CRISTO REVELA AL PADRE
E.
Dennett
Dios se complace en revelarse a Sí mismo de varias maneras y bajo diferentes caracteres en cada época y dispensación. Antes de la cruz se dio a conocer a Adán, a los patriarcas y a su pueblo Israel; pero no fue hasta la llegada de Cristo, quien glorificó a Dios sobre la tierra y consumó la obra que le había dado a hacer, que todo fue declarado y el nombre de Dios Padre pudo ser plenamente revelado. Antes de ello estaba velado, pero tan pronto como se hizo la expiación por medio de la muerte de Cristo sobre la cruz, el velo fue rasgado y los creyentes podían entonces ser puestos en la luz como Dios está en la luz. El alejamiento y ocultamiento de Dios eran ahora suprimidos, y todo lo que Dios es, junto con el nombre del Padre, fue plenamente manifestado. Cristo mismo, Cristo como el Hijo Eterno, pero como la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros, fue la revelación del Padre. Hasta el descenso del Espíritu Santo no existía mucho poder en los que tuvieron oportunidad de discernir la revelación cuando ésta pasaba ante su mirada. Sólo unos cuantos ojos ungidos contemplaron su gloria como la del unigénito del Padre. Sin embargo, Juan no le conoció excepto por la señal que dio el Espíritu Santo en descender sobre su cabeza, y Felipe recibió la siguiente amonestación: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.»
Prácticamente, no existía ningún conocimiento de Dios como Padre hasta después de Pentecostés. El lector lo comprenderá si bosquejamos un poco las sucesivas revelaciones de Dios que fueron hechas a su pueblo en el Antiguo Testamento. Dios dijo a Abraham: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (Gén. 17:1). A Moisés, le fue dicho: «Yo SOY EL QUE SOY.» Y dijo: «Así dirás a los hijos de Israel: El YO SOY me ha enviado a vosotros» (Éxodo 3:14). Cuando entró en distintas relaciones con su pueblo escogido, lo hizo bajo el nombre de Jehová, que fue siempre el nombre que utilizó para el pacto con Israel. Escudriñad todo el Antiguo Testamento y no hallaréis más que cinco o seis veces la palabra «padre» aplicada a Dios. La mayoría de los casos dan a entender la fuente de existencia, antes que la implicación de una relación. Todos los santos del Antiguo Testamento eran, sin lugar a dudas, nacidos de nuevo. Tenemos que insistir en este hecho, pues sin ninguna vida nueva y ninguna nueva naturaleza no hubieran podido conversar con Dios. También es cierto que ellos nunca conocieron a Dios como Padre, y en consecuencia no disfrutaban de esta relación. Una palabra de la Escritura establece de manera definitiva y concluyente este punto: «Nadie conoce perfectamente al Hijo, sino el Padre, y ninguno conoce perfectamente al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo resuelva revelarlo» (Mateo 11:27).
Tenemos, pues, abundantes pruebas de que Dios no fue revelado como Padre antes del advenimiento de Cristo. Pasemos ahora al Nuevo Testamento, donde veremos, como se ha dicho, que Cristo mismo fue quien reveló al Padre, y es en el evangelio de Juan que nos es presentado bajo este aspecto. Ya en el primer capítulo de este evangelio se nos dice: «A Dios nadie le ha visto jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (v. 18). Esta escritura no sólo nos informa que el Hijo unigénito declaró al Padre, sino que también nos enseña que ningún otro excepto Él podía haberlo hecho, por razón de la posición que Él ocupaba siempre –el lugar de intimidad y comunión que Él únicamente gozaba, como lo expresan las palabras «en el seno del Padre»–. Nunca abandonó este lugar; estaba en él tanto cuando era el varón de dolores experimentado en quebranto, como cuando poseía la gloria que tenía con el Padre antes de que el mundo fuese. Y en la cruz nunca dejó de estar allí, pues Él mismo dijo: «Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar» (Juan 10:17). Fue su muerte en obediencia al mandamiento que recibió, proporcionando un nuevo motivo para la expresión del amor de su Padre. Más adelante, en este evangelio hallamos a uno de los discípulos al que se le dejaba reclinar su cabeza en el costado de Jesús. Este discípulo fue un vaso escogido para desplegar en su evangelio la filiación eterna de Cristo –Cristo como divino; y en cierta medida esto puede ayudarnos a comprender que nadie, salvo Aquel que siempre estaba en el seno del Padre, pudo declararle en este carácter y relación. En lo referente a las cosas divinas, siempre es cierto, como principio estable, que solamente podemos explicar a los demás aquello que nosotros mismos conocemos en nuestras propias almas. Si no estamos en posesión de aquello de lo que hablamos, nuestras palabras no transmitirán ningún significado, por muy claras que puedan parecer. El Señor mismo estableció este principio al decir: «Hablamos lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto» (Juan 3:11).
Indaguemos la manera cómo el Señor reveló al Padre. Él mismo nos dio la respuesta: «Si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais» (Juan 8:19); y nuevamente a Felipe, le dice: «Si me conocieseis, también conoceríais a mi Padre; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto. Felipe le dijo: Señor, muéstranos el Padre, y nos basta. Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí; si no, creedme por las mismas obras» (Juan 14:7-11).
Cristo mismo, en todo lo que Él fue, en la vida que vivió aquí abajo, reveló al Padre. Él fue la manifestación moral perfecta del Padre, en toda su plenitud, para todos los que tenían ojos para percibirlo. Como Él dijo: «Les he dado a conocer tu nombre» (Juan 17:26). El nombre en la Escritura es la expresión de la verdad de lo que una persona es, y significa por cierto, en este contexto, la verdad del Padre. Así, mientras Cristo recorrió esta tierra, fueron plenamente manifestados cada aspecto y rasgo moral, todas las perfecciones de la mente del Padre, de su corazón y de su carácter, de tal modo que si los ojos de los que le rodearon hubieran sido ungidos habrían percibido en Él la viva personificación del Padre. Para el ojo natural no era más que Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, pero aquel ojo abierto por el Espíritu Santo contemplaba en Él «la gloria como la del unigénito del Padre», y como tal, al que revelaba al Padre.
Permítasenos llegar a los detalles de esta magnífica revelación. El Señor mismo señaló los dos canales por los cuales ésta fue hecha, como en realidad son sólo estos dos en los que el hombre puede expresar lo que él es. El pasaje citado expone lo que Él dice, que no habla las palabras por su propia cuenta; y en un anterior pasaje dice: «No puede el Hijo hacer nada por su cuenta, sino lo que ve hacer al Padre» (v. 19; véase también el cap. 8:28). Él no dio origen –pues ésta es la fuerza de su declaración– a sus palabras ni a sus obras. Si bien era el Hijo eterno, no había venido a hacer su voluntad, sino la voluntad del que le envió (cap. 6:38). Por este motivo, cada palabra de Él y cada obra hecha expresaban su obediencia perfecta, no fundándose ambas en su voluntad, perfecta como era, sino en la de su Padre. Esto es, nunca habló ni actuó si no era en dependencia del Padre, y en sujeción a su voluntad; por esta misma razón sus palabras y su obra eran la revelación del que le envió.
Esta característica exhibe una bendita verdad acerca de Él mismo, y un contraste lamentable respecto a nosotros. Siendo lo que Él era, sus palabras eran igual de perfectas que sus obras; así que cuando los judíos preguntaron: «¿Tú quién eres?», Él les contestó (como ha de traducirse): «En primer lugar, lo que os estoy diciendo» (Juan 8:25). Como alguien ha dicho: «Sus palabras le presentaban a Él mismo siendo la verdad.» Nuestras palabras acostumbran a expresar, algunas veces más, otras menos, la verdad, y muchas veces nos sentimos humillados cuando descubrimos nuestro fracaso al querer incluso expresar lo que deseábamos , ya que dejamos atrás una impresión equivocada, aunque no desprovista de razón, a través de la imperfección de nuestros términos. Por otra parte, con Él cada palabra era perfecta, un rayo de su propia gloria, así como una manifestación del Padre. Encontramos así, en Juan 14, que Él vincula sus palabras con sus obras: «Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras» (v. 10). Las palabras eran tan perfectas como las obras, y las dos tanto como la revelación del Padre.
Teniendo esto en mente, ¡qué hermosura y qué solemnidad se vincula a todo lo que está registrado de nuestro bendito Señor! Algunas cosas que Él dijo no fueron registradas (véase Lucas 24:27; Juan 21:25; Hechos 1:3), y a menudo ha habido el deseo de que sí lo hubieran estado. La verdad es que cada palabra y acto fueron los dados para menester de su perfecta revelación del Padre, ni más ni menos. Si se hubiera añadido más, perfecto como por necesidad hubiese sido, esta revelación no habría sido por ello más completa. Por lo tanto, no hemos sufrido ninguna pérdida; la sabiduría y el amor divinos fueron los guías en la preservación de todo lo que fue necesario para la gloria de Dios, para nuestra enseñanza y bendición. En una palabra, lo que está registrado es una presentación perfecta de Sí mismo, así como del Padre. Si omitiéramos una sola tilde, una sola acción, arruinaríamos la perfección del cuadro. Es muy necesario que insistamos sobre este punto en unos días como los que vivimos, cuando los hombres, por un lado, se esfuerzan por destruir nuestra confianza y la autenticidad de las partes de nuestro bendito evangelio con un implacable criticismo, origen de un racionalismo incrédulo, y por otro lado inventan, envanecidos, relatos humanos de la vida de nuestro bendito Señor que ofrecen como sucedáneo o como elucidación de las cuatro partes del registro divino. Es difícil decidir cuál de estas dos clases es más responsable de una temeridad mayor. Sea como sea, no hay nada más cierto que las labores de ambas tienden a destruir la fe en la palabra de Dios, oscureciendo el carácter santo de nuestro Señor y causando un daño irreparable a las almas de los que los leen.
El Señor mismo, pues, declaró al Padre perfectamente en lo que Él fue en su vida sobre la tierra, al tiempo que es también verdad que su muerte fue la consumación de la revelación que Él hizo. Como el unigénito del Padre, como el que no tenía pecado en su continuada excelencia y perfección, Él no podía ser en ningún momento menos de lo que era. No hubo momento de su vida en que no hubiera dicho «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre»; y sin embargo, es igualmente cierto que su muerte fue, por así decirlo, el acto que coronaba, al menos en demostración, su perfecta declaración del Padre. Fue así de dos maneras. En primer lugar, en la exhibición y prueba de su completa devoción a la gloria de su Padre, al humillarse y hacerse obediente a la muerte, y muerte de cruz. En la cruz fue la obediencia, si podemos expresarnos así, de otra clase, la obediencia bajo unas circunstancias y condiciones nuevas; pues fue allí donde glorificó a Dios en el lugar de pecado, y a consecuencia de éste fue hecho pecado por nosotros. Así fue que habló de su muerte como un terreno especial para el amor del Padre (Juan 10), y por este motivo también la muerte de Cristo fue la culminación de la manifestación perfecta de su gloria moral (Juan 13:31). En segundo lugar, su muerte fue necesaria para la plena revelación del corazón del Padre: «Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo como salvador del mundo» (1 Juan 4:14). Todo lo que Dios es –todos los atributos de su carácter, de su santidad, de su justicia, de su verdad, de su misericordia, de su majestad, de su amor– fueron exhibidos en y a través de la cruz de Cristo; mas cuando se nos enseña que el Padre envió al Hijo para ser el Salvador de todos, judío y gentil, que van a creer en Él, se nos permite ver en las profundidades de su insondable corazón. «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan
3:16)1.
Tal vez comprendemos mejor ahora las palabras del Señor a Felipe: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre.» Si en consecuencia conociéramos al Padre más plenamente, sería sólo a través de un conocimiento más perfecto de Cristo.
Los padres a quienes se dirige Juan (1 Juan 2), y cuyas características eran que ellos conocían «al que es desde el principio», es decir, a Cristo, «la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y nos fue manifestada», eran quienes conocían más del Padre; pues es en Cristo, como vemos, que el Padre ha sido declarado plenamente. Nunca deberíamos olvidarlo. Uno de los males de la teología tradicional y formalista –bajo cuya influencia están todavía muchas almas– es que a Cristo, el Hijo, se le ha separado demasiado del Padre. Mientras se insiste correctamente en la santidad de Dios, y en la necesidad de la expiación como el fundamento de sus tratos en gracia con los hombres, se pierde de vista el hecho de que Cristo era la verdadera expresión del corazón del Padre, del carácter y naturaleza del Padre. La consecuencia ha sido que, cuando el corazón ha estado bajo las operaciones en gracia del Espíritu de Dios, se ha vuelto aliviado de sus cargas a Cristo y a la obra que realizó en la cruz, pero ha tenido sin embargo el sentimiento de distanciamiento de Dios porque le ha sido presentado en el aspecto de un Juez. El conocimiento de que Dios es a favor de su pueblo, que el corazón del Padre descansa en ellos complaciente y deleitado, ha sido algo que relativamente pocos han podido comprender, y de ahí que la gran masa de creyentes no haya tenido sino poca libertad en la presencia de Dios, careciendo casi por completo de un conocimiento de su relación con Dios como Padre. Sería una inmensa bendición para éstos que asimilaran la verdad en la cual se hace insistencia aquí, que Cristo es la revelación perfecta del Padre, y que todo lo que aprendan de Él, lo aprenderán conscientemente también del Padre, y entrarán en el rico y siempre creciente goce del amor paterno. Él mismo nos ha dicho: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Juan 10:30). Uno en mente, pensamiento, propósito y objetivo. Él en el Padre, y el Padre en Él, y Él es por necesidad la perfecta expresión de todo lo que el Padre es.
Se suscitará la pregunta: ¿dónde podemos obtener un conocimiento más pleno de Cristo, más perfecto, para poder conocer al Padre? La respuesta a esta pregunta es muy importante. Sólo en las Escrituras podemos aprender lo que Cristo es. Podemos indudablemente meditar en Él; pero si queremos ser preservados de los lazos del misticismo y la imaginación, la palabra de Dios debe ser la base de nuestras contemplaciones. Debería declararse siempre con vigor, que la única revelación de Cristo está en las Escrituras; y que cuando el Espíritu Santo glorifica a Cristo, recibe de Él y nos lo muestra a nosotros (Juan 16:14), es a través de la Palabra. Huelga decir que no hay ningún contacto con un Cristo vivo y glorificado si no es a través de la palabra escrita de Dios. Hay una manifestación de Cristo al alma que nos hace asimilar de manera especial y consciente su presencia, pero incluso este privilegio y bendición están relacionados con guardar sus mandamientos o su palabra (Juan 14:21-23). Asediados como somos por los peligros del humano razonamiento y del misticismo espiritualizado, no dejaremos de repetir que solamente podemos asimilar a Cristo, lo que fue sobre la tierra, y lo que es a la diestra de Dios, al mismo Cristo cuyas glorias morales son ahora las mismas que cuando estuvo aquí –existiendo sin embargo bajo condiciones distintas–, aprendiendo todo lo que Él es, reiteramos, a través de las páginas de la palabra inspirada de Dios. El recuerdo de esto nos dará un nuevo incentivo para el estudio de las Escrituras, y al mismo tiempo nos mantendrá, mientras las leemos, a los pies de nuestro bendito Señor como María. Contemplaremos al hombre Cristo Jesús moviéndose en la escena, pero estará siempre presente en nuestros corazones –de Aquel a quien consideramos en sus obras de misericordia y amor, de Aquel a quien escuchamos hablar como ningún hombre jamás habló– el pensamiento de que es el unigénito Hijo en el seno del Padre, y que es Él mismo en todos estos actos y palabras la declaración misma del Padre. Leer las Escrituras con este espíritu nos permitirá dar culto de adoración y alabanzas llenas de agradecimiento.
Antes de concluir, destacaremos dos cosas que nuestro Señor hizo para ayudar a sus discípulos a asimilar esta verdad. En el ocaso de su jornada entre ellos, les dijo: «Estas cosas os he hablado en alegorías; viene la hora en que ya no os hablaré por alegorías, sino que claramente os anunciaré acerca del Padre. En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, etc...». (Juan 16:25-27). No había posibilidad de venir al Padre sino era por Él, y Él quería que ellos supieran que habían venido a través de Él al Padre. Debían continuar pidiendo en su nombre, pero deseaba también que ellos comprendieran que el Padre mismo les amaba. Quería dirigir su mirada al Padre a través de Él mismo, que le conocieran, y que supieran que ellos eran los objetos de su corazón. Esta enseñanza de nuestro bendito Señor bien podría ser recomendada a muchos de los de nuestro tiempo actual. ¿No corren peligro nuestras almas de olvidar que el Padre nos ha sido revelado, que a través del Señor Jesús hemos venido a Él, y que podemos contar con su corazón en todo momento?
Lo segundo es que el Señor introdujo a sus discípulos, antes de separarse de ellos, en el lugar que Él mismo ocupaba. Lo hizo cuando los presentó delante del Padre en su oración expresada en voz alta: «Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos. Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros» (Juan 9-11; véanse también los vers. 16-26). Después de su resurrección, les anunció formalmente el carácter de la posición a la que habían sido traídos. «Ve a mis hermanos –dice a María–, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Juan 20:17). Esperamos dar una exposición de estas palabras en el próximo capítulo. Llamaremos antes la atención sobre el hecho de que en el terreno de la redención, efectuada a través de su muerte y resurrección, el Señor introduce a su pueblo en su misma posición y relación con Dios. Dios ya no había de ser conocido como Jehová, o Jehová Elohim, como Israel lo conocía en aquel entonces, sino como el Dios y Padre de su pueblo, por ser el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Como resultado, se hallará que en las epístolas casi todas las bendiciones que nos son afirmadas en Cristo se desarrollan en esta doble relación (Véase 1 Cor. 1:2-3; Ef. 1:2, 3; 1 Ped. 1:3).
Así concluye el evangelio de Juan2, que comienza presentándonos al Verbo, que estaba con Dios y que era Dios, y que además era el Hijo eterno, que revela al Padre. Concluye con que Él coloca a los discípulos, en su ternura y amor, sobre el terreno de resurrección, introduciéndolos en su posición y relación con su Dios y Padre. Todavía no podían entrar en el disfrute de estas cosas, pero Él se las había dado y los introdujo allí como el fruto de su obra redentora. ¡Alabado sea su nombre!
2 El capítulo 21 es en ciertos aspectos un apéndice que apunta a los tiempos del milenio, al apacentamiento de las ovejas, y al ministerio de Juan, que debía continuar hasta el regreso del Señor. El capítulo 20 es por tanto una conclusión distinta del evangelio histórico.
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