LA SANTIFICACIÓN

por William Kelly

 

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«Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos estén santificados en la verdad.»

Juan, capítulo 17, versículos 17-19

Me propongo tratar, con no poca libertad, la verdad de la santificación cristiana. No me limitaré a los versículos que sirven de introducción al término en el pasaje que acabamos de leer, sino que los relacionaré con otras porciones más de la palabra de Dios que exponen esta misma verdad, ya sea del modo en que el Señor la introduce aquí o bien desarrollándola en sus detalles prácticos. Que hay un sentido especial en la manera en que nuestro Señor emplea el término es evidente para cualquiera que sepa ponderar sus palabras. Lo que espero demostrar convencerá a algunos —que tal vez no lo hayan percibido antes— del peligro de enseñar solo una cara de la verdad por preciosa que sea. Confío en poder ver también que todo este asunto recibe un tratamiento más amplio y más profundo en la palabra de Dios que en ninguna otra parte. Esto no deja en descrédito lo que la mayoría de hijos de Dios puedan ya conocer. Deberíamos gozarnos de que esto sea así, sin excepción del menor de nosotros, ya que hay mucho más por conocer de lo que nunca llegaremos a imaginar. ¿Vamos a maravillarnos si hallamos que la mente de Dios es infinitamente rica comparada con la nuestra? En efecto que sí, y deberíamos llevar constantemente nuestra pequeña medida de comprensión hacia la verdad de Dios con seguras garantías de descubrir que hay mucho más que escapa a nuestro conocimiento, aunque nos creamos en posesión de una verdad.

No voy a empezar a hablar de los errores. Hay opiniones que disienten de la verdad sobre este asunto y predominan actualmente en la cristiandad. Mi propósito ahora no es tratar, al menos con detalle, lo que creo que carece de fundamento, sino acometer la feliz y sencilla tarea de investigar la simple verdad y demostrar con la evidencia más clara posible la importancia primordial de la palabra de Dios y que nunca encontraremos en la medida del hombre.

Cuando nuestro Señor dice «por ellos yo me santifico a mí mismo», me parece una prueba muy evidente y concluyente de que la opinión sobre la santificación que predomina entre los hijos de Dios es bastante deficiente. Incluso aquellos que disciernen lo que proviene de Él solo ven una pequeña parte de la verdad. En general, la santificación se limita a la obra práctica que el Espíritu de Dios realiza en las almas de los que, si bien son nacidos de Dios, sostienen una gran lucha, pero sin embargo hallan el poder de Su gracia a través del conocimiento de Cristo contra su propio mal. Es evidente que esto no lo podemos aplicar al versículo 19, ni siquiera tratándolo superficialmente. Debe reconocerse, por lo tanto, que la santificación tiene que tener un significado diferente de lo que suele pensarse sobre ella y que trasciende el lugar en el que suele quedar encerrada. «Por ellos yo me santifico a mí mismo», dice nuestro Señor Jesús.

Desde un comienzo el hijo de Dios hace el feliz descubrimiento de que la humanidad caída no admite mejora. En su alma tiene la certeza de que el Señor Jesús no hace aquí referencia a la santificación que habla de los tratos del Espíritu con una naturaleza mala. En Él no había ningún mal que hubiera de ser sometido o mejorado. ¿Qué hijo de Dios no rechazaría, horrorizado, este pensamiento?

Por consiguiente, hay muchos que con ignorancia, y con ansias de poseerlo, han obtenido un significado muy remoto de la verdad sobre el hecho de que nuestro Señor se santifique a Sí mismo. Los israelitas suponían que el Señor utilizaba este significado para hablar de manera figurada de su sacrificio, si es que no lo hacía cuando hablaba de otras verdades. Pero pronto vemos que todo se trata de un error. No hay ninguna razón para apartarse del pensamiento raíz contenido en la santificación, que habla de la separación para Dios de aquellos a quienes concierne. Este es el simple y verdadero significado que tiene y del que no tenemos la mínima excusa para apartarnos. No importa dónde se halle esta palabra en las Escrituras; en lo que concierne al hombre, la santificación siempre significa su separación para Dios. La manera cómo se realiza la separación en la persona es otra cosa. Vemos en el sistema judío que la nación era separada en virtud a una clase externa de ordenanzas, particularmente la de la circuncisión, pero era, de hecho, una santificación llevada a cabo en todos los aspectos de la vida de un judío. Todo el sistema ritual de ordenanzas y los juicios que ponían a prueba, en la práctica, las costumbres de un judío, daban forma a la evidencia, a la medida y al material que conformaban su separación para Dios.

En esta ocasión, el hecho sorprendente que hallamos en la oración abierta que hace el Señor a su Padre es que comienza a haber una clase nueva de separación. Entre los que se hallaban separados como israelitas tenemos a los propios discípulos, que debían asumir esta clase nueva de separación, más aún cuando el Señor se dignaba a separarse por ellos. Por Sí mismo no necesitaba hacerlo. Tendremos que acomodarnos a estos pensamientos que disienten generalmente de los que predominan entre los hombres. En realidad, no hay prueba más sorprendente de la magnitud de una separación en el cristiano que el hecho patente de que nuestro Señor hace aquí su rogativa al Padre para que sus discípulos, que ya estaban en un nivel moral separados del pueblo judío y de todos los demás pueblos de sobre la faz de la tierra, fuesen santificados en la verdad. Él no se conformaba con atraerlos hacia su Persona mientras estaba aquí sino que quería hacer de ellos algo más que sus seguidores, pues tenían puesta su fe en Él. Todo lo demás seguía siendo cierto; sin embargo, Él ruega: «Santifícalos con tu verdad». En vista de ello, no podía tratarse ya más de una cuestión de la ley. Esto está más allá de toda controversia. Los discípulos tenían que ser santificados del pueblo que tenía la ley. Los judíos podían ser un pueblo santo, pero los discípulos debían ser santificados aparte no solo de los hombres, sino también de Israel, de todo lo que ellos mismos una vez habían sido, y separados según una clase totalmente nueva. La ley que rompía la práctica de Israel con los gentiles no es la norma de la vida cristiana.

Continuando con lo dicho, al llevar a cabo esta separación o santificación de los discípulos, el Señor Jesús muestra que debe contribuir personalmente a ello, para lo cual debe separarse primero Él. «Por ellos me santifico a mí mismo, para que también ellos estén santificados en la verdad».

Bien, lo primero sobre lo que quiero llamar la atención es el instrumento empleado. Los discípulos tenían que ser santificados, como Él dice, «en tu verdad». Luego el Señor explicaría lo que quería decir con la verdad del Padre. «Tu palabra (la palabra del Padre) es verdad». No tenemos ninguna duda de que el nombre del Padre proviene directamente del tiempo y de los santos escritos donde su nombre fue claramente revelado. Es en el Nuevo Testamento, que a todos nos es familiar, el momento en que fue declarado el nombre del Padre. Hallamos a nuestro Señor Jesús justo al principio, como por ejemplo en el evangelio de Mateo, donde Él declara ese nombre. Pero sabemos también que los discípulos no comprendían su poder real, y no podían comprenderlo mientras se hallaran en el estado de transición en el que acompañaban al Señor. Todo el tiempo que duró Su ministerio, y haciéndose particularmente más evidente al finalizar, les dio a entender que se produciría un inmenso cambio. En el capítulo que hemos leído en Juan 17 Él habla de lo que tiene alguna relación con esto que acabamos de comentar: «Y les he dado a conocer (a los discípulos) tu nombre, y lo daré a conocer aún». Lo había hecho durante toda su vida, pero no se detiene aquí, pues tenía que declararlo con mayor plenitud a partir de entonces. Tenía muchas cosas que quería comunicarles y que su estado les impedía recibir y soportar. Cuando hubiera venido el Espíritu de verdad, los guiaría a toda verdad.

De modo particular en las Escrituras del Nuevo Testamento es presentado y anunciado el nombre del Padre. El Señor Jesús lo declaró tanto en persona como por medio del Espíritu Santo que fue enviado del cielo. El nombre del Padre nos es anunciado aquí de la manera más manifiesta y directa. ¡Y qué cambio más poderoso, hermanos míos! Aquel que permanece siempre callado, el único y verdadero Dios, quien fuera revelado a los hijos de Israel como Jehová y anteriormente a sus padres directos —los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob— como el Todopoderoso, estaba ahora dándose a conocer en la relación íntima de Padre y en la de su nombre. Con todo, debemos recordar que había algo más implícito. No es meramente la proximidad del amor, sino el modo en que el Hijo conocía a Dios el Padre. Es decir, como Él es en verdad, de la manera más plena y profunda en que el único capaz de conocerle le conoce. Y el que conocía al Padre desde toda la eternidad, el Hijo unigénito, había descendido como hombre sobre la tierra, y siendo nacido de mujer seguía siendo el Hijo. En esta condición caminó en una comunión inquebrantable con el Padre. Todo era realmente nuevo, y a los discípulos se les permitió ver y conocer el fruto de esta comunión santa. A partir de aquel momento, recibieron más. Una verdad asombrosa es anunciada de la manera más evidente sobre que el Señor Jesús, por medio de la obra que Él efectuaría para ellos y que en espíritu ve ya acabada, los introduciría en un gozo más real y profundo de esta relación como nadie más iba a estarlo, y mientras pasaran por este mundo los llevaría al conocimiento del Padre como nunca antes nadie lo había tenido, salvo el Hijo solamente.

Puedo garantizaros que en el conocimiento que el Hijo tenía del Padre había algo inefable y completamente inalcanzable para la criatura. Recordemos, hermanos, que nuestro conocimiento del Padre es en cierto sentido más elevado que el mero conocimiento que la criatura tiene. Claro que nunca dejaremos de existir como criaturas, aun en el estado glorificado, pero ahora es cuando somos introducidos en un lugar totalmente nuevo como partícipes de la naturaleza divina, y con el Espíritu Santo que nos ha sido dado gozamos de ello con todo el poder, al tiempo que se lo testificamos a los demás. Somos presentados de manera perfecta y consciente como los hijos de Dios, siendo que hemos nacido de Dios. Y el Señor Jesús, después de dar por concluida la entera sucesión de la raza en la cruz y de haber entrado en lo alto, según los consejos divinos, en la nueva y definitiva condición de hombre en la presencia de Dios, llegaba el momento para que el nombre del Padre y la verdad fueran conocidos en el Espíritu Santo, como no hubiera sido posible de otro modo.

En vista de ello, nuestro Señor ruega que los discípulos sean santificados por la palabra del Padre, por su verdad. Y lo cierto es que el conocimiento de Cristo tiene consecuencias inmensamente mayores que las que antes he referido. No solamente se nos ha capacitado por el Espíritu Santo que mora en nosotros para apreciar su mente, sino que también se dice de nosotros que «tenemos la mente de Cristo». No solamente lo que no fue revelado antes es revelado ahora y lo comprendemos, como demuestra el capítulo en cuestión (1 Co 2), sino que además las Escrituras se transfiguran de manera lógica para nosotros, si así podemos llamarlo, por medio del conocimiento que revela el Hijo de Dios.

Si hablamos de las ordenanzas de la ley, no hay ninguna que ahora podamos mirar si no es que lo hacemos desde la plenitud de una luz nueva y celestial. No se trata, entonces, de que la palabra del Padre tenga que quedar necesariamente limitada a las revelaciones del Nuevo Testamento, ya que la luz del Hijo de Dios se refleja en cada parte de las Escrituras. La misma porción que entendería un judío en un sentido comunica unas lecciones totalmente distintas e infinitamente más profundas para el cristiano en otro, y esto no es ninguna fantasía nuestra ni ningún misterio de la Escritura, sino el resultado de su plenitud real bajo la luz de Cristo. Tomemos el ejemplo de un judío devoto que leyera la Ley, los Salmos, o a los profetas, antes de la venida del Señor Jesús. Lo que leía en ellos era todo lo cierto que cabía esperar, y tenía su importancia para el objeto que se le daba literalmente. Pero ¡de qué modo tan intenso, amplio y profundo se ve todo desde la relación que conocemos en Cristo! La revelación del Señor Jesús como el que declaró el Padre a los discípulos afecta cada parte de la palabra de Dios y transforma todo aquello que tenía como principal aplicación ser una mera institución de la ley en un testimonio de la verdad del evangelio, de la gracia divina y de las cosas celestiales.

Tomemos, como ejemplo, el día de expiación. Un judío que leyera Levítico 16 tendría ante su mente determinadas instituciones importantes de la ley: el sumo sacerdote, el novillo, los chivos, la aplicación de la sangre dentro y fuera, y la confesión de los pecados sobre Azazel, que era enviado al desierto. Todo esto estaba presente en él, pero ¡qué diferente es para nosotros! No se trata de que neguemos o menospreciemos una u otra porción, ni siquiera que la plena verdad, la palabra del Padre (aplicada a esta cuestión) nos haga perder de tal manera un átomo de lo que un judío veía. Lo cierto es que el judío no tiene la más mínima idea de lo que ahora se nos permite conocer a nosotros en comunión con Cristo cuando meditamos en las cosas ocultas y celestiales. Vemos al Sumo Sacerdote entrar en el santuario, y sin embargo su aplicación es completamente distinta. Pero cuando vemos al Señor Jesús entrar allí, no lo hace solo: nosotros vemos a otros en Él.

En el capítulo no se menciona esta identificación. Es un misterio, y el misterio no fue revelado entonces como sí lo es ahora. La cuestión no trata meramente de los hijos de Aarón, ni de que nosotros recibamos el beneficio de su valor como novedad. Por decirlo de alguna manera, a Cristo no le conocemos como una persona simple, sino como persona compleja. El Nuevo Testamento nos capacita para verle constituyéndonos una parte de Sí mismo; somos «miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos». Contemplamos nuestra porción en Aquel que entra en el santuario y nos introduce en la presencia de Dios. No somos como el pueblo que se quedaba fuera, esperando la reaparición del sumo sacerdote para comunicarles a sus conciencias que eran aceptados. Nuestro derecho es el de acceder a un conocimiento más profundo de este sacrificio para comprenderlo dentro del velo, y no esperar a que se haga público fuera. Nuestro conocimiento es saber lo que está ante la mirada de Dios en los cielos, no meramente la medida de aceptación que se formaba el pueblo al ver salir al sumo sacerdote. Se fundamenta en el hecho infinitamente más glorioso de que Dios ve la sangre y al gran Sumo Sacerdote que la presenta ante Él. Resumiendo, no somos introducidos en el lugar para conocer la medida de consuelo o del juicio que se formaba, a raíz de ello, una mente devota, aunque el Espíritu de Dios obrase en ella, sino que descansamos en la mirada que Dios el Padre pone sobre el Hijo y su obra, y sobre aquello que testifica el Espíritu Santo como consecuencia.

Todo está cambiado para nosotros. Conocemos, por ello, el gran valor de esta palabra, y que no supongo que ningún judío llegue a conocer como la conoce el cristiano: «la justicia de Dios». El modo en que Israel la conocerá, de manera particular, será en cuanto a esta forma: «la justicia de Jehová»; pero nosotros vemos la justicia de Dios tal como es y, desde nuestra capacidad, vemos aquello que han conocido las profundidades de Su naturaleza moral, todo aquello que glorifica por completo al Señor Jesús por medio de su obra y con lo cual Dios tiene contentamiento; y Dios, según sus consejos, se relaciona satisfactoriamente con nosotros, pues somos hechos justicia de Él en Cristo.

Esto nos ilustrará sobre la clase de instrumento que es la verdad del Padre, su palabra, en la función de separarnos para Dios Padre tal como el Nuevo Testamento nos muestra, pero sin limitarse solo a él. Estoy ansioso por mostraros aquello que se nos puede pasar fácilmente por alto —el cambio completo que ha revelado el conocimiento de Cristo en virtud de la redención cumplida en el Espíritu Santo que ha sido enviado, para que gocemos en fe de todo su fruto—, el cambio que se efectúa por ello cuando apreciamos, disfrutamos y aplicamos la palabra de Dios. Resumiendo: que el resultado general de conocer a Cristo revelado como nosotros le conocemos es el de mirar las Escrituras como nunca antes las habíamos mirado. La mayoría de nosotros dice, y son más los que no lo dicen pero lo sienten, que un conocimiento así del Señor Jesús hace que la Biblia parezca un libro nuevo incluso para quienes hace tiempo que ya son cristianos. Estoy totalmente convencido de que muchos de los presentes en este lugar saben lo que esto significa. Quiero apelar a lo que han sentido sus almas. En vez de las preguntas, las angustias y los pensamientos irresueltos que les han embargado, la torpeza con la que se acercaban a la verdad de Dios, y también a su relación con Dios, ahora han alcanzado este conocimiento pleno a través de su gracia, tanto como nosotros cuando hablamos de la plenitud de las cosas; pero, a decir verdad, nosotros tenemos esta invitación para conocer, pues Dios nuestro Padre habla de nosotros desde un total conocimiento de Sí mismo, esto no podemos dudarlo. Habla incluso del más pequeño de entre nosotros, los hijitos que tienen la unción del Santo y conocen todas las cosas. ¿Cómo podría el Padre no hablar del más pequeño de su familia? Él les ha dado a Cristo y al Espíritu Santo.

En efecto, somos santificados por la verdad, y la palabra del Padre es verdad. Esto es lo que produjo un cambio tan inmenso. El cristiano deja de lado la vieja manera adquirida de mirar la palabra de Dios. Sabemos ahora lo que significa no ser ya medio judío y medio cristiano. Por su infinita gracia, fuimos traídos al evangelio para apreciar a Cristo y abrazar toda la revelación de Cristo para darnos cuenta de que, sea cual fuera su aplicación literal, queda absorbida y escondida en el resplandor de Aquel que llena la mente del Espíritu desde Génesis hasta Apocalipsis.

Todas las Escrituras son nuestra herencia, ni más ni menos. Solo necesitamos conocer al Padre en el Hijo a fin de poder interpretarlo todo de esta manera. No se me podrá acusar de denso, ni tal opinión podrá admitir, ni siquiera en apariencia, que para el cristiano queda vedado el paso a todo cuanto el judío tenía como norma de muerte, y que algunos nos persuadirían de adoptar como regla de vida. Pienso más bien que quienes defienden la ley son más proclives a una acusación de este tipo. No, queridos amigos, no abandonemos lo que nuestro Salvador extiende infinitamente ante nosotros por aquello que Dios utilizaba para encerrar al jactancioso judío en condenación. Si fuéramos judíos, habríamos dejado atrás esta clase de santificación. Los discípulos no solo eran judíos, sino judíos creyentes; sin embargo, necesitaban ser (y todavía no lo eran) santificados por la verdad.

La santificación no era la conversión (pues ellos ya estaban convertidos), sino el poder de separación de la palabra del Padre que iban a poder demostrar. El poderoso cambio se produjo en ellos. ¿Y cómo? ¿Qué es lo que ha dicho el Señor? «Santifícalos en tu verdad». Sin duda que lo que efectuó este cambio, en lo que a la palabra escrita se refiere, fue un desarrollo nuevo de la verdad divina allí donde el nombre del Padre era revelado en y por el Hijo, como valor característico que lo distinguía de todo lo demás.

Resumiendo, el medio instrumental era el Nuevo Testamento. Pero lejos de querer quitarle al Antiguo Testamento una fracción, es la mejor manera de hacerlo verdaderamente nuestro, de comprenderlo realmente. Teniendo el conocimiento del Padre, somos introducidos en cada parte de la palabra de Dios y gozamos de ella. Por lo tanto, no hay nada de lo que podamos tener pérdida. Imaginarnos que somos judíos no nos dará la verdad ni nos santificará, al contrario, fue precisamente quienes habían sido realmente judíos los que fueron sacados de todo un sistema. La cuestión es si somos un hombre nuevo en Cristo.

Vemos claramente la base general de la que habla el Señor, y de alguna manera, del serio cambio que se efectuaría por el poder del Espíritu de Dios. «Santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad». No hay que olvidar que los discípulos no estaban todavía en un terreno cristiano. La santificación que hablamos aquí es en realidad su separación como cristianos. No era la comunicación de vida, esto no es la santificación. Por otra parte, no se refiere simplemente a la obra práctica que continúa día tras día en el corazón del hijo de Dios, lo cual es también verdad e igual de importante, y hay versículos que hablan de ello bajo esta luz exclusivamente (1 Ts 4:3,4; 1 Ts 5:23; He 12:14). Hay una santificación o una separación para Dios Padre de una clase más general y fundamental. Sin excluir la obra práctica que va desarrollándose, es lo que yo creo que el Señor Jesús quiere decir. La separación bajo ese nuevo y específico carácter cristiano, realizada con poder, de los discípulos que acompañaban al Señor Jesús. Todavía tenían su relación con las viejas condiciones de cosas, ya que hasta aquel entonces habían sido judíos, pero se acercaba el momento cuando deberían salir de su judaísmo, y esto el Señor Jesús lo tenía presente.

Dicho esto, Él no dice meramente «Santifícalos por tu verdad» —la verdad del Padre, que encontramos de manera particular y directa en las Escrituras cristianas conocidas como el Nuevo Testamento—, sino que además dice: «Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo». La cuestión ya no era la tierra de Judea, el mundo estaba delante de ellos. Si en la separación para el Padre había esta intimidad, también la misión era universal. Aunque el Señor Jesús tenía una misión hacia las ovejas descarriadas de la casa de Israel, no es esta la manera como se le considera en el evangelio de Juan. Aquí hay en juego algo más profundo. El hecho es que en todo el evangelio el pueblo es visto en un completo alejamiento de Dios y como parte de un vasto sistema en oposición al Padre. A todos, sin excepción, se les contempla en su maldad y enemistad irremediables. Como el Padre le había enviado al mundo, «así yo los he enviado al mundo».

Con la total intención de efectuar esta obra de separación para el Padre, el Señor añade otra verdad de mucho peso: «Por ellos yo me santifico [o me separo] a mí mismo, para que también ellos estén santificados en la verdad». Es decir, la palabra del Padre (bendita palabra que todo lo transforma para nosotros) no es suficiente. Necesitamos un objeto personal al cual vincular nuestros afectos. ¿Quién podría ser este objeto sino el mismo Señor Jesús? Démonos cuenta de que no se trata del Señor Jesús en la Tierra. Los judíos tendrán la bendita revelación del Señor en su tierra, no digo cuándo ni el tiempo que durará, pero la tendrán, y tendrán al Prometido anunciándose a ellos, y Sus pies, como ya sabemos, pisarán el Olivete. Nosotros no le conocemos de esta ni de la otra manera. ¿Cómo le conocemos, pues? Como Él está ahora en la presencia del Padre en los cielos. En esto consiste su separación. Ya no es la víctima en la cruz donde Dios, lejos de santificarlo, le hizo pecado. En ella fue el sustituto abandonado por Dios para que los que creyéramos pudiésemos dejarle a Él este lugar. Aunque fue hecho pecado, no por ello Jesús fue menos el objeto del contentamiento de Dios Padre, al contrario, en aquel juicio solemne hizo más intenso y profundo, a un nivel moral, el contentamiento del Padre. Fue también en el sentido más real y verdadero hecho pecado en la cruz, al efecto de identificarse completamente y sin reservas con todas las consecuencias de nuestro mal, sufriendo por ello de la mano de Dios, a quien el mal había ofendido y a quien Él había venido a glorificar. Lo cierto es que la cruz no fue una mera apariencia, sino una realidad, a pesar de la vana presunción del mundo sobre el que fue levantada. Restadle valor a la realidad de su sufrimiento y desaparecerá la realidad de vuestra redención. Restadle valor a la realidad de su sufrimiento y desaparecerá la realidad de la glorificación a Dios, mucho más importante que vuestra salvación o la mía. Hermanos, todo fue satisfecho y solventado para siempre. Todo el mal fue impuesto sobre Él, que fue juzgado por su causa. No hubo nada vano por lo que el Señor Jesús no sufriera, y no existió pecado tan negro que Él no lavara con su sangre preciosa. La consecuencia es que allí, y solamente allí, reposa Dios satisfecho cuando mira al pecador y una alma pecadora halla el descanso que su despertada conciencia necesita. Pero todo ello es algo completamente distinto de la separación que hace nuestro Señor, o de su santificarse por nuestros pecados: «Para que también ellos estén santificados en la verdad». Es el Señor Jesús quien es introducido en un lugar totalmente nuevo para el hombre, un lugar esencial con el fin de que haya cristianos de hechos y verdad. La esencia del cristiano es celestial, si bien él está en la tierra. ¿Cómo podía convertirse en celestial a menos que se le revelara un hombre celestial, que además es su vida? ¿Y quién podía ser este hombre celestial sino el hombre Cristo Jesús, que después de quitar el pecado por el sacrificio de Sí mismo toma este lugar nuevo como Cabeza de una nueva familia, desde el cual nos es revelado por el Espíritu Santo enviado del cielo?

Este es el valor de las palabras que añade nuestro Señor. En vez de darnos la plenitud de la verdad en la palabra del Padre, y de manera particular en el Nuevo Testamento (quedando afectado todo el Antiguo para ofrecernos el medio definitivo de conocer al Padre en cada parte de las Escrituras), Él se ofrece a nosotros como el objeto personal que nos da a poseer esta verdad. Y además de poseer en detalle la palabra del Padre, lo que nosotros queremos es un objeto al cual sujetar nuestro corazón. Tenemos esta necesidad para no perdernos en medio de la abundancia de las revelaciones de Dios. He aquí Uno que reclama todo el afecto y desprendimiento de nosotros mismos por medio de la revelación que hace de Sí, el más digno de cuantos objetos hayan merecido la aprobación de Dios el Padre y admirado por nosotros, los hijos, que nos deleitamos en lo que Él se deleita. Nadie más que Cristo, después de haber juzgado el mal y ganado el bien, podía realizar la tarea de bendecirnos con su justicia, por no hablar de su amor. Esto es lo que Dios como Padre está realizando a través del infinito sacrificio del Señor Jesús. Lo revela ahora a través del Señor Jesús en su presencia, y es lo que nos da a conocer por el Espíritu Santo que ha sido enviado. Por tanto, la toma de posesión que hace el Señor Jesús de su lugar a la diestra de Dios no es un hecho aislado en el cristianismo, un incidente de proporciones gloriosas y sin embargo estéril. Todo lo contrario, la separación que Él hace desde la diestra de Dios es la raíz de la verdad divina, la raíz de nuestra inconfundible dicha. Él es allí el hombre modelo según el que el Espíritu nos da forma por medio de la verdad. Por eso es esencial que Él sea, de manera adecuada y plena, el medio de esta asombrosa manifestación de la verdad y del amor que Dios busca reproducir en quienes son de Cristo.

Así pues, esta es la otra indicación de las palabras: «Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos estén santificados en la verdad». Precisamos la palabra del Padre, pero también a la persona que está separada en el cielo, y precisamente en este orden, puesto que la verdad del Padre anunciada en el Nuevo Testamento precede siempre a nuestra plena apreciación del Señor Jesús a su diestra, que se santifica para que nosotros seamos santificados en la verdad. Y una vez hemos visto al Señor Jesús allí y somos conscientes de la importancia de tenerle como el objeto ante nuestras almas del todo ajenas a este mundo, premisa según la cual el Espíritu Santo nos lleva hacia él y nos moldea en nuestro camino, la verdad cobra mucha más importancia y crece en poder. No queremos decir que la verdad no more en la palabra, sino que es aplicada con incremento de la bendición. Como Él dice: «Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos estén santificados en la verdad». Vemos, pues, que si empezamos con la verdad y alcanzamos a ver el lugar personal del Señor, esta recibirá cada vez más poder y notabilidad por medio de ello.

Iremos hasta algunos versículos principales del Nuevo Testamento que tratan de la santificación, y veremos nuevos elementos que desarrollarán esta gran verdad en sus distintas aplicaciones.

Casi todas las epístolas proporcionan evidencias: «A todos los que están en Roma, llamados a ser santos» (los que se llaman santos); «a los santificados en Cristo Jesús» (los que se llaman santos en Corinto); «todos los santos que están en Acaya»; «a los santos que están en Éfeso»; «a todos los santos en Cristo Jesús que están en Filipos»; «a los santos y fieles hermanos en Cristo que están en Colosas»; «a todos los hermanos santos» (hablando de Tesalónica). No puede haber ninguna duda aquí para las mentes simples, y menos aún inteligentes, de que está describiendo a personas separadas para Dios, y ello también desde el comienzo de la obra en sus almas como cristianos. La palabra no habla en modo alguno de su medida ni de la obtención de conocimiento. Se da por supuesto que después de su llamamiento fueron separados para Dios como hijos suyos en este mundo desde el principio de su carrera, pero no dice nada más.

Esta verdad elemental representaba demasiado en la cristiandad para no corromperse. No me refiero a la ignorancia supina de Babilonia, que canoniza a sus santos años después de su muerte y nunca antes de presentar pruebas de los teóricos milagros realizados por las reliquias del candidato fallecido. Incluso allí donde se rechaza la autoridad del papa, ¿qué puede ser más cobarde e ir en contra de las Escrituras que el rechazo voluntario de la mayoría de creyentes de no reconocerse unos a otros como santos, y de que son santificados en Cristo Jesús desde el instante preciso en que confesaron el nombre del Señor? Solo se me ocurre una manera de calificarlo, y es una vergonzosa reticencia a conceder todo el crédito a la rica gracia de Dios y a la solemne responsabilidad del creyente. Empero ellos son santos, y deben caminar como tales. La negativa a reconocerlo no es ninguna explosión de humildad, sino una ignorante incredulidad que deshonra al Señor y produce una gran pérdida en sus almas. Es tan claro como la luz de los versículos que hemos presentado que todos los que confesaban a Cristo eran llamados y tratados como cristianos, y que la santificación es vista como el vínculo de todo el que llevaba su nombre. Eran separados para Dios desde el mismo principio (comparar Hch 9:13; 20:32; 26:18).

Sin necesidad de tener que ocuparnos de todas, lo que nos haría rebasar los límites del presente discurso, hallamos una referencia más en 1 Co 1:30. El apóstol dice aquí: «Mas por obra suya estáis vosotros en Cristo Jesús, el cual nos ha sido hecho de parte de Dios sabiduría, justificación, santificación y redención». Creo que aquí el Espíritu de Dios utiliza la santificación en un sentido muy amplio, no solamente para separarnos desde el principio para nuestro Dios y Padre mediante el Hijo, sino también mirando al poder separativo que continúa desarrollándose en nuestras almas hasta el fin. Es una referencia muy general, y la razón para citarla es porque creo que contiene esta doble aplicación. La sabiduría se cita en contraste con la filosofía de los hombres que predominaba particularmente entre los griegos a los que él escribía. La justificación deja de lado todo lo cargado de imperfecciones y era comunicada en gracia allí donde había una falta total de coherencia moral del hombre para con Dios; y la santificación, que no solo empieza con la primera llamada, sino que continúa después. La redención completa la obra de la gracia. No se habla aquí de la redención a través de la sangre de Cristo, sino de la del cuerpo, y por lo que veo es como conclusión general. Una vez más se nos ilustra lo general que es el término «santificación». Como está claro que la redención tiene un significado más extenso, supongo también que lo tiene la santificación.

Al llegar al capítulo 6 nos encontramos con un significado más preciso en el versículo 11: «Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados». No había ningún teólogo en el siglo diecinueve que fuera capaz de poner estas palabras en el debido orden. Es lógico, pues, que hayan perdido de vista la verdad. Dejadme que os diga además que ningún escritor hubiera sido capaz nunca, en el siglo que fuera, de escoger la misma forma de las palabras excepto que hubiese sido inspirado por Dios. ¿Qué sabiduría sacamos de ello? ¿Nos damos cuenta de por qué estas palabras no son solo verdaderas, sino que lo son más en este orden que en otro? Por descontado que el versículo no considera la santificación como la única aplicación de la verdad que hace el Espíritu a la conciencia después de que uno es justificado, que sería el sentido general que le dan los protestantes. Y mucho menos confunde la santificación con la justificación, al contrario que los católicos.

Es evidente, pues, y asumiendo que las palabras del apóstol sean el vehículo de la verdad divina perfectamente expresada, que la idea que pone límites a la santificación como el proceso que se desarrolla en el alma después de la justificación es completamente deficiente. No es lo que expresa el apóstol para nuestra instrucción. Pero ¿acaso quiere darnos a entender que menoscaba el valor y la necesidad de esa obra del crecimiento en la santidad, después de que creímos y fuimos justificados? Todo lo contrario, pues sé reconocer su importancia, y a la santificación se la llama correctamente por su nombre, describiendo nuestra continua y diaria separación para Dios bajo cada detalle. Pero mantengo que hay más verdades que al hombre le resulta difícil aceptar y valorar, pues carece del elemento que ofrece a los cristianos un discernimiento más claro y profundo de la relación que sostienen con Dios.

En primer lugar, ¿no es evidente lo que el apóstol dice a los corintios sobre su condición envilecida antes de conocer al Señor Jesús, y de que fueron lavados cuando le recibieron? Es muy posible que haga una alusión a su bautismo como señal externa de ello. Pero no voy a discutir esto aquí; lo que sí afirmo es que el lavamiento no es lo mismo que la santificación, y que la santificación es, como todos reconocen al fin y al cabo, una cosa diferente de la justificación. Sea como fuere, al expresar todas ellas unas partes necesarias de la salvación cristiana, ¿no son correctas tal como Dios las ha dejado escritas? De los corintios cristianos se dice que fueron lavados, porque la primera acción de la palabra de Dios sobre un alma culpable es ocuparse de su impureza, detectar, juzgar y extirpar el mal corrupto. El lavamiento por la palabra (Ef 5) no es la santificación, si bien está íntimamente asociado con ella. Por todo ello, la gracia de Dios toma nota de aquello que es completamente contrario a Él y le pone remedio. La santificación se ocupa definitiva y exclusivamente del bien para el que las almas son separadas. Hay un objeto que hace la separación y al cual quedan vinculados nuestros afectos, no es meramente la limpieza de nuestro mal natural.

Aunque distinguimos entre el lavamiento y la santificación, de hecho no pueden separarse del alma del que experimenta el poder vivificador de Dios.[1] La sabiduría de Dios se muestra en el orden establecido para estos pensamientos y palabras. El lavamiento, repito, es la aplicación de la palabra de Dios por el Espíritu Santo a la conciencia. Una vez ha recibido a Cristo en la verdad, proporciona al pecador el modo de detectar y juzgar su mal delante de Dios. Ha nacido de Dios. Empero el efecto que tiene el nuevo nacimiento es hacerle sentirse como él es, lo cual en breve produce arrepentimiento. Y sin embargo, la santificación adquiere un significado más amplio cuando se revela el objeto que gana el corazón y lo atrae hacia sí. Por ello, queda claro que el lavamiento se refiere a la eliminación de la mancha, y que la santificación es más bien el efecto que tiene el objeto revelado en el corazón cuando lo atrae hacia sí, separándolo de todo lo demás.

Esta es la manera en que el Espíritu de Dios presenta esta cuestión. Hay, sin embargo, una tercera expresión: la justificación. Y aquí está claro que el ser justificado va después de la santificación, no antes. En el orden que los pone el Espíritu de Dios, viene a continuación del lavamiento y la santificación. ¿Cómo es posible reconciliar esto con la opinión que limita la doctrina de la santificación a la santidad práctica de un cristiano después de ser justificado? Es algo imposible. ¿Tenemos que abandonar la afirmación del apóstol por incomprensible? ¿No tenemos derecho a recibir la verdad de Dios, en lo que a ello se refiere, para disfrute de nuestras almas? La verdad es que Juan 17 demuestra, de la manera como la emplea el Señor, que la palabra «santificados» tiene un significado distinto y más amplio que el que suelen asignarle los hombres, pero la manera en el que el Espíritu de Dios emplea esta palabra, por medio del apóstol, le imprime una huella totalmente distinta de la de su corta aplicación al crecimiento del alma después de que ha conocido al Señor.

Haré referencia a otro versículo para demostrar que no es nada arbitrario lo que digo, sino que el Espíritu de Dios lo ha diseñado así del modo más evidente. El lado de la verdad es revelado por otro apóstol en 1 P 1:2, donde se nos dice que los judíos cristianos que se diseminaron por toda Asia Menor fueron escogidos según la presciencia de Dios el Padre mediante la santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo. Es evidente que lo que se llama «justificados» en 1 Co 6 ofrece la respuesta para la aspersión de la sangre de Jesús en este pasaje. Si el significado determinara la opinión mayoritaria, el apóstol lo hubiera escrito más o menos así: «que estos judíos cristianos fueron elegidos para ser rociados con la sangre de Jesucristo, después de lo cual el Espíritu desarrollaba la obra de santificación en sus almas». Cuando menos, hace una afirmación totalmente diferente. Dice aquí: «elegidos en santificación del Espíritu para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo». En una palabra, la aspersión de la sangre de Jesús se da por necesaria en virtud de la santificación, pues ellos fueron santificados por el Espíritu para ser rociados con la sangre de Jesús.

¿Qué sentido se le da aquí a la santificación? Esta es la cuestión que de veras importa. ¿Qué quiere decir el Espíritu de Dios cuando hace decir a Pablo «santificados» o «justificados»?; ¿o por medio de Pedro cuando dice: «mediante la (ν) santificación de [el] Espíritu para obedecer y ser rociados con [la] sangre de Jesucristo?» Puesta delante de «justificados» en 1 Co 6, y delante de la aspersión con la sangre de Jesús en 1 P 1:2, la santificación en estos pasajes tiene que significar, inevitablemente, la obra del Espíritu Santo desde el momento en que el alma es vivificada y arde en deseos de Dios. El alma mira hacia arriba por causa de Jesús, desconfiando de sí misma, pero resuelta a esperar lo que es bueno para ella. Tal vez no sepa todavía la provisión que ha hecho para ella la gracia, pero sabe lo que es confiar en la misericordia de Dios para acatar Sus juicios de todo lo que fue y ha sido hecho por ella. De ahí que le busque a Él y esté perfectamente convencida de que en Él está toda la bondad, y confía en que la gracia de Dios brille sobre ella a través del Señor Jesús. Pero lo que todavía no sabe es con qué rico interés esa gracia le ha buscado y cuánto ha obrado para ella aun antes de ser vivificada. El Espíritu de Dios produce el deseo de hacer la voluntad de Dios cueste lo que cueste, y presenta al alma el testimonio de la obra del Señor Jesús en toda su infinita eficacia delante de Dios. Luego, el alma es llevada a la aspersión de la sangre de Jesús, pero como fue escogida antes de que el Espíritu de Dios empezara a obrar eficazmente en ella, el Espíritu ya estaba operando de manera eficaz antes de la aspersión de la sangre de Jesús.

Parece ser que hay una alusión a figuras o hechos del Antiguo Testamento en el lenguaje de Pedro, con los que pensaba causar en los judíos creyentes una viva impresión de su nueva posición, comparada con la que tuvieron sus antepasados. Un israelita apenas podía evitar recordar el pasaje de Éx 24:7-8, cuando Moisés «tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos. Entonces Moisés tomó la sangre y roció sobre el pueblo, y dijo: he aquí la sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas». En su caso, tenemos los mismos elementos: la obediencia a la ley y la aspersión de la sangre de las víctimas ofrecida en ese momento solemne. ¡Qué contraste más grande! En el instante que determinaron obedecer la ley, Israel fue rociado con la sangre que declaraba la pena de muerte como castigo si la infringían. El cristiano participa de la vida de Cristo que disfruta en la obediencia de hijo, de la que Cristo fue su perfecta expresión, y es rociado con su sangre que le declara limpio de sus pecados delante de Dios.

La obra eficaz del Espíritu Santo, de principio a fin, se llama en las Escrituras «la santificación del Espíritu». Abarca la completa separación del alma para Dios desde el inicio y en adelante. La vivificación mira el alma como estando muerta en delitos y pecados, para la que hay una vida nueva que Dios le da. Sin embargo, el efecto que tiene la vida divina es producir en el corazón la adoración al Dios que la da. La santificación presupone siempre que los afectos sienten atracción hacia Aquel que confiere la bendición. Es posible que la profundidad y plenitud de esta bendición sean conocidas todavía en imperfección, pero a pesar de ello Él recibe la credibilidad del que sabe bendecir. Basta con que el alma esté convencida de que en la casa del Padre hay suficiente alimento, y de la felicidad que le aguarda si entra en ella. El alma tiene la total seguridad de que en esta casa hallará la misericordia, aunque todavía no haya alcanzado a ver que una vez allí será mejor tratada que un asalariado. El corazón tiene puesta su confianza en el amor que verá en esta casa, y con este pensamiento emprende el camino. He aquí el efecto conseguido en un alma vivificada. Sin el Espíritu no se hubiera producido nunca el regreso del hijo pródigo al Padre, ni aquel hubiera sentido la necesidad de una confesión al haber pecado contra el cielo y contra él. Esta acción del Espíritu tenía un efecto inmediato y vital. Desde el momento en que se produce el juicio en uno mismo y los afectos del corazón se tornan hacia el Padre y su casa, podemos hablar de santificación del Espíritu. Solo cuando se encuentra con el Padre y llega a conocer que el ternero es sacrificado por él, que se le entrega un anillo y que se le da calzado nuevo y ropas nuevas, podemos llamarlo doctrinalmente «justificado». Y justificada es por el Espíritu la persona que aplica la fe en la obra del Señor Jesucristo, según el verdadero sentido de las Escrituras.

La santidad práctica viene a continuación de la justificación. No tengo el mínimo problema con este punto de vista, ni es mi intención suscitar ningún ataque contra nadie ni contra ningún grupo sobre este asunto. Se trata de una verdad importante que la obra progresiva de la santidad continúe después de que somos justificados. Pero ¿qué significa la santificación del Espíritu antes de ser justificados? ¿Y a qué se debe que los teólogos y predicadores nunca digan palabra de ello y lo echen a un lado? Lo cierto es que no lo hacen por honrar las Escrituras, ni por discernimiento de la verdad de Dios. ¿Cómo es posible que haya sido ignorada durante tantos siglos en la cristiandad hasta el presente? Si no se ha debatido nunca, ¿cómo podremos hallar entre los teólogos antiguos y modernos alguna expresión de la misma? Quién lo sabe…, y no creo que nadie pueda saberlo. El hecho es que esta verdad, con la salvedad de algunos que se han dado cuenta de la desafección de la cristiandad hacia la fe, fue expulsada del modo más inexplicable de las escuelas de teología.

¿Qué podemos deducir de todo ello, hermanos míos? La dicha de que poseemos las Escrituras. Sus verdades no están en ningún lugar recóndito ni pueden quedar olvidadas sin causar un perjuicio a las almas. Tiene unas inmensas consecuencias perder de vista la santificación del Espíritu, desde la perspectiva con que Pablo y Pedro tratan de ella. No hablo ahora de lo que podríamos dar en llamar la santificación relativa o progresiva, ni del crecimiento en la santidad práctica tal como se estila en teología. Estos términos podrán ser más o menos correctos, mas no pretendo hacer ningún debate con ellos y pasaremos de largo sin detenernos en esta cuestión. En lo que a mí se refiere, creo que expresan la verdad de manera sustancial, y no mantengo controversia alguna con arminianos, calvinistas ni con nadie más acerca de esta materia.

La pregunta que sí hago a estos cristianos, y a vosotros, es si no os parece un hecho provocativo y fuera de toda regla que una de las principales verdades del Nuevo Testamento, y verdad capital para las almas temerosas de Dios, se haya convertido en algo indescifrable para los hijos de Dios. Si me equivoco en este punto, agradecería que alguien me mostrara la evidencia, pues me lo tomaría como gesto de gran amabilidad si alguien me hiciera el favor de indicarme en qué momento lo he pasado por alto. Después de una concienzuda pero vana búsqueda, pienso sinceramente que lo que se ha dicho es la simple verdad, una verdad solemne, por cierto, de que la santificación del Espíritu, en el sentido más amplio que le da el Nuevo Testamento, es una verdad que desconocen totalmente, en qué proporción no lo sé, la mayoría de cristianos de nuestro tiempo.

¿Tiene esto alguna consecuencia en la práctica para las almas? Sí, y en muchos sentidos. Y es obvio que, en quienes el Espíritu de Dios ha dejado su huella, les envía a menudo pruebas que les hacen sentirse miserables. En este aspecto, no es la palabra del Padre sino la ley lo que se presenta ante ellos como norma y que les hace sentirse aún más desdichados, pues nunca fue la intención de Dios que por medio de la ley pudiera sentirse dichoso el hombre. «Por la ley es el conocimiento del pecado». ¡Qué no representará para los hijos de Adán si no esclavitud, condena y muerte! (2 Co 3). Además, como la ley no otorga poder, nunca puede revelar un objeto. Su función es otra muy distinta. Tiene la misión de convencer al alma culpable, enseñanza que el apóstol da explícitamente al decir que su función legítima no es para los justos, sino para los desleales y desobedientes, los descreídos y los pecadores, los impíos y los profanos. Se trata de la fortaleza del pecado, no de la santidad; es lo contrario de un poder que santifica. La gracia del Padre nos revela el objeto más bendito que posee, y su palabra hace que su objeto sea el nuestro. Esto es lo que nos santifica. «Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad… Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos estén santificados en la verdad».

Lo que confiere el pleno carácter de la santificación cristiana mientras dura toda la carrera del cristiano es la santificación del Espíritu. Comienza con la primera operación que el Espíritu Santo efectúa de manera eficaz en toda alma nacida de Dios, y que por vez primera produce de manera real en una vida entregada que abre su corazón en mayor o menor medida —pues puede haber obstáculos que a menudo se lo impidan—, pero con sus afectos dirigidos hacia Dios. ¡Con cuánta frecuencia suele suspirar el alma en estos casos por tener la seguridad de esta santificación! Si una persona pudiera saberse ya santificada, qué aliviada se sentiría. Más de una persona en estas mismas condiciones, teniendo conciencia de su indignidad, se deprime hasta lo más profundo porque es plenamente consciente de que no está santificada, no obstante la gracia del Señor Jesús. Qué consuelo sería para esta persona si se conociera tal como es, en un sentido más absoluto que el que rige sus pensamientos, y despojándose de sí misma se arrojara a los brazos de Cristo.

Mientras que Dios ofrece consuelo a un alma probada, desanimada y sin capacidad para hallar el pleno solaz y la paz a través de la fe en el Señor Jesús, pese a ser santificada, Él no permite que permanezca en ese estado. Aquí es donde se revela la importancia de las palabras de Pedro: «Elegidos en santificación del Espíritu para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo». ¿Por qué primero la obediencia? Esto entraña no poca dificultad, y a veces las personas son guiadas a una triste tergiversación de la verdad, pues reconociendo que son llamadas a obedecer como creyentes tienen la tendencia a pensar que si fracasan al obedecer, la sangre de Cristo será el recurso que compensará todas las faltas. Esperamos que no haya nadie en esta sala que sea tan poco instruido en la mente de Dios como para tratar las Escrituras con esta frivolidad, por no decir ofensa. No, hermanos míos, el apóstol nunca quiso decir tal cosa, sino que cuando el Espíritu de Dios separa a un alma del mundo, su primer movimiento al volverse de verdad a Dios dejando atrás el pecado y a Satanás, el principal y mayor deseo que tiene su corazón desde aquel instante es obedecer, al tiempo que la aspersión de la sangre de Jesús le asegura que es lavada de la culpa a ojos de Dios. Saulo, al ser derribado en tierra, exclamó: «Señor, ¿qué quieres que yo haga?». Sé que hay quienes piensan que esta respuesta era legalista, pero discrepo de tal modo de pensar. Puedo garantizaros que pese a no conocerse todavía la plena libertad del evangelio, el deseo de dar esa respuesta era excelente y obtuvo bendición. Se trata de la nueva naturaleza que anhela hacer la voluntad de Dios.

Se nos dice que la medida de la obediencia del alma escogida y santificada por medio del Espíritu es la obediencia a Jesús. La obediencia y la sangre rociada conceden mérito a Su nombre. No hablamos de la obediencia de un judío, sino del contraste con esta. Tal es el sentido de la palabra «Jesucristo» colocada al final. «Elegidos en santificación del Espíritu para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo». Las palabras sufren un pequeño cambio para denotar su intensidad. La obediencia era la obediencia de Cristo, así como la sangre era su sangre. ¿Y no es el primer deseo del alma vivificada querer obedecer? Dios no aprecia una obediencia que no sea la clase de obediencia que manifestó Jesús. No se trata de obedecer la ley, como hacía un judío con la esperanza de obtener ciertas bendiciones y por temor a ciertas maldiciones. El Señor nunca obedeció bajo este principio, sino que lo hizo actuando desde la conciencia de ser el Hijo de Dios. El cristiano más sencillo debería obedecer desde una conciencia similar, pues nosotros, por la gracia, somos también hijos de Dios, y nuestro Dios y Padre ha implantado este primer sentimiento en nosotros como señal de la vida nueva para hacer su voluntad. Vemos en muchos que son nacidos de Dios que, a pesar de no tener libertad y estar muchas veces imbuidos de doctrina dañina, sus almas no pueden por menos que deleitarse en Su voluntad. Sus corazones desean ser fieles y obedientes, quieren que la total plenitud de libertad de la gracia de Dios les quite estas imperfecciones y sus a veces errados pensamientos.

Esto es lo que creo que el Espíritu de Dios quiere decir aquí. La santificación del Espíritu es «para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo», en contraste con lo que los judíos decían jactanciosamente: «Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho y obedeceremos». La consecuencia de ello era la aspersión de la sangre de la ofrenda sobre ellos y sobre el libro, acto que los amenazaba con la muerte en caso de que desobedecieran la ley, ya que este era el sentido que tenía la sangre para el pueblo y el libro del pacto cuando eran rociados con ella. Esta sangre no era la expiación que los protegía, sino la sangre que daba su sanción a la ley y a las obligaciones de ellos presentándoles el hecho de tener que morir si fracasaban. A mí me parece que el apóstol Pedro tenía todo esto en mente: el cambio es solamente posible para el cristiano que comienza su camino con el Salvador, no con la ley. Lo que encuentra en el Salvador es una fuente de vida con la que desea obedecer a Dios, así como la redención cumplida, y con esta vida empieza su camino con los pecados borrados y olvidados de parte de Dios. Entonces, en lugar de presentarse ante él la sangre de las víctimas para recordarle que debe morir si fracasa, posee la sangre del Salvador que le asegura que todo está solventado, pues está lavado de sus pecados. Su redención eterna no es menos cierta que la vida que tiene en Cristo.

Confío en que estos pasajes, al compararlos con los que ya estudiamos con más atención en Juan 17, hayan mostrado con suficiente claridad la naturaleza de la santificación cristiana que el Señor Jesús nos ha querido enseñar bajo su pleno carácter. Las epístolas continúan en su desarrollo del orden y lugar de la santificación, o de la separación del alma para Dios como claro contrapunto de Sus otros tratos en gracia. Cristo señaló toda la trascendencia de esos pasajes, mientras que los que hemos examinado en las epístolas tienen su inicio, por llamarlo así, en el corazón. Ni que decir tiene que ambas citas comparten la verdad divina para ser tomadas en consideración, pero también es cierto que difieren no poco, a menos que me equivoque, de la creencia popular entre los hijos de Dios. Mi inquietud ha sido presentar, hasta donde Dios me ha permitido, el testimonio que da la Escritura de esta verdad trascendental.

Otros pasajes hacen referencia a la santificación práctica, y sobre ellos deseo hacer un comentario. Un pasaje claro de lo que estamos diciendo es Hebreos 12, donde el apóstol dice: «Seguid la paz con todos, y la santidad (o la santificación, si lo queréis así), sin la cual nadie verá al Señor». Es evidente que está hablando de la santidad práctica al dirigirse a quienes él da por hecho que son cristianos. Entre ellos podía haber personas con el riesgo de volverse atrás, como sabemos que pasó. Personas que habían apostatado, pero el apóstol estaba «persuadido de cosas mejores, y que comportan salvación, aun cuando hable de esta manera». Mas aquí dice: «Seguid la paz con todos». Ellos ya tenían la paz con Dios, sin embargo continuaba diciendo: «… y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor». No son palabras ásperas que puedan causar la mínima dificultad al espíritu sensible, pues estoy seguro, hermanos míos, de que no hay ningún cristiano que afirme que alguien pueda vivir la vida como él se plantea y aun así ir al cielo. ¿Puede una persona pecar por costumbre y ser nacida de Dios? El lenguaje de San Juan es más duro cuando dice que «aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado». Lejos de toda duda, y como en justicia declaráis, el apóstol se refiere a la persona que ostenta este carácter, no a que un creyente no pueda fallar en un punto en particular, sino que nadie que sea realmente nacido de Dios sigue adelante con su vida sin tener ejercitada la conciencia y sus santos caminos delante de Dios. Nadie nacido de Dios sigue en pecado, sino que camina conforme a la nueva naturaleza. Habrá diferentes capacidades y niveles de poder espiritual, como ya sabemos, pero todos los santos tienen un deseo semejante que el Señor escucha y satisface manifestando a sus almas el consuelo de la verdad, unas veces, y otras la rígida disciplina, pero de un modo u otro son fortalecidas para Su contentamiento. De todo ello se deduce que no hay la menor base de justificación para esta exhortación, ni para excusarnos con ella diciendo que esta santidad se refiere aquí a lo que somos en Cristo. Este no es el pensamiento, ni de lejos. Nos engañaríamos si pensáramos así.

En la primera epístola a los Tesalonicenses se trata claramente de una cuestión de la práctica: «porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación». «Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santidad», o santificación. Aquí es evidente que está hablando de nuestro caminar diario en la santidad, y más adelante ruega que el Dios de paz los santifique por completo, para que su espíritu, cuerpo y alma sean hallados irreprensibles a la venida de nuestro Señor Jesucristo. En definitiva, su mirada está puesta en la obra práctica que continúa haciéndose en el creyente.

He mencionado estos pasajes en concreto, porque nunca deberíamos olvidar la otra cara de la verdad cuando queremos afirmarla por entero. Lo que acabamos de decir demostrará que, además de la santidad práctica que hemos estado viendo, el Nuevo Testamento habla, haciendo clara indicación de ello, del poder de separación del Espíritu de Dios sobre el alma de todas las personas nacidas de Dios, y desde sus rudimentos lo llama «la santificación del Espíritu». Desde el instante en que se atisba el primer movimiento de vida divina en el alma, una persona es santificada todo este tiempo. Puede que lo denomine santificación personal, o absoluta, si lo que quiere es distinguirla de lo que viene después, es decir, de la santificación relativa que depende del crecimiento espiritual, del sometimiento a Dios, de los medios que emplea para conocerle, como pueden ser la palabra de Dios, la oración, el ayuno, el autojuicio o la disciplina. Todas estas cosas sirven de ayuda para que en la práctica el alma crezca en la santidad.

Vamos a fijarnos brevemente en los pasajes de Hechos 20:32 y 26:18. Se hace imposible aplicarlos al progreso en la santidad si no los aplicamos antes al carácter y herencia de todos los cristianos. La estructura de la palabra igiasménoi no deja lugar para otro significado. La discusión estriba en que si esto solo es la condición de los creyentes al final de su carrera, o al final del mundo. Romanos 15:16 y 1 Corintios refutan una restricción de este tipo, y lo hace de modo más contundente Hebreos 10:10. Esto no queda debilitado por la forma de la palabra agiazomenoi del versículo 14, como en el capítulo 2, versículo 11. El participio presente puede utilizarse de manera abstracta y aislada de la cuestión de la acción, o de la pasión. Pero el tiempo perfecto no puede utilizarse como lo hace el versículo 10 sobre las mismas personas a la vez, si la idea es querer describirlas con agiazomenoi, es decir, afirmando que solo estamos bajo un proceso de santificación que va desarrollándose y que es todavía imperfecto. Porque si bien es cierto que el presente expresa tanto el momento real, o el carácter abstracto, como el objetivo de la operación, el tiempo perfecto nos da necesariamente el resultado permanente de una acción terminada, afirmando por lo tanto que hemos sido, y seguimos siendo, santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo una vez y para siempre. La cuestión no es si se trata del consejo de Dios respecto a nosotros, sino de un efecto presente y duradero de la obra consumada de Cristo. De ahí que al querer enfatizar agiazomenoi como indicando un proceso que está desarrollándose no sea solo arbitrario (pues el participio presente no siempre transmite este valor), sino que sea rechazado también por igiasménoi, que determina el tiempo y excluye lo que es imperfecto. No se habla de la capacidad, sino del hecho presente y del carácter constante que el cristiano adquiere a través de la aceptación del sacrificio consumado de Cristo. Al traducir en el versículo 14 la agiazoménous como «los que son santificados», demuestra, bajo la apariencia de la exactitud literal, que nunca hemos entendido el verdadero espíritu del pasaje y que no comprendemos la doctrina del apóstol sobre este gran apartado; y el teteleíoken (él los ha perfeccionado) en la misma oración es irreconciliable con el esfuerzo de querer ignorar la santificación como un estado permanente, al negar el valor abstracto del participio presente tal como se utiliza en este caso. Es interesante observar que en el mismo capítulo el Espíritu utiliza en el versículo 29 el tiempo aorista para describir a quien fue una vez un confesor bautizado de Cristo crucificado, pero que después apostató de Él. El tiempo verbal solo establece el hecho histórico, mientras que el tiempo perfecto, que añade al mismo la idea de un resultado existente, no podría aplicarse apropiadamente a alguien que rechazó a Cristo y consideró la sangre del pacto como cosa baladí. No es cierto que hubiera llegado tan lejos en su vida espiritual como para que esta sangre le hubiera sido aplicada por fe, o que sus efectos santificantes, purificadores, hubiesen sido visibles en su vida. Esto es hablar por hablar, sin apoyo de las Escrituras, además de obviar lo que estas dicen. El pasaje no dice nada de la vida espiritual, ni siquiera de aplicar la sangre por medio de la fe, ni de los efectos purificadores, visibles o invisibles, sino solo del pecar voluntarioso después de haber recibido el conocimiento de la verdad. Por exacto y completo que parezca, en sí mismo no implica ninguna obra divina en la conciencia que demuestre que la persona había nacido de nuevo y estaba convertida, pues muchos inconversos pueden poseer un amplio, determinado conocimiento y no obstante detener la verdad con injusticia. Muy diferente es la declaración de Hebreos 9:14, donde se dice que la sangre de Cristo purifica la conciencia de obras muertas con el fin de servir (religiosamente) al Dios verdadero. Si en el capítulo 10 se hubiera utilizado este lenguaje para definir el estado previo de quienes reniegan de la fe, habríamos tenido una base espiritual para una idea de dichos estados. Ya sea que aquí se diga como que no, lo que sí tenemos, por otra parte, es el testimonio del capítulo 9, versículo 14, que lo descarta de la forma más clara. Hebreos 13:12 parece generalizar demasiado para poder decidirnos sobre la cuestión en cualquier sentido, pero tenemos luz abundante en medio del riguroso lenguaje para saber deducir el significado sin equivocarnos.

Estos son los dos principales significados que se utilizan para la santificación con referencia a los creyentes. No voy a entrar en la cuestión de la separación del Hijo realizada por el Padre (Jn 10:36) ni en la oración pidiendo que el nombre del Padre sea santificado (Mt 11:9; Lc 11:2), ni en la relación del matrimonio con un creyente (1 Co 7:14), como tampoco en la comida que se tomaba en el estado natural y que luego fue separada para que los fieles hicieran un uso devoto de ella. Lo importante es lo que los apóstoles Pablo y Pedro han puesto delante de nosotros, y tal como observamos, la santificación es algo que precede a la justificación. Aplicar esto a las obras sería como destruir toda la verdad. No puede haber una santidad del corazón ni unos caminos propiamente cristianos antes de que un alma sea justificada. La doctrina de Trento desconoce el pasaje: «Al que no obra, sino que cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia».

Como ambos versículos hacen énfasis en introducirla antes de la justificación, queda claro que la santificación del Espíritu como tal tiene otro sentido que el meramente práctico, y que en principio significa la separación para Dios manifestada en el creyente del principio al fin. Así se dice en 2 Ts 2:13,14: «Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad, a lo cual os llamó mediante nuestro evangelio, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo». La santificación del Espíritu acompaña aquí de manera evidente el «creer a la verdad», y ello «desde el principio». No es el crecimiento en la santidad, que sigue después. Sin embargo, el crecimiento real se produce cuando el alma, después de hallar el descanso en la obra de Cristo, se identifica con Él en la práctica mediante la operación del Espíritu, y le hace el objeto de su corazón. «Así como para iniquidad presentasteis vuestros miembros como siervos a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para santificación presentad vuestros miembros como siervos a la justicia». De ahí que «ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna». Aquí vemos la manera como el cristiano llega a comprender lo que el Señor Jesús expuso de manera plena: el contemplar la santificación cristiana y los medios específicos empleados, sin reclamar la atención sobre los momentos en que ocurre. Su objeto es más profundo, y es el de mostrarnos que somos separados para el Padre según lo que Él nos ha revelado por medio de su palabra y en el Hijo. «Todos nosotros, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados de gloria en gloria a la misma imagen, como por la acción del Señor, del Espíritu».

Concédanos el Señor que este rico y grave asunto pueda recibir de nosotros una mejor valoración, pues a menudo es poco conocido, redundando en pérdida para los hijos de Dios. Un asunto que se olvida fácilmente y acaba hiriendo, no solo a quienes comienzan su carrera privándolos del consuelo de saber que son santificados, sino también a quienes llevan ya tiempo en el camino. Ojalá que mantengan su estímulo sabiendo que una vez han sido santificados son llamados a andar conformándose a nada menos que a la medida de Cristo, revelada por la palabra del Padre. Que su provecho derive no únicamente de fragmentos de la verdad, sino de toda la revelación divina que actúa con el poder del Espíritu de Dios, y sus afectos sean renovados, juzgados y sondeados por estas comunicaciones divinas al tiempo que se concentran en la persona del Señor Jesús, y que a nosotros nos permita comprobar el valor de ser santificados por la palabra del Padre y que el Hijo se ha separado por nosotros para que seamos conforme al modelo. Amén.


 

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NOTAS

[1] Leemos en Efesios 5:27 que Cristo se entregó por la iglesia para santificarla, habiéndola lavado por el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a Sí mismo gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa y sin mancha. La versión española puede confundir aquí, y de hecho lo hace, entre santificar y lavar (igual que la versión en inglés). El lavamiento o purificación del agua por la palabra es la manera que tiene Cristo de santificar a la iglesia. El objeto aquí es establecer la obra en sí, no distinguir entre la separación del inicio y la obra progresiva.






Fuente:
LA SANTIFICACIÓN
Traducción: D. Sanz

 

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