LOS HIJOS DE DIOS
E. Dennett
El Hijo ha sido quien ha revelado al Padre; y tan pronto como el Padre es declarado, se hace necesario el surgimiento de aquellos que están en el gozo de esta relación. En otras palabras, el Padre debe tener a sus hijos. Por consiguiente, hallamos a la familia en el mismo evangelio que contiene la declaración del nombre del Padre. Podemos decir que hay tres apuntes de esta declaración que nos llaman la atención.
El primero está contenido en el capítulo 11. Tras la resurrección de Lázaro, las autoridades judías se reunieron en asamblea para deliberar. No podían negar el milagro que se había efectuado, pero cerrando los ojos a su divino significado y a la responsabilidad derivada del mismo, y ocupándose solamente de sus propios intereses egoístas, determinaron deshacerse de Aquel que tantas perturbaciones traía a la paz anexándose muchos discípulos. En sus maliciosos concilios pensaban sólo en ellos mismos; sin embargo, Dios estaba oculto tras la escena dirigiendo sus pensamientos, a punto de hacer realidad la cólera de ellos como cumplimiento de sus consejos eternos de gracia y amor para alabanza de su Hijo. Por labios de Caifás salió la profecía que Jesús debía morir por la nación judía, porque éste era el propósito eterno de Dios, añadiéndole el Espíritu Santo a esta profecía otra que abarcara el pleno carácter de la muerte de Cristo: «...Y no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11:49-52). Aprendemos con estas palabras que no sólo el corazón de Dios estaba fijado sobre el de sus hijos, sino que también la muerte de Cristo era un requisito para la gloria de Dios y para la redención de su pueblo, y como fundamento sobre el cual podía el Espíritu de Dios salir a todos los extremos de la tierra con el solícito mensaje del evangelio, y reunir en uno a los que habían de constituir la familia del Padre y ser los herederos de Dios y coherederos con Cristo. Siendo que el Padre podía ser revelado plenamente sólo por la vida y muerte de Cristo, así los hijos debían ser buscados, hallados y reunidos a través de esa muerte.
La segunda referencia está en el capítulo 1, versículos 12 y 13, que señalan la manera en que nos convertimos en hijos –la única manera posible– y que debe ser explicada con más detalle. Desde el comienzo está declarada de acuerdo con el carácter del evangelio. En los tres evangelios que le preceden –denominados generalmente los evangelios sinópticos– Cristo es presentado a su pueblo para que le acepte, y no obstante le vemos rechazado en el transcurso del relato. Este caso es el mismo en los tres evangelios, aunque hay ciertas características que los distinguen. En Juan, por otra parte, Cristo es presentado como ya rechazado. «Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de él; pero el mundo no le conoció. Vino a lo que era suyo, y los suyos no le recibieron.» El mundo estaba en ignorancia, no conociendo a Dios, como en 2 Tes. 1:8. El judío le rechazó, no obedeciendo el evangelio, como también cita la Escritura. Como resultado, hallamos una más plena manifestación de la persona de Cristo en Juan, y la introducción de la cruz con sus benditas enseñanzas al comienzo (cap. 3), en lugar de estar aguardando la relación histórica que encontramos al final del libro. Tenemos indicado, por lo tanto, inmediatamente después de leer sobre su rechazo, que una clase le recibió y a ella le fue dada potestad (derecho o autoridad) de ser hechos (tomar el lugar de) los hijos de Dios; y entonces, a fin de disipar toda incertidumbre en cuanto a la naturaleza del cambio que tiene lugar, se añade en el versículo 13: «Los cuales no han sido engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.» Se trata de una operación divina y soberana efectuada por un poder, y a través de medios ajenos al hombre con los que éste nada tiene que ver aunque haya motivado su energía.
Esta consideración nos retrotrae a la misma fuente que da origen a la existencia de los hijos de Dios. Éstos son nacidos de Dios. En el capítulo 3, el Señor dice a Nicodemo que «el que no nace de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios» (vers. 5). Aquí hallamos otra verdad sobre los nacidos de nuevo, que son traídos a una relación de hijos con el Padre por estos medios. Si combinamos luego estas escrituras, tenemos ante nosotros toda la verdad del proceso por el cual es formada la familia de Dios.
Su origen está en Dios mismo. Este apóstol nos cuenta que no sólo los creyentes son nacidos de Dios, sino que también su bendita posición y relaciones fluyen del corazón del Padre. «Mirad qué amor tan sublime nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos (tékna) de Dios» (1 Juan 3:1). El mismo hecho de ser hijos de Dios es la expresión del corazón del Padre. Él deseaba tener a sus hijos para su propia satisfacción y gozo. Presentando otra escritura hallamos que en una eternidad pasada Él creó estos benditos consejos de gracia: «Habiéndonos predestinado para ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, de la que nos ha colmado en el Amado» (Efesios 1:5-6). Imposible explayarnos más en esta efusión del corazón del Padre, pues que seamos hijos suyos no es sino una consecuencia del amor paterno. Y cuando consideremos al respecto de este pensamiento que estábamos en un estado lastimoso, enajenados de Dios, teniendo amargura en nuestros corazones contra Él, entenderemos algo del significado de la exclamación de Juan: «¡Mirad qué amor!». En efecto, es un amor inefable, ilimitado y divino, no tiene otro motivo de expresión sino aquel bendito corazón de donde ha salido. Haremos bien si nos mostramos humildes ante él cuando pensemos que hemos devenido su objeto, nosotros, pobres pecadores de los gentiles, y que hemos sido traídos a su gozo para toda la eternidad.
El corazón de Dios es la fuente, pero Dios tiene sus propios medios de introducirnos en su familia. «Pero a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos [téknon] de Dios; los cuales no han sido engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios» (Juan 1:12-13). Hay dos o tres importantes declaraciones en estas palabras. En primer lugar, aquellos que recibieron a Cristo, o que creyeron en su nombre, son realmente nacidos de Dios. La manera explícita como se declara excluye a cualquier medio y exigencias humanos. Ya habla mucho de la descendencia de Abraham, nacida de «la sangre», a la que se introduce dentro del número de los escogidos del pueblo. Pero ahora que Cristo ha venido, la descendencia natural no tiene ninguna preeminencia, pues es puesta totalmente aparte, y nada les acredita si no es que son nacidos de Dios. No se trata, entonces, de adopción, como arguyen los teólogos, si bien es cierto que sería una gracia de lo más bendita; se trata de algo más, es un nuevo nacimiento real, el resultado de la acción de un poder soberano y divino por el cual, los que son sus sujetos, devienen partícipes de una nueva naturaleza y vida. Así que cuando Juan habla de manera abstracta (concentrando toda su atención en el carácter de esta nueva naturaleza, independientemente de la vieja naturaleza adánica que todos los creyentes poseen todavía), dice: «Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios» (1 Juan 3:9). Sí, nada menos que esto –nacidos de Dios– puede ser la verdad. Si bien somos nacidos de Dios, si queremos llegar al carácter especial de la acción, este nacimiento es del Espíritu. El Espíritu Santo es el agente divino que realiza este magnífico cambio, conforme a la escritura ya presentada: «nacidos por el agua y por el Espíritu.»
Esto nos lleva al segundo medio empleado por Dios. Si el Espíritu es el poder, y el único suficiente, la Palabra –el «agua» es un emblema de ella (véase Ef. 5:26)– es el instrumento que el Espíritu usa para llevar a cabo el nuevo nacimiento. Pedro lo manifiesta de la siguiente manera: «Habiendo nacido de nuevo, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por medio de la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Porque: Toda carne es como hierba, Y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; Mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y ésta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada» (1 Ped. 1:23-25). Admiremos, entonces, qué sencillo es el proceso, tan sencillo que incluso un niño puede asimilarlo. El evangelio es predicado, Cristo es presentado en él, y por la gracia de Dios el corazón le recibe como el Salvador, y al recibirlo posee junto con Él una nueva vida y una naturaleza nueva. Tal alma es nacida de Dios. La fe en Cristo es tanto la señal como la ocasión (si podemos expresarlo así) del nuevo nacimiento, de manera que ninguna preocupación sobre los modos divinos de actuación ni sobre la soberanía divina en tal actuación debe ya ocuparnos, sino únicamente la completa fe en el Señor Jesucristo. Todo depende de esto. Si le habéis recibido y habéis creído en su nombre, sois nacidos de Dios; si no le habéis recibido, estáis sin el nuevo nacimiento, sois todavía carne, pues lo que es nacido de la carne, carne es; y toda carne es como la hierba, y toda la gloria del hombre pasa como la flor de la hierba.
Hemos de añadir algo más para evitar malentendidos, y confiamos poder ser buenos ministros a las almas en debilidad. Cuando se habla de la necesidad de nacer de nuevo, incurrimos en el peligro –advertido peculiarmente en los escritos de algunos maestros del evangelio– de perder de vista el perdón de los pecados, de olvidar, si bien se sigue haciendo énfasis en la regeneración, la necesidad de expiar los pecados y el lavamiento de la culpa. En Juan 3 ambas cosas son llevadas a un conjunto. Si por un lado nuestro bendito Señor dice: «Os es necesario nacer de nuevo», por otro también añade: «Así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre.» Si fuera posible encontrarnos en tal caso, la nueva naturaleza no sería suficiente por sí misma, pues todavía dejaría sin resolver la cuestión de nuestros pecados. Apenas se necesitará observar que cuando el alma cree en Cristo, no sólo nace de nuevo, sino que participa delante de Dios de toda la eficacia de su obra redentora. Esto no siempre se comprende. Ocurre a menudo que, ya sea por culpa de la incredulidad, de la ignorancia o de una enseñanza defectuosa, un alma puede llevar años nacida de nuevo, antes de conocer el gozo del perdón de los pecados. El más ligero contacto tenido con Cristo es salvífico, y no sólo eso, puesto que si somos así llevados a un contacto con Cristo, estamos delante de Dios, aunque no conscientes en nuestras propias almas, afianzándonos de todo el valor de Cristo y de su obra expiatoria. Lograríamos salvar a muchas almas de confusión si se prestara más atención a la verdad contenida en este capítulo 1º de Juan. En lugar de presionar sobre la necesidad de ser nacidos de nuevo (lo cual es un requisito absoluto) podría presentarse a Cristo al pecador, pues la primera necesidad que sintiera derivaría del sentimiento de su culpa, y cuando abriese su corazón para recibirle como su Salvador, perdería la carga de culpa y entraría en el goce del perdón, siendo además nacido de nuevo, nacido de Dios. Todo depende de la presentación y del recibimiento que se hace de Cristo.
Lo último digno de mención en esta escritura es el poder, la autoridad o el derecho conferido. A ellos –a cuantos le recibieron– les dio potestad de ser hechos, o tomar el lugar de, los hijos de Dios. Todos los que hemos señalado son nacidos de Dios, y como resultado tienen ahora el derecho divino de tomar su lugar como hijos de Dios. La palabra es téknon y no uithós, como la da nuestra traducción. En realidad, Juan nunca utiliza el término uithós, sino que siempre habla de téknon. Pablo utiliza ambos. Cuando escribe a los gálatas, emplea sólo uithós, pero en Romanos 8 se vale de ambos, dando con ellos una indicación de su diferente significado. Uithós parece marcar la posición a la que somos traídos como consecuencia de nuestra fe en Cristo, mientras que téknon habla de la relación, de su intimidad y goce.
¡Qué maravilloso es lo que indica aquí el evangelista! Todos los que creen en el nombre de Cristo son investidos para tomar el lugar de ser los hijos de Dios. Nunca antes del advenimiento de Cristo se habla de cosa semejante. Los santos judíos eran indudablemente nacidos de Dios, pero como no se había cumplido aún la expiación, y el Espíritu Santo no había sido dado porque Jesús no había sido todavía glorificado, era imposible que ellos fueran introducidos en el lugar de hijos, y si hubieran estado en este lugar difícilmente habrían disfrutado de él. Hasta que la ofrenda presentada por el pecado, cumplida en la muerte de Cristo, pudiera otorgar la libertad de «no más conciencia de los pecados» –el conocimiento de haber sido perfeccionados para siempre– no podía existir paz ni libertad en la presencia de Dios; y es algo intrínseco de un hijo que él pueda sentirse libre de estar en presencia del Padre, completamente en el hogar, consciente del amor paterno. Éste es el lugar que nos es garantizado tomar, por gracia divina y por unos privilegios conferidos.
El hecho de que este lugar nos pertenece se explica aquí; y al final del evangelio, como vimos en el último capítulo, el Señor mismo, al alba de su resurrección, pone a sus discípulos en él. ¡Qué amor y ternura de su parte! Se nos dice aquí que este lugar es nuestro por título divino; y con motivo de que no perdamos su disfrute a causa de nuestra debilidad e incredulidad, Él es condescendiente para explicarnos el carácter de este lugar y para guiarnos a su estado bendito. «Ve a mis hermanos –dice a María–, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Juan 20:17). De estas palabras aprendemos que el lugar que el Padre quería que tomásemos como hijos suyos, es el mismo del que Cristo goza. Como hombre, Dios fue el Dios de nuestro bendito Señor; como Hijo, fue su Padre –estas dos relaciones cubren toda la posición que Él ocupó aquí, como ahora cuando está glorificado a la diestra de Dios. Por esta razón hallamos muchas veces en las epístolas el término «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (véase 2 Cor. 1:3; Ef. 1:3; 1 Ped. 1:3). Así nos dirigimos nosotros a Dios en oración como nuestro Dios y Padre, porque el Dios y Padre de nuestro bendito Señor son títulos que revelan a la par las bendiciones individuales que fluyen hacia nosotros en el terreno de la redención. Como aquí hablamos de los hijos, es algo que tiene una principal relación con el término Padre: «Mi Padre y vuestro Padre.» En una palabra, Él nos da su misma posición, y nada podría efectivamente describir para nosotros la maravillosa eficacia de su muerte y resurrección. Decimos su misma posición; y es su posición de relación, por lo cual se nos permite usar el mismo apelativo cuando nos dirigimos a Dios Padre. Sin embargo, tenemos que ser cautos al recordar que mientras es cierto que Él nos asocia consigo mismo delante de Dios, no obstante conserva siempre la preeminencia. No se avergüenza de llamarnos sus hermanos siendo Él el primogénito, como nos dicen las Escrituras que Dios nos ha predestinado a ser conformados a la imagen de su Hijo, para que pueda ser el primogénito entre muchos hermanos. La mayoría de nuestros himnos populares han olvidado esta distinción, fomentando en consecuencia modos de pensamiento y expresiones que no son del Espíritu de Dios. Si en su gracia y amor nuestro bendito Señor nos pone en su posición, condesciende al llamarnos hermanos, siendo responsabilidad nuestra si olvidásemos lo que le debemos a su merecimiento, dignidad y absoluta supremacía si nos dirigiésemos a Él como nuestro Hermano. Por muy estrecha que sea la relación a la que somos admitidos los suyos en la grandeza de su amor, y por atractivas que sean las palabras que nos son aplicadas, nunca debemos olvidar, en la medida que nos mantengamos gozando de su amor, que su nombre está por encima de toda criatura, y el gozo de sus corazones en presencia de Él deben emanar siempre dulces tonos de reverencia y adoración. Quiere todavía que comprendamos el carácter del lugar en el que nos ha introducido, así como el hecho de estar asociados con Él mismo en la presencia de Dios como nuestro Dios y Padre, a causa de su Dios y Padre.
Con este tercer y último apunte, concluiremos nuestras meditaciones sobre esta parte del tema refiriéndonos a otra escritura en este evangelio. En Juan 17, al término de la maravillosa oración que presentó nuestro bendito Señor al Padre antes de su partida del mundo, dice: «Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos» (vers. 26). Tenemos en estas palabras el pleno objetivo de la revelación del Padre, y nuestra introducción en la relación manifestada. El nombre en las Escrituras expresa siempre la verdad de aquello que es la persona. Por ejemplo, cuando se dice acerca de los santos que están reunidos al nombre del Señor Jesucristo (Mat. 18), significa que lo están a la verdad de todo lo que Cristo es, tanto Mesías como Jesús y Señor. Así, el nombre del Padre es la revelación de todo lo que Él es en la relación que es así expresada. El Señor ha declarado el nombre del Padre, y quiere seguir haciéndolo por el ministerio del Espíritu a través de sus siervos, de modo que el mismo amor que reposó sobre Él como Hijo mientras estaba en el mundo, repose no solamente sobre nosotros y podamos disfrutarlo, sino que esté también en nosotros, y que Él mismo pueda estar en nosotros como el medio o el canal por el cual haya de fluir este amor hasta nuestros corazones.
Una ilustración muy a propósito de ello podemos deducirla del capítulo 15, donde se dice: «Así como el Padre me ha amado, también yo os he amado» (vers. 9). El amor del Padre manó de su corazón, de su fuente u origen, hacia el corazón de Cristo, y luego también del corazón de Cristo hacia el corazón de sus discípulos; de donde, también en este caso, tenía que fluir nuevamente entre ellos. La cuestión aquí es que se trata del mismo amor, del mismo en carácter y extensión. ¿Quién se atrevería a ponerle magnitud, ni siquiera compararlo? Qué pensamiento para nuestras almas cuando escuchan la voz del Padre: «Éste es mi Hijo, el amado, en quien he puesto mi complacencia.» El mismo amor ilimitado e infinito reposa sobre nosotros, y está en nosotros, sus hijos. Tiene que ser conocido y gozado, sin que disminuya por ello el vigor de la verdad en nuestras almas, que su amor reposa sobre cada hijo de Dios. Quizás alguien pueda decir: «Soy tan débil y tengo tan mal testimonio, que siempre tropiezo y entristezco al Espíritu de Dios.» Por muy cierto que esto sea, y ojalá fuera simplemente así, no cesa de existir el hecho de que eres amado con el mismo amor que Cristo cuando estuvo aquí como el Hijo amado de Dios. Nunca perdáis esta bendita verdad, dejadla que manifieste todo su peso en vuestras almas, pues por la gracia de Dios y el poder de su Espíritu será propensa a guardaros y a fortaleceros; animará vuestro corazón en tiempos de depresión y tristeza, os consolará en el dolor y la angustia, y acabará inundando vuestra alma con su luz bendita y radiante, y no os privará de que podáis gustar desde ahora mismo de la rica atmósfera de la casa del Padre cuando estéis para siempre con el Señor.
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