el cual le daba así libertad y vida, la libertad en la que Cristo mismo estaba, y la vida que Él mismo vivió. Esto último es lo que une inseparablemente la justificación y la santidad en vida.
Con lo dicho anteriormente va relacionado otro punto, con el que podemos observar una división todavía más importante de los temas de la epístola. Desde el capítulo 3:21 al final del versículo 11 del capítulo 5, el apóstol aborda el asunto de nuestros pecados –la culpa individual es resuelta por la sangre de Cristo (en el cap. 4) que fue entregado por nuestras ofensas y resucitó para nuestra justificación. Pero desde el capítulo 5:12, la cuestión del pecado no es tratada con referencia a un juicio futuro, sino a una liberación de un estado presente[3]. El primero termina en la bendición del capítulo 5:1-11; el segundo en la del capítulo 8.
En los capítulos 9:11, el apóstol reconcilia estas verdades de la salvación común a cada creyente sin distinción, con la promesa hecha a los judíos, reflejando la magnífica sabiduría de Dios y la manera como estas cosas eran previstas y eran reveladas en la Palabra.
Luego expone, en el cap. 12 y siguientes, el espíritu cristiano práctico. En esta última parte, hace alusión a la asamblea como un cuerpo. Por lo demás, hace referencia a todo el hombre, al individuo delante de un Dios justo, y a la obra de Cristo que le emplaza allí como una persona en paz. Por la misma razón, excepto en un pasaje del capítulo 8 donde se introduce la intercesión, no se nos habla en Romanos de la ascensión. Trata de la muerte, y de la resurrección de Cristo como la base de un estado nuevo para el hombre delante de Dios[4].
Estudiemos ahora la línea de pensamiento que el Espíritu Santo da en esta epístola. Hallamos la respuesta a la solemne pregunta de Job, enojado de hallarse sin recursos propios frente al juicio de Dios: «¿Cómo se justificará el hombre delante de Dios?» Sin embargo, éste no es el primer pensamiento que se le presenta al apóstol. Esto tiene que ver con la necesidad del hombre. El evangelio se presenta primero en la revelación de Cristo. Son la gracia, y Cristo, que la trae de la mano; se habla de Dios en amor. Esto despierta el sentido de la necesidad[5] mientras expone aquello que satisface esta necesidad, dando su medida en la gracia que pone delante de nosotros toda la plenitud del amor de Dios en Cristo. Es una revelación de Dios en la Persona de Cristo, que pone al hombre en su lugar delante de Dios, en la presencia de Aquel que se revela tanto a Sí mismo como en gracia en Cristo. Todas las promesas son llevadas a cabo también en la Persona de Aquel que es revelado. Por lo tanto, es importante ver que empieza con la Persona de Cristo y no con el perdón ni con la justicia, aunque sean plenamente desarrollados más tarde a partir del versículo 17.
Capítulo 1
No hay ninguna epístola en la que el apóstol no afirme su discipulado sobre unas bases más positivas y formales como en ésta. En Roma él no esperaba reconocimiento de sus labores. Nunca había visto a los romanos, y no era nada menos que su apóstol, pues era apóstol de los gentiles. Era deudor a ellos. Les escribe porque recibió una misión del Señor mismo que alcanzaba a todos ellos. Como gentiles, se hallaban en esta esfera de servicio designada. Era asunto suyo presentársela como una ofrenda santificada por el Espíritu Santo (cap. 1:16). Ésta era su comisión. Dios actuó con poder cuando Pedro se dirigía a los judíos; la misión de Pablo era a los gentiles. Fue a él que se le encomendó esta misión. Además, los doce lo reconocieron así. Si Dios había ordenado que Pablo llevara a cabo su misión en relación directa con el cielo, y separado de la influencia secular de la capital, y si Roma tenía que perseguir este evangelio, esta ciudad no sería por ello menos gentil. Era pertenencia de Pablo por lo que respecta al evangelio. Según el Espíritu Santo, Pedro discursó con los judíos cuando ejercitaba su discipulado; Pablo, con los gentiles.
Éste era el orden administrativo según Dios. Vayamos ahora a la sustancia de su posición. Pablo era el siervo de Cristo –éste era su carácter, su vida. Otros lo fueron en más o menos medida, pero él lo fue más que ellos. Fue un apóstol llamado por el Señor, y no solamente eso, porque penosas como se presentaron todas sus ocasiones, mientras vivió aquí abajo nunca fue inferior a su llamamiento. Había sido llamado aparte para las buenas nuevas de Dios.
Estos dos últimos caracteres reciben una fuerte corroboración a través de la revelación que el Señor da a Pablo en su camino a Damasco –su llamamiento y su misión a los gentiles en esa ocasión; y poniéndose bajo la dirección del Espíritu Santo en Antioquía cuando proseguía adelante para cumplir con dicha misión.
Él llama al evangelio para el que fue llamado aparte el evangelio de las buenas nuevas de Dios. El Espíritu Santo lo presenta en su origen. Este evangelio no es lo que el hombre debiera ser para Dios, ni siquiera es el mero medio por el que pudiera acercarse a Él en Su trono. Son los pensamientos de Dios y Sus actos, y podemos añadir, para con el hombre –Sus pensamientos en bondad y la revelación de Aquel en Cristo Su Hijo. Se acerca al hombre conforme a lo que Él es y conforme a lo que Él quiere en gracia. Dios viene a él; es el evangelio de Dios. Éste es el verdadero aspecto: el evangelio nunca acaba de ser comprendido a menos que sea para nosotros el evangelio de Dios, la actividad y revelación de la naturaleza divina y de la voluntad de Dios en gracia para con los hombres.
Habiendo destacado el origen, al Autor del evangelio, Aquel quien así se revela en Su gracia, el apóstol presenta la relación entre este evangelio y los tratos de Dios que le precedieron históricamente: cómo fue decretado aquí abajo, y al mismo tiempo su propio sentido objetivo, esto es, su tema propiamente dicho, y el lugar en el que se lo considera con referencia a lo que le precede –el orden de cosas que conseguían mantener, en aquellos a los que pertenecía, un sistema fundamental e independiente cuando rechazaban el evangelio. Aquí introduce aquello que lo precedió, no como asunto de discrepancia, sino en su verdadero carácter, para refuerzo del testimonio del evangelio (anticipando objeciones y resolviéndolas de antemano).
Para el gentil era la revelación de la verdad y de Dios, en gracia. Para el judío era verdaderamente eso, mientras que ponía también todo lo que le concernía en su lugar correcto. La relación del Antiguo Testamento con el evangelio es ésta: el evangelio de Dios había sido proclamado de antemano por medio de Sus profetas en escritos sagrados. Obsérvese aquí que en estas santas escrituras el evangelio de Dios no había llegado aún, ni era proclamado a los hombres a la sazón. Pero sí fue prometido o proclamado de antemano, como si hubiera sido enviado. La asamblea no fue siquiera anunciada como lo fue el evangelio, como que aún había de venir.
Además, el tema de este evangelio es, ante todo, el Hijo de Dios. Él realizó una obra, pero es Él mismo quien es el verdadero tema del evangelio. Ahora bien, Él es presentado bajo dos aspectos: en primer lugar, es el objeto de las promesas, el Hijo de David según la carne; en segundo lugar, el Hijo de Dios en poder, el cual, en medio del pecado, anduvo por el Espíritu en santidad divina absoluta –siendo la resurrección la prueba ilustre y victoriosa de quién era Él, andando en este carácter. Es decir, que la resurrección es una manifestación pública de aquel poder en el que anduvo en santidad absoluta durante su vida, manifestando por este medio que Él es el Hijo de Dios en poder. No se trata aquí de las promesas, sino del poder de Aquel que podía enfrentarse a la muerte en la que yacía el hombre, y vencerla completamente. Y ello en relación con la santidad que daba testimonio durante Su vida del poder de ese Espíritu con el que caminaba, y en el que era guardado del pecado. Fue en el mismo poder con el que Él era absolutamente santo en vida, que Él resucitó de los muertos.
En los caminos de Dios sobre la tierra, Él era el objeto y el cumplimiento de las promesas. Respecto a la condición del hombre bajo el pecado y la muerte, Él conquistó completamente aquello que se interponía en Su camino, ya fuera que lo hiciese en vida o en la resurrección. Era el Hijo de Dios quien estaba allí, dado a conocer mediante la resurrección conforme al poder que en Él había, el cual era exhibido conforme al Espíritu a través de la santidad en la que vivía[6]. ¡Qué gracia maravillosa ver todo el poder del mal, ese espantoso umbral de la muerte que atemorizaba la vida de pecado del hombre, y que le abandonaba al juicio inevitable que merecía, cómo es abatido y destruido por Aquel que quiso entrar voluntariamente en la lóbrega cámara cerrada para llevar sobre Sí toda la debilidad humana, y salvarle completa y absolutamente al cargar con el castigo cuando se sometió a la muerte! Esta victoria sobre la muerte, la liberación del hombre de su dominio por medio del poder del Hijo de Dios hecho Hombre, cuando fue sujetado a ella como sacrificio por el pecado, es la única base de esperanza para el hombre mortal y pecador. Pone a un lado todas las demandas del pecado y de la muerte. Destruye para aquel que tiene parte en Cristo el sello del juicio sobre el pecado que está en la muerte, y un nuevo hombre, una nueva vida comienza para aquel que había estado atrapado en este juicio, y lejos del alcance de su pasada miseria. Es una vida fundada sobre el valor de lo que el Hijo de Dios había cumplido allí.
En pocas palabras, tenemos como tema del evangelio al Hijo de Dios, venido de la semilla de David según la carne; y, en el seno de lo humano y lo mortal, es declarado ser el Hijo de Dios en poder por medio de la resurrección[7], Jesucristo nuestro Señor. El evangelio era el evangelio de Dios mismo, pero es por Jesucristo el Señor que el apóstol recibió esta misión. Él era la cabeza de la obra que envió a los obreros a la mies que tenían que cosechar en el mundo. El objetivo de esta misión, así como su alcance, era la obediencia de la fe –no la obediencia a la ley– en medio de las naciones, afirmando la autoridad y el valor del nombre de Cristo. Era este nombre el que debía prevalecer y ser reconocido.
La misión del apóstol no era solamente su servicio. Cuando le fue confiado el mismo, se trataba también del testimonio de la gracia personal y del favor de Cristo hacia él. No estoy hablando aquí de la salvación, aunque en el caso de Pablo las dos cosas estaban identificadas –hecho que daba un claro matiz a la energía de su misión. Había gracia y favor en la comisión misma, y es importante recordarlo. Esto confería un carácter a la misión y a su realización. Un ángel puede realizar una misión providencial, un Moisés puede describir en detalle una ley en el espíritu de la ley, un Jonás, un Juan el Bautista puede predicar el arrepentimiento, separarse de la gracia que parecía desacreditarle ante los perversos gentiles, o en el desierto, donde poder colocar el hacha a la raíz de los árboles sin fruto en el jardín de Dios. Pero por medio de Jesús, Pablo, como portador de las buenas nuevas de Dios, recibe gracia y apostolado. Lleva por medio de esta gracia, y como gracia, el mensaje de la gracia a los hombres dondequiera que se encontrasen, que venía con toda la magnitud de los derechos de Dios sobre los hombres, y en Él mismo como soberano, y en la cual Él ejerce Sus derechos. Entre estos gentiles, los romanos creyentes también eran los llamados de Jesucristo.
Pablo, por lo tanto, se dirige a todos los creyentes de esta gran ciudad. Ellos eran amados por Dios, y santos por llamamiento[8]. Les desea, como en todas las epístolas de Pablo, gracia y paz de Dios Padre y del Señor Jesucristo, de parte de quien él libraba este mensaje. La gracia perfecta de Dios por medio de Cristo, la paz perfecta del hombre, y su paz con Dios, era lo que él traía en el evangelio y en su corazón. Éstas eran las verdaderas condiciones de las relaciones de Dios con el hombre, y las del hombre con Dios, mediante el evangelio como terreno sobre el cual es emplazado por el cristianismo. Cuando el individuo es interpelado, se introduce otra consideración: la de sus propias flaquezas y debilidades. Así, la «misericordia» es lo que se añade al deseo de los escritores sagrados en referencia a los individuos (véanse las epístolas a Timoteo y Tito, y la Segunda Epístola de Juan)[9].
Si el amor de Cristo está en el corazón, si Él tiene su lugar allí, es delante de Dios que uno está ocupado con los objetos de la gracia, y después, estando la obra de Dios en ellos, la gracia que se ha manifestado es lo primero que viene a la mente, sea en amor o en gratitud. La fe de los romanos sube en acción de gracias desde el corazón del apóstol, a quien le habían llegado tales noticias.
Más tarde expresa él el anhelo de verlos, un anhelo que ocupaba su mente. Aquí expone su relación de apóstol hacia ellos, con la ternura y delicadeza que esta gracia y este amor comportaban y que formaron esa relación que constituía su fuerza. Él es apóstol por derecho hacia todos los gentiles, aun cuando no los haya visto. En el corazón, él era su siervo, y con el amor fraternal más certero y fervoroso, manando de la gracia que le había hecho apóstol, él anhela verlos para transmitirles un don espiritual que su posición como apóstol le capacitaba para impartir. Lo que tenía en su corazón como propósito era poder disfrutar la fe común tanto de él como de ellos, una fe fortalecida por estos dones, y para su mutuo consuelo. A menudo había tenido la intención de venir a ellos para obtener algún fruto también en esta parte del campo que Dios le había dado, pero hasta ahora no había podido ir.
Se declara deudor a todos los gentiles, y presto a predicarles el evangelio también a los de Roma. La manera como el apóstol reclama todo el campo de los gentiles como propio, y en el cual fue impedido por Dios de dirigirse a Roma hasta que no hubiera llegado el final de su carrera –y sólo como prisionero después–, merece nuestra atención.
Sea como fuere, él estaba listo en virtud del valor que tenía el evangelio, un punto que le lleva a considerar tanto el valor como el carácter de este evangelio. Pues dice que no se avergonzaba del mismo. Era el poder de Dios para salvación. Obsérvese aquí cómo presenta el apóstol todas las cosas como viniendo de Dios. Es el evangelio de Dios, el poder de Dios para salvación, la justicia de Dios, e incluso la ira de Dios desde el cielo –algo diferente del castigo terrenal. Ésta es la clave de todo. El apóstol acentúa esto y lo adelanta en el comienzo de la epístola, pues el hombre siempre tiende a confiar en sí mismo y a jactarse, buscándose méritos y justicias con las que mantenerse satisfecho, como si de todo ello pudiera sacar algo. Era el gozo del apóstol poner a su Dios delante de todas las cosas.
Así, Dios intervino en el evangelio realizando una salvación que fue completamente Su propia obra, una salvación con Él como fuente y poder, efectuada por Él mismo. El hombre fue introducido en esta salvación por la fe. Era el creyente quien la compartía, pero el tener parte en ella por la fe fue exactamente la manera de compartir esta fe sin haber de añadírsele nada en absoluto a esta salvación, y dejarla como la completa salvación de Dios. Loado sea Dios de que esto es así, sea por la justicia o por el poder, o por el resultado completo, porque así es algo perfecto, divino. Dios ha venido, en Su poder todosuficiente y en amor, para dar libertad a los desdichados conforme a Su propio poder. El evangelio es la expresión de esto: uno cree en él y lo comparte.
Hay una razón especial que explica por qué es el poder de Dios en salvación. El hombre se había desviado de Dios por el pecado. Sólo la justicia podía traerle a Su presencia y hacerle apto para estar allí en paz. Como pecador, no tenía justicia, sino todo lo contrario; y si el hombre tiene que venir ante Dios como pecador, el juicio inevitablemente le aguarda. De esta manera es como se manifiesta la justicia. Pero en el evangelio, Dios revela de Su parte una justicia positiva. Si el hombre no posee ninguna, Dios tiene una justicia inherente a Él, perfecta como Él, conforme a Su propio corazón. Una justicia como ésta es la que se revela en el evangelio. De justicia humana no hallamos ninguna traza; es la justicia divina la que se revela. Es totalmente perfecta en sí misma, divina y completa. Para que sea revelada, debe ser así. El evangelio nos lo proclama.
El principio sobre el que esto se anuncia es la fe, porque existe y es divina. Si el hombre obraba en esa justicia, o tenía algo que ver en ella, así como si su corazón hubiera efectuado algo en ella, ya no sería la justicia de Dios, puesto que es total y absolutamente de Él. Nosotros creemos en el evangelio que revela esta justicia. Pero si es el creyente que participa de este evangelio, todo aquel que tiene fe participa también del mismo. La justicia está sobre el principio de la fe. Es revelada a la fe allí donde esta fe se halla.
Ésta es la fuerza de la expresión traducida como «de fe a fe» –sobre el principio de la fe hacia la fe. Ahora bien, la importancia de este principio se hace evidente aquí. Admite a cada gentil creyente en la misma relación que es admitido el judío, que no tiene más derecho que el otro de entrar. Ambos tienen fe, el evangelio no reconoce otros medios para participar en esta fe. La justicia es de Dios; el judío no tiene más en esta justicia que el gentil. Como está escrito: «El justo vivirá por fe». Las escrituras de los judíos testificaban de la verdad acerca del principio del apóstol.
Esto es lo que el apóstol proclamaba de parte de Dios para el hombre. El tema principal era la Persona de Cristo, hijo de David según la carne –el cumplimiento de la promesa–; y el Hijo de Dios con poder conforme al Espíritu de santidad. Pero la justicia de Dios –no del hombre– estaba revelada en el evangelio. Éste es el impresionante hilo conductor de todo lo que sigue a continuación. En realidad, tenía razón el apóstol al decir que no se avergonzaba de este evangelio, aunque era menospreciado por los hombres.
Esta doctrina era confirmada por otra consideración, que se basaba en la gran verdad que la contenía. Cuando Dios se dio a conocer, no podía considerar las cosas según las revelaciones parciales que se adaptaban a la ignorancia del hombre, así como a las dispensaciones temporales mediante las que Él los gobernaba. La ira no era meramente Su intervención en gobierno, como en el caso de la cautividad asiria o babilónica. Se trataba más bien de la «ira del cielo». La oposición básica de Su naturaleza respecto al mal, y Su rechazo penal del mismo se manifestaban allí donde este mal se encontraba. Ahora bien, Dios se manifestaba en el evangelio. La ira divina no hace irrupción allí –pues la gracia proclamaba la justicia de Dios en salvación para los pecadores que creyeran–, sino que es revelada –no exactamente en el evangelio, porque ahí es la revelación de la justicia– desde el cielo contra toda impiedad, contra todo lo que no respeta la presencia de Dios y no es compatible con la presencia divina, y contra toda injusticia o iniquidad en aquellos que poseían la verdad pero deshonraban a Dios. Esto es, contra todos los hombres, gentiles o no, y particularmente los judíos que tenían el conocimiento de un Dios conforme a la ley; y, nuevamente –puesto que el principio es universal y mana de aquello que Dios es cuando Él se revela– contra cada uno que profesa el cristianismo y camina en el mal que Dios aborrece.
Esta ira divina, conforme a la naturaleza celestial de Dios, en contra del hombre como pecador, hacía que la justicia de Dios fuera algo necesario. El hombre tenía que enfrentarse a un Dios plenamente revelado como Él es. Esto le demostraba que era totalmente pecador, pero también le preparaba el camino en gracia para un lugar mucho más excelente y permanente que se basaba en la justicia de Dios. El evangelio revela la justicia: su conveniencia e imperiosidad son demostradas por el estado pecaminoso en el que se hallan todos los hombres, por cuya causa la ira se revelaba desde el cielo. El hombre no tenía que ser meramente gobernado por Dios y encontrar esta ira en gobierno, sino que tenía que comparecer delante de Dios. ¿Y cómo podía él permanecer allí? La respuesta es la revelación de la justicia de Dios por medio del evangelio. De ahí que, al hablar también de la resurrección de Cristo, sea declarado Hijo de Dios conforme al Espíritu de santidad. Dios debe ser hallado tal como es. La revelación de Dios mismo en Su naturaleza santa trascendía inevitablemente al simple judío. Era una revelación que tenía que ver con el pecado dondequiera que existiese, y que dejaba bien claro lo que Dios es. Es una verdad gloriosa, y ¡cuán bienaventurado entonces que la justicia divina se haya revelado en gracia soberana! Siendo Dios amor, podemos concluir que no pudo ser de otro modo. ¡Cuán glorioso tener a Dios revelado así!
La tesis de la epístola está en el versículo 17, y lo que demuestra su necesidad está en el versículo 18. A partir del 19 hasta el final del versículo 20 en el capítulo 3, la condición de los hombres tanto judíos como gentiles, a quienes se aplica esta verdad, es ofrecida en detalle para mostrarles cómo eran merecedores de esta ira y cómo estaban todos ellos atrapados en el pecado. El versículo 19 de este capítulo ofrece los principios conductores del mal con respecto a los gentiles. Desde el versículo 21 al 31 del capítulo 3, aunque escuetamente, es declarada con fuerza la respuesta en gracia mediante la justicia de Dios y a través de la sangre de Cristo. Tenemos la respuesta a nuestro viejo estado a través de la sangre de Cristo, y luego la introducción en el nuevo por la muerte y la vida a través de Cristo.
El apóstol empieza con los gentiles: «toda impiedad de los hombres». Digo los gentiles porque es evidente que si un judío caía en esta impiedad, esta culpa también era la suya; pero la condición descrita aquí y hasta el capítulo 2:27, se refiere a los gentiles. Más adelante hace mención de los judíos hasta el capítulo 3:20.
El capítulo 1:18 es la tesis de todo el argumento desde el versículo 19 al capítulo 3:20, mostrando esta parte de la epístola las razones de esta ira.
Los gentiles están sin excusa, por dos razones. En primer lugar, aquello que es conocido de Dios les ha sido manifestado por la creación, por Su poder y Su Deidad. Esta prueba ha existido desde la creación del mundo. En segundo lugar, teniendo el conocimiento como Noé lo tenía, no le glorificaron como a Dios, sino que le glorificaron con su vana imaginación, razonando en sus propios pensamientos sobre este asunto con las ideas producto de sus mentes, convirtiéndose en necios mientras creían ser sabios, y cayeron en la idolatría de la peor clase. Ahora bien, Dios ha juzgado esto. Si ellos no querían conservar un pensamiento justo de la gloria de Dios, no conservarían tampoco una idea justa del honor natural del hombre. Habían de deshonrarse ellos mismos igual que habían deshonrado a Dios. Ésta es la descripción exacta, en pocas pero expresivas palabras, de toda la mitología pagana. No tenían ningún discernimiento ni inclinación moral para conservar su conocimiento de Dios. Dios los abandonó a un espíritu de insensatez, en el cual se jactaban en sus depravadas inclinaciones y en aquellas cosas contrarias a la naturaleza. La conciencia natural conocía que Dios juzgaba estas cosas como dignas de muerte según las justas demandas de la naturaleza divina. Sin embargo, ellos no sólo las practicaban, sino que se complacían en aquellos que las practicaban cuando su propia concupiscencia no los empujaba a ello. Esto dejaba sin excusas a los que juzgaban el mal, porque lo cometían cuando pretendían juzgarlo. A través de este pretendido juicio, el hombre se condenaba doblemente, puesto que cuando juzgaba demostraba que conocía el mal que hacía, y sin embargo persistía en él. Pero el juicio de Dios es conforme a la verdad contra aquellos que cometen tales cosas: los que eran convencidos al juzgar estos males, no tenían escapatoria.
Capítulo 2
Dos cosas son presentadas aquí en lo que concierne a Dios: su juicio del mal –el hacedor de iniquidad no tiene escapatoria, siendo que el juicio mantiene la diferencia entre el bien y el mal; y la gracia, paciencia y misericordia divinas con referencia al hacedor de iniquidad, cuando la bondad de Dios le invita a que se arrepienta. El que persiste en el mal se engaña tratando de olvidar el juicio certero de Dios cuando menosprecia Su bondad. Las consecuencias, tanto de una vida de espaldas a Él y a su verdad por una parte, y de la búsqueda de una vida que le agrada y de la vida eterna por otra, son cosas certeras. La tribulación y angustia son la parte de lo primero de un lado, y del otro la gloria y el honor. Todo esto sin hacer más diferencia de los judíos que de los gentiles.
Dios juzgaba todo según su verdadero carácter moral, conforme a las ventajas que se le habían ofrecido al culpable[10]. Los que habían pecado sin conocer la ley perecerían sin la ley, y los que habían pecado bajo la ley serían juzgados conforme a la misma, en aquel día cuando Dios juzgue los secretos del corazón conforme al evangelio que Pablo predicaba. Este carácter del juicio es muy importante. No se trata del gobierno del mundo mediante un juicio terrenal y externo, como lo entendía el judío, sino que se trata del gobierno del individuo según como Dios conocía su corazón.
Dios también quiere realidades. El gentil que cumplía la ley era mejor que el judío que la quebrantaba. Si se hacía llamar judío y se comportaba indignamente (cap. 2:17), deshonraba a Dios, y aunque se jactara de sus privilegios, era causa de que el nombre de Dios fuese blasfemado entre los gentiles. Luego expande el apóstol la idea de que Dios exigía una realidad moral, y que si un gentil actuaba según lo que la ley demandaba, era mejor que un judío que la desobedecía. El verdadero judío era aquel que tenía la ley en su corazón y estaba circuncidado en el espíritu, y no meramente aquel que profesaba una circuncisión exterior. Ésta era una condición loable para Dios, y no solamente para el hombre.
Capítulo 3
Habiendo establecido la gran verdad de que Dios exigía una bondad moral verdadera, el apóstol considera la posición de los judíos. ¿No suplicarían ellos el favor divino? ¿No podía hallarse beneficio alguno en el judaísmo? Por supuesto que sí, pues ellos poseían a los oráculos de Dios. Los caminos de Dios eran llenos de bendición en sí mismos, pero esto no cambiaba nada las verdades inmutables de la naturaleza divina. Si se hubieran hallado muchos incrédulos entre ellos, este hecho no alteraba la fidelidad de Dios ni la disminuía, pues no hacía más que corroborarla para aquellos que continuaban en su manera de ser y no se aferraban a las mandatos de la justicia. Los incrédulos debían ser castigados conforme a lo que eran, y ello engrandecería la inalterable fidelidad de Dios, la cual nunca fracasa, y a pesar de lo poco que fuera a servirle a la masa de la nación. Si no fuera así, Él no podría juzgar a nadie, ni siquiera al mundo –el cual el judío deseaba ver bajo juicio–, ya que la condición del mundo realzaba y hacía más evidente la fidelidad de Dios hacia Su pueblo. Si entonces el judío podía beneficiarse, ¿significaba ello que era mejor? En absoluto. Todos permanecían bajo la sentencia del pecado, tanto judíos como gentiles, tal como Dios lo había declarado[11].
El apóstol cita ahora el Antiguo Testamento para demostrar esto que ha dicho con respecto a los judíos, quienes no negaban lo que él ha dicho refiriéndose también a los gentiles. Dice él, «La ley pertenece a vosotros. Os jactáis de que es pertenencia exclusiva vuestra. Oíd entonces lo que dice del pueblo, de vosotros. Os habla a vosotros, tal como reconocéis. Por tanto, no se halla entre vosotros un hombre recto sobre el que Dios pueda mirar desde el cielo». Da las citas de Salmo 14:2, 3; Isaías 59:7, 8 para exponer el juicio que pronunciaron sobre ellos los oráculos de quienes tanto se enorgullecían. De esta manera cerraba todas las bocas, y exponía la culpa del mundo delante de Dios. Así, ninguna carne puede justificarse ante Dios por medio de la ley, porque si el mundo nadaba en el pecado entre medio de tinieblas, era esta ley la que le hacía el pecado conocido. Sin la ley, y fuera de toda ley, una justicia que es la de Dios ha sido manifestada, dando testimonio de ello los profetas y la ley misma.
Hallamos no solamente la condición de los gentiles y de los judíos expuesta junto a los grandes principios inmutables del bien y del mal, cualesquiera fuesen los tratos de Dios, sino que también está ahí el resultado de la ley misma y lo que el cristianismo introdujo respecto a la justicia, algo completamente ajeno a la ley, aunque la ley y los profetas ya daban testimonio de ello. En una palabra, la verdad eterna en cuanto al pecado y a la responsabilidad del hombre, el efecto de la ley, la relación que el Antiguo Testamento guarda con el cristianismo, el verdadero carácter del mismo en lo que concierne a la justicia, en cuanto que es algo totalmente nuevo e independiente, la justicia de Dios mismo, toda la cuestión entre el hombre y Dios con respecto al pecado y a la justicia, son resueltos desde su fundamento en estas pocas palabras. La manera como todo esto se ha realizado, es lo que vamos a ver ahora[12].
Es la justicia de Dios por la fe en Jesucristo. El hombre no ha satisfecho esta justicia, ni ha procurado satisfacerla. Es la justicia de Dios, es Su justicia. Al creer en Jesucristo, el hombre obtiene la participación en esta justicia. Si se tratara de una justicia humana, obtendría esta participación mediante la ley que es la norma de tal justicia –una ley dada solamente a los judíos. Pero como se trata de la justicia de Dios mismo, alcanzaba a todos sin excepción. Era la justicia de Dios «para todos». Un judío no tenía más relación con la justicia de Dios que un gentil. Era, de hecho, universal en su aspecto y en su aplicabilidad. Una justicia de Dios para el hombre, porque ningún hombre tenía ninguna para Dios, y se aplicaba a todos los que creían en Jesús. Allí donde había fe, era aplicada. El creyente la poseía, se dirigía a todos y era para todos aquellos que creían en Jesús. No había diferencia, por cuanto todos pecaron y fueron destituidos de la gloria de Dios[13]. Privados de esta gloria, eran justificados gratuitamente por su gracia a través de la redención que es en Cristo Jesús. Ya fuera judío o gentil, el hombre era pecador, y la justicia era la justicia de Dios; la bondad de Dios era la que la otorgaba, y la redención en Cristo Jesús el medio divino para tener parte en ella[14].
Antes de realizarse esta redención, en vista de ello Dios había soportado con paciencia a los que eran fieles, y Su justicia en perdonarlos se hacía ahora evidente. Pero además, la justicia misma ha sido manifestada: llegamos a Cristo como una propiciación que Dios ha preparado para los hombres, y hallamos sobre ella la sangre que nos permite entrar libremente a Dios en justicia –Dios, cuya gloria está satisfecha en la obra que Cristo Jesús realizó, testificando de ello Su sangre sobre el propiciatorio. No es ya más «paciencia», pues se ha manifestado la justicia para que Dios sea visto justo y equitativo al justificar al que es de la fe de Jesús. ¿Dónde está, pues, la jactancia? Los judíos se jactaban mucho en referencia a los gentiles, y la autojusticia siempre se jacta: no es una ley de las obras que pueda excluirla. El hombre que se justifica a sí mismo por las obras tendría algo en lo que jactarse. Es la ley de la fe, el principio divino sobre el que estamos situados, la que excluye esta autojusticia, porque es por la obra de otro, sin las obras de la ley, que a través de la gracia tenemos parte en la justicia divina, sin poseer ninguna nosotros.
¿Es Dios el Dios de los judíos solamente[15]? No, Él es también el Dios de los gentiles. ¿Cómo lo es? Lo es en gracia. Es un Dios que justifica a los judíos que buscan la justicia, sobre el principio de la fe, y como la justificación descansa sobre este principio, también los gentiles son justificados por la fe. Los hombres son justificados por fe; entonces, el gentil creyente es justificado. Con referencia al judío, se trata del principio el que es establecido (porque ellos buscaban la justicia). Con respecto al gentil, desde que la fe fue una realidad en este caso, era justificado por hallarse la justificación sobre este principio.
¿Es que entonces la fe anulaba la autoridad de la ley? En ningún modo. Establecía completamente su autoridad; permitía que el hombre participase de la justicia divina al igual que reconocía su justa y total condenación estando bajo la ley. Su condenación hacía perentoria otra justicia, por cuanto según la ley el hombre no poseía ninguna. La ley demandaba una justicia, pero mostraba que el pecado estaba allí. Si la justicia que demandaba no hubiera sido necesaria, cuando no podía producirla en el hombre, no habría sido necesaria otra. Ahora bien, la fe afirmaba esta necesidad y la validez de la condenación del hombre bajo la ley, al hacer que el creyente participara en esta otra justicia, que es la de Dios. Aquello que la ley demandaba, no lo podía dar. Y a causa de que lo demandaba, el hombre no podía producirlo. El haberlo podido producir hubiera suprimido la obligación de la ley, pero Dios actúa en gracia cuando la obligación de la ley es mantenida plenamente en la condenación. Él da justicia, porque es necesario que la haya. Él no anula la obligación de la ley por la que el hombre es totalmente condenado[16], sino que al reconocer y afirmar la justicia de esa condenación, Él se glorifica en gracia cuando ofrece al hombre una justicia divina cuando no tenía ninguna justicia propia para presentar a Dios y que estuviera relacionada con las obligaciones que la ley le imponía. Por tanto, la fe no anula la ley, sino que establece plenamente su autoridad. Muestra al hombre justamente condenado bajo ella, y mantiene la autoridad de la ley en esta condenación sujetando a todos en ella bajo maldición[17].
El lector observará que lo que se expone con claridad al final de este tercer capítulo es la sangre de Cristo, aplicada a los pecados del viejo hombre, haciendo del perdón algo justo y liberando al creyente de sus pecados mediante esta sangre. Esto cumplió con toda la culpa del viejo hombre.
Capítulo 4
Abordamos ahora otro aspecto que habla de la justificación, pero sin dejar de probar los pecados, y que no nos sitúa todavía en un lugar nuevo como el de la resurrección, en relación con lo dicho y en consecuencia con ello.
En lo que se refiere a los judíos, e incluso en lo que concierne a la cuestión de la justicia, había además de la ley otra consideración de gran peso que tenía que ver tanto con ellos como con los tratos de Dios. ¿Qué hay que decir de Abraham, que fue llamado por Dios para ser linaje patriarcal y padre de los fieles? Después de haber expuesto el apóstol la relación en la que la fe estaba con respecto a la ley por la introducción de la justicia de Dios, toma la cuestión del terreno en el que fue colocado Abraham para agrado de Dios en justicia. El judío podría haber admitido su error personal bajo la ley, y suplicar el disfrute de privilegios bajo Abraham. Si consideramos a este último según la carne –es decir, en relación con los privilegios derivados de él como herencia para sus hijos– y tomamos nuestro lugar bajo su línea sucesoria para disfrutar estos privilegios, ¿sobre qué principio nos coloca esto? Sobre el mismo principio de la fe. Habría tenido algo de lo que gloriarse si él hubiera sido justificado por las obras, pero delante de Dios esto no fue así. Las Escrituras dicen: «Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia. Pero al que obra, no le es contado el salario como gracia, sino como deuda., pero al que no obra, sino que cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia». De todo ello, de hecho, él glorifica a Dios del modo que Dios desea ser glorificado, y conforme a la revelación que Él ha dado de Sí mismo en Cristo.
El testimonio que dio Abraham es para justificación por la fe. David sostiene también este testimonio y habla de la bienaventuranza del hombre al cual se le imputa la justicia sin obras. Aquel cuyas iniquidades son perdonadas, cuyos pecados son cubiertos y a quien el Señor no imputa de pecado, éste es el hombre que David llama bienaventurado. Todo ello daba por supuesto que el hombre era pecador y sin justicia en sí mismo. Era una cuestión de lo que Dios era en gracia para alguien así, y no de lo que alguien así podía ser para Dios, cuando este alguien era además pecador. Su bienaventuranza era que Dios no le imputaba los pecados que había cometido, y no que él mismo fuera justo delante de Dios. Para el hombre, la justicia se hallaba en la gracia de Dios. Ésta es identificada con la no inculpación de los pecados al hombre, aunque fuera culpable de cometerlos. Ningún pecado le es imputado.
¿Era esto justicia solamente para la circuncisión? Nuestro argumento es que Dios contaba con que Abraham era justo por la fe. ¿Estaba él circuncidado cuando esto tuvo lugar? No, era incircunciso. Entonces la justicia es por la fe, y para los incircuncisos también –un testimonio duro de sobrellevar para un judío, porque Abraham era el bello ideal al que se vinculaban todas las ideas sobre la excelencia de los privilegios. La circuncisión era sólo un sello para la justicia que era por la fe y que Abraham poseía en su incircuncisión, para que pudiera ser el padre de todos los creyentes que se hallaban en el mismo estado de incircuncisos, de manera que la justicia les fuera también imputada. Y que fuera el padre de la circuncisión, es decir, el primer modelo de un pueblo verdaderamente separado para Dios, no sólo con referencia a los circuncisos, sino a todos aquellos que quisieran andar en los pasos de su fe aun no siendo circuncidados. Después de todo, la promesa de que él iba a ser heredero del mundo no fue hecha a Abraham ni a su semilla en relación con la ley, sino con la justicia que es por la fe. Porque si los que están sobre el principio de la ley son los herederos, la fe por la que Abraham recibió esta justicia es vana, y la promesa sin efecto[18]. La ley provoca la ira –algo muy diferente de introducir el gozo de una promesa– porque donde no hay ley, tampoco trasgresión de la ley. Obsérvese que el apóstol no dice que no haya pecado, sino que donde no hay mandamiento, no se lo puede violar. Ahora bien, siendo la ley dada al pecador la ira es una consecuencia forzosa de su imposición.
Ésta es la parte negativa de la cuestión. El apóstol muestra que con referencia a los judíos mismos, la herencia no podía estar sobre el principio de la ley sin dejar a Abraham de un lado, pues a él la herencia le fue dada por medio de la promesa, lo cual implicaba que era por la fe: nosotros creemos en una promesa, no cumplimos una promesa que nos ha sido hecha. Consecuentemente, la justicia de Abraham fue –según la Escritura– a través de esta misma fe. Le fue imputada por medio de la justicia.
Este principio admitía a los gentiles, pero es establecido aquí con respecto a los judíos mismos y a los caminos de Dios, de tal manera que excluye la ley como medio para obtener la herencia de Dios. Los resultados acerca de los gentiles que creen el evangelio son declarados en el versículo 16: «Por eso es por fe, para que sea por gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda la descendencia» de Abraham, a quien fue hecha la promesa, no solamente a aquello que estaba bajo la ley, sino a todo lo que tenía la fe de Abraham, que es el padre de todos nosotros delante de Dios, como está escrito: «Te he puesto por padre de muchas gentes». Así, tenemos el gran principio establecido. Es la fe, antes de y sin la ley[19]; la promesa es hecha a un hombre en la incircuncisión, y es justificado por creer esto.
Se introduce ahora otro elemento. Humanamente hablando, el cumplimiento de la promesa era imposible, porque en este sentido Abraham y Sara eran como muertos, y la promesa tenía que ser creída frente a toda desesperanza de que se cumpliera, esperando en el grandioso poder de Aquel que levanta a los muertos y llama las cosas que son como si no lo fuesen. Ésta era la fe de Abraham. Él creyó la promesa de que sería padre de muchas naciones, porque Dios lo había dicho, y él contaba con el poder de Dios y le glorificaba sin poner en duda lo que Él dijo, aun fijándose en las circunstancias. Entonces, esto también le fue contado por justicia. Glorificó a Dios conforme a lo que Dios era. Esto no ha sido escrito por causa de él solamente, pues la misma fe nos será imputada a nosotros para justicia –fe en Dios como habiendo resucitado de los muertos a Jesús. No se trata aquí de la fe en Jesús, sino en Aquel que entró con poder dentro del dominio de la muerte, donde Jesús estuvo a causa de nuestros pecados y de donde salió por Su poder, por la poderosa actividad del amor de Dios que libró de bajo todas sus circunstancias a Aquel que llevó el castigo por nuestros pecados. Así que, creyendo que Dios ha hecho esto, aprehendemos todo el alcance de Su obra con la gracia y el poder manifestados en la misma, y conocemos así a Dios. Nuestro Dios es el Dios que ha hecho esto. Él mismo ha levantado a Jesús de entre los muertos, el que fue entregado por nuestras ofensas y resucitado para nuestra justificación. Nuestros pecados fueron ya sobre Él, y la activa intervención liberó al que había estado en la muerte como consecuencia de llevar todos ellos. No es solamente una resurrección de los muertos, sino de entre los muertos, siendo esto la intervención de Dios que manifestó en justicia a Aquel que le había glorificado. Creyendo en un Dios así, comprendemos que es Él quien, al resucitar a Cristo de entre los muertos, nos ha liberado de todos nuestros pecados que nos sujetaban, pues ha hecho volver en poder liberador a Aquel que los padeció por nuestra causa.
Capítulo 5
Así, siendo justificados por la fe, tenemos paz con Dios. Obsérvese aquí también la diferencia de la fe de Abraham con la nuestra. Él creyó que Dios podía realizar lo que prometía. Nosotros somos llamados a creer que Él lo ha realizado ya. La fe en la Palabra de Dios, que cree a Dios y descansa sobre Su poder en resurrección, es la fe en que todo esto nos ha liberado[20] del efecto de nuestros pecados. Reposa en el poder de Dios como habiendo efectuado esta liberación por nosotros y justificándonos a través de ella. Cristo fue entregado por nuestras ofensas y resucitado para nuestra justificación[21].
El apóstol había establecido los grandes principios. Ahora llega al origen y a la aplicación de todos, es decir, a su aplicación a la condición del alma en sus propias emociones. Presenta ante nosotros el efecto de estas verdades cuando son recibidas por la fe a través del poder del Espíritu Santo. La obra está hecha; el creyente tiene parte en ella, y está justificado. Habiendo sido justificados, tenemos paz con Dios, estamos en el favor divino y nos gozamos en la esperanza de la gloria de Dios. Creemos en un Dios que ha intervenido en poder para resucitar de los muertos a Aquel que llevó nuestras iniquidades, y quien, al resucitar, es el testigo eterno de que nuestros pecados son quitados y que el único Dios verdadero es Aquel que ha hecho esto en amor. Luego, tengo paz con Él; todos mis pecados son borrados, anulados, mediante la obra de Cristo; mi corazón aliviado de su carga conoce al Dios Salvador. Estoy en esta gracia o favor como algo presente, descansando sobre mí el bienaventurado favor presente de Dios, que es mejor que la vida. A través de Cristo, que entró a la presencia de Dios, estoy incluso ahora en el disfrute de Su favor, en gracia presente. Todos los frutos del viejo hombre son cancelados delante de Él por la muerte de Cristo. Nada puede suscitarse entre Dios y yo en cuanto a mis pecados. Él no tiene nada que imputarme, pues fue todo resuelto en la muerte y resurrección de Cristo. La gracia caracteriza mi relación presente con Dios. Me regocijo en la esperanza de la gloria de Dios después de que mis pecados fueron quitados según los requisitos de esta gloria, y que Cristo satisfizo cuando resucitó de los muertos. Es una esperanza totalmente fundada en la verdad de que yo estoy en ella, sin extrañar su existencia. Todo está relacionado con Dios mismo, conforme a Sus perfecciones, y relacionado también con Su gloria, para nuestra esperanza. Todo tiene relación con Su poder en resurrección –habiéndose efectuado ya la paz con Dios, el favor presente de Dios y la esperanza de la gloria.
Obsérvese bien aquí que la justificación es diferente de la paz. «Siendo justificados, tenemos paz». La justificación es mi verdadero estado delante de Dios, en virtud de la obra de Cristo, de Su muerte y de Su resurrección. La fe, entonces, conociendo así a Dios, tiene la paz con Él, siendo ello un resultado, como el disfrute actual de la gracia en la cual estamos. La fe cree en el Dios que ha hecho esto, y como quien ha ejercido su poder en amor y en justicia resucitando de los muertos a Aquel que llevó mis pecados y los abolió completamente, glorificando de manera perfecta a Dios en ello. Sobre esta base, por Él también hemos hallado este acceso al pleno favor de Dios en el cual estamos. ¿Y cuál es el resultado? Es la gloria; nos gozamos en la esperanza de la gloria de Dios. Es Dios el que es la raíz y el consumador de todo. Es el evangelio de Dios, el poder de Dios en salvación, y es dentro de esta gloria en la que somos introducidos en esperanza. Tal es la eficacia de esta gracia con respecto a nosotros; es la paz, la gracia o el favor, la gloria, de tal modo que uno puede decir: esto es todo lo que podemos tener: el pasado, presente y futuro me son provistos.
Aunque también hay más. En primer lugar, la experiencia práctica. De hecho pasamos a través de tribulaciones, pero nos gozamos en las mismas porque hace que el corazón sea ejercitado y nos soltemos de nuestro apego del mundo. Trabaja nuestra voluntad y el corazón, purificándolo de aquellas cosas que apagan nuestra esperanza con la provisión de las cosas presentes, las cuales, después de todo, provienen directamente de Aquel que las administra para nosotros en gracia fiel. Aprendemos que la escena que estamos cruzando se mueve y está sujeta a cambio, y que no es más que un sitio donde poder ejercitarnos, en vez de considerarlo la esfera propia de la vida. Fundada en la obra de Cristo, la esperanza se hace más evidente y queda más desgajada de la mixtura humana aquí abajo, y discernimos más claramente lo que es invisible y eterno; los vínculos del alma se identifican más completamente con aquello que está delante de nosotros. La experiencia, que es causa de desaliento a nuestra naturaleza humana, obra en la esperanza dándonos la clave para todo lo que pueda acontecernos, pues Dios, quien nos da esta esperanza vista tanto más cercana en medio de nuestras experiencias, derrama Su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo dado a nosotros.
Al tiempo que nos fundamenta en este gozo interior, el Espíritu Santo es cuidadoso en referirlo todo a Dios y a lo que Él ha hecho fuera de nosotros, con referencia a la prueba que ya tenemos de ello, a fin de que el alma sea edificada sobre aquello que está en Él, y no en lo que está en nosotros. Este amor está realmente en nosotros, explicándonos todo con dulzura, y el amor que está ahí en la presencia del Espíritu Santo es el amor de Dios, el cual se demostró, principalmente, en que cuando éramos débiles, Cristo a su debido tiempo murió por los impíos. El tiempo adecuado vino cuando el hombre demostró estar alejado de la piedad, y sin fuerzas para salir de esta condición aunque Dios le mostrara la manera a través de la ley. El hombre puede mostrarse fiel cuando tiene un motivo suficiente; Dios ha manifestado el amor peculiar[22]de Sí mismo cuando nosotros no le dábamos ningún motivo para manifestárnoslo, porque éramos pecadores; y Cristo murió por nosotros. La fuente estaba en Él mismo, era Él mismo. ¡Qué gozo saber que es a través de Él y en Él que tenemos todas estas cosas!
Habiéndonos reconciliado para Sí conforme a la solicitud de Su propio corazón, cuando éramos enemigos, mucho más proseguirá hasta el fin ahora que estamos justificados; seremos salvos de la ira a través de Cristo. Por consiguiente, añade hablando del medio: «Si fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo», por aquello que fue, digamos, debilidad, «mucho más seremos salvos por su vida», por la poderosa energía en la que Él vive eternamente. Así, el amor de Dios hace la paz con respecto a lo que éramos, nos da la seguridad de nuestro futuro, y nos hace felices además en el presente. Es aquello que Dios es lo que nos corrobora todas estas cosas. Él es amor, está lleno de consideración por nosotros y de sabiduría.
Hay un segundo «no solamente» después de nuestro estado –paz, gracia y gloria–. Lo que parecía una salvación completa y lo sigue siendo, fue establecido. «No solamente» nos gozamos en la tribulación, sino también en Dios. Nos gloriamos en Él mismo. Ésta es la segunda parte de la bendita experiencia del cristiano acerca del gozo resultante de nuestro conocimiento del amor de Dios en Cristo, y de nuestra reconciliación por medio de Él. Lo primero era que él se gloriaba en la tribulación como consecuencia de su efecto, y el amor divino lo sabía. Lo segundo, es el amor de Dios mismo en el hombre. Sabiendo esto, nosotros nos gloriamos no sólo en nuestra salvación, e incluso en las pruebas, sino que conociendo a este Dios Salvador –un Dios que ha resucitado a Jesús de los muertos y nos ha salvado en Su amor–, nos gloriamos en Él. No podemos tener mayor gozo que éste.
Con esto concluimos esta sección de la epístola, en la que, a través de la propiciación hecha por Cristo, la eliminación de nuestros pecados y el amor de Dios mismo han llegado a buen fin y han sido revelados. La paz, la posesión de la gracia, y la gloria en la esperanza, todo ello por el puro amor de Dios mismo manifestado en la muerte de Cristo por los pecadores. Es puramente de Dios, y por lo tanto divinamente perfecto. Nunca tuvo que ver nada la experiencia, cualquiera que fuese el gozo que se derivase de ella, sino el mero acto de Dios y la revelación de lo que Él es. Hasta aquí, los pecados y la culpa personal han sido considerados; ahora, lo serán el pecado y la condición de la raza. El puro favor de Dios hacia nosotros, comenzando en nosotros como pecadores, es hermosamente presentado, y continúa hasta que se toca nuestro gozo en Él mismo.
Habiendo dado las bases y el origen de la salvación, así como la confianza y el disfrute que de ella se derivan, basándolo todo en Dios, quien tuvo que tratar con todos aquellos que eran pecadores exentos de fuerzas, y ello a través de la muerte de Cristo, queda resuelta entonces la cuestión de nuestros pecados, aquel problema del que el hombre hubiera tenido que ser juzgado según lo que cada cual hubiese hecho. Con ley o sin ella, todos eran culpables. Un propiciatorio, o trono de la misericordia, fue manifestado en la sangre preciosa de Cristo, la paz fue hecha para los culpables y Dios se reveló en amor. Esto nos ha elevado a nosotros muy arriba. Es algo divino, y tiene que ver con el hombre como es en el presente. Es una cuestión de sus pecados. El judío no tiene ningún privilegio aquí, ni podía jactarse de nada. No podía aducir que el pecado hubiera entrado a través de ellos o por la ley. De lo que se trata aquí es del hombre, del pecado y de la gracia. El apóstol aborda este punto tan fundamental y esencial, que no trata de los pecados o de la culpa que se tuviesen que juzgar de ahí en adelante, sino del estado actual del hombre.
Éste tampoco tenía nada de que jactarse. El Dios de gracia está ante nuestros ojos actuando respecto al pecado, cuando no había nada allí excepto el agravio que la ley había hecho a través de las transgresiones. Esto nos lleva a la condición de la raza, y no meramente a los actos de los individuos. Esta condición era una exclusión de Dios, y una naturaleza mala. En estas dos cosas, eran todos iguales. El pecado había entrado por un hombre, y la muerte por el pecado, pasando ésta a todos los hombres puesto que todos habían pecado. El pecado estaba en el mundo antes que la ley. La ley no pudo aliviar la condición de la raza humana, sino que imputaba[23] al hombre su pecado a través del conocimiento y la prohibición del mismo. Aunque no hubiera habido ninguna imputación conforme al gobierno de Dios en virtud de un mandamiento que hubiese sido impuesto, o conocido, reinaba sin embargo la muerte –una prueba constante del pecado (la historia de Génesis hace que sea innegable este hecho, incluso para el judío) sobre aquellos que no habían roto ningún pacto basado en un mandamiento dado, como Adán hizo[24]; y sobre los judíos también, después que fuera dada la ley. Los hombres que vivieron entre Adán y Moisés, como no existían cuestiones que las tratara una ley, como sucedió antes y después de este intervalo de tiempo, murieron igual: el pecado reinaba.
Debemos observar aquí que desde el final del versículo 12 hasta el final del versículo 17, hay un paréntesis. Solamente la idea es desarrollada, como en casos similares. En el paréntesis, el apóstol, tras presentar a Adán como figura de Aquel que tenía que venir, arguye que el carácter del don no puede ser inferior al del mal. Si el pecado del primer hombre no limitaba sus efectos al que lo cometió, sino que se extendía a todos los que como raza estaban relacionados con él, mayor razón hay para que la gracia proveniente de Uno, Cristo Jesús, no acabe en Él sino que alcance también a todos los que están debajo de Él. Con respecto a la cosa, así como con la persona –y aquí es considerada la ley–, una única transgresión introdujo la muerte, pero la gracia remitió multitud de transgresiones. Esto bastaría para aquello que la ley había hecho necesario. En cuanto al efecto, la muerte tuvo su reinado; pero por medio de la gracia, la vida no sólo reinará sino que nosotros reinaremos en vida por medio de Uno conforme a la abundancia de la gracia, por Cristo Jesús.
En el versículo 18, el argumento general se resume de un modo muy abstracto. «Por la transgresión de uno», dice, «la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno (o acto de justicia) vino a todos los hombres la justificación de vida. Una transgresión implicaba, en su significado, a todos; y lo mismo sucede con el acto de justicia. Éste es el alcance de la acción en sí misma. En cuanto a la aplicación: por la desobediencia de un (único) hombre los muchos fueron constituidos pecadores, por la obediencia de uno (solo) los muchos son constituidos justos. Es presente el pensamiento de que el acto del individuo no queda encerrado, en sus efectos, dentro de los límites de su propia persona. Afecta a muchas otras sometiéndolas a las consecuencias de tal acto. Se dice «todos» cuando se habla aquí del radio de acción[25]; «los muchos», cuando es el efecto definitivo con referencia a los hombres, es decir, los «muchos» que estaban en relación con aquel que llevó a cabo la acción.
Esto sucedía a expensas de la ley, aunque ésta hacía más grave el mal cometido. Se trataba de los resultados de los actos de Adán y de los de Cristo, no de la conducta de los individuos, a los que evidentemente la ley se refería. Es por la desobediencia de un hombre que muchos (todos los hombres) fueron hechos pecadores, no por sus propios pecados. De pecados cada uno cometía los suyos; de lo que hablamos aquí es del estado pecaminoso en todos por igual. ¿De qué servía entonces la ley? Fue introducida de manera excepcional, por decirlo así, y como accesorio para el acto principal: «para que la transgresión[26] abundara». Pero no solamente donde abundaba la transgresión, sino también el pecado, pues bajo la ley y aun sin ella ha abundado siempre, y la gracia ha sobreabundado; a fin de que, igual que el pecado ha abundado en la muerte, la gracia pudiera reinar a través de la justicia en vida eterna por medio de Jesucristo nuestro Señor. Si donde reina el pecado hubiera reinado la justicia, habría significado la condenación del mundo entero. Es la gracia la que reina –el amor soberano de Dios. La justicia está a nivel con el mal cuando tiene que vérselas con éste, por el mero hecho de que es la justicia; pero Dios está por encima de ello, y actúa, y puede hacerlo con todo derecho, conforme a Su propia naturaleza; Él es amor. ¿Significa esto que Él tolera la injusticia y el pecado? No, puesto que en Su amor Él produce el cumplimiento de la justicia divina por medio de Jesucristo. En Su ascensión a la diestra de Dios se ha cumplido la justicia divina, todo ello en virtud de una obra realizada para nosotros en la que Dios ha sido glorificado. Él es nuestra justicia, y nosotros la justicia de Dios en Él. Es la justicia de la fe, pues es la fe que poseemos cuando creemos en Él. Es el amor que –tomando el carácter de la gracia cuando se trata del pecado– reina y da vida eterna sobre la muerte y más allá de ella; y ello en justicia divina, manifestándola a través de la obra de Jesucristo, en quien nosotros tenemos esta vida. Él exhibió la justicia divina para que poseyéramos la vida eterna y la gloria conforme a todo ello. Si la gracia reina, es Dios quien reina. La naturaleza divina demandaba que la justicia fuese mantenida. Y fue más que mantenida según la medida de los derechos que Dios tenía sobre el hombre. Cristo fue el Hombre perfecto, pero supo glorificar lo que Dios mismo es, y, después de resucitar de los muertos por la gloria del Padre, Dios glorificó Su justicia sentándole a Él a Su diestra, como lo hiciera en amor al entregarle. Es la justicia en la salvación dada por gracia a aquellos que no poseían ninguna. Es dada en Jesús, quien por medio de Su obra puso el fundamento completo para ello glorificando a Dios respecto al pecado, en el lugar mismo donde en este sentido exhibió todo lo que Dios es.
El cumplimiento de la ley hubiera sido la justicia del hombre, y podría haberse glorificado en ella. Cristo ha glorificado a Dios –un punto más valioso si hablamos de la justicia y la relacionamos además con la gloria. La gracia comunica esto al pecador por imputación, contándole justo conforme a ello, y le introduce en la gloria de la que Cristo se hizo merecedor por medio de Su obra –la gloria en la cual Él era Hijo antes de que el mundo fuese.
Capítulo 6
En esta gloriosa redención realizada por la gracia, que reemplaza el pecado del primer hombre por la justicia de Dios y la persona del segundo Adán, puede hallar ocasión la perversidad de la carne para cometer el pecado que ama, cuando menos ser de agravio a la doctrina con este acto. Es por la obediencia de Uno por la que yo soy contado justo, y porque sobreabunda la gracia pecaré para que ésta pueda abundar: con ello no es tocada esta justicia y no puede menos que glorificar esta sobreabundante gracia. Pero, ¿es ésta la doctrina del apóstol? En absoluto. La doctrina es que nosotros somos introducidos en la presencia de Dios a través de la muerte, en virtud de la obra que Cristo ha realizado en ella, y por tener una parte en ella. ¿Podemos vivir en el pecado en el cual estamos muertos? Sería contradecirnos en nuestras propias palabras. Siendo bautizados a Cristo –en Su nombre, para tener parte con Él conforme a la verdad contenida en la revelación que tenemos de Él–, soy bautizado para tener parte en Su muerte, porque es a través de ella que tengo esta justicia en la que Él se presenta delante de Dios, y yo en Él. Es al pecado que Él ha muerto. Ha terminado con él para siempre. Cuando murió, Aquel que no conoció pecado salió de esa condición de vida en carne y sangre, a la que el pecado nos ligaba y en la que éramos aún pecadores; y en ella, el que no tenía pecado, fue hecho pecado en la semejanza de carne de pecado y fue sacrificado por el pecado, hecho pecado por nosotros[27]. Hemos sido sepultados con Él por el bautismo para muerte (vers. 4), teniendo parte en ella, y entrando en ella por el bautismo que la representa, a fin de que, igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, nosotros también caminemos en novedad de vida. En una palabra, yo soy introducido en la participación de esta justicia divina y perfecta al tener parte en mi muerte al pecado; es imposible entonces que yo pueda vivir en él. Aquí no estoy hablando del deber, sino de la naturaleza de la cosa. No puedo morir a una cosa para luego estar viviendo en ella. La misma doctrina refuta el absurdo argumento de la carne, que bajo la pretensión de la justicia no quiere reconocer la necesidad que tenemos de la gracia[28].
El carácter de esta nueva vida, en la que la resurrección de Cristo nos introduce, se presenta aquí de manera notable. Cristo glorificó perfectamente a Dios al morir; también en Su muerte fue Él el Hijo del Dios vivo. Entonces, no es que Él no pudiera ser impedido de morir, cierto como que Su Persona podía hacerlo; pero Su resurrección era también una necesidad de la gloria de Dios Padre. Todo lo que estaba en Dios necesitaba ser hecho a causa de Su misma gloria –como Cristo había glorificado a todos–, Su justicia, Su amor, Su verdad, Su poder; Su gloria, en que Él no permitiese a la muerte que venciera sobre Uno que era fiel; su relación como Padre, quien no podía ni debía dejar a Su Hijo sirviendo al fruto del pecado y al poder del enemigo. Era debido a Cristo de parte de Dios con motivo de Su propia gloria como Dios y Padre, necesario también para poder mostrar el reflejo de Su propia gloria, manifestarla de acuerdo a Sus consejos, y todo ello en el hombre. Cristo fue resucitado de los muertos por la gloria del Padre. Todo lo que el Padre es, estuvo allí manifestándose en conceder a Jesús el triunfo de la resurrección, la victoria sobre la muerte, y dando a la resurrección el brillo de Su propia gloria. Habiendo entrado en esta nueva posición como el fruto de la operación de Su gloria, éste es el modelo –el carácter– de esa vida en la que nosotros vivimos delante de Dios[29].
Sin esta manifestación en Cristo, a pesar de que Dios actuaba y daba testimonios de Su poder y Su bondad, permanecía velado y oculto. Glorificado Cristo, centro de todos los consejos de Dios, vemos la gloria del Señor con el rostro descubierto, y cada boca le confiesa Señor para gloria de Dios Padre.
Nuestra vida tendría que ser el reflejo práctico de esta gloria del Señor en el cielo. El poder que nos introduce en la asociación con Él en este lugar, y que todavía opera en nosotros, se muestra al final del primer capítulo de los Efesios[30]. En él se nos presenta nuestra resurrección con Cristo. Aquí es la propia resurrección de Cristo, la doctrina, o la cosa en sí, y sus consecuencias así como su significado moral con respecto a la vida del individuo aquí abajo, en vista de su relación con Dios como hombre responsable. Es una vida completamente nueva. Tenemos vida para con Dios a través de Él.
Identificados de este modo con Él en la semejanza de Su muerte, lo estamos también en la semejanza de Su resurrección. Vemos aquí que la resurrección es un resultado que el apóstol deduce como un hecho, no como una participación mística en la cosa en sí. Sabiendo esto –como el gran fundamento de todo– que nuestro viejo hombre, que recurre al pecado como reacción a la perfecta gracia de Dios, está crucificado con Cristo para que todo el cuerpo de pecado sea destruido y no esté sujeto a servidumbre. Se basa en la totalidad y en el sistema de pecado en un hombre, como un cuerpo que está invalidado por la muerte. La voluntad del viejo hombre es juzgada y no nos gobierna más, porque aquel que está muerto está justificado del pecado[31], el cual no puede ser tenido en cuenta en un hombre vivo y responsable. Por lo tanto, estando así muertos con Cristo, externamente mediante el bautismo y teniéndole a Él por nuestra vida, creemos que viviremos con Él. Yo pertenezco a ese otro mundo donde Él vive en resurrección. La energía de la vida en la que Él vive, es mi porción. Yo acepto esto porque sé que Cristo, que resucitó de entre los muertos, no puede morir otra vez. Su victoria sobre la muerte es completa y final, la muerte no le domina. De este modo, estoy seguro de la resurrección como causa de esta victoria completa sobre la muerte, en la cual Él entró por mí en gracia. Por la fe he entrado en ella con Él, y tengo mi parte en ella como la tiene Él. Es el poder de la vida de amor que le llevó a morir allí, muriendo al pecado. Bajó hasta la muerte prefiriéndolo ante cualquier incumplimiento de mantener la gloria de Dios. Hasta llegar a ella, y una vez allí, tuvo que enfrentarse al pecado, sin tener ninguno Él en sí mismo, y a la tentación, teniendo allí lugar la resolución de ambos. Muero al pecado por la participación en Su muerte. El resultado es, para gloria del Padre, la resurrección. Ahora, pues, «en cuanto a lo que murió, al pecado murió una vez por todas, mas en cuanto a lo que vive, para Dios vive».
Él no tiene nada más que ver con el pecado. Vive en perfección sin referencia alguna de pecado en Su vida, y vive para Dios. En esta vida, Su relación es con Dios solamente[32]. Deberíamos reconocer entonces que estamos muertos al pecado y vivos para Dios, puesto que es por la fe que podemos reconocerlo, sin tener otro objeto en nuestra vida que no sea Dios, en Cristo Jesús. Tengo que considerarme muerto con derecho, porque Cristo ha muerto por mí; y estando ahora vivo para Dios para siempre tengo que considerar que he salido del pecado al cual morí, por medio de la vida que yo vivo ahora a través de Él. Así es el Cristo que yo conozco, no un Cristo vivo sobre la tierra en relación conmigo en conformidad a la naturaleza con que yo vivo aquí abajo, pues en esta naturaleza está demostrado que soy pecador e incapaz de establecer una verdadera relación con Él. Él murió por mí en esta vida, y entró a través de la resurrección en un nuevo estado de vida ajena a la anterior. Es allí que como creyente le conozco. Tengo parte en la muerte y en la vida a través de Aquel que resucitó. Tengo la justicia a través de la fe, una justicia que tiene parte con el Cristo muerto y alzado, como estando de hecho muerto al pecado por medio de la fe.
Ésta es la diferencia esencial de esta parte de la epístola. No se trata de que Cristo ha vertido Su sangre por nuestros pecados, sino que hemos muerto con Él. Hay una meta para la fe para nuestro estado y posición en la carne. El Cristo que ha devenido nuestra vida murió, y como vivo a través de Él, lo que Él ha hecho es mío; y por ello tengo que decir que he muerto. Me reconozco a mí mismo muerto[33]. El apóstol deduce la evidente consecuencia: «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal». No entreguéis vuestros miembros como instrumentos al pecado, al cual estáis muertos por medio de Cristo, sino que como vivos, como resucitados de entre los muertos, presentad los miembros como instrumentos de justicia a Dios, para el que vivís. El cuerpo es ahora el mero instrumento de la vida divina; y como tal nosotros tenemos la libertad para usarlo para Dios. Pues de hecho, el pecado no nos domina más porque no estamos bajo la ley, sino en la gracia. Aquí no se habla del principio, sino del poder. En principio estamos muertos al pecado, conforme a la fe; en la práctica este pecado no tiene poder sobre nosotros. Observad que el origen del poder práctico para conquistar el pecado no está en la ley, sino en la gracia.
Es cierto que no estamos bajo la ley, y las pautas bajo las cuales estamos no son las de imputación, sino las de no imputación. ¿Es esto un motivo por el cual debiéramos pecar? No. Existe una realidad en estas cosas. Somos esclavos para aquello lo cual obedecemos. El pecado conduce a la muerte; la obediencia a la justicia práctica. Estamos sobre el vasto principio de una naturaleza y una gracia nuevas, no en la aplicación de una norma externa para una naturaleza que no estaba, ni lo podía estar, sujeta a ella. En verdad, habiéndose hallado en el anterior estado, los discípulos en Roma hacían justicia al argumento del apóstol cuando andaban en la verdad. Libres de la esclavitud del pecado, se convirtieron –empleando el lenguaje humano– en esclavos de la justicia, y eso no terminaba ahí. Desarrollaron una justicia práctica mediante el abandono de todo el ser para Dios con una creciente inteligencia. Fueron obedientes en esas y otras cosas, pero el fruto fue la santificación y una capacidad espiritual por hallarse separados del mal, llegando a un conocimiento más profundo de Dios[34]. El pecado no producía fruto, terminaba en muerte; pero al estar liberados del mismo y convertirse en siervos de Dios –la verdadera justicia de la obediencia, como la de Cristo mismo– ellos tenían ya su fruto en santidad, y su fin sería la vida eterna. Como el salario del pecado era la muerte, el don de Dios era la vida eterna a través de Jesucristo nuestro Señor. Ahora bien, esta vida era vivida para Dios, y eso no era pecado; no obstante, sí era la gracia. El apóstol, cuyo tema es el de la justicia en juicio delante de Dios, se acerca aquí a Juan relacionando su doctrina con la de la primera epístola del discípulo amado, quien allí, por otra parte, toca la doctrina de la propiciación y de la aceptación cuando habla de la comunicación de vida. El llamamiento es muy hermoso para un hombre en libertad verdadera –la libertad de la gracia, estando muerto al pecado. Es totalmente liberado por la muerte. ¿A quién, pues, va ahora a presentarse? Ahora que es libre, ¿va a presentarse al pecado? Sin duda que es un llamado con buenos fines[35].
Capítulo 7
Hemos considerado el efecto de la muerte y resurrección de Cristo con referencia a la justificación y a la vida práctica. En la primera parte de la epístola hasta el capítulo 5:11, Él ha muerto por nuestros pecados. Desde el capítulo 5:12, habiendo muerto Él, nosotros nos consideramos muertos al pecado y vivos a Dios a través de Él. En cuanto a nuestro estado bajo las dos cabezas, Adán y Cristo, ya se ha discutido. Quedaba otro punto que tratar por el apóstol: el efecto de esta doctrina sobre la cuestión de la ley. El cristiano, o mejor dicho, el creyente, tiene parte en Cristo como un Cristo que ha muerto y vive para Dios, estando resucitado Cristo de los muertos a través de Él. ¿Cuál es la fuerza de esta verdad con respecto a la ley, tanto en que la ley tiene poder sobre un hombre mientras vive? Estando muerto, no tiene ya en él ningún asidero. Ésta es nuestra posición con respecto a la ley. ¿Mina ello su autoridad? No. Pues decimos que Cristo murió, y también que nosotros morimos, y la ley no se aplica más a alguien que está muerto.
Al presentar el efecto de esta verdad, el apóstol utiliza el ejemplo de la ley del matrimonio. La esposa sería una adúltera si fuera a hallarse con otro mientras su marido estuviera aún vivo; pero cuando su marido muere, ella está libre. La aplicación de esta regla cambia la forma de la verdad. Es verdad que una mujer no puede estar sometida a la autoridad de dos maridos a la vez. El uno excluirá al otro. La ley, y Cristo resucitado, no pueden estar asociados en su autoridad y ejercerla sobre el alma. Pero en nuestro caso la ley no pierde su fuerza –esto es, sus derechos sobre nosotros– cuando ella muere, sino cuando morimos nosotros. Estamos entonces muertos a la ley por el cuerpo de Cristo, porque tenemos que ver con un Cristo resucitado de los muertos a fin de llevar fruto para Dios; pero no podemos pertenecer a los dos a la vez, a la ley y a Cristo.
Cuando estábamos en la carne, cuando como hombres cualquiera de nosotros era contemplado caminando en responsabilidad dentro de la vida natural, como un hijo de Adán, la ley era para cada uno la medida perfecta de esa responsabilidad, y la representante de la autoridad de Dios. Las pasiones que empujaban a pecar actuaban en esa naturaleza, y hallándose con la barrera denominada ley, encontraban en ella aquello que, resistiéndola, soliviantaba la voluntad y suscitaba, incluso por medio de la prohibición misma, el mal que la carne amaba y que la ley prohibía. Así, estas pasiones actuaban en los miembros para producir el fruto que introdujo la muerte. Pero ahora el hombre estaba fuera de su autoridad, no podía alcanzarle su propósito[36], estaba muerto en esa ley a la autoridad bajo la cual habíamos estado sumisos. Ahora bien, haber muerto bajo la ley hubiera significado la condenación; pero Cristo fue a través de todo ello y tomó consigo la condenación, mientras que nosotros somos liberados del viejo hombre que está en la muerte. Nuestro viejo hombre es crucificado con Él, de modo que es nuestra liberación de morir a la ley. Sólo hacía que condenarnos, pero su autoridad termina con la vida de aquel que estaba bajo esa autoridad. Y siendo muertos en Cristo, la ley no puede afectar más a aquellos que se encontraban bajo ella. Pertenecemos al nuevo esposo, a Cristo resucitado, para servir en novedad de espíritu la buena voluntad de la gracia en nuestra vida nueva, y –como el apóstol explicará más adelante, por el Espíritu Santo[37]– no en la servidumbre de la letra.
Ésta es la doctrina. Ahora veremos las conclusiones que pueden inferirse de ella. ¿Es la ley, entonces, pecado que seamos apartados de su autoridad? En absoluto. Pero produjo el conocimiento del pecado, y me lo imputó. El apóstol dice que él no habría entendido que el mero impulso de su naturaleza era el pecado si la ley no le hubiera dicho “no codiciarás”. Pero el mandamiento dio ocasión al pecado para atacar el alma. El pecado, el principio de maldad en nuestra naturaleza[38], valiéndose del mandamiento para incitar el alma al pecado que le es prohibido –el cual fue suscitado por la prohibición misma actuando también en la voluntad que se resistía a la prohibición– produjo toda suerte de concupiscencia. Sin la ley, el pecado no podía sumergir el alma en este conflicto y pronunciar en ella la sentencia de muerte haciéndola responsable consciente del pecado que, sin esta ley, no habría conocido. La codicia actuó bajo la ley con la conciencia de pecado en el corazón; el resultado fue una conciencia muerta que no dejaba el corazón libre del poder de la concupiscencia.
Sin la ley, el pecado no agitaba una voluntad que rehusaba someterse al principio que la examinaba. Una barrera a la voluntad hace que sea despertada y se soliviante; la conciencia del pecado, en presencia de la prohibición divina, es una conciencia bajo la sentencia de la muerte. El mandamiento, que en sí mismo era para vida, devino de hecho para muerte. «Haz esto y vivirás» se convirtieron en palabras de muerte, pues mostraban las demandas de Dios a una naturaleza pecaminosa cuya voluntad las rechazaba, y a una conciencia que no podía por menos que aceptar la justa condenación.
Andamos confiadamente haciendo nuestra propia voluntad, sin conocimiento de Dios, y por consiguiente sin ningún sentido de pecado o de rebelión. Entonces viene la ley, y morimos bajo su justo juicio, la cual prohíbe todo lo que nosotros deseamos. La codicia era algo terrible, pero no revelaba el juicio de Dios, sino al contrario, lo olvidaba. Pero cuando vino la ley, el pecado –considerado aquí como enemigo ofensivo contra la persona o el lugar–, sabiendo que la voluntad persistiría en él y que la conciencia lo condenaría, aprovechó el advenimiento de la ley, empujó al hombre en la dirección contraria a la ley, y lo mató, en la conciencia de haber cometido el pecado que la ley prohibía de parte de Dios. El resultado fue la muerte para el hombre, de parte de Dios en juicio. Así pues, la ley era santa y buena, porque prohibía el pecado que condenaba al pecador.
¿Se introdujo entonces la muerte por aquello que era bueno[39]? No, pero el pecado, a fin de que pudiera ser visto bajo su verdadera luz, empleaba aquello que era bueno para traer la muerte sobre el alma, y de esta manera, por medio del mandamiento, creció en proporciones pecaminosas. En todo esto, el pecado es personificado como alguien que busca matar el alma.
Tal era entonces el resultado de la ley, ese primer esposo, viendo que el pecado existía en el hombre. Para exponer esto más claramente, el apóstol relata su comprensión espiritual de la experiencia de un alma bajo la ley.
Debemos observar aquí que el asunto que se trata no es el hecho del conflicto entre dos naturalezas, sino el efecto de la ley, que supone la renovación de la voluntad y la obtención por parte de la ley del sufragio de la conciencia y el primer lugar en los afectos del corazón, un corazón que reconoce la espiritualidad de la ley. No se trata ni del conocimiento de la gracia, ni del Cristo Salvador, ni del Espíritu[40]. El punto principal no es la condenación –aunque la ley en realidad deja el alma bajo juicio– sino la falta total de fuerzas para cumplirla y que no nos condene. La ley es espiritual, pero yo como hombre soy carnal, esclavo del pecado, cualquiera que sea el juicio de mi hombre interior. Pues no quiero hacer aquello que hago, aquello que quiero no lo hago, y aquello que odio hacer lo hago. Así queriendo y así odiando, acepto que la ley es buena. No se trata de que yo hago el mal como una intención moral de la voluntad, pues no quiero el mal que al final hago; al contrario, lo odio. Es entonces el pecado que mora en mí, pues de hecho en mí –es decir, en mi carne, en todo el hombre natural– no existe el bien, allí donde está la voluntad no hallo la manera de hacer ningún bien. Carezco de todo el poder para hacerlo.
En el versículo 20, después de dar esta explicación el apóstol hace énfasis en el “yo” y en el “mí”: «En aquello que hago y no quiero», debería leerse, «no soy más yo que lo hago, sino el pecado que mora en mí». Hallo el mal presente con el yo que quiere hacer el bien, pues en lo que respecta al hombre interior, yo me deleito en la ley de Dios. Pero hay en mí otro principio constante que batalla contra la ley de mi mente, y que me hace cautivo de esta ley de pecado en mis miembros. De manera que, sean cuales sean mis mejores deseos de hacer el bien, yo mismo soy un hombre miserable que no tiene remedio. Si reconozco esto, habré dado un inmenso paso.
El mal en cuestión es el mal que está en nuestra naturaleza, y la falta de poder para arrojarlo de nosotros. El perdón de los pecados ha sido ya enseñado. Lo que hay de perturbador aquí es la presente operación del pecado que no podemos arrojar de nosotros. El sentimiento de esto es algo a menudo más doloroso que el de los pecados pasados, los cuales el creyente sabe que la sangre de Cristo quitó. Aquí tenemos la conciencia de pecado todavía en nosotros, por mucho que lo odiemos, y la cuestión de liberarnos del mismo se ve mezclada con nuestra experiencia, al menos hasta que hemos aprendido lo que se nos explica en esta parte de la epístola: juzgar al viejo hombre como pecado en nosotros, no a nosotros, y considerarnos muertos. Habiendo muerto Cristo por nosotros como sacrificio por el pecado, y por medio de quien ahora vivimos, se hace imposible nuestra condenación, pero no para el pecado, el cual es condenado, y a través de «la ley del Espíritu de vida en Él» somos hechos libres. No es el perdón, sino la liberación, siendo condenado en la cruz el pecado en la carne.
Bajo la gracia divina, el hombre renovado ha aprendido tres cosas. En primer lugar, ha descubierto que en él, esto es, en su carne, no mora el bien; pero seguidamente ha aprendido también a distinguir entre él mismo, que desea lo bueno, y el pecado que mora en él. Además, cuando desea hacer lo bueno, el pecado le puede. Tras conocerse a sí mismo, no busca la mejora en la carne, sino la liberación que hallará en Cristo. El poder viene después. Ha llegado al descubrimiento y a la confesión de que no tiene ningún poder. Se abandona en manos de otro. No dice «¿Cómo podré...?», o «¿Cómo haré...?», sino «¿Quién me librará...?». Fue cuando nosotros estábamos vacíos de toda fuerza que Cristo murió por los impíos. Se descubre esta falta de fortaleza y nosotros hallamos gracia al fin, cuando con respecto a lo que éramos y a toda esperanza de progreso en nosotros, la gracia es nuestro solo recurso.
Felizmente, cuando nos soltamos a la gracia no vemos ante nosotros otra cosa. Conseguimos la liberación al no hallarnos vivos en la carne en absoluto; hemos muerto a ella y a la ley, la cual nos sujetaba a servidumbre y en condenación. Ahora estamos desposados con Cristo resucitado de los muertos, y tan pronto como el alma perturbada exclama «¿Quién me librará...?», la respuesta no se hace esperar: «Gracias doy a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor». No se responde: «Él me librará». La liberación ya se ha efectuado, y el hombre da gracias por ello.
El hombre era desgraciado en este conflicto bajo la ley, sin conocer la redención. Pero él murió en la muerte de Cristo fuera de la naturaleza que le hacía desdichado, terminando en este sentido consigo mismo. La liberación de Dios es completa. Las dos naturalezas están todavía opuestas entre sí, pero no significa que la liberación sea imperfecta. Fue efectuada por Dios, y los progresos de Su manifestación los desarrollaremos en el próximo capítulo.
Quizás podamos destacar que el apóstol no dice: «Sabemos que la ley es espiritual, y nosotros carnales». Si hubiera dicho esto, se habría referido a los cristianos como si ello fuera la condición normal y propia. Es la experiencia personal de lo que la carne es bajo la ley, cuando el hombre es vivificado, y no el estado de un cristiano como tal delante de Dios. También la ley se la contempla desde el punto de vista del conocimiento cristiano –«sabemos»–, y nosotros no estamos más bajo ella cuando somos capaces de juzgar todo su significado, conforme a la espiritualidad de aquel que juzga, y como quien también ve, siendo espiritual, lo que la carne es, porque él no está ahora en la carne sino en el Espíritu[41].
Literalmente, este pasaje no es en absoluto la condición de nadie. Sin embargo, sí lo son los principios opuestos entre sí, cuyo resultado se hace evidente cuando los soporta un hombre bajo la ley: la voluntad siempre bien dispuesta, pero el bien no se hace y el mal sí. Sin embargo, para la conciencia ésta es la condición práctica de cada hombre renovado bajo la ley. Podemos destacar otro principio importante. En esta condición, el hombre está totalmente absorto en sí mismo; desea el bien, pero no puede realizarlo, y hace aquello que no desearía. Ni Cristo ni el Espíritu Santo son mencionados. Un cristiano en condiciones normales está ocupado con Cristo. Lo que se expresa en este capítulo siete es el resultado natural y necesario de la ley cuando la conciencia es despertada y la voluntad renovada. El hombre tiene presente su voluntad, pero está bajo la ley, ve su espiritualidad, la acepta como es, se deleita en ella según el hombre interior, y no puede realizar lo que es bueno. El pecado le domina. El sentimiento de responsabilidad insatisfecha, y la ausencia de paz, causan en el alma un vuelco inevitable. Se mantiene ocupado enteramente con el yo, del que se habla casi cuarenta veces desde el versículo 14. Antes que mostrarse insensible, es preferible mostrar esta condición de alma, aunque no ofrece la paz. Esta paz se encuentra en otro lugar. Cuando uno se ve reducido a la conciencia de su propia inaptitud de hacer el bien delante de Dios, descubre que Dios ha hecho para nosotros el bien que necesitamos. No sólo somos perdonados sino liberados, y estamos en Cristo en vez de estar en la carne.
El conflicto prosigue, la oposición entre las dos naturalezas continúa, pero damos gracias a Dios a través de nuestro Señor Jesucristo[42]. Destaquemos aquí que sólo es hallada la liberación cuando hay la plena convicción de nuestra incapacidad y falta de fuerzas, así como de nuestros pecados. Es mucho más difícil llegar a esta convicción de incapacidad que aceptar nuestros pecados. Pero el pecado de nuestra naturaleza –su incorregible perversidad, su resistencia al bien, la ley del pecado en nuestros miembros– se conoce solamente en su gravedad legal cuando experimentamos la futilidad de nuestros esfuerzos para hacer lo bueno. Bajo la ley, la futilidad de estos esfuerzos deja la conciencia turbada y esclavizada, y le transmite la sensación de una comunión imposible con Dios. Bajo la gracia, estos esfuerzos no son fútiles, y la naturaleza mala se nos muestra –ya sea en comunión con Dios o en resbalones dados al abandonar esta comunión– en toda su deformidad en presencia de esa gracia. En este capítulo, la experiencia del pecado en la naturaleza es presentado como algo que se adquiere bajo la ley, a fin de que el hombre pueda conocerse a sí mismo en esta posición, lo que él es en cuanto a la carne, y que de hecho no puede tener éxito en este sentido si acude delante de Dios con una buena conciencia. Está bajo el primer esposo; la muerte no ha cercenado aún los lazos que determinarán el estado del alma.
Hemos de recordar que esta experiencia del alma bajo la ley es un paréntesis que se introduce para mostrar la condición de pecado a la que se aplica la gracia, y el efecto de la ley. Nuestro interés es que el creyente tiene parte en la muerte de Cristo y que ha muerto, y está vivo a través de Aquel que ha resucitado; que Cristo, habiendo pasado por gracia por la muerte, y ser hecho pecado, ha remediado para siempre aquel estado del alma en el que Él tuvo que vérselas con el pecado y con la muerte en la semejanza de carne de pecado. Habiendo resuelto para siempre todo lo relacionado con ella, entró por medio de la resurrección en un nuevo orden de cosas –una nueva condición delante de Dios, totalmente fuera del alcance de aquello a lo cual se sujetó a causa de nosotros y que estaba relacionado con nuestra vida natural, y fuera del alcance de la ley que ataba el pecado en la conciencia de parte de Dios. En Cristo estamos en este orden nuevo de cosas.
Capítulo 8
«Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (cap. 8). No se habla aquí de la eficacia de la sangre al quitar los pecados, como cosa esencial y base de todo el resto, sino de la nueva posición totalmente fuera del alcance del juicio de Dios. Cristo estuvo bajo el efecto de la condenación en nuestro lugar, pero cuando resucitó apareció delante de Dios. ¿Podía allí suscitarse la cuestión del pecado, de la ira, de la condenación o de la imputación siquiera? ¡Imposible! Todo fue resuelto antes de que Él ascendiera. Estaba allí merced a una resolución tomada. Ésta es la posición del cristiano en Cristo. En tanto que es por medio de la resurrección, es una liberación verdadera, el poder de una vida nueva, en la que Cristo está resucitado de los muertos, y por la cual nosotros vivimos en Él. Respecto a esta vida que tienen los santos, es el poder eficaz y constante, llamado por tanto ley, por el que Cristo resucitó: la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús. Este poder me ha hecho libre de la ley del pecado y de la muerte que anteriormente reinaba en mis miembros y producía fruto para muerte. Nuestra relación con Cristo en la resurrección es testigo del poder de la vida que hay en Él, por medio del Espíritu Santo, que vincula la “no condenación” de nuestra posición con la energía de una vida nueva en la que no estamos sujetos a la ley del pecado ni a la ley misma, cuyas demandas inevitablemente cesaron para aquel que ha muerto en la muerte de Él, pues su poder es sólo efectivo sobre un hombre mientras vive. Al llevar Cristo la maldición de la ley, supo además engrandecerla. Vemos al final de Efesios 1 que es el poder de Dios mismo el que nos hace libres, y que el poder de esta nueva creación efectuó para nosotros este glorioso cambio.
La liberación de la ley del pecado y de la muerte no es una mera experiencia –desde luego producirá hermosas experiencias–; es una operación divina que se conoce por medio de la fe en la operación de Aquel que resucitó a Cristo de los muertos, conocida en todo su poder mediante su cumplimiento en Jesús, en la eficacia de la cual nosotros participamos por la fe. La dificultad de recibir esta liberación estriba en que la experiencia choca con nuestra fe. Que Cristo quitó mis pecados y que Dios me ama, es una cuestión de fe simple a través de la gracia. El hecho de que yo estoy muerto es algo que puede estar contradiciéndose en el corazón. El proceso del capítulo 7 debe seguir hasta el final, y la condenación del pecado en la carne ha de ser contemplada en el sacrificio de Cristo por el pecado, y yo he de juzgar como vivo por medio de Él el pecado como un enemigo al que debo enfrentarme, para poder tener una paz duradera. No todo termina con que Cristo haya quitado los pecados. Yo he de vivir por medio de Su resurrección, estoy vinculado a este esposo, y siendo Él mi vida –el verdadero “yo” en mí– puedo decir que he muerto porque Él ha muerto. «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí». Si esto es así, porque Él murió yo también moriré, igual como el que entra en una asociación tiene las ventajas propias del que las hizo suyas primero, antes de llegar él. Según el versículo 3, es evidente que esto es así. Dios lo ha hecho en Cristo, dice el apóstol; no nos dice “en nosotros”. El resultado en nosotros se halla en el versículo 4. La operación eficaz por la cual nos reconocemos muertos, fue en Cristo un sacrificio por el pecado. En este sacrificio fue condenado el pecado en la carne. Dios lo ha realizado, porque es siempre Dios quien realiza, y el cual es expuesto por el apóstol para dar un desarrollo del evangelio de Dios. Lo que es de condenar existe realmente en nosotros; y la obra que puso fin a ello para nuestro estado consciente delante de Dios fue cumplida en Cristo, que tuvo en gracia la satisfacción, como veremos, de colocarse en la posición que era necesaria para su cumplimiento. No obstante, a través de la participación en la vida que se halla en Él, se transforma para nosotros en una realidad práctica. La conciencia de ello nos hará resistir la carne, y nunca hará que caminemos en ella.
Queda todavía otro punto por destacar aquí. En el versículo 2 tenemos la nueva vida en el poder de Cristo, que nos hace libres de la ley del pecado y de la muerte. En el versículo 3, tenemos la vieja naturaleza, el pecado en la carne, la cual ya está bajo control y halla su condena en el sacrificio por el pecado en el que Cristo sufrió y murió, de manera que queda solucionado para la fe. Esto completa la liberación y el conocimiento de la misma.
El secreto de la doctrina del apóstol, y aquello que relaciona la práctica en santidad de la vida cristiana con la gracia absoluta y la liberación eterna de la condenación, es la nueva posición totalmente aparte del pecado, la cual la muerte nos otorga, siendo ahora vivificados en Cristo delante de Dios. El poder de Dios, la gloria del Padre, las operaciones del Espíritu, se encuentran actuando en la resurrección de Cristo y le colocan en una nueva posición más allá del pecado y de la muerte delante de Dios, después que hubo llevado nuestros pecados y fue hecho pecado por nosotros. Yo participo por la fe en Su muerte, y en esta vida.
No es que Cristo dejara satisfecho a Dios en Su obra y le glorificara quitando los pecados cometidos –en verdad, es la base de todo– sino que fue la liberación de la persona que estaba en pecado, como cuando Israel fue sacado de Egipto. La sangre dejó la señal de la mano de Dios en juicio, y Su mano poderosa les dio la libertad para siempre en el Mar Rojo. Fueran quienes fueran en aquel entonces, estuvieron con el Dios que los condujo a Su morada santa.
Los primeros versículos de este capítulo resumen el resultado de la obra de Dios con respecto a este tema en los capítulos 5:12 hasta el final, y en el 6 y 7: no hay condenación para los que están en Cristo; la ley del Espíritu de vida en Aquel que liberaba de esta ley del pecado y de la muerte; y aquello que la ley no podía hacer, Dios lo ha hecho.
Hay que destacar que la liberación es de la ley del pecado y de la muerte. En este sentido, la liberación es absoluta y completa. El pecado no es ninguna ley. La liberación para alguien que amara la santidad, y a Dios, era un motivo de gozo profundo. El pasaje no dice que la carne cambie, sino lo contrario. Nadie hablaría de la ley de algo que no existiera. Tenemos que soportar la carne, es cierto, pero no como ley; tampoco puede traernos bajo muerte en nuestra conciencia.
La ley no podía efectuar esta liberación. Condenaba al pecador, pero no el pecado y al pecador al mismo tiempo. Pero lo que la ley no pudo hacer –en cuanto a que exigía de parte del hombre una cierta energía, que no cejaba de ser activa sólo para el pecado– Dios lo ha hecho. Es aquí que la venida de Cristo entre nosotros, a muerte de cruz, se nos expone en toda su importancia, viniendo sin pecado a nosotros y a la muerte. Éste es el secreto de nuestra liberación. El Dios de toda gracia y gloria, envió al Objeto eterno de Su deleite, Su propio Hijo, en quien estaban toda la energía y poder divinos del mismo Hijo de Dios, para participar de carne y de sangre en medio de los hombres, siempre sin pecado, en la posición en la que todos estamos, y descendió a las profundidades de nuestra antigua posición hasta la muerte, despojándose de Su gloria para ser hecho Hombre «en la semejanza de carne de pecado». Como Hombre se humilló en la muerte para que toda la cuestión del pecado con Dios quedara resuelta en la Persona de Cristo, pues Él era contemplado como en nuestra posición[43] cuando fue hecho pecado por nosotros en la semejanza de carne de pecado, y “por el pecado”, tal como es expresado, esto es, un sacrificio por el pecado. Su propósito fue glorificar a Dios sufriendo por aquello que era el hombre. Lo llevó a cabo haciéndose una víctima en sacrificio por el pecado, y con esto no sólo fueron quitados nuestros pecados, sino que el pecado en la carne fue condenado también en un sacrificio propiciatorio para el pecador. Era el estado del hombre, el estado de su ser; y Cristo recibió el trato como si Él hubiera estado en ese estado.
El Hijo de Dios –enviado por Dios en amor– ha venido, no para llevar nuestros pecados únicamente, sino que después de ofrecerse Él deliberadamente para hacer Su voluntad, la cual vino a cumplir como víctima sin mancha, Dios le hizo pecado por nosotros. Él se colocó, siempre sin pecado, en el lugar donde nuestros fracasos nos llevaron aquí abajo, y, hecho a semejanza de los hombres, murió para glorificar a Dios con respecto al pecado, de manera que somos eximidos de la carga de conciencia del pecado que mora en nosotros. Él toma para Sí esta carga de pecado delante de Dios, según el poder de la vida eterna y el Espíritu Santo que estaba en Él, ofreciéndose como víctima. En esta posición, es hecho pecado, y en Su muerte, que Él atraviesa en gracia, el pecado en la carne es totalmente condenado por el justo juicio de Dios, siendo esta condenación misma la abolición de ese pecado por Su acto sacrificial, el cual es válido para todos los que creen que Jesús lo cumplió. Hemos muerto con Él y estamos vivos por medio de Él. Nos hemos despojado de nuestro cuerpo de carne, el viejo hombre; hemos sido muertos a la ley por el cuerpo de Cristo, siendo crucificado nuestro viejo hombre con Él, para que el cuerpo de pecado fuese invalidado. No tengo ninguna duda de que el pleno resultado será la eliminación del pecado de toda la esfera terrenal y celeste, en esos nuevos cielos y nueva tierra en los que morará la justicia. Aquí estoy hablando del estado de la conciencia con respecto a la gloria de Dios.
¡Qué maravillosa liberación! ¡Qué obra para la gloria de Dios! El significado moral de la cruz es un magnífico tema para la gloria de Dios que, cuanto más lo estudiamos, más evidente se nos hace. A causa de su perfección moral, es un motivo para el amor del Padre mismo con respecto a Jesús. «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida para volverla a tomar».
Qué obra tan perfecta que quitó el pecado de ante la mirada de Dios, y que obtuvo tanto valor para Dios en colocar al pecador en libertad ante Sus ojos conforme a la remoción de este pecado. Es posible que hayamos conocido el perdón de los pecados antes de llegar a Romanos 7, e incluso algunos dicen que el capítulo tercero viene antes del 7; pero los temas que ambos tratan son muy distintos. En la primera parte tenemos a Dios obrando en gracia con el pecador para justificarlo de su culpa; esta parte es completa en sí misma. Pero la obra del capítulo 7 es esencialmente legal, en cuanto que se juzga lo que somos partiendo sólo allí de lo que está en nosotros, no de lo que hayamos hecho. Se describe una lucha, no la culpa, por lo tanto la forma que asuma la experiencia variará. El alma esperará no llevarse ninguna decepción, pero se trata siempre de la ley, y es así que el apóstol la muestra tal y como es en su carácter.
El resultado práctico está expuesto en el versículo 4: «Para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, los que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu». Los requisitos justos de la ley son expuestos. Nosotros somos perfeccionados delante de Dios en Cristo sin ninguna justicia de la ley; pero si andamos conforme al Espíritu, la ley se cumple en nosotros aunque no estemos sujetos a ella. Aquel que ama, ha cumplido la ley. El apóstol no habla de los frutos de la justicia, porque de lo que se trata aquí es de la sujeción a la ley y de su cumplimiento por parte del hombre. La gracia produce más que esto en Efesios, Colosenses y, como en otros muchos lugares, reproduce el carácter de Dios y no meramente lo que el hombre debiera ser para Dios; antes bien, lo que Cristo fue. Aquí se toca el punto de la ley, y se nos muestra que si caminamos en el Espíritu, somos capaces de cumplirla.
En esta naturaleza nueva, en la vida de resurrección y de fe, aquello que la ley exige queda cumplido en nosotros porque no estamos bajo ella, pues andamos conforme al Espíritu y no según la carne. Las dos cosas que están ahora opuestas son la carne y el Espíritu. En realidad, la norma que constituía el yugo que como sistema nos tenía cogidos, y del cual ahora somos libres, se cumple en nosotros. Bajo la ley, el pecado tenía todo el gobierno; una vez liberados de la ley, ésta se cumple en nosotros[44]. Pero lo que caracteriza nuestra posición es la obra del Espíritu en nosotros y Su conducción. Este carácter –pues es así como lo presenta el apóstol- es fruto de la presencia y de la morada del Espíritu Santo en nosotros. El apóstol da aquí por sentado esta gran verdad. Dirigiéndose a los cristianos, la presencia del Espíritu Santo, el Consolador, es considerada como un hecho bien conocido que distinguía públicamente al cristiano como el sello y la marca de su profesión. El individuo era consciente él mismo de esta presencia; la conocía con respecto a la Iglesia. En cuanto a esto último, no lo tocaremos aquí porque lo que está en vista es el cristiano individual. Los cristianos tenían el Espíritu, el apóstol les hace conscientes de ello en todas sus epístolas: «Porque creísteis fuisteis sellados. ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley, o por el oír con fe?». Es el efecto moral del individuo que transciende, no obstante, hasta la resurrección del cuerpo, de lo cual se habla aquí. Los dos van relacionados: el hecho aceptado de la presencia del Espíritu Santo, y el desarrollo de Su energía en la vida y más tarde en la resurrección del creyente. Esto pudo ser visto en Cristo; la resurrección misma fue conforme al Espíritu de santidad.
Llegamos ahora al efecto práctico de la doctrina que el cristiano en la tierra experimenta de la muerte con Cristo y de la vida a través de Él. Este efecto es llevado a cabo por la morada en nosotros del Espíritu Santo, el Espíritu de Dios. Él actúa en la vida, de manera que somos prácticamente nosotros cuando manifestamos en la vida aquello que es de la vida de Cristo.
Examinaremos brevemente la enseñanza del apóstol sobre este asunto. Nos hace una súbita presentación, como caracterizando al cristiano: «Vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu». Los que caminan según la carne desean las cosas de la carne; aquellos que caminan conforme al Espíritu, las cosas del Espíritu. No es una cuestión del deber, sino de la invariable acción de la naturaleza según la cual una persona subsiste en ella; y esta tendencia, esta afectividad de la naturaleza, produce su inequívoco resultado: la naturaleza de la carne es muerte, y la del Espíritu es vida y paz. El afecto de la carne es enemistad contra Dios. Tiene voluntad propia, es codiciosa; y el hecho de que la tiene no hace que se someta a la ley de Dios –la cual, al contrario, tiene su propia autoridad– y en verdad la carne no puede estar sujeta. Dejaría de existir si así fuera, pues tiene su voluntad propia que busca la independencia, no la autoridad de Dios sobre ella. Es una voluntad que no se complace tampoco en lo que la ley demanda. Por lo tanto, aquellos que están en la carne y tienen su relación con Dios viviendo en esta naturaleza, no pueden agradarle. Así es el veredicto sobre el hombre, que vive su vida natural, conforme a esta misma naturaleza. La ley no fue capaz de sacarlo de allí, estaba en la carne tanto como lo estuvo anteriormente. La ley le ofrecía la norma que le identificaba como hombre delante de Dios, y le daba la medida de su responsabilidad en esa posición, pero en realidad no le sacaba de ella. De manera que estando el hombre en la carne, las obras pecaminosas actuaban para producir muerte por medio de la ley misma.
El principio de la relación del creyente con Dios no es la carne, sino el Espíritu, si el Espíritu de Dios mora en él. Esto es lo que caracteriza su posición delante de Dios. A Su mirada, él no está en la carne. Ello asume la existencia de la carne, pero al haber recibido al Espíritu Santo, y teniendo Su vida en él, es Aquel el que forma su vínculo con Dios. Su existencia moral delante de Dios es en el Espíritu, y no en la carne del hombre natural.
Obsérvese aquí que el apóstol no habla de dones o de manifestaciones de poder, que actúan desde nosotros sobre los demás, sino que habla de la energía vital del Espíritu tal como fue manifestada en la resurrección de Jesús, e incluso en Su vida en santidad. El viejo hombre es considerado muerto; vivimos para Dios por medio del Espíritu. Por consiguiente, esta presencia del Espíritu tan real nos es presentada de un modo que tiene la fuerza del carácter, más bien que la presencia distintiva y personal, por más que este carácter no pueda existir si Él no está allí personalmente. «No vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros[45]». El acento es puesto en la palabra «Dios», y en el griego no hay ningún artículo delante de «Espíritu». Sin embargo, es una referencia clara a la persona del Espíritu, pues se nos dice: «si mora en vosotros», de manera que Él tiene una distinción con respecto a la persona en la cual habita.
La sustancia de lo que acabamos de decir es la siguiente: no hay nada en el hombre que pueda resistir la carne o de mantenerle lejos de su influencia; es él mismo. La ley no puede traspasar estos límites –principalmente, aquellos del hombre a quien se está refiriendo–, ni debería traspasarlos, pues es algo que hace frente a su responsabilidad. Tiene que haber algo que no sea humano, y que no obstante actúe en el hombre para que pueda liberarle. Nadie podría siquiera intentarlo, pues el hombre no puede salirse de su propio lugar.
Debe ser Dios quien haga algo. El Espíritu de Dios que viene a morar en el hombre no deja de ser Dios, y no quita ninguna identidad humana al hombre, sino que produce en él una vida divina, un carácter y una condición moral al devenir un hombre nuevo, en este aspecto, en virtud del lavamiento por la sangre de Cristo. Él mora –habiendo Cristo cumplido la obra de liberación, cuyo poder está en nosotros– en el hombre, y éste está en Cristo y Cristo está en él. Teniendo así una nueva vida con su nuevo carácter moral, el hombre está como tal en una posición delante de Dios, así como lo que él es ante Su mirada en esta naturaleza nueva que es inseparable de su origen, como la corriente que mana de la fuente. El creyente está en el Espíritu Santo, y Él es la consecuencia de la obra de Cristo actuando en la vida que Él ha dado. Ésta es la posición del cristiano delante de Dios. No estamos más en la carne, sino en el Espíritu, si es que tenemos al Espíritu de Dios morando en nosotros. No existen otros medios. Es realmente el Espíritu de Dios quien dio el poder por medio del cual actuó, vivió y se ofreció Cristo, y por el que asimismo fue levantado de la tumba. Su vida entera fue la expresión de las operaciones del Espíritu –del Espíritu en el hombre. «Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él». Es el único lazo verdadero, la realidad eterna de la nueva vida en la que vivimos en Dios.
Tenemos que ver con la realidad. El cristianismo se cumple en nosotros según una conformidad a la naturaleza de Dios, sin el cual Dios no podría dispensárnosla y nosotros no podríamos disfrutar o estar en comunión con Él. Él mismo nos la da. ¿De qué otra manera seríamos nacidos de Dios si Él no actuase para comunicarnos la vida? Somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras. Pero es el Espíritu quien es la fuente y su energía. Si alguien no tiene el Espíritu de Cristo, si la energía de esta vida espiritual que se manifestó en Él por el poder del Espíritu no está en nosotros, no somos de Él, no tenemos parte en Cristo, pues no existe otra manera en que alguien pueda participar de Él. Si Cristo está en nosotros, la energía de esta vida espiritual está en Aquel que es nuestra vida, y consideramos el cuerpo muerto, porque si tuviera una voluntad viva no produciría más que pecado. El Espíritu es vida, el Espíritu por el cual Cristo llevó una vida activa. Cristo en Espíritu en nosotros es la vida –la fuente de los pensamientos, de las acciones, del juicio, de todo lo que constituye al hombre moralmente para que pueda existir la justicia, pues así es como será posible una justicia práctica cuando no pueda producir ninguna la carne. Nosotros vivimos sólo como teniendo a Cristo como nuestra vida, pues en Él únicamente está la justicia, delante de Dios. Todo lo demás es pecado. Por tanto, el vivir es Cristo. No hay otra vida fuera de ésta que no lleve el sello de la muerte.
El Espíritu tiene además otro carácter. Es el Espíritu de Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús. Esto lo hizo Dios con respecto a Cristo. Si el Espíritu mora en nosotros, Dios realizará en nosotros lo que Él llevó a cabo en el Cristo[46] por causa de este mismo Espíritu. Él resucitará nuestros cuerpos mortales. Así será la liberación final, y la plena respuesta a la pregunta: «¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?»
Obsérvese aquí que el Espíritu es llamado de tres maneras: el Espíritu de Dios, en contraste con nuestra carne de pecado y el hombre natural; el Espíritu de Cristo, como el carácter formal de la vida que es la expresión de Su poder –éste es el Espíritu que actúa en el hombre según la perfección de los pensamientos divinos–; y el Espíritu de Aquel que levantó al Hombre Cristo de entre los muertos. Aquí hallamos la liberación final y perfecta del cuerpo mismo por el poder de Dios que opera a través de Su Espíritu. Luego tenemos la plena respuesta a la pregunta: «¿Quién me librará?» Vemos esa vida cristiana bajo su verdadero carácter, el del Espíritu, que depende de la redención. Es en virtud de la redención que el Espíritu está presente en nosotros.
En los versículos 10 y 11, tenemos a la muerte presente para la carne y el pecado, y la resurrección verdadera. Ya que no hay otra cosa que pecado si vivimos en nuestro propio estilo natural de vida, estando Cristo en nosotros como nuestra vida nos reconoceremos muertos en nuestro cuerpo mientras vivamos. Si lo hacemos así, tendremos aquello que fue visto en Cristo (cap. 1:4), el Espíritu de santidad y de resurrección de los muertos. Debemos observar la manera cómo la Persona del Espíritu está aquí vinculada al estado del alma, cómo está unida a la vida real del cristiano. Entonces entenderemos lo siguiente: que el Espíritu es verdaderamente la Persona divina que opera en nosotros en la vida que nos ha comunicado. «Lo que es nacido del Espíritu, espíritu es». El Espíritu será el que produzca la justicia práctica y buenos pensamientos, y que los produzca en mí me hará sentir que son míos. Sin embargo, seguiré dependiendo de Dios y estaré en deuda con Él por todo ello. La vida es de la misma naturaleza que su origen según Juan 3, pero es una vida contingente; todo el poder está en el Espíritu. Dependemos de Dios a través de Él, y es así cómo vivió Cristo también. La vida estaba en Él, sin que tuviera que resistir ningún pecado en la carne, mientras que si Dios nos ha dado vida a nosotros, seguirá siendo cierto que esta vida está en Su Hijo. «El que tiene al Hijo tiene la vida». Y sabemos que la carne batalla contra el Espíritu, aunque tengamos la vida.
Sigamos con nuestro capítulo. El apóstol concluye esta exposición de la vida espiritual que da libertad al alma presentando al cristiano como deudor, no a la carne, que ya no tiene ningún derecho sobre nosotros. Pero no se apresura a decirnos que somos deudores del Espíritu. Es nuestro deber vivir conforme al Espíritu, pero si dijéramos que somos deudores sería colocar al hombre bajo una ley más elevada que no sería capaz de cumplir. El Espíritu daba la energía para vivir a través de los afectos que Él impartía, nunca obligaba a tenerlos. Si vivimos conforme a la carne, moriremos, pero si mortificamos por el Espíritu las acciones del cuerpo, viviremos. El mal está ahí, pero también la fuerza para vencerlo. Éste es el efecto conforme a la naturaleza de Dios y de la carne. Hay, empero, otra cara en este asunto: la relación para con Dios que esta presencia y operación del Espíritu nos ofrece. En vez de decir «deudores legales del Espíritu», el Espíritu mismo es nuestro poder con el que podemos mortificar la carne y estar así seguros de vivir para Dios; somos hijos suyos, y somos guiados por el Espíritu. No hemos recibido un espíritu de servidumbre para volver a tener temor –ésta era la condición de los fieles bajo la ley–, sino un Espíritu que responde a nuestra adopción de hijos de Dios, que es su poder, y por Él clamamos “Abba, Padre”.
De nuevo el apóstol hace relación estrecha del Espíritu de Dios con el carácter y espíritu producido en nosotros, de acuerdo a la relación en la que somos introducidos por Su gracia en Cristo, y de la cual somos conscientes por la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Él es en nosotros un Espíritu de adopción, pues nos emplaza en la verdad conforme a la mente de Dios. En cuanto al poder para ello, y a su realidad moral en nosotros, es por la sola presencia del Espíritu Santo que esto tiene lugar. Sólo somos liberados de la ley y del espíritu de servidumbre en ese Espíritu que mora en nosotros, aunque la obra y posición de Cristo sean la causa. No conocemos esta posición ni tenemos conciencia de ella salvo por el Espíritu, el cual Jesús envió cuando Él mismo hubo entrado en la misma como Hombre en la gloria celestial[47]. Este Espíritu mora en nosotros, opera en nosotros, y nos introduce en efecto dentro de esta relación que nos ha sido adquirida por Cristo, a través de aquella obra que Él realizó para nosotros, entrando Él mismo en ella –esto es, como hombre resucitado.
Hemos visto que el apóstol habla del Espíritu en nosotros como de un cierto carácter, una condición en la que nos hallamos, porque Él se infunde a Sí mismo dentro de todo nuestro ser moral, dando origen a nuestros pensamientos, afectos, objetos, acciones, o más bien, es el que los crea; Él es nuestra fuente, y Él opera en toda esta producción. Él es prácticamente un Espíritu de adopción, pues produce en nuestras almas todo lo que es propio de esta relación. Si Él actúa así, nuestros pensamientos y afectos actúan también, y estamos entonces en el disfrute de esta relación en virtud de esta acción. Habiendo identificado de este modo –y no podía ser al contrario– al Espíritu Santo con todo lo que Él produce en nosotros, siendo así que el cristiano le conoce –el mundo no le recibe porque no le puede ver, ni le conoce; pero vosotros le conocéis porque está en vosotros, y mora en vosotros, ¡precioso estado!–, cuando el Espíritu Santo mismo es la fuente de nuestro ser y de nuestros pensamientos, conforme a los consejos de Dios en Cristo y a la posición que Cristo ganó para nosotros–, el apóstol, repito, habiendo hablado del Espíritu como caracterizando nuestra existencia moral, es cuidadoso al distinguirle como Persona y al darle una existencia realmente distinta. El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Estas dos cosas son igual de hermosas[48]. Participamos en el Espíritu como el poder de la vida por la cual somos capaces de disfrutar de Dios, y de la relación de hijos con Él, y en la presencia y autoridad del Espíritu que nos lo confirma.
Nuestra posición es la de hijos, y nuestra propia relación es la filiación[49]. La palabra hijo se halla en contraste con la posición bajo la ley, que era la propia de siervos; la posición de hijo habla de un estado privilegiado en su sentido más amplio. Decir el hijo de alguien, implica la intimidad y la realidad de la relación. Hay dos cosas que el apóstol nos descubre: la posición de hijo y sus consecuencias, y la condición de la criatura en relación con lo que el hijo se encuentra. Esto ofrece la ocasión para dos operaciones del Espíritu: la seguridad que nos comunica de que somos hijos con todas sus gloriosas consecuencias; y Su obra de compasión y gracia en relación con los dolores y debilidades en las que se encuentra el hijo aquí abajo.
Después de completar esta exposición sobre la condición del hijo, el apóstol termina esta descripción de su posición en Cristo declarando la certidumbre de la gracia –fuera de sí mismo– en Dios, el cual le corrobora en esta posición y le guarda por el poder divino en gracia de todo lo que pudiera arrebatarle su bienaventuranza. Es Dios quien se la da, y que es el Autor de ella. Es Él que llevará a buen fin al que colocó en esta gracia. Se toca este último punto en los versículos 31-33. En los versículos 1-11, tenemos al Espíritu en vida; en los 12-30, el Espíritu como un poder actuando en el santo; en los versículos 31-33, a Dios actuando por nosotros, no en nosotros, para asegurarnos nuestra bendición. De ahí a la última parte, no se nos habla de la santificación.
El primer punto que tocaremos en esta segunda parte trata de que el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos los hijos de la familia de Dios. Es decir, que del mismo modo que el Espíritu Santo –que actúa en nosotros en vida, como vimos– ha producido los afectos de un hijo, y por estos mismos afectos la conciencia de que somos hijos de Dios, así también Él no se separa de este acto sino que mediante Su presencia todopoderosa da testimonio de que somos hijos. Tenemos este testimonio en nuestros corazones en la relación con Dios; pero el Espíritu Santo mismo, distinto de nosotros, da este testimonio en aquel en quien Él mora. El verdadero cristiano liberado sabe que su corazón reconoce a Dios como Padre, pero sabe también que el Espíritu Santo le da Su testimonio. Lo que encontramos en la Palabra es comprendido y contrastado en el corazón.
Si somos hijos, somos herederos de Dios y coherederos con Cristo. ¡Gloriosa posición en la que estamos situados con Cristo! El testimonio de ello es la primera parte del oficio personal del Espíritu; pero esto tiene aquí sus consecuencias y su carácter. Si el Espíritu de Cristo está en nosotros, Él será la fuente en nosotros de los sentimientos de Cristo. En este mundo de miseria y pecado Cristo tuvo que sufrir, y sufrió por causa de la justicia y a causa de Su amor. Moralmente, este sentimiento de dolor es la lógica consecuencia de poseer una naturaleza moral totalmente opuesta a todo lo que hay en el mundo. El amor, la santidad, la adoración a Dios, el amor al hombre, todo es un sufrimiento esencial aquí abajo; un testimonio conduce a un sufrimiento externo. Coherederos, sufridores con Él, compartiendo Su gloria, éste es el orden la vida cristiana y la esperanza; y fijémonos bien que, en tanto que poseemos toda la herencia de Dios, este sufrimiento es en virtud de la posición gloriosa en la que somos introducidos, y de nuestra participación en la vida de Cristo mismo. Los sufrimientos no pueden compararse con la gloria que será revelada en nosotros.
La criatura aguarda la manifestación de los hijos de Dios, cuando tendrá lugar su liberación. Si sufrimos, es en amor que lo hacemos, porque todo a nuestro alrededor sufre también. El apóstol nos lo explica. Es nuestra relación con la criatura la que nos introduce en este sufrimiento, pues la criatura está sujeta a vanidad y miseria. Sabemos todos los que tenemos el Espíritu que toda la creación gime al estar desgajada de Dios, y lo hace esperanzada, porque cuando la gloria libere a estos hijos la criatura compartirá con ellos esta libertad. No participará con ellos de la gracia, pues esto es algo que concierne al alma, sino que al ser la gloria el fruto del poder de Dios en las cosas exteriores, la criatura también será liberada de la servidumbre de la corrupción y participará en la libertad de la gloria. No se trata de la voluntad de la criatura la que la hizo sujeta –no tiene ninguna en este sentido–, sino que fue por causa de aquel que la sujetó, por causa del hombre.
El Espíritu, que nos hace conocedores de que somos hijos y herederos de la gloria, nos hace comprender por este mismo medio toda la miseria de la criatura; y a través de nuestros cuerpos estamos en contacto con todo, sintiendo compasión. También esperamos la adopción, esto es, la redención del cuerpo. Para poseer todo ello, es en esperanza que somos salvados; y mientras tanto gemimos y entendemos, según el Espíritu de nuestra nueva naturaleza, que toda la creación se lamenta. Ahí están la inteligencia del Espíritu y los afectos de la naturaleza divina por un lado; y por otro el contacto con la creación caída a través de nuestro cuerpo[50]. Entonces, la operación del Espíritu Santo tiene su lugar aquí también, y da testimonio de que somos hijos y herederos de Dios con Cristo.
No sólo la creación gime bajo su yugo de corrupción como consecuencia del pecado en el hombre, sino que nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu –y que Dios nos ha dado por anticipado como cumplimiento de Sus promesas en los últimos tiempos, relacionándonos con el cielo a través de ellas–, también gemimos mientras esperamos la redención de nuestro cuerpo que tomará posesión de la gloria preparada para nosotros. Es a causa de que el Espíritu que está en nosotros toma parte en nuestro dolor y nos ayuda a sobrellevarlo, que Él suplica en medio de esta miseria con gemidos que no pueden expresarse con palabras. El aspecto del mal que nos oprime y nos envuelve está ahí; y cuanto más conscientes seamos de las bendiciones y de la libertad de la gloria, tanto más sentiremos el peso de la miseria que el pecado introdujo. No sabemos qué remedio pedir, pero el corazón llora sus penas igual que Jesús lo hiciera en la tumba de Lázaro. Esto no significa que la carne sea egoísta y que no le gusta sufrir; se trata del afecto del Espíritu.
Tenemos aquí una prueba notoria de la manera como el Espíritu y la vida en nosotros están identificados en la práctica: Dios escudriña los corazones; luego, Él descubre el afecto del Espíritu porque el Espíritu está intercediendo. Por tanto, se halla un afecto espiritual dentro de mi corazón, pero es el Espíritu mismo quien intercede en él. En contacto con la criatura por medio del cuerpo, y con el cielo por medio del Espíritu, el sentido que yo tengo del sufrimiento no es el egoísmo de la carne, sino la compasión del Espíritu, la cual es mostrada conforme a Dios.
Qué pensamiento más dulce y fortalecedor tenemos aquí, que cuando Dios escudriña el corazón, aun pese a estar atribulado con sus cargas y con un sentido de miseria en medio de sus pruebas, el Señor encuentra allí no la carne sino el afecto del Espíritu; y que el Espíritu mismo se ocupa en nosotros, en gracia, de todas nuestras debilidades. ¡Qué oído más atento debe prestar Dios a tales gemidos!
Entonces, el Espíritu es el testigo en nosotros de que somos hijos, y desde luego herederos. Él participa en la dolorosa experiencia de que estamos en contacto con la creación por medio de nuestros cuerpos, y se convierte en la fuente en nosotros de nuestros afectos, que se expresan en unos gemidos de carácter divino y también humano, y que poseen el valor de Su propia intercesión. La gracia se manifiesta a sí misma en relación con nuestra ignorancia y debilidad. Y si pese a todo no sabemos qué pedir, sí sabemos que todas las cosas cooperan para bien bajo la propia mano de Dios para una mayor bendición[51] (vers. 28).
Esta conclusión introduce, en tercer lugar, otro aspecto de la verdad –aquello que Dios hace, y lo que Dios es para nosotros, y cómo nos asegura todas las bendiciones. El Espíritu Santo es vida en nosotros; Él rinde testimonio de nuestra posición gloriosa, obra con divina compasión conforme a nuestra posición real de debilidad en este pobre cuerpo y en esta creación sufriente. Se convierte en portavoz de estos sufrimientos delante de Dios, y nos hace a nosotros también portavoces. Todo esto tiene lugar en nosotros; pero Dios mantiene todos nuestros privilegios por aquello que Él es en Sí mismo. Ésta es la última parte del capítulo, del versículo 28 ó 31 hasta el final. Dios ordena todas la cosas a favor de aquellos que son llamados conforme a Su propósito, pues ésta es la fuente de todo el bien y la felicidad en nosotros y para nosotros.
Es así que en esta preciosa culminación, no se nos habla de la santificación ni de la vida en nosotros. Ya fue dicho al principio del capítulo como enseñanza para nuestras almas. El Espíritu es vida, y el cuerpo está muerto si Cristo está en nosotros. Ahora son presentados los consejos, los propósitos, las acciones y la operaciones de Dios mismo en bendición y certidumbre, pero no son la vida en nosotros. La realidad interna ha sido ya referida anteriormente; aquí, es la certidumbre y la seguridad en virtud de lo que Dios es y de Sus consejos. Él ha conocido de antemano a Sus hijos, los ha predestinado a una determinada gloria, a una determinada bendición, principalmente a que sean conformados a la imagen de Su Hijo. Los llamó, los justificó y los glorificó. Dios ha hecho todo esto. Es algo perfecto y estable, porque fue Él que lo quiso así, y lo hizo. Ningún eslabón es defectuoso en la cadena de actividades de vinculación de las almas a la gloria conforme a los consejos de Dios.
¡Y qué gloria! ¡Qué posición –pobres criaturas como son las salvadas– para que fueran conformadas a la imagen del Hijo de Dios mismo! De hecho, éste es el pensamiento de la gracia, no de bendecirnos solamente en Jesús, sino de bendecirnos también con Él. Él vino a nosotros sin pecado, en amor y en justicia para asociarnos consigo en el fruto de Su obra gloriosa. Éste fue el objetivo de Su amor, que nosotros tuviéramos una e igual porción con Él, lo cual fue también determinado por los consejos del Padre. ¡Bendito sea Su nombre!
El resultado de todo esto para el alma es que Dios está por nosotros. Gloriosa y dulce conclusión, que nos ofrece al corazón una paz inefable y un reposo que dependen del poder e inmutabilidad de Dios –un reposo que excluye todas las ansiedades frente a cualquier cosa que pudiera estorbarlo. Si Dios es por nosotros, ¿quién es contra nosotros? En todo momento son excluidos cualesquiera pensamientos que pudieran encoger la liberalidad de Dios. Aquel que dio a Su Hijo, ¿cómo no podría dárnoslo juntamente con todas las cosas? Respecto a nuestra justicia delante de Dios, o frente a los cargos que pudieran presentarse sobre los santos, así como todos los problemas del camino, Dios mismo ha hecho la justificación. ¿Quién, pues, será el que condene? Cristo murió y resucitó, y está a la diestra de Dios intercediendo por nosotros. ¿Quién nos va a separar de Su amor? ¿Qué enemigos? Él ya los ha conquistado. ¿Las alturas? Él está allí por nosotros. ¿Las profundidades? Él ya las conoce. ¿Los problemas? Somos más que vencedores. Son la ocasión inmediata de la manifestación de Su amor y fidelidad, haciéndonos sentir dónde está nuestra porción, y cuál es nuestra fuerza. Las pruebas no hacen sino afirmar el corazón, que conoce Su amor, y sabe que nada podrá separarnos del amor de Dios que está en Jesús. Todo lo demás es cosa de la criatura, y tampoco puede separarnos del amor de Dios, de un amor que penetró en la miseria de ella misma y obtuvo la victoria para nosotros sobre todas las cosas. La liberación y la libertad, así como la seguridad de los santos por medio de la gracia y el poder, son plenamente expuestas.
Tenemos tres maneras como Dios nos es revelado: cuando Él da, cuando justifica, y cuando no hay ninguna posibilidad de separación de Él. Dos preguntas llenas de triunfo establecen los dos últimos puntos, de los cuales el corazón podría objetar. Las dos preguntas que se hacen son: ¿Quién condenará, cuando es Dios el que justifica? ¿Quién hará alguna separación? No se nos dice justificados delante de Dios. Dios es por nosotros. La segunda pregunta halla la respuesta en el precioso hecho de que, cuando pueda aparecer algún distanciamiento, Él en Su amor demuestra lo contrario. Se deduce que es la criatura la que tiende a separarse, y el amor es el amor de Dios. El principio del versículo 34 debería leerse con el 33.
Hemos adelantado en esta sección hasta llegar a un estado experimental más pleno que en el del capítulo 5, basándonos en lo que nos manifiestan los ejercicios de un alma que aprende lo que hay en ella y la operación de la ley, lo que significa estar muerto con Cristo y vivo a través de Él y asociado con Él, consciente finalmente de la presencia divina en todo ello. Pero en el capítulo 5 encontramos más de la simple gracia de Dios, lo que Él es en Su propia naturaleza bendita, y los pensamientos ajenos al pecado, para con el pecador. Tenemos el lugar del cristiano más en conexión con Dios aquí, pero lo que Dios es en gracia está más en conexión con el capítulo 5. Dicho capítulo habla de cómo es conocido Él a través de la obra de Cristo; el capítulo 8 nos habla de nuestro lugar en Cristo delante de Él. ¡Qué bendición tener ambas cosas!
Capítulo 9
Quedaba una cuestión importante por ser considerada, y es la manera como esta salvación, común a judíos y gentiles, alienados ambos de Dios –la doctrina habla de que no hay diferencia entre los dos grupos– habían de ser reconciliados con las promesas especiales hechas a los judíos. La prueba de su culpa y ruina bajo la ley no alteraba las promesas de un Dios fiel. ¿Iba a prescindir el apóstol de estas promesas para situar a los gentiles en el mismo terreno? Ellos tampoco dejaron sin acusación al apóstol cuando menospreció a su nación y sus privilegios. Los capítulos 9, 10 y 11 responden a esta pregunta; y con una perfección raramente admirable exponen la posición de Israel con respecto a Dios y al evangelio. Esta respuesta abre una espaciosa puerta para la inteligencia en los caminos de Dios.
El apóstol empieza afirmando su profundo interés en la bendición de Israel. La condición de ellos causaba un constante abatimiento en él. Lejos de menospreciarlos, los amaba tanto como Moisés los amó, sólo que el apóstol hubiera deseado el anatema de parte de Cristo por causa de ellos[52]. Reconocía que todos los privilegios que Dios le otorgó hasta entonces, les pertenecían. No obstante, no permite que la Palabra de Dios se preste a confusión y prepara la prueba de la libre soberanía de Dios, conforme a la cual podían admitirse los gentiles de acuerdo a Su elección sin que por ello fueran pisoteadas las promesas hechas a los hebreos.
En primer lugar, esta verdad se manifestó en el seno de la propia familia de Abraham. Los judíos alegaban su derecho exclusivo a las promesas en virtud de su descendencia del patriarca, y la posesión exclusiva de las mismas por derecho al ser contados descendientes de él; pero no son judíos todos los que son de Israel. Ni tampoco porque fueran de la semilla de Abraham iban a ser todos hijos, pues en ese caso Ismael debería haber sido admitido, cosa que los judíos no aceptaban. Podía alegarse también que Agar era una esclava. Pero el caso de Esaú excluía también esta salvedad. La misma madre concibió dos hijos de un solo padre, y Dios escogió a Jacob y rechazó a Esaú. Fue sobre el principio de la soberanía y de la elección que Dios decidió que la semilla fuera llamada en la familia de Isaac. Y antes de que Esaú y Jacob nacieran, Dios declaró que el mayor serviría al menor. Los judíos debían admitir la soberanía de Dios sobre esta cuestión.
¿Se comportaba Dios injustamente? Él manifestó llanamente a Moisés Su soberanía para hacer el bien como principio. Es el primero de todos los derechos. ¿Pero en qué casos ejerció Él este derecho? En un caso concreto que concernía a Israel para bendición, y de la cual los judíos buscaban sacar provecho. Todo Israel habría sido cortado si Dios hubiera obrado en justicia; no había más que la soberanía divina que ofreciera una vía de escape. Dios se acogió en Su soberanía para salvar a los que quiso, y así salvó a Israel –la justicia habría condenado a todos por igual alrededor de aquel becerro de oro que hicieron para adorarle–; esto, en el lado de la misericordia; en el lado del juicio, fue un buen ejemplo Faraón. El enemigo de Dios y de Su pueblo había menospreciado los tratos de Dios exaltándose con jactancia en contra de Él. «¿Quién es Jehová para que yo le obedezca? No dejaré ir libre a su pueblo». Jehová utiliza a Faraón en este estado como ejemplo de Su ira y juicio. Él muestra clemencia a quien quiere, y endurece a quien Él quiere. El hombre se queja de ello, como de la gracia que justifica gratuitamente.
En cuanto a los derechos, comparemos los derechos de Dios con los de la criatura que pecó contra Él. ¿Cómo podía el hombre, que está hecho de barro, osar replicar a Dios? El alfarero tiene poder para hacer con la masa como desea. Nadie puede decirle a Dios, ¿qué haces? La soberanía divina es la primera de los derechos, y el fundamento de los mismos y de la moralidad. Si Dios no es Dios, ¿qué es entonces? La raíz de la pregunta es ésta: ¿juzga Dios al hombre, o le juzga el hombre a Él? Dios puede hacer como le plazca. Él no es el objeto de juicio. Así es Su título. Cuando de hecho el apóstol presenta los dos casos, la ira y la gracia, pone el caso de paciencia por parte de Dios hacia uno que ya es apto para la ira, a fin de dar cuando menos un ejemplo a los hombres de Su ira en la ejecución de Su justicia. Después pone un ejemplo de Dios manifestando Su gloria en vasos de misericordia que Él ha preparado para la gloria. Aquí están establecidos estos tres puntos con una inusitada exactitud: el poder para hacer todas las cosas, sin que hubiera nadie que tuviese el derecho de pronunciar palabra; la admirable paciencia con los malos, en quienes finalmente se manifiesta Su ira; y la demostración de Su gloria en los vasos que Él mismo preparó misericordiosamente para la gloria, y que Él ha llamado de entre judíos y gentiles, según lo declara Oseas.
Establecida esta doctrina, la soberanía de Dios deroga las pretensiones de los judíos al goce exclusivo de todas las promesas como estirpe de Abraham; pues entre su linaje más de uno había sido excluido por el ejercicio de esta soberanía; y fue nada menos este ejercicio que, en ocasión del becerro de oro, salvó a aquellos con pretensiones al derecho de descendencia. Por tanto fue necesario que el judío reconociera esto, o si no que admitiera a los idumeos con igual derecho que ellos a tales promesas, así como a los ismaelitas, y que renunciase él mismo a este derecho siendo que las familias de Moisés y Josué fueran tal vez una excepción. Si ésta era la soberanía de Dios, Él la ejercería ahora a favor de los gentiles y de los judíos. Él llamaba a quienes quería.
Si miramos más de cerca estos pasajes de Oseas, veremos que cuando Pedro escribía a los judíos convertidos se basaba en el pasaje del final del capítulo 2, donde Lo-ammí y Lo-ruhamá devienen Ammí y Ruhamá. Pablo también cita esto, al final del capítulo 1, donde se dice: «Y en el lugar donde se les dijo: vosotros no sois pueblo mío, allí serán llamados hijos del Dios viviente». Es este último pasaje el que es aplicado a los gentiles llamados por gracia.
Otros pasajes de los profetas confirman ampliamente el juicio que el apóstol pronuncia por el Espíritu sobre los judíos. Isaías declaró formalmente que si Dios no les hubiera dejado un pequeño remanente, habrían llegado a ser peor que Sodoma y Gomorra. Numeroso como era el pueblo, sólo podía salvarse un pequeño remanente, pues Dios estaba empleando el juicio como obra sobre la tierra. Y aquí tenemos el estado de cosas bajo el punto de vista moral: los gentiles obtuvieron la justicia que no buscaban, y la obtuvieron por fe. En cambio, Israel, buscando obtenerla por el cumplimiento de la ley, no alcanzó la justicia. ¿Por qué? Porque ellos no la buscaban por fe, sino por las obras de la ley. Tropezaron con la piedra de tropiezo –esto es, Cristo– como está escrito: «He aquí que pongo en Sión piedra de tropiezo y roca de caída; y el que crea en él, no será avergonzado».
Capítulo 10
Después de tocar este punto, el apóstol, que amaba profundamente a su nación como el pueblo de Dios, derrama su corazón con respecto a la doctrina que era para ellos esta piedra de tropiezo. Su deseo y el objeto de su corazón afectuoso, era la salvación de ellos. Objetos de sus afectos, estaban vestidos a los ojos de Pablo de su celo para Dios, aunque eran ignorantes del lado de lo que Dios había enseñado. Ignorando la justicia divina, procuraron establecer en su celo su propia justicia y no se sometieron a la de Dios. Cristo es el fin de la ley para justicia a cada creyente. Allí se hallaba la justicia de Dios, y también allí la piedra de tropiezo para Israel.
Sin embargo, el apóstol establece claramente su argumento, hablando de su parte: Deuteronomio le proporciona una prueba insoslayable de este gran principio. Cita un pasaje de ese libro que habla sobre la condición de Israel, cuando ya habían quebrantado la ley y sufrían sus consecuencias. El legislador dijo: «Las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios»; mas las reveladas son para el pueblo. Es decir, la ley fue dada como condición para el disfrute de las bendiciones, llana y positivamente; lo que Dios hiciera en gracia, cuando Israel se hallase bajo las consecuencias de una ley quebrantada, permanecería en el secreto de Su suprema voluntad. Otro principio se revela distintamente sobre lo acabado de decir, no obstante, y es que cuando se hacía imposible el cumplimiento de la ley e Israel estaba ya expulsado de su tierra en base de una ley quebrantada, si se volvían de corazón a Dios desde aquella tierra lejana Él los aceptaría. Todo había acabado con la ley en cuanto a una relación con Dios establecida en condiciones legales. Israel fue expulsado según el capítulo que estamos considerando (Deut. 30): eran Lo-ammí, no más el pueblo de Dios. El testimonio de Dios se dirigía empero a ellos; podían volverse a Él en espíritu y con fe. No era más la ley, sino la fe. Pero el apóstol dice que, si obraban así, debían considerar a Cristo como el objeto. Ningún judío negaría que el testimonio de Dios era la esperanza de cada verdadero israelita cuando todo se hallaba en ruina.
Este pasaje de Deuteronomio, cuando Moisés se presenta con la ley y es portador de otros consejos divinos, sobre los cuales se basa el principio de volverse a Dios de corazón cuando todo está acabado con referencia a la ley e Israel se halla en un lugar donde es imposible guardarla, por estar en cautividad entre los gentiles–, este pasaje tiene una significancia destacable en el argumento del apóstol, y si lo cita es porque está dando la prueba irrefutable de que es el Espíritu Santo quien habla a través de sus razonamientos. Es el apóstol que presenta a Cristo, pero la combinación de estas verdades de las diferentes posiciones de Israel, de la ley, y del regreso de corazón cuando estaban perdidos bajo la ley –combinación de la cual Cristo era la piedra de toque– muestra una detallada consideración de la singularidad de los caminos de Dios, moralmente y en Sus dispensaciones, de los cuales solamente es capaz el Espíritu de Dios, y que evidentemente expresan Sus pensamientos. Véanse el final de Deuteronomio 29 y el todo el capítulo 30.
La Palabra de la fe que es expuesta como la esperanza de Israel, era aquella que el apóstol anunciaba. Si alguien confesaba con su boca al Señor Jesús, y creía en su corazón que Dios lo había resucitado de los muertos, sería salvo. ¡Preciosa, sencilla y positiva afirmación! Si era necesario, estaba apoyado por el testimonio del Antiguo Testamento: «El que cree en Él, no será avergonzado». Las palabras corazón y boca están en contraste con la ley. En el caso que considera Deuteronomio, Israel no podía cumplir la ley; la Palabra de su Dios, como les dijo Moisés, podía estar en sus corazones y en su boca. De esta manera sería ahora para el judío, igual que para todos, la fe del corazón.
Obsérvese que no se dice Si amas en tu corazón, o si tu corazón es lo que debería ser para con Dios; sino que se nos dice Si crees en tu corazón. Una persona cree con el corazón cuando realmente cree con un corazón interesado en la cosa. Manteniéndose ocupados sus afectos con la verdad, cuando se habla de la gracia, deseará que aquello que se le está diciendo sea la verdad. Deseará la cosa, y al mismo tiempo no dudará. No se trata de que crea por tener parte en esta fe, sino en la verdad de la cosa misma, que la considera tan importante para él. No es el estado de sus afectos –una consideración muy seria, no obstante, en su lugar– lo que se está considerando aquí, sino la importancia y la verdad de aquello que la Palabra presenta, la importancia que tiene para él, como necesitándola para su salvación, y de la cual él mismo es consciente de necesitar de modo que no puede dejarla de lado– una verdad de la que está seguro, como un testimonio de Dios mismo. Dios asegura a alguien así que la salvación es suya, pero no le asegura aquello en lo que tiene que creer como el objeto de la fe; es aquello de lo que Dios asegura a todo el que cree.
Además, esta fe se manifiesta con la prueba que ella misma da de su sinceridad, por la confesión del nombre de Cristo. Si alguien estuviera convencido que Jesús es el Cristo, y rehúsa confesarle, su convicción sería evidentemente su más grande condenación. La fe del corazón produce la confesión de la boca; la confesión de la boca es la contraprueba de la sinceridad de la fe, y de la honradez, en el sentido del derecho que tiene el Señor sobre nosotros en gracia. Es el testimonio que Dios pide desde el comienzo. Es hacer sonar la trompeta sobre la tierra en vista del enemigo. Es decir que Cristo ha vencido, y que todo le pertenece por derecho Suyo. Es una confesión que introduce a Dios como respuesta al nombre de Jesús. No es aquello que introduce la justicia, sino el reconocimiento público de Cristo, y la expresión a la fe por medio de la cual hay una participación en la justicia de Dios, de modo que puede decirse: «Él que cree en Cristo para salvación, tiene la fe que justifica».
He entrado aquí en más detalles porque éste es un punto que deja perplejo al corazón humano; y éste a la vez se queda perplejo con tanta más razón por cuanto es sincero y no existe ya en él ninguna traza de incredulidad ni de autojusticia. Es imposible que un alma despertada no sienta la necesidad de tener el corazón en orden y mirando a Dios. De ahí que al no someterse a la justicia divina, piense hacer del favor de Dios una dependencia del estado de sus propias afectividades, mientras que Dios le ama aun siendo pecador. El estado de nuestras afectividades tiene su importancia, pero supone una relación que ya existe, conforme a lo que nosotros amamos. Amamos también porque somos amados por Dios. Este amor de Él ha hecho algo conforme a nuestras necesidades y a la gloria divina. Nos ha dado a Jesús, y Jesús cumplió lo que era requerido para que participásemos en la justicia divina; así Él ha situado a cada uno que crea en Él y se reconozca un pecador perdido en la certera relación de un hijo y de un alma justificada delante de Dios, conforme a la perfección de la obra de Cristo. La salvación pertenece a esta alma conforme a la declaración de Dios mismo. Amada con este amor, salvada por esta gracia, gozando de tal favor, cultivará los afectos que se ajustarán al don de Jesús, y al conocimiento que tenga de Él y de Su bondad.
Es evidente que si se refiere a «quienquiera» que cree en Jesús, el gentil es igual de bienvenido que el judío. No hay diferencia; el mismo Señor es rico para todos los que claman a Él. Es hermoso ver esta forma de expresión «Porque no hay diferencia» repetida aquí. El apóstol la había utilizado antes añadiendo «por cuanto todos pecaron». El pecado coloca a todos los hombres en un nivel de ruina delante de Dios. Pero tampoco hay diferencia, «pues el mismo Señor de todos es rico para todos», para cada cual que pronuncia Su nombre será salvo.
Sobre esta declaración, el apóstol halla otro argumento con el cual justifica los caminos de Dios que fueron llevados a cabo en su ministerio. Las Escrituras de los judíos declaraban que todo aquel que clamase el nombre del Señor sería salvo. Ahora los judíos aceptaban que los gentiles no conocían el nombre del Dios vivo y verdadero, y era por tanto menester proclamar a este Dios a fin de que pudieran llamar a Él y todo el ministerio del apóstol tuviera una justificación. Por consiguiente, fue escrito: «¡Cuán hermosos son los pies de todos los que anuncian la paz, de los que anuncian buenas nuevas!». Pues al tratar estas cuestiones entre los judíos, el apóstol apelaba a la autoridad de sus propias Escrituras.
Este principio lo aplica para evangelizar tanto a los judíos como a los gentiles, pues la ley no era ninguna proclamación de las buenas nuevas. Cita a Isaías para el mismo propósito. Fue en un anuncio –una verdad predicada en público– que Israel no había creído, y se esperaba que hubiera fe en una verdad que fuera predicada así, en la misma palabra anunciada. El versículo 18 presenta alguna dificultad. Es cierto que el apóstol intentaba explicar que un anuncio de la verdad de parte de Dios había tenido lugar. Israel estaba sin excusa, pues la noticia había salido por doquier así como las palabras que Dios anunciaba hasta los límites de la tierra. El testimonio no era entonces limitado a los judíos, los gentiles lo habían escuchado en muchas partes. Esto está claro. ¿Pero es que el apóstol toma prestadas estas palabras –que en el pasaje citado se aplican al testimonio de la creación–, o se refiere al testimonio de la naturaleza misma? Yo creo que utiliza el pasaje para mostrarnos que Dios tenía al gentil en mente en Sus testimonios; que con tranquilidad desea sugerir esto a los judíos con una cita de sus propias Escrituras, que no sólo habían escuchado ellos el testimonio, sino que éste se había esparcido por todas partes, y que esto estaba en la mente de Dios. Pablo no cita el pasaje como una profecía de aquello que tenía lugar a la sazón; repite las palabras sin parafrasearlas, y demuestra que este testimonio universal estaba en la mente de Dios, por diversos que fueran los medios que se emplearon. Y declarándolo con más exactitud para el judío, dice: ¿No conocía esto Israel? ¿No se le informó a la nación de esta continuación del testimonio a los gentiles, de este anuncio de la gracia a ellos, de la recepción del testimonio por su parte, que los traía a una relación con Dios? Sí; Moisés ya dijo que Dios provocaría a celos a Israel por un pueblo que no tenía ningún conocimiento. Isaías habló también abiertamente declarando que Dios sería hallado por una nación que no le buscaba; y en cuanto a Israel, que durante todo el día Dios había extendido Sus manos a un pueblo rebelde y contradictor. En una palabra, que los gentiles hallarían a Dios e Israel se volvería perverso y desobediente. Así, llevado el testimonio a sus respectivas posiciones –por más que el apóstol lo hace gradualmente cercano–, es distinto y formal. Los gentiles son recibidos e Israel queda enemistado.
Capítulo 11
Llegados a este punto, se suscita la cuestión de si Dios ha rechazado a Su pueblo. El capítulo 11 nos da la respuesta, donde el apóstol presenta tres pruebas que contradicen esta suposición. Primeramente, él mismo es un israelita. Hay un remanente que Dios se ha reservado, como en los días de Elías –prueba del constante favor del Señor, del interés que Él se toma con Su pueblo aun cuando ellos son desobedientes. Cuando el profeta más tenaz y fiel entre todos ellos no sabía dónde encontrar a alguien que fuese veraz a Dios además de él, Dios ya tenía la mirada puesta sobre el remanente que no doblegó sus rodillas ante Baal. En segundo lugar, el llamamiento de los gentiles, y su sustitución por Israel, no significaba el rechazo definitivo de estos últimos en los consejos de Dios, pues Dios los escogió para provocar a celos a los judíos. No se trataba, entonces, de su rechazo. Y en último lugar, el Señor vendría de Sion y quitaría de Sí las iniquidades de Jacob. Esto que el apóstol, o más bien, lo que el Espíritu Santo dice sobre esta cuestión requiere una consideración más detallada.
Al citar el caso de Elías, el apóstol muestra que cuando Israel estaba a la sazón en ese estado que arrancó de Elías más de una súplica por ellos, Dios nos los había rechazado sino que se había reservado para Él siete mil hombres. Ésta fue la elección de la gracia soberana. Ocurría lo mismo ahora, pero era por gracia y no por obras. Los elegidos obtuvieron la bendición, y el resto continuaba ciego. Como está escrito: «Dios les dio espíritu de sopor».
¿Habían, entonces, tropezado ellos para que se hallasen ahora postrados? No. Pero por su caída vino la salvación a los gentiles para provocar a Israel a celos –una segunda prueba de que no se trataba realmente de un rechazo de ellos. Si su desprestigio y caída era una bendición para los gentiles, ¿cuál no iba a ser el fruto de su restauración? Si las primicias son santas, también lo es la masa; si lo es la raíz, las ramas también. Remontándonos en esta cadena de bendiciones, hallamos que Abraham era la raíz, y no los gentiles. Israel era el vástago natural y las ramas. Y esto es lo que sucedió con el buen olivo de la promesa de este mundo, del cual la raíz era Abraham –Dios mismo la fuente de las hojas y del fruto– e Israel el tronco y las ramas. Aparecieron algunas ramas malas, y tenían que ser cortadas. Otras de los gentiles fueron injertadas en su lugar, y gozan de la riqueza natural del árbol de la promesa. Era sobre el principio de la fe que ellos, siendo del olivo silvestre, fueron injertados en el otro olivo. La mayoría de las ramas en Israel, herederas naturales de las promesas, fueron cortadas debido a su incredulidad, porque cuando les fueron ofrecidas las promesas cumplidas, ellos las rechazaron. Confiaron en su propia justicia y despreciaron la bondad de Dios. De esta manera, los gentiles fueron hechos partícipes de dichas promesas, permaneciendo en el principio de la fe. Pero si abandonaban este principio iban a perder su sitio en el árbol de la promesa, como los incrédulos judíos perdieron el suyo. La bondad tenía que ser su porción en esta dispensación del gobierno de Dios con respecto a aquellos que una vez disfrutaron Sus promesas, si es que continuaban en esa bondad. Si no lo hacían, vendría la poda. Esto les sucedió a los judíos, y sucedería lo mismo a los gentiles. Así es el gobierno de Dios con respecto a aquello que existía como Su árbol sobre la tierra. Hubo un consejo efectivo de Dios que se cumplió en esto que tuvo lugar, a saber, la ceguera parcial de Israel –pues no fueron rechazados– hasta que todos los gentiles que tuvieran que formar parte de la bendición de estos tiempos hubiesen entrado. Después de esto, Israel sería salvado en conjunto. No se trataría de la suma de individuos salvaguardados a la asamblea, en la cual Israel no tenía ningún lugar como nación. Iban a ser salvados como un conjunto, como Israel. Cristo vendrá de Sion como el trono de Su poder, y quitará la iniquidad de Jacob, y Dios les perdonará todas las transgresiones.
Ésta es la tercera prueba de que Israel no había sido rechazado. Mientras que eran enemigos, en lo concerniente al evangelio en el tiempo actual, son todavía amados por causa de los padres. Aquello que Dios una vez escogió y llamó, nunca lo echará fuera. Él no se arrepiente de Sus consejos, ni del llamamiento que les da un efecto. Pero si el consejo divino es inmutable, la manera como se lleva a cabo expone la maravillosa sabiduría de Dios. Los gentiles habían permanecido mucho tiempo en la desobediencia incrédula. Dios se presenta en gracia, a cuyos actos se opusieron los judíos y perdieron todo derecho a las promesas con esta incredulidad, para que más tarde ellos reciban el efecto de la promesa sobre la base de la pura misericordia y soberana gracia de Dios[53], de la misma manera que el pobre gentil. Él les había encerrado en una descreencia para que pudiera mostrarse la pura gracia para todos. Por lo tanto, es esto que el apóstol exclama ¡Oh profundidades de la sabiduría y del conocimiento! Las promesas están cumplidas, y las pretensiones humanas de conseguir la justicia son eliminadas; los judíos que perdieron todo lo recibirán de nuevo sobre el verdadero terreno de la bondad de Dios. Su aparente pérdida no es sino el medio para que reciban todo otra vez de la gracia soberana, en lugar de recibirlo en virtud de la justicia humana, o de una promesa incumplida. Todo es gracia; y Dios es siempre fiel a pesar de la infidelidad de los hombres, siendo estos últimos bendecidos. El judío recibe el efecto de la promesa; pero tanto el uno como el otro lo atribuyen a la pura gracia de Dios. No hay ninguna referencia de la asamblea aquí: es el árbol de la promesa y aquellos que en virtud de su posición participan sucesivamente en el disfrute de las promesas terrenales. Los judíos incrédulos nunca fueron cortados de la Iglesia, porque nunca se hallaron en ella. Estuvieron en la posición de herederos naturales del derecho de la promesa. La asamblea no es el propio olivo de los judíos según la naturaleza, para que fueran injertados en él otra vez. No hay nada más sencillo: la cadena de los que alguna vez tuvieron derecho a las promesas desde Abraham, era Israel. Algunas de las ramas fueron entonces cortadas. El árbol de la promesa permanece en la tierra, los gentiles son injertados en él en lugar de los judíos, y si ellos fueran hallados supuestamente infieles, serían cortados y los judíos reinsertados en el viejo olivo según las promesas, para que pudieran disfrutarlas. Pero todo es en pura gracia. No es sencillamente por el evangelio que ellos reciben la bendición, pues tocante al evangelio son enemigos a causa de los gentiles; en lo que se refiere a los elegidos, son amados por causa de sus padres.
Obsérvese además un principio importante: el disfrute de los privilegios por la posición nos hace responsables hacia ellos, y sin decir tiene que el individuo era nacido de nuevo. La rama judía estaba en el árbol de la promesa y fue cortada: así también el gentil. No había nada verdadero o vital ahí, salvo que estaban en el lugar de las bendiciones, «participantes de la raíz y savia del olivo» a través de su inserción en él.
Estos tratos de la mente de Dios concluyen esta parte del libro, allí donde el apóstol reconcilia la gracia soberana mostrada a los pecadores –poniéndolo todo a un nivel de la común ruina del pecado– con los privilegios especiales del pueblo de Israel, fundamentado en la fidelidad de Dios. Habían perdido todo en cuanto a derechos. Dios cumpliría Sus promesas en gracia y en misericordia.
Capítulos 12-13
El apóstol reanuda el hilo de sus enseñanzas empezando –como hace en todas sus epístolas– con las consecuencias morales de su doctrina. Él sitúa al creyente al comienzo sobre el terreno de la misericordia divina, el cual ha sido explicado antes plenamente. El principio de la gracia que salva fue establecido como la base de la salvación. Las bases de toda la moralidad cristiana son puestas ahora en este fundamental principio: presentar nuestros cuerpos como un sacrificio vivo, santo, aceptable a Dios. Un servicio inteligente no por medio de manos ni ceremonias que el cuerpo fuera capaz de realizar, sino un principio de profundo sentimiento y totalmente eficaz. Esto es lo que era personalmente para el hombre. En cuanto a sus relaciones exteriores, no tenía que conformarse con el mundo. Tampoco debía tomarse esta actitud de la no conformidad como algo mecánico, sino como el resultado de tener una mente renovada que buscase discernir la voluntad de Dios, buena, aceptable y perfecta, siendo así la vida transformada.
Esto se relaciona con el final del capítulo 6. No son aquellos sentados en los lugares celestiales, imitadores de Dios igual que hijos queridos, sino hombres en la tierra liberados por el poder de la redención y la gracia, que se ofrecen a Dios para hacer Su voluntad. A continuación viene la exhortación tras el carácter que deja su huella en la epístola.
La andadura del cristiano había de caracterizarse por la devoción y la obediencia. Era una vida sujeta a la voluntad de otro, a la voluntad de Dios. Y por consiguiente, llevaba la estampa de la humildad y la dependencia. Era una devoción absoluta del corazón en sacrificio propio. Existía un peligro que brotaba del poder que actuaba en él, de la carne que penetraba haciendo un mal uso. Con respecto a esto, cada uno tenía que tener un espíritu de sabiduría y equilibrio para no salirse de los límites del don que Dios le había dispensado, y se tenía que ocupar de él conforme a la voluntad divina del mismo modo que cada miembro tiene su lugar en el cuerpo y debe llevar a cabo la función que Dios le ha otorgado. El apóstol va pasando instintivamente a todas las formas que el deber asume en el cristiano, según las varias posiciones en las que está, y conforme al espíritu con que debe andar en cada relación.
Es en el capítulo 12 que la idea de la asamblea como un Cuerpo se halla en la epístola; y en relación con las obligaciones de cada miembro en particular –obligaciones que derivaban de su posición como tales. De otro modo, sería la posición del hombre en su responsabilidad individual delante de Dios, y ello auxiliado por la gracia, y después el hombre liberado que nos es expuesto en la Epístola a los Romanos. Las directrices que nos da el apóstol alcanzan las relaciones del cristiano con las autoridades bajo las que es emplazado. Las reconoce como que cumplen el servicio de Dios, y como dotadas de autoridad de parte de Él; resistirlas sería resistir aquello que Dios estableció. La conciencia, y no meramente el uso de la fuerza, constreñían al cristiano a que obedeciera. En una palabra, tenía que rendir a cada hombre aquello que le era debido en virtud de su posición, sin dejar de deber nada a nadie, por variado que fuera el carácter de la deuda –exceptuando el amor, que constituye una deuda que no tiene liquidación.
Los cristianos son exhortados a no procurar entre ellos las grandes cosas de este mundo, sino a caminar como hermanos con los de menor reputación: un precepto demasiado olvidado en la asamblea de Dios, para mayor pérdida. Si el cristiano de mayor reputación reclama aquel honor que le es debido en la carne, tiene que serle rendido de buena voluntad. Dichoso aquel que, según el ejemplo del Rey de reyes y el precepto de nuestro apóstol, sabe cómo caminar en compañía de aquellos de menor reputación en su peregrinación a través del desierto. El amor es el cumplimiento de la ley; pues el amor no busca el mal de su prójimo, y cumple de este modo la ley.
Otro principio está en operación en el espíritu del cristiano. Es hora de despertarse. La liberación de este presente siglo malo, que el Señor llevará a cabo por nosotros, se aproxima. La noche ha pasado, el día se acerca –Dios conoce el momento–. Las características que señalaban su proximidad en tiempos del apóstol han avanzado desde entonces bajo distintos matices, aunque Dios, con miras a salvar aquellos que está reuniendo todavía, frena su avance. Caminemos entonces como hijos del día, desechando las obras de las tinieblas. Pertenecemos al día, del cual Cristo mismo será la luz. Andemos conforme a este día y revistámonos de Cristo, sin prestar atención a lo que es propio de la voluntad y de la codicia de la carne.
Capítulo 14
Desde el principio del capítulo 14 hasta el final del versículo 7 en el capítulo 15, se considera otro punto que surge debido a las diferentes posiciones del judío y del gentil. Era difícil para un judío desprenderse del marcado sentido de diferencia que hacían con los días y las comidas. Un gentil que hubiera abandonado todo este sistema religioso como idólatra, no tenía problemas al respecto. La naturaleza humana tiende en este sentido a pecar por ambos lados –una falta de conciencia, una voluntad irrefrenable– y una conciencia ceremoniosa. El cristianismo no reconoce ninguna de estas cosas. Libera de la problemática de los días y las comidas haciéndonos celestiales con Cristo, pero también nos enseña a ser pacientes con la persistente debilidad y a ser comedidos nosotros mismos. La conciencia no puede –no tiene ningún derecho– prescribirnos algo nuevo como deber, pero sí puede en ignorancia estar sujeta a una tradición como obligatoria. En realidad, tenemos entera libertad para no dejarla hacer, pero debemos mostrarnos pacientes ante la fe débil de los demás y no serles un tropiezo. El apóstol da tres consejos al respecto: primero, recibir al débil sin esgrimir cuestiones que deben resolverse; segundo, no juzgar a nuestro hermano, porque es siervo de Cristo, no el nuestro. Y por último, andar en el espíritu del amor, y, si andamos en un nivel más elevado, mostrar este espíritu recibiéndonos los unos a los otros, como Cristo nos ha recibido para gloria de Dios, la cual priva al hombre de sus alardes de superioridad y en cambio enciende la llama de la caridad procurando el bienestar de los demás –nos deja a nosotros sin el “yo” y nos aparta de estas cosas, a fin de poder adaptarnos a los demás para que la voluntad de Dios y Su gloria no sean oscurecidas.
Muchos principios importantes son expuestos en estas exhortaciones. Cada uno dará cuenta de sí a Dios. Todos, en estos casos, deberían estar plenamente persuadidos en mente y no juzgar a los otros. Si alguien tiene una fe que le hace libre de las observancias tradicionales y no ve en ellas nada malo en absoluto –como así son–, que conserve esta fe para Dios y no haga tropezar a su hermano.
Nadie vive y muere para sí; nosotros somos del Señor. Los débiles ansiarán aquel día por causa del Señor, y los fuertes no lo ansiarán. Ésta es la razón entonces para no juzgar. Aquel a quien yo juzgo es del Señor. Por lo tanto, también debería procurar la satisfacción de mi hermano para edificación suya; es del Señor. Debo recibirle como yo he sido recibido, compartir con él la gloria que de parte de Dios le ha sido conferida. Nosotros servimos a Cristo en estas cosas cuando pensamos en el bien de nuestro hermano. En cuanto a la energía de la fe de un hombre, que la conserve para sí y para Dios. El amor es la pauta para usar esta libertad, si la podemos llamar así, y no la servidumbre que provoca el descuido de estas cosas. En caso de que estas observancias se empleen para destruir la libertad en Cristo, aplicando el principio contrario, véase Gálatas 4 donde el apóstol enseña que si la observancia es enseñada como principio, es una vuelta al paganismo.
Capítulos 15 - 16
Estas enseñanzas cierran la epístola. Desde el capítulo 15:8, hallamos el exordio, las circunstancias personales del apóstol, y sus saludos.
Los versículos 8 y siguientes, sumarizan su pensamiento respecto a los tratos de Dios con el judío y el gentil en el advenimiento de Jesús. Él era un ministro de la circuncisión para la verdad de Dios, que llevaba a cabo las promesas hechas a los padres. Dios había hecho promesas para los judíos, pero no para los gentiles. Para éstos no se trataba que dudasen de la verdad, sino que por la gracia pudieran glorificar a Dios por Su misericordia a través de Jesús. El apóstol les cita pasajes de Deuteronomio –es decir, de la ley–, de los Salmos y de los profetas.
En el versículo 13 vuelca sus sentimientos hacia los romanos para expresarles sus deseos y su confianza en la bendición que habían alcanzado de Dios, la cual los capacitaba para exhortarse mutuamente, al tiempo que les corroboraba que él era ministro de Jesucristo a los gentiles a raíz de la gracia que Dios le había dado y que le capacitaba para realizar entre ellos una función especial, siendo, por así decirlo, un sacerdote que se ofrecía a los gentiles como ofrenda aceptable a Dios, porque eran santificados por el Espíritu Santo (véase Números 8:11). Ésta era su gloria delante de Dios. Esta santificación por el Espíritu Santo fue lo que sustituyó la santificación adquirida por nacimiento, que bien mereció le pena que así fuese.
Además, había realizado su tarea desde Jerusalén hasta Ilírico, no en unos lugares donde Cristo era ya predicado, sino allí donde nunca habían oído de Él. Esto fue lo que retrasó su llegada a Roma. Ahora que no había más sitio para él según el Espíritu Santo –nada más que el apóstol pudiera realizar en aquellos lugares–, habiendo deseado mucho tiempo ir a visitarlos pensó hacerlo mientras iba de camino a España. De momento se dirigía a Jerusalén con la colecta para los santos que recogió en Macedonia y Acaya.
Vemos que su corazón retorna a los judíos, los cuales ocupaban su pensamiento. Mientras que deseaba poner el sello de su actuación sobre la gracia que hizo destacable esta colecta, se preocupaba por ellos como judíos y como quienes tenían algo para pedir: eran sentimientos mezclados de uno que, ansioso, deseaba mostrarles que no los olvidaba, pues los amaba como nación. Tenemos que discernir si al ejecutar este servicio –el de diácono, naturalmente–, satisfactorio como sería, él estaba a la altura de su misión como apóstol. Sea como sea, la mano de Dios estaba en ella para hacer que todas las cosas obraran para bien de Su amado siervo e hijo, así como para Su propia gloria. Pablo tenía el presentimiento de que quizás su misión no saldría bien, y pedía las oraciones de los santos en Roma para que fuera liberado de manos de los inicuos, y ellos pudieran ver su rostro y se gozaran. Sabemos cómo terminó: es algo que ya dijimos cuando hablamos de los Hechos. En verdad los vio en Roma; fue puesto en libertad bajo fianza, y no sabemos si alguna vez se dirigió a España. Los caminos de Dios son conforme a Sus eternos consejos y gracia, y conforme a Su sabiduría perfecta.
Sin haber conocido jamás a los cristianos romanos como asamblea, Pablo les envía muchos saludos personales. Éste era el vínculo que subsistía. Con mucha emoción vemos que su corazón se detiene en todos los detalles del servicio que le ligaban a aquellos que lo habían prestado. Aquel que por gracia había escudriñado en todos los consejos de Dios y que le fue concedido que viera lo que no le podía ser dicho al hombre aquí abajo, recordaba todo lo que estos humildes cristianos –esas devotas mujeres– habían hecho para él y para el Señor. Esto es el amor; es la prueba verdadera del poder del Espíritu de Dios; es el lazo del amor.
Tenemos también aquí una pauta muy hermosa y perfecta para nuestro andar: que seamos simples en lo relativo al mal, y sabios para el bien. El cristianismo por sí mismo podía facilitar dicha pauta, pues proveía para un camino positivamente bueno, y sensatez para andar en él. Como cristianos podemos ser simples en lo que concierne al mal. ¡Qué liberación! Mientras que el hombre del mundo necesita familiarizarse con el mal para poder evitarlo en este mundo de trampas y engaños, debe transigir con la corrupción y adquirir la costumbre de pensar en el mal para no dejarse atrapar por él. Pero pronto habrá una completa liberación, y Satanás será pisoteado bajo nuestros pies.
El apóstol no escribió sus cartas él mismo, sino que empleó a un hermano para hacerlo. Aquí él menciona a uno llamado Tito (vers. 22). Muy preocupado por la condición de los gálatas, les escribió él mismo la carta que les fue dirigida, pero el saludo al final de ésta, igual que en otras epístolas, era de su propia mano que ratificaba el contenido de la epístola –1 Corintios 16:21; 2 Tesalonicenses 3:17, en donde la alusión hecha de la falsa epístola en 2 Tesalonicenses 2 ofrecía la ocasión para que se declarase esta prueba, la cual él siempre daba, de que una epístola era realmente suya. Asimismo vemos, en esta circunstancia, que él adjuntaba un solemne y autoritativo carácter a las epístolas, que no eran meramente las efusiones de un corazón espiritual, sino que cuando las escribía quería que otros comprendieran también que eran dignas de ser consideradas y guardadas por la autoridad que la expresión y el ejercicio de su misión apostólica transmitían, y tenían que ser recibidas como tales; es decir, como que poseían la autoridad del Señor con que Pablo fue revestido por el poder del Espíritu Santo. Eran las cartas del Señor, y él y sus palabras fueron el instrumento (1 Tes. 2:13, y 1 Cor. 14:37).
Todavía podemos observar, con respecto a estos tres últimos versículos del final de la epístola, que están, por así decirlo, despegados de todo el resto, e introducen en forma de doxología la sugerencia de la verdad, cuya comunicación daba distinción a la enseñanza del apóstol. La tarea que el Espíritu Santo llevó a término en esta epístola, fue la presentación del alma individual delante de Dios conforme a los pensamientos divinos. No obstante, esto se relaciona inmediatamente con la posición del Cuerpo; y la doctrina referente al Cuerpo, la asamblea, no puede separarse de ella. El apóstol nos informa distintamente que el misterio, la asamblea, y la reunión en uno de todas las cosas bajo Cristo, era algo totalmente desconocido: Dios había permanecido en silencio al respecto en los tiempos descritos como edades, cuando la asamblea no formaba parte del curso de aquellos acontecimientos y de los caminos de Dios sobre la tierra. El misterio era ahora revelado y comunicado a los gentiles mediante los escritos proféticos –no «los escritos de los profetas». La epístola dirigida a los gentiles poseía este carácter; eran los escritos proféticos, una prueba clara del carácter de las epístolas en el Nuevo Testamento.
El que ha comprendido la doctrina de esta epístola, y los escritos de Pablo en general, asimilará con prontitud la importancia de su posdata. La epístola misma desarrolla con perfección divina y plenitud cómo un alma puede permanecer delante de Dios en este mundo, y la gracia y la justicia de Dios que mantienen además Sus consejos tocantes a Israel.
Referencias
[1] Los escritos de Pablo presentan al hombre a Dios en y a través de Cristo. El Evangelio de Juan presenta a Dios al hombre en Cristo; las Epístolas despliegan la vida divina en Cristo comunicada al creyente; aunque Pablo habla, claro está, de la vida, y Juan habla del hombre como en Cristo delante de Dios. Debemos añadir, para el evangelio de Juan, la venida del Consolador. El lector observará también que el evangelio de Juan nos presenta lo nuevo que toma el lugar del judaísmo, especialmente desde el capítulo 4. La elección aparece a lo largo de su evangelio, expresada con énfasis. Los evangelios sinópticos presentan a Cristo a los judíos, al hombre, para que sea recibido. Pero el mundo y los judíos son juzgados en Juan 1:10, 11. A partir de ahí, nuestra gracia, el remanente elegido y las ovejas son reconocidos, y los judíos son tratados como réprobos.
[2] Después de la introducción hasta el final del capítulo 3, encontramos el mal y el remedio que Dios ha ofrecido en la sangre de Jesucristo; y luego, en el capítulo 4, la resurrección de Cristo (después de ser entregado por nuestras ofensas) para nuestra justificación, y tener así paz con Dios, nuestro actual estado de favor y la esperanza en gloria, con todas las benditas consecuencias en el amor de Dios. Abraham y David, las grandes raíces de la promesa, confirmaron el principio de gracia y justificación sin necesidad de obras. Esta parte concluye con el capítulo 5:11, que divide la epístola en dos partes distintas, en cuanto a su doctrina de la justificación, y nuestro estado delante de Dios. De ello hablaremos más adelante.
[3] Como se trata del pecado en la carne y la muerte en ella, implica toda la cuestión de la ley –el medio de descubrir este pecado cuando la ley es conocida espiritualmente.
[4] Véase lo que acabamos de decir sobre la división en el capítulo 5:11, y el completo desarrollo de la división de la epístola más adelante.
[5] El corazón y la conciencia son introducidos. La ley podía mostrar la culpabilidad del hombre, y cuando es conocida espiritualmente, muestra su estado de ruina a la conciencia. Un sentido de necesidad muestra que también el corazón está en acción.
[6] Esto nos sitúa, puesto que es para nosotros, en relación con una santidad –como lo hace la revelación de justicia luego de manera más abierta. Ello implica una relación con Dios como Él es en sí mismo plenamente revelado, no como los judíos fuera del velo.
[7] No se dice «por medio de Su resurrección», sino «por medio de la resurrección», abstractamente. Su propia resurrección fue la gran prueba, pero la de cada hombre es asimismo una prueba.
[8] Deberá observar el lector que en los versículos 1 y 7, no es «llamado a ser apóstol», ni «llamados a ser santos», sino «apóstol por llamamiento», «santos por llamamiento». Ellos eran lo que se les declaraba ser, y lo eran por llamamiento de Dios. Un judío no era santo por llamamiento, sino que lo era por nacimiento, en relación a los gentiles. Éstos eran los llamados de Jesucristo, pero no fueron simplemente llamados a ser santos, lo eran por llamamiento.
[9] La Epístola a Filemón puede parecer a simple vista una excepción; pero confirma esta observación, ya que la asamblea en su casa está incluida en el deseo. Esto da notoriedad a las palabras de Judas. Hay, sin embargo, un problema de varias lecturas en Tito 1:4.
[10] Con cuánta fuerza se deduce de aquí, irrumpiendo en toda la doctrina de esta epístola, que todas las cosas se muestran tal como son delante de Dios. Dios siendo revelado a través de Cristo y la cruz. Todo debe tomar su verdadero carácter y resultado conforme a lo que Él era. Además, los términos implican aquí un conocimiento del evangelio: «... buscan gloria, y honra e inmortalidad», términos que el Cristianismo conoce.
[11] Notemos aquí el principio muy importante de que existen ventajas positivas de posición donde no existe un cambio intrínseco. Comparar el capítulo 11:17 y 1 Corintios 10.
[12] El capítulo 3:21 nos retrotrae, de hecho, al capítulo 1:17. Lo que hallamos en medio de estos dos es la demostración del terreno del capítulo 1:18, lo cual hizo que la justicia del versículo 17 fuera imperativamente necesaria.
[13] Siendo Dios revelado, el pecado se mide a través de la gloria divina. Estamos tan acostumbrados a leer esto que nos olvidamos de lo que significa. Qué extraño suena «están destituidos de la gloria de Dios». El hombre puede decir al respecto: está claro que sí hemos sido destituidos. Pero, moralmente hablando, esto nos ha sido revelado, y si uno no puede resistir lo que implican estas palabras, tampoco podemos subsistir delante de Dios en absoluto. Claro que aquí no se trata de su gloria esencial, pues todas las criaturas han sido despojadas de esta gloria, sino de aquello que las hacía aptas, según estas mismas implicaciones, para estar en presencia de Dios. Si no somos aptos para estar allí delante, y caminar en la luz como Dios es luz, no podemos estar en absoluto con Dios. No hay ningún velo ahora.
[14] Para probar lo completa que es esta enseñanza de Pablo, doy aquí un resumen de su contenido. Es la justicia de Dios, sin la ley, y la ley y los profetas que dan testimonio de ella. En cuanto a lo que implica, es la justicia de Dios por la fe en Jesucristo para todos aquellos que creen. Cristo es la propuesta propiciatoria a través de la fe en Su sangre, para manifestar esta justicia mediante la remisión de los pecados pasados (los de Abraham, etc. ) conforme a la paciencia de Dios. Esto es manifestado en el tiempo presente para que Él pueda ser justo y justificar a los que creen en Jesús.
[15] Aquí de nuevo Dios es revelado en Sí mismo. Comparar Mateo 15:19-28.
[16] La ley es la norma perfecta del bien y del mal para cada hijo de Adán, aunque sólo fue dada a los judíos. No por eso era arbitraria. Tomaba todas las relaciones en las que permanecía el hombre, dando una pauta perfecta para las mismas, y la sanción de la autoridad de Dios sobre ellos, con un castigo penal. Pero ahora tenemos algo de más elevado rango, no lo que el hombre debiera haber sido, sino a Dios mismo glorificado.
[17] De ahí que los que colocan a los cristianos bajo la ley no mantengan su autoridad. Los consideran libres de su maldición, aunque ellos la quebranten.
[18] El lector atento de las epístolas de Pablo debe poner atención en el empleo de esta palabra: «pues». En la mayoría de casos, no expresa ninguna inferencia, sino que deduce algún asunto paralelo que, en la mente del apóstol, llevaría a la misma conclusión, o bien algún principio general más profundo que estuviera en la base del argumento, agrandando la esfera de visión relacionado con el mismo.
[19] Choris nomou, «aparte de la ley». Esto denota que no tenía nada que ver con ella.
[20] Naturalmente, no se refiere a que el cuerpo haya sido renovado todavía.
[21] Rechazo absolutamente la interpretación «habiendo sido justificados». No es la que el griego expresa, y excluir la fe del hecho de nuestra justificación contradice el comienzo del capítulo 5. (El autor habla de una interpretación ligera de Romanos 5:1, y que termina sin mencionar la fe como base de esta justificación [NdelT]).
[22] La palabra es para enfatizar; aparece en el griego: heautou.
[23] La palabra «imputar» en este pasaje (cap. 5:13) no significa lo mismo que imputar la justicia, o imputar la fe para justicia. Significa un acto (o una suma) que se añade en la cuenta de otro, sin considerar quién o qué sea esta persona.
[24] Esto es una cita de Oseas 6:7 según su significado verdadero, que acusa a Israel de haber hecho lo mismo que Adán: «Mas ellos, como hombres, traspasaron el pacto».
[25] Esta misma distinción, con la misma diferencia en la preposición, es la que hallamos en relación con la justicia de Dios cuando el apóstol habla de la eficacia de la sangre: solamente señala quiénes son los muchos, porque el objeto de la fe es presentado y no la eficacia de la obra, aunque esto se suponga; capítulo 3:22: dikaiosune de Theou dia pisteos Jesou Christou eis pantas, kai epi pantas tous pisteuontas, la justicia de Dios por la fe de Jesucristo para todos, y sobre todos los creyentes. De manera que aquí fue por una transgresión eis pantas, y después los muchos relacionados con Cristo son constituidos justos por su obediencia.
[26] No el pecado. El pecado ya estaba ahí; la ley hacía que cada manifestación del mismo fuera una transgresión positiva.
[27] Esto no se refiere simplemente a cargar con nuestros pecados: éste es el asunto de la primera parte de la epístola. La condición en la que estábamos, como raza, era la del Adán pecador y caído. Cristo, el que era sin pecado, vino y estuvo en sustitución por nosotros y por la gloria de Dios; esto es, como sacrificio en ese lugar, fue hecho pecado, soportó el abandono de Dios y, glorificándole, murió en el lugar y para el lugar, sintiendo todo lo que conllevaba el estar en nuestra condición de pecado, y en la cual Él estuvo por nosotros delante de Dios. Esta obra, hecha como hombre y para el hombre, no dudo que trasciende nuestra salvación. Él vino para quitar el pecado por el sacrificio de Sí mismo. Él quita, como Cordero de Dios, el pecado del mundo. Su sacrificio es la base de la condición para ese nuevo cielo y esa nueva tierra en los que mora la justicia.
[28] No somos vistos aquí como resucitados con Cristo. El creyente es contemplado siempre, como dije, estando sobre la tierra pero vivo en Cristo y justificado. Es un terreno para la práctica del andar.
[29] De hecho, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo estaban todos operando en la resurrección de Cristo. Él levantó el templo de Su cuerpo en tres días, fue vivificado por el Espíritu, y resucitado por la gloria del Padre.
[30] Al cual podemos añadir en todo su efecto el final del tercero. Los detalles los encontraremos en otro lugar.
[31] La palabra es “justificado”. Vemos aquí con distinción la importante diferencia entre el pecado y los pecados. No se le puede tener en cuenta a un hombre muerto su pecado, pues no tiene ninguna conciencia mala ni codiciosa. Puede haber cometido muchos pecados mientras vivía, puede o no estar justificado de ellos, pero no se le puede acusar de pecado. Como vimos, desde el capítulo 5:12, estamos hablando del pecado, del estado del hombre, y no de los pecados.
[32] Ésta es una maravillosa expresión. En cuanto a la fidelidad, vivió Su vida para Dios. Ahora Su vida no conoce otra cosa que Dios.
[33] Obsérvese aquí que la Epístola a los Romanos no llega a decirnos que estamos resucitados con Cristo. Esto conduce necesariamente a la unión, que será en el terreno de Efesios. Sólo debemos observar que la muerte y la resurrección nunca llegan hasta el estado celestial, sino que son el estado subjetivo experimental. En Efesios, al estar muertos en delitos y pecados, somos tomados, avivados y llevados a Cristo como Él resucitó y fue llevado a la gloria allá en los cielos; es simplemente la obra de Dios. Aquí es algo individual; estamos vivos con Él. Tendremos parte en Su resurrección, andando en novedad de vida. Es algo personal y práctico: el hombre, como vimos, vivo sobre la tierra.
[34] Comparar Éxodo 33:13.
[35] No es un llamamiento a pecadores, como a veces se emplea, sino a aquellos que ya son libres.
[36] No dudo que es así como este pasaje debería leerse. Mi lector tal vez lea «estando la ley muerta». La expresión «muertos para aquella en que estábamos sujetos» hace alusión al versículo 4, donde se dice «vosotros habéis muerto a la ley». Cristo bajo la ley murió bajo su maldición. Estar en la carne es vivir bajo la responsabilidad de un hombre en su vida natural –un hijo del Adán caído. En esa vida (a menos que se carezca de ley) la ley es la pauta de la justicia humana. No debemos confundir la carne en el cristiano con un hombre que está en la carne. El principio de la antigua vida está todavía allí, pero no constituye el principio de su relación con Dios. Cuando yo estoy en la carne, es el principio de mi relación con Dios, pero como la voluntad de la carne es pecaminosa es imposible que yo complazca a Dios. Puedo buscar en esta actitud una justicia, pero será en el terreno de la ley. El cristiano está muerto por medio de Cristo a todo ese estado de cosas –no depende de esa vida; su vida está en Cristo, y ha recibido al Espíritu Santo. La carne ya no es el principio de su relación con Dios; sobre este terreno él se reconoce perdido. En otro lugar aprendemos que él está en Cristo sobre el terreno en que Cristo está delante de Dios. El Espíritu Santo, como veremos, le coloca allí en poder mediante la fe, siendo su vida Cristo.
[37] Aquí no dice por el Espíritu, porque todavía no ha hablado del don del Espíritu Santo en virtud de la obra de Cristo. Solamente habla de la manera, del carácter del servicio que se presta.
[38] Recordamos al lector que en toda esta parte de la epístola (esto es, desde el capítulo 5:12), estamos refiriéndonos al pecado, no a los pecados.
[39] El pecado y la muerte son correlativos. La ley es introducida a fin de manifestar a través de la ofensa lo que ambos significan. El apóstol primero pregunta: «¿Es la ley pecado?», ya que su resultado era la muerte en el hombre. No, pero producía el conocimiento del pecado, escribiendo la muerte sobre el alma a través del juicio, siendo el hombre pecador. La segunda pregunta es: «¿Se ha convertido la ley en muerte para mí, siendo que es buena en sí misma?» No, es el pecado que, a fin de manifestarse en todas sus proporciones, me ha matado valiéndose de la ley como medio en mi conciencia. La ley halló en la condición del hombre el medio para pervertir lo bueno y tornarlo en muerte para él.
[40] Existe también conflicto cuando el Espíritu habita en nosotros. Gálatas 5 habla de esto: «El deseo de la carne es contra el Espíritu». Entonces no estamos bajo la ley, como el apóstol sigue diciendo: «Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley». La persona aquí en cuestión está bajo la ley; todo está relacionado con la ley. La ley es espiritual. Aceptamos la ley, y nos deleitamos en ella. Ni Cristo ni el Espíritu son mencionados aquí hasta que no es introducido el asunto de la liberación.
[41] Esto nos ofrece la llave a este pasaje tan conocido y popular, ¡ay!, porque las almas no están aún libres. No es la experiencia actual de nadie, sino una persona liberada que describe el estado de una que no lo está. Una persona prisionera no podría hablar como ésta lo hace, porque desconoce el resultado para ella misma. Un hombre hundiéndose en una ciénaga no se pone a describir cómo alguien se hunde en ella, por temor a hundirse él y quedarse allí. Cuando ha salido, entonces describe cómo alguien puede hundirse así. El final de Romanos 7 es el de un hombre que sale de la ciénaga y que muestra tranquilo el principio y la manera en que uno es capaz de hundirse en ella. Toda esta parte de la epístola es más complicada que lo que precede al capítulo 5:12, puesto que nuestra propia experiencia está en conflicto con lo que la fe nos enseña que hay que decir. Si yo estoy perdonado y justificado por medio de la gracia, no habrá contradicciones en mi experiencia. Será lo que Dios ha hecho por mí fuera de mí mismo. Mi deuda habrá sido pagada. Pero si quiero decir que estoy muerto al pecado, mi experiencia lo contradirá. De ahí que no tengamos descanso en este sentido hasta que abandonemos el yo o la carne como totalmente malos e irremediables, y aprendamos que, como algo subsiguiente a la redención, no estamos en absoluto en la carne. Comparar los capítulos 7 y 8.
[42] El último versículo del capítulo 7 habla de la mente abstracta y del carácter de las naturalezas opuestas: la una tiene la mente y el propósito de corazón en el hombre renovado; la otra, el hecho de que la carne está ahí; la primera habla de «yo mismo», la segunda de «mi carne». Así, el yo es correcto; sólo que no es considerado bajo la ley o viceversa.
[43] El lector comprenderá que Jesús podía tomar esta posición y ser hecho pecado, precisamente porque Él estaba absolutamente exento de toda forma de pecado. El poder de la resurrección en el Cristo muerto fue el poder de la santidad en la vida de Cristo. También fue el poder de aquel amor que Él exhibió en vida, y el cual conocemos perfectamente en Su muerte. Él fue el justo Objeto de las delicias divinas.
[44] Dejando de un lado la carne, la vida por la cual vivimos es de hecho Cristo mismo. Él es nuestra vida, y tanto es así que lo que somos delante de Dios es aquello que nos da el medio de vivir aquí. Nuestra vida está escondida con Cristo en Dios, y Cristo es nuestra vida aquí abajo. Por consiguiente, es así como Juan, que había descrito a Cristo como siendo esta vida, puede decir: «Todo aquel que es nacido de Dios, no puede pecar, porque es nacido de Dios. Es el mismo Cristo en nosotros y en el cielo. Esta vida se desarrolla prácticamente en medio de la oposición de la carne. Nuestras debilidades, que llevan implícita la culpa, salen luego.
[45] Notemos que se nos dice que estamos en Cristo en el principio del capítulo, y aquí en el Espíritu. Así, tener el Espíritu de Cristo, y después «si Cristo está en vosotros» implica que es por el Espíritu que nosotros estamos en Cristo. Aquel que está unido al Señor es un espíritu (comparar Juan 14). Esto confiere todo su carácter a nuestra vida y posición delante de Dios. En Cristo y Cristo en nosotros forma, en muchos lugares de la Escritura, la posición cristiana, conocida también por el Espíritu Santo que habita en nosotros (comparar Juan 14).
[46] Obsérvese aquí que Jesús es el nombre personal de Cristo. El nombre de Cristo es un nombre de posición y de oficio que le fue dado: el Ungido. El que levantó a Cristo dará vida a los cuerpos de aquellos vinculados con Él.
[47] Aunque es cierto que caminó siempre como Hijo aquí abajo, y no meramente cuando hizo acto público proclamando el principio de Su ministerio, como sabemos por lo que pasó en el templo a los doce años de edad. En realidad, somos hijos antes de recibir el Espíritu de adopción, y porque somos hijos es entonces que es enviado a nuestros corazones el Espíritu del Hijo (Gal. 4). Pero Cristo, que entró en el pleno lugar de la gloria como Hombre, conforme al propósito de Dios a través de Su obra, recibió el Espíritu para conferirlo a nosotros y asociarnos con Él allí.
[48] Veremos más adelante que en la Epístola a los Colosenses se habla solamente de la vida: en la de los Efesios, del Espíritu Santo.
[49] Tenemos aquí un caso de paronimia en inglés, con las palabras sons y children. Ambas significan hijos, pero en castellano no hacemos distinción paronímica, ya que hijos se escribe igual para ambas acepciones. Sin embargo, en inglés se hace la distinción entre hijos y niños, siendo la primera palabra la que explicaría una relación íntima hacia un padre, y en el caso de la segunda una relación hacia un adulto. En estos contextos, sons nos habla de la posición, y children de las relaciones vitales mantenidas como hijos desde dicho lugar de filiación [NdelT].
[50] ¡Cuánto más perfecta fue en esto –todo fue absoluto en Él– la compasión de Cristo! Capaz de compadecerse como hombre, no estaba ligado en Su propio estado con la creación caída como lo estamos nosotros. Lo sintió todo, como verdadero hombre, pero como hombre nacido del Espíritu Santo. Nosotros, en cambio, sentimos desde la carne que no tiene la fe, pero de hecho estamos ligados a la creación caída en el mismo cuerpo en que nos hallamos.
[51] Aquí se lee en el texto «pero sabemos». «No sabemos pedir como debiéramos, pero ciertamente sabemos que todas las cosas cooperan para nuestro bien».
[52] «Desearía yo mismo». Moisés, en sus angustias, dijo: «Bórrame de tu libro». Pablo no se quedó corto en la expresión de su amor.
[53] El versículo 31 debería traducirse: «Éstos [los judíos] han sido hasta ahora incrédulos con respecto a vuestra misericordia, para que pudieran recibir misericordia» –o que ellos fueran los objetos de la misericordia– «vuestra misericordia», es decir, la gracia en Cristo que se extendía a los gentiles. Así, los judíos eran los objetos de la misericordia, habiendo perdido todo derecho a disfrutar el efecto de la promesa. Dios no fracasaría en llevarla a cabo. Finalmente Él les otorga la promesa en gracia, cuando se habrá introducido la plenitud de los gentiles.
Fuente:
SYNOPSIS OF THE BOOKS OF THE BIBLE
Traducción: D. Sanz
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