LAS DIEZ VÍRGENES
(Mateo
25:1-13)
J.N. Darby
Hay solamente dos clases de caracteres con los que nosotros nos encontramos en el mundo: primero, aquellos que nunca han oído el camino de verdad y salvación, y en consecuencia, no están manifiestamente interesados en él; y, en segundo lugar, aquellos que lo han oído y han profesado recibirlo. Pero, individualmente, los principios de estos últimos son muy diferentes.
El carácter general de una parte de los que lo han oído y han profesado recibirlo está resumido en la acusación que presenta la escritura, «Profesan conocer a Dios, pero con los hechos lo niegan» (Tito 1:16); mientras que los otros están real y verdaderamente a la espera de Su Hijo desde el cielo y el reino de Dios. Esto es lo que ellos desean mirar visiblemente, tal como se declara en Juan 3:3, «A menos que el hombre naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios»; y para ser llevado a eso –como en el versículo 5, «A menos que el hombre naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios.» Por consiguiente, la percepción de este reino y la entrada en él, surge evidentemente de que ellos han nacido de nuevo.
Muchos están inclinados a considerar el nuevo nacimiento, aquí mencionado, como un cambio de puntos de vistas, deseos, y sentimientos. Es un cambio, si de hecho puede llamarse un cambio a eso que es completamente una nueva creación; como está escrito, «creados en Cristo Jesús» (Efesios 2:10); es un traslado –nos ha «trasladado al reino de su amado Hijo» (Colosenses 1:23) –una transferencia, una acción de colocar en una posición diferente, que el Evangelio de Mateo expone notablemente ante nosotros.
El Señor Jesús es representado bajo diferentes puntos de vista por todos los evangelistas; y la razón por la que el Espíritu Santo se ha agradado en presentarlo así es para la manifestación y promoción de la gloria del Salvador; porque Él llena toda bendición –en Él se despliegan la grandeza, la sabiduría, el amor y el poder de la Deidad eterna. En Él mora toda bienaventuranza, y es comunicada Desde Él; y el creyente, que lo ha encontrado y lo ha conocido, encuentra que Él es así; su deleite es fijar su mente en Cristo; él siente y se regocija en su identificación con Él en todas las cosas, y en ser uno con Él. Cristo es su centro de atracción, y está girando alrededor de Él como el objeto de su supremo deleite.
Ahora, el Evangelio de Juan presenta a Cristo a nuestra vista como el Hijo, y delinea todos Sus cargos y obras como tal, teniendo la autoridad, y ejerciéndola como Hijo. Lucas lo presenta como el postrer Adán –el Señor del cielo– trazando Su genealogía, no hacia abajo como Mateo, sino ascendiendo así hacia el gran original, «hijo de Adán, hijo de Dios» (Lucas 3:38), que iba a hacer constantemente el bien y a cumplir toda justicia. Y en Mateo lo tenemos presentado como el Mesías, el objeto de las profecías, la sustancia de las sombras y tipos del ritual judío: Él era la simiente esperada, tipificada desde antes, y prometida a Abraham y David como su simiente, así que en este Evangelio tenemos Su descendencia de Abraham y David según la carne. Pero la mención del reino de los cielos es peculiar a este evangelista. En el capítulo 13 lo tenemos en forma muy notoria: «A vosotros os es dado», dijo Jesús, hablando a Sus discípulos, «saber los misterios del reino de los cielos.»
Ahora bien, los discípulos, en común con la nación judía entera, esperaban un reino totalmente terrenal; pero, como habían pasado completamente por alto esas profecías que predecían a Cristo viniendo en humillación, ellos estaban desconcertados; y por consiguiente, este asunto con el que el Señor cautivó sus mentes, simplemente cubrió sus necesidades, mostrándoles de qué manera el reino, misteriosamente, sería establecido durante la ausencia de su Señor rechazado.
Pues bien, el período del reino del que aquí se hace referencia debe ser considerado como el tiempo del desarrollo de los propósitos de Dios, desde Su rechazo por el mundo en la Persona de Su Hijo, hasta la nueva venida de Cristo en gloria, cuando el justo resplandecerá como el sol en el reino de su Padre –un reino en el que ellos son admitidos, y nadie más. Y esto nos muestra la completa y entera desunión y disociación de los hijos de Dios con el mundo.
¿Cuál es la posición del mundo tal como está ahora? ¿Cuál es su posición positiva natural? Está en un estado, no meramente de hostilidad contra Dios –no meramente en su posición culpable de alienación de toda santidad, de rebelión abierta y ultraje– sino en un estado de exclusión absoluta de la presencia de Dios, absoluta y definitivamente excluido de la presencia de Dios.
La palabra de Dios dice, «Echó, pues, fuera al hombre» (Génesis 3:24). Él había perdido su inocencia y pureza, y ya no se ajustaba para vivir en un mundo inocente. Había sido dado un claro mandato, y había sido roto voluntariamente, en desafío a Dios. De hecho, el asunto acerca de comer el fruto era sencillo, pero comprendía trascendentales consecuencias. Incluso el hecho de su abstracta pequeñez elevó la culpabilidad de la ofensa; la acción, contemplada en sí misma, era trivial, y sin embargo era lo sumo en cuanto a toda posible indignidad que, bajo las circunstancias existentes, podía ofrecerse a la majestad del cielo. Mientras menores son el motivo y la inducción para pecar, mayor es la culpa de esto. Tal, sin embargo, fue la depravación del hombre; y el mundo, como lo vemos ahora, es el resultado de tal pecado. El hombre pecó, y Dios echó fuera al hombre, porque él no podía morar en Su presencia en el estado en que se encontraba entonces; «y al oriente del huerto del Edén puso querubines, y una espada encendida que giraba en todas direcciones, para guardar el camino del árbol de la vida» (Génesis 3:24).
El mundo con el que nosotros estamos familiarizados está en este estado de exclusión –lleno de trabajo, dolor, pecado y miseria. Pero el mal no procedía de Dios, no se originó en Él –esta no era una obra de Dios. Pero después de este delito y de la exclusión, ¿no hubo ninguna reacción –ningún retorno a la pureza? ¡NO! –el mundo nunca volvería a ser un mundo inocente; lo que se había vuelto radicalmente culpable una vez, nunca podría volver a ser de nuevo radicalmente puro; la fuente misma de inocencia, siendo profanada una vez, no podía volver a ser santa de nuevo por ningún medio. La inocencia, una vez perdida, está perdida para siempre. El hombre no pudo hacer nada. De hecho, Dios vendría a quitar el pecado; pero, ¿cómo? Por medio del sacrificio de Su propio amado Hijo, trayendo una nueva dispensación de misericordia ilimitada, y estableciendo un reino, y reuniendo fuera del mundo a los sujetos de esta nueva dispensación.
El mundo había pecado, pero no fue dejado allí. Dios se manifestó, y dio a conocer Sus propósitos; primero, a Adán, cuándo Él lo llamó –«¿Dónde estás tú?» (Génesis 3:9) y puso su pecado ante él; luego en el llamamiento a salir fuera del mundo, y preservando a Noé, tipo de la iglesia, después del diluvio; Su llamamiento de Abraham y la nación judía, dando leyes, y mostrándose a Sí mismo en tipos y ceremonias como el objeto de la fe del creyente. Finalmente, cuando todas estas demostraciones de amor –muy grande y excelente– habían manifestado aún más claramente la total enemistad de la mente del hombre, el Señor envió a Su Hijo: «Enviaré a mi amado hijo; quizás le tendrán respeto a él»(Lucas 20:13).
En esta etapa del mundo nosotros contemplamos al hombre, como estaba, en una nueva posición de enemistad más determinada y de malignidad más feroz, aliado con Satanás, y lleno de mortal animosidad. Ahora el sentimiento del mundo es, «Este es el heredero; venid, matémosle» (Lucas 20:14). ¿Y cuándo fue exhibido este inmundo principio? Cuando el Señor viene en misericordia compasiva a suplir las necesidades y llevar lejos los pecados de Su pueblo. Fue ENTONCES cuando ellos declararon que no lo aceptarían. Cuando Él viene a reconciliar, y a manifestar la ternura de Su amor compasivo, nada bastaría para ellos entonces sino librarse de Dios. Cuando Él entra en medio mismo de los sufrimientos y penas de un mundo que yace en la maldad, ellos se niegan a aceptarlo. Él era Dios, y por consiguiente (hasta donde el hombre podía hacerlo) ellos lo echaron fuera del mundo.
Ahora, en este último acto del hombre no vemos simplemente rebelión, o incluso desafío, sino rechazo absoluto de Dios. Ellos usaron la oportunidad de Su humillación para amontonar indignidad y burla sobre Él; y finalmente, por lo que a ellos respecta, lo echaron fuera del mundo en el que nosotros estamos morando ahora. Su determinación es, «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lucas 19:14).
Ahora los creyentes están asociados, en el pensamiento, sentimiento, afecto e interés, con Él, quién es el objeto de la decidida enemistad del mundo; ellos están sujetos a otro reino y a otro Rey; el Rey que el mundo no quiere que reine sobre ellos es el Rey que los creyentes reconocen y sirven. Ellos ven que el mundo que los rodea es un mundo juzgado; que ha sido declarado culpable de rechazar todo lo justo y toda la verdad; como nuestro Señor mismo dice, «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera» (Juan 12:31). El juicio fue comunicado cuando Cristo exclamó, «¡Cumplido está!»(Juan 19:30); su juicio fue sellado en el mismo acto de Su crucifixión. La más decidida e inveterada enemistad del hombre contra Dios estuvo en su apogeo en la cruz de Cristo; la malignidad del hombre no podía ir más lejos, y el amor de Dios también fue manifestado allí en el grado más alto. El pecado abundó, pero el amor abundó mucho más; el mismo acto que exhibió la enemistad de tinte más profundo de parte del hombre abrió el más alto amor en Dios. Aquí se encontraron, como estaban, en un centro–en un punto, cada uno de ellos trazado en su mayor magnitud posible; y aquí el amor obtuvo la victoria, triunfó sobre el pecado, e introdujo la justicia eterna.
Y este juicio del mundo es conocido por todos los creyentes; sí, el propio Espíritu Santo los convence de ello. «Pero cuando venga el Consolador (Juan 15:26), . . ., convencerá al mundo de pecado» –dijo Cristo– «de justicia, . . .; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado» (Juan 16:8-11). Ellos eran convencidos así de que vivían en un mundo juzgado, un mundo encontrado culpable de, y condenado por, rechazar a Dios, pero sobre el cual aún no se ha ejecutado sentencia. Ahora está justo en la posición entre la sentencia pronunciada y la ejecución final.
En el mismo acto que manifiesta la ira del hombre de esta manera, el creyente ve también su propia aceptación perfecta; que Dios, en quien se deleita y en quien descansa, se ha levantado en misericordia por encima de la depravación del hombre y ha triunfado en amor sobre el odio más amargo. El colmo de la malevolencia, lo más abominable, cuando el costado del Salvador fue traspasado, se encontró con una marea de sangre y de agua, para santificar y purificar al inmundo: ésta es la gloria, la bienaventuranza del Hijo de Dios.
Pero de la parábola de las diez vírgenes que tenemos ante nosotros percibimos necesariamente que existen aquellos que, aunque asociados con el pueblo de Dios en la profesión y con la apariencia exterior de pertenecer a ellos, en realidad no están vivos para Dios. Ellos aparentan estar esperando Su venida, pero no están anhelando verlo o entrar con Él a las bodas. No es el deseo honesto de sus corazones verlo a Él tal como es; sus almas no han salido clamando: ¡Ven Señor Jesús, ven pronto! Ellos se parecen más a esos siervos que exclamaron, «Mi Señor tarda en venir» (Lucas 12:45) y continuaron en su propio placer. ¡Pero ellos no conocen el deleite, el gozo, la felicidad celestial de esperar en anhelante expectativa para ver Su rostro, y morar para siempre con Él!
En este relato de las diez vírgenes tenemos una evidencia de hasta qué punto la mera profesión exterior puede ir. Aunque no había más que cinco sabias, sin embargo todas ellas salieron a recibir al esposo –sí, ostensiblemente con el mismo propósito, todas ellas salieron. Entre sí eran iguales en la correlación; todas tenían las lámparas de la profesión. ¿En qué se diferenciaban entonces? Pues en que no compartían la cosa principal, la única cosa que las hacía aptas para recibir al esposo. Algunas estaban sin la luz con la cual podían hacer pasar al Señor; carecían de aquello que exclusivamente podía hacerlas compañeras adecuadas para el Maestro; la participación de la naturaleza divina, la impartición de luz, Dios el Espíritu Santo morando en ellas. Ellas carecían de los inamovibles afectos forjados en el alma por el óleo de alegría, la unción del Espíritu, que llenaba las almas de las vírgenes sabias y que no esperaba más que la aparición del esposo para emanar en una llama de gloria. Esto era de lo que ellas carecían; esto es lo que el creyente tiene; y esto es lo que hace la inmensa diferencia entre él y el mundo.
«Y a la medianoche se oyó un clamor»: las vírgenes celestiales se levantaron. Aunque conscientes de mucha debilidad en ellas, se levantan al clamor de su amado; porque en ellas está aquello que responde al clamor. Las vírgenes insensatas arreglaron sus lámparas; ¡pero sus lámparas no se encendieron! ¿Y no hay ningún remedio entonces? ¡Ninguno! Según la terrible declaración del Salvador: «El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía» (Apocalipsis 22:11).
Aquí finaliza la distinción total entre la cizaña y el trigo. Sólo ahora se ve abiertamente que sus objetos, esperanzas y asociaciones eran totalmente diferentes, opuestas e irreconciliables. Una es del mundo, el otro de Dios; uno es vivificado por Cristo, la otra es reservada para ser quemada. «Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero recoged el trigo en mi granero» (Mateo 13:30).
¿Y por qué todavía el trigo no es recogido, sino para que los que son trigo sean testigos de la gracia de nuestro Señor; para mostrar al mundo Su imagen, de quien son y a quien sirven; para manifestar la unión inseparable que existe entre ellos y su Cabeza gloriosa, como Él mismo dijo, «para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado»? (Juan 17:23).
¿Y estáis vosotros, creyentes, diferenciados de esta manera en medio de un mundo juzgado culpable del crimen de rechazar al Señor de gloria, y de echarlo fuera del mundo? Estáis caminando en un mundo condenado en el que se ha dictado la sentencia, pero cuya ejecución todavía sólo es anunciada, hasta que el último de los santos de Cristo sea recogido en el granero. ¿Sois conscientes de esto, y aún podéis estar viviendo en afanes, sentimientos, deseos, o apariencia con aquellos que no poseen el aceite? El deleite del creyente es la gloria del Señor. ¿Dónde se manifiesta la gloria del Señor? ¿En cualquier forma de asociación (por piadosa que parezca) con Sus enemigos? No. El santo que mira con deleite la venida de su Señor es uno con Él en sentimiento y deseo –la voluntad del Señor es la suya. ¿Contempláis ahora el tiempo cuándo Él vendrá a recibiros a Sí mismo y cuándo, como consecuencia, todo lo que lo ofende será barrido, y los Suyos reinarán con Él? ¿Podéis contemplar con deleite ese período, cuando todo lo que se opone a la verdad de Dios, todo lo que veis y que pertenece ahora al mundo, será destruido por el resplandor de Su venida, será consumido por el soplo de Su boca? Todas las cosas que ofenden ya no morarán allí.
Éste es el completo deleite del santo; esto es lo que él está esperando y anhelando, y deseando con mucha vehemencia (apresurando): la venida del Señor. ¿Es este tu deseo personal? ¿Es esta tu experiencia habitual? ¿Estás tú clamando: No tardes; «Amén. ¡Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22:20). ¿Estás teniendo como objetivo una mayor preparación1 adecuada a tu Amo y Esposo celestial? ¿Y estáis preparando vuestras lámparas para tenerlas dispuestas para recibir y alumbrar a su Señor cuándo Él aparecerá?
Dejad que este sea el deseo, la alegría, el deleite vuestro: que podáis ser encontrados velando y esperando entrar a la cena de las bodas del Cordero.
NOTAS:
1 ¡CUIDADO! Jamás debemos entender por “preparación” aquel pretendido estado de santidad al que pretendidamente llegamos después de habernos aplicado todo tipo de legalismos. Mateo 5:48 sólo nos muestra la perfección de Cristo, algo imposible para nosotros; nuestra perfección es la que Cristo nos imputa, es decir, la suya propia.
Ni siquiera podemos entender por “preparación” aquella cantidad de conocimiento bruto por medio del cual pretendemos llegar a ser contados con los que “saben de Dios”. El conocimiento sólo es el medio para la edificación; sin este objetivo no es más que una piedra de tropiezo.
La ley no es la respuesta, sólo la Gracia junto con las promesas que la acompañan. En definitiva Cristo, nuestro deleite, nuestra esperanza.
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