LAS ÚLTIMAS PALABRAS DE
CRISTO
por Hamilton Smith
CONTENIDO:
CONTENIDO:
PREFACIO DEL AUTOR
JUAN 13
Introducción
El lavamiento de pies
La salida del traidor
Dios glorificado en Cristo
JUAN 14
Introducción
Los discípulos en relación con Cristo
Los discípulos en relación con el Padre
Los discípulos en relación con el Espíritu Santo
JUAN 15
Introducción
Los frutos
La compañía cristiana
El mundo
El poder del testimonio
JUAN 16
Introducción
La persecución del mundo religioso
Necesidad de la partida de Cristo
Exposición del mundo presente
La revelación del mundo venidero
El día nuevo
JUAN 17
Introducción
El Padre glorificado en el Hijo
Cristo glorificado en los santos
Los santos glorificados con Cristo
PREFACIO DEL AUTOR
Esta sencilla exposición no se ha
escrito con la intención de sumarse a las muchas exposiciones críticas de esta
porción de las Escrituras. Para esta tarea el autor carece del conocimiento y la
habilidad necesarios. El objetivo ha sido querer presentar al lector una
exposición devocional sencilla, libre de cuestiones críticas, confiando en que
le sea de ayuda espiritual para incentivar la meditación sobre las últimas
palabras del Señor.
Hemos escogido el título «Las últimas palabras» porque es lo bastante amplio
para contener la última oración y los últimos discursos. En estas últimas
palabras oímos, como alguien ha dicho, «la voz de Jesús que pervive a través de
los siglos, igual de nueva hoy en día como lo fuera en el aposento alto de
Jerusalén. Es una voz humanamente intensa en sus tonos de empatía y afecto, pero
no menos divina en revelación y autoridad».
Si con ello conseguimos atraer a los hijos de Dios hacia Aquel cuya voz oímos en
las últimas palabras, no habrá sido escrita en vano.
JUAN 13
Introducción
El inicio de este capítulo trece
nos introduce en los últimos discursos de nuestro Señor. Presenta ante nosotros
la ocasión que hace suscitar estas palabras de despedida, la necesidad que
tenían los Suyos de escucharlas y el motivo que indujo al Señor a expresarlas.
La ocasión fue que finalmente «su hora había llegado para que pasase de este
mundo al Padre». En el transcurso del camino terrenal de nuestro Señor oímos
hablar de otras horas. En Caná de Galilea había dicho a su madre: «Aún no ha
llegado mi hora» (la hora de su manifestación en gloria al mundo). En Juan,
capítulo 5, leemos: «Llega la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz
del Hijo de Dios; y los que la oigan vivirán» (la hora de su gracia a los
pecadores). En presencia de la enemistad del hombre leemos en dos ocasiones:
«Nadie puso sobre él la mano, porque aún no había llegado su hora» (la hora de
sus sufrimientos). Pero la hora que introduce las palabras de despedida tiene
otro carácter, y aunque no se trate de la hora de su gracia a los pecadores ni
de la hora de sus sufrimientos por ellos tampoco es la hora de su manifestación
en gloria al mundo, sino la de su regreso a la gloria con el Padre, al amor y la
santidad de su casa.
Los discípulos, que iban a ser dejados en un mundo de corrupción que aborrecía
al Padre y rechazaba a Cristo, tenían que ser guardados del mal y seguir
gozando, no obstante, de la comunión con Cristo en el hogar de amor y santidad
del Padre, por lo que necesitarían este último ministerio de gracia con el
consuelo, las enseñanzas y las advertencias que conlleva.
Veamos cuál fue el motivo que indujo al Señor en este último acto de gracia a
pronunciar estas palabras de despedida y a ofrecer la última oración. Si la
ocasión era la partida al Padre, el motivo fue su amor por los suyos. Él se va
de este mundo, pero se quedan en él los que el Señor se deleita en llamar «los
Suyos». Ellos son una compañía de creyentes en la tierra, pero pertenecen a
Cristo en el cielo. Son el fruto de Su obra, como aquellos que el Padre le ha
dado. Pueden no ser muy valiosos a los ojos del mundo, mas son tenidos en grande
estima a los ojos del Señor. «Habiendo amado a los suyos… los amó hasta el fin».
Al abandonarlos, Él no iba a dejar de amarlos. El amor humano suele ir a menos y
en nuestros círculos solemos olvidarnos de unos, alejarnos de otros, y perdemos
el interés por los demás. El profeta nos dice que una mujer puede incluso llegar
a olvidar a su hijo, pero el Señor añade: «Pues aunque estas lleguen a olvidar,
yo nunca me olvidaré de ti» (Is. 49:15). Si el Señor deja este mundo, Él no
olvidará a los suyos ni cesará nunca de amarlos. Nuestros corazones pueden
llegar a albergar resentimientos hacia Él y nuestras manos flaquearán a la hora
de querer hacer lo correcto, así como nuestros pies pueden llegar a
descarriarse, pero de una cosa podemos estar seguros, y es que Él nunca nos
fallará. Su amor nos llevará y nos cuidará hasta el fin, y al final este amor
nos recibirá en aquel hogar eterno donde no habrá corazones fríos, ni manos
caídas ni pies que se descarrían.
Así, al acercarnos a las últimas escenas del Señor en compañía de sus discípulos
para contemplar el último acto, escuchar las últimas palabras y la última
oración, acude a nuestra mente la ocasión que suscitó este último ministerio, la
necesidad imperante que había de enseñarlo y el amor que permitió su puesta en
marcha.
Antes de entrar en los detalles de los últimos discursos, pueden sernos de ayuda
unos pensamientos que sugieren el carácter general de las verdades que se
presentan y el orden en que nos son reveladas. Se verá que en el capítulo 13 los
discípulos son puestos sobre una base de relaciones nuevas en las que deben
lavarse los pies entre ellos y mostrarse su respectivo amor. En el capítulo 14,
las relaciones que se establecen son entre ellos y las Personas divinas: el
Hijo, el Padre y el Espíritu Santo. En el capítulo 15 son puestos en unas
relaciones que ellos deberán mostrar al círculo cristiano, a fin de poder llevar
fruto para el Padre y testificar de Cristo a un mundo del que Él estará ausente.
En el capítulo 16, reciben instrucciones para lo venidero en un camino por un
mundo hostil que los odia, no los comprende y los persigue.
Vemos que en Juan 13 son lavados los pies de los discípulos; en Juan 14 sus
corazones reciben consuelo y en el capítulo 15 se abren sus labios en
testimonio. En Juan 16 sus mentes reciben la instrucción para no desfallecer a
causa de la persecución que pudieran sufrir.
Más adelante veremos que hay un carácter progresivo en esta enseñanza. La verdad
contenida en un capítulo prepara la nueva revelación del capítulo siguiente. El
servicio de Juan 13 prepara a los discípulos para la comunión con las Personas
divinas, tal como se ve en Juan 14. La comunión con las Personas divinas en su
esfera —la de un lugar íntimo— prepara a los discípulos para que den fruto y
testimonio en el mundo (la esfera externa), tal como se aprecia en Juan 15. En
consecuencia, el fruto y el testimonio de Juan 15 conducen a la persecución,
sobre la que el Señor prepara a los discípulos en la verdad de Juan 16. La
revelación de estas verdades a los discípulos, sin embargo, no es suficiente
para mantenerlos en este mundo como los representantes de Cristo. Necesitarán la
oración. Con la oración al Padre concluyen los discursos en Juan 17.
El lavamiento de pies
Juan 13:2-17
Llegó un punto en que el Señor no podía continuar siendo el compañero de sus
discípulos en su peregrinaje por la Tierra. En su nuevo lugar en el cielo, Él no
dejará de servirlos. En las siguientes escenas de los versículos 2 a 17 tenemos
un acto de gracia que, si bien da por concluido el servicio de amor del Señor
hacia los suyos, predice Su futuro servicio hacia ellos cuando Él tome su nuevo
lugar en la gloria. Si Él no puede tener ya parte con nosotros personalmente en
el camino de la humillación, hará posible que tengamos parte con Él en su lugar
de gloria. Este es el significado que juzgamos que tiene el acto de gracia del
lavamiento de pies. Durante toda su vida perfecta la mente de Cristo Jesús se
despojó de sí misma en el servicio de amor hacia los demás, y en este último
acto, consciente de la negra sombra de la cruz, el Señor continúa despojándose a
fin de servir a los suyos.
Los versículos 2 y 3 son introductorios de este humilde servicio, que por una
parte nos muestran la profunda necesidad de que sea realizado y por otra la
aptitud perfecta del Señor para acometerlo.
La necesidad del lavamiento de pies se manifiesta en que los discípulos serán
dejados en un mundo en el que el diablo y la carne forman su combinación de una
mortal hostilidad hacia Cristo. La referencia a la traición de Judas en esta
escena del comienzo, así como la negación de Pedro poco después, muestra
perfectamente que la carne, ya sea del pecador o del redimido, es solo material
del que se vale el diablo. La indulgencia de dejar la carne sin juzgar abrió la
puerta del corazón de Judas a las insinuaciones del maligno, lo que nos lleva a
entender que la traición hecha a un amigo en virtud del amor sea algo compulsivo
en el hombre natural, pero el deseo que se adueña del corazón para satisfacer su
codicia le hace albergar pensamientos extraños a la propia naturaleza que
provienen del maligno.
No es de extrañar que ante esta manifestación horrible del poder de la carne y
del diablo, la perspectiva de ser abandonados en un mundo malo llenara de horror
el corazón de los discípulos, con la carne dentro de uno y el diablo fuera. Pero
enseguida nuestros corazones son sustentados al ser dirigidos de la carne y el
diablo a Cristo y el Padre, para saber que «el Padre ha puesto todas las cosas»
en manos del Hijo. Hay un gran poder en las manos del diablo, que nos odia, pero
todo poder está en las manos de Cristo, que nos ama. No solo era que había sido
dado a Cristo todo el poder, sino que además Él iba al lugar de poder —vino de
Dios y se iba a Dios—.
Sintiendo con las más perfectas sensibilidades la traición de un falso discípulo
y lo próxima que estaba la negación de otro, Él se condujo con la conciencia de
que tenía en Sus manos todo el poder y que se iba a un lugar de poder. Y de la
misma manera quiere que nosotros pasemos por un mundo de maldad siendo
conscientes de que Él tiene todo el poder y que está en el lugar exacto para
ejercerlo. No solo está el Señor en un lugar de poder pleno, sino que nos da a
conocer, en la siguiente escena, que Él se deleita en utilizarlo por nosotros.
Aquel que tiene todo el poder en sus manos es el mismo que tiene todo el amor en
su corazón. Y el resultado viene a ser que, impulsado por un corazón amoroso,
tomará en sus manos los pies sucios de sus cansados discípulos. El que es Señor
de todos se convierte en sirviente de todos.
vv. 4-5. Para realizar este servicio de gracia se levanta de la cena pascual
—que habla de su asociación con nosotros en las glorias del reino (Lc.
22:15-16)— para ir a hacer posible nuestra comunión con Él en las glorias del
cielo. En la perfección de su gracia Él se ciñe para este último acto de
servicio, y echando agua en el lebrillo empieza a lavar los pies de los
discípulos y a secarlos con la toalla que llevaba ceñida.
vv. 6-7. «Llegó, pues, a Simón Pedro». Si hay quienes aceptan el servicio del
Señor con un silencio atónito, Pedro, impelido por su fuerte carácter, verbaliza
todos sus pensamientos. Tres veces habló y tres veces puso en evidencia su
ignorancia de la mente del Señor, y sus primeras palabras no hacen sino
menospreciar el servicio humilde de Jesús. A continuación expresa un completo
rechazo, y las últimas palabras que pronuncia se someten tan impulsivamente a
este servicio que parecen querer restarle significado. Como alguien ha dicho:
«si somos reprendidos por los errores de los discípulos también somos instruidos
con las respuestas que los corrigen». En la respuesta del Señor vemos el
profundo significado espiritual que tiene este último acto de servicio.
Pedro no podía comprender que el Señor de gloria se rebajara a lavar los pies de
aquellos díscolos. Por ello, lo primero que pronunció fue: «Señor, ¿tú me lavas
los pies a mí?» El Señor le contesta: «Lo que yo hago, tú no lo comprendes
ahora; mas lo entenderás después». En aquel momento vemos que los discípulos no
tenían la posibilidad de discernir el significado espiritual de esta acción.
Pero a partir de ese instante, cuando hubiera venido el Espíritu, todo se
aclararía. Este acto de humildad suprema del Señor no se hizo, como suele
pensarse, para enseñar una lección de humildad. No pasaría más tiempo sin que
Pedro pudiera discernir la sumisión de este acto, pues sus propias palabras dan
a entender que lo que más ejercitaba su mente en aquel momento era la humildad
del Señor.
v. 8. Inalterado por la respuesta de Jesús, que había querido avisarle que
guardara silencio hasta recibir más luz, Pedro sigue adelante: «No me lavarás
los pies jamás». El Señor, en su paciente gracia y pasando por alto este desaire
corrige el impulso de Pedro: «Si no te lavo no tendrás parte conmigo». Ahora que
el Espíritu nos ha sido dado, nos damos cuenta de que esta respuesta concisa
presenta el significado espiritual del lavamiento de pies, y viene a simbolizar
el servicio actual del Señor con el que quita de nuestros espíritus todo aquello
que impide el tener parte con Él.
Observemos que el Señor no dice parte en mí. Desde luego que el servicio de
lavarnos los pies es algo precioso, pero no puede nunca asegurarnos la parte en
Cristo, ya que para ello se precisaba la gran obra de la cruz que, una vez que
ha sido cumplida, no puede volver a repetirse. Por medio de esta gran obra el
creyente tiene asegurada para siempre su parte en Cristo. El lavamiento de pies
es la presentación simbólica, en la Tierra, de un servicio que continúa en el
cielo y que permite a los creyentes mantener la comunión con Cristo en el cielo.
¿Acaso las palabras parte conmigo no significan poder tener comunión con Él en
aquella escena de afecto santo en la casa del Padre? He aquí, pues, el hecho
bienaventurado de que el Señor se acerca y tiene comunión con nosotros en
nuestros hogares, como en aquella ocasión en que Él entró en la casa de Emaús;
pero el tener parte con Él conlleva el pensamiento aún más bienaventurado de que
podemos tener comunión con Él en Su casa, tal como sucedió con los discípulos de
Emaús aquella noche que encontraron al Señor en medio de los santos reunidos en
Jerusalén. ¿No presentan las palabras del Señor esta misma verdad con Laodicea:
«Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él
conmigo»?
Parece ser que el lavamiento de pies no es un símbolo exclusivamente del
servicio de nuestro Señor como abogado, ni de su gracia intercesora, si bien
participa en realidad de la naturaleza de ambos. La obra intercesora del Señor
tiene presente nuestras debilidades y la abogacía trata con los pecados reales.
El lavamiento despierta nuestra alma dormida y aviva los afectos apagados que se
suscitan en medio de los quehaceres diarios y pueden enfriar la comunión con
Cristo. El cansancio y la flaqueza del cuerpo pueden impedir que seamos testigos
de Cristo. Por ello mismo, su gracia intercesora se muestra activa para
apoyarnos en nuestras debilidades. Nosotros podremos venirnos abajo y pecar,
dejar de ser aptos en el testimonio de Cristo, pero entonces el Abogado vendrá a
restaurar nuestra alma. Si a pesar de todo (y aunque no haya nada que hable a la
conciencia) nuestro afecto se enfría, se creará un serio obstáculo en la
comunión con Cristo, por lo que entonces cobra sentido el servicio del
lavamiento para quitarlo de en medio. Sin embargo, hay otra diferencia entre la
abogacía y el lavamiento, y es que en tanto que la abogacía restaura nuestras
almas a la posición en la que nosotros estamos, el lavamiento restaura nuestro
espíritu a la comunión con Cristo en la posición en la que Él está.
Durante los días del peregrinaje de Israel incumbía a los sacerdotes lavarse los
pies antes de entrar en el tabernáculo. Si bien ya eran aptos para el pueblo, el
campamento y el desierto, una aptitud para estar ante la presencia del Señor
solo podía conseguirse con el lavamiento de pies. Para este fin se encontraba la
fuente frente a la puerta del tabernáculo (Éx. 30:17-21; 40:30-32).
vv. 9-11. ¿Cuál es, entonces, la naturaleza de este servicio simbolizado por el
lavamiento de pies? La respuesta dada a Pedro en su primera réplica demuestra
que tiene un significado espiritual. La respuesta a su segunda réplica nos habla
de su finalidad, y con la respuesta a su última réplica se indica de manera más
diáfana la naturaleza o la manera del servicio. Después de entender algo mejor
la bendición que supone el lavamiento de pies, Pedro se echa atrás en su
admisión de que el Señor no le lavará nunca, e inducido por el verdadero afecto
que tiene por Él y su característica impulsividad, le dice: «Señor, no solo mis
pies, sino también las manos y la cabeza». Pese a que este comentario pueda
revelar cierta ignorancia, expresa en realidad un afecto que valora la parte con
Cristo.
El Señor le responde: «El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies,
pues está todo limpio». El efecto purificador de la Palabra de Dios en las
Escrituras se utiliza como símbolo frecuente del agua. En la conversión, la
Palabra es aplicada por el poder del Espíritu, y produce un profundo cambio al
impartir una naturaleza nueva que altera completamente los pensamientos, las
palabras y las acciones del creyente (un cambio que el Señor explica con todos
lavados). Este gran cambio no puede volver a repetirse, pero aquellos que están
todos lavados sí pueden sentir desánimo en su espíritu. De la manera en que la
suciedad del camino se adhiere a los agotados pies del viajero, del mismo modo
el creyente, que está en contacto con la rutina diaria, las obligaciones de su
hogar y las presiones de la vida laboral experimenta, en su continuo conflicto
con el mal, el cansancio de espíritu y ve que la comunión con las cosas de
Cristo es estorbada. No se trata de que haya hecho algo de lo que su conciencia
le redarguya, instándole a la confesión y a la obra mediadora del Abogado, sino
que su espíritu está cansado y necesita ser vigorizado con el mismo vigor que
Cristo se complace en darnos si andamos cogidos de su mano. Al volvernos a Él,
nos dará fuerzas para el alma presentándose ante nosotros en todas sus
perfecciones por medio de la Palabra. Con las respuestas que el Señor, en su
gracia, da a Pedro, conocemos el carácter espiritual de este servicio, su
finalidad y el modo en que se lleva a cabo.
Pero había alguno allí presente para el cual no significaba nada, pues el Señor
tiene que decir: «Vosotros estáis limpios, aunque no todos. Porque sabía quién
le iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios». El traidor nunca
había sido todo lavado. No estaba regenerado, y por ello nunca iba a sentir la
necesidad ni a conocer el refrigerio del servicio del Señor manifestado en
gracia.
vv. 12-17. Habiendo terminado el servicio y volviendo a tomar su asiento a la
mesa, el Señor da más instrucciones en cuanto al lavamiento de pies. Aunque es
en esencia un servicio propio, tiene no obstante tal naturaleza que Él puede
realizarlo mediante la intercesión de otros. De esta manera nosotros estamos
bajo una obligación, dado que lo tenemos como privilegio, de lavarnos los pies
unos a otros. Un servicio bendito que se realiza sin ánimo de querer corregir al
otro (por necesario que sea en ocasiones), y mucho menos por querer encontrar la
falta ajena, sino que se realiza para ministrar a Cristo unos a otros, pues solo
un ministerio de Cristo traerá vitalidad al alma cansada. Años después de la
escena del aposento alto, Pablo nos cuenta que una de las virtudes de una viuda
piadosa es la que ella muestra lavando los pies de los santos (1ª Tim. 5:10).
Esto no quiere decir que al lavar los pies ella se limitaba a reconvenir el mal
o a corregir las faltas de los demás, sino que ofrecía refrigerio a los
espíritus desmayados de los santos que venían con un ministerio de Cristo. ¿No
lavó Onesíforo los pies del apóstol Pablo y dice este de él que «muchas veces me
confortó, y no se avergonzó de mis cadenas» (2ª Tim. 1:16)? ¿No cumplió Filemón
con esta obligación para con sus hermanos, de modo que Pablo dijo de él «por
medio de ti, oh hermano, han sido confortados los corazones de los santos» (Flm.
1:7)? ¿No estaba llevando a cabo este bendito servicio el mismo Señor cuando
habló a su fatigado siervo Pablo de noche diciéndole «no temas… porque yo estoy
contigo» (Hch. 18:9,10)?
El lavamiento de pies no solo administra el refrigerio al alma cansada, sino que
además da regocijo al corazón del que realiza este servicio, pues el Señor dice:
«Si sabéis estas cosas, dichosos sois si las ponéis en práctica».
La salida del traidor
Juan 13:18-30
Para recibir comunicaciones espirituales se requiere tener una condición
espiritual. Por ello se precisaba del lavamiento de pies para preparar a quienes
querían escuchar las últimas palabras del Señor, tan ricas en verdades divinas y
consuelo espiritual. Había uno que estaba presente, pero que sin embargo no
había sido todo lavado y para quien el lavamiento de pies no produciría ningún
efecto ni las enseñanzas del Señor iban a significar nada. La presencia de
Judas, que urdía en el corazón la traición que estaba por llegar, arroja su
negra sombra sobre la pequeña compa-ñía. Antes de que el Señor pudiera comunicar
las últimas instrucciones, antes siquiera de que pudieran ser recibidas por los
discípulos, Judas de-bía salir del aposento alto y adentrarse en la noche.
vv. 18-20. La manera como fue quitado de su centro demuestra lo solícito que se
mostró el Señor con los suyos. La traición de Judas, conocida largo tiempo por
Jesús, es revelada con delicadeza a los discípulos. Durante el lavamiento de
pies el Señor hizo una alusión a Judas que por lo visto había pasado
desapercibida a los once. Pero entonces dice con más claridad: «No hablo de
todos vosotros; yo sé a quienes he elegido». Había en aquel lugar un círculo
íntimo de los compañeros escogidos por el Señor a los que Él iba a revelar los
secretos de Su corazón. Pero se encontraba presente uno que no tenía parte en
aquel círculo escogido, alguien de quien la Escritura dice: «El que come pan
conmigo, levantó contra mí su calcañar».
Esta revelación hubiera sido, desde luego, como un golpe para los discípulos y
una prueba para su fe. La razón incrédula podía haber alegado su ignorancia de
que el traidor estuviese presente y que Jesús lo supiera, dudando así de que
fuera realmente el Señor de la gloria. No obstante, el Señor desecha tales
razonamientos y afirma la fe de ellos revelándoles con antelación la cercana
traición: «Desde ahora os lo digo antes de que suceda, para que cuando suceda,
creáis que yo soy». Y mediante la traición de Judas, ellos tendrían nuevas
evidencias de que es, en realidad, el gran YO SOY para todos los que le conocen
y saben que para Él el futuro es lo mismo que el presente. Por una parte, la
presencia y traición del conspirador no vulnerarán la gloria del Señor, y por
otra la baja de uno que se contaba entre los doce no invalidará la comisión del
remanente de los once. Esta comisión permanecerá con toda su fuerza, y así el
Señor dirá: «El que recibe al que yo envíe, me recibe a mí; y el que me recibe a
mí, recibe al que me envió». En vista del terrible pecado de Judas, la gloria
del Señor no es apagada y la comisión de los once es intocable.
vv. 21-22. Se necesitará un recurso más para hacer ver a los discípulos la
terrible realidad de esta revelación y expulsar a Judas de su centro. El Señor,
entonces, les cuenta llanamente cuál es la naturaleza de este pecado y les
revela finalmente al hombre que lo cometerá. Estas revelaciones acaban por
conmover el espíritu del Señor: «Se turbó en su interior, y dio testimonio,
diciendo: De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar».
Los discípulos llegan a saber, en un lenguaje que no se presta al error, que uno
de ellos está a punto de traicionarle. Deben hacer frente al hecho terrible de
que aquella ocasión que un mundo hostil estaba buscando —y que no la hallaba por
causa del pueblo— se estaba suscitando entre ellos en la persona de alguien que
no temía a Dios ni al pueblo, de alguien que se había hecho pasar por discípulo
del Señor, que había sido día tras día su compañero, que había visto realizar
todas sus obras de poder y que escuchaba, sin aflorar ningún sentimiento en él,
sus palabras de gracia y amor. Una revelación así perturbó el espíritu del Señor
y dio origen a las preguntas que con mucha angustia hacían los discípulos
mientras se miraban unos a otros, dudando de quién estaba Él hablando. Pero con
mirarse no iban a conseguir solucionar esta solemne cuestión.
v. 23. El traidor está presente y se da cuenta al momento de que el Señor le
descubre. Sin embargo, no manifiesta ninguna señal que le delate ante los demás,
que se vuelven al Señor buscando el alivio en medio del suspense. El discípulo
que le pregunta a Jesús es alguien muy cercano a Él. Aquel que está más cerca es
descrito como «uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba». Sabedor del amor con
que le ama el Señor, Juan se inclina sobre el pecho de Jesús con absoluta
confianza. El hombre cuyos pies habían estado momentos antes entre las manos de
Jesús, reclina la cabeza sobre su pecho de amor en una posición de comunión
íntima, como lícito resultado de un lavamiento realizado por unas manos
amorosas.
vv. 24-25. Simón Pedro, el discípulo de acalorado corazón que parece insinuar
constantemente con sus maneras «yo soy el discípulo que ama al Señor» estaba
sentado algo lejos para preguntarle, y le hace señas a Juan para que le diga de
quién podía tratarse. Juan le pregunta simplemente: «Señor ¿quién es?».
v. 26. El Señor enseguida responde: «Aquel a quien dé este pedazo de pan que voy
a mojar en el plato» (NVI). Hay quien ha señalado que la fuerza de las palabras
del Señor queda oscurecida en nuestra versión inglesa de la Biblia —como pasa
con la versión Reina-Valera en castellano (NdelT)—. No es este pedazo sino el
pedazo, en referencia a un hábito determinado de ofrecer a un huésped
distinguido el bocado más suculento de la fiesta, especialmente preparado para
él. El Señor reafirma sus palabras al darle el bocado a Judas Iscariote, y así
no solo queda vaticinada la traición sino que el mismo traidor es puesto en
evidencia.
v. 27. La codicia había abierto una vía en el corazón de Judas para las
insinuaciones del diablo, y este toma posesión de él. Si quedaba algún resquicio
de vergüenza en la conciencia de Judas, algún sentimiento que le hiciera
encogerse frente al pecado que iba a cometer, todo permanece bajo un manto de
silencio. Satanás entra en él y a partir de ese momento, sin dudarlo, Judas
viene a ser el instrumento impotente de sus designios, llegando a un punto sin
retorno. El Señor tiene que decirle: «Lo que vas a hacer, hazlo más pronto».
vv. 28-30. Atónitos como quedaron los once, al parecer, por esta terrible
revelación, no llegan a entender el significado de las palabras del Señor, pues
al haberle confiado a Judas la bolsa para la fiesta, el juicio que ellos se
forman es que Jesús le estaba diciendo que tenía que apresurarse para cubrir las
necesidades para la fiesta o para el alivio de los pobres. Pero Judas sí le
entiende, ya que la presencia del Señor se vuelve insufrible para este
energúmeno, y tan pronto como prueba el bocado se levanta y, sin mediar palabra,
sale al exterior, a la noche, para acabar de pasar momentos después a una noche
aún más densa, de la que ya es imposible regresar.
Se suele observar en cuanto a esta escena solemne que no hay ninguna denuncia
hacia Judas, ni recibe ningún reproche ni orden alguna de abandonar el lugar, y
tampoco se le pide que se vaya de allí. La presencia del falso es puesta de
manifiesto. Se vaticina el pecado que está a punto de cometer, se indica al
autor, y luego, en medio de un terrible silencio, abandona aquella luz demasiado
escrutadora, aquella Presencia santa insufrible y sale a la noche que no aguarda
su alba. Recordemos que si no fuera por la gracia de Dios y la preciosa sangre
de Cristo todos y cada uno de nosotros habríamos seguido a Judas en la noche.
Dios glorificado en Cristo
Juan 13:31-38
La negra sombra que envolvía a la pequeña compañía se disipó con la salida de
Judas. El agitado espíritu del Señor respiró tranquilo y cesaron las preguntas
de los discípulos. Las palabras «luego que salió» son el punto de inflexión.
Judas abandonaba la luz del aposento alto y pasaba a las tinieblas del mundo
exterior. La luz brilla con tanta más intensidad una vez que ha salido, del
mismo modo que las tinieblas de afuera toman más cuerpo al notar su presencia.
La puerta que se cerró sobre el traidor rompió el último vínculo entre Cristo y
el mundo. El aire se vuelve más respirable, y en soledad con los discípulos el
Señor tiene libertad para revelarles los secretos de Su corazón.
vv. 31-32. El señor parte para ir con el Padre, y los Suyos serán dejados como
testigos de Cristo en un mundo que le ha rechazado. En el curso de estos últimos
discursos los discípulos entrarán en contacto con el cielo (v.14); recibirán
instrucción acerca de cómo dar fruto en la tierra (v.15); y serán fortalecidos
para resistir la persecución del mundo (v. 16). Estos privilegios y honores tan
altos requieren una obra preliminar de parte de Cristo que ha de preparar
mientras sigue con ellos. El discurso se inicia con la presentación de Dios
glorificado en Cristo en la tierra, con Cristo glorificado como Hombre en el
cielo; y con los santos, como aquellos que son dejados en la tierra para
glorificar a Cristo. Estas grandes verdades preparan el camino para todas las
sucesivas revelaciones.
Todo tipo de bendiciones dadas al hombre, al cielo y a la tierra a través de las
edades eternas descansan sobre las verdades fundamentales del comienzo de este
discurso. El Señor se presenta como Hijo del Hombre, y en relación a este título
anuncia tres verdades de una importancia vital. En primer lugar, «Ahora ha sido
glorificado el Hijo del Hombre»; después, «Dios ha sido glorificado en Él»; y
por último, «Dios le glorificará en Sí mismo».
No nos daremos ninguna prisa en avanzar. Antes conoceremos el profundo
significado de estas verdades, y si tomamos posesión de ellas por la fe formarán
en el alma una base sólida que nos hará crecer espiritualmente y seremos
bendecidos.
«Ahora es glorificado el Hijo del Hombre». Tenemos ante nosotros la perfección
infinita del Hijo del Hombre, el Salvador. Se hace referencia a su sufrimiento
en la cruz, y se declara que en estos sufrimientos el Hijo del Hombre es
glorificado. Glorificar a una persona es ver exhibidas todas las cualidades que
le exaltan, y en la cruz se exhibieron todas las infinitas perfecciones del Hijo
del Hombre como nunca lo habían sido.
En el capítulo 11 de Juan leemos que la enfermedad de Lázaro era «para la gloria
de Dios, y que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella». En aquel
entonces, la gloria del Hijo de Dios se exhibió cuando resucitó a un hombre de
la muerte, y en el asunto que nos ocupa la gloria del Hijo del Hombre avanza
hacia la muerte. El poder sobre la muerte hace exhibición de la gloria del Hijo
de Dios, y el sometimiento a la misma exhibe la gloria del Hijo del Hombre.
Como contestación al deseo que tenían los gentiles de ver a Jesús, el Señor les
dijo: «Ha venido la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado». Allí el
Señor anticipaba las glorias del reino, pero aquí habla de las glorias de la
cruz, mucho más profundas. En el futuro, Él recibirá como Hijo del Hombre el
dominio y la gloria y el reino eterno, y en aquel día brillante toda la tierra
será llena de su gloria (Dan. 7:13,14; Sal. 72:19). Aun así, las glorias
excelentes del reino venidero no superarán, ni mucho menos igualarán, sus más
profundas glorias como el Hijo del Hombre en la cruz. La gloria de su trono
terrenal es superada por la gloria de la vergonzosa cruz. El reino exhibirá sus
glorias oficiales, mientras que la cruz es un testimonio de sus glorias morales.
En el tiempo de su reinado «todos los imperios le servirán y obedecerán», siendo
sometidas todas las cosas a Él como Hijo del Hombre. En el tiempo de su
sufrimiento, fue el Hombre obediente y sujeto. Cada huella de su camino
testificó de sus glorias morales, que no podían ser ocultadas, pero en la cruz
estas glorias resplandecieron con un lustre total. Aquel que aprendió la
obediencia en cada paso del camino fue finalmente probado por la muerte, y fue
hallado «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz». La perfecta sujeción a la
voluntad de su Padre, que fue lo que distinguió su camino, no puede menos que
exhibirse en toda su plenitud en medio de las cercanas sombras de la cruz,
momento en que Él dijo: «Hágase tu voluntad». Cada una de sus pisadas fue un
testimonio del perfecto amor al Padre, pero el testimonio supremo de su amor lo
vemos cuando, al tener en vista la cruz, dijo: «Para que el mundo conozca que
amo al Padre, actúo como el Padre me mandó». Su naturaleza santa no fue
mancillada porque el mundo de pecado que atravesó no la pudo mancillar, y brilla
en toda su perfección en el momento en que anticipaba ya la agonía de tener que
ser hecho pecado: «Si es posible, pase de mí esta copa».
Con toda razón, sus glorias morales, obediencia, sujeción, amor, santidad y toda
otra perfección tienen su manifestación más brillante en la cruz, donde
recibieron cumplimiento las palabras del Señor: «Ahora es glorificado el Hijo
del Hombre».
Esta primera afirmación nos da la seguridad de la infinita perfección del Hijo
del Hombre, de nuestro Salvador, de Aquel que glorificó a Dios como el gran
sacrificio propiciatorio. Cuanto más nos apropiemos del significado de dicha
afirmación, que nos habla de las perfecciones de Jesús, nos daremos más cuenta
de cuánto se merece que pongamos nuestra confianza en Él. Al tener ante nosotros
dicha perfección, nadie podrá decir que tuviera siquiera la mínima imperfección
que hiciera imposible poder confiar en Él. Cuando sus perfecciones se muestran
plenamente a la luz, le revelan como alguien totalmente hermoso y con cada uno
de los rasgos que le hacen merecedor de nuestra confianza.
Al dirigir nuestra mirada al Hijo del Hombre en la cruz, y verle glorificado por
causa de todas las infinitas perfecciones que exhibe, nos hallamos preparados
para la segunda afirmación: «Dios es glorificado en Él». Todos los demás habían
deshonrado a Dios, pero al final hay quien no lo hizo: el Hijo del Hombre.
Moralmente perfecto y capaz de llevar a cabo una obra que glorificara a Dios,
debía por ello ser hecho pecado y bajar al lugar de la muerte. Los cielos
declaran la gloria de Dios como Creador, de todo su poder y sabiduría infinitos,
pero no pueden declarar la gloria de su Ser moral. Para que esto fuera así, el
Hijo del Hombre debía sufrir y hacer llegar a Dios con sus sufrimientos la
exaltación de sus atributos. Con la cruz es vindicada la majestad de Dios, la
verdad de Dios es mantenida, y se ve la justicia divina en el juicio sobre el
pecado. La santidad que demandaba dicho sacrificio, y el amor que hizo provisión
de él, brillan con todo su lustre. El Hijo del Hombre ha glorificado a Dios con
sus sufrimientos.
Esta obra magna nos dirige a la verdad de la tercera afirmación: «Si Dios ha
sido glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le
glorificará». Si Dios ha sido glorificado en Cristo, Dios nos dará una prueba
eterna de su satisfacción con lo que Cristo ha hecho. Cristo glorificado como
Hombre en la gloria es la única respuesta adecuada a su obra en la cruz, y
constituye la prueba eterna de la satisfacción de Dios con esa obra.
En la primera afirmación ahora es glorificado el Hijo del Hombre vemos la
perfección del Hijo del Hombre. En la segunda afirmación Dios ha sido
glorificado en Él la perfección de su obra., y en la tercera afirmación Dios le
glorificará en Sí mismo vemos la perfecta satisfacción de Dios con esa obra.
Nosotros tenemos un Salvador perfecto que ha hecho una obra perfecta para la
perfecta satisfacción de Dios. Otros pasajes de las Escrituras nos dicen que
este Salvador perfecto, su obra perfecta y la perfecta satisfacción de Dios
están a disposición de todos, por cuanto leemos: «Se dio a sí mismo en rescate
por todos». La perfecta satisfacción de Dios en Cristo y su obra le permiten a
Dios decir: «Por medio de este Hombre se os anuncia perdón de pecados».
v. 33. La glorificación del Hijo del Hombre implica separarse de sus discípulos.
El Señor, con una perfecta comprensión, entra en el dolor que llena sus
corazones frente al pensamiento de que van a ser privados de Aquel a quien han
aprendido a amar. Una y otra vez les hará referencia a la inevitable partida con
un tacto humanamente tierno, y preparará sus corazones ante Su venidera
separación de aquella comunidad terrenal (cp. Juan 14:4,28,29; Juan
16:4-7,16,28).
Anteriormente, el Señor nunca se ha dirigido a los discípulos como «hijitos». En
el idioma original es una palabra de cariño y de compasión. Así, con tierna
solicitud aborda la cuestión de la cercana partida. Todavía un poco y Él estaría
con ellos. El Señor regresaba a la gloria por un camino que nadie más podía
recorrer. Más adelante sí iban a poder recorrerlo, incluso mediante el
padecimiento de la muerte como mártires, pero no podían ir a la muerte en el
modo que el Señor la experimentaría, es decir, como el castigo por el pecado.
Era un camino del que el Señor dice: «Adonde yo voy, vosotros no podéis venir».
vv. 34-35. Esta partida significaba que los discípulos serían privados del lazo
fuerte de la presencia de Aquel que ellos amaban. Por ello, el Señor les da un
mandamiento nuevo: «Que os améis unos a otros; como yo os he amado». Se ha dicho
que el Señor habla aquí de este mandamiento que era nuevo, en contraste con el
viejo mandamiento que tan bien conocían estos discípulos judíos: «Amarás a tu
prójimo como a ti mismo». El mandamiento nuevo es: «Que os améis unos a otros;
como yo os he amado». Cristo amó con un amor que, aunque nunca fue indiferente
al mal, triunfó sobre todo su poder. Si nosotros nos amamos unos a otros
conforme al modelo del gran amor de Cristo, no sufriremos ver el mal en el otro
sino que hallaremos la manera de tratar con este sin dejar de amarnos. Nada que
no sea el lazo del amor, y que se ajuste al modelo divino, podrá mantener unida
una compañía de gente que tiene personalidades tan distintas, rasgos bien
diferenciados de carácter y distintos temperamentos. Una compañía que destaca
por este amor pasaría de manera tan desapercibida en una escena gobernada por la
ambición y el egoísmo que el mundo se daría cuenta de que alguien así debía de
ser discípulo del Señor. El mundo no sabe apreciar la fe y la esperanza que
tiene el círculo cristiano, pero al menos puede ver y admirar, si no imitar, su
amor divino y sus resultados. Una compañía que se ama con un amor tan notable,
conforme al modelo de Cristo, se convertirá en su testigo en un mundo del que Él
está ausente, para que Cristo, que está glorificado con el Padre en el cielo,
sea glorificado en los santos en la tierra.
vv. 36-38. La escena concluye centrándose en Pedro, pero con una advertencia
para toda la compañía. Si los discípulos se quedaban para glorificar a Cristo,
no debían olvidar que todos y cada uno de ellos tenía la carne siempre dispuesta
a negar a Cristo. Simón Pedro parece hacer caso omiso del nuevo mandamiento, y
pensando en la partida del Señor le pregunta en un tono que se resistía a
comprenderle: «Señor, ¿adónde vas?» El Señor le contesta: «Adonde yo voy, no me
puedes seguir ahora; mas me seguirás más tarde». El Señor tenía que sufrir la
muerte como mártir en manos de hombres malvados, pero algo más terrible para su
alma santa era que tenía que ir a la muerte como la Víctima bajo la mano de
Dios. Este era, en efecto, el camino que solo Él podía emprender, y por el que
Pedro no podía seguirle. Pero con el paso del tiempo iba a tener el honor de
seguir al Señor en el camino del martirio.
Confiado en su amor por el Señor, Pedro afirma autocomplaciente: «Mi vida pondré
por ti»; y recibe la solemne advertencia: «De cierto, de cierto te digo, no
cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces». Si la carne de un falso
discípulo puede traicionarle, la carne del verdadero discípulo puede negarle. No
olvidemos que el amor del Señor triunfó por encima de la negación de Pedro. Como
hemos leído: «Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta
el fin». Nosotros podemos negar al Señor engañados por nuestra confianza en el
yo, pero seguimos siendo amados por Él con un amor que nunca nos abandonará.
JUAN 14
Introducción
La escena solemne y las graves
palabras de Juan 13 constituyen un buen preludio para el discurso de Juan 14. En
el capítulo trece hemos visto cómo ha quedado expuesta la total corrupción de la
carne, tanto en el falso discípulo como en el verdadero. Si el Judas carnal
prefiere una insignificante suma de plata antes que al Hijo de Dios, será capaz
de traicionar al Señor con la más vil de las delaciones aprovechándose de Su
prueba de amor. Con Pedro aprendemos que la carne del creyente busca la
credibilidad profesando el amor y la devoción a Cristo. El hombre carnal no es
otra cosa que simple barro en manos del diablo, y cuando la carne de los santos
no es juzgada se convierte en un material muy maleable para él.
Un mal insospechado en el círculo de los doce, la sombra de una pérdida aun
mayor que iban a experimentar, y la premonición de una negación anticiparon el
desastre sobre la pequeña compañía. Uno de ellos, el que lo va a traicionar, ha
salido a la noche. El Señor va adonde ellos no pueden ir. Pedro pronto negará a
su Maestro, y la pena, por no decir la confusión que siente el alma acecha con
fuerza en los atribulados corazones de los discípulos, como la sombra de sucesos
venideros que avanza sigilosamente entre ellos.
Pedro, que hasta este punto había sido muy imprudente, está ahora callado. En
estos últimos discursos no vamos a oír más su voz. Por ahora todos permanecen
silenciosos en presencia de la partida del Señor que va a ser revelada, de la
traición de Judas y de la negación inminente de Pedro. Oímos en este punto la
voz del Señor rompiendo el silencio con unas palabras que llegan al alma: «No se
turbe vuestro corazón», y que debieron de ser un bálsamo de consuelo infinito
para los corazones de esta compañía abatida por el dolor. Pero aunque el Señor
hable solo a once, recordemos lo que alguien dijo una vez: «la audiencia es más
numerosa de lo que parece». En primer plano están los once, detrás la Iglesia
universal. Los oyentes son hombres como nosotros que representan a otros. Son
muy estimados por el Señor como personas, como demuestra su lenguaje afectuoso,
y son preciosos a sus ojos como representantes de todos «los que han de creer en
mí por medio de la palabra de ellos».
Este discurso destaca de manera principal porque respira consuelo y aliento para
los corazones turbados. Comienza con esas dulces palabras, que poco antes de
terminar volvemos a escuchar enteras: «No se turbe vuestro corazón, ni tenga
miedo».
Los afanes de la vida diaria no son aquí el foco principal de estudio, aunque
parezca que el Señor quiera aligerarla de ellos con estos delicados términos. Se
trataba de la turbación del corazón que perdía a Aquel cuyo amor había ganado el
afecto de ellos. Un poco más adelante, el Señor les dice: «Ahora voy al que me
envió… porque os he dicho estas cosas, la tristeza ha llenado vuestro corazón».
La turbación era la causante de que estos corazones satisfechos con la presencia
de Cristo sintieran ahora, apenados por su ausencia, el dolor de la prueba al
ver cómo eran dejados en un mundo malo.
Para curar esta turbación, el Señor nos eleva por encima del pecado de los
hombres y del fracaso de los santos a la comunión de las Personas divinas, a las
que nos une por medio de la fe con Aquel en el lugar adonde ha ido. Nos
establece en unas relaciones con el Padre en el cielo y nos pone bajo el control
del Espíritu Santo en la tierra. Para consolar nuestros corazones, somos
establecidos en unas relaciones con cada una de las Personas divinas: el Hijo
(1-3), el Padre (4-14) y el Espíritu Santo (15-26).
Mientras discurren los discursos veremos exhortaciones en cuanto a la
manifestación de fruto y al testimonio en un mundo del que solo podemos esperar
que nos aborrezca, nos persiga y nos cause problemas. Por eso mismo, somos
llamados a hacer frente a la oposición de un mundo en el plano exterior y
llevados a la comunión con las Personas divinas en una escena íntima. La
comunión santa de ese hogar en nuestra intimidad nos da la preparación que
necesitamos para hacer frente a las pruebas del mundo exterior.
Los discípulos en relación con Cristo
Juan 14:1-3
El discurso se inicia con las delicadas y conmovedoras palabras «No se turbe
vuestro corazón». Solo el Señor podía pronunciarlas en gracia ante la solemnidad
del momento. Justo antes había predicho la triple negación de Pedro, y por
cuanto esta predicción iba precedida por las palabras «me seguirás más tarde» va
seguida poco después por estas otras: «No se turbe vuestro corazón». Conociendo
de primera mano la traición que había cometido Judas y la negación de Pedro, los
discípulos tenían todos los motivos para sentirse turbados.
En esta primera parte del discurso el Señor habla de tres cosas que pueden
quitar del corazón nuestra turbación. En primer lugar, se sitúa ante nosotros
como el Objeto de fe en la gloria: «Creéis en Dios… (creemos en el Dios que
jamás hemos visto y ahora el Señor se apartará de la vista de ellos para pasar a
la gloria), …creed también en mí». Como Hombre en la gloria, Cristo viene a ser
nuestro recurso y nuestra áncora del corazón. Todo lo que es terrenal nos
decepcionará y el mundo no dejará de tentarnos, como la carne, que mirará de
traicionarnos, pero Cristo en la gloria seguirá siendo el recurso inagotable de
nuestra fe. Como alguien ha dicho: «no existe consuelo duradero fuera de
Cristo». Unos leales amigos cristianos y una familia que nos quiera, unas
circunstancias favorables, una buena salud y unas óptimas perspectivas de futuro
son todo producto de esta tierra, y por este mismo motivo están abocados al
fracaso, pero solo Cristo en la gloria es en quien la fe descansa y encuentra el
recurso inagotable para su pueblo mientras dure la dilatada noche de su
ausencia.
v. 2. Acto seguido, y a fin de consolar nuestros corazones, el Señor nos revela
el nuevo hogar: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, ya os lo
hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros». Además de tenerlo a
Él como único recurso en la gloria, tenemos la casa del Padre como nuestro hogar
de residencia. Tomemos nota de que la palabra mansiones significa realmente
moradas, es decir, un hogar del que nunca más saldremos una vez hayamos entrado,
y allí es donde moraremos. En la tierra no tenemos ninguna residencia duradera,
somos peregrinos y extranjeros aquí. Nuestro hogar de morada está en la casa del
Padre, donde hay muchas habitaciones. En la Tierra no hubo sitio para Cristo, y
dispusieron de muy poco aquellos que eran de Él, pero en la casa del Padre hay
sitio para todos los que son de Cristo, grandes y pequeños. Si no fuera así, Él
se lo habría dicho a los discípulos. No los habría reunido apartándolos de este
mundo si en realidad no los estuviera guiando a una escena de felicidad bien
conocida por Él, como era la casa del Padre. En la cruz preparó a su pueblo para
dicho lugar, y hacia allí iba, a fin de preparar con Su presencia en la gloria
el lugar para su pueblo. Somos transportados de esta evanescencia terrenal hasta
las escenas cambiantes del tiempo para entrar en espíritu en un mundo mejor y
encontrarnos con un hogar preparado en la casa del Padre.
v. 3. Después, el Señor pone ante nosotros, para consuelo de nuestros corazones,
su venida para recibirnos en el hogar. Cuando sea oportuno veremos otros pasajes
que nos revelarán el orden de los acontecimientos en relación a su venida, pero
ahora veremos lo que significa el gozo supremo de que Él venga y dé por
terminado nuestro peregrinaje en este desierto. Su venida curará todos los
cismas del pueblo de Dios y reunificará a los santos dispersados y divididos.
Pondrá fin al sufrimiento, a las pruebas y a las labores denodadas de su pueblo.
Nos sacará de una escena de tinieblas y muerte para mostrarnos la entrada a un
hogar de luz, vida y amor. Y por encima de todo, nos introducirá en la compañía
de Jesús para que gocemos de ella: «Os tomaré conmigo, para que donde yo estoy
vosotros también estéis». ¿Qué sería el cielo si no estuviera Jesús? Sin ninguna
duda, será algo muy bendito hallarnos en una escena donde «nunca más habrá
muerte, ni dolor ni llanto», donde abundarán la santidad y la perfección, pero
si Jesús no estuviera presente el corazón no estaría satisfecho. La felicidad
suprema de su venida es que nosotros estaremos con Él. Mientras tanto nos
acompaña por este tenebroso mundo de muerte, y en la casa del Padre estaremos
con Él en un hogar de vida eternal.
El más noble aspecto de su venida es el que también nos revela los anhelos
secretos de su corazón. De las palabras del Señor se desprende un profundo deseo
de querer tener a su pueblo consigo para su gozo y satisfacción. Si tenemos
nuestro tesoro en el cielo, su tesoro lo tiene Él en esta tierra. Cristo se ha
ido, pero el corazón de Cristo sigue aquí. Como alguien dijo una vez: «si su
corazón está aquí Él no puede estar lejos». Con qué consuelo llenan estos
primeros versículos los corazones turbados. Cristo es en la gloria nuestro
recurso inagotable. Allí tenemos un hogar que nos espera y un Hombre que nos
está aguardando.
Veamos también qué bendición se desprende de las enseñanzas del Señor, y lo poco
que se asemejan a las maneras de enseñar del hombre. En breve nos instruirá en
cuanto al viaje a través de este mundo y nos avisará acerca de las pruebas y
persecuciones, pero antes que nada nos revela su fin glorioso. Deberíamos
esperar hablar de estos temas tan elevados al final de este discurso; sin
embargo, el Señor utiliza una manera mejor y más perfecta de revelárnoslos. No
dejará que hagamos el viaje solos a través de un mundo hostil hasta no haber
dado la seguridad a nuestros corazones de que tenemos un hogar de residencia con
Él en la casa del Padre, ya que quiere que transitemos bajo la luz del hogar al
cual conduce. Bien cierta es la afirmación que «la travesía por este valle muda
de color cuando más allá se ve el horizonte».
Estas revelaciones trascendentales del mundo invisible nos son presentadas con
palabras sencillas y familiares. Unas verdades que dejan en su asombro a los más
inteligentes y que cualquier niño creyente en Jesús puede llegar a entender.
Los discípulos en relación con el Padre
Juan 14:4-14
El Señor nos ha presentado el final del viaje, y ahora nos guiará para ver
cuáles son nuestros privilegios mientras dura. Los versículos que siguen nos
dicen que tenemos una relación con el Padre. Todavía no hemos llegado a la casa
paterna pero es nuestro el privilegio de conocerle antes de entrar allí. Si
somos llevados a conocer al Padre en el momento presente es con motivo de que
podamos tener acceso a Él mientras cruzamos este mundo. El propósito de esta
parte del discurso no es otro que el de conocer, ver y venir al Padre, de modo
que seamos capaces de confesarle nuestras peticiones en el nombre de Cristo, lo
mismo que si tuviéramos la feliz confianza de un niño.
vv. 5-6. El Señor hace la introducción de este tema con las palabras «sabéis
adónde voy, y sabéis el camino». Con una idea muy distinta en la mente, Tomás
comete el error de no entender el significado de las palabras del Señor, y Él,
contestando a su pregunta «¿cómo podemos saber el camino?» le muestra claramente
que está hablando de la persona a la que va, y no simplemente de un lugar.
Cristo es el camino a esta Persona, el Padre. Él es también en quien se presenta
la verdad del Padre y la vida en la que esta verdad puede disfrutarse. No existe
otro camino al Padre, por eso dice el Señor: «Nadie viene al Padre, sino por
medio de mí». Unas palabras llenas de profundo significado en un tiempo en que
los hombres rechazan los derechos del Hijo al referirse a la paternidad de Dios.
Las palabras del Señor se adelantan a las palabras inspiradas del apóstol, que
tiempo después escribiría: «Todo aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al
Padre» (1ª Juan 2: 23).
v. 7. Es igualmente cierto que conocer al Hijo es conocer al Padre. El Señor
puede decirles a los discípulos: «Si me conocieseis, también conoceríais a mi
Padre; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto».
vv. 8-11. Felipe, igual que Tomás, no puede pensar más que en lo terrenal. Tomás
pensó en un lugar material, y Felipe hace referencia a lo que se puede ver, por
eso dice: «Señor, muéstranos al Padre, y nos basta». La respuesta que se le da
pone de manifiesto que el Señor habla de la visión de la fe. Luego le pregunta
para probarle: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido,
Felipe?» Y afirma: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre». Poner la mirada
más allá de las formas exteriores y ver al Hijo por la fe es, en realidad, ver
al Padre, pues el Hijo es Su perfecta revelación.
El mundo descreído no quiso ver al Hijo, todo lo que vieron fue al supuesto hijo
de José, al Carpintero. Solo la fe podía ver en aquel Hombre humilde al Hijo
Unigénito que vino a declarar al Padre, el único que habitaba en su seno y que
po-día declararnos su corazón. Abraham nos dice que Dios es todopoderoso;
Moisés, que Dios es el eterno e inmutable YO SOY. Pero ni él ni Abraham fueron
lo bastante grandes para declararnos al Padre. Solamente una Persona divina es
lo suficientemente grande como para revelar a otra Persona divina. Así es como
el Señor acto seguido declara la igualdad e identidad perfectas del Padre y del
Hijo: «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí». El tránsito del Hijo por este
mundo no consiste solo en una simple historia del Padre y del Hijo, sino del
Padre en el Hijo.
Una vez vista por la fe la gloria del Hijo, todo se vuelve más fácil cuando se
ve al Padre revelado en el Hijo. Porque Él es quien dice ser, igual en identidad
con el Padre, el Señor puede pronunciar sus palabras y sus obras como la
revelación que hace de Él. La gracia, el amor, la sabiduría y el poder que
brillaron en sus palabras y obras nos declaran el corazón del Padre.
vv. 12-14. Siendo esto así, si el Hijo ha glorificado al Padre en la Tierra
dando a conocer su corazón con sus palabras, tanto más glorificado ha de ser el
Padre por el Hijo cuando Él tome su lugar en lo alto y declare el corazón del
Padre mediante las «obras mayores» de los discípulos. Y también le glorificará
al responder a las peticiones hechas al Padre en el nombre de Cristo.
Llegados a este punto del discurso, el Señor termina de hablar de las
experiencias de sus palabras y obras que los discípulos han podido disfrutar
mientras ha permanecido con ellos. Ahora pasará a hablarles de aquellas
experiencias nuevas y profundas de Su poder después de la partida al Padre. El
cambio connotativo de este discurso viene marcado por de cierto, de cierto, una
expresión utilizada generalmente para introducir una nueva verdad. El Señor
revela a sus asombrados discípulos la verdad nueva de que, después de Su
partida, el creyente en Jesús hará las obras que Jesús hizo en persona, y lo más
sorprendente aún es que hará obras todavía mayores.
El Señor hace una relación de esta gran exhibición de poder con su partida al
Padre. Al regresar al Padre, Él lo hacía a la fuente de todo poder y bendición.
Todos los recursos del cielo estarán disponibles para el menor en la tierra que
cree en Cristo y ruega en Su nombre, gracias a la presencia intercesora de
Cristo con el Padre.
Estos versículos son transicionales. Nos introducen en la historia de una joven
Iglesia en el momento en que, terminado ya el ministerio de Jesús, llegaron a
congregarse miles de personas como fruto de la predicación de los apóstoles, que
efectuaron muchas señales y maravillas entre el pueblo y la propia sombra de
Pedro pasaba curando a los enfermos. Los muertos resucitaban y Dios realizaba
milagros por mano de Pablo, cuyas ropas sanaban a quienes se las ponían encima.
Este poder estaba presente para que la fe se expresara por medio de rogativas
hechas en Su nombre. Como alguien dijo con acierto: «con las peticiones hechas
en nombre de otro se entiende que el que las expresa hace suyas sus demandas,
sus méritos, y suyo el derecho a ser escuchado». El Señor, al utilizar sus
propias palabras, otorga este privilegio a quienes están en una relación con Él
a través de la fe. Era algo nuevo para los discípulos pedir en el nombre de
Cristo, así como el resultado que estaba produciendo en medio de estos discursos
la partida del Señor. Pedir en Su nombre suponía el hecho de que Él está
ausente. La frase «pedir en mi nombre» sale cinco veces en estos discursos.
En las palabras y obras de Jesús en la tierra nosotros conocemos el corazón del
Padre, y continuamos conociéndole a través de las «mayores obras» que los
discípulos hicieron siendo dirigidos por el Señor desde Su lugar en lo alto.
Conocemos, pues, el amor del Padre cuando vemos al Señor que actúa por nosotros
en respuesta a nuestras peticiones al Padre, hechas en el nombre de Cristo.
En un mundo apartado de Dios, donde todos corrían en pos de sus intereses, Él
estaba unido al Padre en mente, propósito y afecto, hallando su deleite en hacer
su voluntad. Convertido en Varón de dolores por un mundo de pecado, halló en el
amor del Padre un motivo de gozo constante y descanso ininterrumpido. Él quiere
llevarnos a esta relación bendita con el Padre para que nosotros también
tengamos nuestro deleite, descanso y nos gocemos en el amor paternal.
Todo ha sido revelado en el Hijo. El amor del corazón del Padre, el propósito de
su mente, así como la gracia abundante de su mano, han sido presentados en
Cristo el Hijo. Todo ha sido igualmente revelado como nuestra porción para el
momento presente. No vamos a tener una revelación distinta del Padre cuando
entremos en el cielo de como la tenemos ahora, pues todo ha sido revelado en
esta tierra. La única diferencia sea, pues, que ahora vemos como a través de un
espejo, pero luego le veremos cara a cara. Lo que disfrutaremos plenamente en el
cielo será lo que habremos tenido revelado en la tierra. Nosotros esperaríamos
que la gloria de la casa del Padre se nos revelara ante nuestros ojos y nos
dejara maravillados, pero lo que nos ha sido revelado es el amor del corazón del
Padre para que nuestros corazones se gocen mientras estamos en esta tierra,
aunque nuestra débil fe haya dado pobres muestras de responder adecuadamente a
esta revelación.
Los discípulos en relación con el Espíritu Santo
Juan 14:15-31
Habiendo llevado los pensamientos de los discípulos del presente al futuro, el
Señor procede a revelarles el segundo acontecimiento que sería señal de los días
venideros. El Señor no solo iba al Padre, sino que el Espíritu Santo vendría del
Padre.
El Señor los prepara para los cambios trascendentales que van a ocurrir. El Hijo
regresará al Padre para tomar su lugar como Hombre en la gloria; y el Espíritu
Santo vendrá a hacer morada en los creyentes como una Persona divina en la
tierra. Estos dos sucesos extraordinarios son los que introducirán el
cristianismo en escena y traerán a la Iglesia a la existencia, la sostendrán en
su viaje por el mundo y la guardarán del mal, haciendo que mantenga el
testimonio de Cristo, y finalmente se la presentarán en la gloria.
Sin embargo, aquí el Señor no revela la doctrina de la Iglesia ni cómo llegó a
ser formada. Tampoco revelará el testimonio que estará encargada de dar por
medio del Espíritu. El momento para dichas revelaciones estaba aún por venir. Lo
que se tratan aquí son las profundas experiencias espirituales que los creyentes
gozarán cuando venga el Espíritu que está delante del Señor, y esto era lo que
se ajustaba a ese momento. La idea de perder a Aquel que les era tan querido y
cuya presencia habían gozado apenaba sus corazones. El Señor habla entonces de
la venida de otro Consolador, que no solo les quitaría ese sentimiento de
soledad sino que también dirigiría sus corazones a un conocimiento mucho más
íntimo y profundo de su Maestro de lo que lo habían tenido en épocas cuando Él
vivía con ellos. Estas experiencias gozadas por el Espíritu prepararán a los
discípulos para ser testigos de Cristo en el poder de este Espíritu. ¿No suele
ocurrir que nuestro testimonio de Cristo se debilita porque no gozamos lo
suficiente de nuestra íntima relación personal con Él, a la que solo el Espíritu
sabe llevarnos? Tenemos intención de emprender nuestro servicio sin haber vivido
antes en el lugar secreto de comunión con el Padre y el Hijo. Lo que hace tan
estimada esta porción del último discurso es la revelación de estas experiencias
secretas, pues son una escena en la que el creyente entra acompañado de las
Personas divinas a fin de poder ofrecer, a su debido tiempo, un testimonio de
Cristo en el mundo de afuera.
v. 15. No es menos sorprendente la manera como el Señor introduce este tema de
la venida del Espíritu Santo: «Si me amáis, guardad mis mandamientos». En el
evangelio de Juan hemos oído una y otra vez acerca del amor del Señor por sus
discípulos. Ahora, por primera vez, oímos del amor de los discípulos por su
Señor. El don del Espíritu se relaciona con una compañía de gente que ama y
obedece al Señor, y para la que el Señor se deleita en rogar al Padre que les
envíe un Consolador. ¿No son estas palabras indicativas de que las experiencias
gozadas en el poder del Espíritu son únicamente conocidas por quien vive una
vida de amor y obediencia al Señor?
En los versículos precedentes el Señor habla de la fe y la oración (12-14).
Ahora hablará del amor y la obediencia. Deducimos que el Señor da a entender que
estas hondas experiencias espirituales a las que nos conduce el Consolador están
ahí para aquellos que tienen la marca de la fe puesta en el Señor, que dependen
de la oración presentada en Su nombre y poseen un amor de adhesión al Él, así
como una obediencia que se deleita en guardar sus mandamientos. Estos son los
grandes rasgos morales que darán beneficio al alma por la presencia del
Espíritu. No es suficiente que tengamos el Espíritu morando con nosotros,
también es necesario tener un estado de corazón favorable en nuestra vida.
v. 16. Al comienzo del evangelio, Juan el Bautista nos dice que el Señor
bautizaría con el Espíritu Santo. Más adelante, y en relación con la visita que
el Señor hace a Jerusalén, se nos dice claramente, bajo la figura del agua
vivificante, que Él habló del Espíritu que recibirían un día aquellos que
creerían en Él. Un don que no fue dado en aquel entonces porque Cristo no había
sido glorificado todavía. Ahora ha llegado el momento en que el Señor va a
serlo, y es una buena ocasión para revelar a sus discípulos la gran verdad de la
llegada a la tierra de esta Persona divina.
Buscando la oportunidad del momento, el Señor habla del Espíritu Santo como el
Consolador. Por grandes y variopintas que sean las funciones del Espíritu, la de
ofrecer consuelo es una que los discípulos precisaban en ese momento. El título
de consolador tiene un significado demasiado profundo para ser soslayado. Según
la acepción moderna de nuestro idioma, implica en realidad que alguien muestra
su empatía en el dolor. Su principal uso es el de que alguien está ahí «para
fortalecer, apoyar y dar ánimo». En el Consolador los discípulos tendrían a
alguien que estaría con ellos fortaleciéndolos en sus flaquezas y consolándolos
en el dolor.
El Señor habla del Consolador como de otro Consolador, comparando de esta manera
a Aquel que ya había venido con Él, pues ¿no había estado con ellos dándoles
apoyo, animándolos y consolándolos? No solo hace la comparación, sino también el
contraste entre el Consolador y Él. Había vivido entre ellos unos cuantos años,
mientras que el Consolador que vendría moraría con ellos para siempre. Más de un
pasaje del Antiguo Testamento hace referencia al Espíritu viniendo sobre
determinados hombres y tomando control de ellos durante un tiempo para algún
propósito especial, pero el hecho de que una Persona divina viniera para morar
con ellos para siempre era un hecho inaudito.
v. 17. Otro contraste entre Cristo, que es la Verdad, y la Persona que vendría,
radica en que esta se trataba del Espíritu de Verdad. En Cristo vemos la verdad
presentada de manera objetiva, pero por el Espíritu de Verdad se ha originado en
nosotros una verdadera comprensión de todo lo que Cristo representa.
Siguiendo todavía con este contraste, el Espíritu es quien el mundo no recibirá
ni conocerá porque no le ve. Cristo se había encarnado y los hombres podían
verle, y fue presentado así para que le recibieran. El Espíritu Santo no se
encarnará ni será presentado como un objeto visible y conocido intelectualmente.
Para el mundo no es ninguna Persona divina sino, en el mejor de los casos, una
vaga y etérea influencia. Pero para los discípulos no será una mera influencia,
sino una Persona que more con ellos en contraste a lo que Cristo representó. El
Espíritu estará en ellos, en contraste también con Cristo, que estaba con ellos
pero no en ellos.
vv. 18-20. En estos pasajes el Señor pasa de hablar de la persona del Espíritu
Santo a revelarles los efectos derivados de su presencia en el creyente. La
partida del Señor para estar con el Padre, y la venida del Espíritu, no
significan que ellos pierdan una Persona divina y ganen otra. Alguien ha dicho
con razón: «la promesa no es ninguna sustitución, sino un medio que ofrece la
seguridad de Su presencia». De este modo el Señor dice a los discípulos que no
los dejará huérfanos, que volverá a ellos. Se ha dicho también: «cuando Cristo
estuvo en la tierra el Padre no estaba lejos». Yo puedo decir, pues, que no
estoy solo porque el Padre está conmigo, y si el Consolador está aquí Cristo no
puede estar lejos de mí.
Si el versículo 18 nos dice que la venida del Espíritu hará que Cristo esté muy
cerca de nosotros, los otros dos versículos dan la respuesta al creyente para el
Cristo que ha de venir. El Señor expresa, finalmente, los temores del creyente
con estas palabras: vosotros me habéis visto, viviréis y conoceréis. El Espíritu
Santo no vendrá para hablar de sí o para hacernos estar ocupados con Él, ni para
crear un culto del Espíritu, sino para conducir el alma a Cristo. Faltaba muy
poco para que el mundo no viera más a Cristo, pero aunque se hubiera alejado de
su vista continuaría siendo el objeto de la fe para el creyente. Para el mundo,
Cristo vendría a ser una figura histórica de alguien que vivió una hermosa vida
y murió como un mártir. Para el creyente continuará siendo una Persona que está
viva, y tendrá plena conciencia de que su presencia podrá ser sentida y gozada
por el poder del Espíritu. Los creyentes, al verle por la fe, vivirán. Los
hombres del mundo viven porque hay un mundo que continúa dándoles sus placeres,
su política y sus escandaleras de cada día, pero cuando estos se terminan la
vida de la gente deja de ser poco menos que interesante. El cristiano vive
porque Cristo vive, y al igual que el objeto de nuestra vida, vive para siempre.
La vida del cristiano es una vida eterna.
Por medio del Espíritu el creyente sabe que Cristo está en el Padre, que los
creyentes están en Cristo y que Él está en los creyentes. Sabemos que tiene un
lugar especial en los afectos del Padre, que nosotros tenemos un lugar en el
corazón de Cristo y que Él tiene un lugar en nuestros corazones. El mundo no
puede ver, ni experimentar, ni conocer. Está ciego a las glorias de Cristo y
muerto en delitos y pecados. Ignora a Dios, pero en el poder del Espíritu habrá
una compañía de gente sobre la tierra que verán por fe, vivirán y conocerán.
Ellos poseen a Cristo en la gloria como objeto de sus almas, una vida que
obtiene su gozo y deleite en Él, y el conocimiento del lugar que ellos tienen en
Su corazón.
vv. 21-24. Los versículos 18 al 20 nos han presentado el efecto derivado de la
venida del Espíritu. Los versículos que vienen a continuación presentan las
credenciales espirituales que capacitarán al creyente para entrar a gozar de los
privilegios que están a nuestra disposición en el poder del Espíritu. Aunque es
cierto que ha habido un triste alejamiento de estas condiciones por parte de la
cristiandad profesante, es maravilloso ver que lo que debería ser una realidad
para la mayoría puede continuar disfrutándose a nivel individual. Es importante
darse cuenta de que, llegados a este punto, las enseñanzas se dirigen al
individuo. Hasta aquí el Señor utiliza tú y vosotros (18-20); a partir de este
punto cambiará el uso de las palabras por él y un hombre (21-24).
Las credenciales que se exigen como entrada a estas profundas experiencias son
el amor y la obediencia. Antes decía el Señor: «Si me amáis, guardad mis
mandamientos», mas ahora dice: «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese
es el que me ama». Se ha comentado que las primeras palabras expresaban el amor
como la fuente de la obediencia, mientras que las últimas eran la expresión de
la obediencia como prueba del amor. Toda expresión de la mente del Padre era un
mandamiento para Cristo, y de la misma manera cada expresión de la mente de
Cristo es un mandamiento para aquel que le ama. Quien ama a Cristo será amado
por el Padre y por Cristo. Dicha persona poseerá plena conciencia, y de manera
especial, del amor de las Personas divinas, y a ella se le manifestará el Señor.
Llegados a este punto, Judas (no el Iscariote) irrumpe en la escena preguntando:
«Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo?» Judas, que
pensaba como judío y tenía en la mente las esperanzas de un judío, queda
totalmente confuso con estas comunicaciones. Ignorando que el cambio se
produciría de un momento a otro, seguía aferrado a la idea de un reino visible a
punto de ser establecido, y por eso no entendía que pudiera ser una realidad si
el Señor no se manifestaba antes al mundo. Sus hermanos en la carne tienen
pensamientos similares cuando en una ocasión le dicen «manifiéstate al mundo»
(Juan 7:4). Y no obstante la ignorancia que se tiene hoy en día del llamamiento
de la Iglesia y del carácter de los tiempos que nos ha tocado vivir, hay muchos
cristianos sinceros que, bajo una variedad de formas, siguen pidiéndole al Señor
que se manifieste al mundo. De buena gana querrían que su manifestación fuera
como la de un líder filantrópico promoviendo grandes causas para mejorar este
mundo, por lo que buscan con ello reintroducir a Cristo en el mundo sin caer en
la cuenta de que el Espíritu de Dios ya vino para sacar a los creyentes fuera de
él y guiarlos a Cristo en el cielo.
A primera vista, parece como si la respuesta que el Señor da a Judas no pudiera
satisfacerle. La razón era que no había llegado el momento para la plena
revelación del carácter celestial del cristianismo. De todos modos, la
contestación del Señor sirve para corregir la idea equivocada en la mente de los
discípulos. Judas había pensado en una exhibición pública ante el mundo,
mientras que el Señor habla de una manifestación a un individuo; Judas habla del
mundo, el Señor de un hombre. El mundo le había rechazado y el Señor ya no podía
mantener ningún trato con él. Ahora se trata de una cuestión que afecta a
individuos que serán sacados del mundo por el atractivo poder de Aquel al que
están unidos sus corazones en amor y en afecto. El Señor da algunos detalles
sobre esta verdad. No solamente guardará sus mandamientos quien sea que le ame,
sino que además guardará las palabras del Señor, lo que viene a significar algo
más que simplemente sus mandamientos. Estos son la expresión de su mente en
cuanto a los detalles de nuestro camino. Tal como nos dice el siguiente
versículo, su palabra no es solamente suya, sino la del Padre que le envió, y
nos cuenta todo lo que Él vino a hacer para dar a conocer el corazón del Padre y
sus consejos para el cielo y el mundo venidero. Sus mandamientos arrojan la luz
que necesitamos en nuestro camino, y sus palabras iluminan el futuro glorioso
revelando los consejos del corazón del Padre. Como muestra de aprecio por tales
palabras, le concede un lugar al Padre, de manera que dice: «vendremos a Él, y
haremos nuestra morada con Él».
vv. 25-26. Las dos palabras del inicio de estos versículos introducen una etapa
nueva en esta parte del discurso. El Señor nos presenta hasta aquí las
experiencias que todo creyente disfrutaría por el Espíritu (18-20), y luego las
experiencias que están al alcance de todos los creyentes a nivel individual
(21-24). Ahora habla de la venida del Espíritu Santo en relación con los once,
concretamente. Por primera vez, se dice que el Consolador es fuera de toda duda
el Espíritu Santo. Se refiere a Él como una Persona divina que viene a
representar los intereses de Cristo mientras Él está ausente. No está aquí para
exaltar a los creyentes y que parezcan grandes en esta escena, ni mucho menos
que sus intereses mundanos prosperen. Su única tarea en un mundo que rechaza a
Cristo es la de llevar hacia Él un pueblo que lo exalte. Durante el tiempo que
duran estas últimas comunicaciones, veremos que el Espíritu da tres razones por
las que deben mantenerse los intereses de Cristo. En primer lugar, con Juan 14
consigue atraer nuestros corazones a Cristo; después, en Juan 15 hace que se
abran nuestros labios en testimonio para Cristo, y por último, en Juan 16, nos
sostiene en presencia de la oposición del mundo revelándonos los consejos del
Padre para el mundo futuro.
La gran obra del Espíritu Santo en este apartado es la de mantenernos ocupados
con Cristo. Hay dos maneras con las que despierta nuestros afectos por Él.
Primero, el Señor dice a los once: «Él os enseñará todas las cosas». Todas las
cosas del versículo 26 contrasta con estas cosas del versículo 25. El Señor
habla en referencia a determinadas cosas, pero había algunas que pertenecen a la
gloria de Cristo que en aquel momento los once no eran capaces de comprender, y
dada su limitada capacidad espiritual el Señor tiene que acotar Sus
comunicaciones. Con la venida del Espíritu habría un entendimiento espiritual
amplio que posibilitaría que el Espíritu comunicara todas las cosas que se
refieren a Cristo en la gloria. En segundo lugar, el Señor dice: «El Espíritu os
recordará todo lo que yo os he dicho». No solo revelaría las cosas nuevas
concernientes a Cristo en Su lugar nuevo —cosas que nos transportan a la gloria
eterna—, sino que también traería a nuestra memoria las comunicaciones de gracia
que Cristo hizo cuando pasaba por esta tierra. Todo lo que es de Cristo, pasado,
presente y futuro, es infinitamente precioso. Nada que no sea de Cristo se
perderá. Quienes iban a ser los responsables de instruir a los demás con sus
palabras y escritos debían tener en cuenta las palabras que una Persona divina
les recordaría. Al informarnos a nosotros de ellas, los discípulos no lo hacen
partiendo de la base de sus fugaces e imperfectos recuerdos, sino que las
palabras que nos cuentan llevan el sello de la perfección y nos son recordadas
sin aditamentos de humana fragilidad.
vv. 27-31. El Señor concluye este ministerio de gracia con los versículos
precedentes. Este ministerio de consuelo y aliento, que pone a su pueblo en
relación con las Personas divinas y en comunión con ellas, prepara a los
discípulos ante la partida de Aquel que aman. Por ello, en estos versículos
finales el Señor habla con más libertad de la cercana partida.
Pero si Él se iba, dejaría antes su paz con los discípulos. Bajo el prisma de
las circunstancias externas, Él era el Varón de dolores experimentado en
quebranto. Debía hacer frente a la contradicción de pecadores, siempre desde el
camino de la comunión con el Padre y sujeto a su voluntad y gozando de la paz de
corazón. Una paz que sería la porción del creyente si este quería disfrutar de
la comunión con las Personas divinas y dejaba su voluntad anulada bajo el
control del Espíritu. Rodeado de un mundo convulso, el corazón del creyente
sería protegido con la paz de Cristo, una paz que compartiría con Él. Al haber
dado a los discípulos esta paz no la daba como el mundo la da, en partes
fraccionadas.
Si el Señor partía de ellos, sería por un tiempo, para volver otra vez. En el
ínterin, el amor que todo lo comparte se gozaría en que Su camino había
terminado y que se iba con el Padre. Él les pone sobre aviso para que cuando
sucediera Su partida no desfalleciera su fe.
A partir de este momento no hablaría mucho con ellos, pues el gobernante de este
mundo ya venía. Esto significaba que iba a enfrentar el último gran conflicto
que anularía el poder de Satanás. El triunfo sobre él estaba asegurado porque el
diablo no podía nada contra Cristo. Su muerte no sería el resultado del poder de
Satanás, sino el resultado del amor de Cristo al Padre. Su obediencia perfecta a
los mandamientos del Padre, aun obedeciéndolos hasta la muerte, constituye la
prueba eterna de su amor por Él.
Con estas palabras, el Señor pone fin a esta porción de sus discursos:
«Levantaos, vámonos de aquí». En amor al Padre se levanta para obedecer su
mandato y se asocia con los discípulos. Llegaría el momento en que no le podrían
seguir más, como el Señor ya les había dicho: «Adonde yo voy vosotros no me
podéis seguir». Pero antes hay unos pasos más que pueden dar con Él, aunque sean
vacilantes. Todos ellos salen del aposento alto al mundo de afuera.
JUAN 15
Introducción
El final del discurso en Juan trece
sirve para establecer a los discípulos en unas nuevas relaciones con Cristo y
unos con otros, a fin de que gocen de la comunión con Cristo, o tengan parte con
Él en el lugar nuevo que ha ido a ocupar como Hombre en la casa del Padre. En el
siguiente discurso de Juan quince se nos permite contemplar el gozo que obtienen
los creyentes de esta comunión con las Personas divinas: con Cristo en la casa
del Padre, con el Padre revelado en el Hijo y con el Espíritu Santo enviado por
el Padre.
Estos dos discursos se dividen de los que vienen después de las palabras del
Señor: «Levantaos, vámonos de aquí» (Juan 14:31). Con ellas, el Señor sale con
los discípulos del aposento alto al mundo de fuera. Los discursos que vienen a
continuación revisten un carácter que se corresponde con el lugar donde fueron
pronunciados, pues ahora los discípulos son vistos en el mundo que rechazó a
Cristo, donde llevan fruto para el Padre y dan testimonio del Hijo. Como alguien
dijo acertadamente: «en el anterior discurso la pieza clave es el aliento que
reciben en vista de la partida; el último discurso contiene la enseñanza para el
estado que vendrá después, donde, al igual que aquí, el Orador instruye, y aquí,
al igual que allí, ofrece consuelo».
Las divisiones de este nuevo discurso son sencillas:
De los versículos 1 al 8, el tema es la aportación de fruto para el Padre.
Luego, entre los versículos 7 al 9 tenemos una presentación de la compañía
cristiana, el círculo del amor en donde puede hallarse fruto para el Padre.
De los versículos 18 al 35 pasa ante nosotros el mundo pagano, el círculo de
odio que rodea a la compañía cristiana.
Y para acabar, en los versículos 26 a 27, el Consolador —el Espíritu Santo— es
presentado ante nosotros testificando del Señor en gloria y capacitando a los
discípulos para que lleven fruto para Cristo.
Los frutos
Juan 15:1-8
El Señor introduce la cuestión de llevar fruto: «Yo soy la vid verdadera, y mi
Padre es el labrador». Unas palabras que habrían resonado un tanto extrañas en
los oídos de los once, acostumbrados como estaban por los salmos y los profetas
a pensar que Israel era la vid. El Salmo 80 hablaba de Israel como una vid
sacada de Egipto. Isaías, en el cántico del Amado tocante a su viña, pone de
manifiesto, bajo la figura de una vid, el amor y cuidados que Jehová ha
dispensado a Israel. Jeremías habla de Israel como «la vid noble», pero
desgraciadamente Israel no había producido fruto para Dios. Isaías se lamenta de
que solo habían producido «uvas silvestres», y Jeremías se muestra quejumbroso
porque la «noble vid» se había convertido en «la planta degenerada de una viña
extraña». De igual modo nos habla Oseas de Israel como una «viña vacía» que solo
produjo fruto para sí y ninguno para Dios (Is. 5:1-7; Jer. 2:21; Os. 10:1).
Durante muchos años de sufrida paciencia, Dios había probado a Israel mirando si
había fruto en ellos, pero solo encontró uvas silvestres. La última y definitiva
prueba fue la presencia del Hijo amado, por lo que el rechazo deliberado que
hicieron de Él fue la prueba final de que Israel era realmente una planta
degenerada y una vid estéril.
El momento había llegado para revelar a los discípulos que Israel era desechado,
y si ellos habían de llevar fruto para Dios no lo harían desde su filiación con
Israel, la vid degenerada, sino con Cristo, con la vid verdadera. Cristo y los
discípulos reemplazarán a Jerusalén y a sus hijos.
Si bien el discurso del Señor introduce lo que está reemplazando a Israel en la
tierra, apenas nos presenta al cristianismo en sus relaciones celestiales. Aquí
no se contempla la relación con Cristo en el cielo como miembros de su cuerpo
por la acción del Espíritu Santo —una relación vital que no puede romperse— sino
una relación con Cristo en la tierra mediante la confesión del discipulado. Esta
confesión puede ser real o ser meramente eso, una confesión, por lo que el Señor
habla de dos clases de ramas, de aquellas que tienen vida y demuestran su
vitalidad produciendo fruto, y de las que carecen de vida y son echadas al
fuego.
Qué oportuno es entonces que la vid sea utilizada como una figura de entre todas
las plantas, siendo que el fruto es el gran tema del discurso como evidencia del
verdadero discipulado. Otros árboles podrán tener su utilidad aparte del fruto
que produzcan, pero con la vid no ocurre lo mismo. Hablando de esta, Ezequiel
hace la siguiente pregunta: «¿Sacarán de él madera para hacer alguna obra?
¿Harán de él una estaca para colgar en ella alguna cosa?» Si la vid no produce
ningún fruto deviene infructuosa.
¿Cuál es entonces el significado espiritual del fruto? ¿No diremos que el fruto
es la expresión de Cristo en el creyente? En Gálatas 5:22,23 leemos que «el
fruto del espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio propio». Si este es, pues, el fruto que se ve en los
creyentes, el resultado será Cristo reproducido en ellos. Cristo se ha ido de
forma personal de esta escena, pero la intención de Dios es que las
características de Cristo sean plasmadas en aquellos que son de Él. Cristo en
Persona ha ido a la casa del Padre, pero su carácter sigue representado en su
pueblo en la Tierra.
El fruto no es exactamente el ejercicio del don, ni tampoco el servicio ni la
obra. Somos exhortados, desde luego, a «vivir de manera digna del Señor,
agradándole en todo. Esto implica dar fruto en toda buena obra» (Col. 1:10, NVI).
Este pasaje, en tanto que nos enseña lo estrechamente unidos que están la
aportación de fruto y las buenas obras, hace una clara distinción entre ellos.
Las buenas obras deben hacerse en una semejanza lo más parecida a Cristo para
que en el hombre pueda existir fruto agradable a Dios. El hombre natural podrá
hacer muy buenas obra, pero estas no llevarán fruto para Dios. ¿Acaso no nos
avisa el apóstol en 1ª Cor. 13 que nuestro servicio activo en realizar buenas
obras puede llevarnos a descuidar el amor como expresión excelente del fruto? Si
el servicio y las obras fueran en sí fruto, estarían limitados prácticamente a
quienes poseen un don y una capacidad, pero si de lo que se trata es que el
fruto es el carácter mismo de Cristo entonces es posible, al igual que un
privilegio, que cada creyente, desde el más anciano al más joven, pueda dar
fruto.
¿Quiénes de los que amamos a Cristo y admiramos las perfecciones de Aquel que
causa tanta atracción, no deseamos exhibir en alguna medida Sus gracias y llevar
fruto para Él? Si esto es lo que desea el corazón, existen tres maneras que nos
ayudarán en el cumplimiento de nuestro deseo. A fin de poder llevar fruto están,
en primer lugar, los tratos en gracia del Padre; luego viene el lavamiento
práctico por el poder de la palabra de Cristo, y por último está la
responsabilidad del creyente de permanecer en Él.
Los tratos del Padre están representados por los métodos que emplea el labrador.
En primer lugar, existe la triste posibilidad de que algunas ramas que tienen un
vínculo con la vid no lleven ningún fruto. Estas son las que el Padre quitará.
Estas ramas son diferentes de las ramas del versículo 6, que son echadas al
fuego. Aquí estamos hablando de que es el Padre quien las quita, pero en el
ejemplo anterior son los hombres los que las echan al fuego. Lo que sucedió con
algunos santos en Corinto cuyo andar reprochable traía deshonra al nombre de
Cristo y que el Padre no quiso que continuaran por ese camino fue que se los
llevó: «Y algunos duermen» (1ª Cor. 11:30). Después tenemos la acción en gracia
del Padre con aquellos que sí llevan fruto, para que puedan llevar mucho más, y
gracias a la cual los purga. El castigo y la disciplina del Padre sirven para
quitar todo lo que entorpece la expresión del carácter de Cristo, una acción
ciertamente dolorosa, pues «es verdad que ninguna disciplina parece al presente
ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia
a los que han sido ejercitados por medio de ella» (Heb. 12:11). Si llevamos
nuestro ejercicio delante del Padre al considerar sus tratos con nosotros, la
adversidad que nos amarga producirá el efecto contrario al amansar y dulcificar
nuestro carácter, para que se vea en nosotros el carácter de Cristo y no seamos
infructuosos.
v. 3. En segundo lugar, está el trato de favor del Señor hacia nosotros para
conseguir que llevemos fruto. Nos dice: «Vosotros estáis ya limpios por la
palabra que os he hablado». Esta es la separación práctica producida por su
palabra de todo lo que es contrario a Cristo. En ese momento los discípulos
estaban limpios, ya que el Señor había lavado sus pies. El agua que le aplicaron
sus manos había hecho eficaz la obra del lavamiento, por lo que si conociéramos
algo de este lavamiento práctico de la palabra haremos bien en sentarnos a sus
pies como María y escuchar su palabra. Todos sabemos lo que significa llevarle a
Él nuestras confesiones, nuestros problemas y ejercicios, y qué bueno es que Él
escuche nuestras torpes palabras, pero también es verdad que raras veces ocurre
que vayamos a Él con el solo deseo de estar en su compañía y escuchar lo que
tiene que decirnos. ¿Qué puede ser más purificador y producir más fruto que
estar sentados a sus pies y escucharle? María escogió la buena parte y llevó un
precioso fruto para Cristo, que le instó a decirle: «Dondequiera que se predique
este evangelio en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, en
recuerdo de ella» (Mat. 26:13).
vv. 4-5. El tercer medio por el que la vida del discípulo puede llegar a dar
fruto es decisión suya. Todo se resume en las palabras «permaneced en mí». El
permanecer en Cristo es la presentación de nuestro privilegio y responsabilidad
de andar constantemente en dependencia de Cristo. Como alguien dijo: «permanecer
en Cristo es experimentar habitualmente la proximidad de nuestro corazón al
suyo». Si hemos aprendido que el fruto es la reproducción del carácter de Cristo
expresado por el amor, el gozo y el dominio propio, comprenderemos que un ideal
de este tipo no puede ser alcanzado con nuestras propias fuerzas. La comprensión
de la excelencia moral del fruto, por un lado, y la de nuestra propia debilidad
por otro, nos convencerán de las palabras del Señor: «Separados de mí, nada
podéis hacer». Su fruto puede ser dulce a nuestro paladar, pero solo cuando
permanecemos bajo su sombra podemos participar del mismo. Sin la luz y el calor
del sol la vid natural no podría dar fruto, y a menos que permanezcamos en la
luz y en el amor de la presencia de Cristo nosotros también experimentaremos una
falta de fruto. Si permanecemos en Cristo, entonces Él estará en nosotros, y
luego exhibiremos su hermoso carácter. Está claro que no se produce fruto
teniéndolo solo como meta. Es como consecuencia de que poseemos a Cristo como
objeto de nuestros pensamientos lo que produce fruto. Cristo viene antes que el
fruto.
v. 6. En el versículo seis tenemos un caso solemne de la rama muerta, el mero
profesante que lleva el nombre de Cristo y no tiene ningún vínculo vital con Él.
Estos son los que no pueden llevar fruto. En la figura que utilizamos, la rama
muerta no se halla bajo el trato personal del labrador, sino que son otros los
que tratan con ella. El Padre no tiene ningún trato con el confesor infructuoso
y desprovisto de vida, pero bajo el gobierno de Dios sí es tratado por quienes
ejecutan Su juicio. Aquí la rama no es quitada, sino echada al fuego, secada y
quemada. Judas fue el ejemplo solemne y aterrador de una rama marchita. En el
caso de aquellos a los que el Señor habla, el vínculo con Él es vital, pues ¿no
les había dicho poco antes «ya todos estáis limpios»? Por esta misma razón el
Señor no les dice «si no permanecéis», sino «el que en mí no permanece». Aquí se
cambian los términos para excluir el pensamiento de que un discípulo pueda jamás
ser echado al fuego y quemado.
vv. 7-8. Habiéndonos revelado con su gracia la manera en que la vida del
creyente llega a dar fruto, el Señor procede a presentarnos los resultados que
surgen de una actividad productiva. En lo que se refiere a los discípulos, si su
corazón andaba de manera activa y constante en dependencia de Cristo, y como
efecto las palabras de Cristo daban forma a sus pensamientos y amor, esto los
capacitaría para pedir y orar conforme a la mente del Señor y obtener, mediante
la oración, una respuesta a sus peticiones.
Otro resultado es el que hace referencia a la producción de fruto que glorifica
al Padre. Cristo fue siempre la expresión perfecta del Padre, de modo que en la
medida que nosotros exhibamos el carácter de Cristo también manifestaremos la
verdad en cuanto al Padre y le glorificaremos.
Finalmente, cuando demos fruto seremos testigos de Cristo, y al exhibir su
carácter se hará evidente para todos que somos sus discípulos.
La compañía cristiana
Juan 15:9-17
En los últimos discursos del Señor hay una progresiva revelación de la verdad
que prepara a los discípulos para apartarlos del sistema terrenal judío con el
que estuvieron relacionados. Tenemos la introducción de la nueva compañía de
cristianos, de origen y destino celestiales, que son dejados un tiempo en el
mundo para ser los representantes de Cristo, del Hombre en la gloria.
Mientras escuchamos al Señor, haremos bien en recordar dos hechos que subyacen a
toda la enseñanza de sus palabras de despedida. El primer hecho, que ante todo
nos ha sido mostrado repetidas veces, es que el Señor dejaba este mundo para
ocupar un lugar nuevo como Hombre en el cielo. El segundo hecho es que una
Persona divina —el Espíritu Santo— venía a esta tierra procedente del cielo. La
consecuencia de estos dos hechos en el mundo fue una compañía de creyentes,
unida a Cristo en la gloria y unos a otros por el Espíritu Santo. A esta
compañía representada por los discípulos se dirige el Señor con sus últimas
palabras.
Habiéndoles revelado el deseo de Su corazón acerca de que llevaran fruto (como
la expresión de Su carácter de amor) en un mundo del que Él se ausentará, ahora
les presenta la nueva compañía cristiana en la que puede verse este fruto. ¿No
queda claro que para que el fruto llegue a expresarse totalmente necesita de una
compañía? Pues es evidente que muchas de las gracias de Cristo apenas podría
expresarlas un solo discípulo aislado de los demás. La paciencia, la bondad, la
amabilidad y los otros rasgos de Cristo solo pueden expresarse en la práctica
cuando nos hallamos en compañía de otros. Al comienzo del versículo 13 se nos
dice que durante la ausencia de Cristo están en la tierra aquellos que llama los
Suyos, a quienes Él ama hasta el fin. El hecho de que Él los ama hasta el fin
demuestra que a pesar de todos los fallos que cometan, existirán hasta el final.
Vistos desde una esfera externa, podrán estar divididos y dispersos, pero forman
una unidad bajo la mirada de Él. «El Señor conoce a los que son suyos». Felices
aquellos creyentes que se regocijan en la compañía de los suyos. Si Cristo
estuviera corporalmente presente en la tierra, a todos nos gustaría estar en su
compañía, pero como no es así será de nuestro agrado estar con quienes expresan
algo de Su carácter. Si en medio de toda la confusión de la cristiandad hallamos
a unos cuantos que sin ninguna pretensión manifiestan algún rasgo moral de
Cristo serán, sin lugar a dudas, muy atrayentes para el corazón que ama a
Cristo, mientras que los sistemas religiosos de los hombres perderán su
atractivo por su mucho humanismo y lo poco que tienen de Cristo.
Qué importante es, pues, que pongamos toda nuestra atención al pasaje que nos
revela los elementos morales de una nueva compañía de cristianos que forman la
asamblea de Cristo durante Su ausencia. Al hablar de la compañía cristiana,
debemos tener cuidado de no reducir su círculo a un número limitado de
cristianos, o de ampliarlo para incluir en él a quienes no son de Cristo.
vv. 9-10. La señal más importante de la compañía cristiana es el amor con el que
Cristo la ama. Esta compañía será ignorada por parte del mundo, que la
menospreciará y aborrecerá si le es conocida, pero será amada por Cristo. Y el
amor con que la ama es de tal profundidad que solo puede medirse con el amor con
que el Padre ama a Cristo. El Padre miró a Cristo como Hombre en esta tierra y
le amó con toda la perfección del amor divino; y ahora Cristo, desde la gloria,
mira a los suyos en este mundo para derramar su amor sobre ellos a través de
unos cielos abiertos.
A estos les dice el Señor que permanezcan en su amor. El disfrute de sus
bendiciones y el poder del testimonio que den dependerán de si permanecen
conscientes de Su amor. Las palabras solemnes del Señor dirigidas al ángel de la
iglesia en Éfeso («has dejado tu primer amor»), indican el primer paso en el
camino que conduce a la ruina y a la diseminación de la compañía cristiana. Su
declive final vino cuando cesaron de dar un testimonio unido para Cristo y el
candelero fue quitado (Ap. 2:4,5). Cuando los cristianos andaban gozando del
amor divino nada podía prevalecer contra su testimonio de unidad, pero en cuanto
perdieron su primer amor por Cristo tras perder de vista el sentimiento del amor
de Cristo hacia ellos, pronto dejaron de presentar un testimonio conjunto ante
el mundo. Cuántas veces se ha repetido la historia de la Iglesia en compañías
pequeñas de los santos. Si hay alguien que quiera responder a las palabras del
Señor y continuar en su amor, que ponga toda su atención en las directrices que
Él marca para el camino. A nosotros solo nos es necesario continuar en su amor
andando en la senda de la obediencia. «Si guardáis mis mandamientos,
permaneceréis en mi amor». El niño que insiste en hacer su voluntad,
desobedeciendo a sus padres, aprecia muy poco el amor que le dan y se pierde el
poder gozarlo. Lo mismo sucede con el cristiano, que retendrá el gozo del amor
del Señor si anda en obediencia a la revelación de su mente.
Nos mantendremos en el amor de Cristo lo mismo que si quisiéramos quedarnos al
sol para recibir el calor de sus rayos. El amor de Cristo se basa en el camino
de la obediencia, que brilla por toda la senda de sus mandamientos. El
guardarlos no producirá más amor que el calor producido por los rayos solares si
caminamos por un sitio soleado, y para ser justos, la exhortación no es la de
buscar o merecer el amor, sino la de permanecer en él. El propio Señor fue el
ejemplo perfecto de Aquel que holló la senda de la obediencia: «Yo he guardado
los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor».
v. 11. El otro gran rasgo de la compañía cristiana es el gozo de Cristo. Dice el
Señor: «Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro
gozo sea cumplido». No se trata de un simple gozo natural, y mucho menos del
gozo del mundo. Se trata del gozo de Cristo que brotaba «de un sentimiento
ininterrumpido de sentirse gozando del amor del Padre». Sin duda, todos tenemos
alegrías terrenales que tienen su sanción de Dios y pueden disfrutarse en el
tiempo y en su lugar, pero son alegrías que acabarán decepcionándonos. Las
alegrías de la tierra cesan y sus glorias pasan, y el vino de la alegría
terrenal se acaba. Se nos permite beber del arroyo en el camino, pero este se
seca (Sal. 110:7; 1º R. 17:7). Sin embargo, existe una fuente de alegría en el
creyente que salta para vida eterna y nunca se agotará. Así se refiere el Señor
al gozo de lo que puede permanecer en nosotros. En realidad, se trata de un gozo
que dura más que las alegrías pasajeras, que permanece y tiene su origen en el
amor del Padre, igual de duradero que el amor del cual brota.
El gozo del que aquí habla el Señor no es solo duradero, sino que además dice a
los discípulos que estará en ellos. Si está en nosotros, no es como el gozo de
este mundo que depende de las circunstancias externas. El salmista decía: «Tú
diste alegría a mi corazón, mayor que la de ellos cuando abundan en grano y en
mosto» (Sal. 4:7). Los goces terrenales dependerán de lo que prosperen las
circunstancias de fuera, pero las alegrías del Señor se llevan en el corazón. En
sus circunstancias externas, el Señor fue un desechado y proscrito, el Varón de
dolores experimentado en quebranto. En su senda de obediencia perfecta a la
voluntad del Padre nunca se movió de la plena comprensión de su amor, y fue en
el amor del Padre que halló una fuente constante de todo su gozo. Y nosotros
también, en tanto que andemos en obediencia al Señor, permaneceremos en la
comprensión de su amor, ante cuyo calor no solo hallaremos gozo sino también
aquella plenitud que quita de nuestro camino la pena por el fracaso y la
angustia por las cosas terrenales.
vv. 12-13. La nueva compañía se caracteriza por su amor. No solamente es amada,
sino que también ama, pues este es el mandamiento del Señor: «Que os améis unos
a otros, como yo os he amado». Es un amor que no debe confundirse con un modelo
humano, con sus esporádicas manifestaciones de egoísmo, sino un amor que no
tiene otra norma que la del amor del Señor por nosotros, en el que no hay rastro
del yo. El Señor dice al respecto: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno
ponga su vida por sus amigos». La muerte no es vista aquí en su carácter
expiatorio, sino como la suprema expresión del amor. El amor terrenal se siente
atraído con frecuencia hacia algún objeto agradable, pero el amor divino se
eleva sobre nuestros fallos y flaquezas, y nos ama a pesar de todo lo
desagradable que hay en nosotros. Este es el amor de Cristo, y el amor que
deberíamos conservar entre nosotros. Un amor que no es indiferente a nuestros
fallos y tachas, y que además cumple su objetivo de hacer el mayor de los
sacrificios posibles pasando por alto todo cuanto tenemos de desagradable, dando
la vida por un amigo. Como alguien bien dijo: «no puede darse mayor prueba ni
mayor nivel de amor».
vv. 14-15. La compañía cristiana es una compañía depositaria de las ricas
confidencias de Cristo y de los consejos secretos del corazón del Padre. El
trato que el Señor da a los suyos no es meramente de siervos, a quienes se les
da órdenes que cumplan, sino de amigos a los que se les comunica secretos:
«Todas las cosas que le oí a mi Padre, os las he dado a conocer». No se trata de
que no fueran siervos (2ª Ped. 1:1, Judas 1; Rom. 1:1), pero eran mucho más que
eso. Eran amigos, y si el privilegio de que fueran siervos era grande, el de ser
amigos era mucho mayor. El siervo, en calidad de siervo, «no sabe lo que hace su
Señor». Solo conoce la tarea que se le asigna y recibe las instrucciones justas
para que la acometa. El siervo que es tratado como amigo sabe más, pues recibe
el propósito secreto del Maestro para el que trabaja y lleva a cabo la obra. Un
amigo es alguien con el que hablamos de nuestras cosas sabiendo que pueden
llegar a ser de su interés, aunque no vayan con él. Así es como Dios trató a
Abraham, el hombre llamado el amigo de Dios: «¿Encubriré yo a Abraham lo que voy
a hacer?» Vemos nuevamente que la obediencia de los mandamientos del Señor nos
asegura el lugar de amigos bajo la misma premisa que anteriormente permitía
conservar el gozo del amor. A menos que andemos en obediencia a los mandamientos
del Señor, poco conoceremos los consejos del corazón del Padre. Si permanecemos
en la senda de la obediencia, Él nos tratará como amigos.
v. 16. La compañía cristiana es una compa-ñía escogida: «No me elegisteis
vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros». Estuvo de su mano el
escogernos, no que nosotros le escogimos a Él. Y bien está que fuera así, pues
si en un acceso de entusiasmo hubiéramos escogido nosotros al Señor como nuestro
Maestro para dar fruto, al cabo de no mucho tiempo habríamos vuelto sobre
nuestros pasos bajo la presión de las circunstancias. Personas voluntarias que
en ocasiones se cruzaron en el camino del Señor, recibieron no poco estímulo que
les permitió continuar el camino con Aquel que no tenía donde recostar su cabeza
y era el escarnio de los hombres. Pero de aquellos a los que Él llamó, dice:
«Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas». Sin duda
alguna, aquí no se trata de ninguna cuestión de la elección soberana para la
vida eterna, sino del amor que nos escogió y nos ordenó para poder llevar un
fruto en la tierra que fuera duradero. Un bendito cumplimiento de esto lo
encontramos en los apóstoles, pues la gracia de Cristo que se expresó en sus
vidas los ha puesto como ejemplo del rebaño en todas las épocas.
Por último, la compañía cristiana depende de la oración para tener acceso al
Padre en el nombre de Cristo. Gozando de su amor, y siendo admitida a las
confidencias de Cristo y sus amigos, empiezan a ser instruidos en su mente, de
modo que todo lo que pidan al Padre en el nombre de Cristo Él se lo dará.
Acabamos de ver cómo debe ser el círculo cristiano según la mente del Señor.
Todo lo que en él es de Cristo puede conocerse y disfrutarse, pues no cabe duda
de que estas palabras brotan dulcemente de los labios del Señor: «mi amor, gozo,
mis mandamientos, mi Padre, mi nombre, etc...». Aquí también se encuentra, como
alguien ha dicho, «la completa historia del amor reflejada en el amor del Padre
por su Hijo, en el amor de Jesús por su pueblo y en el amor de su pueblo entre
sus miembros, marcando cada etapa del mismo la fuente y la pauta para la
siguiente».
El cuadro que forma la compañía cristiana, cuya representación da aquí el Señor,
es de lo más hermoso, pero es en vano que nos esforcemos en encontrar entre todo
su pueblo cualquier expresión de los deseos del Señor. Sin embargo, e incluso
dispersados como estamos y divididos, no vayamos a dejar que nuestro camino lo
ordenen otras normas que no sean las que nos permitan, a cada uno, buscar
responder individualmente a la mente del Señor.
v. 17. «Estas cosas» de las que habla el Señor fueron introducidas con el amor
de Cristo a los suyos, con el fin de unirlos en un amor unánime los unos por los
otros. Así es como podemos apreciar lo oportunas que son las palabras del Señor:
«Esto os mando, que os améis unos a otros».
El mundo
Juan 15:18-25
De manera muy especial el Señor nos ha presentado a la nueva compañía cristiana,
desde luego no en su formación o administración (pues la hora no había aún
llegado), sino en sus caracteres morales y privilegios espirituales. Es vista
como una compañía gobernada por el amor de Cristo y en una unión de amor mutuo
entre sus miembros. Con las palabras que vienen a continuación pasa de dar su
pensamiento del círculo cristiano del amor a hablar del círculo mundano del
odio, advirtiendo a los discípulos del verdadero carácter del mundo que los
rodeará y preparándolos ante su persecución.
Si compartimos con Cristo el amor, el gozo y los santos secretos de este círculo
íntimo, debemos también prepararnos para compartir con Él el odio y rechazo que
el mundo le ha ofrecido. No parece ser que los discípulos tuvieran que
disponerse a obtener lo mejor de ambos mundos, como suelen decir los hombres.
Tenía que ser o Cristo o el mundo, pero no los dos a la vez. Una compañía que
exhibe bajo cualquier forma las gracias de Cristo sería reconocida e
identificada con Él, y el odio y la persecución que padeció de parte del mundo
serían mostrados también a Su pueblo.
El mundo es un vasto sistema que engloba a toda clase de razas y de clases, así
como la falsa religión que se une con las primeras en su aborrecimiento de Dios.
El mundo que rodeaba a los discípulos era el mundo corrupto del judaísmo. Hoy en
día, el mundo con el que están en contacto los creyentes es el de una
cristiandad corrompida, que aunque cambie su forma externa de siglo en siglo
lleva en lo más profundo la marca de la enajenación de Dios y del odio a Cristo.
¿Por qué debería el mundo aborrecer a estos hombres sencillos? ¿Acaso no eran
solo una compañía cuyos integrantes se amaban y llevaban una vida ordenada
sujetándose a los poderes, sin interferir en su política? ¿No proclamaban las
buenas nuevas y realizaban buenas acciones? ¿Por qué se les iba a odiar? El
Señor da dos razones. En primer lugar, porque constituían una compañía que
Cristo había escogido de entre el mundo, y en segundo lugar, porque formaban un
grupo de personas que confesaban el nombre de Cristo ante el mundo. La primera
causa más bien suscitaría el odio del mundo religioso; la segunda, el odio del
mundo en general. En todas las épocas no ha existido nunca nada que enfureciera
más al hombre religioso que la gracia soberana que, desestimando sus esfuerzos
religiosos, se fijara en un grupo de infelices y desahuciados para bendecirlos.
La sola mención de la gracia que en tiempos pasados bendijo a una viuda y a un
leproso gentiles, soliviantó a los líderes de Nazaret que manifestaron su ira y
odio a Cristo. La gracia soberana que bendice al hijo menor enfurece al hijo
mayor.
vv. 20-21. Los discípulos reciben la advertencia de que este odio se manifestará
en persecución: «Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán».
Esta expresión activa del odio está relacionada directamente con la confesión
del nombre de Cristo, ya que el Señor dice: «Todo esto os harán por causa de mi
nombre». La persecución, ya sea a Cristo o a sus discípulos, era la prueba de
que no conocían a Aquel que envió a Cristo: el Padre.
vv. 22-25. Sin embargo, no hay pretexto que valga para ignorarlo. Las palabras
del Señor y sus obras dejaron al mundo sin excusa para el odio o la ignorancia.
Si Cristo no hubiera venido y hubiera hablado al mundo palabras como nadie antes
habló jamás, y si no hubiera hecho entre ellos las obras que ningún otro hombre
había hecho no habrían podido ser imputados con el pecado de enemistad
deliberada contra Cristo y el Padre. Habrían continuado siendo criaturas caídas,
y con este hecho apenas se hubiera podido demostrar que eran criaturas egoístas,
aborrecedoras de Dios. Pero ahora no había posibilidad de encubrir su pecado.
Era imposible ocultar el hecho de la culpabilidad del mundo, porque a la vista
estaba. Con sus palabras y obras, Cristo había revelado plenamente todo el
corazón del Padre, lo que provocó que el hombre le aborreciera. El mundo, como
tal, fue dejado sin esperanza al aborrecer sin causa a Cristo, según rezaba su
propia ley. De manera que el odio del mundo no puede considerarse más
ignorancia, sino pecado. Un odio sin fundamento. Como cristianos, en ocasiones
podemos darle al mundo razones para que nos odie, pero en Cristo no había ningún
motivo. Hay en realidad una causa para el odio, que no se fundamenta en Aquel
que es odiado, sino en los corazones de quienes sienten odio.
El poder del testimonio
Juan 15:26-27
Si el círculo del amor se rodea de un círculo de odio —el de un mundo hostigador
que odia ciegamente a los discípulos de Cristo—, ¿será posible mantener un
testimonio en la tierra cuando Cristo se haya ido? El círculo cristiano es
pequeño y sus componentes débiles. El Señor los asemeja a un pequeño rebaño en
medio de lobos. ¿Con qué poder contarán, entonces, para resistir en un mundo
aborrecedor de Cristo y a la vez dar testimonio de Él? Solo podrán resistir con
el formidable poder del Espíritu Santo, una Persona divina que vendrá del Padre.
El Señor conocía muy bien el carácter terrible del mundo y el odio incansable
que había derramado cual furiosa tempestad sobre Él. Por eso conocía igual de
bien la debilidad de quienes le amaban y le habían seguido, contando que Pedro
le negaría y todos le abandonarían. Sabía muy bien que si eran dejados a sí
mismos nunca serían capaces de mantener ningún testimonio para Él cuando hubiera
marchado a la gloria. Conociendo la impiedad del mundo y la debilidad de los
discípulos, les dice: «Os enviaré al Consolador del Padre, al Espíritu de verdad
—y añade—: Él testificará de mí». Sin importar lo débiles que fueran y la
energía del mundo, o si ellos fallaban y el mundo los perseguía, «Él testificará
de mí». Testificará en la tierra de la gloria del Hijo en el cielo. El mundo le
crucificará en el lugar más humilde de la tierra y el cielo le coronará en el
lugar más elevado de la gloria, y luego el Espíritu vendrá a dar testimonio de
su gloria. El Hijo vino del Padre para dar testimonio del Padre, y el Espíritu
Santo venía del Padre para dar testimonio del Hijo.
Teniendo en perspectiva que el Espíritu ve-nía, el Señor añade: «Vosotros daréis
testimonio también»; y presenta otra razón: «Porque estáis conmigo desde el
principio». Cierto que nosotros no hemos estado con Jesús en el sentido literal
como los discípulos que le acompañaron desde el comienzo de Su ministerio, pero
no es menos cierto, sin embargo, desde el punto de vista moral, que si tenemos
que dar testimonio de Cristo ante los hombres debemos estar con Él en secreto.
Cuando vino finalmente el Espíritu, el testimonio que dieron Pedro y Juan ante
el mundo religioso que los perseguía sirvió para que este se diera cuenta de que
«habían estado con Jesús».
Así, el Señor nos presenta dos hechos: el primero, que el Espíritu Santo
testifica del Cristo en la gloria; el segundo, que los discípulos lo hacen ante
los hombres. ¿No son ambos hechos una impresionante ilustración de la historia
de Esteban? Rodeado de un mundo religioso que es hostil a Cristo y está
perturbado por el odio que le tiene, y que le persigue chasqueando los dientes y
arrojándole piedras, Esteban permanece firme en el poder formidable del Espíritu
Santo y eleva la mirada al cielo, donde ve la gloria de Dios y a Jesús.
Entonces, desde la gloria, el Espíritu Santo testifica de Cristo en el espíritu
de Esteban, el cual da testimonio delante del mundo.
Esteban fue el primero de una larga sucesión de mártires, pero a pesar de todo
lo que el mundo ha hecho o hará, podemos decir con toda confianza que ha
existido y seguirá existiendo el testimonio de Cristo mientras esté en la tierra
la compañía cristiana, por la única razón de que el Espíritu Santo está presente
en ella, morando en el pueblo de Dios en Su poder formidable e irresistible.
JUAN 16
Introducción
Meditando en estas últimas palabras
del Señor Jesús, registradas en los capítulos 13 a 16 de Juan, tenemos que
recordar siempre que el Señor se proponía preparar a los Suyos para que
testificaran de Él en el lugar donde fue rechazado, y mientras durara el tiempo
de su ausencia.
Para llevar a un cumplimiento este gran fin, hemos visto en los discursos
precedentes la necesidad de tener nuestros pies lavados (Juan 13), nuestros
corazones consolados y unidos a las personas divinas (Juan 14), y que nuestras
vidas presenten el carácter de Cristo mientras nuestros labios se abren en
testimonio de Él (Juan 15). En este último discurso, nuestras mentes reciben la
enseñanza a efecto de poder ofrecer un servicio inteligente y no caer en el
tropezadero del mundo religioso que rechaza a Cristo.
Ser instruidos en la mente de Cristo es el gran objetivo que subyace a este
último discurso. En el servicio del Señor puede existir mucho celo que no se
corresponda con la sabiduría que debe manifestarse, lo que explicaría que el
resultado sea escaso y grande la decepción. La enseñanza del discurso se
presenta en el siguiente orden:
En primer lugar, se nos advierte acerca del trato con que el mundo religioso
medirá a los que testifiquen de Cristo (1-4).
En segundo lugar, vemos que para crecer en inteligencia en la mente de Cristo
era necesario que Él fuera al Padre y enviara al Consolador (5-7).
Cuando venga el Espíritu, los creyentes serán instruidos en el verdadero
carácter de este presente mundo malo (8-11).
Luego, los creyentes serán guiados por el Espíritu Santo al conocimiento de otro
mundo, del venidero (12-15).
En último lugar, recibirán también la enseñanza en cuanto al verdadero carácter
del nuevo día que está a punto de esclarecer.
La persecución del mundo religioso
Juan 16:1-4
En el discurso previo el Señor presentó a los discípulos los rasgos de la nueva
compañía cristiana, cuyo privilegio sería el poder llevar fruto para el Padre y
testificar de Cristo a un mundo del que Él se ausentará.
v. 1. No obstante, aquellos que de alguna manera llevan el carácter de Cristo y
testifican de Él en un mundo que le odia tendrán que enfrentarse, tarde o
temprano, al sufrimiento y a la persecución que nos son presentados al inicio de
este capítulo. El amor tierno y cuidadoso del Señor les da a los discípulos
aviso acerca de ello, previendo que iban a sufrir cuando se iniciara la
persecución y queriendo evitarles cualquier ofensa. De no haberlos avisado con
antelación, sus prejuicios naturales, que estaban unidos a la dispensación que
ya terminaba y desconocía la incipiente era cristiana, habrían sido su tropiezo
en la confrontación con la persecución. La historia mostrará más tarde lo
necesarias que fueron para ellos estas advertencias.
Juan el Bautista estuvo a punto de recibir ofensa. Su fe encajó un duro golpe
porque fue tratada como no se lo esperaba. Como resultado de su testimonio fiel
fue a parar a la cárcel, e ignorando la mente del Señor le envía un heraldo con
el siguiente mensaje: «¿Eres tú el que ha de venir?» La respuesta fue:
«Bienaventurado es el que no tropieza en mí». Los discípulos, que estaban
falsamente esperanzados con la inmediata redención de Jacob, se enfrentaban a
este mismo peligro que los descalificaba para sufrir la persecución proveniente
de Israel. Estas falsas expectativas los dejaban desprotegidos ante el peligro
de la ofensa.
vv. 2-3. La advertencia del Señor los prepara no solamente para la persecución,
sino para la persecución religiosa. Los discípulos de Cristo serían expulsados
de las sinagogas, con la pérdida que eso conlleva de toda compañía familiar,
social o de índole política (Juan 9:22). Esta persecución religiosa tendría su
origen en motivos religiosos: «Cualquiera que os mate, pensará que rinde
servicio a Dios». Cuanto mayor es la sinceridad mostrada, más implacable se
vuelve la persecución, motivada por la ignorancia que se tiene del Padre y del
Hijo. Como se ha dicho con acierto: «del mismo modo que sucedió con los judíos,
que perseguían a los cristianos, así sucede con los cristianos que han
perseguido a cristianos». Estas cosas, que se han hecho siempre para la «gloria
de Dios» y en el nombre de Cristo son las que Dios mira desde el cielo y dice:
«No conocen al Padre ni a mí».
v. 4. En los días venideros, la persecución sería una ocasión propicia para
recordar a los discípulos las palabras del Señor, y confortaría sus corazones
con la sensación nueva de aquella omnisciencia que ya conocían, y de aquel amor
que los guardaba. Hasta este momento no se había suscitado la necesidad de
hablar de estas cosas, pues el Señor estaba presente para guardarlos. Eran cosas
que pertenecían al tiempo de Su ausencia, no de Su presencia.
Necesidad de la partida de Cristo
Juan 16:5-7
Si los discípulos tenían que ser instruidos en la mente del Señor, se precisaba
que Él se fuera y viniera el Consolador. El Señor les reconoció el afecto que le
tenían, y Él también compartía con ternura el dolor que llenaba su corazón
cuando pensaban que se tenían que separar. Sin embargo, les dice: «Os conviene
que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros».
Nuestra incapacidad de reconocer la enorme bendición que esto significa para
nosotros y para la gloria de Cristo, no debería rebajar nuestra estima por el
don del Espíritu cuando vemos lo mucho que lo valora el Señor. No existe ninguna
duda de que la compañía del Señor les fue de mucha bendición en su senda
terrenal, ya que pudieron ver sus obras de poder y escuchar sus palabras de
amor, contemplar sus excelencias y experimentar su cuidado. Su partida iba a
significar una mayor ganancia, porque con la venida del Espíritu los creyentes
son guiados a un conocimiento más hondo de Cristo, a una apreciación más
abundante de sus excelencias, y sobre todo, a un conocimiento del Hombre
exaltado en la gloria.
Conocer por el Espíritu al Cristo glorificado debe ser más dichoso que conocer
al Cristo terrenal según la carne, ya que lleva implícita una unión con Él en la
resurrección, algo que era imposible que se diera cuando estaba aquí. La unión
con el Hombre en el cielo conlleva más bendición que la compañía con el Hombre
en la tierra. La ocupación con el dolor inmediato de sentir la pérdida del Señor
vedó los ojos de los discípulos a la bendición que Dios tenía preparada para
ellos a través del dolor.
Se puede deducir de todo esto un principio de aplicación general. Preocuparnos
de nuestras dolorosas circunstancias del presente ocultará de nuestra vista los
propósitos que Dios quiere realizar para bendecirnos en el futuro. La
preocupación de los discípulos con su dolor ocultó de sus ojos el hecho
importante de que, con la partida del Señor, Él se iba para inaugurar el camino
a la revelación de todos los infinitos consejos de Dios para la gloria de Cristo
y la bendición de su pueblo.
Esto es lo que suele sucedernos: al estar preocupados con las circunstancias
dolorosas de nuestro momento pasamos por alto la bendición y la holgura del alma
que Dios se ha propuesto darnos guiándonos a través de estas mismas
circunstancias, y solemos olvidarnos de aquel versículo: «Cuando estaba en
angustia, tú me hiciste ensanchar» (Sal. 4:1).
Exposición del mundo presente
Juan 16:8-11
A partir de este momento del discurso, el Señor retoma la enseñanza de los dos
últimos versículos de Juan 15, en lo que a la venida del Espíritu Santo se
refiere. En el ínterin de los versículos, el Señor habló del testimonio de los
discípulos y de la persecución que esto conllevaría. Ahora retoma este tema con
las palabras: «Cuando él venga», una expresión utilizada antes en Juan 15:26 y
Juan 14:13, empezando en cada caso una nueva fase de la enseñanza. En Juan 16:8,
Su venida es la demostración del verdadero carácter del mundo. En Juan 16:13, Él
viene para guiar al creyente a la verdad sobre otro mundo.
Antes de revelarnos el otro mundo, lo que se nos expone es el carácter real de
este: «Cuando él venga, redargüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio».
No hay ninguna duda para el que recibe esta demostración, pero queda afirmado el
hecho de que la presencia del Espíritu Santo demuestra cuál es el auténtico
carácter del mundo. En realidad, no es el mundo en sí el que recibe esta
demostración, sino aquellos en quienes mora el Espíritu, si bien es cierto que
ellos utilizan lo que han aprendido para testificarle cuál es su condición de
verdad.
La presencia del Espíritu no constituye ninguna prueba para el mundo, que ya ha
sido probado con la presencia de Cristo. Estuvo aquí de manera que este pudo ver
sus obras de gracia y escuchar sus palabras de amor; y el Señor hace un resumen
del resultado de esta prueba, diciendo: «Me han aborrecido a mí y también a mi
Padre». Cuando el Espíritu venga, el mundo no le sabrá recibir porque no le verá
ni le conocerá. Pero para los creyentes, en los que Él mora, hace la
demostración del resultado de la prueba, de manera que ellos, enseñados por el
Espíritu, no tengan ningún concepto falso sobre él. Por la enseñanza del
Espíritu saben cuál es el verdadero carácter del mundo, tal como Dios lo ve, un
carácter que se demuestra con respecto al pecado, a la justicia y al juicio. El
alma tiene esta convicción sin necesidad de hacer ningún tipo de abstracción,
puesto que apela directamente al Señor Jesús y a los grandes hechos de su
historia.
El estado del mundo es probado, antes que nada, con respecto al pecado. La
presencia del Espíritu es en sí una prueba del estado maligno del mundo, pues si
no hubiera rechazado a Cristo el Espíritu Santo no estaría aquí. Su presencia es
la prueba de que le ha aborrecido y expulsado, crucificando al Hijo de Dios.
Tanto el judío como el gentil se unieron en representación del poder religioso y
político para decir «crucifícale», y por consiguiente el mundo no cree en
Cristo, lo que constituye un acto solemne y demostrable de que está en pecado.
Podríamos llegar a entender que el mundo no crea en ninguna otra persona, pero
si no cree en Cristo, en quien no halló ninguna culpa, es una prueba evidente de
que lo domina un principio maligno que Dios llama pecado.
La demostración final y absoluta de que el mundo está en pecado puede verse, no
en el hecho de que los hombres hayan transgredido ciertas leyes de Dios, ni
contaminado el templo o apedreado a los profetas, sino en que cuando Dios se
manifestó en toda la gracia, el amor, el poder y bondad en la persona del Hijo
encarnado para ocupar el lugar del hombre culpable, este le rechazó de manera
formal rehusando creer en su Hijo. He aquí el hecho más sobresaliente que viene
a demostrar el pecado del mundo. Sea cual sea la clase de justicia que pueda
aparentar en ocasiones, o los avances de su civilización y progreso, la
presencia del Espíritu es la prueba demostrable de un mundo que no cree en
Cristo y que está bajo pecado.
En segundo lugar, la condición maligna del mundo se demuestra con respecto a la
justicia. La presencia del Espíritu no solo es la prueba de la ausencia de
Cristo, sino también la de su presencia en la gloria. Si la ausencia de Cristo
de este mundo es la mayor prueba contra el pecado, su presencia en la gloria es
la mayor expresión de justicia. La maldad de los hombres llegó a cotas
inalcanzables cuando pusieron al Simpecado sobre la cruz. Por una parte, está la
justicia de que Cristo, tras ser clavado en ella, ha regresado al Padre, y por
otra, que el mundo no le verá más. Por lo tanto, no puede por menos que tener
derecho a su gloria en los lugares exaltados y que el mundo pierda tal derecho
de no verle más, quedando así demostrado que está bajo pecado y sin justicia.
En último lugar, el Espíritu presenta la prueba del juicio con el que el
príncipe de este mundo está juzgado. Detrás del pecado del hombre hay la astucia
de Satanás. El hombre es solo una herramienta del diablo, pues Dios ha
determinado en consejo poner a Cristo en el lugar de supremo poder en el
Universo. Y el diablo se ha propuesto frustrar los propósitos de Dios. Desde el
jardín de Edén hasta la cruz del Calvario ha utilizado al hombre como medio para
llevar a cabo sus planes. Y cuando parecía que había triunfado al utilizarle
para clavar en una cruz de deshonra al que Dios había destinado a un trono de
gloria, la presencia del Espíritu es la prueba de que Dios ha triunfado sobre el
pecado del hombre y el poder del diablo. El lugar de gloria donde está Cristo
prueba que el diablo ha sido derrotado en lo que se refiere a todo su poder, lo
que significa su juicio definitivo y absoluto, y si él es juzgado el mundo
entero vendrá también a juicio por servirle. El juicio no ha sido aún ejecutado
sobre sus moradores, pero a un nivel moral están ya condenados.
Este es el estado del mundo tal como lo ve Dios, demostrado por la presencia del
Espíritu. Es un mundo bajo pecado, sin justicia y que va directo al juicio.
La revelación del mundo venidero
Juan 16:12-15
Dejando de lado el mundo, el Señor pasa ahora a hablar de una región de la que
tiene mucho que decir, si bien por el momento los discípulos sean incapaces de
asimilarlo. Cuando haya venido el Espíritu de verdad les revelará las cosas que
están por venir, guiándolos a toda verdad. Si en este mundo queremos ser
hallados fieles testigos de Cristo, no basta con conocer su carácter real;
debemos poseer también la luz de otro mundo que guíe nuestros pasos a través de
las tinieblas del actual.
Si bien es cierto que el Espíritu trae a la luz las glorias del nuevo mundo, no
lo hace exhibiéndolas del todo. Cuando Cristo venga, Él las exhibirá realmente.
La fe camina por el Espíritu en la luz presente de las glorias futuras, y la
estrella de la mañana resurge en nuestro corazón antes incluso de que el Hijo de
justicia proyecte sus rayos sobre el mundo.
El Señor no parece sugerir que la venida del Espíritu alteraría el curso de este
mundo. Su presencia lo condena, y su guía lleva a los creyentes a la liberación
de las cosas que este quiere ofrecerles, con la luz de las cosas que han de
venir. Muchos buscarán echar mano del cristianismo para intentar mejorar el
mundo, y se decepcionarán al ver que sus esfuerzos solo van a servir para
corromperlo más, que la maldad será camuflada con una capa de barniz religioso.
Tampoco vemos que el Señor pretenda decir que la venida del Espíritu daría
seguridad y prosperidad a su pueblo mientras pasaran por este mundo. En
ocasiones pueden existir disparidades en el pueblo del Señor en lo relativo a
sus circunstancias y todo lo que les rodea, pero en lo referente a las
verdaderas riquezas del mundo de los consejos del Padre los dos se hallan sobre
una base compartida. La lucha actual por el mundo de gloria es la porción de
todos los santos. Sin importar las circunstancias de nuestra vida, nos está
permitido gozar en el espíritu de las abundantes y eternas glorias del mundo
venidero al que pronto vamos a entrar.
A fin de poder llevar nuestros corazones a este mundo nuevo, leemos que el
Espíritu Santo nos guiará a toda la verdad. Toda la verdad en cuanto a los
propósitos de Dios, en lo que se refiere a la gloria de Cristo en la Iglesia, a
su bendición con Él y a la bendición de los hombres en el reino a través del
Milenio, hasta llegar a las glorias del cielo nuevo y tierra nueva, está ahí
para que dispongamos de ella en el poder del Espíritu Santo. En este vasto campo
de verdad Él nos guiará, pero sin forzarnos ni empujarnos a ello. La pregunta
para cada uno de nosotros es como la hecha a Rebeca: «¿Querrás ir?». El siervo
estaba listo para llevarla a Isaac, de la misma manera que el Espíritu ha venido
para llevarnos a Cristo. El siervo dijo: «No me detengáis… despachadme para que
me vaya a mi señor», y es lo que nosotros decimos que también era el deseo del
Espíritu Santo, no el de mejorar en absoluto el mundo o darles a los santos
protagonismo en esta escena, sino regresar a Aquel de quien viene y tomar con Él
la Esposa para Cristo. Con cuánta frecuencia ponemos impedimentos al Espíritu
torciendo hacia caminos de nuestra preferencia y perdiendo así su dirección. Las
seducciones humanas, y tal vez alguna asociación religiosa pueden detenernos en
este punto, y hasta que no estemos libres de ellas el Espíritu no continuará
guiándonos a toda la verdad. Por lo visto, los cristianos tienen un pobre
concepto de lo mucho que puede ser impedida un alma en su progreso hacia la
verdad cuando tiene ataduras que las Escrituras desaprueban.
No solo dice el Señor que el Espíritu hace de guía, sino que repite tres veces:
«Él os enseñará» (vv. 13,14,15). Nosotros no podemos ser nuestra propia guía a
toda la verdad, ni podemos enseñarnos a nosotros mismos las cosas que han de
venir, ni tampoco las que conciernen a Cristo. Dependemos enteramente del
Espíritu, de ahí que rehusemos muy a nuestro pesar cualquier cosa que vaya a
sernos lazo contra el Espíritu cuando este quiera guiarnos a la bendición plena.
Con todo detalle el Señor nos cuenta el carácter tripartito de la bendición a la
que nos guiará el Espíritu. Primero, el versículo 13 nos habla de lo que ha de
venir; luego, en el versículo 14 leemos de las glorias de Cristo, y finalmente,
en el versículo 15, pone delante de nosotros «todo lo que tiene el Padre». Esta
es la bendición a la que el Espíritu quiere guiarnos si no se lo impedimos, pues
quiere revelarnos toda la dicha del mundo venidero, tomar de las glorias de
Cristo y mostrarnos toda la variedad de los consejos del Padre que tienen a
Cristo como centro.
Ojalá pudiera comprenderse con toda plenitud que existe un mundo de felicidad
totalmente inalcanzable para la vista, más allá de donde llega la mente humana:
«Cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni han subido al corazón del hombre,
son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a
nosotros por medio del Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun las
profundidades de Dios» (1ª Cor. 2:9,10).
El día nuevo
Juan 16:16-33
El Señor ha terminado la parte de su discurso en que revela a los discípulos la
gran luz de su mente como resultado de la venida del Espíritu Santo. A medida
que termina, Él ya no habla del Espíritu, sino de aquel día —el nuevo día que
amanecerá—, con la nueva revelación de Sí mismo en resurrección (16-22), el
carácter nuevo de comunión que tendrán con el Padre (23-24) y la nueva forma con
la que el Señor se comunicará con ellos (25-28).
Haremos bien en recordar que los dos acontecimientos que distinguen aquel día
son la partida de Cristo para estar con el Padre, y la venida del Espíritu para
morar en los creyentes. En la parte del discurso que aquí acaba, aquel día es
visto en relación con la venida del Consolador. En esta última parte, aquel día
se contempla en relación con Cristo, que va al Padre, y con todo lo que tiene
que ver con su lugar con el Padre.
v. 16. Ante la mirada de los discípulos se han sucedido maravillosas
comunicaciones de las glorias venideras que se revelarán con el poder del
Espíritu, pero como los últimos momentos con los discípulos tocan a su fin ellos
solo tienen a Jesús como el Objeto de sus afectos. El Espíritu les descubrirá
estos afectos, pero no será como Jesús el objeto de los mismos. Así es como el
Señor mantiene ocupados sus corazones con Sus cosas, cuando les dice: «Todavía
un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis». De estas palabras
también se desprende el hecho de que los hace partícipes de los grandes sucesos
que están aproximándose, y prepara sus corazones para los cambios que se
producirán.
vv. 17-18. Las palabras del Señor originan ansiosas consultas entre los
discípulos, poniendo de manifiesto que todas sus afirmaciones eran para ellos un
misterio. Es de destacar que a medida que progresan los discursos escasean las
palabras de los discípulos. Cinco de ellos hablan en alguna ocasión, pero desde
que abandonan el aposento alto no se oye otra voz que la del Señor. Cuando se
revelaban las verdades sobre la venida del Espíritu, ellos escuchaban en
silencio lo que no sabían comprender. Ahora, cuando el Señor vuelve a hablar de
Él, sus corazones son estimulados a conocer el significado de Sus palabras.
Hablan entre ellos y dudan de si deben expresar al Señor aquello que tienen
dificultad para comprender.
vv. 19-22. El Señor se adelanta a su deseo de preguntarle lo que significan Sus
palabras, y así no solo arroja más luz sobre lo que ya ha dicho sino que además
les explica lo cambiados que se volverán sus corazones, afectando por igual
dolor y alegría debido a los grandes acontecimientos que se sucederán muy
pronto.
Las palabras del Señor hablan claramente de dos intervalos de tiempo, dando a
entender que pronto los discípulos no le verán, y que le verían otra vez. A la
luz de los sucesos que llegan, es como si pudiéramos deducir de estas palabras
que hubo unos breves momentos antes de que el Señor dejara a los discípulos y
desapareciera de la vista de los hombres para entrar en las tinieblas de la cruz
y la tumba. Tras el segundo todavía un poco, los discípulos verían al Señor, no
como en los días de su carne, sino resucitado. Si no como en los días de su
humillación, lo verían para siempre en la nueva y gloriosa condición de la
resurrección, una vez traspasadas la muerte y la sepultura. Sería el mismo Jesús
que habitó entre ellos y llevó sus debilidades, quien sostuvo su fe y ganó sus
corazones el que ahora vendría y se pondría en medio de ellos, diciéndoles:
«Mirad mis manos y mis pies, que soy yo mismo».
Les dice cuánto les va a afectar estos cambios, en lo que se refiere al dolor y
gozo que experimentarían. El pequeño intervalo en que no le verán será un tiempo
de gran pesar para los discípulos, un tiempo de duelo y lamentación para uno que
ha muerto y cuya sepultura significa el fin de todas sus esperanzas terrenales.
El mundo, desde luego, se alegraría pensando que había obtenido una victoria
sobre Aquel cuya presencia dejaba en evidencia sus malas acciones. Pero cuando
el pequeño intervalo terminara, el dolor de ellos se convertiría en gozo.
Para hacerles entender estos acontecimientos, el Señor utiliza la ilustración de
la mujer que da a luz. El dolor de parto tan extremado, y la transformación de
la angustia en gozo por el recién nacido plasman con exactitud la súbita
pesadumbre de los discípulos para el momento en que el Señor hubiera pasado a la
muerte, y el cambio repentino que sufrirían cuando le vieran otra vez resucitado
como el Primogénito de los muertos.
Cuando el Señor aplica esta ilustración detalla más sus palabras, diciendo: «Me
veréis»; y después añade «Os veré otra vez». El mundo no le vería, ni Él tampoco
vería al mundo. Solo a los suyos: «Y entonces aconteció que Jesús se puso en
medio, y les dijo: Paz a vosotros. Y, dicho esto, les mostró las manos y el
costado. Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor» (Juan 20:19,20).
La visión de la que habla el Señor no creo que pueda reducirse a las visitas
fugaces durante los cuarenta días después de la resurrección. Se ha dicho con
acierto: «el Señor resucitado y vivo se mostró a los sentidos de la vista para
quedarse ante la mirada de la fe, no como recuerdo sino como presencia. Era una
visión que no podía disminuir en intensidad ni perder su forma, pues fue más
manifiesta cuanto más espiritual se ha-cía». Para todo el tiempo que dura su
ausencia y nuestra permanencia en la tierra, las palabras del Señor siguen
siendo las mismas desde la gloria: «Me veréis» y «Yo os veré». Al mirar
firmemente en esa gloria, Esteban dice: «He aquí veo los cielos abiertos y al
Hijo del Hombre de pie a la diestra de Dios». Una vez más, el autor de la
epístola a los Hebreos dice: «Vemos a Jesús… coronado de gloria y de honra».
Esta es la visión especial que da la seguridad del gozo del creyente. «El Señor
vivo es el gozo de su pueblo; y como su vida es eterna este gozo permanece como
algo seguro». El Señor dice, como consecuencia: «Nadie os quitará vuestro gozo».
vv. 23-24. El Señor acaba de hablar de su nueva revelación en el día nuevo que
pronto amanecerá. Ahora habla del nuevo carácter que la comunión tendrá adaptada
al nuevo día. «En aquel día —dice el Señor— no me preguntaréis nada». Esto no
significa que no nos dirigiremos al Señor, sino más bien que tendremos acceso
directo al Padre. Marta desconocía el concepto de hablar directamente al Padre,
porque ella dijo: «Sé ahora que cualquier cosa que pidas a Dios, Dios te la
dará» (Juan 11:22). Ahora es diferente, no tenemos que apelar al Señor para que
vaya al Padre rogando de nuestra parte, sino que nosotros tenemos el privilegio
de pedir directamente al Padre en el nombre de Cristo. Hasta aquí los discípulos
no habían pedido nada en Su nombre, pero en aquel día ellos lo harían y el Padre
les respondería, para que su gozo fuera completo. Al utilizar estos vastos
recursos a su disposición, ellos hallarían la plenitud del gozo.
v. 25. Dicho esto, las comunicaciones tendrán un nuevo carácter de parte del
Señor. Hasta este momento ha dado casi toda su enseñanza en forma de parábolas o
alegorías. En el día que pronto iba a amanecer, Él hablaría del Padre sin
tapujos. Así fue en la resurrección, cuando envió un mensaje claro y conciso a
los discípulos: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».
vv. 26-28. Si bien el Señor nos explicará con claridad acerca del Padre, no será
necesario que Él le ruegue por nosotros como si el Padre desconociera nuestras
necesidades, o porque no tengamos acceso directo a Él, pues el Señor dice: «El
Padre mismo os ama». El Padre tiene todo su profundo interés puesto en los
discípulos y los ama, porque ellos amaron a Cristo y creyeron que Él vino de
Dios.
Esta parte del discurso concluye con la afirmación de las grandes verdades en
las que se basa toda la superestructura del cristianismo. «Salí del Padre, y he
venido al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre». La cristiandad
profesante, a la que no le duelen prendas para alabar la vida perfecta de
nuestro Señor, está abandonando con rapidez las santas demandas que esta
afirmación implica. La afirmación de Su origen divino, de Su misión en el mundo
y Su regreso al Padre pone fin a la enseñanza de los discursos.
vv. 27-32. Las palabras del final no son tanto una enseñanza como una
advertencia contra la flaqueza de los discípulos, seguidas de una palabra que
revela los sentimientos del corazón del Señor, y una última palabra de ánimo.
En presencia de esta plena afirmación de la verdad, los discípulos dicen: «He
aquí que ahora hablas claramente, y no dices ninguna alegoría». La verdad que
habían podido apreciar vagamente se vuelve ahora clara y precisa con las
sencillas palabras del Señor. Qué poco comprendían el camino de la muerte que el
Señor tomaba para ir al Padre. El Señor dice: «¿Ahora creéis?» Sí creían, pero
como suele ocurrirnos a nosotros, sa-bían muy poco lo débiles que eran. El Señor
tiene que advertirles de que se acercaba la hora, y desde luego sabrían de su
llegada cuando todos fueran dispersados a su lugar de origen y dejaran solo a
Aquel en quien habían profesado su fe.
Llega el momento en que los compañeros que ha tenido en vida piensan solo en
ellos y le dejan solo en la hora de la prueba, pero Él se proveerá de una nueva
compañía que le amará y le seguirá. «El Padre está conmigo». Como en los viejos
días de aquella escena que era la sombra de otra mayor, vemos a Abraham e Isaac
andando juntos al monte Moria: «E iban ambos juntos» (Gén. 22:6). Ahora el Padre
y el Hijo irán juntos al aproximarse el gran sacrificio.
v. 33. Si el Señor les avisa de sus debilidades, Él no les dejará sin una última
palabra de ánimo y consuelo. Por muchos que sean los fallos que tengamos que
deplorar en nuestra vida, y las pruebas que todavía tengamos que pasar en el
mundo, en Cristo tendremos paz. Los discípulos verán muchos defectos en ellos y
el mundo los cuestionará, pero en Cristo tendrán un recurso infalible y le
podrían confiar su corazón para obtener la paz perfecta. El mundo podía vencer a
los discípulos, como se comprobará en breve, pero Cristo ha vencido al mundo.
Tanto los discípulos como nosotros podemos tener buen ánimo, porque Aquel que
nos ama y vive por nosotros y el que viene a socorrernos es el que ha vencido al
mundo. Al llegar a su final, los discursos nos dejan una palabra de ánimo que
nos eleva por encima de nuestros fallos y dejan que contemplemos las victorias
del Señor.
JUAN 17
Introducción
El ministerio de gracia de Cristo
ante el mundo ha finalizado, y los discursos de amor a los discípulos han
terminado. Estando todo concluido en la tierra, el Señor dirige la mirada al
cielo, el hogar al que pronto entrará. Hemos escuchado las palabras del Señor
que Él hablaba a los discípulos del Padre, y ahora es nuestro el privilegio de
escuchar las palabras del Hijo cuando habla al Padre en relación con ellos. Esta
oración es un ruego singular como no hay otro entre todas las oraciones, con
motivo de la gloriosa Persona que la pronuncia. Solo una Persona divina pudo
decir: «Para que sean uno, así como nosotros»; «que ellos sean uno en nosotros».
Dichas expresiones jamás brotaron de labios humanos. Neguemos la deidad de su
persona y estas palabras devendrán las blasfemias de un impostor. La oración es
singular también con motivo de su carácter único. Se ha señalado que «no tiene
ecos de confesión alguna de pecado, ningún tono de sentimiento de culpa o
defecto, ninguna insinuación de inferioridad ni súplicas de auxilio».
Nos sentimos atraídos por su claridad al escuchar a Uno que habla de una
eternidad anterior a la fundación del mundo, en la que tuvo parte en un pasado
glorioso. Le oímos hablar de su camino perfecto en la Tierra y nos transporta
hasta los días apostólicos el que conoce el futuro como un libro abierto. Al
expresar sus deseos para los que creerán en Él por las palabras de los
apóstoles, escuchamos palabras que abarcan todo el periodo del peregrinaje de la
Iglesia en la Tierra. Finalmente, somos llevados en pensamiento a una eternidad
aún futura, cuando estaremos con Cristo y seremos como Él.
Mientras prestamos atención a los solícitos deseos del corazón del Señor,
sentimos que estos tienen en cuenta nuestro paso por este mundo, pero sin
embargo somos transportados más allá del tiempo para contemplar la inmutabilidad
de la eternidad. Y no obstante la necesidad del lavamiento de pies y de la
aportación de fruto y del privilegio de testificar y sufrir por Cristo, hay
cosas más importantes que, aunque podamos conocer y gozar en el tiempo,
pertenecen a la eternidad. La vida eterna, el nombre del Padre, las palabras y
el amor del Padre, el gozo de Cristo, la santidad, la unidad y la gloria, etc.,
son cosas que perdurarán cuando el tiempo haya dejado de existir junto con el
lavamiento de pies, las oportunidades de servicio, las pruebas y los
padecimientos.
Escuchando esta oración vemos cuáles son los deseos del corazón de Cristo, de
manera que el creyente puede expresar: «sé cuáles son los deseos de Su corazón
para mí». Y así es como debe ser, ya que la oración perfecta expresa los deseos
del corazón. Nuestras oraciones son a menudo formales y solo vienen a expresar
aquello que nos gusta que otros piensen que se trata del deseo de nuestro
corazón. Pero en esta oración no existe ningún elemento de formalidad, es
perfecta como Aquel que la hace.
En la oración se presentan muchas peticiones al Padre, que al parecer caen bajo
tres deseos predominantes del Señor, y que trazan las principales divisiones de
la oración.
Primero, está el deseo de que el Padre sea glorificado en el Hijo (vv. 1-5).
En segundo lugar, el deseo es de que Cristo sea glorificado en los santos (vv.
6-21).
Y el tercer y último deseo es que los santos sean glorificados con Cristo.
El Padre glorificado en el Hijo
Juan 17:1-5
Toda expresión de rogativas ofrecidas en los primeros cinco versículos del
capítulo 17 tienen como objeto la gloria del Padre. Ya sea que la oración tenga
presente al Hijo en la tierra o sobre la cruz (entre cielo y tierra), su primer
gran deseo es el de glorificar al Padre. Un motivo así de puro es incomprensible
para el hombre caído, pues lo natural sería que pensara en utilizar su poder
para glorificar el yo. Esto fue lo que pensaron sus hermanos en la carne cuando
dijeron: «Si haces estas cosas, manifiéstate al mundo» (Juan 7:4). ¿Qué
significa esto sino lo mismo que decir «utiliza tu poder para glorificarte»? ¿No
demuestra que el hombre utiliza el poder que le confían sus semejantes para
glorificarse a sí mismo? La primera cabeza del poder gentil logra caer con estas
palabras: «¡Mirad la gran Babilonia que he construido como capital del reino, la
he construido con mi gran poder, para mi propia honra!» (Dan. 4:30, NVI). Todo
el cielo se une para decir: «El Cordero que ha sido inmolado es digno de tomar
el poder», pues únicamente Él utiliza el poder para la gloria de Dios y la
bendición del hombre. El Señor desea una gloria mayor que la que pueda ofrecer
este mundo, pues dice: «Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria
que tuve contigo antes que el mundo existiese». Con esta gloria mayor Él desea
poder glorificar al Padre.
v. 2. El poder ya se le había dado en la Tierra, y lo manifestó resucitando a
Lázaro y usándolo para la gloria de Dios: «¿No te he dicho que si crees verás la
gloria de Dios?» (Juan 11:40). El Señor ruega ahora por una gloria que se
corresponda con la de su poder, un poder que le había sido dado sobre toda carne
para glorificar a Dios llevando a cabo los propósitos divinos. En este mundo
vemos el terrible poder de la carne energizada por Satanás; sin embargo, y para
nuestro consuelo, sabemos por esta oración que un poder más elevado le ha sido
dado al Señor a fin de que ningún otro, por maligno que sea, impida a Cristo
llevar a cabo los consejos de Dios de dar la vida eterna a cuantos el Padre ha
querido dar al Hijo.
v. 3. Esta vida tiene su colofón en el conocimiento y gozo de nuestras
relaciones con el Padre y con el Hijo; no es como la vida natural, que se limita
al conocimiento y disfrute de las cosas naturales y a las relaciones humanas.
Esta vida, no confinada a la tierra ni ligada al tiempo, ni a la que la muerte
tampoco puede poner fin, nos capacita para conocer y gozar de la comunión con
las Personas divinas y nos transporta fuera del mundo, dejando atrás esta
tierra, para cruzar los límites del tiempo y alcanzar las regiones de la gloria
eterna.
v. 4. Si el deseo del Señor es glorificar al Padre en el nuevo lugar en el
cielo, esto ya lo ha hecho en su camino terrenal y con sus padecimientos en la
cruz. ¿Quién, salvo el Señor, podía mirar al cielo y decir al Padre «te he
glorificado en la tierra»? El hombre caído, que fue hecho a imagen y semejanza
de Dios como verdadero representante suyo ante el Universo, le ha deshonrado en
la tierra. Si el mundo tiene que formarse una idea de Dios a partir del hombre
caído, la conclusión a la que llegará será que es un Ser cruel, egoísta y
rencoroso que carece de sabiduría, amor o compasión. Esta es, desde luego, la
terrible conclusión que alcanzaron los paganos asumiendo que Dios debía de ser
igual a ellos, lo que explica que se hicieran dioses crueles, egoístas e
indeseables: «Cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen
de hombre corruptible». En lugar de glorificar a Dios con una representación
verdadera de Él, el hombre le ha traído deshonra en esta tierra. Si nos volvemos
del hombre caído al Hombre Cristo Jesús —el Hijo— vemos a Uno que glorificó a
Dios con cada paso que dio. No bien hubo nacido, las huestes celestiales dijeron
al contemplar a su Hacedor: «Gloria a Dios en las alturas». Al final de su
camino, el Señor dice al Padre: «Te he glorificado en la tierra». Él manifestó
de manera plena el carácter de Dios y mantuvo en integridad todo lo que era
debido a Él, su gloria delante de todo el Universo. Dios fue manifestado en
Cristo encarnado, visto de los ángeles y de los hombres.
Cristo no solo le glorificó en su camino terrenal, sino que además le glorificó
en la cruz: «He llevado a término la obra que me diste a realizar». Allí fue
donde mantuvo la justicia de Dios en relación al pecado y donde exhibió el amor
de Dios al pecador.
Cristo habla aquí de la humanidad perfecta con la que Él se humanó. Como Hombre
glorificó a Dios y consumó la obra que le había encomendado, y como creyentes
tenemos el privilegio de andar como Él anduvo. Estamos aquí para manifestar la
gloria de Dios y acabar la obra que se nos ha encomendado, sin olvidar jamás que
la obra que Él vino a hacer es independiente de la nuestra. Nadie excepto el
Hijo pudo emprender y consumar esta gran obra.
v. 5. En este versículo escuchamos las peticiones de las que el hombre no
participa. El Señor habla aquí como el Hijo eterno y presenta dichas peticiones
de las que solo Uno que es Dios puede participar. En primer lugar, dice el
Señor: «Padre, glorifícame tú». Nosotros deseamos poseer nuestros cuerpos
gloriosos para que Cristo sea glorificado en nosotros (2ª Tes. 1:10) y así poder
decir «glorifica a Cristo en mí», pero aparte de una Persona divina ¿quién más
pudo decir «glorifícame»?
En segundo lugar, la oración se eleva a un plano superior, porque el Señor
añade: «Al lado tuyo». Solamente el Hijo eterno, que moraba en el seno del
Padre, podía pedir aquella gloria en proporción con la del Padre. Aquel que
habla de esta manera reclama para sí la igualdad con Él.
Cuando el Señor procede a hablar de «aquella gloria que tuve» se refiere a una
gloria que Él poseía en la eternidad como Persona divina, no una gloria que Él
recibió, sino la que Él ya tenía. Por eso dice «aquella gloria que tuve
contigo», una expresión que no solo implicita la divinidad de su Persona, sino
también a una Persona distintiva en el seno de la Deidad. Finalmente, hace
referencia a esta gloria como la gloria que Él tenía con el Padre antes de que
el mundo existiera. Una gloria fuera del tiempo perteneciente a la eternidad, y
Él era una Persona divina, distintiva y eterna de la Deidad. Se ha dicho con
acierto: «le escuchamos hablar con la plena conciencia de que Él mismo era antes
de que el mundo fuera, y de una gloria que Él tenía como suya en la comunión
eterna con Dios».
Cristo glorificado en los santos
Juan 17:6-21
El primer deseo que el corazón de Cristo antepone a todos los otros deseos es
asegurar la gloria del Padre. Este es el objetivo importante en la primera parte
de la oración. El segundo deseo del corazón de Cristo es que Él sea glorificado
en sus santos: «He sido glorificado en ellos». Al parecer, este subyace a las
peticiones en este nuevo apartado de la oración.
En su andar en la tierra el Señor glorificó al Padre en el cielo. Ahora, cuando
toma su lugar allí, desea que los discípulos le glorifiquen en su camino
terrenal, así que pone felizmente sus pies en el camino que Sus pasos habían
hollado anteriormente delante del Padre.
vv. 6-8. En los versículos de esta parte de la oración el Señor llama por su
nombre a quienes Él pone en oración, y presenta las características que los hace
tan estimados haciendo la oración en su honor.
Ellos son una compañía de gente que ha sido sacada del mundo y dada a Cristo por
el Padre, y a raíz de ello son amados por Cristo como el don que el Padre le ha
dado. El Señor también manifestó a esta compañía el nombre del Padre. En las
Escrituras, el nombre nos habla de la personalidad de la persona que es
portadora del mismo. Cuando Moisés es enviado por Jehová a Israel, él alega que
le preguntarán sobre el nombre del que le envía, lo que equivale decir que si
les decía Su nombre ellos sabrían quién era el que le enviaba. Así, manifestar
el nombre del Padre es declarar a todo el mundo lo que Él es.
No solo ha declarado el Señor al Padre, sino que además dio a sus discípulos las
palabras que su padre le dio a Él. Compartió con ellos las comunicaciones que
recibió del Padre para que supieran cómo es en todo su amor y santidad, además
de conocer su mente a través de estas palabras. Si la palabra revela lo que es
Él, las palabras revelan su mente y pensamientos.
Son una compañía que por gracia ha respondido a estas revelaciones. El Señor
dice de ellos que «han guardado tu palabra»; «han conocido que todas las cosas
que me has dado proceden de ti»; «les he dado las palabras que me diste, y ellos
las recibieron».
vv. 9-11. Habiendo nombrado así a quienes son objeto de su oración, el Señor nos
revela el porqué ruega por ellos. Teniendo siempre al Padre presente, el Señor
declara tuyos son como la primera razón para rogar por ellos. Antes ya ha-bía
dicho: «Tuyos eran, y me los diste», pero sigue diciendo tuyos son. Nunca
cesaron de ser del Padre porque Él se los hubiera dado al Hijo, todo lo
contrario. «Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío». Sobre esta doble afirmación
rica en significado se sabe que Lutero dijo una vez: «todos podrían correr a
decir a Dios “todo lo mío es tuyo”, pero ningún ser creado podría ir más allá y
decir “todo lo que es tuyo es mío”. Son palabras solo para Cristo».
Una segunda razón importante para rogar por sus discípulos fue que Él dijo: «He
sido glorificado en ellos». Nosotros somos dejados en este mundo como
representantes de Aquel que ha ido a la gloria, y la medida con que su pueblo le
ve a Él es la medida con la que Él es glorificado ante el mundo.
Hay otra razón que suscita la oración del Señor. Cristo ya no está en el mundo
para proteger a los suyos con su presencia real. Él va al Padre mientras ellos
son dejados en medio de un mundo de maldad que odia a Cristo. Por lo tanto, es
necesaria la oración que el Señor hace en nombre de ellos.
v. 11. En la última parte del versículo pasamos de escuchar las razones para la
oración del Señor a escuchar determinadas peticiones que le hace al Padre, y que
tienen cuatro rasgos principales. En primer lugar, se desea que los discípulos
sean guardados en santidad; en segundo lugar, que sean uno, y después guardados
del mal; y por último, que sean santificados. Al instante nos damos cuenta de lo
necesarias que son estas peticiones, pues si Cristo tiene que glorificarse en
los suyos es preciso que ellos sean de una naturaleza santa, unidos de corazón y
separados del mal, santificados para el uso que el Señor quiera hacer de ellos.
La primera petición es que sus discípulos sean guardados de acuerdo al nombre
del Padre Santo. Esto implica el mantenernos en la santidad que demanda su
naturaleza. Pedro, en su epístola, debió pensar en ello al exhortar a quienes
invocan al Padre para que sean santos en todas las esferas de su vida.
Con el segundo deseo que expresan las palabras «que también ellos sean uno en
nosotros», se insta a recordar que la santidad precede a la unidad, pues existe
el peligro de buscar la unidad sacrificando la santidad. Esta es la primera de
las tres unidades a las que hace referencia el Señor en la oración. Se trata,
ante todo, de la unidad de los apóstoles. El Señor desea que ellos sean «uno
como Nosotros». Esta es una unidad de objetivos, pensamientos y propósitos, como
la que existía entre el Padre y el Hijo.
vv. 12-14. Entre la segunda y tercera petición se nos permite escuchar al Señor
presentando al Padre las razones por su intercesión. Mientras estaba en el
mundo, Él guardó a los discípulos en el nombre del Padre y de todo el poder del
enemigo. Ahora que el Señor iba al Padre, Él permite que escuchemos sus palabras
y nos demos cuenta de que no levanta su guardia, aunque sí cambie de método.
Antes de ir al Padre, Él quiere que sepamos que somos puestos bajo el cuidado
tierno del amor paterno, lo cual lograría que el gozo de Cristo se cumpliera en
los discípulos. Así como Él anduvo gozando descubiertamente del amor del Padre,
quiere que nosotros andemos gozándonos también de saber que el Padre nos cuida y
nos ama con el mismo amor inmutable y eterno con que nos ha amado el Hijo.
El Señor ofrece a los discípulos la palabra del Padre, la revelación de Sus
consejos eternos. Al entrar nosotros en estos consejos bebemos del manantial de
sus delicias, que al ensanchar su cauce nos transporta a través de las edades
milenarias hasta llegar al océano de la eternidad. Los discípulos no solamente
se gozarían de saber, como el Hijo, que estaban bajo el amor protector del
Padre, sino que también iban a conocer la bendición que ese amor se ha propuesto
darles.
Si ellos gozaron de la porción del Hijo ante el Padre, también gozarían de su
porción en relación con el mundo. El mundo odiaba a Cristo porque no era de él,
ya que Él y el mundo no te-nían nada en común. Fue un extraño motivado y
gobernado por objetivos totalmente ajenos a este mundo. Si le odiaron y no le
comprendieron, nosotros también seremos odiados por el mundo si seguimos Su
camino.
Los discípulos son felizmente puestos ante el Padre en la misma posición que
ocupaba el Hijo delante de Él como Hombre en la Tierra. El nombre del Padre se
revela a ellos, la palabra del Padre les es ofrecida y el cuidado paterno es
otorgado como garantía. El gozo de Cristo es también el de ellos. El desprecio y
la extranjería de Cristo son su porción en este mundo.
vv. 15-16. El Señor continúa con sus peticiones. Las dos primeras están
relacionadas con cosas que Él desea que los discípulos hagan suyas: la santidad
y la unidad. Las dos últimas están más relacionadas con cosas que Él desea que
ellos rehúyan. Ruega por que los discípulos sean guardados del mal del mundo, no
que sean sacados de él (pues el momento no había llegado aún), y Él tenía
trabajo que darles. Sin embargo, la maldad del mundo será siempre un peligro
constante para ellos, por eso ruega que los guarde del mal.
v. 17. Una separación del mal real no es suficiente, y por eso el Señor ruega
también por nuestra santificación. La verdad determinante de la santificación no
es meramente la separación del mal, sino más bien la devoción y disponibilidad
que se tienen para Dios. La santificación por la que Él ruega no es la
santificación absoluta que Su muerte nos asegura y que nos es presentada en la
epístola a los Hebreos. En la oración vemos que se trata de la santificación
práctica que nos hace desposeernos de todo aquello que no es propio de Dios en
nuestros pensamientos, costumbres y maneras prácticas, a fin de poder ser
«santificados, útiles para el Dueño» (2ª Tim. 2:21).
Deducimos de las palabras del Señor que hay dos maneras de efectuar en la
práctica esta santificación. Primero, es por la verdad. El Señor habla de ella
como su palabra, es decir, la palabra del Padre. Toda la Escritura es la Palabra
de Dios, pero la palabra del Padre es más probable que tenga en vista el Nuevo
Testamento, que revela el nombre, la mente y el consejo del Padre. Toda
declaración del nombre de Dios exige una correspondiente separación del mundo y
la santificación para Él. Dios declaró a Abraham: «Yo soy el Dios Todopoderoso;
anda delante de mí y sé perfecto» (Gén. 17:1). A Israel se le reveló como
Jehová, y Dios miró que los caminos de Israel se correspondieran con este
nombre. Tenían que temer este nombre «glorioso y terrible» (Dt. 28:58). ¡Con
razón de más debía haber una santificación que se correspondiera con la plena
revelación de Dios como Padre!
v. 18. Esta separación del mal y la santificación para Dios tienen como
propósito que el servicio de los discípulos sea moralmente apropiado a la hora
de desempeñar su misión. Esto es lo que interpretamos por las palabras del
Señor: «Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo». El Señor
veía a los discípulos como Él en Su posición delante del Padre; ahora los ve
ocupando Su lugar delante del mundo.
v. 19. Hay otra forma con la que el Señor efectúa nuestra santificación
práctica. El versículo 17 nos explica el efecto santificador de la verdad. Aquí
habla de santificarse a sí mismo para que nosotros seamos santificados por la
verdad. El Señor se separa en la gloria para convertirse en el objeto que atrae
nuestros corazones fuera de este mundo presente. Poseemos no solamente la verdad
que ilumina nuestras mentes, que escudriña nuestras conciencias y nos da ánimos
en el camino, sino que también tenemos con Cristo en la gloria a una Persona
divina que ejerce un poderoso control en nuestros corazones. Atraídos por sus
excelencias y guardados por su amor, nos veremos cada vez más santificados por
la verdad que se manifiesta en Él de manera tan expresiva.
vv. 20-21. Llegados a este punto de la oración, el Señor piensa en todos
aquellos que creerán en Él por la palabra de los apóstoles. Contempla todas las
épocas y reúne bajo la esfera de sus peticiones a aquellos que formarán su
asamblea. En relación con este círculo mayor el Señor añade una segunda petición
de unidad, algo diferente de la primera, donde la unidad quedaba limitada a los
apóstoles e instaba a que fueran «uno como Nosotros». Esta vez se contempla un
círculo más amplio, para que ellos puedan ser «uno en Nosotros». Es una unidad
formada por el común interés de ellos en el Padre y el Hijo. En la posición
social que ocupen, y entre sus capacidades intelectuales y posesiones materiales
podrán existir, y de hecho existirán, grandes diferencias, pero el Señor ruega
que «en Nosotros» —en el Padre y el Hijo— ellos puedan ser uno. Esta unidad
tenía que ser un testimonio al mundo y una prueba evidente de que el Padre tuvo
que haber enviado al Hijo para efectuar un resultado así. ¿No fue Pentecostés,
en parte, una respuesta a esta oración cuando «la multitud de los que habían
creído era de un corazón y un alma»?
Los santos glorificados con Cristo
Juan 17:22-26
Al comenzar su oración, el Señor ruega por la gloria del Padre. Más adelante
piensa en los suyos rogando por que en el tiempo de su ausencia ellos puedan ser
guardados para Su gloria, y que Él sea glorificado en los santos. Al concluir la
oración el Señor lleva sus pensamientos a la gloria que ha de venir y ruega que
los Suyos sean glorificados con Él.
v. 22. Con este fin en vista, el Señor dice: «Yo les he dado la gloria que me
diste». La gloria que se da a Cristo como Hombre es la que Él asegura y comparte
con los suyos. Es la gloria que Él les ha dado para que sean una unidad, que de
tan perfecta como es nada menos que la unidad entre el Padre y el Hijo puede
serles de modelo. Dice el Señor: «Para que sean uno, así como nosotros somos
uno».
v. 23. Las palabras que vienen ahora nos explican cómo los santos llegan a ser
perfectamente uno (versión «Dios Habla Hoy»), y también la gran meta para la que
ellos son hechos uno. El Señor indica cómo se realiza la unidad: «Como tú, oh
Padre, en mí, y yo en ti». Estas palabras nos dirigen a la gloria cuando Cristo
será perfectamente manifestado en los santos de igual manera que el Padre es
manifestado perfectamente en el Hijo. ¿Qué es lo que ha echado a perder la
unidad de los santos de Dios dividiéndolos y dispersándolos por toda la tierra?
¿No lo ha causado la permisividad de nuestras vidas con todo aquello que no es
de Cristo? Si en un momento dado todos los santos hubieran expresado solamente a
Cristo apenas se habría notado lo suficiente la unidad de la que habla el Señor
en estos versículos, ya que se necesitará nada menos que la compañía entera de
los santos en la gloria para manifestar de manera apropiada la plenitud de
Cristo (Ef. 1:22,23). Cristo, y solamente Él, será así visto en su pueblo hasta
que todos nosotros «lleguemos a la unidad de la fe y del pleno conocimiento del
Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro, a la medida de la edad de la
plenitud de Cristo» (Ef. 4:13). Los santos que estuvieron alejados y divididos
en la Tierra serán «perfectamente uno» en la gloria. «Juntamente dan voces de
júbilo; porque ojo a ojo verán que Jehová retorna a Sión» (Is. 52:8).
La gran meta de esta unidad perfecta es la manifestación de la gloria de Cristo
ante el mundo como Aquel que el Padre envió, así como el amor del Padre por los
discípulos. Cuando el mundo vea a Cristo exhibido en gloria, y en su pueblo,
sabrán que al que ellos despreciaron y aborrecieron era realmente quien el Padre
envió, y se darán cuenta de que los santos de Cristo a los que ellos rechazaron
y persiguieron son amados por el Padre con el mismo amor con que el Padre ama a
Cristo.
v. 24. Hay una gloria que está más allá de la gloria que se manifestará al mundo
y de la bendición milenaria de la tierra. Es la gloria de un círculo íntimo de
bendición celestial, donde los santos tendrán su parte. El Señor dice de ellos:
«Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén
conmigo». El Señor había revelado muy anteriormente en sus discursos el gran
deseo de su corazón para recibirnos, para que donde Él está podamos nosotros
estar. Y una vez más, al tocar la oración a su fin, se nos recuerda el deseo de
su corazón.
Aunque será nuestro el privilegio de estar con Él allí, siempre habrá una gloria
personal que pertenecerá a Cristo, y que nosotros contemplaremos pero nunca
compartiremos. Cristo, en calidad de Hijo, siempre tendrá su lugar exclusivo con
el Padre. Es una gloria y un amor especiales para Cristo, el amor que Él gozó
antes de la fundación del mundo. El conocimiento de esto es especial, pues el
Señor dice: «Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido».
Los santos conocerán que Aquel al que pertenecen esta gloria, amor y
conocimiento especiales es el mismo que fue enviado por el Padre para darle a
conocer. Lo que los distingue de este mundo decadente es que ellos saben
discernir que el Hijo fue quien el Padre envió.
v. 26. El Señor declara a los suyos el nombre del Padre, y la declaración del
nombre del Padre revela el amor paterno, así como el conocimiento de que este
amor, siempre disfrutado y conocido por el Señor en su camino, pueden conocerlo
y disfrutarlo sus discípulos. Si este amor está en ellos, Cristo —aquel que
declara el amor del Padre— tendrá un lugar en sus afectos y Él estará en ellos.
Al escuchar la última expresión de esta oración, el deseo que tiene Cristo de
estar en su pueblo llena nuestros pensamientos.
No hay ninguna duda de que el deseo de Su corazón será satisfecho en la gloria
venidera. Pero además, por todo aquello que se desprende de los últimos
discursos y de su última oración, Cristo debería ser vivamente manifestado en su
pueblo incluso ahora. Para este fin son lavados nuestros pies y consolados
nuestros corazones, llevan fruto nuestras vidas y son instruidas nuestras
mentes. Por ello, el Señor nos permite que escuchemos su última oración, que
termina con las palabras YO EN ELLOS.
Fuente:
SOBRE LOS HIJOS DE DIOS
Traducción: D. Sanz