SOBRE LOS HIJOS DE DIOS
Una Exposición de la Paternidad de Dios y las Relaciones con sus Hijos
por Edward Dennet
PREFACIO
El escritor ha procurado exponer en
los siguientes capítulos la verdad concerniente a la familia de Dios. Comienza
con Cristo como el revelador del Padre y después considera los distintos rasgos
de la familia presentados en las Escrituras. El tema es tratado a modo de
bosquejo, sin extralimitarse en su contenido y para alcanzar a un mayor círculo
posible de lectores.
Asimismo ruega muy encarecidamente su lectura, pues en medio de tantos debates
eclesiásticos con los que el pueblo de Dios está constantemente ejercitado este
tipo de estudios tiene la propiedad de alentar el corazón y dirigirlo hacia todo
el círculo de los afectos divinos, mientras que con la controversia se enfría y
estrecha sus paredes al no ser capaz de recordar las necesidades que tienen
todos los hijos de Dios. Provoca muchísimo dolor tener que apartarse, por causa
del Señor, de aquellos santos que andan desordenadamente (2 Ts 3:6), pero por
esta misma razón es muy necesario que nos acordemos de que nuestra deuda de amor
hacia ellos nunca puede ser olvidada. Las palabras del Señor son las mismas de
siempre: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he
amado» (Jn 15:12).
El autor ruega y confía en que al presentar la relación que todos los creyentes
tienen con el Padre, junto al hecho de que todos son el común objeto de Su
corazón, sirva para que una vez más el Espíritu Santo afiance en sus corazones
la Palabra del Señor.
Londres, 1883
CONTENIDO:
Capítulo 1 Cristo revela al Padre
Capítulo 2 Los hijos de Dios
Capítulo 3 El Espíritu de adopción
Capítulo 4 Aspectos en que se divide la familia de Dios
Capítulo 5 Rasgos de los hijos de Dios
Capítulo 6 Deseos del Padre para sus hijos
Capítulo 7 El gobierno del Padre para sus hijos
Capítulo 8 Privilegios de los hijos de Dios
Capítulo 9 Condición futura y hogar de los hijos de Dios
Capítulo 1
CRISTO REVELA AL PADRE
Dios se complace en revelarse de
varias maneras y bajo diferentes caracteres en cada época y en todas las
dispensaciones. Antes de la cruz, se dio a conocer a Adán, a los patriarcas y a
su pueblo Israel; pero no fue hasta la llegada de Cristo, quien glorificó a Dios
en la Tierra y consumó la obra que le había dado a hacer, que todo fue declarado
y el nombre de Dios Padre se reveló plenamente. Antes de ello, nubes y tinieblas
le cubrían, pero tan pronto como se hizo la expiación con la muerte de Cristo en
la cruz el velo fue rasgado y los creyentes pudieron ser establecidos en la
misma luz en la que Dios está. Las distancias y un Dios oculto quedaban ahora
suprimidos, y todo lo que Dios significa, junto al nombre de Padre, fue
plenamente manifestado. Cristo como el Hijo eterno, y como la Palabra que se
hizo carne y habitó entre nosotros, fue la revelación del Padre. Hasta el
descenso del Espíritu Santo no se encontraba, si es que lo había, ningún poder
en quienes tenían la oportunidad de discernir la revelación cuando pasaba ante
su mirada. Solo unos cuantos ojos ungidos contemplaron su gloria como la del
unigénito del Padre. Sin embargo, Juan no le conoció sino por la señal que dio
el Espíritu Santo al descender sobre su cabeza, y Felipe porque recibió la
siguiente amonestación: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre».
Prácticamente no existía ningún conocimiento de Dios como Padre hasta después de
Pentecostés. El lector lo comprenderá si resumimos un poco las sucesivas
revelaciones de Dios que fueron hechas a su pueblo en el Antiguo Testamento.
Dios dijo a Abraham: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé
perfecto» (Gn 17:1). A Moisés le fue dicho: «YO SOY EL QUE SOY…». Y dijo: «así
dirás a los hijos de Israel: el YO SOY me ha enviado a vosotros» (Éx 3:14).
Cuando Dios entró en distintas relaciones con su pueblo escogido lo hizo bajo el
nombre de Jehová, que fue el que utilizaba siempre para el pacto con Israel.
Escudriñad todo el Antiguo Testamento y no hallaréis más que cinco o seis veces
la palabra Padre aplicada a Dios. La mayoría de los casos presenta un
significado indicativo del origen o la existencia, más que de uno que habla de
una relación. Todos los santos del Antiguo Testamento eran, sin lugar a dudas,
nacidos de nuevo. Tenemos que insistir en este hecho, pues sin ninguna vida y
naturaleza nuevas no hubieran podido conversar con Dios. También es verdad que
nunca conocieron a Dios como Padre, y en consecuencia no disfrutaban de esta
relación. Una palabra de las Escrituras establece de manera definitiva y
concluyente este punto: «Nadie conoce perfectamente al Hijo, sino el Padre, y
ninguno conoce perfectamente al Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo
resuelva revelarlo» (Mt 11:27).
Tenemos abundantes pruebas de que Dios no fue revelado como Padre antes del
advenimiento de Cristo. Pasemos ahora al Nuevo Testamento, donde veremos, como
ya se ha dicho, que Cristo fue quien reveló al Padre, y es en el evangelio de
Juan que nos es presentado bajo este aspecto. En su primer capítulo se nos dice:
«A Dios nadie le ha visto jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del
Padre, él le ha dado a conocer» (v. 18). Esta escritura no solo nos informa de
que el Hijo unigénito declaró al Padre, sino que también nos enseña que ningún
otro, excepto Él, podía haberlo hecho con motivo de la posición que ocupaba de
un lugar de intimidad y comunión que únicamente Él gozaba, como lo expresan las
palabras «en el seno del Padre». Nunca abandonó este lugar, permanecía allí
(pues se trata de una expresión moral) tanto entonces como cuando era el varón
de dolores experimentado en quebranto, y como cuando poseía la gloria que tenía
con el Padre antes de que el mundo llegara a existir. Durante su muerte en la
cruz nunca dejó de estar allí, pues Él mismo dijo: «Por eso me ama el Padre,
porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar» (Jn 10:17). Se trataba de la
muerte en obediencia al mandamiento que recibió para facilitar, por así decirlo,
un nuevo motivo para la expresión del amor de su Padre. Vemos más adelante, en
este evangelio, que uno de los discípulos se inclinaba sobre el pecho de Jesús,
un vaso escogido para desarrollar en el evangelio que escribió la filiación
eterna del Cristo divino. En cierta medida, esto puede ayudarnos a comprender
que, nadie salvo Aquel que estaba siempre en el seno del Padre, pudo declararle
bajo este carácter y relación. En lo referente a las cosas divinas, el hecho de
que solo nosotros podemos explicar a los demás lo que hemos conocido en nuestras
almas constituye un principio inamovible. Si las cosas de que hablamos no tienen
ningún poder, las palabras no transmitirán ningún significado, por muy claras
que puedan ser. El Señor sentó este principio al decir: «Hablamos lo que
sabemos, y testificamos de lo que hemos visto» (Jn 3:11).
Indaguemos ahora la manera en que el Señor reveló al Padre. Él mismo nos dio la
respuesta: «Si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais» (Jn 8:19); y
vuelve a decirle a Felipe: «Si me conocieseis, también conoceríais a mi Padre; y
desde ahora le conocéis, y le habéis visto. Felipe le dijo: Señor, muéstranos el
Padre, y nos basta. Jesús le dijo: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y
no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo,
pues, dices tú: muéstranos el Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el
Padre está en mí? Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia
cuenta, sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras. Creedme que yo
estoy en el Padre, y el Padre en mí; si no, creedme por las mismas obras» (Jn
14:7-11).
Así pues, Cristo fue el conocimiento del Padre que, durante toda la vida que el
Hijo vivió aquí, pudo revelar. Fue la presentación moral y perfecta de todo lo
que es el Padre para cuantos tenían ojos para percibirlo: «Les he dado a conocer
tu nombre» (Jn 17:26).
El nombre en las Escrituras expresa la verdad sobre la persona, y en este
contexto significa, por cierto, la verdad del Padre. Mientras Cristo recorría
esta escena, cada aspecto y rasgo moral, así como todas las perfecciones de la
mente del Padre, de su corazón y carácter fueron plenamente manifestados, de tal
modo que si los ojos de los que le rodeaban hubieran estado ungidos habrían
percibido en Él su viva personificación. Para el ojo natural no se trataba más
que de Jesús de Nazaret, el hijo del carpintero, pero el ojo abierto por el
Espíritu Santo observaba en Él «la gloria como la del unigénito del Padre», y a
su revelador.
Vayamos a los detalles de esta magnífica revelación. El Señor señaló cuáles eran
los dos canales por los que fue hecha, y con la que poder expresar lo que es el
hombre. El pasaje citado expone que Él no habla las palabras por su propia
cuenta; y en un anterior pasaje dice: «No puede el Hijo hacer nada por su
cuenta, sino lo que ve hacer al Padre» (v. 19; ver también el cp. 8:28). Él no
dio origen —así queda afirmado— a sus palabras ni a sus obras. Si bien era el
Hijo eterno, no había venido a hacer su voluntad, sino la voluntad del que le
envió (cp. 6:38). Por este motivo, lejos de reafirmarse en su propia voluntad,
aunque fuera perfecta, cada palabra y obra suyas expresaban su obediencia a la
voluntad del Padre, también perfecta. Nunca habló ni actuó si no era en
dependencia del Padre y sujetándose a su voluntad. Por esta misma razón sus
palabras y obras eran la revelación del que le envió.
Esta característica exhibe una bendita verdad acerca de Él, así como un
lamentable contraste respecto a nosotros. Siendo Él perfecto, sus palabras eran
igual de perfectas que sus obras, así que cuando los judíos le preguntaron «¿tú
quién eres?», Él les contestó (como debería traducirse): «En primer lugar, lo
que os estoy diciendo» (Jn 8:25). Como alguien ha dicho: «Su lenguaje le
presentaba como la verdad». Nuestras palabras acostumbran decir, algunas veces
más, otras menos, la verdad, y casi siempre nos sentimos humillados al descubrir
nuestro fracaso cuando en alguna ocasión queríamos expresar lo que deseábamos y
sentíamos que dejábamos atrás una impresión equivocada, aunque no desprovista de
razón, con la imperfección de nuestros términos. Por otra parte, con Él cada
palabra era perfecta, como un rayo de su propia gloria, así como una
manifestación del Padre. Vemos así, en Juan 14, que Él vincula sus palabras con
las obras: «Las palabras que yo os hablo, no las hablo por mi propia cuenta,
sino que el Padre que mora en mí, él hace las obras» (v. 10). Las palabras eran
tan perfectas como sus obras, y ambas tanto como la revelación del Padre.
Teniendo esto presente, ¡qué valor y solemnidad no se vinculan a todo lo que
está escrito de nuestro bendito Señor! Algunas cosas que Él dijo no fueron
registradas (ver Lc 24:27; Jn 21:25; Hch 1:3), y a veces nos ha tentado el deseo
de que lo hubieran estado. La verdad es que cada palabra y acto ofrecidos fueron
los necesarios, ni más ni menos, para que su revelación del Padre fuera
perfecta, y si se hubiera ofrecido más que esto también habría sido,
inevitablemente, algo perfecto, pero no por ello más completo. Por lo tanto, no
hemos sufrido ninguna pérdida. La sabiduría y el amor divinos fueron los guías
para preservar lo estrictamente necesario para la gloria de Dios, para nuestra
enseñanza y bendición. En una palabra, lo que de Él se registra es una
presentación perfecta de Sí y del Padre. Si omitiéramos una sola tilde o acción
arruinaríamos la perfección del cuadro. Es imprescindible que insistamos en este
punto en un tiempo como el actual en el que la gente, por un lado, se esfuerza
por destruir nuestra confianza en la autenticidad de las partes de nuestro
evangelio con una crítica despiadada, fruto del racionalismo incrédulo, y por
otro lado inventa, envanecida, relatos humanos de la vida de nuestro Señor
presentándolos como un sucedáneo y una elucidación de las cuatro partes del
registro divino. Es difícil decidir cuál de estas dos clases es más responsable
de una temeridad mayor. Sea como sea, nada es más cierto que los esfuerzos de
ambas tienden a destruir la fe en la palabra de Dios, oscureciendo el carácter
santo de nuestro Señor y causando un daño irreparable en las almas de quienes
los leen.
El Señor declaró al Padre perfectamente en lo que dijo e hizo durante su vida en
la Tierra, al tiempo que su muerte fue en verdad la consumación de la revelación
que Él hizo. Como el unigénito del Padre, como quien no tenía pecado en su
continua excelencia y perfección, no podía ser, ni por un momento, menos de lo
que Él decía ser. No hubo ninguna ocasión en su vida en que no dijera: «El que
me ha visto a mí, ha visto al Padre»; y, sin embargo, es igual de cierto que su
muerte fue, como si dijéramos, el acto que coronaba, al menos en demostración,
su perfecta declaración del Padre. Esto quedó demostrado de dos maneras. En
primer lugar, en la exhibición y prueba de su completa devoción a la gloria de
su Padre, al tener que humillarse y hacerse obediente a la muerte y hasta la
muerte de cruz. En la cruz se desarrolla una obediencia de otra clase, si
podemos expresarlo de esta forma, bajo unas circunstancias y condiciones
totalmente nuevas, pues fue allí donde glorificó a Dios en el lugar del pecado,
sufriendo por causa del mismo. A resultas de esto, fue hecho pecado por
nosotros, y Él habló de su muerte que identificó con un fundamento especial que
exhibía el amor del Padre (Jn 10). Por este motivo la muerte de Cristo también
fue la culminación a la hora de manifestar, de manera perfecta, su gloria moral
(Jn 13:31). En segundo lugar, esta muerte fue necesaria para la plena revelación
del corazón del Padre: «Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha
enviado al Hijo como salvador del mundo» (1 Jn 4:14). Todos los atributos del
carácter de Dios (su santidad, justicia, verdad, misericordia y majestad, su
amor), en otras palabras, todo lo que Dios es, se exhibieron en la cruz de
Cristo y a través de ella; pero cuando se nos enseña que el Padre envió al Hijo
para ser el Salvador de todos, tanto del judío como del gentil que van a creer
en Él, se nos permite mirar en las profundidades de su insondable corazón.
«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para
que todo aquel que cree en él, no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn
3:16)1.
Tal vez comprendamos mejor ahora las palabras del Señor a Felipe: «El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre». Si, como resultado, quisiéramos conocer al Padre
más plenamente, esto sería posible hacerlo solo a través de un conocimiento más
perfecto de Cristo.
Los padres a los que Juan se dirige en el capítulo 2 de su primera epístola,
cuyas características son el conocimiento que ellos tenían del que es desde el
principio, es decir, de Cristo la vida eterna que estaba con el Padre y nos fue
manifestada, eran quienes sabían más sobre el Padre. Como ya se ha visto, en
Cristo ha sido declarado plenamente el Padre. Nunca deberíamos olvidarlo. Uno de
los males de la teología tradicional y formalista —bajo cuya influencia
permanecen todavía muchas almas— es que a Cristo el Hijo se le ha intentado
separar demasiado del Padre. En tanto insistimos correctamente en la santidad de
Dios y en la necesidad de la expiación como el fundamento de sus tratos en
gracia con los hombres, se pierde de vista el hecho de que Cristo era la
verdadera expresión del corazón del Padre, de su carácter y naturaleza. Y el
resultado obtenido ha sido que cuando los corazones sometidos a las operaciones
de gracia del Espíritu de Dios han recurrido a Cristo buscando el alivio, y a la
obra que realizó en la cruz, han notado, sin embargo, un distanciamiento de Dios
porque lo han conocido en su aspecto de Juez, el único bajo el que les ha sido
presentado. El conocimiento de que Dios actúa en favor de su pueblo, y de que el
corazón del Padre descansa sobre ellos complaciente, es algo que relativamente
pocos han podido llegar a comprender, y de ahí que la gran masa de creyentes no
tenga sino poca libertad en la presencia de Dios y carezca casi por completo de
un conocimiento de su relación con Él como Padre. Sería una inmensa bendición
para quienes les sucede esto que asimilaran la verdad en la que aquí se hace
insistencia: Cristo es la revelación perfecta del Padre, y todo lo que aprendan
de Él lo aprenderán conscientemente del Padre y entrarán en el rico y abundante
goce del amor paterno. Él nos ha dicho: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn
10:30). Uno en mente, pensamiento, propósito y objetivo. Él en el Padre y el
Padre en Él, y Él es, inevitablemente, la perfecta expresión de todo lo que es
el Padre.
Nos preguntaremos: ¿dónde podemos obtener un conocimiento más pleno de Cristo a
fin de conocer más perfectamente al Padre? La respuesta a esta pregunta es muy
importante. Solo en las Escrituras podemos aprender lo que Cristo es, e
indudablemente meditar en Él. No obstante, si queremos ser guardados de las
trampas del misticismo y de la imaginación, la palabra de Dios debe constituir
la base de nuestras contemplaciones. Deberíamos afirmar siempre con ahínco que
la única revelación de Cristo está en las Escrituras, y que cuando el Espíritu
Santo glorifica a Cristo recibe de Él y nos lo muestra a nosotros a través de la
Palabra (Jn 16:14). Huelga decir que no hay ningún contacto con un Cristo vivo y
glorificado si no es a través de la palabra escrita de Dios. La manifestación de
Cristo al alma nos hace asimilar de manera especial y consciente su presencia,
pero incluso este privilegio y bendición están relacionados con guardar sus
mandamientos, o lo que es lo mismo, su palabra (Jn 14:21-23). Asediados como
estamos por los peligros del razonamiento humano y del misticismo
espiritualizado, no nos cansaremos de repetir que solo podemos discernir a
Cristo y todo lo que Él fue y es ahora a la diestra de Dios —con unas glorias
morales iguales a las que tuvo en la Tierra, si bien existían bajo condiciones
distintas—; volvemos a decir, pues, que solo aprenderemos de Él por las páginas
de la palabra inspirada de Dios. Si recordamos esto nos dará un nuevo incentivo
para el estudio de las Escrituras, y al mismo tiempo su lectura nos mantendrá a
los pies de nuestro bendito Señor, como María. Contemplaremos al hombre
Jesucristo moviéndose por la escena, y nunca abandonará nuestros corazones el
pensamiento de que Aquel a quien consideramos en sus obras de misericordia y
amor y a quien escuchamos hablar como ningún hombre jamás habló es el unigénito
Hijo en el seno del Padre, y que en todos estos actos y palabras es la
declaración de Él. Leer las Escrituras con este espíritu es ocasión para una
adoración y alabanza llenas de agradecimiento.
Antes de concluir, destacaremos dos cosas que nuestro Señor hizo para ayudar a
los discípulos a llegar al discernimiento de esta verdad. En el ocaso de su
jornada les dijo: «Estas cosas os he hablado en alegorías; viene la hora en que
ya no os hablaré por alegorías, sino que claramente os anunciaré acerca del
Padre. En aquel día pediréis en mi nombre; y no os digo que yo rogaré al Padre
por vosotros, pues el Padre mismo os ama» (Jn 16:25-27). No había posibilidad de
venir al Padre sino era por Él, y quería que ellos supieran que habían venido a
través de Él al Padre. Debían continuar pidiendo en su nombre, pero también
deseaba que comprendieran que el Padre los amaba. Quería que ellos dirigieran su
mirada al Padre a través suyo, que le conocieran y supieran que eran los objetos
de su corazón. Esta enseñanza de nuestro Señor podría servir de recomendación
para muchos que viven en el tiempo presente. ¿No corren peligro nuestras almas
de olvidar que el Padre nos ha sido revelado, y que a través del Señor Jesús
hemos venido a Él y podemos contar con su corazón en todo momento?
Lo siguiente que el Señor hizo fue poner a los discípulos, antes de separarse de
ellos, en el conocimiento del lugar que Él ocupaba cuando los presentó delante
del Padre en la oración expresada en voz alta: «Yo ruego por ellos; no ruego por
el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo mío es tuyo, y
lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos. Y ya no estoy en el mundo; mas
estos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado,
guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros» (Jn 9-11; ver
también los vv. 16-26). Después de su resurrección, les anunció formalmente el
carácter del lugar al que habían sido llevados: «Ve a mis hermanos —dice a
María— y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn
20:17). Esperamos dar una exposición de estas palabras en el próximo capítulo.
Llamaremos antes la atención al hecho de que en el terreno de la redención,
efectuada a través de su muerte y resurrección, el Señor introduce a su pueblo
en el lugar que Él ocupa ahora y en la relación que sostiene con Dios. Ya no
había de ser conocido como Jehová o Jehová Elohim, tal como Israel lo conocía en
aquel entonces, sino como el Dios y Padre de su pueblo y de nuestro Señor
Jesucristo. Por consiguiente, nos damos cuenta de que en las epístolas casi
todas las bendiciones confirmadas a nosotros en Cristo se desarrollan en esta
doble relación (ver 1 Co 1:2-3; Ef 1:2,3; 1 P 1:3).
Así concluye el evangelio de Juan2, que comienza presentándonos al Verbo que
estaba con Dios y era Dios, además de ser el Hijo eterno que revela al Padre.
Concluye con que Él pone a los discípulos, en su ternura y amor, en el terreno
de la resurrección al introducirlos en el lugar que ocupa en el presente, en el
conocimiento de la relación que sostiene con su Dios y Padre. Hasta este punto
no habían podido entrar en el disfrute de estas cosas, pero Él se las había dado
y los había introducido en ellas como fruto de Su obra redentora. ¡Alabado sea
su nombre!
Capítulo 2
LOS HIJOS DE DIOS
Acabamos de ver que Cristo el Hijo
fue quien reveló al Padre; y tan pronto como es declarado es inevitable que
surjan aquellos que están en el gozo de esta relación. En otras palabras, el
Padre debe tener sus hijos. Por consiguiente, encontramos una familia en el
evangelio que contiene la declaración del nombre del Padre. Tres apuntes de esta
declaración nos llaman la atención.
El primero está contenido en el capítulo 1, pero antes consideraremos el que se
encuentra en el capítulo 11. Tras la resurrección de Lázaro, las autoridades
judías se reunieron en asamblea para deliberar. No podían negar el milagro que
se había efectuado, pero cerrando los ojos a su divino significado y a la
responsabilidad derivada del mismo, se ocuparon solamente de sus propios
intereses egoístas y determinaron deshacerse de quien tantas perturbaciones
traía a la paz anexándose muchos discípulos. En sus maliciosos concilios
pensaban solo en ellos. Sin embargo, Dios estaba oculto tras la escena
dirigiendo sus razonamientos y a punto de conseguir que estallaran en cólera
haciéndoles cumplir Sus consejos eternos de gracia y amor para la alabanza de su
Hijo. De labios de Caifás salió la profecía de que Jesús debía morir por la
nación judía, porque este era el propósito eterno de Dios. Por mano de Juan, el
Espíritu Santo añadió a esta profecía otra que englobaba el carácter completo de
la muerte de Cristo: «...Y no solamente por la nación, sino también para
congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11:49-52). Se
deduce de estas palabras que el corazón de Dios no solo velaba sobre sus hijos,
sino que la muerte de Cristo también constituía el requisito, para la gloria de
Dios y la redención de su pueblo, para el fundamento con el que el Espíritu de
Dios podía salir a todos los extremos de la Tierra con el encarecido mensaje del
evangelio y reunir en uno a los que habían de constituir la familia del Padre y
ser los herederos de Dios y coherederos con Cristo. Dado que el Padre solo podía
ser revelado plenamente por la vida y la muerte de Cristo, los hijos debían ser
buscados, hallados y reunidos a través de dicha muerte.
La segunda referencia se encuentra en el capítulo 1, versículos 12 y 13, e
indica la manera en que nos convertimos en hijos —la única posible— y que
explicaremos detalladamente. Para empezar, es una afirmación de acuerdo con el
carácter del evangelio. En los tres evangelios precedentes —llamados
generalmente sinópticos—, Cristo es presentado a su pueblo para que le acepte y
no obstante le vemos rechazado en el transcurso de la narración. Este caso es el
mismo en los tres evangelios, aunque hay ciertas características que los
distinguen. En Juan, por otra parte, Cristo es presentado como ya rechazado:
«Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por medio de él; pero el mundo no le
conoció. Vino a lo que era suyo, y los suyos no le recibieron».
El mundo estaba en ignorancia, no conocía a Dios (rf. 2 Ts 1:8). El judío, que
no obedecía el evangelio, le rechazó, como también cita la Escritura. Como
resultado, llegamos a una manifestación más plena de la persona de Cristo en
Juan y a la introducción de la cruz con sus benditas enseñanzas del comienzo (cp.
3), y no tanto a la relación histórica que encontramos al final del libro.
Tenemos indicado, por lo tanto, inmediatamente después de su rechazo, que una
clase le recibió y a ellos les fue dada la potestad (derecho o autoridad) de ser
hechos (tomar el lugar de) los hijos de Dios; y entonces, a fin de disipar todas
las incertidumbres en cuanto a la naturaleza del cambio que tiene lugar, se
añade en el versículo 13: «Los cuales no han sido engendrados de sangre, ni de
voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios». Se trata de una
operación divina y soberana efectuada por un poder y unos medios extraños para
el hombre, y con los que nada tiene que ver aunque él sea el sujeto de su
energía.
Esta consideración nos retrotrae a la misma fuente que da origen a la existencia
de los hijos de Dios, que son nacidos de Él. En el capítulo 3, el Señor dice a
Nicodemo que «el que no nace de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino
de Dios» (v. 5). Aquí tenemos otra verdad sobre los nacidos de nuevo llevados a
una relación de hijos con el Padre por estos medios acaecidos. Si combinamos
luego estas escrituras, descubrimos ante nosotros todo el proceso por el cual es
formada la familia.
Tiene su origen en Dios.
El apóstol nos cuenta que no solo los creyentes son nacidos de Él, sino que
además el lugar feliz que ocupan y las relaciones que tienen con Dios surgen del
corazón del Padre: «Mirad qué amor tan sublime nos ha dado el Padre, para que
seamos llamados hijos (tékna) de Dios» (1 Jn 3:1). El hecho de ser hijos de Dios
constituye la expresión del corazón paterno. Él deseaba tener a sus hijos para
su propia satisfacción y gozo.
En otro pasaje leemos que en una eternidad pasada creó estos benditos consejos
de gracia: «Habiéndonos predestinado para ser adoptados como hijos suyos por
medio de Jesucristo, conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la
gloria de su gracia, de la que nos ha colmado en el Amado» (Ef 1:5-6).
Considerando que somos hijos de Dios, no sería posible extendernos lo suficiente
en lo que brota de su corazón si no fuera porque se trata, simplemente, del
resultado del amor del Padre. Y cuando al respecto de este pensamiento
consideremos que estábamos en un estado lastimoso, enajenados de Dios y
rezumando amargura, estaremos capacitados para entender, en alguna medida, el
significado de la exclamación de Juan: «¡Mirad qué amor!». En efecto, es un amor
inefable, ilimitado y divino que no tiene otra razón de expresarse si no es
desde el corazón del cual ha salido. Haremos bien en humillarnos ante todo esto
cuando pensemos que nosotros, pobres pecadores gentiles, hemos llegado a ser sus
objetos y llevados a gozar de ello por la eternidad.
El corazón de Dios es la fuente, pero Él tiene sus propios medios de
introducirnos en su familia. «Pero a todos los que le recibieron, a los que
creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos (téknon) de Dios; los
cuales no han sido engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de
voluntad de varón, sino de Dios» (Jn 1:12-13). Hay dos o tres importantes
declaraciones en estas palabras. En primer lugar, aquellos que recibieron a
Cristo, o que creyeron en su nombre, nacieron realmente de Dios. La manera
explícita en que se afirma deja de lado cualquier medio y pretensiones del
hombre, y dice mucho, además, de los descendientes judíos de Abraham, que
nacieron de «la sangre» y él fue introducido en el número del pueblo escogido.
Pero ahora que Cristo ha venido la descendencia natural no cuenta para nada, ya
que es totalmente ignorada y no goza de ningún favor al lado de los que son
nacidos de Dios. No se trata, como dicen los teólogos, de la adopción, aun
siendo como es un acto de gracia de lo más dichoso, sino de algo más, de un
nuevo nacimiento que ha ocurrido de verdad, el resultado de la acción de un
poder soberano y divino por medio del cual, los que son sus objetos, participan
de una naturaleza y una vida nuevas. Así que cuando Juan habla de manera
abstracta —poniendo toda su atención en el carácter de esta nueva naturaleza,
independientemente de la vieja naturaleza de Adán que todos los creyentes
todavía poseen—, dice: «Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado,
porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido
de Dios» (1 Jn 3:9). Sí, nada menos que el ser nacidos de Dios puede ser la
verdad, y por tratarse precisamente de Dios, si queremos ser justos con el
carácter especial de esta acción esto procede del Espíritu Santo, el agente
divino que realiza esta magnífica transformación conforme a la escritura ya
presentada: «nacidos por el agua y por el Espíritu».
Esto nos lleva al segundo medio empleado por Dios. Si el Espíritu es el que
tiene el único poder suficiente, la Palabra —el «agua» es un emblema de ella (rf.
Ef 5:26)— es el instrumento que el Espíritu utiliza para realizar el nuevo
nacimiento. Pedro lo manifiesta de la siguiente manera: «Habiendo nacido de
nuevo, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por medio de la
palabra de Dios que vive y permanece para siempre, porque: toda carne es como
hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y
la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre. Y esta es la
palabra que por el evangelio os ha sido anunciada» (1 P 1:23-25). Observemos,
entonces, qué sencillo es el proceso, de manera que incluso un niño puede
comprenderlo. El evangelio es pregonado y se presenta a Cristo, y por la gracia
de Dios el corazón le recibe como el Salvador, tras lo cual posee junto con Él
una vida y una naturaleza nuevas. Así es como un alma nace de Dios. La fe en
Cristo es la señal y la ocasión propicia, si así podemos expresarlo, del nuevo
nacimiento, de manera que ni los modos divinos de actuación ni la soberanía
divina que intervienen en él nos conciernen, sino únicamente la fe en el Señor
Jesucristo. Todo depende de esto. Si le habéis recibido y habéis creído en su
nombre, sois nacidos de Dios; si no le habéis recibido estáis sin el nuevo
nacimiento, sois todavía carne, pues lo que es nacido de la carne, carne es; y
toda carne es como la hierba, y toda la gloria del hombre fenece como la flor de
la hierba.
Hemos de añadir algo más para evitar malentendidos, y confiamos poder ser buenos
ministros de las almas que flaquean. Cuando se habla de la necesidad, o del
hecho de nacer de nuevo, corremos el riesgo —advertido peculiarmente en los
escritos de algunos maestros del evangelio— de perder de vista el perdón de los
pecados, de olvidar, si bien se sigue insistiendo en la regeneración, la
necesidad que hay de tener los pecados expiados y la culpa lavada, así como el
nuevo nacimiento.
En Juan 3, ambas cosas se ven en su conjunto. Si por un lado nuestro bendito
Señor dice: «Os es necesario nacer de nuevo», por otro también añade: «Así
también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre». Si fuera posible vernos en
un caso en el que pudiéramos ser resucitados, la nueva naturaleza no sería
suficiente por sí misma, pues todavía dejaría sin resolver la cuestión de
nuestros pecados. Apenas hace falta observar que cuando el alma cree en Cristo
no solo nace de nuevo, sino que participa ante Dios de toda la eficacia de su
obra redentora. Esto no siempre se comprende. Ocurre a menudo que, ora por culpa
de la incredulidad, ora por la influencia de una doctrina errónea, o de la
ignorancia, un alma puede llevar años nacida de nuevo antes de experimentar el
gozo del perdón de los pecados. El más ligero contacto con Cristo es salvífico,
y no solo eso, puesto que si somos llevados a un contacto con Él somos llevados
también ante Dios, aunque nuestras almas no sean conscientes de ello, y nos
afianzamos de todo el valor de Cristo y de su obra expiatoria. Lograríamos sacar
a muchas almas de la confusión si se prestara más atención a la verdad contenida
en este capítulo primero de Juan, y en lugar de presionar sobre la necesidad del
nuevo nacimiento (lo que es un requisito absoluto) presentaríamos a Cristo al
pecador. Lo primero que sentiría sería una necesidad derivada del sentimiento de
su culpa, y cuando abriera el corazón para recibirle como Salvador se desharía
de esta carga y entraría en el gozo del perdón, siendo además nacido de nuevo,
nacido de Dios. Todo depende de la manera en que Cristo sea presentado y del
recibimiento que le hagan.
Lo último digno de mención en esta escritura es el poder, la autoridad o el
derecho conferido. A cuantos le recibieron les dio potestad de ser hechos hijos
de Dios, o dicho de otra manera, de tomar este lugar. Tal como se indica, son
nacidos de Dios, y por consiguiente tienen ahora el derecho divino de tomar su
lugar como hijos suyos. La palabra es niños (téknon) y no hijos (uithós), como
sale en nuestra traducción3. En realidad, Juan nunca utiliza el término hijos,
sino que siempre habla de niños. Pablo utiliza los dos. Cuando escribe a los
gálatas emplea hijos, pero en Romanos 8 se vale de los dos términos para indicar
su distinto significado. Hijos parecería marcar la posición a la que somos
llevados como consecuencia de nuestra fe en Cristo, mientras que niños habla de
manera más distintiva de la intimidad de la relación y de su disfrute.
¡Qué maravilloso es lo que indica aquí el evangelista! Todos los que creen en el
nombre de Cristo tienen autoridad para ocupar el lugar de hijos de Dios.
Anteriormente al advenimiento de Cristo nunca se hablaba de cosa semejante. Los
santos judíos eran indudablemente nacidos de Dios, pero como no se había
cumplido aún la expiación, y el Espíritu Santo no había sido dado porque Jesús
no había sido glorificado todavía, era imposible que fueran introducidos en el
lugar de hijos, y si hubieran estado en ese lugar difícilmente habrían podido
disfrutar de él.
Hasta que la ofrenda presentada por el pecado y cumplida en la muerte de Cristo
pudiera liberar la conciencia, despojándola de sus pecados y haciéndole saber
que había sido perfeccionada para siempre, no podía haber paz ni libertad en
presencia de Dios. Es inherente a un hijo que él pueda sentirse en perfecta
libertad ante el Padre y completamente en su hogar, consciente del amor que le
da.
Este es el lugar que se nos garantiza tomar por gracia divina y en virtud de
unos privilegios otorgados. La pertenencia a este lugar nos viene explicada a
continuación. Al final del evangelio, como se ha visto en el previo capítulo, el
Señor, al alba de su resurrección, invita a los discípulos a que tomen este
lugar. ¡Qué amor y ternura de su parte! Aquí se nos dice que este lugar es
nuestro por título divino, y con el fin de que no perdamos el regocijo a causa
de nuestra debilidad y falta de fe, Él condesciende a explicarnos el carácter de
este lugar para conducirnos a su felicidad: «Ve a mis hermanos —dice a María— y
diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn
20:17). Por estas palabras aprendemos que el lugar que el Padre quería que
tomáramos como hijos es el mismo del que Cristo ya goza. Como hombre, Dios era
el Dios de nuestro Señor; y como Hijo, le tenía a Él por Padre, dos tipos de
relación que comprenden toda la etapa de la posición que Él ocupó en la Tierra,
la misma que ahora ocupa glorificado a la diestra de Dios. Por esta razón,
encontramos muchas veces en las epístolas la frase «Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo» (ver 2 Co 1:3; Ef 1:3; 1 P 1:3).
Así nos dirigimos nosotros a Dios en oración, como nuestro Dios y Padre, porque
es un título que al mismo tiempo revela el origen de unas bendiciones que, de
manera individual, fluyen hacia nosotros en el terreno de la redención. Como
aquí nos referimos a los hijos, nosotros tenemos que ver principalmente con la
palabra Padre. Dicho de otra manera, Él nos ofrece su lugar, y nada podría
describir más eficazmente para nosotros la virtud de su maravillosa muerte y
resurrección. Nos referimos aquí a su lugar de relación, por lo que se nos
permite usar el mismo nombre cuando nos dirigimos a Dios. Sin embargo, tenemos
que ser cautos al recordar que, mientras que Él nos asocia consigo delante de
Dios, no obstante mantiene siempre la preeminencia en todo. No se avergüenza de
llamarnos sus hermanos siendo el primogénito, como dicen las Escrituras. Dios
nos ha predestinado a ser conformados a la imagen de su Hijo para que pueda ser
el primogénito entre muchos hermanos. La mayoría de nuestros himnos
tradicionales ha olvidado esta distinción, fomentando, a resultas de ello, una
manera de pensar y de expresarse que no son del Espíritu de Dios. Si en su
gracia y amor nuestro bendito Señor nos hace tomar su lugar y condesciende con
nosotros llamándonos hermanos, sería nuestra responsabilidad si al dirigirnos a
Él como Hermano olvidáramos lo que su dignidad y absoluta supremacía merecen
siempre. Por muy íntima que sea la relación a la que somos admitidos en la
grandeza de este amor, y por queridas que suenen las palabras que se nos
aplican, nunca debemos olvidar, a medida que gocemos del amor, que su nombre
está por encima de toda criatura, y que el gozo que exultan los corazones en su
presencia debe emanar siempre dulces tonos de reverencia y adoración.
Él quiere que comprendamos el carácter del lugar al que nos ha introducido, así
como hacernos entender el hecho de estar asociados con Él en la presencia de
Dios como Padre. Haremos referencia a otra escritura en este evangelio para
concluir nuestras meditaciones sobre esta parte del estudio. En Juan 17, al
final de la maravillosa oración que el Señor presentó al Padre antes de su
partida, dice: «Les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para
que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos» (v. 26). Tenemos
en estas palabras el objeto completo de la revelación del Padre, así como
nuestra introducción en la relación manifestada. El nombre en las Escrituras
expresa siempre la verdad acerca de la persona. Cuando se dice, por ejemplo, que
los santos están reunidos al nombre del Señor Jesucristo, significa que están
reunidos a la verdad de todo lo que es Cristo, en tanto que Jesús y Señor. El
nombre del Padre es la revelación de todo lo que es Él en la relación así
expresada. El Señor ha declarado el nombre del Padre y quiere seguir haciéndolo
a través de sus siervos con el ministerio del Espíritu, de modo que este amor
que era depositado sobre Él como Hijo en esta tierra sea también depositado
sobre nosotros para que gocemos del mismo, y Él pueda ser en nosotros el medio o
canal por el que dicho amor fluye hacia nuestros corazones.
Una ilustración que viene muy a propósito de lo que acabamos de decir la
encontramos en el capítulo 15, donde se dice: «Así como el Padre me ha amado,
también yo os he amado» (v. 9). El amor del Padre manó de su corazón, de su
fuente u origen, hacia el corazón de Cristo, y del corazón de Cristo al de los
discípulos, de donde, también en este caso, tenía que fluir nuevamente entre
ellos. La cuestión aquí es que se trata del mismo amor en carácter y extensión.
¿Quién se atrevería a ponerle medida o a compararlo?
Qué pensamientos para nuestras almas cuando escuchan la voz del Padre decir:
«Este es mi Hijo, el amado, en quien he puesto mi complacencia». El amor
ilimitado e infinito descansa sobre nosotros y está en cada uno de sus hijos, si
así podemos llamarnos. Tiene que ser conocido y gozado sin que disminuya por
ello la fuerza de esta verdad en nuestras almas. Tal vez alguien diga: «Soy tan
débil y tengo tan mal testimonio que siempre tropiezo y entristezco el Espíritu
de Dios». Aunque esto sea cierto, y ojalá fuera simplemente así, no lo es menos
el hecho de que eres amado con el mismo amor con el que Cristo lo era aquí como
Hijo.
Nunca pierdas de vista esta bendita verdad, deja que anide en tu alma, pues por
la gracia de Dios y el poder de su Espíritu te guardará y fortalecerá animando
tu corazón en épocas de depresión y tristeza, y te consolará en el dolor y la
angustia para acabar inundándote de su luz radiante, y no te privará de que
puedas gustar, desde ahora mismo, de la rica atmósfera de la casa del Padre
cuando estés con el Señor eternamente. Mientras aguardamos esto exclamemos al
unísono:
Padre santo, guardados aquí seamos
en tu bendito nombre de amor;
andemos delante de Ti sin temor
hasta que a lo alto vayamos.
Capítulo 3
EL ESPÍRITU DE ADOPCIÓN
Tenemos dos cosas en el evangelio
de Juan. La primera, que el Padre fue revelado en la persona del Hijo; la
segunda, la manera en que es reunida y formada la familia, el lugar que ocupa
delante de Dios y la relación que sostiene con Él. También es verdad que, en un
aspecto, bajo el tipo del agua viva (Jn 4:7) tenemos una enseñanza en lo
referente al Espíritu Santo, y que el evangelista se dispone a explicar después
de la invitación que el Señor ofrece a los discípulos en el día de la
festividad: «Esto dijo del Espíritu que iban a recibir los que creyesen en él;
pues aún no había sido dado el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún
glorificado» (cp. 7:39).
Cualquiera que sea la verdad sobre la familia, y el significado que adquiera la
declaración del Padre, era imposible que las almas creyentes empezaran a gozar
de su relación con Él antes de que hubiera descendido el Espíritu Santo en
Pentecostés. Nacer de nuevo es una cosa —un cambio efectuado por el poder divino
a través de la acción de la palabra—, y otra muy distinta es saber que Dios es
nuestro Padre, algo de lo que gozamos solo a través del don de la morada del
Espíritu. El apóstol Pablo marca sencillamente esta diferencia en su epístola a
los Gálatas: «Sois hijos (uithós) de Dios mediante la fe en Cristo Jesús», una
declaración que se corresponde con los medios instrumentales del nuevo
nacimiento de Jn 1:12-13 que ya hemos considerado. Más adelante, en el siguiente
capítulo dice: «Y por cuanto sois hijos (uithós), Dios envió a vuestros
corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: Abbá, Padre» (Gá 4:6). En otra
epístola escribe lo siguiente: «Habéis recibido espíritu de adopción como hijos,
por el cual clamamos: Abbá, Padre» (Ro 8:15).
Después de haber recibido el Espíritu Santo es cuando podemos conocer o
disfrutar la relación de hijos. Antes de tocar este punto, será edificante
señalar el terreno en el que se basa, según la Escritura, el don del Espíritu,
ya que mucha confusión envuelve este asunto. Lo podemos mostrar bajo un doble
aspecto: refiriéndonos al descenso del Espíritu Santo sobre nuestro Señor, y
señalando también las afirmaciones que hace la palabra de Dios. La escena del
bautismo del Señor tiene un enorme interés, no solo por causa de la exhibición
que hace de su gracia humilde y excelencia (así como de su amor por los suyos e
identificación con los santos y los íntegros de la Tierra, en los que tiene
puesta toda su complacencia), sino porque también indica, simplemente, la
posición a la que es llevado ahora el creyente como resultado de la redención.
Saliendo del agua tras ser bautizado por Juan, los cielos fueron abiertos y vio
el Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma, iluminándole; y he aquí
una voz que decía desde el cielo: «Este es mi Hijo, el amado, en quien he puesto
mi complacencia» (Mt 3:17). Tenemos aquí los cielos abiertos, a Cristo sellado
como Hombre, y al Padre proclamando: «Tú eres mi Hijo amado; en ti he hallado mi
deleite». Esto muestra cuál es la posición de cada creyente que ha recibido el
Espíritu Santo. Los cielos son abiertos sobre él y se convierte en un hijo de
Dios, así como en el objeto del corazón del Padre. Se produce también un
interesante contraste. En la escena ante nosotros, Cristo sobre la Tierra es el
objeto del Cielo, mientras que el objeto del creyente es Cristo a la diestra de
Dios, contemplado por el ojo de la fe a través de unos cielos abiertos.
Se podría, entonces, plantear la siguiente pregunta: ¿en qué terreno fue sellado
Cristo con el Espíritu Santo? La respuesta es evidente. Recibió el Espíritu en
el terreno de su pureza, absolutamente exenta de mancha. Trazando un gran
contraste con nosotros, esto indicaría el fundamento solo en el que Dios puede
dar el Espíritu Santo a su pueblo. Nosotros no podemos permanecer ante Dios como
si no tuviéramos pecado ni ningún tipo de contaminación; pero sí podemos estar
ante Él tan blancos como la nieve a través de la sangre de Cristo. Tan pronto
como somos lavados de nuestra culpa mediante la eficacia de esta sangre, Dios
puede, y desde luego lo hace, enviar el Espíritu Santo a que habite en nosotros
como el espíritu de adopción para ser el sello y las arras de la herencia, así
como nuestra unción. Este orden tiene su paradigma en los tipos. Cuando eran
consagrados los sacerdotes y el leproso era purificado (Éx 29; Lv 14) estas
acciones se realizaban en el mismo orden en ambos casos. Primeramente eran
lavados con agua, significado del nuevo nacimiento, y luego rociados con la
sangre que tipificaba la sangre de Cristo que lava de todo pecado; y por último,
se les ungía con aceite, un emblema del Espíritu Santo.
Si miramos ahora otros pasajes, veremos, a modo de ejemplo, la confirmación de
este orden. Cuando aquellos corazones desasosegados exclamaron en Pentecostés:
«Varones hermanos, ¿qué haremos?», Pedro les contestó de inmediato:
«Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para
perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2:38).
Mientras predicaba en casa de Cornelio, vemos que en el momento en que Pedro
testificaba de la remisión de los pecados a través de la fe en Cristo cayó sobre
aquella familia que había oído la palabra el Espíritu Santo. Los dos casos
enseñan, de un modo que no puede inducir a ningún error, que la condición para
recibir el Espíritu es conocer previamente el perdón de los pecados. En la
epístola a los Romanos no se menciona el Espíritu hasta después de la
justificación por la fe y la paz con Dios (Ro 5; comparar también Ef 1:13). Si
se comprende esto claramente se despejarán todas las dudas. También se
preguntará si puede ser posible que un alma nazca de nuevo y no tenga el
Espíritu Santo. Esta pregunta debería plantearse de la siguiente manera: ¿puede
habitar el Espíritu Santo donde no hay conocimiento del perdón de los pecados? O
también de esta otra: ¿es posible que un alma sea templo del Espíritu antes de
ser lavada de culpa? Después de haber considerado los pasajes ante nosotros,
podemos responder retóricamente a dichas preguntas. ¿Qué lector inteligente
dudará de que la vida divina ya existe mucho antes en muchísimas almas que, ora
por falta de conocimiento, ora por falta de fe, no gozan del perdón de los
pecados?
El orden divino es, en primer lugar, nacer de nuevo por la Palabra y el poder
del Espíritu, obtener el perdón de los pecados después y, finalmente, que el
creyente posea la morada del Espíritu. Dejemos bien claro que el intervalo que
suele existir entre el nuevo nacimiento y el sello del Espíritu no tiene razón
de existir, y aunque se proclamara un evangelio más básico y se explicara la
naturaleza de la gracia apenas si justificaría su existencia. Recordemos que el
nuevo nacimiento debe preceder a la morada del Espíritu Santo: «Por cuanto sois
hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: ¡Abbá,
Padre!».
Observemos ahora el efecto producido en nosotros tras haber recibido el Espíritu
de adopción. Lo primero que exclamamos es, como hemos visto, «Abbá, Padre». Dice
el apóstol en Gálatas: «Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo»
(cp. 4:6). De aquí podemos deducir algo instructivo y digno de mención. Cuando
nuestro Señor estaba en el jardín de Getsemaní, y ante la expectativa de su
muerte Satanás no dejaba de atacarle, exclamó en la agonía de aquellas horas: «Abbá,
Padre; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no se haga lo que
yo quiero, sino lo que tú quieras» (Mr 14:36). El pasaje nos deja claro lo que
es el «Espíritu de su Hijo», así como que el Hijo era consciente de estar
gozando, en ese entonces, de su relación con el Padre a pesar de la agonía que
experimentaba. El mismo Espíritu, pues, en cuyo poder Cristo se dirigía al
Padre, mora en nosotros, en todos quienes han sido lavados por la sangre de
Cristo. Al hacer morada en nosotros instruye los corazones y los lleva a
exclamar Abbá, Padre. Esta exclamación es la evidencia, por llamarlo así, que
resulta de poseer el Espíritu de filiación (uíothesía). Tal vez nos hayamos
dirigido a Dios antes en otros términos, pero tan pronto como se ha formado la
relación y Dios la ha sellado con el don del Espíritu Santo somos constreñidos a
llamarle nuestro Padre. Si no nos sintiéramos empujados a hacerlo no habría
razón de dudar de que un hijo persista en llamar a su padre terrenal maestro en
vez de llamarlo entrañablemente por el nombre de padre. No hay que olvidar que «Abbá,
Padre» es la exclamación que hace el Espíritu en nuestros corazones.
Poseer el Espíritu no puede resultar en otra cosa que dirigirnos a Dios de esta
manera. Pero si alguien no tuviera el Espíritu de Dios, le sería imposible
invocarle como Padre, pues su corazón no ha experimentado el gozo de esta
relación. No hace mucho un conocido cristiano explicó al que esto escribe que
después de ser despertado del sueño mortal intentó durante dos años llamar Padre
a Dios, pero sin éxito. No podía expresar ante Él esta palabra, pero cuando
inmediatamente fue llevado al conocimiento del perdón de los pecados se
convirtió para él en la manera corriente de expresarse, porque acababa de
recibir la morada del Espíritu Santo. Esta experiencia concuerda con lo que
enseña la palabra divina. Si somos sinceros delante de Dios saldrá de nuestras
almas la verdad, y acto seguido pondremos al descubierto nuestro estado y
relación cuando vayamos a rezar, especialmente si lo hacemos en privado y sin la
presencia de otras personas. Qué consideración más solemne que el Espíritu de
Dios haga de nuestros cuerpos sus templos, que el mismo título de Padre que
pronunciamos ante Dios sea realmente la misma exclamación del Espíritu. Qué
gracia divina poder conocer ahora que Dios nos ha contado entre sus hijos y ha
formado con nosotros una relación que durará toda la eternidad. Conocer el poder
de esta bendita verdad haría que nuestras plegarias fueran más reales, y nos
llenaría de inefable agradecimiento hacia Aquel que, en su gracia y amor
condescendientes, nos ha reunido alrededor de Él como hijos amados.
Queda más por decir. El apóstol procede, diciendo: «El Espíritu mismo da
juntamente testimonio con nuestro espíritu —preposición en el original griego
martureo, que conlleva la idea de testificar, imputar, dar evidencia de algo;
del sustantivo martus (testigo)— de que somos hijos de Dios» (Ro 8:16). La
posibilidad de que podamos engañarnos es evitada. Hay quienes querrían imitarnos
llamando Padre a Dios, pero esta palabra resulta de un conocimiento íntimo que
el Espíritu produce en la relación. Fijémonos en que no se trata de dar
testimonio a nuestro espíritu. Si se empleara este lenguaje esperaríamos, en un
momento determinado, un testimonio distinto que nos asegurara que somos hijos de
Dios. El apóstol dice «con nuestro espíritu», es decir, que el fruto de la
morada del Espíritu genera en nosotros sentimientos y afectos que se ciñen a la
relación a la que somos llevados y nos conducen a gozar de ella. El hijo de Dios
conoce ahora al Padre, y no duda de que sea hijo, pues tiene en él el
conocimiento sólido de su relación y es capaz de descansar, en alguna medida al
menos, en el gozo del amor y cuidados del Padre. En otras palabras, el espíritu
filial es el producto de este testimonio del Espíritu Santo.
¿Nos dará licencia el lector para preguntarle si cultiva y muestra lo bastante
este espíritu de filiación? No existe nada más hermoso en la vida cristiana ni
nada que proporcione un mayor sentimiento de dependencia de Dios, ni de más
confianza en la oración. Al escribir a los tesalonicenses, el apóstol Pablo se
dirige a ellos diciéndoles: «A la iglesia de los tesalonicenses en Dios Padre y
en el Señor Jesucristo» (1 Ts 1:1; 2 Ts 1:1). Ninguna asamblea más recibe tal
encabezamiento. La razón podría ser que la vida cristiana de estos jóvenes
creyentes, que estaban en la frescura y fervor de su primer amor, se
desarrollaba y manifestaba en el gozo de su relación filial. A nosotros también
nos caracterizará en la misma proporción siempre que no contristemos el Espíritu
de adopción y lo dejemos guiar nuestro corazón a conocer el Padre y su amor,
permitiendo que forme en todos nosotros esos afectos filiales que solo ese
conocimiento del amor produce. El conocimiento del Padre y de nuestra verdadera
relación es lo primero; después, el Espíritu será libre para guiarnos hacia
delante —poco a poco, pero siempre en progresión creciente— a gozar de todas las
bendiciones relacionadas con nuestra posición. No es posible tener los
sentimientos de hijos antes de llegar a saber que lo somos. Este conocimiento de
que somos hijos derivará en el gozo de la relación, en los afectos filiales, en
la gratitud propia de los hijos, en el respeto que estos muestren, etc. El
testimonio del Espíritu con el nuestro (la intensidad con que se distingue)
depende siempre, y dependerá, del carácter de nuestro camino. «Si alguno ama el
mundo, el amor del Padre no está en él». Si el creyente anda desordenadamente ya
es razón suficiente para contristar el Espíritu, si no para apagarlo. En todo
caso, no habrá sino un débil testimonio con su espíritu de que es un hijo de
Dios. Nadie debería conformarse con algo inferior al gozo feliz y consciente de
la relación que Dios, en su gracia, y como hijos suyos, ha tenido a bien formar
con nosotros.
Los hijos también son guiados por el Espíritu Santo. Basándose en la afirmación
de este hecho, el apóstol procede a exponer el carácter del Espíritu que ahora
habita en los creyentes. Antes hizo el contraste de los que andan según la carne
frente a los que andan según el Espíritu. Todos se incluyen en las dos clases.
En cuanto a la posición que tienen los creyentes delante de Dios, ellos no están
en la carne sino en el Espíritu, lo que los distingue en la presencia de Dios
para existir, teniendo en cuenta que el Espíritu de Dios mora en ellos (Ro 8:9).
No hay intermedio posible entre estos dos extremos. Añade el apóstol: «Si alguno
no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de él». Así, cada cristiano que
tiene por morada el Espíritu Santo tiene también una nueva posición delante de
Dios. Está en Cristo y no en Adán, pues a través de la muerte con Cristo ha sido
disociado del primer hombre, y por la resurrección de Cristo ha sido llevado
ante Dios a una posición y un terreno nuevos que desconocen el pecado, la
condenación y la muerte, ya que nos estamos refiriendo a un terreno de
resurrección. Resucitado con Cristo, el cristiano cuenta por tanto con el poder
para el conflicto con la carne y para vencerla. Habiendo mostrado nuestra
escapatoria de la ley del pecado y la muerte, con todo lo que tiene de dichoso
el resultado de esta liberación, y tras señalar el carácter de nuestro nuevo
lugar, el apóstol continúa: «Hermanos, somos deudores, no a la carne, para que
vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, vais a morir;
mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios».
Estas últimas palabras nos ponen cara a cara con unas verdades muy solemnes.
Destacaremos, en primer lugar, el hecho de que ser guiados por el Espíritu se
considera en este pasaje como aquello que caracteriza a cada hijo de Dios.
«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios».
Con la guía que obtienen manifiestan que son hijos. Aquí no se menciona el hecho
humillante de que es la carne la que gobierna a veces a los creyentes. Con
demasiada frecuencia esto suele pasar, pero lo que está describiendo el apóstol
es lo que de veras vincula a los creyentes con su clase: que son guiados por el
Espíritu, y no por la carne. Tras afirmar esto, y sin temor a equivocarnos, nos
aprovechará también saber que siempre somos guiados, bien por el Espíritu, bien
por la carne. Es verdad que tenemos la naturaleza caída y que el creyente debe
mantener los afectos naturales que Dios creó dentro de una lógica divina, pero
nos referimos ahora a todo el contraste que las Escrituras exhiben continuamente
entre la carne y el Espíritu. Como se dice en otra epístola: «Porque el deseo de
la carne es contra el espíritu, y el del espíritu es contra la carne; y estos se
oponen entre sí, para que no hagáis lo que querríais» (Gá 5:17). La carne y el
Espíritu son siempre antagónicos, y tan pronto nos encontramos en el poder del
Espíritu, controlados por su gobierno y dirección, como en el de la carne. ¡Qué
vigilancia necesitamos darnos! Bajamos tanto la guardia que la carne, aunque sea
por un momento, toma ventaja sobre nosotros con Satanás a su cabeza, haciendo
que nos hundamos en el pecado y entristezcamos el Espíritu Santo de Dios.
Lo tercero que hay que recordar es que el Espíritu Santo es nuestro único poder.
Carecemos de otro para nuestro camino y nuestra lucha, para nuestro servicio y
adoración. Lo que, por consiguiente, distingue a los hijos de Dios, es que son
guiados por el Espíritu divino. ¡De qué forma tan maravillosa se vio en la vida
de nuestro Señor! Después de ser bautizado, el Espíritu le llevó al desierto
para ser tentado por el diablo. Con el poder espiritual predicó, hizo milagros,
echó fuera los demonios y sanó a todos los que padecían opresión, y continuó su
senda haciendo el bien (Mt 4:12; Lc 4; Hch 10). En efecto, con cada paso del
camino y con toda clase de actos cometidos y cada palabra dicha durante toda su
vida en la Tierra, fue guiado por el Espíritu Santo. Él es nuestro ejemplo, y
nuestro es el privilegio de ser guiados también por el Espíritu de Dios, por lo
que, a medida que vayamos siendo conducidos, se manifestará que somos los hijos
de Dios.
El apóstol sigue enseñándonos algo más importante. El Espíritu que hemos
recibido es el Espíritu de adopción, y por consiguiente nosotros somos hijos. «Y
si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es
que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificado».
Seguiremos considerando, de momento, la posición que ocupamos como hijos
mientras esperamos tratar en otro capítulo nuestra condición futura en la casa
del Padre. Todos los hijos son herederos de Dios. No se trata solamente de que
le haya agradado, en su amor y misericordia, introducirnos en una relación con
Él, sino que también nos ha hecho sus herederos, y si esta asombrosa
manifestación de su gracia no bastara para satisfacer Su corazón, el apóstol
añade: «y coherederos con Cristo». Esta última frase contiene, en realidad, la
clave para la comprensión de todos nuestros beneficios. Dios nos ha asociado con
su amado Hijo. Él es el primogénito de los muertos y nosotros componemos la
iglesia del primogénito a través de su relación con Él, siendo asociados en
calidad de herederos con todo lo que Él, como hombre, heredará en virtud de su
obra redentora. Cada hijo de Dios es puesto en la categoría y posición del
Primogénito, exceptuando Su preeminencia y dignidad, que son en esencia algo
personal. Los hijos nos igualamos con Él a la hora de compartir la herencia con
Cristo. ¿Qué otras palabras podrían expresar más apropiadamente la riqueza de la
gracia de Dios, o de los beneficios que nos son otorgados? No solo nos ha
salvado y nos ha atraído a Sí, otorgándonos privilegios y felicidad, sino que
también va a ponernos al mismo nivel que su amado Hijo para poder satisfacer
plenamente su corazón. Que estas palabras encuentren profunda cabida en nuestras
almas, y que con una constante meditación en ellas aumente nuestro conocimiento
de cómo Dios actúa en su gracia. Cuanto más ponderemos lo que ha hecho por
nosotros mediante la muerte y resurrección de nuestro Señor y Salvador, más
sentiremos la necesidad de investigar y explorar el inagotable tesoro de esa
herencia que vamos a adquirir por ser los herederos de Dios y los coherederos
con Cristo.
Continúa diciendo el apóstol: «Si es que padecemos juntamente con él, para que
juntamente con él seamos glorificados». Esta condición de ningún modo plantea
una duda, sino que indica, meramente, lo que está implícito en la filiación, y
la senda para llegar a la glorificación con Cristo; es decir, si somos hijos,
nuestra senda de aquí debe ser de sufrimiento con Él. Si hemos nacidos de nuevo
y tenemos el Espíritu de adopción no podemos rehuir dicha senda.
La nueva naturaleza en nosotros, nacidos como somos de Dios, ha de ser capaz de
sentir con la misma medida que Cristo sintió todo ante el pecado, Satanás, el
dolor y la muerte. El Espíritu de Dios que mora dentro de nosotros debe
guiarnos, a medida que nos sometamos a esta dirección, por la misma senda en la
que Cristo anduvo y a sentir y a actuar como Él en circunstancias similares. No
podemos llamarnos hijos de Dios si prescindimos del sufrimiento con Cristo.
Nuestra capacidad de sufrir con Él dependerá completamente del grado con que
permanezcamos bajo el gobierno y poder del Espíritu Santo. Un hijo que camina en
fidelidad delante de Dios, sin contristar el Espíritu, sufrirá con Cristo mucho
más que alguien a quien no le interesa un camino ordenado. Sin embargo, esta es
la senda inevitable que lleva al sentimiento de un privilegio inexpresable.
Pues, ¿qué otro gran privilegio —a menos que no sea el sufrir para Cristo— puede
gozarse fuera de la compañía sentimental de nuestro bendito Señor, ajenos al
dolor y al sufrimiento de este desierto de pecado y muerte? Cuanto más suframos
con Él más conoceremos las profundidades de su corazón amoroso, que nunca se
fatigó durante aquel ministerio de ternura y de gracia aunque tuviera que
soportar cada día la contradicción de pecadores. El ánimo para emprender una
senda así puede faltarnos: «Pues considero que las aflicciones del tiempo
presente no son comparables con la gloria venidera que ha de manifestarse en
nosotros». El gozo puesto delante de Él sostuvo a nuestro Señor en el
padecimiento de la cruz y en el trance de tener que soportar la deshonra. De
todo ello se deduce el efecto que tendrá la perspectiva de la gloria, cuando
seremos glorificados juntamente con Cristo.
No hay nada que nos sobreponga más al sufrimiento que la contemplación de la
gloria futura y, si medimos lo primero con lo segundo, su importancia no hace
sino disminuir. Como dice el apóstol en otra parte: «Porque esta leve
tribulación momentánea nos produce, en una medida que sobrepasa toda medida, un
eterno peso de gloria» (2 Co 4:17). No olvidemos que tanto el sufrimiento como
la gloria están con Cristo. Nunca escaseará este feliz compañerismo si sufrimos
y somos glorificados con Él. La identificación con un Cristo rechazado ahora y
con un Cristo glorificado después. ¿Qué más podemos desear, o qué otra cosa
puede concedernos el Dios de toda gracia?
Capítulo 4
ASPECTOS EN LOS QUE SE DIVIDE LA FAMILIA DE DIOS
La familia de Dios es
inevitablemente una. Cada miembro dentro de ella posee la misma naturaleza y
vida. Tan perfecta es su unidad que el Señor deseó que se expresase en este
mundo: «Mas no ruego solamente por estos, sino también por los que han de creer
en mí por medio de la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh
Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el
mundo crea que tú me enviaste4» (Jn 17:20,21). Esta oración —pues no podía ser
de otro modo— recibió contestación. Leemos en los tempranos días de la iglesia
primitiva: «Y la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma»
(Hch 4:32). En relación con esta manifestación de la unidad de la familia de
Dios los apóstoles testificaron con gran poder de la resurrección del Señor
Jesús. Fue un poder que llevó adelante el testimonio que ellos daban,
convenciendo al mundo de que Cristo había sido enviado por Dios. La unidad de
toda la Iglesia se manifestaba entonces con vivacidad, hasta que menguó
gradualmente y no volvió a verse más en este mundo. Sin embargo, todo creyente
instruido debe mantener con firmeza la preciosa verdad de que la familia de Dios
es una sola, y que los corazones de los hijos de Dios nunca deberían moverse en
círculos más reducidos que el del propio corazón del Padre. Como dice Juan:
«Todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido engendrado por
él». Pero a fin de evitar cualquier error, y con el objeto de mostrar la
santidad que tiene que expresarse en este amor, así como el conducto por el que
tiene que manar, añade también: «En esto conocemos que amamos a los hijos de
Dios, cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos» (1 Jn 1:2).
Mientras recordamos con gozo que todos los que son amados por el corazón del
Padre deben serlo por nosotros también, en virtud de la relación que tenemos en
común, no olvidemos que el Padre ha de tener el primer lugar en nuestros
afectos, y que el verdadero amor divino por sus hijos solo podrá fluir
libremente cuando seamos obedientes a su palabra. El amor debe estar siempre en
nuestros corazones pero su expresión ha de conformarse a Dios. Esto no debe
confundirse. La unidad de la familia recibirá siempre esta corroboración, lo
cual no quita que las divisiones que traza el apóstol Juan para las clases en
que agrupa a los hijos de esta familia expresen solamente un estado o escalafón.
Así como en una familia cualquiera hay grados de crecimiento o de conocimiento,
lo mismo sucede en la familia de Dios. Nos dice Juan que hay padres, jóvenes y
pequeñitos. Antes de abordar estas tres clases por separado, se dirige al
conjunto para presentar las características de toda esta familia. «Os escribo a
vosotros, hijitos5, porque vuestros pecados os han sido perdonados por causa de
su nombre» (1 Jn 2:12). El término hijitos en este versículo no es el mismo que
se traduce en el siguiente. Si decimos «hijos» en el versículo 12, como
incluyendo a toda la familia, conservamos el término «hijitos» en el versículo
13 para referirnos a una clase especial6.
La característica divina de cada hijo de Dios es que sus pecados están
perdonados. Teniendo esto presente, es imposible pensar que se hable en toda la
Escritura de un hijo de Dios que no posea el Espíritu de adopción. Desde que
dejamos constancia en el último capítulo del terreno en el que Dios otorga el
Espíritu, se comprenderá en seguida esta característica. Todo hijo de Dios que
exclame Abbá, Padre goza del perdón de los pecados, y el nombre de Cristo es el
fundamento en el que ha sido recibida esta inefable bendición. «Vuestros pecados
os han sido perdonados por causa de su nombre». Este es el testimonio divino
que, ante Dios, se fundamenta en el valor del nombre de Cristo y en todo lo que
Él es en virtud de su muerte y resurrección. El perdón de los pecados, del que
Dios quiere que sus hijos gocen, es igual de divino que eterno. Divino en su
carácter y eterno en su duración, con la prerrogativa de que cuando nuestros
pecados fueron perdonados por la eficacia de la sangre de Cristo lo fueron para
siempre. «Esto no es lo que yo siempre he pensado», dirán algunos. Pues bien,
escudriñad las Escrituras y comprobad que este no sea el pensamiento de Dios,
pero si lo es, bien puede ser el nuestro también. La fe, en realidad, consiste
en la manera que tenemos de aceptar los pensamientos de Dios y en nuestra
capacidad de permanecer en ellos, no en los nuestros. Así pues, creemos que
podemos regocijarnos en todo lo que tiene de importante el significado de este
mensaje apostólico: «Vuestros pecados os han sido perdonados por causa de su
nombre». ¿Dirá alguien más que no necesita a diario la sangre purificadora? Es
una realidad que pecamos cada día, desde luego, sin embargo el creyente no
siente la necesidad de hacerlo. «Hijitos míos, os escribo estas cosas para que
no pequéis». Es tal nuestro estado que de hecho pecamos, y por ello el apóstol
nos indica la provisión divina de gracia para nuestros despreciables fracasos:
«Y si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y
él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros,
sino también por los de todo el mundo» (1 Jn 2:1-2).
La verdad es que una vez que somos lavados de la culpa del pecado estamos
lavados para siempre. «Porque con una sola ofrenda ha hecho perfectos para
siempre a los que son santificados» (He 10:14). Según la eficacia de ese
perfecto sacrificio, Dios, en su gracia, no solo perdona nuestros pecados sino
que nunca volverá a imputarnos su culpa. Él no puede tolerar el pecado en su
pueblo, y por lo tanto, si pecan, el Abogado con el Padre, Jesucristo el Justo,
lleva su causa sobre la base de una perfecta propiciación por sus pecados, y la
oración intercesora que Él hace ante el Padre les recuerda, por medio de la
Palabra como instrumento, que traigan sus pecados a la conciencia para que los
puedan juzgar y confesar; entonces, como dice el apóstol: «Si confesamos
nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados y
limpiarnos de toda iniquidad». Todos los creyentes permanecen bajo la eficacia
de la sangre y, por consiguiente, no se suscita nunca la cuestión de la culpa.
Dios tratará, sin duda, con los hijos castigándolos si pecan y persisten en
hacerlo, con el objeto de humillarlos ante su presencia y que le confiesen sus
pecados. Entonces serán lavados por el agua de la Palabra —por la acción de la
palabra de Dios sobre sus corazones y conciencias—, no purificados por la
sangre, que ya fue derramada una vez, por lo que no puede repetirse otro
sacrificio. Es totalmente cierto, como declara este pasaje, que los pecados de
todos los hijos de Dios son perdonados por su nombre y eternamente.
Después de hablar a toda la familia, a continuación Juan clasifica a los hijos
dándoles tres nombres: el de padres, jóvenes e hijitos (o recién nacidos).
Presenta las características de todos ellos en el versículo 13, y luego continúa
dándoles consejos y amonestaciones. Veamos estas diversas clases que nos define
el apóstol:
LOS PADRES.— «Os he escrito a vosotros, padres, porque habéis conocido al que es
desde el principio» (v. 14). El término padres indica un estado al que se ha
llegado. En modo alguno se refiere a creyentes ancianos, aunque generalmente
sean ellos los que componen esta clase. La mayoría de cristianos ancianos —en el
sentido del tiempo que dura su carrera como creyentes— todavía balbucean,
mientras que hay casos en los que aquellos que son relativamente jóvenes en la
fe, debido a su rápido crecimiento en la gracia y en el conocimiento del Señor
Jesús, se hallan entre los «padres». Lo importante aquí es ver que esta clase
incluye todas las edades, donde la principal característica es la de los
cristianos que se distinguen por conocer a Aquel que es desde el principio.
«Desde el principio», en Juan, señala a una época muy distinta. No es como en su
evangelio, donde el sentido de «en el principio» parte de la misma eternidad,
sino que desde el principio indica el momento en que Cristo, la vida eterna, fue
introducido en la escena mundial. No bien hubo nacido en el mundo que ya era el
segundo Hombre, aunque no asumiera esta posición hasta después de la
resurrección. Y en lo que se refiere también a sus circunstancias, Él no entró
en esta condición antes de resucitar de entre los muertos. «Aquel que es desde
el principio» indica, pues, que Cristo es el que está ahora sentado a la diestra
de Dios como el primogénito de entre los muertos y el principio de la creación
de Dios (Col 1:18; Ap 3:14). Por medio de la cruz, Dios cerró sus relaciones con
Adán, con el hombre responsable; y a partir de aquel momento todo empezaba con
el Hombre de sus consejos, el Cristo ascendido y glorificado. Según el
testimonio de Juan, la sangre y el agua salieron del costado de un Cristo muerto
—la sangre que expió el pecado y el agua con capacidad para lavarnos— como señal
de que la vida no está en el primer Adán, sino en el postrero. Cristo es, como
dice Pablo, nuestra vida, y por esta misma razón nuestro verdadero principio,
pues Él es el primogénito de entre los muertos.
Conocer al que es desde el principio es conocer a Cristo tal cual es y el lugar
donde Él está, como la vida eterna «que estaba con el Padre y nos fue
manifestada», con todo lo que ahora es como Hombre glorificado a la diestra de
Dios. Puede que se pregunte: «pero ¿no creen ya en Él todos los creyentes?».
Esta pregunta no hace sino ignorar la verdad de nuestro pasaje. Más o menos
todos los creyentes conocen a Cristo como su Salvador y le aceptan como Señor;
sin embargo, esto es algo mucho más diferente de un simple conocimiento que se
tiene de Él. Conocerle bajo un carácter especial constituye un privilegio, pero
el conocimiento del que habla aquí el apóstol abarca lo que Él es, dejando de
lado cualquier presentación y carácter especial. Por ejemplo, podemos conocer a
la reina como nuestra soberana y no obstante no tener ninguna familiaridad con
ella. Los hijos que conforman su pueblo, por otra parte, mientras no olviden que
es la soberana conocerán cómo es su manera de pensar, su carácter y
conducta. En nuestro caso, pues, los padres han rebasado la barrera de
conocimiento de cualquier rasgo de carácter, oficio o relación que el Señor
pueda sostener con ellos y hallan su deleite en Él solo, en toda su belleza
moral, perfecciones y excelencias que le exhiben tal como es.
Debemos observar también lo siguiente: lo que acabamos de describir es el logro
más elevado que pueda conseguirse. Después de esto no hay nada que lo
trascienda. Cuando nos convertimos, nos ocupamos principalmente de la obra de
Cristo y de la gracia de Dios. Poco después, nos deleitamos en su verdad, pero
al final, si continuamos hacia las cosas que están por delante, Cristo absorberá
nuestra atención hasta el punto de llegar a ser «padres» en el sentido que lo
dice el apóstol. Pongamos un ejemplo que apoye esta afirmación. Hace algún
tiempo tuvimos el privilegio de visitar un hermano que sufría una grave
enfermedad física. Sus manos y su semblante estaban desfigurados por la
intensidad de su sufrimiento y a pesar de que hicimos nuestra visita durante su
estado más lamentable, sin saber de qué manera podíamos consolarle ni cómo
aliviar su angustia, él no se refirió en ningún momento a sí mismo ni a lo mucho
que padecía. Toda su conversación giró alrededor del Señor. En el transcurso de
nuestra visita, estas son las palabras que dijo:
«Durante los diez primeros años de mi vida como cristiano conocía y gozaba de la
eficacia de la sangre preciosa de Cristo. Después, todo el círculo de la verdad
de la Iglesia surgió del fondo de mi alma y, aunque no perdí de vista el
estimado valor de esa sangre, las nuevas verdades que me fueron reveladas iban
tejiendo la trama principal de mis meditaciones. Sin embargo, —continuaba
nuestro amigo— gracias a la bondad de Dios he podido entrar en otro círculo
donde Cristo llena toda mi visión. No quiero decir que tenga las otras verdades
en menos estima sino que Cristo es todavía más valioso que ellas, y siento que
ahora no necesito nada más. —Concluyó diciendo que en aquellos momentos se
trataba de Cristo y solo de Él».
Este santo de Dios era, como el lector habrá deducido, un verdadero padre cuya
experiencia indicaba el orden del crecimiento cristiano, y justifica la
afirmación de que el conocimiento de Cristo es el último logro que puede
alcanzarse, y cuando se alcanza nada más es necesario, a menos que se trate de
llegar a un conocimiento cada vez más pleno e intenso de Aquel a quien ya
conocemos.
Esto lo demuestra el hecho de que cuando Juan habla a las clases existentes de
la familia de Dios, para los padres no tiene ningún consejo que ofrecer, como
tampoco ninguna advertencia ni exhortación que darles. Simplemente les repite:
«Os he escrito a vosotros, padres, porque habéis conocido al que es desde el
principio» (v. 14). Esto es muy comprensible, ya que estos padres, al estar
ocupados de Cristo, descubrían a cada paso que daban el secreto de todo el
crecimiento, progreso y seguridad que obtenían respecto a Él. La conformidad a
Cristo la produce el poder del Espíritu cuando se contempla al Hijo (2 Co 3:18).
El único objetivo de la vida cristiana es aprender más de Él, y Satanás no podrá
entrar en un corazón que esté lleno de Cristo. Juan no necesitó decirles nada a
estos padres, pues en realidad no querían saber nada más. Tomemos como ejemplo
todos los preceptos de las Escrituras. ¿Qué significan para nosotros? La
personificación de algunos rasgos de Cristo; y de ahí que al conocerle a Él
estos padres los poseyeran todos, pues se encontraban en la fuente que ellos
necesitaban para su sostenimiento y crecimiento en la vida divina. Si
necesitaban aliento o sabiduría, dirección, consuelo o amonestación; en fin,
todas las bendiciones confirmadas para nosotros en la redención, ellos las
poseían en Aquel a quien conocían.
Puede darse el caso de que solo unos pocos sean los padres. Pero la cuestión
para nuestras almas es si pensamos conformarnos con algo menos que esto. El
hijito de hoy puede ser el hombre y el padre de mañana. ¿No debería suceder lo
mismo con nosotros? ¡Ah, muchos seguimos siendo unos enanos mal desarrollados!
La consecuencia es que la mayoría nunca traspuso la infancia. Leemos en la
epístola a los Hebreos: «Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto
tiempo, otra vez tenéis necesidad de que se os enseñe cuáles son los primeros
rudimentos de las palabras de Dios; y habéis llegado a tener necesidad de leche,
y no de alimento sólido» (He 5:12). Si quisiéramos conocer toda la dicha de la
vida cristiana, si deseáramos siquiera aprender más de los inagotables tesoros
contenidos en Cristo, debemos continuar hacia delante con el pleno propósito de
estudiar todas las benditas manifestaciones de su persona, de sus gracias,
bellezas y perfecciones morales contenidas en la palabra de Dios. Si nos
sentamos a los pies del Señor, como María, para escuchar su palabra, estaremos
en la calzada correcta para convertirnos en padres dentro de la familia de Dios.
LOS JÓVENES.— Esta es la segunda clase de la que hace distinción Juan en los
hijos de Dios, entre los cuales se cuentan, en primer lugar, sus
características, y luego, los consejos divinos dirigidos a ellos tanto para
guiarlos como para amonestarlos. Al comenzar su exhortación, el apóstol reitera
cuáles son sus rasgos, añadiendo una frase que nos revela la fuente de su
fortaleza: los jóvenes son fuertes, derivan su fuerza de la palabra de Dios, lo
cual se ve en su victoria sobre el maligno (comp. los vv. 13 y 14). Estos varios
puntos son de un interés primordial. El hecho de que sean fuertes apenas si
merece ser mencionado; es la fuente de su fortaleza la que contiene la enseñanza
para nosotros. Su fuerza la extraían de hacer morar en ellos la palabra de Dios.
Esto es realmente lo que da poder para ser dirigidos por Dios ante las personas,
y lo mismo que aquí, en el conflicto con Satanás.
¿Qué puede significar hacer morar en ellos la Palabra? Nuestro bendito Señor nos
ha dado la clave: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros,
pedid todo lo que queráis, y os será hecho» (Jn 15:7). Significa, nada menos en
este caso, que sus palabras, que dieron forma a nuestros pensamientos, hallen un
lugar en nuestro corazón. En efecto, porque la acción de llenarnos de
pensamientos divinos ha hecho que se forme en nosotros la mente de Cristo hasta
el punto que los mismos deseos que expresamos en la oración son la expresión de
su mente y voluntad. Por eso Él dice: «Pedid todo lo que queráis, y os será
hecho». La palabra que mora con los jóvenes es una señal del tesoro que se
encuentra en sus almas, gobernando sus vidas. La sola posesión de esta palabra
los pertrechará para utilizarla contra los ataques de Satanás.
La mayoría podrá expresar que esto es lo que ellos desean. Sin embargo,
deberíamos ser conscientes de que a fin de que la palabra de Dios more en
nosotros es imprescindible que nos esforcemos. Si yo empleo muy poco tiempo en
leer las Escrituras, e incluso lo hago de manera superficial y apresuradamente,
es imposible que habite en mí la palabra de Dios. Esta bendición solo puede
alcanzarse leyendo, orando, y meditando la palabra, por medio del ministerio del
Espíritu. La palabra escrita en la Biblia va transmitiéndose luego a nuestros
corazones, donde se guarda como un tesoro de incalculable valor y se convierte
en la fuente de todos nuestros pensamientos, actividades y luchas. Próximamente
Israel tendrá la ley de Dios escrita en su corazón y en sus mentes, y entonces
desde el más pequeño al mayor de todos conocerá al Señor (He 8:10,11). Ellos
siempre poseyeron la ley en tablas de piedra, pero no les daba poder para
obedecer ni resistir en la lucha; empero, cuando sea grabada en sus corazones,
todo cambiará. Se volverán fieles y fuertes en los caminos del Señor, y si
nosotros solo nos contentamos con poseer la palabra de Dios, cuya escritura está
en la Biblia, eso no nos ayudará a vencer nuestras luchas cotidianas a menos que
queramos atesorar una parte de ella en nuestro corazón, donde se convertirá,
como ya hemos visto, en una fuente de vida y poder a través del Espíritu de
Dios.
Fue a través de la palabra que moraba en ellos cuando estos jóvenes pudieron
vencer el maligno, y por una doble razón. Al atesorar la palabra, ellos estaban
obedeciéndola, y Satanás no podía tocarlos ante su obediencia. En el momento que
uno se pone bajo la dependencia y la obediencia, fracasan todos los ataques de
Satanás. Y esta palabra que habita en el corazón se transforma en la espada del
Espíritu que repele y hace huir al adversario de nuestras almas. El Señor es un
ejemplo perfecto de todo esto cuando es tentado en el desierto. Hablando en el
Espíritu en los Salmos, dice: «Mi deleite está en hacer tu voluntad, oh Dios
mío; tu ley está en mi corazón». A cada tentación del diablo respondió de la
siguiente manera: «Está escrito…». Utilizó la palabra que moraba en su corazón
para enfrentarse a todos los ataques y confundir a Satanás, quien finalmente se
retiró abrumado y vencido. En cuanto a nosotros, la enseñanza radica en que si
no tenemos la palabra de Dios en el alma no podemos emplearla como arma de
defensa. ¡Cuántas veces hemos tenido que confesar que si hubiéramos utilizado
aquella y tal otra escritura nos habríamos salvado de aquel error y de aquellos
otros lazos! Es, pues, importante que busquemos tener la palabra de Dios morando
en nosotros, la única espada del Espíritu sin la que no podremos rechazar los
incesantes ataques de Satanás. Si realmente queremos ser «jóvenes» fuertes, es
absolutamente necesario que atesoremos la palabra viva de Dios en los más
ocultos recovecos de nuestro corazón, especialmente en un tiempo como el de hoy.
El recurso divino en un estado de cosas así es que podamos conservar, meditar y
tomar el alimento sólido de la palabra de Dios.
Existe, con todo, un riesgo especial al que se exponen estos jóvenes, y esto
forma la principal exhortación que se les hace: «No améis el mundo, ni las cosas
que están en el mundo —les dice el apóstol—. Si alguno ama el mundo, el amor del
Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne,
la codicia de los ojos, y la soberbia de la vida, no proviene del Padre, sino
del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios
permanece para siempre» (1 Jn 2:15-17). El mundo constituye para ellos el
principal riesgo que se entrevé en el carácter de su lucha con el mismo, y al
que están expuestos continuamente. Sucedió así con Sansón, joven nazareo
separado para el Señor debido a su fuerza y por no ser dado nunca a la sidra y
estar lleno del Espíritu (comparar Nm 6; Ef 5:18). Llegó a ser el blanco del
odio que Satanás le tenía, y la tentación a la que sucumbió cuando le hizo caer
en deshonra es una de las cosas de las que Juan habla: la codicia de la carne.
Destacan aquí dos cosas: el mundo y lo que este contiene. Para nosotros es muy
importante que las comprendamos. Juan utiliza «mundo» en un sentido moral, no en
el sentido del mundo físico en el que todos vivimos, la Tierra, y se expone aquí
todo el sistema de cosas que nos envuelve: el mundo organizado por las personas
y controlado por Satanás, príncipe y dios de él (ver Jn 12:31; 15:30; 2 Co 4:4).
Caín fue quien lo creó al marcharse de la presencia del Señor y construir una
ciudad, que fue la primera expresión de la sociedad organizada. Sus
descendientes embellecieron este mundo formado por su estirpe con las artes y
las ciencias con el propósito de que los hicieran felices sin Dios. El mundo
está siempre en antagonismo con Dios. Por decirlo según la enseñanza del Nuevo
Testamento, se contrapone al Padre. La carne está en oposición al Espíritu,
Satanás a Cristo, y el mundo al Padre. Por esta razón, dice Juan: «Si alguno ama
el mundo, el amor del Padre no está en él». Esto no significa que el que ama el
mundo no sea creyente, sino que alguien con esta actitud no podría gozar del
amor del Padre. De hecho, el Padre no podría manifestar su amor a un amante del
mundo, pues existe la más absoluta oposición entre este y Él. En la cruz de
Cristo Dios demostró lo que eran el mundo y el hombre. El primero tuvo éxito
crucificando a Cristo por la soliviantación que hizo Satanás de las clases y las
esferas de la sociedad contra el unigénito Hijo de Dios. El mundo entero, judío
y gentil, así como las autoridades civiles y religiosas, fueron uña y carne para
llevarle a la muerte, probando Satanás con ello que era el príncipe que los
gobernaba. Dios considera el mundo culpable de la muerte de su Hijo; y por tanto
un hijo de Dios no podría amar el mundo y tener, al mismo tiempo, el amor del
Padre en él. La única actitud posible que podría demostrar es la que expresó el
apóstol Pablo con estas palabras: «Pero jamás acontezca que yo me gloríe, sino
en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado
para mí, y yo para el mundo» (Gá 6:14). Es tan sencillo que ningún creyente
debería ponerlo en duda. ¿Quién no percibe un peligro de esta índole en todos
nosotros? Satanás está muy activo, y nuestros delicados corazones son una
entrada fácil a cualquier forma o sombra de mundanería entre los hijos de Dios.
Necesitamos estar siempre en guardia, recordando estas solemnes palabras: que el
amor del mundo excluye absolutamente el amor del Padre del corazón. ¡Cuántas
veces somos responsables de nuestros desaciertos! Sacrificamos el más dulce y
bendito gozo del que se agrada el alma por satisfacciones temporales, y perdemos
la cálida luz que suministra perpetuamente a nuestros corazones el solaz para
cada problema y lucha que nos salen al paso en nuestro peregrinaje por el
desierto.
Para prevenirnos de todo tipo de confusión, el apóstol no habla solo del mundo
sino también de las cosas que están en él. Son la codicia de la carne, la
codicia de los ojos, y la vanagloria de la vida. Todo lo que bajo cualquier
forma es deseo de la carne, y todo lo que da placer al ojo y que codicia o
quiere poseer; todo lo que pueda hacer enorgullecer a las personas y que
se sientan importantes en este mundo exaltándolas entre sus semejantes, ya sea
en posición, distinción, conocimiento, capacidades o poder; todo lo que, en
definitiva, da su provisión al hombre natural en este mundo es de lo que el
«joven» tiene que abstenerse a medida que va comprendiendo la relación que todo
esto guarda con un Cristo rechazado, con el Padre y su amor.
El Espíritu de Dios indica, en este pasaje, cuáles son los tres cauces por los
que Satanás intenta hacer que corran en nuestra alma las seducciones y los
encantos mundanos. Estas puertas de acceso deben ser puestas bajo custodia. Es
más fácil bloquear el paso al enemigo que expulsarlo después de que ha logrado
entrar. Así como Nehemías asignó a porteros para que vigilaran las puertas de
Jerusalén una vez fueron reconstruidos sus muros, manteniendo bajo vigilancia
las casas y guardándolas en una separación santa, del mismo modo deberíamos
guardar los portales de nuestras almas contra las codicias de la carne, de los
ojos y la vanagloria de la vida, a fin de conservarnos en el gozo del amor del
Padre. Para tener éxito en esto son requisitos necesarios andar en la presencia
de Dios, una vigilancia intensiva y la oración en el poder del Espíritu Santo.
El apóstol refuerza su exhortación dando un argumento diferente: «El mundo pasa,
y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre». Nos
trae a la memoria el carácter transitorio del mundo y todo lo que hay en él en
contraste con la duración perpetua y el carácter inmutable de todo lo que se
vincula con Dios. Permaneceremos si hacemos su voluntad, pues en su gracia nos
ha asociado consigo y con su amado Hijo (1 Jn 1:3). La eternidad es, por
consiguiente, nuestra porción de felicidad y gozo.
Cuanto más comprendamos esto más asimilarán nuestros corazones el carácter del
lugar al que hemos sido llevados, donde va a poseernos y a controlarnos el amor
del Padre y donde seremos fortalecidos para resistir las seducciones del mundo,
en constante alerta contra su vanidad. «Cada huella de Egipto —dice un escritor
conocido— es un vituperio para el creyente». Este testimonio es cierto, pues
Cristo «se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo
malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gá 1:4).
Acaban de considerarse dos de estas tres clases en las que divide el apóstol la
familia de Dios. Queda todavía por considerar la tercera, que son los HIJITOS.
Se recordará que esta variación de clases es la que hace dicha distinción entre
los estados o logros espirituales. Los «hijitos» no son necesariamente los más
pequeños de los hijos de Dios, porque existe, desafortunadamente, el caso de
muchos cristianos que permanecen en esta clase la mayoría de sus vidas. A los
hijitos no se los considera ni «padres» ni «jóvenes», aunque haga tiempo que son
cristianos.
Su característica es la que nos dice el versículo 13: ellos conocen al Padre. Es
lo primero que saben cuando reciben el Espíritu de adopción. Convencidos de
pecado por la misericordia de Dios, la sangre de Cristo ha cubierto su necesidad
como pecadores lavándolos de la culpa, otorgándoles paz y confianza en la
presencia de Dios. Sellados por el Espíritu Santo, que es el Espíritu del Hijo
de Dios, exclaman: «Abbá, Padre», y son de esta manera llevados a conocerle en
esta relación. No solo están salvados, sino que además saben que son hijos a
quienes se les ha enseñado a conocer al Padre. Sin duda, se trata de una etapa
inicial, pero en ella se les muestra una bendición inmensa. Una nueva relación
se ha formado entre Dios y sus almas, con la que aprenderán, a través de la
gracia, que es indestructible, y serán guiados en un aprendizaje del significado
del nombre paterno de Dios y a regocijarse en el hecho de saber que ellos se han
convertido en los objetos de su corazón, el cual nunca agotará sus recursos al
darles lo que necesitan y hallará su deleite en proporcionarles bienestar y
felicidad, ahora y por toda la eternidad.
De esto deducimos que no se puede suponer que haya ningún hijo que no conozca al
Padre.
Sabemos que existen casos así; pero son originados, como ya apuntamos en
referencia al perdón de los pecados, por una enseñanza errónea, por la
incredulidad, por la ignorancia que se tiene, simplemente, de todo el carácter
de la gracia. Dios desea que cada uno de sus hijos le conozca como Padre, y Él
ha provisto de tal manera que, de faltar este conocimiento, se debería acusar al
hombre y no a Dios.
Nada hay más triste que los incesantes esfuerzos, realizados incluso por
cristianos profesantes, de socavar las verdades de la redención y los
privilegios de los creyentes. Queriendo ignorar que Dios es tan bueno como Él
dice y que el hombre es tan malo como se demuestra, su objetivo es el de querer
exaltar al hombre a costa de Dios, pero acaban ciegos ante las enseñanzas más
sencillas de su palabra. Por este motivo, se hace más necesario que nunca
afirmar toda la verdad de la gracia y la redención.
Al dirigirse a los «hijitos», el apóstol comienza en el versículo 18 y se
extiende hasta el final del versículo 27. En el versículo 28 está incluida toda
la familia. El mundo supone el típico peligro para los «jóvenes», mientras que
los «hijitos» son más propensos a ser atrapados por la falsa enseñanza, hecho
que propicia la necesidad de aportar la instrucción necesaria que guie a los
creyentes de todas las edades. Vamos a estudiarla a continuación.
Primero les recuerda que se trata de «los últimos tiempos». Ellos sabían, cuando
fueron enseñados, que el anticristo vendría, pero había ya muchos anticristos
que en estos últimos tiempos se oponían al cristianismo con el espíritu del
anticristo. En los escritos de Pablo se menciona que los «últimos tiempos»
indican el periodo que concluirá la presente dispensación. La cruz de Cristo
cerró los tratos de Dios con el mundo en lo que se refiere al terreno de la
responsabilidad. Probado fue que el hombre estaba perdido y el mundo juzgado.
Sin embargo, el Señor se demora en su paciente gracia «no queriendo que nadie
perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento». Esta actitud es la que
distingue a la gracia, época en la que se dejan oír las palabras «el que quiera,
tome del agua de la vida gratuitamente». La terminación de los últimos tiempos
viene dada por la existencia de anticristos, lo que demuestra que el anticristo
está moviéndose tras el telón como el hombre de pecado, y que no aparecerá en
escena hasta que no hayan sido tomados todos los santos para estar con el Señor
para siempre (comparar 1 Ts 4:13-18 con 2 Ts 2). Los anticristos son
considerados heraldos de la obra maestra de Satanás. A fin de poner en guardia a
estos hijitos, el apóstol les describe el carácter tanto del uno como del otro.
Los anticristos eran apóstatas: «Salieron de nosotros. Si hubiesen sido de
nosotros, habrían permanecido con nosotros; pero salieron para que se
manifestase que no todos son de nosotros». ¡Qué declaración más solemne! Estos
anticristos habían estado una vez en el terreno del cristianismo, partiendo el
pan a la mesa con los santos del Señor, y ahora habían salido abandonando la
profesión del nombre de Cristo y asumiendo otra de un exacerbado antagonismo
contra quien ellos confesaron una vez como Salvador y Señor. Era necesaria una
percepción espiritual para detectar su antagonismo a Cristo, o apenas se hubiera
tenido que advertir a los hijitos contra un peligro así. Satanás se transforma
siempre en un ángel de luz, igual que sus siervos asumen la forma de ministros
de justicia (ver 2 Co 11:14-15). Alegando una mayor espiritualidad, devoción o
profesión de haber descubierto verdades preciosas, estos falsos maestros buscan
seducir las almas sencillas. Juan los desenmascara y los llama como se merecen:
anticristos. Este desenmascaramiento le lleva a describir todo el carácter que
exhiben. Es mentiroso quien niega que Jesús es el Cristo, y el que niega al
Padre y al Hijo es el anticristo. La primera afirmación apunta a los judíos, la
segunda al error anticristiano, y si se combinan los dos llegamos a la forma del
anticristo.
Tenemos, pues, en este breve pasaje, la evolución y consumación de toda la
herejía y de la mala doctrina. Todas las formas de antagonismo contra la verdad
van acumulándose, empezando en primer lugar con la negación, no de que tiene que
venir Cristo, sino de que Jesús sea el Cristo. Finalmente, no se niega que haya
un Dios, sino que hay una refutación de la verdad del Padre y del Hijo, en una
palabra, del cristianismo. ¿Quién no percibirá, con una mínima inteligencia en
la palabra de Dios y un conocimiento de las formas predominantes del error, la
semilla que se disemina día a día bajo estas formas de oposición a la verdad
divina? Si Juan podía decirlo en sus tiempos, más nosotros cuando podemos
afirmar que hay muchos anticristos. La palabra de Dios es minada bajo toda forma
y apariencia, y se ignoran las verdades distintivas del cristianismo, no tanto
por parte de reconocidos ateos o infieles como por maestros cristianos. Es
posible que alguien llamado ministro7 de Cristo rechace toda la verdad de su
persona y su obra, pues el mayor peligro, hoy en día, lo encontramos en los
púlpitos de la cristiandad. De momento están con nosotros, porque la misma
cristiandad se está volviendo, si no lo es ya, apóstata y cómplice de los que
niegan la verdad. Dentro de poco van a quitarse su máscara quienes se
posicionarán abiertamente como los que rechazan a Cristo y el cristianismo. Son
los anticristos.
Es oportuno destacar que a los hijitos es a quienes se les advierte de este
peligro y engaño. En nuestros días se juzga como acción demasiado superflua
(cuando no completamente vana) la exhortación a los jóvenes convertidos respecto
a los errores que predominan por doquier. Por otro lado, Juan les habla sin
embudos, preparándolos para los peligros que tendrán que arrostrar en su camino.
Hay un proverbio que dice: «Quien avisa no es traidor». Este adagio es cierto en
todos los sentidos, si lo consideramos desde el punto de vista de este pasaje.
Los que tenemos el liderazgo en la iglesia de Dios habríamos evitado más de un
desastre si hubiéramos copiado el ejemplo de Juan. Pero el apóstol hace algo más
que indicar el peligro; también enseña a estos jóvenes los medios para
mantenerse bajo seguro. En su delicada gracia y anticipándose a todas las
dificultades y a cada enemigo que va a confrontarnos, Dios ha previsto todas las
situaciones de crisis. Por eso Juan dice: «Mas vosotros tenéis la unción del
Santo, y sabéis todas las cosas. No os he escrito como si ignoraseis la verdad,
sino porque la sabéis, y porque ninguna mentira procede de la verdad» (vv.
20-21). Continúa más adelante: «Lo que habéis oído desde el principio,
permanezca en vosotros. Si lo que habéis oído desde el principio permanece en
vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre» (v. 24).
Estas tres defensas contra el error merecen una consideración atenta. En primer
lugar, Juan les recuerda que tienen la unción del Espíritu Santo, por la cual
habían de conocer todas las cosas. El mismo Espíritu que mora en nosotros como
el Espíritu de adopción es la unción, así como el sello y las arras (ver 2 Co
1:21, 22 y ss.). Como es nuestra unción, el Espíritu de Dios nos asocia con
Cristo y nos proporciona dos cosas: inteligencia y poder. En este pasaje vemos
el aspecto de la inteligencia, y Juan enseña a los hijitos que desde que fueron
ungidos por el Espíritu Santo están en la fuente de todo conocimiento. Esto no
significaba que lo conocieran todo, sino que con esa unción tenían la
posibilidad de conocer y de distinguir entre la verdad y el error. Refiriéndonos
a lo divino, haremos bien en tener en cuenta que el Espíritu Santo es el único
poder de discernimiento (ver 1 Co 2). La mente, el razonamiento humano y el
intelecto no tienen aquí razón de ser. Como alguien ha dicho: «La actividad de
la mente es la mayor barrera para la comprensión de la verdad de Dios». Suele
darse el caso de que un simple hijo en las cosas del mundo es el más sabio en
las cosas de Dios. Dice con razón el salmista: «He llegado a tener mayor
discernimiento que todos mis maestros, porque tus testimonios son mi meditación.
Poseo más cordura que los viejos, porque he guardado tus mandamientos» (Sal
119:99-100). Luego el origen de toda la sabiduría y conocimiento para el
creyente es la palabra de Dios, tal y como nos lo expone el Espíritu Santo. En
sus caminos, Dios ha provisto para los hijitos de su familia con unos recursos
más que suficientes de discernimiento y defensa para cuando vayan a verse
envueltos en errores anticristianos. No necesitan que nadie los enseñe, porque
al andar en la dependencia de Dios el espíritu Santo los pone en guardia,
mostrándoles lo que es la verdad y lo que es el error. Recientemente ocurrió un
suceso extraordinario de lo referido en otro país, donde en cierta ciudad se
vieron atacados los fundamentos de la verdad, especialmente en relación con los
santos de Dios, en un entorno que aparentaba hacer brillar más la luz y exhibir
un mayor amor. Consciente, no obstante, de este peligro, un hermano que desde el
comienzo de la reunión temía que quienes se encontraban allí serían incapaces de
entender estas cuestiones debido a su espíritu pobre y sencillo, decidió guardar
silencio. Finalmente se vio obligado, por su fidelidad al Señor, a separarse de
aquellos que habían mantenido falsas doctrinas, y en una carta que nos remitió
nos contaba que ninguna de aquellas almas sencillas se había visto arrastrada
por la mala enseñanza. Añadía también que, apenas sin excepción de nadie, todos
los dotados e inteligentes para esa labor, bien rechazaron su deber de juzgar,
bien aceptaron la mala enseñanza. Como los hijitos de nuestro pasaje, quienes
dieron muestras de ser fieles tenían, y seguían teniendo, la unción del Santo, y
pudiendo distinguir la verdad del error no cayeron en la trampa de las
convincentes, pero poco de fiar, persuasiones del maligno. Estos hijitos
conocían también la verdad, y por consiguiente sabían que no genera ninguna
mentira (v. 21). Esta es una gran salvaguarda para los santos cuando las
apariencias engañosas acechan desde fuera. Desde luego, podremos sentirnos
satisfechos si poseemos la verdad, sin necesidad de tener que examinar todo
aquello que exige ser examinado. Que el Señor nos guarde tanto de la deshonra
que acarrean estos problemas como de ellos mismos.
«Las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Mas al extraño no le seguirán,
sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños» (Jn 10). Nos
basta con saber que, si no conocemos la voz que intenta seducirnos, rechazaremos
escucharla porque será una voz extraña para nosotros.
«Jesucristo es el mismo, ayer, y hoy, y por los siglos»; por consiguiente, no
debemos dejarnos llevar por desviadas y extrañas doctrinas. Incurriremos en una
grave equivocación si, siendo poseedores de la verdad, examinamos un error que
quiera reemplazar la verdad que conocemos. Tal vez podría ser esta la función de
los maestros que dejara al descubierto las artimañas de Satanás, pero les basta
a los hijitos saber que pueden estar tranquilos con la seguridad que la verdad
ofrece, sabiendo que ninguna mentira proviene de ella.
Característica del mentiroso es el que niega, no que haya un Cristo, ni que haya
venido, sino que Jesús sea en absoluto el Cristo. El anticristo es el que niega
al Padre y al Hijo, es decir, toda la verdad del cristianismo. Nadie conoce al
Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo quiera revelárselo.
La advertencia es muy solemne: «¿Quién es el mentiroso, sino el que niega que
Jesús es el Cristo? Este es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo
aquel que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo, tiene
también al Padre» (vv. 22-23). Dios el Padre no puede ser, pues, conocido sin el
Hijo, sin la verdad que Él representa en su dignidad esencial, ni al margen de
la verdad de su persona, Jesucristo venido en carne (1 Jn 5:2,3; 2 Jn 7-9).
Todos los refinamientos del deísmo no son sino una mera especulación fruto de la
infidelidad, ya que el practicante que cree en Dios aparte de Cristo lo hace con
el equivalente de rechazar al verdadero Dios, pues es solo en Cristo que Él se
ha revelado o puede ser conocido. Los hijitos tenían la unción del Santo,
conocían la verdad.
Añade el apóstol en su exhortación: «Lo que habéis oído desde el principio,
permanezca en vosotros. Si lo que habéis oído desde el principio permanece en
vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre». Esta
constituye la tercera fuente que les da seguridad, en la que se encuentra un
principio de suprema importancia. Después de entrar la corrupción y causar
confusión por todos lados, no existe más remedio que volver al principio. El
apóstol Pablo exhorta a Timoteo en las circunstancias difíciles de su tiempo a
continuar en las cosas que había aprendido, y de las que fue persuadido,
sabiendo de quién las aprendió (2 Ti 3:14-17). En este sentido, no hay el mínimo
error o la menor corrupción de la verdad que no puedan ser encontrados y
descubiertos. Satanás se queda indefenso frente a la verdad de Dios cuando es
presentada con toda simplicidad. Si nos apoyamos en la verdad dada por los
apóstoles lo haremos sobre una roca sólida contra la que todas las olas del
error romperán hasta deshacerse en brumosa espuma. En todas las controversias
sobre teología se cita la autoridad humana —los padres de la Iglesia, los
autores posapostólicos—, incluso la de quienes están más cercanos a nosotros,
para perjuicio de lo que habíamos escuchado desde el principio. Pero la verdad
de Dios permanece inquebrantable, y es tan novedosa hoy y llena de autoridad
como antaño cuando fue revelada, constituyendo la única prueba contra los
sistemas del hombre, sus derechos y pretensiones. Todo lo que no se conforme con
lo que oímos desde el principio tiene que ser rechazado sin miramientos, y no
debemos permitir que las circunstancias alterables de una sociedad cambiante lo
modifiquen. El Dios inmutable transmite Su carácter a Su verdad y sus
perfecciones continúan imperturbables con el paso de los siglos, como Aquel cuya
palabra es igual a Él.
La cuestión no se trata de que la verdad que moraba en ellos por el poder del
Espíritu sería su salvaguarda contra los anticristos que ya estaban en el mundo,
sino que además implicaba una bendición positiva: «También vosotros
permaneceréis en el Hijo y en el Padre». Como en el capítulo 1, la recepción de
la verdad proclamada por los apóstoles, y el mensaje concerniente a Cristo como
la palabra de vida, implicaba una nueva naturaleza y la vida eterna, así como la
comunión con el Padre y el Hijo. La retención en el corazón de todo lo que
habían oído los guardaría en esta comunión, porque haría que permanecieran en el
Padre y en el Hijo. El mantener la verdad tal como fue anunciada produce un
enorme resultado en nuestras almas, en el sentido de que puede defendernos de
doctrinas perversas. Nada es tan santificador como la verdad que produce unos
sentimientos santos que nos llevan a disfrutar de nuestra porción en el Padre y
en el Hijo, y es esta verdad, únicamente, lo que constituye la espada del
Espíritu. Lo significativo de todo esto es que deberíamos dejarle en nuestros
corazones un lugar reservado, atesorarla como un santo depósito, y que sea la
fuente y el origen, por medio del Espíritu, de nuestras acciones, camino y
conducta, así como que nos provea las suficientes armas para el momento de
quedar expuestos a los ataques de Satanás. Al mismo tiempo, la consideraremos el
recurso que guarda nuestras almas en el gozo de la comunión con el Padre y el
Hijo.
A continuación, una palabra de ánimo y consuelo: «Si lo que habéis oído desde el
principio permanece en vosotros...»; y dice Pablo después: «Esta es la promesa
que él nos hizo, la vida eterna». Estos condicionales de las Escrituras nunca
ponen límites a la gracia de Dios ni a su carácter absoluto. Sí ponen de
manifiesto, sin embargo, nuestra responsabilidad y continuidad en la senda como
evidencia de una realidad. Nuestro Señor dijo a algunos que profesaban creer en
Él: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis
discípulos». La perseverancia en Su palabra era la evidencia para otros de la
verdad de su discipulado. El continuar en el Padre y en el Hijo tiene que ver,
inevitablemente, con el mantener la verdad en el alma. Mientras se insiste sin
cesar en estos condicionales sobre la responsabilidad, y que Dios pretendía que
nos escudriñaran y los utilizáramos para nuestro autojuicio, también hay que
insistir sin ningún tipo de reserva en el carácter incondicional de la gracia de
Dios en nuestra salvación. La vida eterna es la vida eterna, y una vez la
poseemos nunca podemos perderla; pues como ya hemos visto se trata del propio
Cristo, de aquella vida que estaba con el Padre y se nos manifestó (1 Jn 1:2).
Justo después de insistirles sobre la responsabilidad de guardar lo que habían
oído desde el principio, Juan consolida sus corazones recordándoles que lo que
Dios les ha prometido es la vida eterna.
Esto deja expuesto un feliz principio en los caminos de Dios para con nosotros,
tal y como se revela en la Palabra. Él nunca querría dejarnos en la inseguridad
de si le pertenecemos o no le pertenecemos. Como creyentes, esta cuestión queda
fuera de toda duda. El autoexamen nunca va relacionado con el hecho de si somos
o no verdaderos cristianos, sino que tiene que ver con el propósito de detectar
el pecado para que sea exhibido a la luz de la presencia de Dios y sea allí
juzgado. Una vez establecidas las relaciones entre nuestras almas y Él en el
terreno de la redención puede hacer valer sus demandas sobre nosotros, y puede
exigirnos, libremente, que hagamos uso de nuestras responsabilidades como si
fueran las suyas. Sin embargo, no se nos impone nada si, de hecho, la gracia
puede salir debilitada. Todas las exhortaciones de esta índole proceden del
fundamento de la gracia, a fin de poder llevar nuestras almas a gozar más
plenamente de nuestros privilegios. Como suele perderse de vista esta
distinción, las almas se esclavizan empleando los preceptos y las advertencias
de las Escrituras de manera legal con tal de estimularse a un mayor celo y
devoción. La gracia soberana de Dios es la que establece al alma y le infunde
vida, la gracia que Él ofrece libremente, sin ninguna condición. Habiéndonos
hecho los poseedores de ella para poder conocer su corazón, Dios nos advierte,
en el ejercicio de esta gracia, de los peligros que podemos encontrarnos y nos
explica cuáles son las condiciones que pueden situarnos bajo su plena acción y
gozar más eficazmente de ella. Esto nos ayudará a comprender por qué el apóstol
añade, después del versículo 24, «esta es la promesa que él nos hizo, la vida
eterna».
Los dos siguientes versículos resumen la sustancia de su instrucción a los
hijitos. Una vez más los retrotrae a la unción que habían recibido de Cristo, y
cuya consecuencia fue que no necesitaban que nadie les dijera nada de esos
falsos maestros y apóstatas que intentaban hacerlos desviar. Juan no tiene la
intención de que estos santos prescindan de los maestros que tenían un don de
parte de Cristo en la Iglesia para perfeccionarlos y edificar el cuerpo de
Cristo, sino todo lo contrario, ya que en caso de verse atacados por los
anticristos ellos contaban con recursos más que suficientes para enfrentarse
solos con la unción del Espíritu Santo. Además, les cuenta que «así como la
unción misma os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, así
también, según ella os ha enseñado, permaneced en él8». Este es un orden
magnífico. Primero la unción, luego esta unción que les enseña todas las cosas,
y finalmente el permanecer en Él. ¡Ah, cómo lograrían desviarnos toda clase de
obstáculos si la unción del Espíritu Santo dejara de operar poderosamente en
nuestras almas y nosotros apartáramos la atención de sus enseñanzas! Pero
gozamos en conciencia, porque permanecemos en Él, de la fuente de todo
conocimiento, poder y bendición.
En el versículo 28, donde el apóstol se dirige una vez más a toda la familia,
tiene una última palabra que decirles después de la instrucción ofrecida a los
diferentes grados de la familia, y es la siguiente: permanecer en Él. «Y ahora,
hijitos, permaneced en él, para que cuando se manifieste —nosotros, que os hemos
enseñado y hemos sido utilizados para vuestra bendición—, tengamos confianza, y
en su venida no seamos avergonzados de parte de él». Como se hubieran
avergonzado entonces si las labores de los apóstoles y de los maestros
cristianos que trabajaban entre ellos hubieran sido en vano, en cuyo caso ellos
se habrían perdido las cosas que los primeros realizaron sin recibir ninguna
recompensa (2 Jn 8). Dada la perspectiva del regreso del Señor, Juan también los
dejó en el servicio, como lo estaban él y sus colaboradores (aquí se trata de Su
manifestación, relacionada con la responsabilidad en el servicio, como dicen las
epístolas). Ningún motivo tan poderoso como la perspectiva del advenimiento de
Cristo surte tal efecto en el corazón de los santos, o en el de quienes trabajan
en la obra, que ganar diligencia en los caminos del Señor. Este es el motivo que
ahora Juan proporciona a cada hijo de la familia, dejando en sus corazones este
mandamiento divino: permanecer en Él ante la expectativa de verle pronto cara a
cara, donde el carácter —dice, en efecto, el apóstol— de nuestra obra será
plenamente declarado. Que el Señor, con un poder nuevo y vivo, ponga este
sencillo mandamiento en el corazón de todos los hijos de Dios para la alabanza
de Su nombre.
Capítulo 5
RASGOS DE LOS HIJOS DE DIOS
Si somos hijos de Dios, hay ciertos rasgos que manifestaremos. Si hemos nacido
de nuevo y tenemos una nueva naturaleza y la vida eterna en Cristo, esta nueva
naturaleza —así es el argumento del apóstol Juan— se exhibirá de un modo
diferente. En otras palabras, puesto que Cristo es la vida eterna, la vida que
poseemos por haber creído en Él fluirá a través de los mismos canales que lo
hiciera en Él durante su peregrinación entre los hombres. Una naturaleza divina
debe expresarse siempre de la misma manera y bajo las mismas circunstancias y
revelar, cuanto tiene de similar en el plano moral, su semejanza con Aquel del
que proviene. Por esta misma razón el apóstol indica ciertos rasgos
característicos de los hijos de Dios.
Antes de considerarlos, deberíamos señalar que estos rasgos no se dan aquí para
que podamos descubrir si somos hijos. Emplear de este modo las Escrituras
confundiría todo el objeto del Espíritu de Dios, llenando nuestras almas de
inseguridad y sometiéndonos a la servidumbre de un duro legalismo que no
tardaría en apagar toda la novedad y energía de la vida cristiana. Este ha sido
el error, en todas las épocas, de la teología formalista, con el resultado de
que las almas se hunden en un ensimismamiento para buscar los frutos del
Espíritu en lugar de tener puesta la mirada en Cristo para inquirir y meditar en
sus bellezas y perfecciones, lo que sería la única condición esencial para el
crecimiento espiritual. Miles de hijos de Dios se constituyen así en sus propios
jueces, continuando en la calzada equivocada de sus dudas e inseguridad durante
toda su vida y no se regocijan en los privilegios obtenidos ni en el gozo del
amor del Padre, pues consideran el temor y la duda señales de mansedumbre y
humildad. Pero esta no es la manera de actuar del Espíritu de Dios. Estos rasgos
de que hablamos no se dan con el propósito de examinarnos y ayudarnos a
descubrir si estamos realmente regenerados, sino más bien al contrario: nos
describen el carácter y la acción de esa naturaleza divina de la cual somos, por
gracia, partícipes. Nuestra relación se contempla como una cosa resuelta, tras
lo cual el Espíritu puede guiarnos a conocer el modo de vida de los hijos de
Dios.
Como prueba de lo expuesto, nos fijaremos en el siguiente versículo: «Todo aquel
que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que
engendró, ama también al que ha sido engendrado por él» (1 Jn 5:1). La realidad
del nuevo nacimiento depende solo y exclusivamente de si creemos que Jesús es el
Cristo, no de si puede detectarse en nosotros ese y aquel otro fruto del
Espíritu. Es así de sencillo. En Pentecostés, Pedro anunció que Dios había hecho
a ese mismo Jesús, a quien los judíos crucificaron, Señor y Cristo. El Jesús que
estuvo una vez en la Tierra es declarado ahora, por testimonio divino, el Cristo
de Dios, algo que siempre había sido aquí con nosotros, pero ahora Él nos es
presentado bajo este carácter de una manera distinta, como el que fue rechazado
por los hombres y resucitó de la muerte y se sentó a la diestra de Dios. Jesús
es el Cristo, y todos los que acepten este testimonio acerca de Él y lo reciban
como verdadero en su corazón son nacidos de Dios. En vez de mirar en nuestro
interior buscando pruebas del nuevo nacimiento, deberíamos dirigir nuestra
atención a esta simple pregunta: ¿creo yo que Jesús es el Cristo?
La primera característica que se presenta se encuentra en el capítulo 3: «Todo
aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios
permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios» (v. 9; cp. 5:18).
La dificultad de esta afirmación desaparece al observar el proceder del apóstol
a medida que avanza en declarar la verdad de un modo abstracto, y por ende,
absoluto. Dicho de otra manera, concentra toda su atención (con exclusión de
todo lo demás) en algo que tiene ante sí. Habla en este pasaje de lo que
distingue a la nueva naturaleza, la que nace de Dios, sin considerar el hecho de
que sus hijos poseen también la vieja naturaleza, extremadamente mala y que el
apóstol denomina «el cuerpo de pecado» (Ro 6:6). Cada creyente tiene estas dos
naturalezas, y Juan habla solamente de aquella que es divina, al tiempo que
considera la vieja como juzgada para siempre en la cruz de Cristo. Pero aquí no
vamos a tratar esto último. «Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el
pecado». Es la nueva naturaleza, y no la vieja, la que distingue nuestra
existencia delante de Dios; entonces, escribe de manera tajante: «Sabemos que
todo aquel que ha nacido de Dios, no continúa pecando, sino que Aquel que fue
engendrado por Dios le guarda, y el maligno no le toca» (cp. 5:18). No significa
que el hijo de Dios nunca caiga en pecado, pues ¿quién podría asegurar que nunca
peca? Simplemente se refiere a que el carácter de la nueva naturaleza no es de
pecar. ¿Cómo podría hacerlo alguien nacido de Dios? Así dijo el ángel a María:
«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por lo cual también lo santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios» (Lc
1:35). Por lo tanto, en cuanto a la naturaleza que adquirimos por el nuevo
nacimiento, es imposible que quien nace de Dios practique el pecado.
Tampoco podemos olvidar que, al poseer, de hecho, la vieja naturaleza, y que no
hay nadie que no peque, no obstante se afirma en un capítulo anterior que no hay
ninguna necesidad para que el creyente cometa pecado: «Hijitos míos, os escribo
estas cosas para que no pequéis» (1 Jn 2:1).
Aunque llevamos con nosotros la vieja naturaleza, es nuestro privilegio
considerarnos «muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor
nuestro» (Ro 6:11). También tenemos la exhortación de Pedro: «Por tanto, puesto
que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del
mismo pensamiento; pues quien ha padecido en la carne, ha roto con el pecado,
para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de
los hombres, sino conforme a la voluntad de Dios» (1 P 4:1,2). Lo que pone de
manifiesto Juan no debemos considerarlo ninguna garantía de no caer en pecado, y
cuando por descuido o falta de vigilancia nos alejamos de la presencia de Dios y
deshonramos el nombre de Cristo al pecar, debemos juzgarnos sin miramientos y no
aceptar otra norma para nuestro juicio que esta: «El que es nacido de Dios no
practica el pecado». Este es el carácter que define al hijo de Dios; pero en el
momento en que cae en pecado, demostrando que con esta acción contradice su
carácter, no por eso deja de ser un hijo aunque pase por este lance triste y
humillante. Por otra parte, mientras que el apóstol nos recuerda que no tenemos
necesidad de pecar, nos indica la provisión de la gracia que Dios ha hecho por
los pecados de sus hijos: «Si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a
Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no
solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo». Lavados por
la sangre de Cristo, somos lavados de la culpa ante Dios para siempre. Él ha
provisto un recurso, a través de la abogacía de Cristo, de lavarnos nuestros
pies de toda la suciedad que recogemos en nuestro paso por este mundo. En primer
lugar, si pecamos, Cristo ora al Padre por nosotros; después, en respuesta a su
intercesión, el Espíritu Santo, más tarde o temprano, aplica la palabra a
nuestras conciencias, lo que nos lleva al juicio de nosotros mismos y a la
confesión. Finalmente, cuando confesamos nuestros pecados Dios es fiel y justo
para perdonarnos y limpiarnos de toda iniquidad (1 Jn 1:9)9.
Otro rasgo de los hijos es que ellos hacen, o practican, la justicia. «Si sabéis
—escribe Juan— que él es justo, reconoced también que todo el que hace
(practica) justicia es nacido de él» (cp. 2:29; ver también cp. 3:7, 10). El
hijo será como Aquel del que ha nacido y, teniendo la misma naturaleza,
producirá los mismos frutos. Habrá que poner mucha atención para asimilar lo que
queremos decir con la palabra justicia. Tal como enseña el apóstol Pablo, todos
los creyentes son hechos la justicia de Dios en Cristo (2 Co 5:21) y él da en
Cristo la plena respuesta a las demandas de Dios, según el modelo santo y
divino. Esto les da a los hijos una posición perfecta delante de Dios, de manera
que Él puede complacerse totalmente en los creyentes. Juan no habla en este
pasaje de nuestra posición, sino de nuestra vida terrenal, y por ende, la
justicia a la que hace referencia es una justicia práctica. A resultas de ello,
y pese a ser práctica, esta justicia se ajusta a los pensamientos de Dios, no a
los nuestros. Está expresamente relacionada consigo mismo, con la exhibición que
hace de Él en Cristo: «Si sabéis que él es justo, reconoced también que todo el
que hace justicia es nacido de él». Por tanto, se trata de una justicia que
muestra Su carácter. La justicia del creyente, en este sentido, es de la misma
clase y género que la que exhibió Cristo en su andadura terrenal. No se trata de
la justicia que la gente conoce, sino de aquella que habla, por el carácter que
muestra, de una nueva naturaleza que tiene su origen en el Espíritu Santo y es
Él quien la produce.
Indaguemos de manera más particular en qué consiste esta justicia. Cuando
nuestro Señor en su humilde gracia se presentó a Juan para ser bautizado, este
le prohibió que lo hiciera: «Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a
mí? Pero Jesús le respondió: Permítelo ahora, porque así conviene que cumplamos
toda justicia» (Mt 3:13-15). Esta respuesta del Señor nos ofrece exactamente lo
que buscamos. Teniendo todo su deleite en los santos y los excelentes de la
Tierra, Él se identificó con ellos como los escogidos por Dios de entre su
antiguo pueblo, y llegando a hacer la voluntad de Dios estuvo con ellos sometido
a toda la palabra divina.
Cuando Juan el Bautista predicaba el bautismo para arrepentimiento, esta palabra
sometió el corazón y la conciencia de cada israelita piadoso, y por cuanto Jesús
había tomado entonces su lugar entre el pueblo también era obligado para Él, no
tener que bautizarse, sino tomar esta posición en gracia y amor para glorificar
a Dios y bendecir a su pueblo. Esto enseña que la obediencia es el camino de la
justicia.
No existe otra manera de manifestar la justicia práctica, ni se trata tampoco de
una clase de obediencia para ser salvado, sino de la que expresa la vida nueva
que hemos recibido por el nuevo nacimiento en el poder del Espíritu (ver el cp.
5:2,3; 2 Jn 6). ¿Cuáles son los mandamientos que se nos dan? Son la
manifestación de la naturaleza de Dios, como todos los preceptos de las
epístolas cuando expresan los rasgos de la vida de nuestro Señor.
Si tenemos una nueva naturaleza y a Cristo como nuestra vida, todas sus
actividades deberán correr por los conductos divinos y los mandamientos y
preceptos del Nuevo Testamento constituirán dichos conductos. No es necesario
insistir mucho en ello, pues aunque es verdad que Dios nos salva completamente
en el terreno de su gracia por la redención en Cristo Jesús, Él se fija en la
justicia práctica que el camino y las maneras de sus hijos demuestran. Para este
fin nos dio su palabra, para que fuera lámpara a nuestros pies y luz para
nuestro camino. Cuando somos guiados por ella y nos sujeta a un orden en nuestra
vida, nunca escasea la justicia. Leemos en Apocalipsis 19 que a la esposa del
Cordero se le concedió «vestirse de lino fino, limpio y resplandeciente; porque
el lino fino es las acciones justas de los santos». Aquí tenemos la plena
manifestación, en su totalidad y carácter consumado, de la justicia de cada hijo
de Dios de manera personal, llevada a cabo en esta escena en obediencia a la
Palabra. Siempre que estén en el alma la nueva naturaleza y la vida divina,
habrá justicia práctica, la cual podrá determinarse por nuestra obediencia a la
palabra de Dios.
El amor a nuestros hermanos es también un rasgo de los hijos: «En esto se
manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no
practica justicia, no es de Dios, y tampoco el que no ama a su hermano. Porque
este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos a
otros... nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos
a los hermanos. El que no ama a su hermano, permanece en la muerte» (1 Jn
3:10-14). Y nuevamente: «todo aquel que ama al que engendró, ama también al que
ha sido engendrado por él» (1 Jn 5:1). «Amados, amémonos unos a otros; porque el
amor es de Dios, y todo aquel que ama es nacido de Dios y conoce a Dios. El que
no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4:7, 8). Esta última
frase contiene el secreto divino: Dios ES amor. Esta es su naturaleza esencial,
y su santidad se expresa con esta otra palabra: «Dios es luz». Si, por lo tanto,
poseemos esta naturaleza por haber nacido de Él, el amor deberá caracterizarnos,
y tendrá por objetos a todos cuantos sean objetos del corazón de Dios. Se
observará que, en este sentido, no se señala el amor como una responsabilidad.
No puede producirse de esta manera, sino que es algo intrínseco de la naturaleza
divina, y por lo tanto ineludible para el hijo. Debemos amar si somos los hijos
de Dios, ya que es el carácter de la nueva naturaleza que hemos recibido.
Ningún hijo de Dios, allí donde se encuentre ni por variadas que sean sus
relaciones y condición espiritual, constituye una excepción. Todos los que son
engendrados por Dios deben ser los objetos de nuestros afectos divinos. El
círculo no puede quedar limitado. Dios incluye a toda su familia y nosotros
debemos incluirla también. Después de dejar esto claro es imposible que pasemos
por alto la cuestión sobre la demostración de este amor, un motivo siempre de
mucha controversia amarga en la Iglesia de Dios. Algunos han sido contenciosos
por causa de esta verdad, acerca de que el amor debe ser mostrado a todos los
hijos, mientras que otros se han visto obligados a separarse, evitando tener
comunión con la mayoría del pueblo de Dios a causa del camino que tomaron y las
asociaciones que formaron. Es importante que comprobemos la verdad de esta
cuestión con una referencia de la Palabra. En el momento en que el apóstol
escribió «todo aquel que ama al que engendró, ama también al que ha sido
engendrado por él», añadió: «en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios,
cuando amamos a Dios, y guardamos sus mandamientos. Pues este es el amor de
Dios, que guardemos sus mandamientos». Se ve claramente en este pasaje, en
combinación con el versículo anterior, que ninguno de los hijos de Dios debe ser
excluido de nuestro amor; y, en segundo lugar, que tanto nuestro amor personal
como el divino y el amor en el espíritu tenemos que expresarlos solamente
obedeciendo.
Vamos a poner otros ejemplos. Dice el apóstol Pablo: «Soportándoos unos a otros,
y perdonándoos unos a otros si alguno tiene queja contra otro. De la manera que
Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros» (Col 3:13). Dice el Señor:
«Tened cuidado de vosotros mismos. Si tu hermano peca, repréndele; y si se
arrepiente, perdónale. Y si peca contra ti siete veces al día, y vuelve a ti
siete veces al día, diciendo: Me arrepiento; perdónale» (Lc 17:3,4). Del primero
de estos pasajes aprendemos que siempre debemos abrigar un espíritu conciliador,
que siempre que tengamos queja de alguien le consideremos en nuestro corazón
como ya perdonado. Del segundo pasaje deducimos cuál es el momento en que ha de
ser expresado este perdón, es decir, sobre la confesión del pecado de parte de
quien nos ha hecho la afrenta. Lo mismo sucede con el amor. Nada puede
justificar nuestra falta de caridad a los hermanos. El amor solo puede exhibirse
bajo el conducto de la obediencia a la palabra de Dios. Si por lo tanto, un
santo de Dios vive en abierta desobediencia, yo no me arriesgaré a asociarme con
él en su rebeldía, pues echaría a perder todo el principio del amor que está
aquí expuesto para nuestra dirección y enseñanza.
La verdad es que tanto en estas cosas como en las demás tenemos que ser los
representantes de Dios. Él no manifiesta su amor a los que se asocian con el mal
ni a los que aman el mundo (2 Co 6; 1 Jn 2). Nuestro Señor dice: «El que me ama,
guardará mi palabra (no palabras); y mi Padre le amará, e iremos a él, y haremos
morada con él» (Jn 14:23). La expresión del amor del Padre, y el Padre y el Hijo
haciendo morada con el alma, dependen del camino que tome el creyente. Nosotros
tenemos que conducirnos de la misma manera, sin constituirnos, bajo ninguna
circunstancia, en jueces de nuestros hermanos. Tenemos que mantener
individualmente una buena conciencia delante de Dios, y así evitaremos
vincularnos con lo que podría causarnos una actitud displicente de la Palabra
que nos relacionara con la desobediencia. Debemos anhelar un corazón anchuroso
como el de Dios, pero la comunicación de nuestros afectos deberá ser regulada
por la voluntad establecida en su palabra. Cuando los caminos o las asociaciones
de un creyente impidan que podamos estrecharles la mano derecha de comunión,
nuestro amor hallará siempre una salida en la oración que hagamos por él, y si
se presenta la oportunidad, en delicado ruego o solemne exhortación. Que nadie
suponga que abogamos por la estrechez del corazón; insistimos, a lo sumo, en que
si amamos a Aquel que engendró amaremos también al que es engendrado por Él; y
con esto rogamos para que el verdadero amor sea solo mostrado de maneras
divinas. Es propio de la nueva naturaleza que hemos recibido el querer amar,
pero debemos insistir en que el amor divino es un amor santo que solamente puede
discurrir por conductos divinos.
El amor es una necesidad de la nueva naturaleza. Juan dice: «Nosotros sabemos
que hemos pasado de la muerte a la vida, en que amamos a los hermanos. El que no
ama a su hermano, permanece en la muerte». Luego añade gravemente: «Todo aquel
que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida
eterna permanente en él» (vv. 14,15). Basa en estos versículos la pauta para
poder amar, y esta pauta es la muerte de Cristo. «En esto hemos conocido el
amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner
nuestras vidas por los hermanos» (v. 16). Nos coloca frente a frente con el
inconmensurable amor de Cristo, de Aquel que nos amó y se dio a sí mismo por
nosotros, quien nos dio «todo lo que el amor podía dar». Mientras contemplamos
este amor que supera al conocimiento, nos recuerda nuestra responsabilidad hacia
nuestros hermanos: «No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros»; pues
el amor siempre es, interpretándolo de este modo, una deuda sin saldar que
difícilmente se liquida. ¿Una deuda, decimos? Hablamos como hombres. La
naturaleza del amor divino se emplea normalmente en su objeto, y no reconoce
barreras ni límites a toda su extensión. Se deleita en servir y se acopla a las
necesidades de todos los hermanos. El apóstol reitera un ejemplo para su
afirmación de dicha pauta, advirtiéndonos de que quien tiene bienes de este
mundo y ve a su hermano tener necesidad, cerrando contra él su corazón, hace
surgir la duda sobre en cuál de los dos puede morar el amor de Dios. El amor no
es un sentimiento, sino una realidad que se expresa en hechos y en verdad. En
esta relación, podemos evocar las palabras del Señor: «En esto conocerán todos
que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos con los otros». «Este es mi
mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado» (Jn 13:35; 15:12).
Nos centraremos en otro rasgo más de los hijos: «Porque todo lo que es nacido de
Dios —dice el apóstol— vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al
mundo, nuestra fe». ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús
es el Hijo de Dios?». El Padre y el mundo estarán siempre en contraposición.
Todo lo que está en el mundo, la codicia de la carne, la codicia de los ojos y
la vanagloria de la vida, no provienen del Padre sino del mundo. Nacidos de Dios
y teniendo la misma naturaleza que Él, ¿cómo podríamos amar lo que es antagónico
con el Padre? Este antagonismo ha sido demostrado de tal manera que imprime una
huella de enemistad y hostilidad absolutas hacia Dios.
Ejemplo de ello es la crucifixión del amado Hijo de Dios. Santiago escribe que
la amistad con el mundo es enemistad contra Dios. Nunca podrá haber una síntesis
de las dos. Hubo quien en esta escena pudo decir para consuelo de los suyos:
«Tened ánimo, yo he vencido el mundo». De esto se deriva lo que leemos aquí:
«Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe». Esta fe afirma que
Jesús, a quien el mundo rechazó, es el Hijo de Dios. Aquí radica el secreto de
la victoria sobre el mundo. ¿Cómo puede seducir el mundo un alma que vive en el
poder de la fe de que Jesús es el Hijo de Dios? La cruz forma una barrera
infranqueable entre el mundo y nosotros, fortaleciendo en nuestro corazón esta
creencia. Tenemos los pensamientos de Dios acerca de ello, que considera el
mundo responsable de la muerte de su Hijo amado. Como dijo a Caín: «¿Dónde está
Abel tu hermano?», así hace Él hoy la pregunta al mundo: «¿dónde está mi Hijo
unigénito?». Los judíos culpables exclamaron ante Pilatos: «Su sangre sea sobre
nosotros, y sobre nuestros hijos». Y su sangre, en este aspecto, sigue derramada
sobre el mundo como fundamento del inminente juicio que ha de descender sobre
él. Los creyentes, que tienen una naturaleza divina y sostienen que Jesús es el
Hijo de Dios, esperan a que venga del cielo. Y mientras esto no suceda,
atestiguan que no son de este mundo, así como Él no era del mundo. Ellos vencen
el mundo por su fe en Cristo, su fe en aquello que Él es y en lo que Él ha
hecho.
Bastante cierto es que más de un creyente fracasa en la práctica de vencer el
mundo. Pero esto no entra en el tema que Juan está tocando. Lo que él intenta
demostrar es que los creyentes que creen que Jesús es el Cristo y el Hijo de
Dios tienen la prerrogativa de vencer el mundo. Si acaso fracasan, es debido a
que no viven en las actividades de la nueva naturaleza, o no ejercitan la fe a
través del poder que el Espíritu Santo les da. Nosotros somos hijos de Dios,
llamados así por la verdad de que Jesús —el Jesús rechazado— es el Hijo de Dios,
y debemos ser vencedores sobre el mundo, y nuestra victoria se demostrará, en la
práctica, en la medida que nos pongamos en la piel del apóstol al decir: «Jamás
acontezca que yo me gloríe, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la
cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo». La cruz, que revela
el carácter del mundo, así como el hecho de que Aquel a quien crucificaron en
ella es el Hijo de Dios, constituye su más palmaria condenación. El Señor dijo
anticipándose a su muerte: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe
de este mundo será echado fuera» (Jn 12:31). Tenemos pues como base la absoluta
afirmación de nuestra escritura: «Todo lo que es nacido de Dios vence el mundo».
Maestro, no queremos quedarnos
donde Tú fuiste odiado,
pacientes tus huellas seguimos
y tu dolor, nuestra alegría,
a conocer vamos.
Danos poder, oh Señor, de resistir,
mansos atravesar las oscuras horas;
avergonzados, probados y despreciados,
do fuiste afrentado y crucificado.
Capítulo 6
DESEOS DEL PADRE PARA SUS HIJOS
Hemos visto que existen ciertos
rasgos indubitables de la nueva naturaleza y vida que poseen los hijos de Dios.
En palabras del apóstol Juan, esta nueva naturaleza, ya sea en el Señor Jesús en
la Tierra o en el creyente, debe discurrir necesariamente por los mismos
conductos. En otras escrituras encontramos preceptos y exhortaciones reveladores
de los deseos de Dios para sus hijos, destacando el modo de vida y un camino
satisfactorio a sus ojos.
Todas estas exhortaciones se contemplan como los rasgos de la vida de nuestro
bendito Señor cuando son consideradas debidamente, y nos muestran lo que Él fue
e hizo en su camino por este mundo. Aportan una guía divina para nuestras almas,
unas pautas de medida que nos estimulan a seguir sus pasos. Por ello, constituye
un tremendo privilegio poder relacionar dichas escrituras con Cristo, pues de lo
contrario se tornarían estériles y de una rigidez que haría caer al hijo de Dios
en esclavitud, en lugar de proporcionarle un motivo originado del amor y la
gracia de Cristo para andar en feliz y santa libertad en la senda de la
obediencia.
El primero de estos preceptos que trata sobre este especial asunto lo hallamos
en el Sermón de la Montaña. Dice nuestro Señor: «Oísteis que fue dicho: amarás a
tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros
enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y
orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que así lleguéis a ser hijos
de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y
buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os
aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si
saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No lo hacen también
así los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en
los cielos es perfecto» (Mt 5:43-48).
El principio fundamental que este pasaje enseña es que los hijos sean los
representantes de Dios en este mundo, que su conducta pueda proclamar lo que
ellos son y de quién son pertenencia. Esta es la fuerza que expresan las
palabras «que así lleguéis a ser hijos de vuestro Padre que está en los cielos»;
actuando de manera que se vea lo que se asemejan moralmente al Padre.
La gente dice: «Amad a vuestro prójimo y aborreced a vuestros enemigos»; pero he
aquí el contraste con lo que dice el Señor: «Amad a vuestros enemigos». En estas
dos cosas se revelan el corazón de la gente y el de Dios. Ellos rehúyen aceptar
el hecho de que aman a sus semejantes y aborrecen a sus enemigos; pero esta es
la manera en que se expresa la carne, el corazón humano corrompido. No está en
las personas amar a quienes les aborrecen. Pero por otra parte, Dios ha abierto
su corazón con el don de su amado Hijo a un mundo que le negó y le crucificó.
Escribe el apóstol Pablo: «Mas Dios muestra su amor para con nosotros, en que
siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros». Cuando éramos enemigos fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo.
Fue un amor peculiar que se expresaba, en bienaventurada actividad, para con
quienes no tenían nada de digno para ser amados, pues lo contrario en ellos era
lo que hacía apartar la mirada. El amor salió de las profundidades del propio
corazón de Dios, porque siendo Él amor, se deleita en amar y bendecir a los
objetos sobre los que descansa este amor. Este carácter del amor es el que
distingue a los hijos. Incluso la peor de las personas ama a quienes la aman,
pero se trata de un amor egoísta capaz de entregarse hasta la extenuación a
aquella gente de la que espera una respuesta como compensación. He aquí el amor
humano, no divino. Por lo tanto, dice el Señor a los suyos: «Pero yo os digo:
amad a vuestros enemigos... Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre
[que está en los cielos] es perfecto10».
Se ha construido todo un sistema de teología en torno a estas palabras del
versículo, pero si prestamos buena atención al contexto nos ahorraremos
cualquier malentendido. La doctrina de la perfección cristiana —la perfección en
la carne, que es lo que realmente significa— no tiene ninguna base en este
pasaje, salvo que sea sonsacada de las palabras del Señor. Desde el punto de
vista aquí descrito, los seguidores de Cristo, siendo iguales a Dios, deben
mostrar amabilidad y caridad en contraposición a las personas de este mundo, ya
que para todos, amigos y enemigos, Dios envía, precisamente, su bendición
temporal independientemente del carácter que tengan, y así es como debería
hacerlo también su pueblo para demostrar que son hijos suyos, perfectos como su
Padre.
Hace algunos años dos señoras visitaron a un conocido siervo de Dios. En el
transcurso de una conversación defendían esta doctrina de la perfección, y al
poco fueron abordadas de la siguiente manera: —¿Han alcanzado ustedes esta
perfección? —Creemos que sí. —Entonces, ¿son ustedes perfectas? —Sí —contestaron
ellas. —¿Perfectas como Cristo?—. Después de alguna vacilación, respondieron que
en efecto. —Entonces —volvió a decir el siervo de Dios— no habría nada que yo
quisiera arriesgar por su Cristo—. Con la doctrina que ellas sostenían, ¿qué
otra respuesta podía darles? Ser perfecto significa serlo según Dios exige que
lo seamos. Solo Cristo es la medida. Aunque el pasaje fuera únicamente una
exhortación para alcanzar toda la perfectibilidad moral de Dios (lo cual no es
así, como ya hemos visto), no tendría ningún sentido defender esta doctrina.
Por ejemplo, Cristo es nuestro modelo y nosotros tenemos que andar como Él
anduvo (1 Jn 2:6). Pero olvidaríamos lo que Él es y fue en esta tierra si nos
volviéramos diciendo: «Hemos alcanzado el modelo; nuestro camino es tan perfecto
como el suyo e incluso más, hemos llegado a su perfección». Pero no existen
grados de perfección. Se trata, ni más ni menos, que de la perfección, y a
través de la gracia de Dios la alcanzaremos, pero no antes de ver a nuestro
bendito Señor (1 Jn 3:2), cuando seremos como Él. Mientras, tenemos que
purificarnos como Él es puro, transformarnos cada día en su semejanza. Este
proceso de transformación crecerá a medida que nos ocupemos en la contemplación
de la gloria del Señor revelada en su rostro sin velo, viéndolo todo «de gloria
en gloria» —de un nivel al siguiente—, y cuando le contemplemos cara a cara
seremos despertados a su semejanza. Como alguien ha dicho, no podemos basarnos
en el hecho en sí de alcanzar, sino en el de ir alcanzando. Mientras
peregrinamos aquí somos llamados a ser los representantes de nuestro Padre en su
actitud de gracia para con todos, y a ser perfectos en este sentido como Él es
perfecto.
Otro aspecto de esta verdad se presenta en el evangelio de Lucas, donde leemos
en el capítulo 6, versículo 36: «Sed, pues, misericordiosos, como también
vuestro Padre es misericordioso». El significado de esta extraordinaria palabra
se complementa con este otro pasaje: «Hermanos, os exhorto —dice el apóstol
Pablo— por las misericordias de Dios...» (Ro 12:1). «Misericordias» es la misma
palabra aquí que en Lucas. ¿Cuáles son estas misericordias de que habla el
apóstol? Son las expresadas en la redención, como vemos en el capítulo 5 y hasta
el final del capítulo 8. Son, dicho de otra manera, las revelaciones del corazón
de Dios al exhibir su gracia en nuestra salvación, pues es en la exhibición y
gozo de dichas revelaciones que el apóstol funda la exhortación para que
presentemos nuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios,
nuestro servicio racional. Cuando el Señor nos dice que seamos misericordiosos
como el Padre también lo es, nos recuerda nuestra responsabilidad de representar
al Padre, de declarar las virtudes de Aquel que nos ha sacado de las tinieblas
para llevarnos a su luz admirable, para actuar con los demás como Él actuó con
nosotros, de manera que el corazón y carácter paternos puedan manifestarse a
través de nuestro camino y conducta. Tenemos que hacer el bien a todos, ser
dadores sin esperar nada a cambio y amar a nuestros enemigos, porque si
hiciéramos lo contrario no seríamos buenos representantes de nuestro Dios y
Padre. ¡Qué bendita misión la que se nos ha encomendado! Cristo reveló al Padre
y Él quiere que nosotros también le revelemos a fin de que otros puedan
discernir el carácter de quien nos ha hecho sus hijos, por aquello que
representamos mientras atravesamos esta escena.
Esta verdad se encuentra en otras epístolas. Al escribir a los efesios, Pablo
les dice: «Sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a
otros, como también Dios os perdonó a vosotros en Cristo. Sed, pues, imitadores
de Dios como hijos amados» (Ef 4:32; 5:1). El apóstol presenta aquí a Dios en
las riquezas de su gracia, en las que no actúa ningún otro motivo salvo Él
mismo, y sin que tenga necesidad de inducirse a perdonar, sino que lo hace
solamente desde su corazón. Estas formas de manifestarse no hacen sino demostrar
cómo es Él, por lo que vemos en la redención. Se presenta bajo esta forma como
nuestro modelo, y he aquí lo que nos dice: «Sed, pues, imitadores de Dios como
hijos amados». Igual que en los evangelios, aquí también se desea que los hijos
presenten con su conducta el carácter de Dios como Padre de ellos. El apóstol
nos muestra en Dios el amor y la luz, y estas palabras nos declaran lo que Dios
es: tenéis que manifestar amor y luz. Dice después: «Andad en amor» (v. 2); y
«andad como hijos de luz» (v. 8). Cristo es presentado como ejemplo del amor en
el hecho de habernos amado y haberse dado por nosotros como ofrenda y sacrificio
a Dios de olor grato. En este acto de sacrificio Él es la expresión de todo el
corazón de Dios. Por cuanto somos ahora luz en el Señor, tenemos que andar como
hijos de luz, y el fruto de la luz —no del espíritu— es en toda bondad, justicia
y verdad en un camino que demuestra lo que es aceptable al Señor.
Ante pasajes como estos no estará de más preguntarnos si somos lo
suficientemente conscientes de los deseos que Dios tiene para nosotros. La
tentación que tenemos de medirnos tomando como referencia a los demás es tan
grande que no se nos puede por menos de recordar que el propio Dios es el modelo
para nuestro camino y conducta, conforme a la luz y al amor que Él ha exhibido
en la redención. ¡Qué motivos se nos ofrecen aquí para ser imitadores de Dios
como hijos amados! Así, tenemos que perdonarnos los unos a los otros como Él nos
ha perdonado en Cristo; actuar en gracia desde nuestro corazón así como Dios
actuó en nuestra salvación, sin buscar ningún motivo fuera de nosotros (salvo en
el Dios de nuestra salvación), y encontrar nuestro regocijo en la expresión de
esa gracia inefable de la que hemos venido a ser los objetos. En modo alguno se
pretende que pronunciemos nuestro perdón sobre quienes pecan contra nosotros,
sino que hemos de tener siempre, en cuanto a nuestros sentimientos, la actitud
de perdonar. Nunca hemos de retener en nuestro interior el pecado de un hermano.
Por mucho que se nos ofenda con este pecado, delante de Dios hemos de perdonar
al instante, y como ya se ha dicho, cuando aquel que nos ha agraviado viene a
nosotros arrepentido, debemos darle nuestro perdón. Dios actúa de esta manera.
«Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos nuestros
pecados, y limpiarnos de toda iniquidad»; y nosotros, como sus hijos, tenemos
que actuar sobre el mismo principio. La gracia no se queda con nada, sino que
perdona siempre. Sin embargo, por el bien del propio ofensor, y por causa
primero de la gloria de Dios, la gracia espera a que el pecador se juzgue antes
de poder absolverlo del pecado.
En consecuencia, tenemos que situarnos cerca del corazón de Dios y de Cristo y
extraer de la gracia inefable de Dios, en primer lugar, nuestros motivos para el
camino y la conducta, y en segundo lugar, del amor insondable de Cristo, pues
cuanto más nos situemos bajo el poder de la gracia y el amor divino más fluirán
de nuestro corazón hacia nuestros hermanos creyentes. Se trata de una cuestión
del corazón lleno del sentimiento del amor de Dios; y cuando, en cierta medida,
este sea nuestro caso, actuaremos para con quienes nos rodean en el espíritu de
estos preceptos.
En la epístola a los Filipenses el apóstol da otra exhortación a los santos para
que puedan aprobarse ante Dios como hijos: «Haced todo sin murmuraciones ni
discusiones, para que seáis irreprensibles y sencillos, hijos (niños) de Dios
sin mancha en medio de una generación tortuosa y perversa, en medio de la cual
resplandecéis como luminares en el mundo; manteniendo en alto la palabra de
vida, para que en el día de Cristo yo pueda gloriarme de que no he corrido en
vano, ni he trabajado en vano» (Fil 2:14-16). La manera como se introduce esta
exhortación reclama toda nuestra atención. El Padre sabía, y nuestros necios
corazones lo saben también, lo proclives que somos a las murmuraciones y a las
discusiones. Nos quejamos ante innumerables cosas que nos ha tocado vivir, como
hacían los israelitas en el desierto, y cuestionamos el amor y la sabiduría de
quien ordena todo nuestro camino; perdemos el sentido de su bendita presencia y
a resultas de ello nos convertimos en presa fácil de las sugerencias y
tentaciones del enemigo. Afloran las disputas y los argumentos. De momento que
prevalece la duda de que andamos por vista y no por la fe, nuestras
argumentaciones la desplazan de lugar. No hay nada tan destructivo de la
confianza en Dios que una mente argumentativa. Un hijo de Dios debería aborrecer
la labor de los razonamientos y recordar las palabras del salmista: «Los
pensamientos vanos aborrezco». Los pensamientos de Dios son nuestra porción, con
los que deberíamos conformarnos y estar satisfechos como señal de una fe viva.
Las quejas y las disputas son, en realidad, las zorras pequeñas que echan a
perder las vides. Y no solo eso, pues esta relación es aquí de lo más solemne.
Son cosas que debemos evitar para ser hallados irreprensibles y sin mancha, lo
que nunca somos cuando murmuramos y nos enzarzamos en disputas.
Ni que decir tiene que nada hay que deshonre más el nombre de Cristo y nuestro
carácter de hijos de Dios deje de estar a la altura. Y esto ocurre tantas veces
que ni siquiera pensamos en qué momentos sucede. ¿Cómo podría yo atreverme a
quejarme si tengo algún sentimiento del amor y del cuidado del Padre? ¿Cómo
podría discutir si sé cuál es mi lugar de hijo junto al Padre? Ni pensarlo,
tanto lo uno como lo otro falsean la gracia de Dios.
Si examinamos un poco más de cerca el versículo 15 veremos que el apóstol nos ha
dado una descripción de Cristo. Cada palabra de esta exhortación es la expresión
exacta de lo que Él fue en el mundo. Estuvo exento de culpa y no hizo daño a
nadie —como otros traducen, fue un hombre sencillo que no causó daño a nadie— en
toda su senda desde Belén hasta el Calvario: «¿Quién de vosotros me redarguye de
pecado?» —dijo a sus adversarios—. Tres veces testificó Pilatos que no había
hallado delito en Él (Lc 23). Que Él era infinitamente agradable a Dios lo
sabemos, pues fue en quien halló todo su regocijo. Pero la gente, aunque le
aborreció y le rechazó, también se vio forzada a testificar de su impecable
vida, de su siembra del bien y de la mano dadivosa que en todo el camino
esparció la bendición ante Dios y los hombres, caminando de modo tan perfecto
que la perspicaz mirada de sus enemigos más intransigentes no pudo detectar la
más mínima acción en la que poder basar una acusación contra Él. Confundidos y
derrotados, con cada intento por acusarle de lo que salía de Su boca y
determinar su destrucción acudieron a los falsos testigos que tergiversaron Sus
palabras y presentaron una semblanza de cargos en Su contra. ¿De qué otra manera
podía ser con esa vida santa e impecable?
Él era el Hijo de Dios, ciertamente sin reproche, o para ser más exactos, sin
mancha. No era posible que se pegara a Él ninguna inmundicia, incluso podía
tocar al leproso sin contraer la enfermedad, y con el poder del Espíritu de
santidad que moraba en Él desterraba la lepra. Esto es solo un tipo de toda la
vida que vivió rodeado del pecado y su inmundicia en medio de una generación
torcida y perversa. Igual que un arroyo limpio que se cruza con las sucias aguas
de un afluente sin perder su cristalina pureza, el Señor bendito continuó siendo
inmaculado. En medio de las tinieblas Él era solo luz, y como Cordero ordenado
desde antes de la fundación del mundo fue sin mancha y sin culpa, por cuya
sangre nosotros hemos sido redimidos. Brilló como luz en el mundo, pues como
Juan nos dice: «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La
luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no prevalecieron contra ella».
En efecto, tal como Él testificó, era la luz del mundo que sostenía la palabra
de vida. Esta es una descripción perfecta de lo que Cristo era, y como ya hemos
dicho, estas palabras dan muestra de los deseos del Padre para sus hijos, para
cada miembro de su familia en este mundo.
Él quiere que cada uno de nosotros ambicionemos estas características.
Dicho esto, repetimos que el propio Cristo es el modelo para los hijos.
Nosotros seremos como Él en aquel entonces, cuando le veamos tal cual es, y
luego seremos conformados a su imagen. Mientras anticipamos la consumación de
nuestra felicidad, el Padre quiere que andemos como Cristo. Si decimos que
moramos en Él, deberíamos también andar como Él anduvo. Podemos fracasar en cada
momento, e incluso a cada minuto, pero el modelo permanece sin cambio. Cuanto
más constantes seamos en nuestra dedicación a Él, más meditaremos en Cristo y le
consideraremos en nuestras almas como aquel por quien hacemos fiesta y nos
alegramos, y nos conformaremos a su imagen siguiendo más de cerca sus pisadas.
El deseo de Dios para nosotros es que reflejemos, en cierta medida, la imagen de
su Hijo. Sabremos, por lo tanto, qué es lo que más le agrada a nuestro Padre. En
tiempos pasados, al igual que hoy en día, leemos de cristianos formalistas que
hicieron costosos sacrificios para ganarse el favor de Dios. El sistema
sacerdotal vive a costa de estas personas, extorsionando a sus seguidores el
dinero y las donaciones bajo la bandera de que Dios está satisfecho con ellos
por las ofrendas que dan. Solo hay una manera de tener aceptación con Dios, y es
a través de la fe en el Señor Jesús, quien fue entregado por nuestras ofensas y
resucitado para nuestra justificación. «Justificados, pues, por la fe, tenemos
paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por medio del cual
hemos obtenido también entrada por la fe a esta gracia (favor) en la cual
estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios».
Después de ser llevados al favor de Dios, a partir de aquí la mejor forma de
complacerle es siguiendo el ejemplo de nuestro Señor y Salvador. Leemos: «Por la
fe, Enoc fue trasladado para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo trasladó
Dios; y antes que fuese trasladado, tuvo testimonio de haber agradado a Dios».
¿Qué fue lo que distinguió la vida de Enoc? Pues que anduvo con Dios. El Señor
Jesús hizo lo mismo y de manera perfecta, y el Espíritu Santo se agradó en
testificar también que Enoc anduvo con Dios. Esta es la manera de agradarle, no
por medio de ricos dones u ofrendas costosas, sino por una marcha con Dios en
sujeción a la Palabra y según la mente divina, ocupándonos de sus cosas y
teniendo comunión con Él. Un camino así es accesible para todos los hijos. El
apóstol Pedro lo expresa de otra manera cuando escribe: «... sino que así como
aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera
de vivir. Pues escrito está: sed santos, porque yo soy santo».
He aquí la verdadera calzada para poder gozar del favor de Dios. Él ama a todos
sus hijos de manera perfecta, pero aquel que le sigue más cercanamente gozará de
la mayor manifestación de ello. El Señor amaba a Pedro igual que a Juan, pero
fue solo a Juan que le dejó que reclinara la cabeza sobre su pecho. La verdad es
que, al estar más cerca del Señor en su camino, Juan pudo entrar más en la mente
de su Señor y recibir este rasgo especial como favor. También era un camino
accesible para Pedro, pero el estado de su alma le impidió disfrutarlo. El Señor
establece este principio, diciendo: «El que tiene mis mandamientos, y los
guarda, ese es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le
amaré, y me manifestaré a él» (Jn 14:21). Del mismo modo, es el hijo obediente
quien recibe la manifestación mayor del amor del Padre. Si el Padre revela su
mente a sus hijos es para mostrarles la mejor manera que tienen de poder
agradarle, así como la única senda de bendición y gozo de su ilimitado afecto.
Capítulo 7
EL GOBIERNO DEL PADRE PARA SUS HIJOS
Después de considerar lo que el
Padre desea para sus hijos, pasamos a otra rama de nuestro asunto: el gobierno
de su familia. Si Dios tiene su familia es necesario que haya también un modo de
gobernarla según su mente y para su gloria, así como para la bendición de cada
uno de sus miembros. Tras dar a cada hijo el privilegio y el honor de ser su
representante ante los hombres, no es posible que Él les deje continuar
empleando la voluntad propia y la autocomplacencia. Instituyó, por lo tanto, un
gobierno santo que conlleva, como todos los gobiernos, provisión de castigo para
los que se insubordinan y desobedecen y recompensas para quienes lo aceptan y se
someten a él. Sería bueno que todo hijo de Dios comprendiera esto. Nada nos
alarma más que el clamor general de la mayoría del pueblo de Dios diciendo que
este gobierno es una ley para ellos. No lo es. Si por la gracia yo soy miembro
de la familia de Dios, la voluntad del Padre será mi única ley. Su autoridad
debe ser siempre mantenida. El honor de Dios como Padre está implícito en ella,
así como mi propia felicidad y la de todos los hijos de Dios. Si el hijo de una
familia determinada rechazara el control al que lo somete su padre, sería el
causante de las discordias y la infelicidad en su familia, quedando afectados
todos sus miembros. Pues lo mismo ocurre con la familia de Dios, en la que todos
sus hijos están fuertemente unidos y donde la conducta mostrada, consciente o
inconscientemente, de los unos con los otros no puede por menos que afectarles.
Todos tienen una función que cumplir para mantener la autoridad del Padre.
Si vamos a un pasaje de 1 Pedro encontraremos el principio de este gobierno
claramente expuesto. «Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de
personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor durante todo el
tiempo de vuestra peregrinación». Debido a la falta de no considerar con
suficiente atención este pasaje, el asunto del que trata ha sido siempre
malinterpretado. A menudo se ha hecho referencia al mismo como el juicio que nos
aguarda en nuestra manifestación ante el tribunal de Cristo. Pero esto es algo
imposible, ya que el propio Señor nos dice de manera explícita que «ni aun el
Padre juzga a nadie, sino que ha dado todo juicio al Hijo» (Jn 5:22). Luego no
puede referirse al juicio futuro del tribunal de Cristo ni al gran trono blanco.
Desde ambos tronos el Hijo se pronunciará con las recompensas. ¿Cuál es,
entonces, el juicio al que se refiere Pedro? Es el juicio que el Padre lleva a
cabo cada día en el seno de su familia, un juicio presente, no futuro. No hay
nada más solemne que la manera en que aquí se declara esto. En las familias
humanas el gobierno de los padres suele adolecer de un control insuficiente y de
las dudas que este genera. Debido a las debilidades de los padres, se pasan por
alto muchas ofensas y a quien más transgrede se le muestra indulgencia. La
parcialidad y el favoritismo destruyen la paz y el consuelo de más de un hogar.
En la familia de Dios no sucede así. Aunque es verdad que nos ama con un amor
perfecto por ser sus hijos, Él no hace acepción de personas ni es
condescendiente con unos más que con otros, sino que trata con todo el mundo por
igual manteniendo su autoridad y gobierno para el bienestar y bendición de
todos.
El juicio es pronunciado según la obra de cada uno. Dios pesa las acciones con
una precisión milimétrica, pues no ve como el hombre suele ver, fijándose en la
apariencia externa, sino que mira en el corazón. Solo así es posible descubrir
el verdadero carácter de nuestras obras. Exteriormente podrán parecer buenas y
bonitas, pero cuando se revele el motivo que las hizo ver la luz tal vez cambie
la consideración que tenemos de ellas. El Padre fija la mirada en el origen de
nuestra conducta y no es engañado. La naturaleza de cada palabra que decimos y
de cada acción que cometemos es conocida en el acto por Él, y sobre este
conocimiento se basa este justo juicio, tierno y amoroso a la vez.
Habría una enorme diferencia en nuestras vidas si recordáramos continuamente que
estamos ante la mirada del Padre y bajo su gobierno. Por lo tanto, la
exhortación que el Espíritu de Dios nos da por mediación de Pedro es
justificada. Si es como él dice, pasaremos el tiempo de nuestra peregrinación
bajo un temor inducido por la gracia y originado por el sentimiento de Su
carácter santo y de que podamos causar dolor al corazón del Padre. Después de
presentar la verdad de nuestra manifestación ante el tribunal de Cristo, el
apóstol Pablo dice: «Conociendo, pues, el temor del Señor, persuadimos a los
hombres». Es bueno que nuestros corazones recuerden que mientras somos llevados
a las relaciones más íntimas y tiernas con nuestro Dios y Padre Él es el Santo
que también otorga santidad al gobierno de su familia. La confianza en su gracia
y en su amor, y la plena libertad que tenemos de poder gozar en su presencia, no
deberían impedir que podamos abrigar el temor más reverente. Es verdad que el
perfecto amor echa fuera el temor, el temor de Dios como Juez; pero lo que hace
el amor es intensificar el temor santo al que Pedro hace referencia.
Más adelante veremos esto que acabamos de decir, siempre que seamos conscientes
del terreno en el que el apóstol nos quiere emplazar con la siguiente
exhortación: «Sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir,
la cual os fue transmitida por vuestros padres, no con cosas corruptibles, como
oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin
mancha y sin contaminación, ya provisto desde antes de la fundación del mundo,
pero manifestado al final de los tiempos por amor de vosotros, que por medio de
él creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, de
manera que vuestra fe y esperanza sean en Dios» (1 P 1:18-21).
Tenemos aquí las absolutas demandas de Dios sobre sus hijos fundamentadas en la
redención. Ambas cosas van siempre relacionadas. En el capítulo 12 de Éxodo Dios
salva a los israelitas (a los primogénitos) como resultado de la sangre rociada
del cordero pascual, y en el capítulo 13 se instituye la fiesta del pan ácimo,
con la que se les enseñaba a los hijos de Dios que durante todo el periodo de
sus vidas, tipificado por los siete días, debían consagrarse a Él. «Porque
nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que
celebremos la fiesta, no con la vieja levadura, ni con la levadura de malicia y
de maldad, sino con panes sin levadura, de sinceridad y de verdad» (1 Co 5:7-8).
«¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, el cual está
en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido
comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro
espíritu, los cuales son de Dios» (1 Co 6:19-20).
Pedro busca reforzar el carácter de las demandas de Dios señalando el coste de
nuestra redención. En el Antiguo Testamento había dos símbolos de redención.
Cada vez que se enumeraba a los hijos de Israel se requería de ellos que
presentasen un rescate por su alma. El dinero de este rescate lo representaba la
mitad de un siclo y servía «para hacer expiación por vuestras personas» (Éx
30:11-16). En la guerra con los madianitas, de la que fueron milagrosamente
preservados, los israelitas ofrecieron, en señal de agradecimiento, oro en vez
de plata (ver Nm 31). Tanto el oro como la plata, los dos metales más preciosos,
se utilizaban como moneda de redención. Pedro hace alusión a esto cuando escribe
a los creyentes hebreos, diciéndoles: «…no con cosas corruptibles, como oro o
plata… sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y
sin contaminación»; y hace un contraste del valor de la sangre de Cristo y de su
valor infinito a los ojos de Dios —y que proviene de la verdad de la persona de
Cristo— frente al valor que tienen la plata y el oro. Quiere llamar nuestra
atención al hecho de que las demandas de Dios sobre sus hijos son en conformidad
con la hermosura de la sangre por la que fueron redimidos.
En forma de tipo fue en el caso de los sacerdotes. Durante su consagración se
rociaba la sangre del carnero sobre sus oídos, pulgares y dedos del pie
derechos, lo que significaba que desde entonces, conforme al valor que tenía la
sangre, pertenecían ya a Jehová, no a ellos mismos, y por este motivo tenían que
escuchar, actuar y hacer su camino con Él. Sucede lo mismo con nosotros. No deja
de ser una sencilla y feliz verdad el hecho de que pertenecemos a Aquel que nos
ha redimido. Esto resuelve toda dificultad en nuestra vida cotidiana. Ya no se
trata más de nuestra voluntad propia ni de nuestros gustos, sino de la voluntad
de Dios. Nos convertimos de los ídolos a Él para servirle y esperar a su Hijo de
los cielos. Rápidamente podemos comprender este precepto apostólico: «Y si
invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de
cada uno, conducíos en temor durante todo el tiempo de vuestra peregrinación».
Incluso aquí nos facilita una nueva razón. Este cordero —el Cordero de Dios— ha
sido todo de Su completa provisión. Fue ordenado con antelación a la fundación
del mundo y manifestado en estos últimos días por nosotros. Dios ha pensado en
su pueblo desde toda la eternidad, revelando su corazón para ellos en el don de
su amado Hijo; y cuando el que nos redimió yacía en su sepultura, Dios vino a
resucitarle de la muerte y a darle la gloria para que los que creyeran pudiesen
tener su fe y esperanza en un Dios de amor y de gracia. Él nos ha redimido por
la sangre de Cristo, nos ha hecho sus hijos, de manera que nos dirigimos a Él
como nuestro Dios y Padre; es Aquel que, en su gobierno, juzga según la obra de
cada uno.
¿Quién debería gobernarnos sino Dios? Las columnas del gobierno de su familia
son el amor y la gracia que se exhiben en el don de su Hijo unigénito, y estos
dos pilares se sustentan en esa redención eterna llevada a cabo por la sangre de
Cristo. Si miramos la epístola a los Hebreos encontraremos un desarrollo más
completo del carácter y objeto del gobierno del Padre. Leemos en relación con
las pruebas que estos santos estaban atravesando: «Si soportáis la disciplina,
Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no
disciplina? Pero si estáis sin disciplina, de la cual todos han sido
participantes, entonces sois bastardos, y no hijos» (He 12:7-8).
La disciplina es consustancial al gobierno. Proviene de la misma relación, como
lo muestra el autor de esta epístola, que la de entre un padre y un hijo. Todo
el asunto que aquí se introduce es tan interesante que nos beneficiará si lo
examinamos en su contexto.
En el capítulo 11 se toca el asunto de la fe, de la fe en acción y poder,
presentada con numerosos ejemplos de los santos de antaño. Todos estos ejemplos
ilustres son la preparación, así como las sombras, del ejemplo paradigmático de
Cristo. No son tan importantes la devoción y la integridad de los que le
precedieron, pues solo Él es el Líder y consumador de la fe, de la que hizo una
exhibición perfecta desde el comienzo de su carrera hasta su conclusión: «Por
tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan gran nube de testigos,
despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia
la carrera que tenemos por delante (apartando la mirada de estos testigos),
puestos los ojos en Jesús, el autor (líder) y consumador de la fe». El carácter
de su vida de fe se indica en pocas palabras. El gozo puesto delante de Él es lo
que nos anima y da poder para seguir; pero su senda se resume en estas
significantes palabras: «soportó la cruz, menospreciando el oprobio». Desde
luego, ¡qué vida tan diferente la suya!
Doliente fue toda su vida
para morir, al fin, el Cordero.
La cruz es lo que distingue la vida de fe; pero la fe, que es la sustancia de
las cosas que se esperan y la evidencia de lo que no se ve, otorga cierto poder
para menospreciar su oprobio; y finalmente, así como el Señor está sentado a la
diestra del trono de Dios, cruzaremos la entrada para disfrutar con fruición de
su presencia, ante la que tendremos plenitud de gozo, y a Su diestra —aunque
este lugar pueda pertenecer solo a Cristo— disfrutaremos de placeres eternos.
He aquí el objeto que se ha presentado como ejemplo perfecto de nuestro Señor.
En la senda de la fe todos deben sobrellevar la cruz: «Si alguno quiere venir en
pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame». La cruz no
puede evitarse. Hay que renunciar al yo antes de tomarla y aceptar la muerte.
Esto es lo que Dios a menudo nos enseña por la acción de adversarios y
perseguidores. Dice el apóstol: «Considerad, pues, a aquel que ha soportado tal
contradicción de pecadores contra sí mismo, para que no desfallezcáis faltos de
ánimo. Porque aún no habéis resistido hasta derramar sangre (muertos como
mártires), combatiendo contra el pecado».
El apóstol quería consolar a estos creyentes señalándoles los sufrimientos
incomparables que Cristo padeció y que culminaron en el martirio. Su muerte
significó mucho más, pues Él fue al mismo tiempo el sacrificio por el pecado;
aquí lo importante es ver, sencillamente, aquello con lo que tuvo que
enfrentarse en el camino de la fe.
Después de alentar los desmayados corazones de los santos con el ejemplo de
Cristo, el apóstol cita ahora algo referente al gobierno de Dios hacia sus
hijos: «Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando
eres reprendido por él; porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo
el que recibe por hijo».
Lo que merece una mención especial, como exposición de los caminos de Dios con
sus hijos, es que Él asume toda la contradicción de pecadores, esa resistencia y
persecución que también nosotros podemos encontrarnos en el camino de la fe como
un castigo necesario.
Nunca seremos más felices de comprender esto que en el momento en que nuestras
almas descansen tranquilamente en Dios, pues sabemos que todas estas cosas están
bajo su control y que Él las utiliza para bendecirnos. Tenemos una bonita
ilustración con el acto de fe que el Señor realizó en presencia del poder del
enemigo, en el jardín de Getsemaní, donde bajo la dirección de Judas una
camarilla de hombres y funcionarios de los principales sacerdotes se presentó
para llevarse preso al Señor, y Pedro, sacando su espada, golpeó con ella al
siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja. Acto seguido, le dijo Jesús a
Pedro: «Mete tu espada en la vaina; la copa que el Padre me ha dado, ¿acaso no
la he de beber?» (Jn 18:11). Era Satanás el que incitó a esos hombres malvados
con «la contradicción de pecadores» para arremeter contra el Señor. Sus
pensamientos y acciones eran totalmente depravados. Pero en esa confianza y fe
perfectas nuestro Señor permaneció impasible a estos instrumentos del Maligno y
pudo recibir la copa, no de Satanás, sino de la mano del Padre y en comunión con
Él. Mantuvo una paz y calma perfectas y no se dejó inquietar por la malicia y
enemistad de sus adversarios, sabiendo que aunque eran dominados a voluntad por
el diablo había Uno mayor que él redirigiendo la cólera satánica para cumplir
felizmente sus propósitos de gracia y amor. Lejos de nosotros esté el pensar que
el Señor necesitaba esta contradicción de pecadores contra Sí mismo. Aprendió la
obediencia por las cosas que padeció; y toda esta persecución y los dolores se
presentaron en el camino que Él anduvo para dar cumplimiento a la voluntad de
Dios. Como el Capitán de nuestra salvación, fue perfeccionado por estos
sufrimientos. Por consiguiente, no tiene precio el momento en que apartamos
nuestra mirada de todo para dirigirla a Él, quien resistió la cruz y menospreció
su oprobio.
Para aplicarnos todo esto de manera provechosa, y en vista del asunto que
estamos tratando, consideraremos algunas lecciones. Aprenderemos, en primer
lugar, a relacionar todo lo que pueda acontecernos en nuestro camino, y de la
manera en que se presente, de la mano de nuestro Padre, bien sea a través de la
injusticia e impiedad de la gente, bien a través de nuestras circunstancias.
Haciéndolo así nunca nos inquietaremos ni seremos tentados a desmayar ante las
acciones de los demás, sino que permaneceremos tranquilos en las manos del Padre
y en el espíritu de David, que cuando Simeí le maldecía dijo: «...Pues si Jehová
le ha dicho que maldiga a David, ¿quién le puede decir por qué haces esto?». En
efecto, estas palabras acallarán todo pensamiento rebelde y sosegarán nuestra
indignación cuando sintamos la injusticia de parte de los demás, y con humilde
confianza diremos: «La copa que el Padre me ha dado, ¿acaso no la he de beber?».
En segundo lugar, deduciremos por el pasaje de Hebreos que todas estas cosas no
son sino la expresión del amor del Padre. «El Señor al que ama, disciplina», y
de nuevo: «Dios os trata como a hijos». Es este afecto paternal el que vela
sobre nosotros y provee con ternura a nuestra necesidad con la disciplina y la
corrección, permitiendo que estos sucesos cumplan el fin deseado. Demasiado a
menudo los padres terrenales pasan por alto los errores de sus hijos y se
olvidan de castigarlos para no herirlos, y luego, con esa parcialidad
transigente y débil indulgencia toleran este mal hábito o tendencia de no
corregir sus errores. Pero sin embargo, con Dios no es así. Él nos ama demasiado
y no escatima el castigo si con él puede bendecir a sus hijos:
Él alza la vara
con pena en el corazón,
para hacernos sentir los golpes
que nos den gozo y perdón.
Profundizar en estas cosas hará que nuestra experiencia sufra un gran cambio. Al
encontrarnos con las pruebas y las dificultades, preguntaremos al instante:
«¿Qué tiene que decirnos el Padre?», y recibiremos de este modo bendición a
través de las situaciones más adversas.
Acabamos de ofrecer un adelanto de la tercera lección, pero esta se nos anuncia
de forma distinta. Dios nunca disciplina ni azota a menos que haya algo que le
obligue a hacerlo.
Teniendo esta verdad presente, antes de quejarnos de lo que padecemos y de las
pruebas por las que tenemos que pasar procuraremos con diligencia descubrirnos
ante la presencia de Dios y ver qué pecado secreto hemos tolerado sin haberlo
juzgado, y qué hizo que Dios apresurara el castigo.
Si no olvidamos que debido a la disciplina que soportamos Dios nos trata como
hijos, no la rechazaremos porque sabremos que Él tiene sus motivos y razones, ni
desmayaremos cuando nos reprenda, pues estamos seguros de que su amor acompañará
toda esa acción. Hay que recordar, y muy solemnemente, que si se nos deja sin el
castigo del cual participamos todos somos bastardos y no hijos.
El viejo obispo Fuller ilustró esta verdad con un incidente ocurrido.
Encontrándose a dos zagales discutiendo cuando bajaba un día por la calle, en
seguida vio quién de ellos era el culpable del motivo de la discusión. Al
instante salió un hombre de la casa, y asiendo del brazo al muchacho que no
tenía la culpa empezó a darle un castigo. El obispo interfirió, diciendo: —¿Por
qué golpea a este muchacho? Él no tiene la culpa. —Es posible —respondió el
interpelado—, pero se trata de mi hijo—. Así es cómo Dios disciplina a los
suyos. Carecer de disciplina es, como dice el Espíritu, una señal de que somos
bastardos y no hijos. Asaf no comprendía esta verdad, y dice por tanto: «Porque
tuve envidia de los arrogantes, viendo la prosperidad de los impíos. Porque no
hay congojas para ellos, pues su vigor está entero. No pasan trabajos como los
otros mortales, ni son azotados como los demás hombres… pues he sido azotado
todo el día, y castigado todas las mañanas» (Sal 73:3-14). Su dificultad
desapareció cuando entró en el santuario de Dios, donde encontró la explicación
del Espíritu Santo (He 12:8).
El apóstol continúa reforzando su enseñanza, primero, con un ejemplo similar, y
luego haciendo un contraste. Nos recuerda que les teníamos respeto a nuestros
padres en la carne cuando nos corregían. El sometimiento y el respeto que les
debemos son propios de la relación de padres a hijos, lo que también le sirve
para instarnos a tomar nuestro terreno de sujeción a la disciplina de Dios: «¿No
nos someteremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos?». Padre de
los espíritus se utiliza aquí en contraste con padres de nuestra carne. El
argumento consiste en que si damos a estos nuestra mayor muestra de respeto, con
mucha más razón lo tenemos que hacer con el Padre. Este es el camino de la vida.
Como alguien dijo: «Dios agita pero no azota, y aprieta pero no ahoga». En esto
manifiesta Él su amor, y procura guardar a sus hijos de todo camino falso que a
las personas parece recto, pero cuyo fin es de muerte. El objeto del castigo
queda totalmente confirmado y contrastado con la disciplina que nos sujetaba a
nuestros padres en la carne. Ellos nos castigaban durante un tiempo, según la
intención que tenían, fuera sabia o no, y a menudo por mero capricho o emoción
pasajera. Dios, en cambio, no actúa así. Él tiene presente nuestro bien a fin de
hacernos partícipes de su santidad. Tal es el propósito que tiene en mente para
nuestra santificación y que seamos conformados a la imagen de Cristo. Todo esto
lo procura con la disciplina que somos llamados a soportar. Igual que los
zarcillos de las vides, nuestros pobres corazones tuercen en todas direcciones,
dirigiéndose hacia mil y un objetos. Luego es cuando el Padre permite las
pruebas y persecuciones, o bien una enfermedad que rompa los lazos de objetos
que no son el propio Cristo, y se nos descubre ante nosotros con amor para
hacernos ver que los castigos vienen de su parte. Intenta, de este modo,
desligarnos de todo aquello que pudiera debilitar nuestro progreso y nos atrae
más plenamente a Él.
Puede ser de provecho indicar las diferentes causas para nuestra disciplina. En
2 Co 12 vemos que el objeto de que el apóstol tuviera el aguijón en la carne era
para evitar que se jactara de un orgullo espiritual con motivo de las maravillas
que había visto cuando fue tomado al paraíso. En 1 Co 11 el Señor disciplinó a
su pueblo por su conducta liviana en su mesa. En Jn 15 la rama que trae fruto es
cortada para que traiga más fruto. Cualquiera que sea la causa, y sea cual sea
la razón en nosotros que llama a la acción disciplinaria, el fin que persigue el
amor inefable de nuestro Padre es nuestra auténtica bendición11.
Qué imagen nos ofrecen el cuidado y el amor solícito del Padre. Su mirada está
siempre sobre nosotros, cuidando de nuestro estado y enviando persecuciones,
pruebas y enfermedades bajo cualquiera de nuestras circunstancias para alcanzar
el fin deseado. Él sabe la manera de llegar hasta nosotros con aquello que puede
afectarnos rápidamente y la intensidad con la que el fuego ha de purgar nuestra
escoria, predisponiéndolo todo en consecuencia. También es fiel y no permitirá
que seamos tentados más de lo que podemos resistir, sino que con la tentación
nos facilitará la salida para poder soportarla. ¡Bendito sea su nombre!
El Espíritu de Dios nos recuerda que el proceso no será agradable: «Ninguna
disciplina parece al presente ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después
da fruto apacible de justicia a los que han sido ejercitados por medio de ella».
Dios quiere que sintamos el peso de la disciplina. Su deseo es que se produzca
en nosotros el autojuicio y la humillación delante de Él.
El feliz resultado está relacionado con nuestro ejercitamiento en ella. Si no
hubiera ejercicios en nuestra alma suscitados por su mano, no habría tampoco
bendición. Cada vez que Él comienza sus tratos con nosotros, nuestro primer
pensamiento debería ser que hay una razón para ello, lo que tendría que guiarnos
hasta la presencia de Dios como cuando David sintió el peso del hambre en la
tierra y fue a inquirir del Señor (ver 2 S 21). Entonces nos revelará por qué
utilizó con nosotros la vara para humillarnos bajo su mano, y nos dará, a su
debido tiempo, la capacidad de disfrutar del fruto apacible de la justicia.
Una vez revelado el fin de los caminos de Dios con nosotros, el apóstol nos
exhorta a ser valientes y a estar confiados: «Por lo cual levantad las manos
caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies,
para que lo cojo no se desvíe, sino que sea sanado». Vacilar bajo la acción de
la disciplina puede dar lugar a resultados más que desastrosos en los creyentes
débiles, mientras que las almas de los santos que cruzan las aguas profundas
obtienen gran bendición cuando se apoyan confiadamente del brazo del Señor y se
reclinan en su corazón. No podemos estar absolutamente seguros de cuáles son los
motivos de Dios para nuestra disciplina, ni cuánto hemos de confiar en su amor
para que nos sostenga, pero tratándose de la gracia de nuestro Padre será Él
quien nos gobierne según su voluntad, y la finalidad de su gobierno es que
seamos grandemente bendecidos.
Capítulo 8
PRIVILEGIOS DE LOS HIJOS DE DIOS
Después de introducirnos en su
familia, Dios nos ha colmado de bendiciones de todo tipo. Y como todas son de
gracia nuestro derecho a ellas era nulo, salvo que ahora ya estamos en Cristo.
Allí donde la gracia reina constituye todo un privilegio. En este capítulo vamos
a destacar algunos privilegios que nuestro Dios y Padre nos ha concedido como la
expresión de su corazón, en lo que se refiere a nuestra necesidad como hijos. Lo
que guarda relación con sus propósitos de gracia es la manifestación de Sí mismo
en su amor sempiterno y sin límites, de manera que debemos remontarnos hasta la
fuente y el origen: su corazón. Antes de que el Señor partiera de esta escena,
dijo: «Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el
amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos» (Jn 17:26). No somos
solamente los objetos del corazón del Padre, sino que su amor está sobre
nosotros en la medida en que estuvo también sobre Cristo. Está en nosotros
porque Cristo está en nosotros, y es así el medio de que abunde en nuestras
almas. Por muy débil que sea nuestro entendimiento de esto, no tendremos ningún
problema en percibir la naturaleza de los preciosos privilegios que Él nos ha
concedido. Será importante que empecemos antes con el amor del Padre en lugar de
con los privilegios. En una palabra, intentaremos buscar los privilegios a la
luz del amor, antes que intentar buscar el amor a la luz de los privilegios, y
lo haremos a la manera de Dios. El apóstol dice: «El que no eximió ni a su
propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también
con él todas las cosas?» (Ro 8:32). El menor de los dones proviene del mayor de
todos ellos.
El primer privilegio, al que llamaremos privilegio de atenciones, proviene del
cuidado que el Padre dispensa a sus hijos. Nuestro Señor ha hecho que nos
fijemos para ello en Lc 12, un capítulo que habla de la ausencia del Señor de
este mundo, y donde hallamos, en principio, su aplicación a nosotros mientras
esperamos su venida (vv. 35-36). Lo primero que hace el Señor es hablarles a los
discípulos de la persecución a la que iban a estar expuestos, suscitada por
Satanás. Después de exhortarles a no temer a los que matan el cuerpo pero que
luego nada más pueden hacer, y sí a quien que puede condenar el alma arrojándola
en el infierno, prosigue dándoles ánimo con el recuerdo del cuidado constante de
Dios. Es muy hermoso ver la manera cómo lo hace: «¿No se venden dos gorriones
por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos caerá a tierra sin consentirlo vuestro
Padre». La aplicación es evidente, y después continúa diciendo: «Hasta los
cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Así que, no temáis; vosotros
valéis más que muchos pajarillos».
¡Qué consuelo hay en estas palabras para los hijos de Dios! A menudo también nos
hallamos expuestos a riesgos de muchas clases. Nuestra vida en este mundo corre
fácil peligro, si no de parte de enemigos y perseguidores sí por otras causas.
En numerosas sendas emprendidas para el servicio, ora en el hogar, ora visitando
a enfermos terminales; en nuestros viajes por mar y por el continente, la muerte
puede venirnos al encuentro para sacarnos del camino. Pero tenemos el antídoto,
y es saber que los mismos cabellos de nuestra cabeza están contados. Recordando
esto proseguiremos animados, no porque seamos insensibles al peligro, sino
porque estaremos imbuidos del sentido de la protección y preocupación de un
Padre por nosotros. El poeta escribe una sencilla verdad al declamar:
Ninguna vara nos atiza
si Dios no lo propicia.
¿Qué actitud debe tener el hijo de Dios frente al miedo? Su único temor debe ser
procurar mantenerse fiel ante Dios y no olvidar las incesantes muestras de ese
amor que le cuida y le hace invulnerable a las armas de Satanás, con las que
este intenta destruirle, hasta que Dios quiera permitir lo contrario. Si los
hijos poseyeran esta verdad se mostrarían menos inquietos y nada ansiosos en
tiempos de penuria. Dios puede permitir que utilicemos los medios, pero muchas
veces le replicamos con un espíritu de incredulidad como si nuestra recuperación
dependiera únicamente de la ayuda humana y el consejo. Lo cierto es que si un
gorrión no cae al suelo sin que lo note nuestro Padre, sus hijos tampoco. Los
cabellos de nuestra cabeza están todos contados, y Dios se honra en la
tranquilidad y confianza que somos capaces de mantener ante grandes peligros.
Podemos descansar seguros, pues las enfermedades y los enemigos no son sino
instrumentos en sus manos para ejecutar sus propósitos de amor.
El Señor aplica esto de otra manera. Tenemos ciertas necesidades como peregrinos
y extranjeros pasando por este mundo. Ante la escena que nos rodea nuestra alma
está protegida, menos nuestros cuerpos, que quedan expuestos. En todos los demás
aspectos se nos capacita para sentir como sentía el salmista al ver que esta es
una tierra yerma que no produce agua. Pero nuestros cuerpos necesitan vestido y
calzado, así como alimento. Nuestro bendito Señor, en sus muestras de ternura y
simpatía, conoce nuestras necesidades y es consciente de lo mucho que se
interponen entre Él y nosotros nuestras preocupaciones, privándonos de disfrutar
del amor del Padre. En la parábola del segador se mencionan los afanes de este
mundo como una de las cosas que ahogan la semilla de la Palabra, secando todo
fruto de perfección. Él también nos suministra un antídoto para este mal. Dice a
los discípulos que no piensen ni tengan ansiedad por su vida, ni acerca de lo
que comerán o lo que vestirán. Para reforzar esta exhortación les recuerda que
la vida es más importante que la comida, y el cuerpo más que el vestido.
Presenta dos ilustraciones sobre el cuidado de Dios que se les quedarían
grabadas: las aves del cielo y los lirios del campo. No bien salían de sus casas
que presenciaban el nacimiento de la flor y el vuelo del pájaro, con lo cual
recordaban que Dios vestía a la primera y alimentaba al segundo. Se daban
cuenta, pues, de que ellos tenían más valor para Dios que sus propios cuerpos o
que los lirios, y con tanta más razón para recibir de Su parte el alimento y el
vestido.
¡Qué perfectos son los caminos del Señor, cómo se adaptan sus palabras para
hacer desaparecer la ansiedad de nuestros corazones! Al hablarles sobre que las
naciones del mundo se concentran en todos estos menesteres, Él no iba a hacer
menos con sus hijos a la hora de quitarles el agobio de las cosas terrenales,
motivo que impulsaba a la gente del mundo a preocuparse por ellas y que era lo
que dominaba sus mentes. ¿Qué puede librar a los hijos de Dios de esta atadura?
La confianza en el cuidado y el amor del Padre. Añade el Señor: «Vuestro Padre
sabe que tenéis necesidad de estas cosas». ¡Qué poder encontramos en esta
promesa cuando es conocida en el alma! ¿Estamos en apuros y en dificultades,
bajo presiones extremas frente a las necesidades cotidianas? Saber que nuestro
Padre conoce todas nuestras necesidades debería bastar para que se esfumaran
nuestras preocupaciones. Si tuviéramos en nosotros el poder para aligerar de
ellas a nuestros hijos no permitiríamos que continuaran en apuros. Si siendo
malos sabemos cómo darles cosas buenas, como enseña el Señor, cuánto más nos las
dará a nosotros nuestro Padre. Su ojo analiza las necesidades de cada uno de sus
hijos, y si Él tarda en cubrirlas es para que ellos obtengan la más completa
bendición. Podemos decir aquí con Habacuc: «Pues aunque la higuera no florezca,
ni en las vides haya frutos, aunque falte el producto del olivo, y los labrados
no den mantenimiento, y las ovejas falten en el aprisco, y no haya vacas en los
establos; con todo, yo me alegraré en Jehová, y me regocijaré en el Dios de mi
salvación» (Hab 3:17,18).
La única preocupación real de los hijos debería ser el reino de Dios, sus
demandas e intereses: «Buscad más bien el reino de Dios, y todas estas cosas os
serán añadidas». La voluntad de Dios tiene que ser nuestra sola ley, y nuestros
corazones deben fijarse en sus cosas, no en las de la Tierra. Su gloria ha de
ser el fin y el objeto de nuestras vidas, y Él, por su parte, se encargará de
darnos el cuidado prometido. Su fidelidad se limita a hacer provisión de las
necesidades de sus hijos cuando estos buscan su reino. Como dijo el poeta:
Haz de su servicio tu deleite
y Él cubrirá tus necesidades.
No tenemos necesidad, como sigue diciendo el Señor, de amontonar riquezas en
este mundo. Si lo hacemos las expondremos al latrocinio y al apolillamiento.
Además, donde esté nuestro tesoro estará también nuestro corazón. He ahí la
necesidad de tener a Cristo como nuestro único tesoro para que nuestros
corazones puedan ocuparse de Él. Haciendo de la gloria de Dios nuestro objeto
sabremos prescindir del ansia por las cosas temporales, ya que Él velará sobre
nosotros y administrará nuestras atenciones. Cruzaremos esta escena como
peregrinos y extranjeros con nuestros lomos ceñidos y las lámparas encendidas,
como hombres que esperan a su Señor en la expectativa del regreso del Salvador
para recibirnos a Sí mismo y estar con Él en la casa del Padre.
Otro privilegio bendito que gozan los hijos de Dios es poder explicarle a Él las
necesidades que tienen. En otras palabras, el Padre los escucha. Con cuánta
frecuencia les recordó esto el Señor: «En aquel día no me preguntaréis nada. De
cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidáis al Padre en mi nombre, os lo
dará. Hasta ahora, nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para
que vuestro gozo esté completo» (Jn 16:23,24). ¿Quién puede comprender la
inmensa bendición que implica un privilegio así? Pues el que es capaz de
descargar ante Aquel que nos ama y entiende toda su preocupación y ansiedad.
¿Hay alguien que se pregunte lo que puede pedir al Padre? No existen límites
para hacerlo, pueden pedir sin reservas. Todo aquello que nos preocupa —la
necesidad y los problemas y las angustias cotidianas— podemos explicarlo a Aquel
cuyo oído está siempre abierto a nuestra súplica. Como dice el apóstol Pablo:
«Por nada os inquietéis, sino que sean presentadas vuestras peticiones delante
de Dios mediante oración y ruego con acción de gracias». Quiere que no mostremos
ninguna reserva cuando permanezcamos en oración ante el Padre, que se lo digamos
todo en la intimidad de su amor, sin guardarnos nada para nosotros. Nuestro
peligro no reside en que podamos explicarle demasiadas cosas, sino en todo lo
contrario. Cuanto más conozcamos su corazón más confiados nos sentiremos echando
mano de este privilegio. Como alguien dijo: «Si hay algo que nos preocupa hará
suscitar en el corazón de Dios su preocupación por nosotros». Por esta razón
nunca debemos temer ser pretenciosos con nuestras peticiones. Él se complace en
escuchar el ruego de sus hijos, pues sabe bien que es la expresión de la
confianza que tienen en Él. A veces podremos hacer una súplica en vano, pero no
deja de ser la súplica de sus hijos al que no se cansa de escuchar. Tenemos
ejemplos en las Escrituras de lo más conocidos que nos podrán animar. Se da el
caso de la orden lanzada por el Señor de avisar a Saulo, y Ananías, con cierto
atrevimiento, le previene del carácter de esa persona como si Él no hubiera sido
consciente de ello: «Señor, he oído de muchos acerca de este hombre, cuántos
males ha hecho a tus santos en Jerusalén; y aquí tiene autoridad de los
principales sacerdotes para prender a todos los que invocan tu nombre». De la
manera más delicada el Señor le responde: «Ve, porque instrumento escogido me es
este, para llevar mi nombre en presencia de los gentiles, y de reyes, y de los
hijos de Israel». De la misma manera el Padre quiere que demos rienda suelta a
los sentimientos de nuestro corazón cuando estamos ante su presencia, sin que
fluctúe la confianza en su amor.
A pesar de que así suele ser, no siempre promete concedernos lo que le pedimos.
En el pasaje citado de Juan, todo lo que pidamos en nombre de Cristo nos será
dado; pero pedir en Su nombre significa estar en presencia de Dios conscientes
del valor de lo que Cristo es para nosotros, llevando, por consiguiente, sus
propias demandas al corazón del Padre, lo que nos hace observar que no podemos
invocar el nombre de Cristo al Padre para cualquier cosa que no sea conforme a
su voluntad. No podemos decirle a un benefactor que acudimos a él en nombre de
alguien a menos que la otra persona nos haya dado su sanción. Tampoco podríamos
vincular el nombre de Cristo a unas peticiones cualesquiera salvo a las que el
Espíritu Santo suscitase en nuestro corazón en conformidad con la voluntad
divina. Cada petición de este tipo recibirá una infalible respuesta, tal como
nos lo declara la palabra de Cristo. Cuando, por el contrario, nos vamos a la
epístola a los Filipenses, allí vemos algo diferente, pues podemos presentar
nuestra oración y súplicas con acciones de gracias, aunque no se nos dice que
van a ser contestadas. La promesa es que la paz de Dios, que supera a todo
entendimiento, guardará nuestros corazones y mentes en Cristo Jesús. Esto es
sumamente hermoso, ya que demuestra que Dios quiere que estemos confiados en su
presencia y gozando de plena libertad para darle a conocer toda nuestra
necesidad. Y el hecho de que no nos conceda nuestras peticiones se debe a que
prefiere esperar en su amor y sabiduría a dárnoslas. Sin embargo, Él guardará
entretanto nuestros corazones con su gracia inefable. Poniendo nuestra carga a
sus pies y explicándole lo que tenemos en el corazón, Él nos hará conocer a
través de Jesucristo la paz perfecta que nada puede perturbar. En cualquier
caso, tendremos unos corazones relajados con motivo de una completa confianza en
el amor de nuestro Padre, pertrechados con la paz de Dios que sobrepuja todo
entendimiento.
Hay otro aspecto de este privilegio que no podemos pasar por alto. Cuando
estemos delante de nuestro Padre no lo haremos para expresar solo nuestros
propios deseos, sino que además le rendiremos nuestra adoración y acciones de
gracias. ¿Cómo podríamos estar realmente en su presencia, conscientes de su amor
y gracia hacia nosotros, sin arrodillarnos ante Él en adoración? Esto está en
perfecta consonancia con el pensamiento de su corazón. Hablando con la mujer
samaritana, dice el Señor: «Pero llega la hora, y ahora es, cuando los
verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también
el Padre busca tales adoradores que le adoren». No solo ha salido Dios, en su
infinita bondad, a buscar a los perdidos pecadores llamándolos con el evangelio
para reconciliarlos con Él, sino que además busca con anhelo a adoradores que le
ofrezcan culto. ¡Qué felicidad resulta de saberlo! A fin de cumplir este deseo
Cristo vino al mundo, donde murió en una cruz y resucitó de los muertos. Fue
enviado por el Espíritu Santo, el cual hizo que el evangelio fuese proclamado y
por gracia nosotros fuimos llevados a la fe en su testimonio, nacimos de nuevo,
nuestros pecados fueron lavados por la sangre de Cristo y recibimos el espíritu
de adopción como hijos, por el que clamamos Abbá, Padre. Mientras meditamos en
estas cosas no podemos por menos que exclamar las palabras del himno:
Nuestro Padre y Dios, te adoramos;
rica gracia insondable
en Cristo nos has dado;
hijos de ira éramos y nuestro lugar
la natural muerte;
rescatados somos, en unidad
sus glorias llamados a disfrutar.
No tendría sentido que pensáramos solo en nuestras propias necesidades cuando
somos conscientes de estar en presencia del Dios que nos ha dado en Cristo su
gracia y misericordia. Cuanto más agradecidos estemos por todas las bendiciones
recibidas más nos acordaremos de los favores debidos a Él, que nos salvó y nos
hizo sus hijos. Las demandas del Padre deben tener siempre el primer lugar en el
corazón de los hijos, y el Padre presenta estas demandas. Como Él dice por medio
del profeta: «Si, pues, soy yo padre, ¿dónde está mi honra?». La reverencia y el
honor le pertenecen en la misma medida con la que Él condesciende con nosotros.
Al tiempo que sostiene sus absolutas demandas sobre nosotros para rendirle la
honra y la adoración de nuestro corazón sobre la base de la redención, nos
deleitamos en pensar en el privilegio que disfrutamos cuando nos concede entrar
en su presencia como adoradores. Cuanto más recordemos que es debido a la gracia
que nosotros ocupamos esta posición, más se llenarán nuestros corazones de
alabanza y gratitud. Insistimos, por ello, en si somos lo bastante merecedores
de este privilegio. Si examináramos los momentos que pasamos diariamente delante
de nuestro Dios Padre, ¿cuál resultaría ser la naturaleza de nuestras palabras?
¿Ocupan la oración y la alabanza el lugar más destacado? ¿Le presentamos
nuestras necesidades y lo que le es debido? Si ampliáramos el círculo de
nuestras indagaciones y consideráramos nuestros encuentros con los hijos de Dios
cuando nos reunimos en Su presencia, ¿predominarían la oración y la adoración
entre nosotros? Es bueno que nos examinemos en cuanto a esto, pues como vemos el
Padre busca adoradores para deleitarse en presencia de ellos y gozarse en el
carácter que le muestran de agradecida y feliz adoración.
Vamos a presentar otro privilegio, el que resulta de haber alcanzado, por el
poder del Espíritu, el carácter más elevado de adoración y ser capaces, al mismo
tiempo, de disfrutarlo. Nos dice el apóstol en 1 Jn 1: «Y nuestra comunión
verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo». A este lugar tienen
derecho todos los que reciben a Cristo como la Vida eterna, según nos enseñan
las Escrituras. Teniendo una nueva naturaleza y la vida eterna somos llevados a
la comunión (nuestro lugar) con el Padre y el Hijo. No puede haber una mayor
expresión de la gracia ni es posible que ahora comprendamos la extensión sin
límites de felicidad que supone este tipo de lugar. A través de la gracia
podemos gustar un poco de su gozo inefable. El Espíritu Santo puede guiarnos a
veces hasta la cumbre de un Pisgá desde donde atisbar nuestra herencia y poder
conocer, en cierta medida, el carácter de dicha comunión, pero lo cierto es que
el mismo cielo está contenido en ella y la eternidad no hará más que exhibir sus
ilimitados tesoros.
La comunión con el Padre tiene que llenarnos de sus pensamientos y sus deseos,
así como de sus objetos y afectos. Lo mismo requiere la comunión con el Hijo. Si
Cristo es el objeto del corazón del Padre y la gloria del Hijo es el fin de
todos sus consejos, Él será también el objeto de mi corazón si estoy en comunión
con el Padre. Mi meta en todo lo que yo represento y hago será para exaltarle a
Él. Si Cristo tiene la gloria del Padre presente para todo lo que Él está
llevando a cumplimiento (como cuando estuvo en la Tierra), la gloria del Padre
será el supremo objeto ante mi alma cuando viva la comunión con el Hijo. ¡Qué
posición más dichosa! Es un privilegio que tenemos poder olvidarnos de nosotros
mismos y perdernos en los afectos y objetos del Padre y del Hijo. Nuestras
mentes se llenan, como resultado, de pensamientos y afectos divinos; nuestros
corazones se condicionan a un círculo divino y el ego deja de tener importancia
ante esta posibilidad. ¿Confiaré en mis pensamientos y propósitos cuando podría
ocuparme de los del Padre y los del Hijo? ¿Me poseerán mis afectos cuando pueden
hacerlo los que llenan el corazón del Padre y del Hijo Jesucristo? Antes
prefiero perderme en este océano de felicidad ante mí y hundirme en las
maravillas de la gracia de Dios con cada uno de sus hijos. ¡Ah, qué humillados
nos sentimos cuando comparamos los pensamientos de Dios respecto a nosotros con
nuestras propias ideas! Que Él conceda a quienes leen estas líneas el poder
estimulante para que sus deseos respondan más plenamente a los propósitos de la
gracia y puedan conocer esta comunión con el Padre y con su amado Hijo.
También tenemos el privilegio, como hijos, de habitar desde ahora en espíritu en
la casa del Padre. Cuando regresa el hijo pródigo y el padre le besa, le da las
mejores ropas, le pone el anillo en el dedo y calzado nuevo en los pies, y luego
el hijo desaparece entre el gozo de la casa. ¿Quién puede poner en duda que la
casa del Padre y su mesa no son el lugar que desde entonces le pertenecen
legítimamente? Como dice el himno:
Vestidos de salvación
tenemos lugar a tu mesa,
nos regocijamos, igual que Tú,
de tu gracia en las riquezas.
«Es justo —te oímos decir—
que nos alegremos y festejemos,
hallé a mis extraviados hijos
que ahora viven y antes
eran muertos».
Es importante no confundir la mesa del Padre con la mesa del Señor. Esta está
preparada en la Tierra, mientras que la otra se prepara en el Cielo. A la mesa
del Señor conmemoramos su muerte. Tantas veces como comemos del pan y bebemos de
la copa anunciamos la muerte del Señor hasta que Él venga (1 Co 11). Tenemos
comunión a la mesa gozándonos con Él, tal y como expresan las palabras: «Traed
el becerro engordado y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo
estaba muerto, y ha revivido; se había perdido, y ha sido hallado». Es como
miembros del cuerpo de Cristo, además, que nos reunimos alrededor de la mesa del
Señor. Somos hijos por su inefable gracia pero le recordamos en su muerte, dado
que tenemos el carácter de miembros de su cuerpo. Gozamos del privilegio de un
lugar a la mesa del Padre porque somos sus hijos.
Efectivamente, es el privilegio de todos los hijos redimidos de Dios habitar en
la casa del Padre y sentarse a su mesa. Se les ha dado gratuidad para morar en
el lugar donde el Padre mora. Lo mismo ocurre con las familias de la Tierra. Un
hijo no necesita preguntarle a su padre si puede o no entrar en casa; sabe bien,
por la confianza en el amor de sus padres, que allí es bienvenido y que no es
ningún intruso. Si pensara lo contrario, los avergonzaría. Si no ocurre nada que
pueda dañar la intimidad del cariño, los padres se regocijan en la presencia del
hijo y él en la de ellos. Lo mismo sucede con Dios y sus hijos. Él se complace
en tenerlos delante. En todas las dispensaciones pasadas Dios ha declarado este
pensamiento de su corazón, el deseo de que sus hijos le rodeen. Él nos ha puesto
en su presencia para que podamos aprender a gozarnos ante Él, confiados y
sabiendo que somos los objetos de su corazón, amados como Cristo lo fue (Jn
17:23). La puerta de su casa nunca está cerrada para nosotros, siendo únicamente
lo que nos excluye de ella nuestro necio comportamiento, nuestros hechos y
caminos, con la sensación de pecados no confesados que nos mantienen a raya
cuando podríamos estar dentro de la casa. «Si confesamos nuestros pecados, él es
fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad»
(1 Jn 1:9). Podemos dar gracias al Padre, quien nos ha concedido ser partícipes
de la herencia de los santos en luz y en su gracia ha hecho provisión, para
cuando pecamos, de nuestra purificación a través del lavamiento del agua por la
Palabra, y que nada puede estorbar nuestra comunión permanente con Él y su amor.
Viendo que nuestro lugar ahora está en la casa del Padre, sería provechoso
preguntarnos lo que significa estar allí. Cuando terminamos nuestras
ocupaciones, ¿volvemos por instinto a la casa del Padre como nuestro lugar
escogido de refrigerio, gozo y bendición? En la Epístola a los Efesios se da por
supuesto que todos los santos viven en la presencia del Padre, de la que salen
para cumplir su servicio y revelar a otros el carácter de Aquel ante quien
están, la bienaventuranza del lugar al cual pertenecen. Parten como
representantes de su Padre y de su morada, para que otros, al aprender de ellos,
puedan sentirse atraídos al mismo lugar. Los extraños, por ejemplo, que son
invitados a una corte no mostrarán precisamente costumbres ni maneras
exquisitas, pero quienes allí viven se impregnan del ambiente de la corte y
ellos mismos se vuelven con rapidez cortesanos. Con los hijos de Dios sucede
igual. Si visitan solo ocasionalmente la casa del Padre y pasan la mayor parte
del tiempo disfrutando de otros lugares, nunca conocerán el corazón paterno ni
los métodos o costumbres de su casa, y no serán sino malos representantes de
quien se ha dignado hacerles sus hijos.
No debemos olvidarnos de nuestro pecado que ofende el amor del Padre cuando no
buscamos ni deseamos su presencia. Las profundidades de su corazón es algo que
no podremos sondear nunca lo suficiente. Sin embargo, Él derrama todo su amor en
aquellos que fueron una vez enemigos suyos y son ahora sus hijos redimidos.
Cuanto más comprendamos esto más desearemos gozar del privilegio que nos ha
concedido de vivir en su presencia como hijos. La cruz de Cristo es la medida de
su amor, la que hace que sea insondable. En la medida que pasemos más tiempo en
la morada del Padre más conoceremos este amor y crecerá nuestra percepción de la
maravillosa gracia que nos ha hecho hijos suyos, y como hijos, herederos de Dios
y coherederos con Cristo. Su corazón y su mirada se inclinan a nuestro favor, y
nos tiende la mano para hacernos vivir y gozar plenamente de toda la bendición
que nos ha asegurado en Cristo, de la que nos aprovisiona día tras día mientras
cruzamos este desierto. Todo lo que Dios es por nosotros es gracias a que nos ha
redimido por la preciosa sangre de Cristo, y toda la abundancia del corazón del
Padre se derrama constantemente sobre nosotros porque somos sus hijos. Que Él
nos permita a todos y cada uno mostrar una actitud santa para entender y
disfrutar, como una expresión de su gracia y amor, todos los privilegios que ha
hecho nuestros.
Capítulo 9
CONDICIÓN FUTURA Y HOGAR DE LOS HIJOS DE DIOS
Hemos repasado muchos de los
aspectos de la verdad tocante a los hijos de Dios. Todavía nos queda otro por
considerar: su condición y hogar del futuro. Para ello, tomaremos como base un
pasaje de Romanos 8: «Y sabemos que todas las cosas cooperan para bien de los
que aman a Dios, de los que son llamados conforme a su propósito. Porque a los
que de antemano conoció, también los predestinó a ser modelados conforme a la
imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos» (vv.
28-29).
Dos cosas se relacionan en este pasaje, si bien se diferencian entre sí. La
primera es que desde toda la eternidad el pensamiento de Dios ha sido querer
conformar a sus hijos según la imagen de su Hijo, el cual, tal como merecen su
persona y dignidad, tiene que tener la preeminencia en todo. Sin embargo, Él es
el modelo para cada hijo de Dios. Este pensamiento eterno y solemne sirve para
ilustrar, como hacen otros pasajes, la desbordante riqueza de la gracia de Dios,
especialmente si tenemos en cuenta lo que conforma el material del que se
obtiene este resultado sorprendente. Esto explicaría también todo el secreto de
la redención. Dios, en su gracia y misericordia, nos ha recibido con la idea de
cumplir este propósito —que recordemos viene determinado por un motivo supremo
en la redención y tenemos que guardar en el lugar más privilegiado de nuestra
memoria: la gloria de su amado Hijo, tal como revelan sus consejos eternos—. Los
hijos de Dios están en la escena que expone esta escritura, pero su figura
central es Cristo como el Primogénito entre muchos hermanos. Lo maravilloso es
que Dios, en su amor condescendiente, nos ha asociado con su Hijo unigénito en
estos consejos para su gloria. Asociados con Él ahora (pues somos sus
coherederos) lo estaremos con Él eternamente, pues si es el Primogénito Él se
digna llamarnos sus hermanos. La familia no estaba completa sin Él, ni tampoco
sin nosotros. Por lo tanto le dice a María: «Ve a mis hermanos, y diles: subo a
mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios».
Veamos otro ejemplo que nos permita observar el verdadero carácter de la
redención. Según lo que nos aclara este pasaje, un Cristo glorioso estuvo
siempre presente en la mente de Dios como base y objeto de sus consejos. Los
hijos no tenían que ser conformados a la imagen de Adán, sino a la de Cristo. La
introducción de la «semilla de la mujer» no fue ningún pensamiento a posteriori,
ni siquiera un medio para ofrecer el remedio para los problemas que Satanás
había causado en esta creación debido a la inconsciencia de Adán, sino que fue
la revelación del secreto del corazón de Dios para Su gloria, como también para
la de Su amado Hijo. Una vez que Adán fue introducido en la escena del mundo fue
quien más debía rendir cuentas, pero el resultado vino a demostrar su
incapacidad como corregente para sostener el peso de la gloria de Dios. Rodeado
como estaba de un entorno que favorecía su sumisión y obediencia para mantener
el honor de quien estaba representando, fracasó estrepitosamente y Dios tuvo que
probar, como siempre, que Él prevalecía donde el enemigo había campado con
altivez, pues el aparente triunfo de Satanás propició la ocasión de revelar al
postrer Adán. No nos referimos al hombre sujeto a una responsabilidad, sino al
Hombre en quien Dios podía hacer cumplir todos sus propósitos para su alabanza y
gloria eternas. Este postrer Hombre, el Hijo de Dios, es al que tienen que
conformarse todos los hijos y poder emanar eternamente el reflejo de Su justicia
y hacer redundar en Su gloria los consejos del Padre, por los que ellos fueron
redimidos.
Lo segundo que tenemos en este pasaje es que Dios está obrando desde ya mismo
para este fin. En todos sus tratos presentes para con nosotros, así como en
todas las diversas experiencias de pruebas, sufrimientos, peligros y
persecuciones que nos salen al paso, Dios utiliza estas aparentes adversidades
para esculpir en nosotros una conformidad a la imagen de su Hijo, como el
escultor que echa mano de su cincel. El resultado entero, como después veremos,
nunca se alcanza aquí, sino que es un fin que Dios tiene en cuenta. Sabiendo que
esto es lo que Él revela en su palabra podemos tener confianza y adoptar este
lenguaje: «Todas las cosas cooperan para bien de los que aman a Dios, de los que
son llamados conforme a su propósito». ¡Qué consuelo más inefable para nuestras
almas! Todas las cosas, tanto agrias como dulces, no son sino instrumentos en
las manos de nuestro Dios para alcanzar el propósito final. ¡Qué confiados
podemos estar en Él y en su amor! Podemos ser tentados a decir, como Jacob, que
todas estas cosas van en nuestra contra, pero sucede al revés, ya que se
muestran a nuestro favor y nos ayudan para nuestro bien. Tal vez no veamos lo
oportunas que son estas pruebas ni las razones para sufrir tanto, pero Dios está
velando consciente de todo lo que tenemos necesidad, y sabe el efecto que
producen en nosotros. Nuestra futura condición es estar delante de Él, y Él nos
lleva por un camino correcto que nos asegura la bendición.
Nos sostendrá en no menor medida el hecho de que tengamos la mirada puesta en
Aquel a quien hemos de conformarnos. Como ya hemos visto, Dios tiene a Cristo
ante Sí, y Él está también ante nuestras almas; el objeto de Dios es nuestro
objeto. Esto es lo que desea para nosotros, y en modo alguno podría expresarnos
con más eficacia las riquezas de la gracia que nos ha concedido en Cristo. A
pesar de ser conscientes de este hecho, supera nuestra comprensión que Dios
pueda asociarnos consigo y nos lleve a una posición contemplativa en la que nos
agasaja con el Objeto que satisface su corazón. Tener la mirada puesta en Cristo
es el medio del que se vale Dios para transformarnos en su semejanza. Leemos: «Y
todos nosotros, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del
Señor, vamos siendo transformados de gloria en gloria a la misma imagen, como
por la acción del Señor, del Espíritu». Dios nos ha predestinado a ser
conformados a la imagen de su Hijo, pero Él produce el resultado con sus propios
medios. Todo con lo que nos encontramos en nuestro camino ayuda a este fin; sin
embargo, en este mundo depende mucho de la actitud de nuestras almas. Cada
creyente es llevado al lugar donde puede contemplar la faz sin velo del Señor.
He aquí la posición cristiana en contraste con la del judío. Debemos tener en
cuenta, sin embargo, que en la medida que estemos ocupando este lugar seremos
transformados en la semejanza de Cristo. Sirvámonos de un ejemplo. Dos hijos de
Dios, uno de ellos descuidado, indiferente y carnal, y el otro celoso de Cristo,
abnegado y ocupado en sus cosas. El último pronto aventajará al primero en una
creciente conformidad a Cristo. La obra es completamente de Dios, pero Él emplea
medios. Donde haya propósito de corazón habrá crecimiento en gracia y en el
conocimiento del Señor Jesucristo.
Comprenderemos mejor lo que esto quiere decir si consideramos un momento el
significado de esta escritura. Nosotros miramos (pueden omitirse las palabras
«como en un espejo») el rostro descubierto del Señor, y este rostro exhibe toda
la gloria de Dios (ver 1 Co 4:6). Toda la gloria moral de Dios —la suma de sus
perfecciones espirituales y la excelencia de todos sus atributos— se concentra
en el rostro de Cristo como hombre glorificado a su diestra. Al meditar en su
perfección y hermosura reveladas en la Palabra, y siguiéndolo como modelo de
nuestras almas y alimentándonos de Él, somos transformados en la misma imagen de
gloria en gloria, de un grado a otro superior, pues mientras permanezcamos en
este mundo nunca alcanzaremos Su semejanza plena. La perfección está solo en
Cristo, y estará en nosotros solo cuando estemos con Él. Entretanto, la gloria
con la que estamos ocupados y contemplamos es formativa. Bajo la poderosa
operación del Espíritu de Dios imprime su huella en nosotros produciendo en
nuestro interior el reflejo de su belleza, y de esta manera somos transformados
diariamente en la imagen de Cristo. Cada vez que estamos ocupados con cosas
distintas, dejando que otros objetos posean nuestro corazón, impedimos el
propósito con el cual Dios nos llama; pero si Cristo es nuestro gozo y deleite,
estaremos en línea con sus pensamientos y como arcilla en manos del alfarero nos
moldeará según su voluntad. Es una bendición para todos cuando no solo
comprendemos el objeto que Dios se propone, sino que además estamos al unísono
con su objeto cuando nuestro único anhelo es que sus deseos para nosotros puedan
tener un cumplimiento libre de impedimentos.
Tal es el propósito de Dios: conformarnos a la imagen de su Hijo. Si vamos ahora
a otra escritura, veremos este propósito hecho realidad: «Amados, ahora somos
hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que
cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él
es. Y todo el que tiene esta esperanza puesta en él, se purifica a sí mismo, así
como él es puro» (1 Jn 3:2-3). El apóstol contrasta aquí la condición presente
de los hijos con la futura. Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha
manifestado lo que seremos. En el vestido y la apariencia exteriores tenemos la
semblanza de otras personas. Incluso el Señor no hubiera podido ser conocido por
el ojo natural. Si nosotros le hubiéramos visto en cualquier momento por las
calles de las aldeas de Galilea y de Jerusalén, habríamos visto externamente
solo a un hombre humilde y habríamos exclamado con los judíos incrédulos: «¿No
es este el carpintero, el hijo de María y hermano de Jacobo, José, Judas y
Simón?» (Mr 6:3). Juan el Bautista escribe que él no le conoció hasta que no
descendió sobre Él el Espíritu. Lo mismo ocurre con los hijos. Tienen los mismos
cuerpos de humillación que los demás hombres y mujeres, están en circunstancias
similares de prueba y sufrimiento y se encuentran con los mismos problemas en su
camino cotidiano; por lo tanto, el mundo no los conoce porque tampoco le conoció
a Él. Cuando se produjo un vasto cambio en ellos fueron sacados de las tinieblas
y trasladados a la luz maravillosa de Dios, recibieron el espíritu de adopción
como hijos, por el que claman Abbá, Padre, y esperan completamente el cielo con
el regreso del Señor. Pero todas estas cosas son asimiladas y gozadas solo por
la fe, ya que para el ojo del hombre natural no tienen nada que ofrecer en lo
que se refiere a su condición y posesión. En efecto, estas cosas no han sido
todavía manifestadas.
Juan nos traslada al tiempo cuando todo se manifestará, y estamos hablando ahora
de la manifestación del Señor. No se refiere a la venida de Cristo por su
Iglesia —aunque será entonces cuando los creyentes serán como Él—, sino a la
aparición real de Cristo en este mundo. La razón la encontramos en el asunto que
estamos tratando. Aquí los hijos de Dios están, por decirlo de alguna forma, en
una condición oculta; y aquí se manifestarán en su conformidad absoluta a Cristo
cuando venga para ser glorificado en sus santos y todos cuantos han creído
queden maravillados en su presencia. El propio Señor hace referencia a esto: «Yo
les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos
uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el
mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí
me has amado» (Jn 17:22-23). El mundo entonces conocerá, porque verá a Cristo
revelado en gloria y a los santos manifestados en la misma gloria con Él.
Se enseña sin ambigüedades que en nuestra condición futura seremos como Cristo.
¿Qué conclusión podemos sacar de este significado? Combinemos los dos pasajes ya
considerados (Ro 8:29; 2 Co 3:18) con el que tenemos delante. Contestamos, en
primer lugar, que los hijos de Dios tendrán una plena conformidad moral a
Cristo. Este modelo es el que Dios tuvo siempre ante Sí. Diremos una vez más,
como advertencia, que dado que nunca nos asemejaremos moralmente a Cristo hasta
que le veamos cara a cara no existe la idea de una perfección impecable en
nuestro tiempo, ya que esto es algo que esperamos heredar. No obstante,
añadiremos que el creyente no tiene ninguna necesidad de pecar. Pero de hecho
peca, y Dios en su gracia ha hecho provisión con la abogacía de Cristo para
resolver esta necesidad. Siendo así las cosas, no debemos ser tolerantes con el
pecado, y nuestro deseo debe ser el de crecer diariamente a la semejanza de
Aquel a quien esperamos.
En segundo lugar, diremos que incluso nuestros cuerpos serán como el glorificado
de Cristo. Dice el apóstol Pablo: «Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de
donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transfigurará
el cuerpo de nuestro estado de humillación, conformándolo al cuerpo de la gloria
suya, en virtud del poder que tiene también para someter a sí mismo todas las
cosas» (Fil 3:20,21). Leemos también en 1 Co 15: «Y así como hemos llevado la
imagen del terrenal, llevaremos también la imagen del celestial». Como nuestros
cuerpos son ahora como los del primer hombre terrenal, después de que vuelva el
Señor tendremos cuerpos como el del postrer Hombre. Este cambio se efectuará por
medio del poder divino. Nuestra conformidad moral a Cristo está siendo efectuada
ahora y se completará cuando le veamos cara a cara. La conformidad de nuestros
cuerpos al cuerpo de su gloria se cumplirá a su regreso. Dice así el apóstol:
«He aquí, os digo un misterio: no todos dormiremos; pero todos seremos
transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, a la final
trompeta; porque se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados
incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es menester que esto
corruptible sea vestido de incorrupción, y esto mortal sea vestido de
inmortalidad. Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto
mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está
escrita: Sorbida es la muerte con victoria» (1 Co 15:51-54).
Hay dos clases específicas de cuerpos en este pasaje: los que serán
transformados y los que resucitarán de los muertos. Volviendo a otra epístola,
encontramos más detalles de esta poderosa y divina operación. Allí leemos:
«Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús
a los que durmieron en él. Por lo cual os decimos esto por palabra del Señor:
que nosotros los que vivamos, los que hayamos quedado hasta la venida del Señor,
no precederemos a los que durmieron. Porque el Señor mismo con voz de mando, con
voz de arcángel, y con trompeta de Dios, descenderá del cielo; y los muertos en
Cristo resucitarán primero. Luego nosotros los que vivamos, los que hayamos
quedado, seremos arrebatados juntamente con ellos en las nubes para salir al
encuentro del Señor en el aire, y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts
4:14-17). Nada es más clarificador que la enseñanza de esta escritura. Cuando
descienda el Señor del cielo llamará a todos sus santos dormidos —todos los que
durmieron antes de venir Él— fuera de sus tumbas, y cuando el vasto ejército
resucite cada uno de sus integrantes llevará el atuendo de una gloria
incorruptible en un cuerpo glorificado como el del que les ha mandado salir.
Después, todos los santos que estén vivos en ese instante en la Tierra serán
transformados en un momento, pasando por sus cuerpos, por así decirlo, una ola
repentina de vida y poder, y lo que antes había sido mortal se vestirá de
inmortalidad. La inmortalidad será tragada por la vida y ellos habrán sido
vestidos con su casa del cielo (2 Co 5). En ese momento todos serán tomados a
las nubes para encontrarse con el Señor. Él viene del cielo, y allí, como si de
un poderoso imán se tratase, atraerá hacia Sí a todos los suyos, ya sea que
duerman o estén despiertos, para tenerlos con Él eternamente. La redención por
la sangre ha sido ya consumada en la redención por el poder (Ro 8:23), y el
Señor ve el trabajo de su alma y queda saciado. Todavía tendrá que recoger otro
fruto de la redención durante los mil años; pero en lo que concierne a la
Iglesia, junto con los santos de otras dispensaciones, su obra y sus
consecuencias están concluidas y los propósitos de Dios para ellos se han
manifestado ahora en su perfección. Cada una de estas miríadas de santos ha sido
ya conformada a la imagen de su Hijo.
Ser como el Cristo glorificado es serlo en espíritu, alma y cuerpo. Al
referirnos así a Él lo hacemos como Hombre en la gloria, ya que su dignidad
divina y esencial como Hijo eterno es exclusivamente suya. En toda la eternidad
nunca cesa de ser nada inferior, aunque haya condescendido para convertirse en
hombre, cualidad que le permitirá conservar siempre su humanidad glorificada. El
misterio de su persona reside en el Dios-hombre, y como hombre Él es el
primogénito entre muchos hermanos. ¡Ah, maravilla de maravillas! ¡Que no solo no
se avergüence de llamarnos hermanos sino que además quiera tenernos asociados
con Él eternamente! Y qué no pocos dolores habrá tenido que padecer para
ejecutar el propósito divino y asegurarnos este bendito resultado. Tenemos los
sufrimientos de su vida en la Tierra, las pruebas y las tentaciones, así como la
agonía de la cruz al ser abandonado por Dios, con su posterior muerte y
resurrección, pero aunque nunca han existido ni existirán sufrimientos como los
suyos su satisfacción será total cuando observe el glorioso resultado de las
fatigas de la redención en el momento en que se presente una Iglesia gloriosa,
sin mancha, ni arruga ni cosa semejante.
Esta es, pues, la condición futura de los hijos de Dios, la de ser todos como
Cristo. Todavía queda por resolver la cuestión de nuestro futuro hogar. El Señor
nos ha hablado con referencia a él. Antes de dejar a los discípulos, quienes se
dolían por la perspectiva que tenían delante, les dijo para consolarlos y
enseñarlos: «No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en mí.
En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, ya os lo hubiera dicho; voy,
pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me voy y os preparo lugar, vendré
otra vez, y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis»
(Jn 14:1-3). La casa del Padre es revelada como nuestro hogar futuro. En el
último capítulo vimos que nuestro privilegio es morar allí en el espíritu desde
el momento actual, pero en aquel entonces estaremos allí de verdad, en las
mansiones de las que habla el Salvador.
Destacaremos dos o tres aspectos de este pasaje tan familiar para poder entender
más plenamente el carácter y felicidad de nuestro hogar venidero. No es ninguna
prueba de poca delicadeza la que el Señor les muestra a los discípulos: «… si
no, ya os lo hubiera dicho». Ellos tenían, desde luego, sus pensamientos sobre
la casa paterna y el Señor los habría corregido si hubieran estado equivocados,
pero les dice que no, que en ella hay muchas mansiones y espacio suficiente para
todos, que ninguno de los suyos será excluido. ¿Se preguntaban tal vez, mientras
dudaban y temían, por qué debía partir y dejarlos solos en un mundo hostil y
rodeados de fieros enemigos? Les dice: «Voy, pues, a preparar lugar para
vosotros». Hasta que Él no se presentara con su redención eficazmente cumplida y
tomara su lugar como hombre en la gloria de Dios, ninguno de sus santos podría
entrar en ese hogar. Todas las cosas son Suyas por precedencia, y hasta que no
entró en el lugar santísimo tras obtener la redención eterna (no por la sangre
de carneros ni de becerros, sino por su propia sangre), el lugar no estuvo
preparado. El momento en que entró y se sentó en el trono de su Padre todo
estaba a punto. Se apareció entonces al moribundo Esteban desde la diestra de
Dios, porque incluso si la culpable nación judía se hubiera arrepentido habría
regresado luego para introducirlos en todas las bendiciones prometidas; pero
como rechazaron el testimonio del Espíritu, así como hicieron con el Cristo
crucificado, Él permaneció en su trono. Sin embargo, continúa diciendo: «Yo
vengo pronto», por la razón de que al estar el lugar preparado no hay nada que
impida su inminente retorno —según muestran las Escrituras— para recibir a su
pueblo.
El lugar está preparado y Él solo está esperando venir para darnos su posesión.
Quiere que mantengamos siempre una actitud de espera durante el paso por este
desierto, y mientras conserva su trono a la diestra del Padre Él seguirá
esperándonos, pues el deseo de su corazón es tenernos con Él. «Y el Espíritu y
la Esposa dicen: Ven». Como vemos al final del libro del Apocalipsis, su siervo
Juan responde al «ciertamente vengo en breve» con un «amén; sí, ven, Señor
Jesús». Mantener esta ansiada expectativa es una cosa del corazón. Si el Señor
es nuestro tesoro, nuestros corazones estarán desde ahora con Él, y toda nuestra
esperanza será querer verle cara a cara. Como María al pie del sepulcro, nada
satisfará a la sazón nuestros deseos como la presencia del que absorbe nuestros
afectos y es dueño de ellos. Sin Él el mundo es como una vasta sepultura que la
muerte epigrafía con su dedo. Habrá quienes marcharán a sus hogares para
continuar con sus intereses, pero para nosotros ningún lugar de la Tierra será
de nuestro agrado mientras Cristo esté ausente. Como peregrinos y extranjeros
pasaremos por la escena de una tierra inerme que carece de agua con nuestros
lomos ceñidos y nuestras lámparas encendidas, como hombres que esperan a su
Señor.
El lenguaje que utiliza el Señor está pensado para hacer aumentar nuestro deseo
de que Él vuelva. «Y si me voy y os preparo lugar, vendré otra vez, y os tomaré
conmigo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis». Él es quien se
presenta a nuestras almas con su inefable amor, y como objeto de perfecciones
sin par viene a buscarnos para pasar toda la eternidad con su atractiva y
adorable Persona. Esta presentación apenas si puede dejar de despertar el deseo
de su regreso en corazones donde antes no existía, haciendo que reviva la llama
que había estado apagada.
Volviendo ahora al hogar, hay poco más que decir. Los pensamientos de Dios no
son los del hombre, que ha intentado en cada época imaginarse la morada futura
de los hijos de Dios y, como es de esperar, ha producido una descripción
superficial dejando de tocar, casi obligado, su auténtico carácter y felicidad.
La imaginación no puede percibir ni describir las cosas divinas, y por ello se
muestra vacía y sin recursos cuando intenta penetrar en su carácter. No sabemos
nada aparte de lo que nos cuenta la palabra de Dios. Dice Jeremías: «Los sabios
se avergonzaron, se espantaron y fueron consternados; he aquí que han rechazado
la palabra de Jehová; ¿y qué sabiduría tienen?» (cp. 8:9).
Basándonos solamente en la palabra de Dios, ¿qué se nos revela acerca de nuestro
futuro hogar? En cuanto al emplazamiento, muy poco se nos explica, pero en lo
que se refiere a las necesidades de la mente espiritual dice lo bastante para
satisfacer toda curiosidad. Todo esto está contenido en dos expresiones. La
primera es la casa del Padre. ¿Quién sabría representar todo lo que contiene
esta palabra? Habladle a un hijo que ha permanecido durante mucho tiempo fuera
de casa y decide regresar. ¿Acaso no le bastaría saber que el hogar al que se
dirige es el de su padre? ¿Se detendría a considerar su tamaño, forma o
situación? No, lo único que le importaría es que se trata de la casa de su
padre, y por tanto de su hogar. Esto es lo que distingue su carácter y le hace
feliz. Los accidentes de su localización y el entorno no tienen tanta
importancia. La casa paterna constituye su hogar, y el corazón de sus padres es
la causa de que él se goce. Lo mismo sucede con los hijos de Dios. La
perspectiva de la casa del Padre y el conocimiento de que hay un lugar preparado
para ellos con muchas mansiones satisface sus mayores deseos. Saben que allí hay
abundantes provisiones para cualquier posible necesidad. En aquella escena en la
que se manifiesta plenamente el corazón del Padre ven fluir Sus afectos
bendiciendo y haciendo felices a todos sus hijos eternamente. Desde luego,
pueden decir como en el himno:
Gozan ellos bendita porción
en el hogar del eterno amor;
descansa llena de Ti la mente
bendecida eternamente.
La segunda expresión es con Cristo. Como dicen las palabras del versículo: «Para
que donde yo estoy, vosotros también estéis». Esta es la esperanza que retiene
el alma. Se trata, en efecto, de la esperanza cristiana. Dice el Señor al ladrón
que fue crucificado: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». El apóstol dice:
«Teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor».
Ausentes del cuerpo, presentes con el Señor. ¡Qué más pueden necesitar nuestras
almas para expresar la perfecta felicidad de la casa del Padre que estar allí
con Cristo! Llegar a ser conscientes aquí de su presencia constituye nuestro más
profundo gozo, y estar con Él en espíritu es un privilegio de lo más elevado.
Allí estaremos con Él para siempre en una comunión perpetua e imperturbable, en
la que continuará cenando con nosotros y nosotros con Él. En la promesa al
vencedor de Filadelfia nos ofrece un atisbo de nuestra asociación eterna con Él
bajo todos los rasgos posibles de felicidad: «Al que venza, yo lo haré columna
en el santuario de mi Dios, y nunca más saldrá de allí; y escribiré sobre él el
nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la
cual desciende del cielo, de mi Dios, y mi nombre nuevo» (Ap 3:12). Esta promesa
toma su verdadera forma del carácter del libro en el que se encuentra, así como
de las circunstancias de los santos filadelfianos. Pero el punto al que deseamos
llamar la atención es la asociación del vencedor con Cristo, para el que se
revelan las siguientes expresiones: el nombre de mi Dios, el nombre de la ciudad
de mi Dios, y mi nombre nuevo. En estas se basan el gozo de Cristo y el nuestro
propio. Se trata, en definitiva, del gozo suyo de tenernos para siempre consigo,
en tanto que el nuestro es el de estar eternamente con Él.
Tal es la perspectiva que la palabra de Dios revela a sus hijos. Aunque haya
poca revelación de cómo serán nuestras circunstancias en la casa del Padre, sí
se nos dice que seremos como Cristo y estaremos con Él, y con esto se sacia
nuestro deseo de querer saber más. La única escritura que corre una cortina
ocultando de nosotros el estado eterno nos muestra dos cosas: en primer lugar,
que la Iglesia será el tabernáculo de Dios, y en segundo lugar que habrá otras
personas en esa escena, los santos salvados de otras dispensaciones. Respecto a
cómo será su condición esto es lo que se describe: «He aquí el tabernáculo de
Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios
mismo estará con ellos (como su Dios). Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de
ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque
las primeras cosas pasaron» (Ap 21:3-4). Dios llena aquí la escena con todo lo
que Él es como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Como se trata del estado eterno, el
propio Hijo está «sometido al que le sometió a él todas las cosas, para que Dios
sea todo en todos» (1 Co 15:28). El Hijo se identifica como el hombre
glorificado con sus hermanos, y Dios llena nuestra visión en esta descripción.
La felicidad de las personas que aparecen aquí tiene un doble sentido. En el
sentido positivo, consiste en que tienen a Dios morando con ellas como su Dios y
en que ellas son su pueblo. En el sentido negativo, es decir, refiriéndonos a lo
que no va a tener cabida en dicha felicidad, consiste en la ausencia de todo lo
que les causaba sufrimiento en tanto vivían en este mundo fastidioso. Dios había
sido su consolador y les había enjugado las lágrimas. ¡Qué ternura infinita se
expresa en este gesto de la mano de Dios! Lágrimas que jamás volverán porque no
habrá más muerte. «Por un hombre el pecado entró en el mundo, y por medio del
pecado la muerte, así también la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto
todos pecaron». Pero el Cordero de Dios ha borrado el pecado del mundo. Apareció
una vez al final de los siglos para quitar el pecado por el sacrificio de Sí
mismo, y sobre el fundamento de este sacrificio Dios lo ha eliminado de su vista
para siempre. Por el valor de dicho sacrificio la muerte ha sido, para los
dichosos habitantes de esta escena, absorbida eternamente en victoria. Una vez
quitados el pecado y la muerte, el origen de todos nuestros sufrimientos en esta
vida, no puede haber más llanto, padecimiento ni dolor. Las anteriores cosas han
pasado. La escena es tan perfecta como el Dios que la ha creado. Mora en ella la
justicia, y las perfecciones divinas que allí se manifiestan son la fuente
bendita del gozo eterno de sus redimidos. Todas las cosas son hechas nuevas y
«el que venza heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo».
«Abba, Padre» te llamamos,
Sacro Nombre hoy y ayer;
la virtud de conocerte
siempre un hijo ha de tener.
Este honor alto heredamos
por la sangre del Señor,
y tu Espíritu nos dice:
hijos sois del Dios de amor.
¡Oh, qué amor nos diste, Padre!
¡Qué perla de valor!
esa Iglesia dada a Cristo,
Hijo Él solo de tu amor.
FIN
NOTAS
1 Puede servir de ayuda al lector
si hacemos constar la siguiente nota de otro hermano: «En los escritos de Juan,
los instantes en que se hace referencia a la responsabilidad, la palabra
utilizada es Dios. Cuando se habla de la gracia hacia nosotros, la que se
utiliza es Padre y Hijo; y cuando se trata de la bondad para con el mundo —del
carácter de Dios en Cristo—, entonces se hace referencia a Dios». No puede haber
nada más instructivo que la observación detallada de la manera en que el
Espíritu Santo usa los diferentes nombres de Dios, y también el de nuestro
bendito Señor. El significado de la mayoría de pasajes depende completamente de
la observación que hagamos de ellos.
2 El capítulo 21 es, en ciertos aspectos, un apéndice que apunta a los tiempos
del milenio, al apacentamiento de las ovejas y al ministerio de Juan, que debía
continuar hasta el regreso del Señor. El capítulo 20 es, por tanto, una
conclusión distinta del evangelio histórico.
3 Los dos términos significan hijos, palabra homónima que en castellano tiene
dos significados distintos en el texto bíblico. Más adelante se explica el
significado de ambos términos aplicado al contexto de los diferentes pasajes (NdelT).
4 Hay mucho más que la unidad de la familia en este pasaje; pero como no deja de
ser una unidad vital por naturaleza puede aplicarse a los hijos de Dios.
5 En realidad, el término aquí debería traducirse tekníon, que significa
«hijos», y no paidíon, que es el verdadero significado de «hijitos» en el
versículo 13, donde se quiere significar el estado todavía de inmadurez de un
cristiano (NdelT).
6 Cuando se llega al versículo 28, el apóstol usa nuevamente la palabra «hijos»
(no «hijitos»), porque allí vuelve a dirigirse a toda la familia.
7 Para sacar a colación algo relacionado con lo que estamos diciendo, diremos
que en una institución donde se forman para el ministerio jóvenes descendientes
de los puritanos un ilustre unitariano fue recibido con grandes muestras de
elogio y una calurosa bienvenida.
8 «En ella» parecería ser el sentido que le dan a este pasaje otras
traducciones, aunque no descartamos en absoluto «en él», refiriéndose al Señor [NdelA].
9 Para una mejor exposición de la verdad sobre la abogacía de Cristo, remitimos
al creyente a la lectura del capítulo 7 de Riquezas inescrutables de Cristo,
obra del mismo autor editada por “Verdades Bíblicas”.
10 Las palabras entre corchetes son de una autoridad dudosa.
11 No hemos hecho aquí la distinción entre los diferentes caracteres de la
disciplina. En 1 Co 11 procede del Señor, a causa de los pecados cometidos a su
mesa; y en lo que a su siervo Pablo se refiere, el aguijón en la carne es
enviado con permiso de Dios. El lector saldrá inmensamente beneficiado viendo
estas diferencias.
Fuente:
SOBRE LOS HIJOS DE DIOS
Traducción: D. Sanz