RECUERDOS
DE ANTAÑO
Por Emilio Martínez
(Los mártires españoles de la Reforma del siglo XVI y la inquisición.)
PRIMERA PARTE
LOS ALBORES DE LA REFORMA
I
Un muletero, un arriero,
un vaso de vino y un resbalón.
El mes de Noviembre de 1556 finaba;
era rey de España Don Felipe II, y gobernaba la Iglesia el octogenario Paulo IV,
enemigo acérrimo de los españoles, a quienes llamaba «escoria de la tierra, raza
maldita de Dios, herejes y cismáticos, engendro de judíos y de moros...»1 A bien
que es muy posible que el odio papal alcanzase a los españoles porque estaba
engendrado en la malquerencia que el citado Pontífice sentía hacia el Emperador
Carlos V y hacia su hijo Don Felipe. El primero de estos monarcas, el magnífico
Emperador, en la postrimería de sus días, y desde la soledad del claustro, en
Yuste, no dejaba de corresponder cordialmente a los amorosos afectos del Papa.
«Lo que más desasosegado le tenía (al Emperador en Yuste) era la guerra de
Italia; y lejos de manifestarse tan escrupuloso como Felipe, terminantemente
declaraba que la guerra era justa atendiendo a la causa de Dios y a la de los
hombres. Cuando recibía el correo no dejaba de quedar disgustado porque no traía
la muerte de Paulo ni la de Carraffa»2
Decíamos que finaba el mes de Noviembre de 1556. Serían como las tres de la
tarde, cuando por el camino que de Cabezón a Valladolid conduce caminaban a buen
paso dos hombres tras una recua compuesta de cuatro caballerías y dos poderosas
mulas de excelente estampa. Los empolvados viajeros eran un muletero, o sea
comerciante ambulante en telas, y un arriero. Los trajes que vestían eran los
propios de sus respectivos tráficos, y en lo que esencialmente se diferenciaban
consistía en que el arriero aparentaba ser un garrido y fornido montañés,
mientras el traficante era de corta talla y desmedrado cuerpo.
Ya se hallaban a corta distancia de los muros que rodeaban por aquella época a
la ciudad cortesana, cuando una mujer que ocupaba el dintel de la puerta de una
casita baja, situada a un lado del camino, gritó al arriero:
–¡Eh, compadre Mendo! ¿Cómo pasáis de largo sin deteneros, como otras veces, a
echar un vaso de Toro?
Los dos viandantes se detuvieron e hicieron detener a sus bestias, y saliendo
del camino con dirección a la casa, el arriero dijo:
–Dios os guarde, madre Juana. Vamos de priesa, porque queremos llegar a
Valladolid antes del toque de queda.
–Todavía hay tarde para ello, y mientras os doy un encargo, apuraréis el
contenido de un jarro que...yo sé os agradará.
Y dirigiéndose al comerciante, que permanecía en el camino al cuidado de las
bestias, exclamó:
–¡Y vos, hermano! Acercaos también, que los amigos de mis amigos lo son míos y
de mi marido.
El muletero guió las caballerías hacia la casa, en la que él penetró saludando
con un:
–Paz sea en esta casa.
Entre tanto, la tabernera, pues taberna era aquel pequeño establecimiento,
asomándose a una abertura que había en el suelo, y que sin duda era para
descender a la bodega, gritó:
–Juan, sube, que está aquí Mendo y un su compañero, a los cuales, y contando con
tu consentimiento, ofrezco un trago del vino que tú les sirvas.
–¡Del mejor de mi bodega!–sonó una voz desde el interior de la cueva.
A poco rato, un hombre apareció en la superficie y salió por completo de aquel
oscuro antro, con un jarro de vino en la mano.
–Dios os guarde, compadres. ¿Qué tal va, Mendo?
–Bien, a Dios gracias; pero cuitad, porque interés tenemos en llegar a la villa
antes del toque de queda.
–De aquí a ese toque me bebo yo lo contenido en mi bodega...y eso...que hay...
El tabernero llenó de vino tres vasos de estaño, ofreciendo uno a cada
individuo, quedándose él con el tercero.
–¡A vuestra salud!
–¡A la suya! –Exclamaron los tres bebedores.
–¡Bueno a fe! ¡Legítimo de Toro! ¡Dos años de edad!–exclamó el muletero.
–¡Por la memoria de mi padre, que santa gloria haya, que sois bravo mojón!3 La
procedencia y edad del vino acertasteis sin erraros en un punto.
–Así como acierto que este vino es moro completamente.
–Como yo cristiano viejo. Mi vino, seor viajante, no tiene pizca de agua; es
decir, es moro y remoro.
–Hacéis bien. Pues aunque tengáis en vuestra casa tal moro, no por eso os las
habréis con la Inquisición.
–¡Qué decís! ¡Voto al Emperador! ¡Habérmelas yo con la Inquisición! Antes, por
el contrario, algunos familiares (entre cuyo número tengo la honra de contarme)
y muchos ministrales de ese Santo Oficio son los que castañetean de gusto al
habérselas con mi vino.
–Me alegro de que tan honrado seáis y tan el honrado vuestro vino. Así, si algún
día trabo conocimiento con el Tribunal, me recomendaréis.
El tabernero arrojó una despreciativa mirada sobre el muletero, mirada que éste
observó, por lo que dijo:
–¿Qué miráis? ¿Os asombra el que yo pueda trabar relaciones con la Inquisición?
A veces, bajo un mal sayo se encubre un buen bebedor. De seguro no me creíais
tan buen mojón, y lo soy, según vuestro amable concepto.
–Ya; pero vos de seguro no sois ni moro ni judío.
–No por cierto, que cristiano decidido soy, y de ello hago y haré alarde, Dios
ayudándome, dondequiera fuere menester.
Durante este diálogo, la tabernera había dado su encargo al arriero, y después
de repetir la libación, despidiéronse unos de otros, continuando los viajeros su
interrumpida caminata.
En el preciso momento de pasar bajo la puerta de Cabezón para entrar en la
población, puerta situada entonces ante una ermita dedicada al apóstol San Pedro
y que hoy es iglesia parroquial bajo la misma advocación de dicho santo, una de
las mulas del comerciante resbaló y cayó de rodillas.
–¡Brava entrada!–exclamaron los guardas de la puerta, acudiendo a la mula.
Y entre todos la levantaron sin quitarle la carga.
–¿Qué llevas en esas cajas?– preguntó el que era jefe.
–Varios géneros– replicó el viajante sin inmutarse y con tono natural–; encajes,
telas de Cambray y ...¿Queréis verlos? Acaso algo os convenga.
–No, no– contestó el guarda–. Id con Dios, y Él os guíe.
Habiéndose despedido de los guardas arriero y buhonero, se internaron por las
calles de la capital, y pasando el Cañuelo, bajaron la calle de Cantarranas,
subieron la de Costanilla (hoy calle de Platerías), y pasando por la plaza del
Ochavo (entonces plaza Mayor), dieron en la Rinconada, donde hallaron posada,
quizá alguna de las mismas que hoy existen.
Mientras las viajeros cuidan de sus caballerías, y después de sus personas,
diremos quién era el muletero.
El que hemos descrito como muletero, viajante, comerciante o buhonero no era
otro que el español Julián Hernández, llamado el Chico, a causa de su corta
talla.
Era Julián Hernández español, y como su apellido lo indica, hijo de padres
españoles. No dice la Historia, sin duda por haber quedado ignorada, la causa
por la cual los padres de Julián le llevaron a Alemania. En lo que convienen
todos los historiadores, así papistas como reformados o indiferentes, es en que
Julián fué tipógrafo, o sea cajista de imprenta. Como la vida de este leyenda,
nos dice el historiados Prescott, al historiar cómo eran introducidos en España
ejemplares de la versión al castellano de la Santa Biblia y de otros impresos,
escritos por los españoles reformados, obligados por la persecución religiosa a
vivir en extranjera tierra. Habla el historiador Prescott:
«Habíase impreso en Alemania una traducción castellana de la Biblia y
publicádose en el mismo país otros libros protestantes, ya escritos en español,
ya trasladados a este idioma. De vez en cuando lograba introducirse por los
Pirineos alguno que otro pertenecientes a tal o cual individuo, pero eran casos
muy raros; en esto que un español llamado Julián4 Hernández, residente en
Ginebra, cuyo oficio era el de corrector de imprenta, se propuso, estimulado
sólo por su afición a la Reforma, introducir gran cantidad de libros en su
patria.
Dióse maña para burlar la vigilancia de los empleados de las Aduanas, y, lo que
era más difícil, la de los espías de la Inquisición, y al cabo consiguió
desembarcar dos grandes cajones de libros prohibidos, que inmediatamente se
distribuyeron entre los individuos de la nueva comunión.»
A estas noticias séanos permitido añadir otra, desconocida de muchísimos
extranjeros y de la casi total masa de españoles.
Los editores de los Documentos inéditos para la Historia de España (cita del
mismo Prescott), en una nota circunstanciada que insertan del proceso del
arzobispo Carranza,5 refieren los tratos que mediaron entre los protestantes
alemanes y españoles, con mucha más extensión que el mismo texto. Según ellos,
existía un depósito constante en Medina del Campo6 y Sevilla para la venta de
libros prohibidos:
«De las imprentas de Alemania (dicen los Documentos inéditos) se despachaban a
Flandes y desde allí a España, al principio por los puertos de mar, y después,
cuando ya hubo más vigilancia por parte del Gobierno, los enviaban a León de
Francia, desde donde se introducían en la península por Navarra y Aragón. Un tal
Vilman, librero de Amberes, tenía tienda en Medina del Campo y en Sevilla, donde
vendía las obras de los protestantes (impresas) en español y en latín. Estos
libros de Francfort se daban a buen mercado (es decir, a poco precio), para que
circulasen con mayor facilidad.»7
II
Finas telas de Cambray...¡Ay!
Dejamos a nuestros amigos el arriero Mendo y el muletero Julián entregados al
cuidado de sus caballerías y al propio descanso.
A la mañana siguiente al día de su llegada a la corte el arriero se dirigió a
evacuar los encargos que para diversas personas de Valladolid conducía en su
recua, y después de la salida de éste, Julián, aparejada y cargada una de las
dos mulas, decía al patrón:
–Os entrego en persona la llave del aposento que me habéis destinado, porque
aunque mis cajas son sólidas y se hallan bien cerradas, traigo géneros que me
importa cuidar. Me costaron asaz precio y afanes.
–Ve con Dios– respondió el posadero –, y no pases cuidado por tu propiedad, que
así fueran las riquezas de un emperador, seguras están en la Posada del León
Castellano, cuya fama es universal en ambos reinos de León y Castilla.
–Vaya, pues guárdeos Dios.
–Y Él te dé buena suerte.
El muletero, conduciendo a su mula del ronzal, se dirigió hacia el foso que
existía ante el convento de San Benito, atravesó el puente tendido sobre el río
Esgueva, y torciendo sobre su mano derecha, se introdujo por la calla..., desde
cuya esquina comenzó a gritar:
–¡Finas telas de Cambray! ¡Encajes de Flandes! ¡Tejidos de Lyon!
Detúvose ante una casa muy conocida en aquella época, la casa de doña Leonor de
Vivero, viuda de don Pedro de Cazalla.
Una ventana en el muro se abrió, y en su marco apareció una joven agraciada y
con aspecto de sirvienta, que exclamó:
–¡Oiga el seor buhonero! ¿Traéis telas de Cambray?
–¡Ay!...Sí traigo.
–¿Y encajes de Flandes?
–Sí traigo. Lo mejor de Alemania, Ginebra y Francia.
–Pues servíos pasar al zaguán, que mi señora desea ver todas esas preciosidades.
La discreta sirviente se retiró cerrando la ventana, mientras el muletero era
recibido por un hombre que, dentro del zaguán o anchuroso portal, le preguntó:
–¿Nada tenéis que decirme?
–Sí...estas palabras: Don Francisco de Vivero y la buena causa..
–¡Loado sea Dios – exclamó el sirviente, pues tal era el que recibía a Julián –,
que veo al esperado viajero!
Y al decir esto, Juan Sánchez, criado del doctor Cazalla, en el zaguán de cuya
casa se encontraban ambos interlocutores, abrazó y estrechó entre sus brazos al
recién llegado, quien, procurando desasirse, dijo:
–No seas imprudente. El portón está abierto y alguien puede ver tales muestras
de afecto entre el sirviente de esta noble casa y un forastero ambulante.
–¿Y esto te asusta? – repuso Juan –. Pues nada más fácil de explicar que estas
muestras de aprecio. Eres un hermano querido a quien no había visto hace asaz
tiempo y...
El sirviente fue interrumpido por la llegada al pie de la escalera de doña
Leonor de Vivero, acompañada de otra dama y de la sirviente que llamó a Julián
desde la ventana.
El muletero se quitó respetuosamente la montera, mientras doña Leonor dijo:
–Hanme dicho que traéis varios géneros de lejanas tierras; ¿es eso cierto?
¿Podéis enseñarlos?
–¡Señora! – exclamó Julián, conmovido –. ¡Noble señora! ¡Afuera encubrimientos!
¡Yo soy Julián Hernández, a quien esperáis, y vos la noble doña Leonor, madre
del doctor Cazalla, cuya buena fama corre por Europa, aunque sea ignorada en
nuestra patria.
–Julián – ordenó la dama, dirigiéndose al sirviente –: ayuda al seor Julián a
subir estas cajas para que nos muestre sus buenas mercancías.
–Alto allá, señora – interrumpió Julián –. Si yo traigo dos cajas sobre la mula,
es porque así conviene; pero no podéis disponer sino del contenido de una caja,
como más largamente os demostraré.
–Hágase como decís; suba Juan con vuestra ayuda la caja que disignéis, y
acomódese la mula en la caballeriza.
–Lo primero – contestó Julián – se hará como vuesa merced lo ordena, y esta es
la caja cuyo contenido debemos poner a buen recaudo en esta casa. La mula no
comerá ni beberá, pues no entra caballería alguna harta y bebida después de
recorrer con su dueño la población.
–Hágase como disponéis – contestó la dama subiendo la escalera con sus
acompañantes.
Entre Julián y Juan, el sirviente, subieron hasta el primer piso la caja que el
primero designó.
Siguieron un largo pasillo, viniendo a parar en una estancia lujosamente
amueblada.
Ya doña Leonor había dicho:
–Pasad, pasad. Llegó felizmente el viajero que esperábamos.
Abrióse una puerta, que a la sala daba acceso, y penetraron en ella las personas
que a continuación se expresan:
El doctor don Agustín Cazalla, hijo de doña Leonor, eclesiástico insigne y
predicador del Emperador.
Don Antonio Herrezuelo, bachiller y abogado de la ciudad de Toro.
Don Cristóbal de Ocampo, caballero y prior de la Orden de San Juan.
Además, en la estancia se hallaban doña Leonor de Vivero, dueña de la casa; doña
Leonor de Cisneros, esposa del abogado toresano, señora joven y distinguida;
doña Beatriz de Vivero, hermana de los Cazalla, y la discretísima sirviente de
los dueños de la casa.
El doctor don Agustín Cazalla estrechó afectuosamente a Julián, y dijo:
–Amigos y parientes: Tengo el gusto de presentaros al cristiano y, por
consiguiente, hermano nuestro en la fe del Señor Jesús, Julián Hernández.
Pequeño es de cuerpo, pero Goliath inmenso en el campeonato de la causa de
Cristo en España. Julián es portador de un inmenso tesoro; Dios le ha traído
sano y salvo hasta nosotros. Abrazadle como yo le abrazo.
Todos los circunstantes alargaron sus manos para estrechar la de Julián, quien,
confundido por tales demostraciones de cariño, dijo:
–Señores, vuesas señorías me confunden. El venerable y docto don Agustín ha
exagerado mi humilde persona y mis débiles esfuerzos por la causa de Cristo,
quien, Pastor, Obispo y Esposo de la Iglesia, es el único a quien debe darse
honra y alabanza sempiterna.
–Bien pensado y mejor explicado – apuntó Herrezuelo –; pero honramos, no a la
criatura, sino al siervo de Dios.
–Señores, echen de ver que me estáis tratando de vos, a mí, infeliz plebeyo, que
nada soy ni nada valgo.
–Alto, querido Julián – interrumpió Cazalla –; sois digno del galardón de los
cielos. Justo es que os honremos en la tierra por vuestra fe.
La esposa de Herrezuelo, quien, como hemos dicho, se nombraba doña Leonor de
Cisneros, acercóse familiarmente a Julián, diciendo:
–¡Cuánto sobresalto hemos tenido por vos! Decidnos, si en ello sois placido,
cómo habéis llegado hasta acá.
–Considerárame, no complacido, sino muy honrado, en entretener con mi relato a
tal dama como vos; pero el viaje se ha verificado sin contrariedad alguna. «Dios
acampa en derredor de los que le temen, y los defiende», y Él me salvó en los
peligros en aduanas y fronteras. El único accidente grave que sufrí fué la caída
de una de nis mulas al entrar en Valladolid. Un guarda del fisco se interesó en
saber qué géneros conducía, pero le invité a verlos, y no aceptando el envite,
entre chácharas y palabras picantes, ayudaron a levantar la mula y...nada más.
Pero acortando, con vuestro permiso, la plática, he de entregar este pliego al
doctor.
Y añadiendo al dicho el hecho, Julián sacó de entre su jubón un pliego que
entregó al doctor Cazalla, diciendo:
–El hermano de vuesa reverencia, don Francisco, me encargó, a mi paso por
Palencia, saludase a vuesa paternidad y a toda la familia en su nombre, dándome
al mismo tiempo este pliego para vuesa merced.
Don Agustín, previa la venida de los circunstantes, pasó la vista por el pliego,
y después de leído dijo:
–Gracias, muchas gracias, Julián. Mi hermano es demasiado valiente, y esto le
perderá y nos perderá a todos. Este pliego, habiendo caído en manos de los
enemigos de la Reforma religiosa de la Iglesia, sería causa suficiente para que
diésemos en las garras de la Inquisición. Figuraos – añadió – que me da detalles
de sus reuniones secretas y de sus trabajos en pro del Evangelio de Cristo.
–He visto – interrumpió Julián – lo que el Señor está haciendo por mano de su
reverencia don Francisco. Es una obra muy bendita. A sus reuniones religiosas
acuden muchas personas de calidad, y creo...
–Que el triunfo del Evangelio de Cristo será un hecho pronto en España, o
pereceremos en la demanda.
–Pero nos habéis hablado de vuestras riquezas mercantiles, y deseamos verlas –
apuntó doña Leonor de Cisneros.
–Presto seréis complacida – contestó Julián.
El cual abriendo la caja, y apartados algunos, muy pocos, géneros de telas y
encajes, dejaron al descubierto una contratapa, la que saltó al tocar un resorte
Julián. En el fondo aparecía un bulto forrado de arpillera y cosido por todas
partes.
–Esto os pertenece – dijo Julián tirando con fuerza del pesado fardo.
Doña Leonor de Cisneros, provista de unas tijeras, descosió un lado del fardo y
al momento aparecieron, desparramándose por la alfombra que cubría el pavimento,
libros en bastante cantidad. Cada personaje se arrojó, con avidez, apoderándose
del ejemplar que pudo alcanzar.
–¡Loado sea Dios! – exclamó el doctor Cazalla, levantando un abultado volumen–.
¡Las Epístolas de San Pablo a los Romanos y Corintios!, comentadas en castellano
por Juan de Valdés.
–La Imagen del Anticristo, de Juan Pérez de Pineda – dijo el señor de Ocampo.
–Las Ciento Diez Consideraciones, de Juan de Valdés – añadió el bachiller
Herrezuelo.
–El Nuevo Testamento de Nuestro Señor Jesucristo – dijo doña Leonor de Vivero, y
añadió: –Uno de estos ejemplares irá a parar a manos de nuestras amigas las
monjas de Belén.
–Lo merecen a fe – observó Cazalla –; pero, por ahora, pongamos a buen recaudo
este bendito pan espiritual que, en forma de libros, Dios envía a su grey
vallisoletana.
La joven doña Leonor de Cisneros, al lado de su esposo Herrezuelo, saltaba de
gozo hojeando el libro de que se había apoderado. Era un ejemplar en latín de un
Catecismo Reformado.
La noble dama no pudo contener su entusiasmo, y exclamó dirigiéndose a Julián:
–¡Bendito seáis mil veces vos, el más valiente de los cristianos españoles, y
que Dios os conserve muchos años para su servicio!
Ya retirados los libros a lugar oculto, el señor de Ocampo propuso una oración
de acción de gracias al Padre de las luces, «de quien desciende toda buena
dádiva y todo don perfecto», porque los libros y su conductor habían llegado
sanos y salvos.
Postrados todos de rodillas, el doctor Cazalla elevó su voz en oración,
terminada la cual, un «Amén» fervoroso brotó de todos los labios.
Vueltos a levantar e invitados todos a tomar asiento por la dueña de la casa, el
doctor dijo:
–Cuéntenos el buen Julián, si es servido, cómo llegó hasta nosotros.
–Es lo más sencillo, señores míos. Hasta Bayona las cosas fueron bien. Yo, como
sin duda sabéis, embarqué en Ostende en un buen navío al mando de un capitán
cristiano reformado. Con toda felicidad tomamos puerto en Burdeos. Allí
desembarqué las cuatro cajas que yo me comprometí traer a esta región de España,
porque el desembarque en puertos españoles o italianos se va haciendo tan
difícil como el embarque en los mismos Estados y en algunos puertos de los
Países Bajos o de Francia. Como no tenemos ya buen acomodo, los libros que antes
conducíamos desde el mismo Ginebra, los introducíamos sin dificultad en Francia
para conducirlos a España, donde agentes secretos se encargaban de pasarlos por
los Pirineos, esparciéndolos por Navarra y Aragón; pero ahora nos vemos
precisados a conducirlos a Holanda, y, embarcados, descender hasta algún lugar
oculto de la costa de Portugal, y caminando por los abruptos montes que componen
la cordillera Oretana, a fuerza de arriesgadas marchas, poder llegar a
introducir los libros en los depósitos de Sevilla, cosa antes sencillísima, pues
que iban embarcados desde Marsella hasta ser introducidos por la misma Aduana de
la ciudad del Guadalquivir. Esto hoy es punto menos que imposible. Así, yo me he
propuesto surtir el depósito que en la ciudad de Medina del Campo tiene
establecido el librero Vilman, y el de Sevilla, que está a cargo de los frailes
de San Isidro.
–Cuando acompañé al Emperador nuestro señor en su viaje a Bruselas – dijo
Cazalla –, conocí al librero Vilman, y hasta hablé algo con él. Por aquella
época yo no participaba de las ideas reformistas, y precisamente en casa de este
librero adquirí algunas obras de reformadores suizos y alemanes, con la idea de
refutarlas. Pero el refutado he sido yo, que por tales escritos he venido a
creer en el Cristo de las Sagradas Escrituras y la necesidad de reformar el
dogma y la disciplina eclesiástica.
–Pues, como decía – prosiguió Julián –, llegué a Bayona, de donde salí sin
novedad, y a poco me encontraba en la frontera, con las dos mulas que
previamente compré a unos contrabandistas. Dos medios se me ofrecían de pasar la
frontera: o en compañía de estos defraudadores de la Renta, o presentándome
francamente en la Aduana. El primer medio era el menos peligroso, pues esas
gentes penetran en España con gran facilidad; pero como no es una sola la Aduana
peligrosa, pues además de la fronteriza se topan otras, el riesgo se corre al
pasar de Vizcaya para penetrar en Castilla, donde existe Aduana, lo mismo que al
salir de Castilla para penetrar en Andalucía, esto sin contar los muchos
portazgos. Así, encomendándome a Dios, y como tenía y tengo en regla mis papeles
de embarque y desembarque de mis géneros de Holanda, Cambray y León de Francia,
en compañía de otro muletero, a la Aduana fuí en derechura. Éramos bastantes los
que solicitábamos despacho; a mi compañero de viaje le registraron cuanto
llevaba en sus cajas, y llegóme el turno.
–¿Y tú qué traes? – me preguntó uno de los guardas de vista.
–Pues lo mismo que el anterior; aquí tenéis los documentos de compra y
desembarque, y podéis comprobarlos con las existencias de mis cajas.
–Confieso, señores, que gran temor se había apoderado de mi ánimo. No por mi
vida, que en nada estimo y pertenece a mi Dios y Salvador Jesucristo, sino por
mis queridos libros.
–¿Y qué sucedió? – preguntó con afán la señora de Vivero.
–Pues que el vista me dijo: «No descargues, no descargues, y paga los derechos
conforme a lo que rezan tus papeles...».
–¡Ah! – exclamaron todos.
–Figuraos con cuánto me sometí al pago, y ...providencia de Dios...por unas
causas o por otras, poco más o menos me ha sucedido en cuantas ocasiones
análogas me he encontrado.
–¿Y en los mesones? – observó don Antonio.
–En los mesones no hay cuidado alguno. Se entra por la noche y se sale por la
mañana. Cuando me detengo en una ciudad como Palencia o aquí, cojo una mula y
salgo a dar una vuelta por los extramuros, volviendo al mesón, donde, si no me
interrogan, nada digo, y si me preguntan, aseguro que no van mal mis negocios.
–¡Loado sea Dios! – dijo el doctor, y añadió: – ¿Pero ahora descansaréis unos
días, que permaneceréis entre nosotros?
–¡Descansar! ¡No por mi vida! Salvo parecer más atinado, yo opino que no es hoy
el día del descanso para el soldado de Cristo. ¿Cómo queréis, señor, que
descanse, cuando nuestros compatriotas están en las tinieblas? No; hasta que
Dios en ello sea servido, no me permitiré descando. Hoy es el día de obrar;
aprovechémosle, que Jesús nos dice que la noche se acerca «cuando nadie puede
obrar». Es necesario «redimir el tiempo, porque los días son malos». Satanás,
revestido con la autoridad inquisitorial, se agita. Entrevé en España ciertos
destellos de luz evangélica que le deslumbran. Presiente algo, y aunque hoy está
desorientado, puede orientarse; antes que ello suceda, probemos a echarle de
España, huyendo cual buho a quien ciega la luz del sol. Ciéguele al «padre de la
mentira» el brillante fulgor del Evangelio de Cristo. Sí, señores; este
miserable villano, este fingido buhonero en quien nadie repara, esta cara que
inspira compasión, cuanto puedo, si algo puedo; cuanto valgo, si algo valgo;
cuanto soy, si algo soy, lo he puesto al servicio de mi Señor Jesucristo.
–No poco trabajo me costó – prosiguió Julián después de una breve pausa –; no
poco trabjo me costó separarme de mis amigos y hermanos alemanes y españoles;
mas estimando que todo reformado, en los días presentes debe trabajar por la
Reforma (que es trabajar a honra de Cristo), abandoné mi colocación de cajista y
me decidí a venir a España. El venerable Juan Pérez, Francisco de Encinas y
otros españoles me llamaban a su lado; pero yo les dije: «Señores, vuesas
mercedes, que son doctos, que tienen el trabajo de su pluma acá, escriban,
escriban. Crujan las barras de las prensas al imprimir vuestros escritos; salgan
impresos los pliegos, conviértanse en libros, que yo, por cuanto soy indocto,
entraré en mi querida España y desparramaré en ella el parto de la sabiduría de
vuesas mercedes».
Imposible fue a los oyentes contenerse por más tiempo. Dando rienda suelta al
reprimido entusiasmo que las palabras de Julián produjeran, todos se abalanzaron
para estrechar al denodado campeón de la causa de Cristo.
–¡Me confundís, nobles señores, me confundís!...¿Qué hago yo o qué soy para tal
agasajo? – exclamaba Julián, en extremo conmovido.
–Vos sois...
–Perdonad, señora. Os interrumpo porque tolerar no puedo me tratéis de igual a
igual, y vuesa señoría me trata de vos.
–¡Tan humilde como valiente! – exclamó el señor de Ocampo.
–No os apenéis por tal cosa – contestó doña Leonor de Vivero –; ¿cómo no honrar
a quien Cristo ha honrado, haciéndole, como a vos, parte de su gente santa, de
su pueblo escogido, de su sacerdocio real? Mas, dejando todo eso de lado,
supongo no nos haréis un desaire dejando de aceptar lecho, mesa y aposento en
esta casa, que ya lo es vuestra.
–Me confundís, señora, con vuestras bondades, y holgárame muy mucho en poder
obedeceros. No, excelente doña Leonor; lo que proponéis no debe ser puesto en
práctica. ¿Qué diría la malicia de la gente ociosa (y lo es todo ministril del
Santo Oficio) al observar que el villano, el muletero, se hospeda nada menos que
en la casa de los Cazalla?...Ya sabéis que ni siquiera he permitido se aloje mi
mula en vuestra caballeriza.
–¡Esto más! – exclamó el doctor.
–Aquiétese vuesa reverencia, señor doctor, que Jesús, mi Maestro, para algo
dijo: Ecce ego mitto vos sicut oves in medium liporum. Estote ergo prudentes
sicut serpentes, et simplices sicut columb,8 y no es muy prudente que un
vendedor, tras algunas horas de vagar de uno a otro lado, regrese al mesón con
la caballería harta y sin sed.
–Tenéis razón – contestó Cazalla con tono convencido –; pero, a lo menos, creo
que algunos días permaneceréis en Valladolid, y durante ellos nos haréis el
placer de dejarnos gozar de vuestra vista.
–Eso ya es otra cosa: si no hay peligro en que yo permanezca algunos días (pocos
por eso) en Valladolid me quedaré, porque deseo honrarme con el conocimiento de
los hermanos, nobles o plebeyos, que forman la Iglesia Reformada en la corte.
–Una de estas noches – interrumpió el señor de Ocampo – quedará debidamente
constituida la Iglesia Reformada.
–Pues bien – continuó Julián –, siempre habrá trazas para que yo sepa dónde y
cómo he de asistir a esa o a otra junta que se celebre.
–¿En qué mesón paráis? – preguntó don Antonio.
–En El León Castellano, ahí cerca, en la Rinconada.
–Pues ya se os avisará.
Y después de una corta, pero afectuosa despedida, Julián salió de la casa y
dirigióse hacia la antigua parroquia de San Miguel, que ocupaba por aquella
época el perímetro de lo que hoy es plaza, conservando el mismo nombre de la
parroquia.
–¡¡¡…Finas telas de Cambray…!!!
Pero un buen observador hubiera podido notar que así como Julián dejó a su
espalda la citada parroquia, dejó de pregonar, como si no tuviese interés en
vender sus finas telas de Cambray.
III
Donde el lector será testigo de aquellas Juntas
cristianas que la Inquisición tituló conventículos.
Pocos días eran pasados desde que
Julián Hernández entrara en Valladolid. Estamos a principios del mes de
Diciembre de 1556.
Julián había sido presentado a los hermanos de la congregación, valiéndose de
ardides diversos, y el corazón de Hernández se llenó de gozo al contemplar
afiliadas al movimiento religioso tantas personas de valer, por su posición
social.
Efectivamente. No ha sido España jamás refractaria a la idea de reformar la
Iglesia de las cargas impuestas por los hombres, cargas representadas por ritos
y dogmas contrarios a la Palabra escrita, y a los usos y costumbres de la
primitiva Iglesia.
En el siglo XVI las circunstancias hicieron que la reforma fuese iniciada por
personas doctas y de posición social. No debemos dejar de tener presente que si
un fraile lanzó el grito de Reforma, este fraile, además, era un doctor
universitario. En aquella época las Universidades tenían grandísima influencia
social y no menor autoridad. Como eran pocos (relativamente a nuestros días) los
hombres que pisaban las aulas, eran, en relación, en mayor número los hombres
eminentes que de ellas salían.
Además, fue una época de controversia, y esto explica el gran número de teólogos
que tomaron parte en la contienda. Los llamados ortodoxos, es decir, los que
quedaron en el campo papístico, tuvieron que argumentar contra los tenidos por
heterodoxos, es decir, reformadores, y para hacerlo bien hubieron de escuchar o
leer los sermones y libros compuestos por los que pretendían, no la abolición de
la religión, sino la reforma eclesiástica. Ahora bien; como la Reforma de la
Iglesia se imponía ya entonces (y se impone hoy con más razón, pues que la
Iglesia romana no tenía ese colmo de errores, ese dogma de la infabilidad
papal), pocos esfuerzos tuvieron los reformados que hacer para probar teológica,
moral, filosófica y, sobre todo, escrituralmente, los abusos de la Iglesia
papista y la necesidad y posibilidad de una reforma. ¿Qué ocurrió? Que todas, y
nos atrevemos a decir absolutamente todas, cuantas eminencias eclesiásticas de
España tomaron parte en la controversia y se pusieron en contacto con los
reformadores, ya personalmente, ya estudiando sus escritos, se vieron
contaminadas de las nuevas ideas. Así, el mismo arzobispo de Toledo, Fray
Bartolomé Carranza, antiguamente perseguidor de herejes, fue a su vez perseguido
por la Inquisición por su fe en la justificación por fe, verdad que quiso
inculcar en el Emperador Carlos V cuando éste se hallaba moribundo en el
monasterio de Yuste.
Sólo de este modo se puede comprender el número de eclesiásticos, considerados
ilustres aun por sus propios enemigos, que más o menos abiertamente predicaron
la Reforma, y sólo así se comprende la aceptación de la Reforma evangélica por
número tan extraordinario de personajes notables que se afiliaron bajo la
bandera de la Verdad.
El movimiento religioso del siglo XVI en España prendió, principalmente, en las
clases altas de la sociedad; lo cual no ha sucedido en el siglo actual, en que,
con raras excepciones, solamente en las clases populares ha encontrado eco la
Reforma religiosa.
Una noche del mes de Diciembre de 1556, Julián Hernández, cubierto de caperuza,
fuertes abarcas y ancho tabardo, decía al hostelero:
–Tardaré algo en volver, porque el negocio que se presenta es de los buenos,
aunque sea necesario discutirle, porque...
–Ya...sí...comprendo...algún contrabando– le interrumpió el hostelero,
añadiendo: –Déjate de cuidados, que a cualquiera hora que toques en la puerta,
yo mismo franquearé la entrada...Mas...perdona...pero...por si tú no pudieses
con el negocio, y éste es bueno...¿podrías indicarme...?
–Entiendo. Os prometo, compadre, que si el negocio no me conviene, os lo haré
saber; pero por esta noche perdonar que...
–Ya; eres discreto, y lo comprendo. Que Dios te acompañe.
–Y quede con vos.
Hernández salió y el hostelero cerró con violencia el postigo del pesado portón.
Ni una sola persona cruzaba por la Plaza Mayor, hacia donde Julián enderezó sus
pasos. Es verdad que la noche era fría en extremo y nevaba.
Julián llegó a la casa del doctor Cazalla. Se acercó a la puerta; llamó de un
modo especial. Después de murmurar una frase a la que desde dentro contestaron,
le fue franqueada la entrada. El amplio portal estaba sumido en las más
profundas tinieblas.
Siempre llevado por mano de invisible guía, subió dos cortos tramos de escalera,
y abierta una puerta, se encontró en el recibidor, alumbrado por una maciza
lámpara de bronce que del techo suspendida estaba.
Julián se despojó de su tabardo, que entregó al criado, lo mismo que su
caperuza; arreglóse el jubón, y como persona que conoce la casa, tomó por un
largo pasillo, al final del cual se detuvo ante una puerta cubierta por pesado
tapiz.
–¿Dan sus señorías permiso?
Al oír el «pasad si sois servido», que pronunció desde el oculto aposento una
voz, Julián alzó el cortinón y se halló en un salón alhajado con lujo, al estilo
de la época, y caldeado por enorme copa de bronce atestada de brasas.
He aquí las principales personas que allí encontró ya reunidas Hernández:
En sendos sillones, y sentados a una mesa cubierta de rico tapete de damasco,
estaba el doctor Cazalla y el señor de Ocampo.
Divididas por grupos se hallaban doña Leonor de Vivero y sus hijas doña Beatriz
y doña Constanza, la primera soltera, la segunda viuda; doña Catalina de Ortega,
viuda del Capitán Loaisa; doña Ana Enríquez, hija del marqués de Alcañices; doña
Mencía de Figueroa, doña Juana de Silva, hija natural del marqués de Montemayor,
y su esposo Juan de Vivero, hermano de Cazalla; doña Leonor de Cisneros,
Catalina Román, Isabel de Estrada, Juana Velázquez, Isabel Rodríguez, Isabel
Domínguez, sirvienta ésta de la casa del doctor, y las otras cuatro lo eran de
varias de las personas allí reunidas.
Entre los varones distinguiremos, además de los ya dichos, a don Francisco de
Vivero, hermano de Cazalla, en hábito de clérigo, como el maestro Alfonso Pérez,
también clérigo; don Pedro Sarmiento, luciendo en su pecho la encomienda de la
Orden de Alcántara, de la que era caballero Comendador, y cruzado con la banda
de capitán de infantería; don Luis de Rojas Enríquez, hijo del marqués de Poza;
el bachiller abogado de Toro, don Antonio Herrezuelo; el licenciado Calahorra,
alcalde mayor de Sacas; el comendador de la Orden de San Juan, don Juan de Ulloa
Pereira; fray Domingo de Rojas, religioso de la Orden de Predicadores, vestido
con su hábito eclesiástico; el clérigo don Diego Sánchez, licenciado de
Teología; el artífice platero establecido en Valladolid Juan García; el zapatero
Antonio Domínguez; Juan Sánchez, criado del doctor Cazalla, y otros.9
El doctor Cazalla agitó una campanilla de plata y las conversaciones se
suspendieron.
–Me indica el señor de Ocampo, y tiene razón, que debemos comenzar nuestra
junta; así, pues, Juan nos traerá recado de escribir, y nuestro buen amigo y
hermano fray Domingo de Rojas vendrá a ocupar el sitial de la presidencia.
El criado salió y volvió a entrar con una cincelada escribanía, que colocó sobre
la mesa, retirándose después a la entrada del salón, mientras fray Domingo decía
con humildad no fingida:
–Jamás presidiré yo tan insigne asamblea, y mucho menos estando presente el
doctor Cazalla.
Tras un ligero cuanto amistoso altercado, la asamblea decidió presidiese el
doctor, quien, vencido al fin, sentóse en el sillón, formando con él la mesa el
señor de Ocampo y el bachiller Herrezuelo.
El doctor Cazalla, con voz reposada, dijo:
–Nos hemos reunido para tratar de cosas, no humanas, sino que atañen al servicio
de Dios y provecho de las almas; por lo cual entiendo debemos comenzar por
demandar la ayuda de Dios, la intercesión de Jesucristo y la luz del Espíritu
Santo. Por tanto, sed servido, fray Domingo, de levantar vuestra voz al
Omnipotente, y nosotros nos uniremos, mentalmente orando en espíritu, con vuesa
paternidad.
Todos se postraron de rodillas sobre la alfombra, y en esta humilde posición
estuvieron hasta después del ferviente «¡amén!» por todos pronunciado al
terminar el fraile su oración.
¡Qué cuadro! ¡Ycuán poco apreciamos nosotros, cristianos del siglo XIX, el
inmenso privilegio de que gozamos al podernos reunir públicamente para alabar y
adorar a Dios en espíritu y en verdad!
Recobrados los asientos por los circunstantes, el doctor se expresó así:
–Hermanos en la fe de Jesucristo: Sabéis cómo en este tiempo el Omnipotente ha
levantado valedores en su demanda. La esposa de Jesucristo, la Iglesia, está
deshonrada y envilecida por las concupiscencias de unos ministros, que no
pastores, mas lobos rapaces, chupan la sangre de sus ovejas. Para esto les ha
sido preciso inventar e imponer dogmas y ritos no consagrados, antes opuestos,
lo más, a la Palabra del Evangelio y a los usos y costumbres de los primitivos
cristianos. La sencillez de una Liturgia y un Salterio popular, y en lenguaje
vulgar, ha sido sustituida por un misal y unas ceremonias que el vulgo no
entiende, y quienes lo practican lo hacen rutinariamente y, en la mayoría de los
casos, no de una manera decente. Del púlpito, de esa cátedra destinada a la
enseñanza y edificación de las almas, se halla desterrado el Evangelio,
predicándose patrañas o haciendo panegíricos de pretendidos santos que, como no
han existido, no han podido, por fortuna, realizar los ridículos milagros que
algunos predicadores les atribuyen, y con los cuales los ensalzan. El infame
tráfico de las bulas papales, y especialmente el impío de las indulgencias, han
producido un comercia escandaloso y fraudulento, puesto que se vende a la gente
lo que los mismos papistas tienen la seguridad es de ningún valor. De Roma,
señores míos, se desborda la iniquidad a torrentes, y la irrupción es tal, que a
no impedirlo Jesús, Esposo de la Iglesia y Obispo y Pastor Eterno de las almas,
la Iglesia, digo, degeneraría a un estado más envilecido todavía que el de la
pagoda pagana.
El doctor, después de una pausa, continuó:
–Pero Cristo no ha permitido ni permitirá el envilecimiento de la Iglesia, ni
menos su disolución. Cuanto más arrecian los golpes de Satanás contra las
puertas de la Iglesia cristiana, más férreas se muestran. Dios, como dije, ha
levantado esforzados y piadoso campeones que vuelvan por la causa del Evangelio
y protesten con energía contra las intrusiones papísticas. No ha sido España
jamás la última en oponer un dique a los escándalos religiosos, y os consta,
como a mí, que cierto freno ha impedido la rebelión abierta contra la tiranía
del Papa, y la decisión de mantener una Iglesia pura en doctrina y española por
su procedencia. Si en las naciones del Norte de Europa han adelantado más en sus
trabajos de Reforma, débese a circunstancias excepcionales, de todos vosotros
conocidas. Si la predicación de indulgencias y su venta, hecha escandalosamente
en Alemania, se hubiera verificado en España, es más que probable hubiera herido
la fibra del carácter español, y acaso no hubiera faltado religioso que, como el
bendito doctor Lutero, se levantase en son de protesta, arrastrando a otros
contra tan satánico tráfico.
–Señores míos– prosiguió el orador, –la Reforma en España va prendiendo en los
corazones que, convenciéndose de la verdad del Evangelio, se convencen a la par
de que es precioso purgar a la Iglesia de tanto sucio trapo de inmundicia como
la afea: ese informe envoltorio por los hombres puesto. La obra de propaganda,
si bien difícil, no deja de producir resultados, y espero que, en no lejano día,
los satélites del papado en España se verán terriblemente sorprendidos. No es
hora todavía de publicar nombres y pueblos, pero creed que tenemos muchos
motivos para dar gracias a Dios.
–Ahora, y por acuerdo de la Junta interina por vosotros nombrada, se os va a
leer el proyecto de organización de nuestra Iglesia. Respecto de profesión de
fe, aunque a la vista hemos tenido copia de las de diversas Iglesias reformadas
en otros países, dado nuestro plan de reforma, llevado en secreto y despacio,
hemos creído que no debe ser extenso ni difuso. Escuchad la lectura que del
proyecto nos hará don Antonio Herrezuelo.
El abogado de Toro se levantó y leyó:
Profesión de fe y disciplina
de la Iglesia Reformada de Valladolid.
I. Creemos todo lo contenido en los
escritos canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
II. Los libros que tenemos por canónicos en el Antiguo Testamento son:
El Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Ruth, I
Samuel, II Samuel, I Reyes, II Reyes, I de Crónicas o Paralipómenos, II de
Crónicas o Paralipómenos, Esdras, Nehemías, Ester, Job, Salmos, Proverbios, El
Eclesiastés, Cántico de los Cánticos de Salomón; los cuatro profetas mayores, a
saber: Isaías, Jeremías y sus Lamentaciones, Ezequiel, Daniel; los doce profetas
llamados menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Sofonías,
Hageo, Zacarías y Malaquías.
Los libros canónicos del Nuevo Testamento son:
El Evangelio según San Mateo, San Marcos, San Lucas, San Juan; el libro de los
Actos de los Apóstoles, la Epístola a los Romanos, I Corintios, II Corintios,
Gálatas, Efesios, Filipenses, Colosenses, I Tesalonicenses, II Tesalonicenses, I
Epístola a Timoteo, II a Timoteo, la Epístola a Tito, a Filemón, Epístola a los
Hebreos, Epístola católica de Santiago, I Epístola católica de San Pedro, II de
San Pedro; I Epístola católica de San Juan, II de San Juan, III de San Juan,
Epístola católica de San Judas y El libro del Apocalipsis o Revelación.
III. El compendio de nuestra confesión de fe es como sigue:
«Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra; creo en
Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por el Espíritu
Santo; nació de María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue
crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día
resucitó de entre los muertos; subió a los cielos; está sentado a la diestra de
Dios Padre Todopoderoso, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos.
Creo en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica10, en la comunión de los
santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna. –
Amén.»
IV. Reconocemos que en la Sagrada Escritura y en esta exposición de fe se halla
lo suficiente para la salvación, edificación y reprensión del hombre.
V. Creemos y aceptamos a Jesucristo Hijo de Dios, hecho carne, como único y
suficiente Salvador de los pecadores.
–«Y en ninguno otro hay salud – interrumpió Julián en voz baja –, porque no hay
otro nombre debajo del cielo dado a los hombres en que podamos ser salvos»11
El lector prosiguió:
VI. Aceptamos la doctrina de la justificación por la fe en Cristo Jesús, y
solamente estimamos las buenas obras como una demostración natural destinada a
manifestar aquella fe, según lo enseña el Apóstol.12
VII. Rechazamos como cosa no sancionada por la Escritura: la doctrina del
Purgatorio, la intercesión de los santos, los sufragios por los difuntos y las
indulgencias.
VIII. No adoraremos de aquí en adelante ni daremos culto a las imágenes, por ser
actos condenados por la Sagrada Escritura.
IX. Prometemos ser fieles al Seños y trabajar por la extensión de su reino en
España, propagando el Santo Evangelio de Cristo.
X. Declaramos no desear ningún mal, ni en sus personas ni en sus haciendas, a
prelados, eclesiásticos, inquisidores y personas por ellos constituidas en
autoridad.
XI. Reconocemos la autoridad real de España, representada por nuestro señor el
rey don Felipe, segundo de su nombre, y nos sometemos a las leyes y pragmáticas
del reino, así como obedeceremos las justicias y sus oficiales legalmente
nombrados.
XII. Por ningún motivo nos negaremos al pago de cuantos pechos y derechos se
voten en Cortes, como es fuero dentro y fuera de Castilla.
XIII. Si Dios fuese de ello servido y nos llamase a sufrir persecución por
cuestiones de conciencia o por otros motivos, prometemos no revelar, aunque nos
pusieren a cuestión de tormento, ni los lugares de nuestras reuniones, ni los
nombres de nuestros hermanos.
XIV. La Iglesia reformada, según uso y costumbre antigua, nombra las personas
que hayan de gobernarla, procurando que tales nombramientos recaigan en varones
de piedad y sabiduría.
Aquí el lector terminó de leer, ocupando su asiento, y tras una pausa, el doctor
Cazalla dijo:
–Oído habéis el proyecto de fe y disciplina. Si alguno tiene algo que declarar
en pro o en contra, declárelo en el nombre de Dios.
Demandó permiso para hablar don Luis de Rojas Enríquez, y dijo:
–Ante todo, demando perdón; porque en mi ignorancia de estas cosas es posible
que diga alguna sandez. Todo me ha parecido bueno; pero hay algo que no me
encaja en la conciencia. El credo es el mismo que profesa la Iglesia romana, y
si hemos de seguir creyendo lo que ella cree, no veo el motivo de nuestra
separación de ella; es cuanto en conciencia tengo que manifestar.
Suplicó el doctor Cazalla a fray Domingo de Rojas diese respuesta a la
observación hecha por el hijo del marqués de Poza, y el religioso habló como
sigue:
–Ni su señoría es sandio ni, por consiguiente, puede decir sandeces. El mismo
concepto que su propia conciencia dictó a vuesa señoría, es posible haya acudido
a la conciencia de otro. Señores, observemos, ante todo, una cosa: los
reformadores no sostienen que la Iglesia del Papa sea una falsa Iglesia, sino
una Iglesia corrupta. Ciertamente en ella hay cosas que son verdad o que no
repugnan a la verdad, y éstas no las podemos rechazar. No perdamos de vista
nuestra misión. Nosotros no somos fundadores de ninguna nueva religión, sino
reformadores de nuestra Iglesia, que, aunque está en posesión de la verdad,
admitió errores de los que es preciso purgarla. Ahora bien; la Iglesia romana
profesa la fe en la Trinidad santísima del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¿Rechazaremos nosotros tan inefable artículo de fe porque la Iglesia del papado
lo acepta? Lejos sea de nosotros caer en tal herejía. La Iglesia del Papa acepta
los sacramentos de la Eucaristía y del Bautismo. Nosotros no lo rechazaremos;
pero en cambio los despojaremos de formulismos añadidos en ellos por los
hombres. Tampoco rechazamos el augusto sacramento de la Eucaristía; pero
rechazaremos la doctrina llamada transustanciación, doctrina inventada y
mantenida por la Iglesia del Papa; nosotros al pan le consideraremos símbolo del
cuerpo de Cristo, y al vino símbolo de su sangre, y evidente es que, no
aceptando la doctrina de la conversión de los elementos, por ser doctrina de
hombres, no adoraremos ni al pan ni al vino, ni tampoco los llevaremos
procesionalmente. En vez de la oblea u hostia que en la comunión usa la Iglesia
romana, la Iglesia española usará del pan común, como Cristo al instituir tan
augusto Misterio usó del pan que había en la mesa del cenáculo. El sacerdote
romanista priva a los fieles de participar del cáliz; el ministro reformado
español, quien, dicho sea de paso, no se considera sacerdote, participará y hará
participantes del mismo cáliz a todos los fieles, porque así terminante y
expresamente lo dispuso el Divino Maestro, diciendo: Bibite ex hoc omnes, y así
obedecieron el divino mandato los apóstoles, haciendo que los fieles legos, sin
distinción de sexo, participasen del cáliz, como se desprende del dicho
apostólico de Pablo a la Iglesia de Corinto: Itaque quicumque manducaverit panem
hunc, vel biberit calicem Domini indigne: reus erit corporis et sanguinis Domini.
Probet autem seipsum homo; et sic de pane illo edat, et de calice bibat.13
Un murmullo de aprobación se extendió por el salón, y el piadoso cuanto erudito
religioso continuó:
–Para el sacramento del Bautismo nos limitaremos a emplear el agua natural, con
la invocación sobre el bautizado del nombre de la inefable Trinidad, del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, rechazando como supersticiosas todas las otras
prácticas que al administrar ese sacramento emplea el cura romanista, es a
saber: cirio encendido, sal, aceite consagrado, el aliento que sobre el
bautizando echa el cura pretendiendo con él expeler al demonio, y sobre todo
emplear un idioma desconocido del común del pueblo.
La asamblea dio nuevas muestras de aprobación, mientras el religioso Rojas
continuaba:
–La Iglesia Española Reformada acepta, como no puede menos aunque la Iglesia
papista la acepte también, la doctrina de un suplicio eterno; pero en cambio
rechazará la doctrina de un purgatorio que es motivo de henchir pobres y vaciar
llenos. Porque, señores, si bien se considera, los sufragios por las almas de
los difuntos son un hinche-pobres y un vacía-llenos. El clérigo pobre se
enriquece con los sufragios, mientras el particular rico puede empobrecerse con
sus donativos para costear los dichos sufragios.
Tras una breve pausa el orador terminó diciendo:
–Alargaría mi plática más de lo que el tiempo permite en esta noche, si siguiera
apuntando las doctrinas que los reformados debemos admitir y aquellas que
debemos rechazar. Buenos maestros hay aquí, y tiempo queda para mas largamente
ocuparnos de todo ello, y creo además que, con lo dicho, mi señor don Luis y
todo el concurso se persuadirán de que no venimos a fundar nueva Iglesia, sino a
reformar la nuestra, volviendo a las sendas antiguas, como dijo el Señor por
boca de su profeta Jeremías: Hæc dicit Dominus: State super vias, et videte, et
interrogate de semitis antiquis, quæ sit via bona, et ambulate in ea; et
invenietis rifrigerium animabus vestris; pero no decidamos– prosiguió Rojas
interrumpiendo su cita –lo que decidió el pueblo desechando el mandamiento de
Dios, et dixerunt: Non ambulabimus.14
Sentose fray Rojas, y don Luis se levantó para decir:
–Venerable maestro: no solamente estoy persuadido, sino convencido por los
argumentos de vuesa paternidad. Por mi parte, lo escrito está muy bien escrito,
y lo por vuesa paternidad dicho está muy bien dicho.
Levantose de su asiento el artífice platero vallisoletano Juan García, y con
ademán y acento que demostraban el profundo respeto que le inspiraba la
concurrencia de tan distinguidas personas, dijo:
–Nobles señores y distinguidas paternidades: con temor y temblor levanto mi voz
para suplicar a vuesas señorías nos dieseis, si en ello no habéis enojo, una
instrucción acerca de cómo y cuándo fueron introducidas en la Iglesia prácticas
y dogmas que debemos rechazar. Y pido esto, porque leído he, con especial
esparcimiento de ánimo y no menos edificación para el espíritu, el tratado que
sobre La misa y su santidad ha compuesto el ilustre doctor don Cipriano de
Valera, y cuyo libro nos ha traído de tierras lejanas el buen Julián Hernández,
aquí presente,15 ilustrándonos a los que, como yo, siendo ignorantes en puntos
tales, pudiéramos hacer mejor nuestra propaganda.
El doctor Cazalla contestó:
–Comprenderá nuestro estimado maese Juan que una historia detallada de lo que
pide es imposible hacerla sin que nuestra reunión se prolongase toda la noche.
Asaz tiempo, Dios permitiéndolo, habrá para todo, y por ahora aprobaremos el
documento leído y se procederá a la elección del que ha de dirigir y presidir
eclesiásticamente la naciente Iglesia Reformada de Valladolid.
La aprobación al documento fue dada, y acto continuo se procedió al acto de
elegir Pastor.
–Sea vuesa reverencia– exclamó el hijo del marqués de Poza, dirigiéndose al
doctor Cazalla.
–¡Sea, sea!– exclamaron a una los concurrentes.
Levantose de su sitial el doctor Cazalla, y extendiendo su mano exclamó:
–Hermanos míos: escuchado he y os agradezco vuestro unánime voto; pero...¿no
pudierais hallar otro varón más digno que yo? Aquí tenéis, sin caminar más, el
insigne fray Domingo de Rojas, que puede y debe desempeñar tal cargo.
–Hermanos– interrumpió Rojas, –miembro de una Orden regular, no me sería siempre
posible desempeñar las funciones de tal puesto. El cuidado pastoral de esta grey
corresponde de hecho y de derecho al doctor, por cuanto él, a su vuelta de
Inglaterra, después de haber acompañado allá al magnífico Emperador (a quien
Dios guarde de mal), comenzó a sembrar en vosotros la divina semilla del
Evangelio y la santa idea de Reforma.
–Cierto– exclamó con gracejo Cazalla; –el Emperador mi señor me llevó a aquellas
tierras para convertir herejes; pero éstos me convirtieron a mí a sus santas
aspiraciones de Reforma. Pero...
–Doctor– interrumpió Herrezuelo, –convencido debéis estar de que no a otro que a
vuesa reverencia corresponde el pastoreo de esta grey. Vuestra edad, vuestra
sapiencia y vuestra posición os indican para este puesto.
–Y contando con la singular benevolencia con que todas vuesas señorías me
tratan– exclamó Julián Hernández, levantándose de su asiento, –añadiré a lo
dicho por el señor bachiller esta otra razón. ¿Creéis, ¡oh excelentísimo
doctor!, que Dios os llama al cuidado espiritual de esta grey? Si lo creéis,
aceptad desde luego, sin reparar en títulos ni en peligros.
El doctor escondió su rostro entre las manos, y después de un intervalo de
silencia habló:
–El hombre, débil por naturaleza, desde el pecado, teme. Yo, pobre pecador, he
temido; pero ahora, desechado todo temor, acepto el cargo que Dios, por medio de
vuestro deseo, me ofrece, y os aseguro que más honrado me considero con este
puesto que con mi beca canónica y doctoral o con mi título de predicador
imperial.
–Ahora– interrumpió Julián –vuelvo a abusar de vuestra benevolencia. Dijo el
señor doctor que el hombre desde que pecó teme, y acertada doctrina es esa; pero
bueno es que aquellos que están en el pecado de Adán teman; mas nosotros estamos
edificados en la salvación y en el amor de Cristo, y como la salvación nos
liberta del pecado y el amor echa fuera todo temor, somos libres del peso del
pecado y de todo temor humano.
Después de esto, la asamblea hizo otros nombramientos, y tras una ferviente
oración elevada en alta voz por el clérigo don Francisco e invocada la bendición
por el maestro Alfonso Pérez, el bachiller Herrezuelo dijo:
–Convendría, señores míos, acordar cuándo hemos de reunirnos.
–Las circunstancias– contestó Cazalla –lo determinarán. En todo caso, se os
pasará recado y contraseña por medio de mi doméstico Juan Sánchez, aquí
presente.
–Conformes– exclamaron todos.
Poco después aquellas personas salían de la casa. Los señores principales,
públicamente alumbrándose con linternas por sus criados, y los de otro linaje,
ocultándose.
Julianillo, al pasar por ante el antiguo alcázar, y en aquella época convento de
San Benito, se topó con una ronda, que le gritó:
–¡Alto a la justicia del rey!
Julián se detuvo.
–¡Alto!– volvieron a gritar los corchetes desenvainando las espadas.
–¡Pero si estoy parado!– replicó Julián con toda tranquilidad.
–¡Ea, ministros reconocedle!– ordenó el alcalde.
A favor de dos linternas fue reconocido Hernández, quien además sufrió este
interrogatorio:
–¿Quién eres?
–Un hombre, ya lo ve usía.
–¿Cómo te llamas?
–Julián Hernández.
–¿Qué oficio tienes?
–Mercader ambulante.
–¿Dónde vives?
–Me alojo en la posada de El León Castellano, ahí, en la Rinconada.
–Conozco posada y posadero; pero ¿de dónde viene a estas horas?
–Señor, la familia del doctor Cazalla deseaba ciertos géneros de mi comercio
ambulante. Recibí tarde el recado, y no queriendo perder el negocio, a casa del
doctor me vine, para saber la hora en que me pueden recibir mañana.
–Se evacuará la verdad de esta declaración; ahora vamos a la posada.
La ronda condujo a Julián al mesón, donde el mesonero le abonó como persona
buena y comerciante honrado.
La ronda y su alcalde salieron a la calle, murmurando los ministriles:
–No era él...
–Si llega a ser...
–Nos hemos equivocado...
–¡Chitón y en marcha! La justicia jamás se equivoca.
IV
Despedida, temores y esperanzas.
–¿De modo que estáis decidido a
emprender el viaje?
–Sí, señores, completamente decidido; hasta el extremo de que si vuesas señorías
no disponen cosa en contrario, mañana, 6 de Enero, día de la Epifanía, esperando
ser guiado durante mi viaje por quien es mi «Estrella de la mañana», Cristo
Jesús; mañana, digo, al romper el alba emprendo la marcha.
–¿Habéis pensado en la distancia que media de aquí a Sevilla?
–Ya sé que es larga; pero más lo fue desde Alemania acá, y la he recorrido.
–¿Qué ruta pensáis seguir?
–No lo sé a ciencia cierta, porque eso dependerá de muchas y fortuitas
circunstancias. De todos modos, mi plan es evitar los viajes por tierra llana,
por ser más expuestos a encuentros inconvenientes. Por tanto, y mientras pueda,
las cordilleras escabrosas me ofrecerán segura ruta. Acostumbrado a caminar por
los montes de Turingia en la Alemania y por las montañas de la Suiza, no me será
difícil atravesar las cordilleras de España. Desde aquí pasaré por Tordesillas,
Nava del Rey, a Medina, donde tengo que platicar algo largamente con el librero
de Vilman. De Medina del Campo, por Fontíveros, y atravesando el obispado de
Ávila, me internaré en los famosos montes de Toledo, después de haber vadeado el
Tajo; y siguiendo los escondidos senderos de Sierra Morena, por la garganta que
forman las montañas gemelas Constantina y Cazalla, con el favor de Dios
desembocaré en Sevilla. Ofreceré mis telas y encajes a los monjes de San Isidro,
y de los mismos recibiré señas e instrucciones que me servirán para mi gobierno
y para mi entrada y estancia en Sevilla.
Esta conversación la sostenían en casa de Cazalla el doctor, su madre,
Herrezuelo y su esposa, don Luis de Rojas Enríquez y Julián Hernández.
–Aunque vuestra prudencia es mucha– dijo el doctor, –debéis redoblar vuestra
vigilancia. No desconocéis los acontecimientos de Sevilla, donde, en su locura,
María Gómez, criada del doctor Zafra, delató a la Inquisición las ideas
reformistas de sus propios parientes. Y gracias a que Zafra, vicario de una
parroquia de Sevilla, es muy estimado y tuvo gran serenidad de ánimo ante los
inquisidores, el conflicto se conjuró; de otro modo todos estaríamos perdidos.
La Inquisición, por hoy, nada sospecha; pero al menor síntoma recordará la
delación de la pobre loca, y ya no será fácil despistar al Tribunal.
–No por mí temáis, mis nobles señores– contestó Julián; –con la ayuda de Dios
confío en llegar sano y salvo al término de mi viaje; pero si fuese cogido y
descubierto mi tesoro, todos los tormentos inventados y por inventar serían como
blanda manteca e incapaces, por lo tanto, de exprimir la más mínima palabra de
compromiso para mis hermanos. ¿Acaso ignoro yo el dicho del Apóstol: «En esto
hemos conocido el amor de Cristo, que Él puso su vida por nosotros; también
nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos»?
–Sois el más comprometido de todos– dijo doña Leonor de Vivero.
–Acaso– contestó Julián con sencillez; –pero en cambio tengo circunstancias que
me favorecen.
–En Sevilla os esperan con ansiedad– apuntó Herrezuelo.
–Eso creo yo muy bien, señor bachiller; pero no es a mí a quien esperan el
doctor Losada, el maestro de escuela don Fernando de San Juan y los benditos
monjes de San Isidro. Todos éstos esperan los volúmenes y ejemplares de las
Santas Escrituras que les llevo.
–¡Benditos monjes de San Isidro!– exclamó Cazalla, añadiendo con entusiasmo:
–Son lumbreras de saber y piadosos en alto grado.
–¿Es convertida el Evangelio toda la comunidad?– preguntó Julián.
–Muy pocos son los no iniciados en el movimiento. El doctor Egidio contó en
Logroño al ilustre don Carlos de Sesso, y éste a mí, que el maestro Blanco (así
llaman al superior, por el color de sus cabellos) se conduce son singular tacto
para despertar en el corazón de sus hermanos y subordinados de comunidad la
afición a la Escritura santa. Como para ello tiene potestad, ha acortado los
rezos en las horas canónicas, sustituyendo éste por la lectura y exposición de
la Escritura, y sin que los monjes de ello se percaten, van siendo iluminados
por la luz del Espíritu y tocados de la divina gracia.
–¡Bien por el maestro!– exclamó Herrezuelo, y añadió, dirigiéndose a Julián:
–Ahora pasemos a otro asunto, no menos importante, permitiéndome preguntaros:
¿cómo andáis de recursos?
–Hablando con verdad, confesar debo que con los cambios de caballerías y gastos
inherentes a tan largo viaje, algo escaso ando; y gracias a que los hermanos
franceses proveyeron mi bolsa. He aprendido a contentarme con lo que tengo, y
como yo, para mí particularmente, no necesito de mucho, se pasa. Ya saben vuesas
señorías el adagio: «Con pan y vino, bien se anda el camino»; provisto de un
trago para dar calor al estómago y de un pedazo de pan, marcho perfectamente; y
si al pan puede añadirse tal cual tasajo de carne fiambre o de cecina, mejor. Lo
que asegurar puedo es que, en los tiempos en que trabajé en mi oficio de cajista
en la imprenta, alguna vez llegué a acostarme sin haber cenado, cosa que no me
ha sucedido nunca desde que estoy al servicio de Dios, ya en las cajas
tipográficas, ya conduciendo los libros de la Escritura Santa.
–Pues algunos amigos– dijo don Luis –hemos pensado en acudir a ese extremo, y
nos consideramos muy honrados si el siervo de Dios acepta el contenido de este
bolsillo.
Recogió Julián el bolsillo que le alargaba don Luis, diciendo con la mayor
sencillez:
–Acepto este don que el Señor me envía, y prometo usar de él con buena
conciencia y gratitud hacia Dios y hacia los ilustres donantes que de mi humilde
persona se ocupan.
Julián se levantó de su asiento, como para despedirse, y todos abandonaron sus
sitiales.
–¡Que Dios os guíe, noble campeón de la santa causa!– exclamó Herrezuelo,
estrechando entre las suyas las manos de Julián.
–¿Cuándo nos volveremos a ver?– preguntó doña Leonor de Vivero, que, al igual de
la esposa de Herrezuelo, no podía contener el llanto.
–No así os acuitéis por mí, nobles señoras mías; enjugad vuestras lágrimas, que
de ellas no soy digno. A lo de cuándo nos volveremos a ver, supongo será tarde.
Si por esta castellana tierra vuelvo, creo no será encubiertamente como ahora,
sino cantando himnos y recitando la Escritura Santa a la faz del sol; pues yo
creo que dentro de un año, o a lo más dos, el Evangelio y la Reforma quedan
implantados en España para siempre con tanta solidez como en Sajonia. Ahora
bien; si mis cálculos no fallan, de aquí a Sevilla habré de recorrer, paso a
paso, cerca de doscientas leguas, y la mayor parte por caminos extraviados. Las
jornadas no pueden ser largas, y algunas veces las interrumpirán los temporales.
Además, si Dios lo permite así, permaneceré algún tiempo en Sevilla, y allí me
embarcaré con rumbo a Amberes. No sé el tiempo que me ocuparé en preparar nuevas
expediciones de libros; así es que puede calcularse mi próxima visita para
dentro de tres años, y para entonces… el señor doctor podrá predicar abierta y
libremente el Evangelio de Cristo en el púlpito de la catedral salmantina e
iglesias de Valladolid.
–¡Nuestra separación puede ser eterna! – murmuró Cazalla.
–¡Eterna!– exclamó Julián. –¡Líbrenos Dios de tal suceso, puesto que si tal
sucediera, señal manifiesta sería de que no hemos sido fieles hasta la muerte!
–Tiene razón Julián– dijo doña Leonor de Cisneros; –la separación de los hijos
de Dios no puede ser eterna, pues aunque se ausenten unos de otros, allá, en el
reino de Dios, vivirán unidos para siempre.
–Hermanos, levantemos, unidos, nuestros corazones al Señor.
Todos se postraron de rodillas, mientras Cazalla elevó una sentida oración a
Dios.
Terminada con un «amén» general, Julián estrechó por última vez las manos que
todos le tendían.
–Adiós, noble Julián. Adiós; «contigo soy para librarte», ha dicho el Señor–
dijo Cazalla.
–«Dios es mi escudo y fortaleza»– contestó Julián.
–¡Adiós, Hernández!– exclamó don Luis de Rojas abrazando al viajero, sin temor a
ajar sus ropas de raso con el contacto del burdo ropaje de Julián. –Adiós; y si
en esta tierra no volvemos a vernos, Dios nos prepara «nuevos cielos y nueva
tierra», en que eternamente gozaremos juntos de las «bodas del Cordero».
–¡Adiós, Julián!– exclamó a continuación Herrezuelo. –¡Con Dios id! A vos, que
tan expuesto vais, sólo os digo que con toda tranquilidad me despido de vos,
sabiendo que si os cogen nos cogen, y si os queman nos queman; a vos, envuelto
en la oscuridad de vuestro linaje y oficio, porque vuestra nobleza son incapaces
de ver; a nosotros, despojándonos de ejecutorias y títulos terrenos, para darnos
gloria en Dios.
–Nobles señores, grato recuerdo llevo de todos. No os podré olvidar. Espero
encontraros después del día del triunfo, aunque sea preciso sentarnos en las
sillas de los «degollados por el testimonio de Jesús y por la Palabra de Dios».
Salió Julián de la estancia, acompañándole todos hasta la puerta que daba a la
escalera, por donde descendió, atravesó el ancho zaguán, y saliendo a la calle,
poco después se encerraba en el cuarto de su posada, para preparar el viaje que
debía emprender al siguiente día.
V
De cómo trabajaban por la Reforma los españoles reformados del siglo XVI.
Antes de alcanzar a nuestro buen
Julián Hernández en su viaje a Sevilla, vamos a dar una idea de cómo trabajaban
por extender la Reforma los españoles reformados del siglo XVI.
Ya conoce el lector a doña Constanza de Vivero, hermana del doctor Cazalla y
viuda de don Hernando Ortiz, contador del rey. Ahora queremos presentar otro
nuevo personaje: a doña Isabel de Castilla, descendiente por línea directa del
rey don Pedro I de Castilla y esposa del nobilísimo don Carlos de Sesso.
Más adelante tendremos ocasión de hacer la historia del esclarecido mártir don
Carlos de Sesso, y por ahora sólo diremos que su esposa doña Isabel y doña
Constanza, saliendo por la calle titulada hoy del Doctor Cazalla, tomaron por
detrás del convento de San Benito, con dirección al de Santa Catalina, seguidas
del buen Juan Sánchez, criado del doctor.
Según antiguos cronicones, el convento de Santa Catalina en Valladolid se
levantaba y se levanta hay tras el cuartel de Artillería, que ahora ocupa algo
de lo que en tiempos remotos era real alcázar. La calle tomó el nombre del
convento, y se denominó de Santa Catalina; pero un moderno Ayuntamiento
vallisoletano no ha querido el patrocinio antiguo de la Santa sobre la calle y
la ha puesto bajo la advocación de Santo Domingo de Guzmán.
Hizo la fundación del dicho convento doña María de Manrique, viuda de don Manuel
Benavides, señor de La Mota del Marqués, pueblo importante de la provincia de
Valladolid.
Cuando dicha señora andaba madurando su plan de edificar la casa y fundar una
comunidad de religiosas observantes de la regla de San Agustín, oponíase a los
proyectos de la noble dama un su hijo, quien, viendo a la madre aferrada en tal
idea, concibió el impío proyecto de matarla.
Vivía la familia en San Cebrián de Mazote, pueblo dentro del señorío, y la
afligida madre, huyendo de su hijo, se dirigió en busca de refugio a un convento
de monjas dominicas que había en la población. Estaba cerrado el edificio, y la
abadesa en la iglesia hacía oración ante un crucifijo, cuando la imagen habló
diciendo: Abre la puerta a la señora de La Mota, que viene huyendo de su hijo.
No sabemos, porque los anales no lo dicen, si el hijo, conocedor del milagro, se
arrepintió del negro crimen proyectado, y dejó en paz a su madre para que le
gastase la hacienda que le pertenecía en la fundación de convento y comunidad.
Lo que sí dicen las crónicas, para perpetua memoria, es que la viuda llevó a
cabo su proyecto comprando unas casas en Valladolid, edificando el convento
donde hoy está; poniéndolo todo bajo la advocación de Santa Catalina, y
obteniendo del Papa Inocencio III, a cambio sin duda de sana moneda, un breve
autorizando para poner en esta iglesia el Santísimo Sacramento. Esto ocurrió en
1488, y acto seguido doña María se trajo unas monjas de otro convento de
Segovia, con ellas se encerró en el jaulón, erigiose en priora de sus
compañeras, y quedó terminado felizmente el proyecto en 1489.
En el año de 1588, cuando España perdía sus mejores tercios y consumía sus
tesoros en campañas religiosas, no debía haber pobres en Valladolid, por cuanto
falleció un don Juan Soriano, abogado de esta Chancillería, dejando al convento
una renta anual de seiscientos ducados. Sucesivamente la comunidad recibió
nuevos legados, y de sus rentas iban viviendo, y viven hoy, las monjitas en el
convento alojadas. Volvamos a nuestra historia.
Ya las dos damas han llegado al torno del convento en la portería, y después de
hacerse anunciar por la hermana tornera, se dirigieron al locutorio, donde
tomaron asiento, y tras cuya doble reja apareció doña María de Rojas, hermana de
doña Elvira, marquesa de Alcañices.
–Bien venidas, señoras mías– dijo doña María.
–Mejor hallada, y guárdeos Dios– contestaron las recién llegadas.
Al principio, la conversación era fría y ceremoniosa: mas al fin, de grado en
grado, fue animándose, hasta el punto en que doña Constanza preguntó:
–¿Os halláis, doña María, más tranquila en esta casa que cuando vivíais en el
siglo?
–Sí– respondió la monja; –la vida contemplativa tiene para mí encantos
infinitos. A solas con Jesús, mi esposo, ya en el coro, ya en mi celda, me hallo
bien, llorando mis culpas; pero…– añadió contradiciéndose –lo cierto es que no
tengo paz.
–¡Que no tenéis paz!– exclamó doña Constanza.
–No, no tengo paz completa– insistió la monja.
–¿Pues qué puede turbaros?– preguntó doña Isabel.
–¡Ah!– exclamó la monja cruzando las manos sobre el pecho e inclinando su cabeza
con tristeza. –¡Ah! Turba mi paz espiritual el recuerdo de mis pecados y las
tentaciones que me asaltan. ¡Yo creía que la tentación no pasaba los dinteles de
la clausura!
–Pero si en Cristo creéis– replicó la esposa de don Carlos, –vuestros pecados os
son perdonados por Él, habiéndole aceptado vos por vuestro Salvador.
–Sí– añadió doña Constanza, –porque, como dice San Juan en su primera Epístola,
capítulo I, versículo 7, Et sanguis Jesu Christi, Filii ejus, emundat nos ab
omni peccato.
–Y también– apuntó doña Isabel –está escrito: Justificati ergo ex fide, pacem
habeamus ad Deum, per Dominum nostrum Jesum Christum.16 De donde deduzco que,
obtenido por medio de Cristo el perdón de mis pecados, tengo y tenemos todos paz
con Dios.
–¡Cuánto bien me hacen vuestras palabras!– exclamó doña María, y preguntó:
–¿Dónde habéis podido hallar tan hermosa doctrina y tan preciosas sentencias?
Aparentando grandísima indiferencia, contestó doña Constanza:
–Mi hermano Agustín leía la Escritura y comentaba estos pasajes el otro día
delante de nosotras.
–¡Oh! ¡Vuestro hermano, su reverencia el doctor Cazalla, es un sabio! Muy
obligada estaría a vos toda la comunidad y se holgara dello, si por mediación
vuestra su reverencia el doctor quisiera predicar algún sermón en la próxima
Cuaresma en nuestro convento.
–No puedo daros palabra, doña María, de conseguir, aunque lo intentaré, que mi
señor hermano predique en el convento; pero sí os aseguro de que su reverencia
vendrá aquí a visitaros particularmente, si esto os da placer.
–No sólo placer, sino gran consuelo– exclamó la monja –me causaría una
conversación con su reverencia. Es un santo varón, lleno de sabiduría divina.
–Sí– interrumpió doña Isabel; –es un santo. Siente como nadie la verdad de la
Escritura, y la explica tan sencillamente, que el más indocto comprenderle
puede. Os aseguro, doña María, que si escuchaseis al doctor cuando diserta
acerca del amor de Dios hacia los pecadores, habíais de recibir consolación no
pequeña. Habla de Cristo de un modo tal, que quien le escucha no puede menos de
aceptar a Jesús como amoroso y suficiente Salvador.
–Por mi parte– añadió doña Constanza –hubo un tiempo, antes de que mi hermano
volviese de Alemania, en que yo también suspiraba agobiada por el peso de mis
pecados, sin hallar consuelo en nada. Como bien sabéis, yo siempre he sido muy
devota; la educación de mi santa madre y el ejemplo de mis hermanos
eclesiásticos me han hecho vivir en una atmósfera de piedad. Sin embargo, no sé
por qué, siempre me asaltaba el temor del castigo eterno. Pero últimamente, y
habiendo descubierto a mi propio hermano mi estado espiritual, me ha mostrado
las promesas de Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta
y viva; me ha demostrado por el Evangelio que Jesucristo vino al mundo a morir
por los pecadores, y además me ha enseñado, como el mismo Salvador nos asegura,
que quien a Él acude no es rechazado… Convencida de estas verdades, puesta toda
mi solicitud en el Señor Jesús, me he tranquilizado y tengo completa paz, en la
seguridad absoluta de que Cristo subió a los cielos para prepararme un lugar en
las moradas del Padre.
–¡Ah, doña Constanza! ¡Bien se echa de ver que sois hermana y estáis en las
cosas de religión instruida por el reverendo doctor! ¿Por qué no tomáis el velo
en esta santa casa?
–¡Tomar yo el velo! ¿Para qué hacerme monja? ¿No habéis vos misma confesado que,
con velo y todo, en esta que llamáis santa casa no tenéis paz? ¿Han terminado
vuestras dudas, temores y tentaciones desde que os encerrasteis? Vos, en el
claustro, no tenéis paz; yo la tengo, y vivo en el siglo.
–Todo eso es cierto– murmuró la monja, mientras doña Constanza continuaba:
–¿De qué sirven entonces votos y reja? Creedme, doña María: el Evangelio santo
nos enseña, por palabra del Divino Maestro, que para tener paz nos es preciso
nacer de nuevo (Juan 3:3.) Nos es necesario estar en Cristo (2 Corintios 5:17),
y el que en Cristo está es nueva criatura, la cual, para vivir bien, no precisa
ni votos ni cárcel, porque vive en la libertad con que Cristo le hizo libre,
sujeta a Dios.
–Pero, doña Constanza, ¿dónde habéis adquirido preciosas enseñanzas?
–¡Oh!– contestó, siempre en tono natural e indiferente, como aquel que no da
importancia alguna al argumento. –Mi hermano me instruyó y me hizo leer por mí
misma el Santo Evangelio y otras porciones de la Escritura.
–Holgárame yo también muy mucho en escuchar a su reverencia el doctor, y también
en leer el Santo Evangelio... pero no tenemos tal libro en el convento.
–Si en verdad lo deseáis, doña María, yo me empeñaré para que mi hermano os
visite, y os prometo regalaros algún ejemplar del Evangelio.
–Creo que seré muy feliz el día en que todo eso que decís suceda, doña
Constanza.
Poco más alargada la conversación, las dos señoras se despidieron de la monja,
saliendo del locutorio. En la portería hallaron al criado Juan, quien
respetuosamente echó a caminar tras ellas.
Ya en la calle, dijo doña Constanza a su amiga doña Isabel:
–A ésta ya la hemos puesto en ganas de leer la Escritura: Dios hará lo demás.
–Loado sea el Señor por ello– contestó doña Isabel, y añadió: –Pero, como dice
don Carlos, mi esposo y señor natural, es preciso prudencia y que a la sencillez
de la paloma unamos la astucia de la serpiente.
–Sí, sí– replicó doña Constanza; –ya conozco el dicho de Jesús, a que el
excelentísimo señor don Carlos, vuestro esposo y señor, se refiere. En el
Evangelio, según San Mateo, el capítulo 10, versículo 16, leemos: Ecce ego mitto
vos sicut oves in medio luporum. Estote ergo prudentes sicut serpentes, el
simplices sicut columb. Ahora– prosiguió la hermana del doctor, –pues que la
tarde no es avanzada, visitemos a nuestras amigas del convento de Belén.
El trecho que media entre este convento y el de Santa Catalina, de donde
salieron las dos damas, no es corto. Tomaron por la calle a cuya parte posterior
daba la casa del doctor Cazalla, y pasando por delante de la parroquia de San
Miguel, bajaron la calle de los Arces, y tomando la de las Damas, bajaron la de
Guadarmacileros, recorriendo en toda su longitud la Costanilla, pasando, sin
detenerse, ante la platería de Juan García.
Dejemos a las damas y al criado continuar su camino, y penetremos en el interior
del establecimiento del artífice platero García.
Hállanse tras el mostrador el artífice y su esposa, y del lado de afuera, una
anciana dueña y una dama muy joven.
–¿Conque no tenéis medallas de Santa Úrsula?– preguntaba la dueña con voz
gangosa.
–No, señora– respondió el platero.
–¿Y de la Magdalena?
–Tampoco.
–¿Y de San Martín?
–No puedo serviros.
–Tendréis de San Epifanio.
–Nunca de ese santo las vi.
–¡Ah! ¡Pues es extraño! Ese santo me sacó de muchos apuros...; en fin, lo que
más siento es que no tengáis de la Magdalena, pues quería una para ésta, mi
joven señora, que, como podéis ver, está en la edad de amores, y ya sabéis que
la Magdalena es...
–¡Callad, doña Martina!– exclamó la joven con enfado y encendidas de rubor las
mejillas. –Os dicen que no tienen lo que buscáis, pues no habléis más. Muy buena
y santa fué, sin duda, la Magdalena; pero, ¿quién os ha sugerido la idea de que
yo he menester de medallas de esa santa, y con el motivo que atrevidamente
suponéis?
–¡Ay, doña Eleonora! Me tratáis como a una criada cualquiera; vuestros señores
padres, a quienes me quejaré de vuestro despego, aprecian mejor estas honradas
tocas.
Y murmurando, sin despedirse, salió del establecimiento seguida por la joven,
quien, más cortés, se despidió de los plateros.
Apenas solo, entre el matrimonio se entabló el siguiente diálogo:
–Juan, vas a arruinarnos.
–¿Por qué?
–Porque nada tienes ni nada quieres hacer.
–Creo, querida esposa, que te engañas. Compara nuestra parada con las de
nuestros artífices vecinos, y observar podrás que ninguno nos gana. No hay quien
exponga ni más valiosas ni mejor trabajadas alhajas.
–Sí, ya sé yo que tú eres el mejor de los artífices vallisoletanos; pero desde
hace algún tiempo observo que repugnas ocuparte en la construcción de artículos
para el culto. Tú no repones ya ni las medallas que se concluyen, ni haces más
pechos de Santa Rita, ni ojos de Santa Lucía, ni piernas, ni brazos, ni roscas
de San Blas, ni cabezas de niños, ni ninguna de esas cosas...
–No– murmuró el platero; –no quiero, después de conocer toda la verdad de Dios,
construir ídolos como los plateros de Efeso (Hechos 19:24-27)
–¿Qué murmuras?– preguntó airada la platera.
–Que eres muy injusta conmigo. Más gano con la labor de una copa o de un collar,
que con una docena de todas esas zarandajas que tú indicas.
–¿Cómo habláis? ¿Cómo habláis? ¿Zarandajas llamáis, seor bufón, a objetos
destinados a excitar la piedad y el culto? A fe que de haber caído esa frase en
otros oídos que no fuesen los de vuestra esposa, os costase algo caro. Ya podéis
confesaros de ese pecado, que ya imagino asaz dura ha de ser la penitencia que
os impongan.
–No lo dije por tanto, ni con mala intención; más ya digo que me pesa haberte
sido causa de enojo.
La platera se retiró a los aposentos interiores, mientras el artífice murmuraba
tristemente:
–¡Cuán verdadera es la afirmación del Señor Jesucristo, de que su Majestad no
venía a meter paz sino espada, entre la familia! Pero Dios, ayudándome, será
servido en iluminar el espíritu de mi esposa, hoy tan entenebrecido en su negra
superstición...
Salgamos de la platería, y en alas de la imaginación tomemos la calle de Orates,
prosigamos por la de Pedro Barrueco y desembocaremos en la actual plaza del
Duque, donde, frente a uno de los costados laterales del colegio de Santa Cruz,
se levantaba el convento e iglesia de monjas de Belén. Hoy ha desaparecido el
convento, pero subsiste la iglesia dedicada al servicio, como parroquia de San
Juan.
Este convento, entre cuyas religiosas prendió con notable ímpetu el fuego de la
Reforma, es digno por ello de una detenida reseña histórica, y vamos a
trasladar, aunque sea en resumen, lo que acerca de convento y comunidad nos dice
el autorizado historiador de Valladolid Sr. Sangrador:
«El convento de Belén– escribe –consta que ya existía a mediados del siglo XVI,
porque en el auto de fe que celebró el Santo Oficio el día 8 de Octubre de 1559
fueron penitenciadas seis monjas de este monasterio, por haber abrazado las
doctrinas de Lutero. Dice Antolínez– continúa el historiador –que lo fundó doña
María de Sandoval, quien nombró por patrono a su sobrino don Francisco de Rojas
y Sandoval, gran duque de Lerma...
»La iglesia de Belén es de muy buena arquitectura y está decorada interiormente,
lo mismo que la portada, con pilastres de orden dórico, y sobre ésta (la
portada) se ven grabadas en piedra las armas del duque de Lerma...El retablo
mayor es de bella arquitectura y consta de cuatro columnas corintias, entre las
cuales hay pinturas de la escuela florentina...Representan estos cuadros la
Adoración de los Santos Reyes, el Nacimiento de Cristo y la Huída a Egipto, y
termina el retablo con un Crucifijo, San Juan y la Magdalena.
»Delante de la puerta de este monasterio hay una gran cruz de piedra que hizo
colocar allí el Santo Oficio, cuando fueron penitenciadas algunas de sus
religiosas. En su base o zócalo había inscripción que refería este suceso, la
cual se mandó picar no hace muchos años»17
Cuantas veces me paro ante esa cruz, me parece, a pesar del destructor cincel
del cantero, leer los nombres de las religiosísimas hijas de Cristo, que por la
fe en Él fueron juzgadas y sentenciadas por los fariseos de aquellos días:
AUTO DE FE
Domingo 8 de Octubre de 1559.
D.ª MARÍA DE GUEVARA.
D.ª CATALINA DE REINOSO.
D.ª MARGARITA SANTISTEBAN.
D.ª MARÍA DE MIRANDA.
D.ª Francisca de Zúñiga.
D.ª Felipa de Heredia.
D.ª Catalina de Valcárcel.
Esto leo yo cada vez que a contemplar me paro la cruz, testigo, aunque mudo, de
las escenas que relato.
Es tradición popular que las
autoridades eclesiásticas mandaron picar los nombres de las siete religiosas,
porque en lugar de padrón infamante, vinieron aquellos nombres a ser causa del
respeto y hasta de veneración para espíritus más cristianos o más tolerantes.
Ya entran en el locutorio doña Constanza y doña Isabel, diciendo antes de
saludar:
–La hermana tornera nos sorprendió agradablemente cuando, al preguntar si
podíamos veros a vosotras, ¡oh señoras nuestras!, nos dijo que os hallabais en
este locutorio con tan buena compañía como lo parece y es sin duda la de mi
hermano el doctor.
Cambiados los saludos de ordenanza, tomaron asiento en sendos sillones de
baqueta doña Constanza y doña Isabel, teniendo en medio al doctor Cazalla, y
tras rejas las religiosas doña María de Guevara y doña Catalina de Reinoso.
–¡Ah, señoras nuestras– exclamó la monja doña Catalina con acento sentencioso,
–que no saben vuesas señorías lo bien acompañadas que estamos!
–¡Claro! ¡Estando aquí el doctor!…– exclamó doña Isabel.
–Aunque la compañía de su reverencia el doctor es, sin duda, excelentísima–
repuso doña María de Guevara, –sor Magdalena se refiere a otra compañía…
–Esto contemplad– y doña Magdalena sacó de debajo del escapulario de su hábito
un libro, que volvió a esconder en seguida.
–¡Ah!– exclamaron a una en grito ahogado doña Constanza y doña Isabel.
El volumen que la religiosa mostró era un ejemplar impreso del Nuevo Testamento
de Nuestro Señor Jesucristo, importado en España por Julián Hernández, el cual
ejemplar el doctor Cazalla acababa de regalar a las monjas.
–Esconded cuanto podáis ese precioso tesoro– dijo doña Constanza de Vivero.
–Dios ayudándonos, muy pronto pediremos más ejemplares– dijo doña Catalina, y
añadió: –Por hoy somos cuatro las que francamente aceptamos la Reforma; pero en
poco tiempo más, otras nos seguirán.
–¿Trabajáis...?
–Sin duda alguna.
–Y aprovechamos las ocasiones, sin buscarlas– apuntó doña María, añadiendo:
–Nosotras tenemos por regla en nuestras horas de silencio, si por acaso una se
encuentra con otra, saludarnos mutuamente con Ave María, o Dios os guarde. Ayer
me encontré con una monja (ilustre dama), y al llegarme a ella la dije:
«Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de Nuestro
Señor Jesucristo» (Romanos 5:1). Esta mañana nos tocó a las dos de vigilancia de
novicias, en la hora en que éstas se huelgan en el jardín, y doña María de
Miranda, que es la hermana en cuestión, me dijo: «Holgárame muy mucho, doña
María, si fuéredes servida de repetir las palabras con que me saludasteis ayer.»
Yo hice como si quedase pensativa, y respondí con disimulo:
–Si fuereis servida de darme algún indicio...
–Sí; era...así...algo como paz...
–¡Aaah!– la interrumpí. –Ya recuerdo. Las palabras eran éstas: «Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios, por medio de Jesucristo, Señor
Nuestro.»
–¿Y de dónde habéis sacado tan bella sentencia?
–De uno de mis libros de meditación; y por cierto que las atribuye como dichas
por el mismo apóstol San Pablo.
–¿Y tenéis vos paz?– me preguntó.
–Sin duda alguna– respondí. –Aceptando con toda simplicidad el sentido de esa
sentencia, he puesto todas mis dudas, todos mis afanes, todas mis tentaciones,
sobre el Señor, mediante Jesucristo, y Su Divina Majestad me da consolación.
–¿Por la mediación de Jesucristo?
–Sin duda– respondí yo. –Nosotros creemos, y todo fiel cristiano debe creer, que
Cristo está en los cielos; ¿no es así?
–¡Ni que decir tiene! ¿Quién puede contradecir tan ciertísimo artículo de la
fe?– exclamó la de Miranda.
–Nadie, con justicia– respondí; y añadí: –Pues si creemos eso, también debemos
creer que Jesús, sentado a la diestra de Dios, no está sin oficio. ¿Ignoráis que
Jesús tiene un oficio cerca de Dios?
–A hablaros francamente– me contestó doña María de Miranda, –no he parado
mientes en ello.
–¡Ah! Pues es digno de saberse. En el referido mi libro, y en otro lugar,
hablando de esto, dice acerca de Jesucristo que, siendo el resplandor de gloria
y la misma imagen de la sustancia de Dios, y sustentando todas las cosas con la
Palabra de su potencia, «habiendo hecho la purgación de nuestros pecados POR SÍ
MISMO, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Hebreos 1:3); y
añade, refiriéndose al mismo Señor: «Por lo cual puede también salvar
eternamente a los que por El se allegan a Dios, viviendo siempre PARA INTERCEDER
por ellos» (Hebreos 7:25). Ya veis, doña María, si tenemos motivos de confianza.
–¿Y pudierais proporcionarme un tal libro como ese que poseéis?
–Lo procuraré, y por lo menos, entre tanto llega, yo os recitaré pasajes del
mío.
–Doña María de Miranda– prosiguió la monja –no cesa de repetir la sentencia
espiritual, y continuamente me insta a que le repita pasajes del mi libro, que
no es sino el otro ejemplar del Nuevo Testamento, que su reverencia el señor
doctor nos trajo semanas ha.
–Mucha prudencia, señoras– advirtió el doctor Cazalla. –Las doctrinas del
Evangelio son verdaderas, y la doctrina de la justificación por la fe en Cristo
consoladora en extremo. Pero olvidar no debemos en manera alguna que esta
doctrina da en tierra con toda práctica de obras meritorias admitidas por la
Iglesia romana. Por lo tanto, es necesario sembrar esa semilla con tiento, pues
aquellos que, por fanatismo o por hipocresía (y son más los hipócritas que los
fanáticos), tienen interés en que las cosas en asuntos de religión sigan como
están.
En aquel momento la campana del convento dejó resonar su agudo timbre, tocando a
coro.
Todos se levantaron, despidiéndose rápidamente, y doña Catalina dijo con acento
burlón:
–Vaya, vamos a dar voces a Baal– (Histórico: Según el proceso formado por la
Inquisición a esta monja, mientras las demás en el coro cantaban las antífonas
en honor de algún santo, ella gritaba, imitando el canto: –Gritad, dad voces
altas a Baal; quebraos la cabeza y aguardad a que os remedie.– [1 Reyes 18:27].
Llorente: Historia de la Inquisición, tomo I, cap. XX, pág. 408. Edición de
Barcelona.)
Las religiosas abandonaron la reja, dirigiéndose al coro, y el doctor y las
señoras salieron del locutorio y después del convento con dirección a su casa.
Así trabajaban por la propagación del Evangelio aquellos soldados de la fe de
Cristo en el siglo XVI. Pero todavía veremos mucho más.
VI
El viaje de Julián Hernández.
Recordará el lector que en el
capítulo IV de nuestra leyenda dejamos al obrero cristiano, Julián Hernández, en
disposición de emprender su viaje desde Valladolid a Sevilla. Tenía, pues, que
cruzar la España de Norte a Sur, y recorrer un trayecto de más de ciento
cincuenta leguas, casi siempre por caminos extraviados y difíciles.
Conforme a su propósito, Hernández hizo escala en Medina del Campo, donde visitó
al librero de Amberes (Bélgica), representante de Mr. Vilman.
Pero antes de relatar la entrevista de ambos cristianos, y para que mis lectores
conozcan algo más a Julián Hernández, transcribiré aquí lo que acerca de dicho
personaje dice en los Datos biográficos, que el erudito literato y al mismo
tiempo cristiano reformado de nuestros días, el señor don Luis Usoz y Río
insertó, al reimprimir la Epístola Consolatoria del doctor Juan Pérez, cristiano
reformado del siglo XVI.
Dice así el señor Usoz:
«Habiendo dado cima a estas diversas obras (las del doctor Pérez), quedaba por
superar la gran dificultad de introducirlas en España, a causa de la excesiva
vigilancia que había en aquellos tiempos en que imperaba con todo su poder el
terrible tribunal de la Inquisición, sin que hubiese español bastante osado que
se atreviese a pasar los libros a la parte de acá de los Pirineos.
»Por fin, se encontró una persona que, con valor sin igual, acometió el negocio,
Julián Hernández, natura, de Villaverde en tierra de Campor, al cual llamaban
comúnmente Julianillo, a causa de la pequeñez de su estatura. Hernández
encerraba en su cuerpo chico alma y mente elevadas. Enterado d los principios de
la religión reformada en Alemania, trató y se unió en Ginebra con el doctor Juan
Pérez, al cual sirvió allí en calidad de amanuense y corrector de pruebas.
Viendo que ningún medio se les presentaba para la conducción de los libros, y
movido por un ardientísimo deseo de esparcir el conocimiento del Evangelio en su
patria y no solicitado por otros, resolvió llevar él mismo una gran cantidad de
ejemplares de la traslación de las Escrituras en español y de varios libros
protestantes, e introducirse con ellos en España.
»Puso los libros dentro de dos pipas o barriles de vino, y tomando la vía de
Flanes, procedió con tal sagacidad y sangre fría, que logró eludir en todos
puntos la vigilancia de los agentes de la Inquisición. Depositó su preciosa
carga en Sevilla, sana y salva, en casa de don Juan Ponce de León (que murió
quemado en 24 de Septiembre de 1559), y este ilustre caballero fue el que
distribuyó dichos libros entre sus amigos, dentro y fuera de la ciudad.»
Se comprende que en el siglo XVI se establecieran los que pudiéramos llamar
depósitos centrales de libros religiosos de la Reforma, en Sevilla y Medina del
Campo.
Sevilla, por aquella época, era el centro comercial del mundo. A su puerto
arribaban y de él zarpaban los galeones que iban y venían de América. En la
capital andaluza estaba establecida la Casa de contrataciones con las Indias, y
allí, por consiguiente, afluían las naos de toda Europa. El depósito de libros
religiosos tenía, por lo tanto, medios de surtirse por mar y de expedir por mar
y tierra los ejemplares, focos de luz para muchas almas.
Medina del Campo, aparte de la importancia que en aquella época tenía, era y es
la llave de ambas Castillas, del antiguo reino de León y de Portugal. Así como
hoy a esa ciudad afluyen las líneas férreas de estos puntos citados, entonces,
como hoy también, afluían los caminos reales. Por esta circunstancia, y por su
proximidad a Valladolid, capital entonces de la Monarquía española, Medina del
Campo era un centro estratégico y a propósito para los trabajos de propaganda
evangélica.
Llegó, pues, a Medina del Campo Julián Hernández, y con las precauciones que las
circunstancias exigían se avistó con el librero de Vilman.
Era la tarde de un domingo; el establecimiento estaba cerrado, y Julián y el
librero se hallaban solos en la tienda, alumbrados por vetusto velón de cuatro
mecheros.
–¿Conque todos los señores– decía el librero –siguen sin novedad?
–Todos gozan de salud y están llenos de alientos para trabajar en la santa
causa– contestaba Julián.
–Nuestra casa de Amberes...
–Vuestra casa de Amberes, en estado tan próspero como nunca la habéis visto.
Escuchase el castañeteo que producen los tipos al chocar de componedor; redobla
el mazo sobre el tamborilete; aprieta las cuñas el botador, y rechinan las
prensas que es un gusto. En vuestra imprenta se habla el flamenco, el francés,
el alemán, y entre los sonidos nasales o guturales sobresale, de vez en cuando,
la voz de mis cajistas españoles, que gritan: ¿Quién tiene la seis de Casiodoro?
Aquí está la catorce del señor Pérez. Venga la veinte de Juan de Valdés.18 Y
así, según la obra que cada grupo compone, producto de los ilustres reformadores
españoles expatriados.
–¿Llegaron bien vuestros cajistas andaluces?
–Sí, llegaron; tres días antes de mi salida desembarcaron en Amberes, y ya
quedaron trabajando en vuestra casa.
Tras una breve pausa, el librero dijo:
–¡Loado sea Dios por todas sus misericordias! Pero ahora, amigo Julián, no está
la dificultad en que los señores escriban, ni en que en nuestra casa se impriman
sus obras. La dificultad está en introducir en España los volúmenes impresos.
–¡Decídmelo a mí!– exclamó Julián. –¡Demasiado sé los trabajos y apuros que
cuesta el pasar la frontera, aunque yo, por la misericordia de Dios, he tenido
fortuna! Por Bayona y Perpignan, la frontera está absolutamente cerrada por los
esbirros de la Inquisición, y solamente por los Pirineos aragoneses o navarros
hay paso a España por entre aquellos peligrosos desfiladeros. El viaje por mar
es mucho más fácil, porque no nos faltan capitanes franceses hugonotes, o
alemanes reformados, que admitan en sus naos los impresos cristianos; pero la
Inquisición olfatea algo y redobla su vigilancia en los puntos de desembarque. A
Sevilla llegaron los dos toneles repletos de libros, que como arenques embarqué
en Amberes; pero a no ser porque el ministro del Santo Oficio, que estaba en la
Aduana de Sevilla, es adepto a la Reforma, yo no sé cómo hubieran pasado
aquellos arenques al interior de la ciudad.
–Y vos ahora...
–Yo ahora me dirijo a Sevilla sin detenerme en ningún otro punto. Allí no tienen
ejemplares del Nuevo Testamento que yo llevo.
–Cuidado al entrar en la ciudad.
–No pienso introducirlos dentro de Sevilla.
–Pues entonces...
–Los dejaré en el convento de San Isidro, que, como sabéis, está extramuros de
la ciudad. A buen seguro que el padre Blanco los ponga en buen recaudo.
–Eso mismo creo yo también.
–Después, y de vuestra casa de Sevilla, sacaré una partida de libros, que Dios
ayudándome conduciré a Palma de Mallorca, pues allí también son esperados los
libros.
–Sí, en todas partes hay grupos de partidarios del Evangelio, y no dudo que, si
podemos resistir poco tiempo más, el movimiento reformista en España será tan
poderoso como el de Alemania y Países Bajos.
Poco más hablaron Julián y el librero, y después de orar se despidieron.
Al otro día, lunes, Julián salía de Medina del Campo dispuesto a atravesar el
obispado de Ávila para internarse en los abruptos montes de Toledo.
VII
Continuando Julián su viaje, se encuentra con el doctor D. Segismundo Archel.
Por lo más intrincado de Sierra
Morena caminaba nuestro amigo Hernández, resistiendo la lluvia torrencial que
las parduzcas nubes enviaban. El desfiladero por donde Julián marchaba estaba
convertido en torrente, formando por las aguas que por él se precipitaban,
añadiendo nuevas dificultades a la ya penosa jornada.
–Mal hice, en verdad, despreciando el aviso del anciano cortijero que me anunció
esta tormenta y me invitaba a quedarme en su cortijo.
En aquel momento la mula delantera, cuyo ronzal sujetaba Julián, tropezó y cayó,
aunque, gracias a su sangre, levantose inmediatamente.
Julián, sorprendido por la sacudida que en su brazo imprimió el ronzal al caer
de la acémila, se volvió y reconoció el terreno, descubriendo ser la causa del
tropiezo de la bestia una cruz enclavada en medio del camino.
–¡Válgame el cielo!– exclamó Hernández, reanudando su marcha. –Nuestro
enclaustrado emperador,19 cuya alma sí sea salva como la mía, y su hijo el rey
don Felipe pudieran mejor, en vez de guerras sin utilidad y persecuciones
religiosas, pudieran, digo, cuidar de su España, limpiándola de tanto impío
malhechor, que pretenden aminorar sus crímenes llenando de cruces los caminos
que son testimonio de sus maldades.
Calló el viajero, pero a los pocos momentos reanudó su monólogo diciendo:
–Paréceme que ya diviso entre la bruma el molino de que me habló el cortijero;
si así es, con la ayuda de Dios, pronto me hallaré bajo techado.
Efectivamente, en la cumbre de la montaña se descubría un molino, hacia el cual
el viajero enderezó su rumbo y al que llegó después de una hora larga de penosa
ascensión.
–Deo gratias – gritó desde la puerta.
Un hombre completamente empolvado de blando apareció en el dintel, diciendo:
–Dios guarde al caminante. ¿Qué se ofrece?
–Poca cosa para vos y grande favor para mí – contestó Julián, y añadió: –El
cortijero conocido por el tío Quico me dió la dirección de este molino, y me
aseguró seríais tan caritativo que me encaminaríais a una venta que debe de
haber por estos contornos.
–Eso haré yo de muy buena gana, alegrándome muy mucho en poder servir. Ate sus
mulas bajo ese cobertizo y pase al molino, que acabando la poca labor que hay en
la piedra, mi mozo tiene que llevar harina precisamente a la venta que interesa
encontrar, por lo cual podrá ir en su compañía.
Así sucedió, y como a medio día, Julián decía al ventero:
–Patrón, quisiera pesebre y pienso para mis caballerías, un escabel cerca del
hogar para secar mis ropas y después comida y lecho, para alimentarme la una y
para descansar en el otro mi asendereada persona.
Después de acomodadas las mulas en la cuadra, sentose Julián en un poyo junto al
hogar, procurando calentarse y secar sus vestidos mientras le preparaban la
comida, cuando se dejó sentir a la puerta de la venta ruido de cabalgaduras.
Salió solícito el ventero, y a los pocos momentos volvió a entrar en la
espaciosa cocina, gorro en mano, precediendo a un caballero de noble aspecto.
Vestía el recién llegado ropa de viaje, calzaba botas de montar de gamuza y con
un amplio tabardo de grueso paño de inmejorable clase abrigaba su persona.
–Sentaos al hogar, excelencia– decía el ventero con servil solicitud, –mientras
se prepara aposento digno de tan principal persona, como aparece serlo vuesa
señoría. ¡Qué día, señor, qué día! ¡Mal haya la lluvia!
–No maldigáis esta benéfica lluvia que Dios envía a los campos y acortad
razonamientos vanos. Dejaos de mí y ayudad a que mis criados acomoden las
cabalgaduras en la caballeriza.
Y dicho esto, el recién llegado acomodose en un sitial cerca del fuego y comenzó
a quitarse los guantes.
Antes de proseguir adelante, conviene dar a conocer al nuevo personaje, que no
es un ser fantástico, sino real e histórico.
Efectivamente, el doctor en Filosofía D. Segismundo Archel fue un caballero
natural de Caller, en la isla de Cerdeña.
De este caballero, que fue un fiel cristiano reformado, escribe Llorente, al
relatar el auto de fe celebrado en Toledo el 4 de Junio del año 1571, lo que
sigue:
«Hubo en él (en el auto a que el historiador se refiere) dos quemados en persona
y tres en estatua, por luteranos, y treinta y un penitenciados. De los primeros
merece especial mención el doctor Segismundo Archel, natural de Caller, en la
isla de Cerdeña, cuya prisión se había hecho en Madrid, año 1562, por hereje,
luterano y sapientísimo dogmatizante.
»Después de haber estado mucho tiempo en la cárcel de Toledo huyó a fuerza de
ingenio y de paciencia; pero le sirvió poco, porque las órdenes dadas
inmediatamente a las fronteras y puertos de mar, con señas personales, le
impidieron salir fuera de la Península y volvió a caer en manos de sus antiguos
jueces.
»Estuvo negativo de los hechos mientras no se le comunicó el extracto llamado
publicación de testigos; pero vista la prueba, confesó todo, defendiendo que no
sólo no era hereje, sino mejor católico que los papistas; lo que intentó
persuadir en ciento setenta hojas que escribió en su cárcel.
»Fue condenado a relajación, y aunque se le predicó mucho, permaneció
impenitente, titulándose mártir e insultando a los sacerdotes auxiliantes20, por
lo cual se le puso mordaza en la boca, que tuvo en el auto de fe y después,
hasta que se le ató al palo para morir.
»Viendo los alabarderos que aun entonces se apropiaba el honor de mártir,
clavaron en su cuerpo las alabardas, al mismo tiempo que los ejecutadores de la
justicia encendían la hoguera; de modo que el doctor Segismundo murió a hierro y
a fuego»21
Como no nos hemos de referir a los autos de fe celebrados en Toledo, hemos
trasladado aquí la biografía de este santo mártir, haciendo notar que el
biógrafo Llorente no es un protestante, sino un clérigo romano y de autoridad
tan indiscutible como que desempeñó el cargo de secretario del Santo Oficio, y
como tal tuvo a su disposición el archivo de ese Tribunal.
Ahora proseguiremos nuestra narración.
Dijimos que el doctor Archel se sentó ante el hogar y se descalzaba los guantes.
Julián, al ver persona de tal porte, se levantó respetuosamente del escaño en
que estaba medio acostado, y dijo al doctor:
–Sentaos, señor, en este lugar, desde donde no os molestará tanto el humo.
El caballero se inclinó, y con tono afable contestó:
–Quedo os estad, y recibid mis gracias por vuestra atención. El calor es el
mismo acá que allá, y el humo, por la comunicación que esa puerta presta, se
arremolina y es impulsado en todas direcciones. ¿Hay mucha gente en la venta?
Julián se levantó apresuradamente y cerró la puerta de la cocina. Después,
volviendo a su asiento, contestó:
–Como vuesa señoría, yo también soy forastero y recién llegado, por lo cual
ignoro la gente que haya en la venta, aunque por haber observado vacía la
caballeriza, supongo no debe haber ningún huésped.
–¿De dónde venís y a dónde bueno?
–Vengo de tierras de Castilla, y pienso recorrer la Andalucía; aunque si me
hubiera guiado por el consejo de un buen cortijero que me aseguró el temporal
que hace, no hubiera seguido mi jornada en esta mañana. Pero me urge llegar a
Sevilla, y poniendo mi confianza en Dios, mañana, si el tiempo abonanza,
proseguiré mi viaje.
–¿Y qué motivos hacen urgente vuestra presencia en Sevilla, si es que saberse
pueden?
–Señor, una promesa que hace tiempo tengo hecha, si felizmente llegan ciertos
géneros a la capital de la Andalucía, porque mi oficio actual es el de
marchante.
–Mucha devoción parece ser la vuestra.
–No sé– respondió con sencillez Julián –si es devoción. Lo que sí puedo
aseguraros es que procuro tener en el mejor concierto mis asuntos espirituales.
Siempre que recibo algún bien, doy gracias a Dios, a quien me encomiendo en mis
apuros, como lo hice esta mañana, cuando la corriente de las aguas apenas me
permitía caminar.
–Y a cuál santo se dirige vuestra devoción particular?– preguntó Archel.
Después de alguna vacilación, Julián contestó:
–Todos los santos, según pienso, son buenos desde que santos son; pero estimo
que, teniendo a Dios en mi favor, también lo estarán los escogidos de su reino.
–Muy razonable es ese modo de discurrir; pero todo hombre suele tener devoción
especial por un determinado santo.
–¿Y cuál es el vuestro?– preguntó vivamente Julián, para evitar la misma
pregunta que el doctor pudiera hacerle.
–El mío...el mío...– respondió el caballero; –yo no tengo...así...predilección
por santo alguno, y reverencio a todos.
No dejó de llamar tan ambigua respuesta la atención de Hernández, y afectando
una simplicidad que estaba muy lejos de sentir, dijo:
–Ahora demando perdón a vuesa señoría para advertirle que encuentro desacuerdo
entre vuestra primera razón y esta última que me habéis dado. Me dijisteis en
primer lugar que todo hombre tiene devoción por algún santo predilecto, y ahora
vos mismo os echáis fuera de esa regla general, por vuesa excelencia
establecida.
–Sutil sois en verdad– replicó sonriendo el doctor, y añadió: –Vuestra manera de
discurrir no cuadra bien con la rusticidad de vuestro aspecto. Confieso que
vuestro argumento no carece de fuerza; mas vuestra duda queda satisfecha cuando
yo os diga, como así es, que yo tengo toda mi devoción puesta en Cristo.
–¿En cuál de los que hay?– tornó a preguntar Hernández.
–No acierto a responder a esa pregunta– contestó Archel.
–Pues qué– replicó Julián, –¿tan corto seréis en cosas de religión, para ignorar
que la Iglesia romana venera varios Cristos?
–No ignoro eso que decís; pero solamente uno es el Cristo que descendió del
cielo para redimir a los pecadores.
–Entiendo, señor; mas si vuesa señoría, con la profunda sapiencia que sin duda
posee, fuéredeis servido en ilustrar mi rudo magín, me atreviera a preguntaros,
porque explicármelo no puedo,¿cómo siendo uno, como decís, el Cristo, la Iglesia
romana venera a tantos y tan diversos Cristos?
El doctor Archel contestó, eludiendo la respuesta:
–Pues por la misma razón por la que venera tantas vírgenes; es lo único que me
ocurre responderos, puesto que no soy teólogo.
–Y yo quedo en la misma ignorancia, porque no sé dónde ni a quién recuerdo haber
oído que el Evangelio solamente habla de una Virgen.
–Cierto– repuso el caballero, –porque una es y no varias la doncella de Nazaret.
–¿Luego el Evangelio ha leído vuesa señoría...?
El doctor Archel no pudo ocultar su disgusto, por lo que, con desabrido tono y
tuteando a Julián, replicó:
–¿Cómo puedes suponer que yo haya leído el Evangelio?
–Perdonad, señor, y no hayáis enfado. Habéis designado el lugar en que fue
anunciada la concepción miraculosa del Verbo de dios.
–Pues si tú supones que porque dije Nazaret yo he leído el Evangelio (lo cual
nada de particular tiene, porque soy hombre letrado), ¿qué debo suponer de ti,
que, indocto al parecer, sabes que Nazaret fue el lugar de la anunciación?
–Yo así lo he oído.
En aquel momento el ventero penetró en la cocina para avisar al ilustre huésped
que su aposento estaba dispuesto.
El doctor, sin proseguir el diálogo, se despidió de Julián y salió de la
estancia.
Continuaba el temporal, y Julián, que envuelto en su tabardo y después de haber
comido echó un sueño tumbado en el poyo, cerca del fuego, salió de la
caballeriza con dirección a la pila del corral para dar de beber a sus mulos.
Mientras las conducía Hernández, entonaba sotto voce una cantiga cuya letra no
se podía entender, aunque sí la tonada.
En el dintel de la puerta que comunicaba con el corral, y contemplando el
encapotado cielo, se hallaba el doctor, quien se apartó para que Julián y sus
caballerías pasasen.
Hernández saludó al desconocido viajero y reanudó su tonada, mientras sacaba
agua del pozo.
Acomodaba Julián sus acémilas en la cuadra, después que hubieron bebido, cuando
uno de los criados del doctor se puso ante Hernández, diciéndole:
–El doctor don Segismundo Archel, mi señor, me envía para decirte que será muy
servido si te dignas pasar a su aposento.
Momentos después Julián se presentó al doctor, quien bruscamente le preguntó:
–¿Dónde has aprendido la cantiga que entonabas poco ha, mientras bebían tus
acémilas?
–Señor– respondió con indiferencia Julián, –es un himno que he oído mucho en mi
tránsito por Alemania, Suiza y Francia.
–¡Tú has recorrido esos países! ¿Cuál es tu nombre?
–Yo, señor, me llamo Julián Hernández, aunque algunos, por la pequeñez de mi
persona, me apodan Julián el Chico.
–¿Vos os llamáis Julián Hernández– exclamó con entusiasmo el doctor, cambiando
el tratamiento del tú en vos –y entonáis el himno de Lutero? ¡Salud al campeón
de la santa causa! ¡Sentaos en ese sitial, Julián bueno, y cubríos, que aquí vos
sois el noble, el santo, y no permito que estéis en pie y descubierto! Hermano,
cubríos, sentaos y contad con el amor cristiano del doctor don Segismundo Archel.
Y al decir esto, el doctor abrió sus brazos y estrechó en apretado abrazo al
absorto Julián, quien no pudo sino balbucear:
–Me confunden, señor, vuestras deferencias.
–Vengo– dijo Archel –de Sevilla, donde hemos hablado largamente de vos, y donde
ya saben que estáis en camino para dicha ciudad...y por cierto os esperan con
cuidado y ansiedad.
–Pues solamente me detiene el temor de que no sea vadeable el río Guadalquivir o
alguno de los pequeños ríos que encontraré y que a él afluyen.
–Y es justo vuestro temor, pues no sin apuros logré yo que a buen precio me
pasara a mí, a mis criados y a las cabalgaduras, un barquero en su barca.
Desde aquel entonces y los dos días que pasaron detenidos por el temporal en la
venta sostuvieron largas pláticas el doctor y Julián. El doctor puso al
corriente a Julián del floreciente estado en que se encontraba la Iglesia
Reformada de Sevilla.
Oraban con frecuencia, y por fin, encomendándose mutuamente a la protección
misericordiosa de Dios, los dos cristianos se apartaron, emprendiendo cada cual
su camino en sentido opuesto.
VIII
De cómo Julián Hernández llegó a extramuros de Sevilla y de cómo le recibieron
los monjes de San Isidro.
Todas las cosas tienen su término
en esta vida, y así, tras tantas peripecias, más que adversas prósperas, Julián
se detenía al declinar de una tarde de Marzo ante la puerta de la hospedería del
convento de San Isidro, situado no lejos de la por entonces y siempre importante
ciudad de Sevilla, capital y señora de toda la Andalucía.
A las pasadas y tormentosas lluvias, por medio de uno de esos cambios
atmosféricos tan comunes en España, especialmente en sus costas meridionales y
de Levante, había sucedido un tiempo primaveral.
Los naranjos, limoneros, higueras chumbas y otros árboles de ricos frutos, que
tienen arraigo en el feracísimo suelo andaluz, impregnaban el ambiente de un
perfume que, exhalándose de sus hojas y botones florecientes, aromatizaba la
atmósfera.
El autor de esta leyenda no ha estado sino una sola vez en Andalucía, en
Sevilla, y jamás podrá olvidar aquella impresión primera que recibió. Salió de
un pueblo de Cataluña, Monistrol de Montserrat, donde ejercía su ministerio
eclesiástico, en una mañana de fines de Febrero del año 1880, en que nevaba
copiosamente. Al siguiente día llegamos a Madrid, cuya capital encontramos
envuelta en blanco sudario de nieve. Veinticuatro horas después emprendimos el
viaje hacia Andalucía. La noche era fría en extremo, pero (qué cambio cuando
vimos amanecer la aurora, allá por la provincia de Jaén! (Qué salida de sol!
(Cuánta luz! (Qué colorido! A las nueve de la mañana ya arrojábamos el
gabán-abrigo, como prenda que estorbaba; al llegar a Córdoba nos molestaban las
abrigadas ropas interiores de invierno, tan necesarias en la región que
habitualmente residíamos; al descender del tren, en Sevilla, nos parecía vivir
en otro mundo. Claveles, jazmines, rosas, flores, en fin, en toda su lozanía,
que nosotros no vemos hasta casi mediados de Abril en el llano catalán, que por
cierto es pródigo en ellas.
Perdóneme el lector esta digresión, única forma que me es posible para expresar
la belleza del paisaje en que se encontraba nuestro buen amigo Julián Hernández.
Este se acercó al portón de la hospedería conventual, y, teniendo en la mano
izquierda el ronzal de su reata, con la diestra asió el pesado llamador, con el
que sacudió dos o tres aldabonazos que repercutieron con bronca sonoridad en el
interior de los amplios claustros.
Después de unos momentos de espera, abriose el ventanillo, tras cuya rejilla
asomaban los vivos ojos y parte del busto del que debía ser, y era, el lego
portero.
–¿Quién es y qué se ofrece?– preguntó con tono áspero.
–Decid al padre prior– contestó Julián –que un muletero procedente de Castilla
ha llegado con los géneros que su paternidad espera.
–Ni aquí se espera a nadie, ni necesitamos de vuestros géneros. Albergue no os
daremos, que día hay sobrado para que podáis entrar en Sevilla antes del toque
de queda. Que Dios os guíe.
Y esto diciendo, cerró de golpe el ventanillo.
–¡Oiga el hermano!– gritó Julián, añadiendo: –y sea más pacífico, que carácter
tan desabrido no cuadra bien en un siervo de Dios.
El ventanillo fue otra vez abierto, y de nuevo se asomó el portero.
–Tenga la bondad de avisar a su reverencia el padre García Arias– volvió a decir
Julián –del recado que le ha dado, que yo sé que su paternidad espera los
géneros a que me refiero.
Volvió a cerrarse el ventano, y al cabo de cierto lapso de tiempo se dejó
escuchar el ruido de cerrojo y pasadores, y el pesado portón fue abierto,
apareciendo en el dintel el venerable prior y el lego portero.
Llamaba la atención el aire de nobleza que distinguía al padre García Arias. El
hábito monacal que vestía no le embarazaba los movimientos. El cráneo brillaba
con tersura tal, que parecía de pulimentado marfil, y un cerquillo de plateados
cabellos había atraído sobre el monje el apelativo de el Maestro Blanco.
–Hanme dicho– dijo el prior con reposado acento, dirigiéndose a Julián, quien,
descubierta la cabeza, escuchaba con atención –que traéis ciertos géneros por
nosotros encargados tiempo ha a una persona religiosa.
–Así es, reverendo padre. Vengo desde tierras lejanas. He tomado lenguas en
Valladolid, y pasando por Constantina y Cazalla, creo haber llegado al sitio
para donde fui enviado.
–Pasad al portal e introducid las caballerías; y vos, hermano portero, decid que
aquí acudan los padres Cristóbal de Arellano, Juan Crisóstomo y Juan León.
El lego portero franqueó la entrada, y cerrando el portón, después de que
hubieron entrado Julián y sus bestias, fue a cumplimentar las órdenes del
superior.
A los pocos momentos comparecieron los monjes mencionados, y el padre García
Arias volvió a ordenar:
–Padre León, avisad a fray Fernando que acuda y ayude al muletero para que,
descargadas las mulas, sea llevada la carga a la sala prioral. Este buen
muletero nos trae aquellos géneros que encargué a su reverencia el doctor
Cazalla cuando de aquí partió para Valladolid. Los examinaremos, y si nos
convienen le haremos una buena compra a este marchante.
Fray Fernando, a quien volveremos a encontrar en el curso de la leyenda, era un
monje joven y vigoroso.
Entre él y el portero descargaron, y ayudados por los demás monjes
circunstantes, introdujeron la pesada mercancía en la sala prioral, donde se
reunieron Cristóbal de Arellano, Juan Crisóstomo, Juan de León y el superior,
quien mandó:
–Ahora, lego portero, procurad buen acomodo en la cuadra a las caballerías de
este hermano, el cual cenará en vuestra compañía, y a la hora acostumbrada le
indicaréis el aposento y lecho en que debe descansar por esta noche, pues cuando
acabemos nuestro trato será deshora para entrar en la ciudad y buscar posada.
Salió el portero, y el padre García Arias prosiguió, dirigiéndose a Hernández:
–¿Aseguráis que desde Valladolid llegáis, y no tenéis nada especial que
decirnos?
–Ya tuve antes la honra de pronunciar en oídos de vuesa paternidad las palabras
Constantina y Cazalla.
Los semblantes de los cuatro monjes tomaron una expresión de grandísima alegría,
mientras el prior continuó:
–Escuchado y notado había la contraseña que de Constantina y Cazalla habíais
deslizado en vuestra presentación; mas deseada la repitierais, como lo habéis
hecho, ante estas paternidades, a quienes ahora digo: Padres, éste que aquí veis
es el insigne Julián Hernández, cuya buena fama de cristiano todos conocemos.
Los cuatro monjes abrazaron con efusión a Hernández, quien, todo confundido,
decía:
–Ténganse sus paternidades, que no merece tanta distinción quien no es sino un
humilde siervo de Dios y de vuesas reverencias. Ahora lo que importa– añadió
Julián –es que se hagan cargo de la bendición de Dios que traigo en estas cajas.
–Fray Fernando– ordenó el prior, –salid al claustro para vigilar y avisar si
algún importuno se acerca, en tanto que nosotros ponemos a buen recaudo la
bendición de Dios de que Julián nos habla.
Los monjes, dirigidos por Julián, quitaron de sobre las cajas las piezas de
tejidos y encajes que figuraban la mercancía, y que servían para encubrir los
dobles fondos en donde se ocultaban los codiciados volúmenes impresos.
–¿Y cómo siguen sus reverencias doctorales Casiodoro, Valera y Juan Pérez?–
preguntó el prior.
–Todos esos señores que habéis nombrado y algunos más están buenos y sanos; unos
en Ginebra, en Flandes otros, y todos esparcidos por diversas provincias de
Alemania. Todos trabajan. Unos añaden a la sabiduría que poseen las enseñanzas
de los doctos reformados de aquellos países, y los más se ocupan en verter el
romance castellano muchos y buenos libros de sana doctrina. Algunos escriben
tratados originales; Casiodoro y el doctor Valera preparan los materiales
necesarios para emprender la versión al castellano del Antiguo y Nuevo
Testamento. Yo creo, y ellos también, que esta tarea les consumirá mucho tiempo.
–¡Ya lo creo!– apuntó Arellano. –¡No es liviano el trabajo a que se han
comprometido los buenos doctores!
–¡Calle! –exclamó fray Crisóstomo, presentando un volumen. –¡Una versión
castellana del Nuevo Testamento llevada a cabo por el doctor Juan Pérez!
–Sí– afirmó Julián; –esos volúmenes constituyen la mayoría del cargamento que
traigo.
–Pero esta impresión– observó fray Juan de León –está hecha en Venecia, y
nosotros teníamos y tenemos entendido que el doctor Pérez estaba en Ginebra.
–En Ginebra– dijo Julián –está, efectivamente, el doctor Pérez, y en Ginebra
está impreso ese volumen. Es cierto que el pie de imprenta dice: «En Venecia, en
casa de Juan Philadelpho, 1556.» Pero éste es un ardid. Observen vuesas
paternidades que en medio de la portada campea esta Y cuyo brazo estrecho
representa el camino de la Vida.22 Esta es la divisa adoptada por el impresor
Crispin, cuyo nombre, lo mismo que el de Juan Philadelpho, son figurados. De
este modo es menos fácil que den con el manantial de agua viva los lobos
inquisitoriales.
–También hay aquí un Catecismo del mismo doctor Pérez, impreso también, según
reza la portada, en Venecia, pero por otro impresor. El impresor de este
Catecismo (de muy buena doctrina, por lo que veo) es un Pedro Daniel– dijo
García Arias.
–Nombre tan supuesto como el de los otros dos impresores de que hemos hablado–
contestó Hernández, continuando, mientras buscaba y sacaba un volumen que
presentó a los monjes. –También traigo una edición del Nuevo Testamento, que a
vuesas paternidades pienso ha de agradar.
Y mostrando la portada a García, leyó en alta voz:
EL NUEVO TESTAMENTO
DE NUESTRO SEÑOR Y SALVADOR JESUCRISTO
Fielmente traducido del original griego
por Casiodoro de Reina.
GINEBRA
1556
Al Todopoderoso Rey de los cielos y tierra, Jesucristo, verdadero Dios y
hombre, muerto por nuestros pecados y resucitado por nuestra justificación;
glorificado y sentado a la diestra de la Majestad en los cielos; constituido
Juez de vivos y muertos; Señor y Hacedor de toda criatura; sea gloria, honra y
alabanza en siglos de siglos. Amén.23
Los padres Arellano, Juan
Crisóstomo y Juan de León se dieron a trasladar a sus respectivas celdas el
número de volúmenes que racionalmente podían ocultar bajo sus hábitos monacales.
En una de las veces que Julián quedó solo con el prior le dijo:
–Dígame vuesa paternidad: ¿solamente estos tres padres y aquel otro joven a
quien encargasteis de la vigilancia son los iluminados por la luz del Evangelio?
–No son éstos solamente. Ninguno de los individuos de esta comunidad está lejos
del reino de Dios, y todos ellos son contrarios a la Inquisición y sienten la
necesidad de reforma en cosas de religión. Pero éstos– continuó el prior –son en
los cuales puedo depositar toda confianza.
–¿Y cómo van las cosas en Valladolid?– preguntó Arellano, al tornar a la casa
prioral de uno de sus viajes.
–Todo lo que yo deciros pudiera os lo hará saber una carta que oculta traigo, y
que yo entregaré a su paternidad el señor prior, de parte de mi señor el doctor
don Agustín Cazalla. Lo que yo he visto en Valladolid es para infundir alientos
en el ánimo más apocado. Son muchas las personas de calidad que abiertamente han
aceptado el Evangelio, y dispuestas se hallan a dar el grito de Reforma cuando
llegue el momento que todos desean.
Cuando todos los libros, excepto unos pocos que se reservó Julián, estuvieron
fuera de la sala y ocultos en las celdas de Arellano, de Crisóstomo y de León,
el padre García Arias hizo llamar a un lego, y señalando dos piezas de lino y
dos de ancho encaje, dijo al lego:
–Lleve esas piezas en compañía del padre Arellano, para que su paternidad las
ingrese en depositaría, que ya proveeremos en lo que esas telas se hayan de
emplear.
Después Julián se unió al portero, con quien debía cenar, y no lejos de cuyo
aposento debía pasar la noche.
La campana del convento resonó dando el toque de queda, y los monjes se
reunieron en el coro. Pocos momentos después la comunidad tomaba su colación de
la noche en el refectorio, y Julián lo verificaba en compañía del lego portero.
Terminada la refacción, la comunidad toda, incluso los legos y, por
consiguiente, el portero y hasta Julián, se reunieron en el coro, ocupando la
gradería que corría a lo largo de los muros. El padre García Aria, sentado en el
centro, en sitial más elevado, ante un facistol, teniendo abierto un grueso
volumen (era una Biblia en latín), leía con voz reposada un pasaje, sobre el que
disertó después.
Es fama que en este convento se disminuían las horas de rezo, sustituyendo el
tiempo que en tal operación antiguamente se empleaba por la lectura y meditación
de las Sagradas Escrituras.
(Y también es fama que hasta doce individuos de esta comunidad lograron escapar
de España y reunirse en Suiza antes de que la persecución comenzase).
De este modo aquellos monjes se iban empapando en las doctrinas de Dios y
abandonando los abusos impuestos por los hombres.
Inútil es decir que Julián pasó una noche feliz en aquella santa casa.
IX
La entrada en Sevilla.
Apenas amanecido, y antes de que el
sol iluminase con sus primeros rayos la bronceada figura de la Giralda o las
altas veletas de la catedral de Sevilla, Julián, a la puerta del convento de San
Isidro, teniendo del diestro sus mulas, escuchaba con atención lo que el monje
padre Arellano le decía, y era como sigue:
–Tomaréis aquel camino que allá frente aparece, y siguiéndole en dirección a la
ciudad de Sevilla, llegaréis a Triana. En la calle X, de ese barrio, vive un
Melchor del Salto, tundidor de oficio. Este es uno de los iniciados; es hombre
fuerte y de buena estatura. Cuando estéis certificado que es la persona de quien
os hablo, pronunciáis en el curso de vuestra plática las frases cristianismo y
hermandad. Al momento os preguntará quién sois; no le encubráis vuestro nombre,
que él ya conoce. Por vuestro porte de mercader no llamará la atención de nadie
el que os hospedéis en su casa; decidle que de nuestra parte vais; él hará lo
demás.
Despidiose Julián del buen padre, y no mucho tiempo después ya se hallaba
instalado en casa del tundidor de paños Melchor del Salto, quien además le guió
a la casa del doctor Losada.
Pero antes de proseguir más adelante conviene a nuestro propósito hacer una
brevísima biografía del doctor don Cristóbal de Losada. Era este personaje
doctor en Medicina, y ejercía con sólida fama su profesión en Sevilla, cuando
acertó a enamorarse de la hija de cierto caballero sevillano, decidido
cristiano, quien quedó altamente satisfecho de los proyectos que el médico
concibiera respecto de la joven. Fiándose el anciano en la caballerosidad del
doctor Losada, declarole que él era cristiano reformado, y que no daría su hija
en matrimonio a hombre alguno que no fuese cristiano y no comulgara en la
Iglesia en que él y su hija comulgaban.
No se hizo sordo el doctor, y ya sea por impulsos del amor o bien porque las
para él nuevas doctrinas no le fueran antipáticas, el hecho es que Dios lo
dispuso todo para premiar la fidelidad del anciano padre, la obediencia de la
hija y la humildad del médico sevillano. El doctor Cristóbal abrazó la Reforma,
que es lo mismo que seguir la doctrina del Evangelio, y el enlace se verificó;
claro es que en la Iglesia y con el rito romanista, porque hacerlo en otra forma
era imposible en aquellos días.
La conducta del suegro de Losada debe avergonzar a muchos que se creen
cristianos en nuestros días y que ahogan la voz de la conciencia por aprovechar
una conveniencia matrimonial, problemática las más veces.
El doctor Cristóbal Losada tomó como maestro al grande Egidio, y tanto aprovechó
las lecciones de éste y tan de lleno le tocó la gracia divina, que mereció y
obtuvo la altísima honra de ser elegido como primer ministro de aquella Iglesia
Sevillana,24 compuesto por hombres de tanta piedad como saber, y de no pocas
mujeres ilustres, como tendremos lugar de anotar.
Excusado es decir que el doctor Losada y su esposa recibieron a Hernández con
marcadísimas muestras de aprecio, ofreciéndole hospedaje en su casa, a cuyo
ofrecimiento Julián contestó:
–Os doy gracias, doctor don Cristóbal, por el ofrecimiento, que vuesa señoría
perdonará no acepte. En primer término, poco tiempo pienso estar en Sevilla,
pues mi plan es trasladarme a las Islas Baleares, donde se necesitan libros; y
además, un hombre que debe fingir lo que yo represento no es prudente se hospede
en casas distinguidas.
–Sin embargo– objetó la esposa del doctor, –no habréis inconveniente en aceptar
alguna vez un sitial en nuestra mesa, comenzando hoy mismo el ensayo.
–Despreciar ese ofrecimiento, y más viniendo de dama tan distinguida cual vos,
sería villanía que ni el mayor rufián se atreviera a cometer. Digo, señora, que
por hoy acepto, y que si algún otro día hay para ello acomodo, volveré a abusar
de vuestra bondad.
–No más se hable del asunto– exclamó Losada, añadiendo: –Y puesto que ya está
acodado, mientras llega la hora de acudir a la mesa, véngase conmigo el buen
Julián, que no le pesará conocer a algunos buenos hijos de Dios.
Advierta el lector que Julián, una vez instalado en casa de Melchor, se había
vestido una ropa que le daba el aspecto de lo que hoy llamaríamos burgués
regularmente acomodado; así podía presentarse en la calle sin llamar la atención
al lado de personas de cierta posición social.
Melchor del Salto se retiró a su casa, y después salieron de la del doctor éste
y Julián, encaminándose al colegio de Niños de la Doctrina, dirigido por el
pedagogo Fernando de San Juan, de quien más adelante nos ocuparemos; solamente
haremos constar aquí que este varón, por su irreprochable conducta, piedad y
saber, fue nombrado profesor de aquel establecimiento por los fundadores del
mismo, y ejerció el cargo durante ocho años, hasta que le prendieron por
cristiano reformado.
Lleno de piadoso celo cristiano, el maestro Fernando de San Juan procuraba
inculcar en sus tiernos alumnos el conocimiento de la salvación por Cristo,
explicando, de un modo sagaz y discreto, en sentido cristiano las máximas
erróneas contenidas en el catecismo papístico que en el colegio servía de texto
para la enseñanza religiosa.
Inútil es que digamos la cordialidad con que fue recibido Hernández por el
piadoso maestro. Los ofrecimientos mutuos se sucedieron, y la esperanza de
volver a encontrarse en otra ocasión endulzó lo amargo de la despedida.
Visitado el colegio, Losada llevó a otras casas a Hernández, presentándole de
este modo a los más notables cristianos reformados de Sevilla.
Que en casa del doctor Losada ofrecieron a Julián buena mesa y mejor voluntad,
no hay para qué anotarlo; pero la mejor visita la encontrará el lector en el
capítulo siguiente, donde será testigo de un conventículo sevillano.
X
Un conventículo sevillano.
Ya lo hemos dicho antes de ahora:
la Inquisición tituló conventículos a las reuniones secretas que los cristianos
reformados celebraron para instrucción y edificación mutua.
Conventículo es nombre que se da a la reunión de personas que se juntan para
llevar a cabo actos contrarios a las leyes; de donde tengo por cierto que,
ejecutándose en los conventos de monjas y frailes actos contrarios a las leyes
divinas y humanas, como se ha probado muchas veces, los tales conventos son
verdaderos conventículos.
Por lo demás, siendo las juntas de los cristianos encaminadas a exaltar el
nombre de Dios y a extender el conocimiento del Evangelio, entiendo que estas
juntas no son conventículos, sino santas congregaciones, como las que en los
primeros días del Cristianismo se juntaban en el aposento alto de Jerusalén y en
las casas de varios cristianos en las ciudades de Asia, Italia y Grecia.
Grandes puntos de semejanza entre sí ofrecen los movimientos reformistas de
Castilla y Andalucía.
Una dama distinguida, doña Leonor de Vivero, fue quien puso su casa a
disposición de los reformados en Valladolid, para que en ella celebrasen sus
juntas los amigos de la Reforma; y otra dama andaluza, no menos ilustre que la
castellana, doña Isabel de Baena, abrió las puertas de su morada a los
cristianos reformados de Sevilla.25
Presentado en la casa de esta señora por el doctor Losada, Julián Hernández fue
recibido con la cordialidad cristiana que en todas partes.
En la tarde del día siguiente al en que llegara a Sevilla Julián, celebraba una
de sus reuniones la Iglesia Reformada, y no hay para qué notar la puntualidad y
alegría con que asistiría nuestro incansable viajero.
La propia doña Isabel, dueña de la casa, introdujo a Hernández en un gran salón
adornado con lujo severo y que le daba color religioso.
Efectivamente, era el salón-capilla de la casa, y aunque guardaba en su
ornamento y altar central las apariencias del servicio a que estaba destinado,
se habían variado algo los objetos del culto. La lámpara de plata que de
continuo ardía aparecía apagada.
En el atril desde donde se hacían las lecciones se veía un ejemplar de la
Sagrada Escritura y otro ejemplar había sobre el que estaba en el púlpito. El
antiguo órgano existía, como de uso necesario para entonar alabanzas a Dios, y
en el lugar preeminente del retablo, donde en otro tiempo se ofrecía al culto de
los fieles una imagen de Santa Isabel, se alzaba ahora una cruz de madera, sobre
cuyo brazo transversal se leía: Nos autem proedicamus Christum crucifixum.26
Cuando doña Isabel y Hernández aparecieron en el salón–oratorio hallábanse
congregadas como unas treinta personas, de entre las cuales haremos especial
mención de doña María de Virúes, doña María Coronel y doña María de Bohorques.
De entre el sexo masculino mencionaremos al doctor Losada, al maestro Fernando
de San Juan y a los padres Arellano y Juan de León.
Losada, revestido de su hopalanda doctoral, se situó tras el atril de las
lecciones, y comenzose el sevicio divino, entonando todos, con acompañamiento de
órgano, un himno compuesto por uno de los reformados.
Leyose de la Sagrada Escritura, esta vez no en latín, como otras anteriores, en
que el lector tenía que verter repentinamente al romance castellano lo que leía,
trabajo fatigoso en verdad, sino que se leyó el texto en castellano, en uno de
los volúmenes de que Julián había sido portador. Terminado el servicio divino
con el sermón que predicara Arellano, Losada anunció que Hernández saludaría a
la Iglesia dando noticias de los progresos evangélicos en otros puntos de España
y del extranjero.
Julián, con modestia cristiana, rehusó el ocupar ni siquiera una de las gradas
del pequeño presbiterio, y se dirigió a los circunstantes, puesto en pie, desde
el sitio que ocupara durante el culto.
–Ilustres hermanos míos: no sé cómo dirigirme a vuesas paternidades y señorías,
porque soy tan escaso de palabra como corto de estatura.
Empero, profesando la verdad, la verdad diré, y ella hará gustoso lo insípido de
mi ruin plática.
Señores, sin duda vuesas mercedes tienen noticia completa del movimiento
religioso que se ha levantado en varias naciones, particularmente en Alemania y
Países Bajos, por lo cual no os cansaré con la relación dello. Castillos,
pueblos y ciudades se levantan con celo religioso, y por valles y caminos se
entonan alabanzas a Dios y a su Cristo. Cartas he traído de los doctores
Casiodoro, Valera y Pérez que os dibujarán el porvenir de los asuntos de la
Religión en aquellos países; yo solamente diré que, por lo que vi y palpé,
asegurar puedo que el Papado perderá para siempre millones de súbditos,
holgándome dello; cuantas más gentes dejen de creer, obedecer y hasta adorar al
representante del Anticristo, tantos más creerán, obedecerán y adorarán en
espíritu y en verdad a Dios y a su Cristo.
Huélgome muy mucho, ¡oh excelentes señores!, y bien vale los peligros que he
arriesgado, viniendo a esta patria amada, para contemplar las maravillas del
Señor en las almas. Tengo para mí como un grande privilegio el haber conocido
tan esclarecidos personajes como, escuchando la voz de Dios, arriesgan sus vidas
y posición en esta amada patria, porque en ella se implante el Evangelio de
Cristo y la Reforma religiosa.
Señores: de Norte a Sur se extiende la red de los trabajos reformistas. En las
provincias vascas se trabaja; es notable la obra que por Dios, y con su ayuda,
está haciendo el esclarecido y nobilísimo señor don Carlos de Sesso en Logroño y
su comarca. Palencia, Zamora, Medina y Valladolid son focos de luz evangélica,
dispuestos a alumbrar con sus rayos en el momento oportuno. No creo discreto
publicar nombres.
–No, no; calladlos– interrumpieron varias voces.
–Sí, callaré; pero no será sin hacer mención especial de la obra de Reforma en
Valladolid. ¡Qué bendición más rica! Yo he sido testigo dello...En más de un
convento se hacen libres, en la libertad de Cristo, las infelices que se
cautivaron en las supersticiones idolátricas de Satanás. ¡Yo he visto aquella
bendita Iglesia vallisoletana! Creedlo, señores: el día se acerca...un poco más,
y no encubiertamente, como ahora, sino a la faz del sol, barridos de los altares
los ídolos, convertidas las hoy sinagogas de Satanás en templos donde se adore a
Dios y a su Cristo, podrán vuesas reverencias y paternidades enseñar al pueblo
el camino de la vida y ministrar los Sacramentos de la Eucaristía y Bautismo en
la forma sencilla y con la reverencia que el Fundador dellos dispuso.
Empero, si antes de ello Dios dispone que alguno o algunos de nosotros salga en
triunfo para testificar, ante los poderes adversarios, de la fe de Cristo, yo
deseo formar parte de ese contingente, para ofrecer esta pobre vida y persona
mía en servicio de mi Dios y en testimonio de Cristo mi Salvador. Y estoy seguro
de que Jesús me dará fuerzas y gracia para cantar siempre:
«Vencidos van los frailes,
vencidos van;
corridos van los lobos,
corridos van.»
Así Dios me ayude, amén.
La reunión terminada, todos los que la habían compuesto salieron disimuladamente
de la casa de doña Isabel de Baena, unos después de otros.
Julián Hernández salió en compañía del doctor Losada.
XI
Ante la historia.
Si por la misericordia de Dios no
hubieran quedado pruebas indubitables de la horrible persecución que llevó a
cabo en España contra los cristianos reformistas la Iglesia del Papado, de la
cual sus propios ministros se constituyeron en jueces y verdugos, cuanto hoy se
dijera o escribiera sobre el particular se recibiría como una mera fábula.
Pero no es así. Dios no ha permitido queden envueltos en la noche de los tiempos
tales crímenes, y así como siempre que se lea el Evangelio se recordará la
oportunidad con que María de Betania, derramando suavísimo y odorífero ungüento
sobre Jesús, ungiéndole para la sepultura (Mateo 26:6-13), así, para memoria de
los mártires cristianos, han quedado pruebas patentes de sus persecuciones y
martirios. Y estos padrones, que en vez de envilecer enaltecen la memoria de las
víctimas, han sido levantados por los propios verdugos.
Como nuestro trabajo lo presentamos bajo novelesca forma, queremos sostener
siempre que lo menos que tiene es de fábula o cuento, porque la mayoría de las
personas que se citan y la casi siempre totalidad de los sucesos que se narran
son perfectamente históricos. Así como la mezcla de cal y arena,
convenientemente amasados ambos agentes, sirve para unir sólidamente las piedras
que forman un muro o un edificio, así la parte que en nuestra historia existe de
imaginación no sirve para otra cosa sino para enlazar frases y hechos.
Como prueba de esta verdad, el lector nos permitirá una excursión por el campo
puramente histórico, que le sirva de preparación, para no sorprenderse ante los
injustos horrores y tribulaciones en que vamos a presentar a los personajes
históricos de nuestra narración.
Comenzaremos por el rey.
Era Felipe II hijo del emperador Carlos, primer rey de España que llevaba tal
nombre y quinto con el mismo nombre que formaba en la cronología de los
emperadores de Alemania. Fue nieto el rey Felipe del primer rey de la Casa de
Austria que hubo en España, nombrado también Felipe I el Hermoso, y de doña
Juana la Loca, hija ésta, a su vez, de los Reyes Católicos, don Fernando y doña
Isabel.
El emperador Carlos V, en virtud de un documento extendido con las formalidades
legales y fechado en 25 de Octubre de 1556 en Bruselas, cedió a su hijo don
Felipe la soberanía de Flandes. Ya antes, y como arras del matrimonio de Felipe
con la reina de Inglaterra María Tudor, le había cedido la soberanía de Nápoles
y del Milanesado, en Italia. Cuando don Felipe, pues, subió al trono de España
reinaba en Castilla, Aragón, Navarra, Nápoles, Sicilia, Cerdeña, el Milanesado,
Rosellón, Países Bajos, Franco Condado, y ejercía autoridad soberana sobre Cabo
Verde y provincias de Túnez y Orán, al Norte de África, hoy imperio de
Marruecos. En la parte occidental del continente africano reinaba en las islas
Canarias, islas de Fernando Póo, Annobón y Santa Elena. En América era rey de
Méjico, Perú, Tierra Firme, Nueva Granada, Chile, Paraguay y La Plata. Poseía
las islas de Cuba, Santo Domingo, Martinica, Guadalupe y Jamaica. Era,
finalmente, soberano del archipiélago filipino, en el mar de las Indias.
El matrimonio del rey Felipe con María de Inglaterra puso al servicio del trono
español los ejércitos y escuadras del reino británico; de modo que con razón se
podía decir en aquella época que al menor movimiento de España temblaba toda la
tierra,27 y que jamás se ponía el sol sobre el territorio español.
Además de todo lo dicho, el rey Felipe tenía otro poder, que sintetizaremos con
la siguiente sentencia: El rey de España era REY DE LOS ESPAÑOLES. Es decir, que
monarca y nación se confundieron en uno. El emperador Carlos fue rey de España;
pero nunca, ni en sus días de mayor gloria, reinó verdaderamente en le corazón
de los españoles.
Nació Carlos I en lo que hoy es el reino de Bélgica, y siempre fue flamenco de
corazón. Cuando por muerte de su padre y enfermedad supuesta o real de su madre
tomó posesión de la soberanía de España, implantó en el país la etiqueta
borgoñona, y puso al frente de los empleos públicos a magnates flamencos. Ganó
Carlos el trono al perder los comuneros la batalla de Villalar, y si las
aguerridas huestes del ejército español se entusiasmaron sirviendo bajo las
banderas del emperador, fue porque los españoles, habituados a la guerra por
ocho siglos de resistencia a la invasión árabe, miraban como una gloria los
triunfos militares. Mientras la fortuna sonrió al emperador, todo fue
medianamente; cuando la estrella imperial comenzó a palidecer, el mismo Carlos
comprendió que era hora de retirarse con honra de los negocios públicos, como lo
verificó encerrándose en el monasterio de Yuste, en Extremadura.
En cambio, don Felipe II fue español por nacimiento y por inclinación. Nació
este monarca en Valladolid el 21 de Mayo de 1527, siendo su madre la infanta
doña Isabel, hija de los reyes de Portugal. Todavía existe la casa- palacio en
que don Felipe naciera, y todavía permanece amarrada con gruesa cadena de hierro
la reja de la ventana por donde sacaron al regio vástago para derramar sobre él
las aguas bautismales en una capilla del próximo convento de San Pablo.
Algunos escritores han compuesto extensos panegíricos en honor del monarca,
presentándolo como defensor de la fe cristiana y campeón de la Iglesia. En
nuestro humilde concepto, ni don Felipe ni el emperador su padre fueron jamás
fanáticos, ni mucho menos sinceros creyentes. No queremos decir que no tuvieran
fe, pero predominó en ellos la ambición de mando absoluto, la sed de soberanía,
y supieron ambos explotar los sentimientos fanáticos de la época, que favorecían
sus planes políticos. Y para que el lector se convenza de que no establecemos
nuestra tesis sin fundamento, allá van algunos datos:
Cuando nació el hijo del emperador se prepararon en toda España, y especialmente
en Valladolid, corte de España, grandes festejos para celebrar el fausto y
saqueo de Roma por las tropas imperiales, al mando del condestable duque de
Borbón, quien aprisionó al Papa Clemente IV en el castillo de Sant-Angelo.
Inmediatamente el emperador hizo suspender las fiestas y ordenó que en todas las
iglesias de los extensos dominios imperiales se hiciesen rogativas impetrando
del Altísimo concediese la libertad al pretendido Vicario de Cristo en la
tierra.
¡Así trataba Carlos V de encubrir, con tinte de piedad, el regocijo interior que
experimentaba por el triunfo de sus legiones y el desacato de que eran objeto el
Pontífice y las iglesias de Roma! ¡Pedir a Dios lo que él tenía en su mano!
¿Pues tenía más don Carlos que expedir una cédula ordenando la libertad del Papa
y la evacuación, por parte de las tropas imperiales, de la ciudad de Roma? Esta
es una débil muestra de los sentimientos religiosos del viejo monarca.
Es más. Los que hace cincuenta años vociferaron contra la unidad del reino de
Italia, con la ciudad de Roma por capital, ignoran sin duda que el acto llevado
a cabo por Víctor Manuel en 1821 ya lo había soñado el emperador Carlos,
presidiendo la Iglesia romana Paulo III, en 1543. He aquí las instrucciones que
el embajador español debía, en nombre del rey, poner en conocimiento del Papa:
«El Emperador con su Consejo ha concluido que lo temporal de la yglesia, estando
en la mano de la dicha yglesia, ha seydo causa que el ymperio de Roma está en
grande manera abajado e disminuydo, y de sí mismo de pequeña fuerza y autoridad,
el cual antigoamente solía ser patrón de todo el mundo, y por lo semejante la
yglesia y Sede apostólica como cabeza; y por ser más dada al Señorío temporal ha
perdido la mayor parte de la autoridad espiritual y de la reverencia y devoción
de los christianos. Por lo cual viendo que este abuso y confusión de lo
espiritual con lo temporal es causa de tan grandes abusos, miserias, heregías y
infelicidades de todos los christianos, y principalmente de la Italia, de la
Iglesia y del Imperio; él [el emperador] ha deliberado por vía de paz si él
puede, á fuerza de armas, quitar tal confusión; restituir á la Iglesia y Sede
apostólica su estado y autoridad unibersal del estado eclesiástico y al Imperio
su temporal. PLANTAR Y ESTABLECER la silla imperial en Roma, y ASENTAR en su
Capitolio, DEXANDO el Vaticano a nuestro dicho Santo Padre, y juntamente hacer
reconocer unibersalmente de todos los reyes y otra gente, y también DEXAR TANTA
SEÑORÍA TEMPORAL en donde le plazerá, para conservar su dinidad. Y esto querría
hacer el Emperador con paz, reintegrando nuestro dicho Santo Padre y el Sacro
Consistorio, restituyendo la autoridad unibersal de la Iglesia, dexando el
Vaticano que es de agua del Tibre [Tiber], y lo temporal de Bolonia y la Marqüa
[la Marca] y Romania u otra tierra que se querrá para la conserbación de la
dinidad apostólica...Y por este medio el Pontífice, descargado de todos los
negocios seculares, podría entender en el gobierno unibersal de la Santa
Iglesia...Con los medios susodichos Carlos V querría asegurar la dinidad de la
Sede Apostólica, DEL IMPERIO...»28
Suponemos que los lectores se habrán fijado en todo el fragmento copiado,
especialmente en lo que hemos resaltado, y sin duda convendrán con nosotros en
que el emperador se impone a la Santa Sede, censurándola, reduciendo los
términos de su soberanía temporal y acaparando, para establecer la silla
imperial, la ciudad de Roma.
Y pues ésta era la religiosidad del padre, veamos la de su hijo don Felipe:
El Papa Julio III concedió a los Reyes Católicos la facultad de percibir ciertos
derechos sobre lo que los diezmos producían a la Iglesia, derechos que después
se titularon Tercias reales. Pero a fin de que esa facultad no se convirtiese en
derecho permanente, la venían concediendo los Pontífices por tiempo más o menos
limitado. El Papa Paulo IV tuvo por conveniente, y en uso de su perfecto
derecho, el retirar el privilegio a don Felipe; éste, sin embargo, desconoció el
derecho del Pontífice y se resistió a obedecer. Amenazole el Papa con censuras,
y entonces el archipapista rey escribió a su hermana la princesa gobernadora de
España que acordonase las fronteras y ejerciera gran vigilancia en los puertos
para que si algún legado o enviado del Papa llegase con las censuras
eclesiásticas fuere preso y se hiciese con él un grande y ejemplar castigo,
«porque ya no era tiempo de disimular más con el Papa.»28
A la vista tenemos copia impresa del despacho que, con fecha 13 de Mayo de 1557,
expidió el rey desde Londres, y cuyo original cifrado existe en el legajo 514 de
Estado, en el Archivo de Simancas. Con gusto reproduciríamos todo el documento;
pero tememos cansar a los lectores, y solamente tomaremos algunas líneas,
remitiendo al curioso que desee conocerlo por entero el historiador Lafuente,
que lo ha insertado en su Historia de España.
No se pierda de vista que se trata de desobedecer al Papa en lo de dejar de
cobrar las llamadas Tercias reales:
«...Y también que habiéndose mirado acá lo que hace á la concesión de los fondos
hechos por el Papa Julio III...después de haberse visto por personas muy doctas
en Theología, y otras de otras facultades, ha parecido que Su Santidad no la
pudo revocar, y por nuestra parte justamente se pueden cobrar los dichos medios
frutos...Después de lo que os habemos escrito cerca del proceder del Papa, y el
aviso que se tenía de Roma de lo de la privación, se ha entendido de nuevo que
quiere descomulgar al Emperador, mi Señor, y á mí, y poner entredicho ó cesación
a divinis en nuestros reinos, señoríos y estados; habiéndolo tratado con
personas muy doctas y graves, les ha parecido que no sólo sería sin fuerza ni
valor, por no tener fundamento y estar tan justificado por nuestra parte y
proceder Su Santidad en nuestras cosas con tan notoria pasión y rencor; pero que
no seríamos obligados á guardar y observar ninguna cosa de las que cerca de esto
proveyese...Y por esto quedó determinado de no me astener de lo que los
descomulgados suelen, ahunque vengan las dichas censuras, ó algunas de ellas,
como no dudo que venían según la dañada intención de Su Santidad.»
Refiérese en el documento a una recusación o protestación que, por lo larga, el
rey no remite en el acto a la gobernadora su hermana; pero la advierte que el
correo próximo, que irá por mar, llevará tal protestación, y que el rey
escribirá a los prelados, a la nobleza, a las ciudades, a las Universidades,
etc., etc., y...«les enviaremos á mandar que no guarden ningún entredicho ni
cesación a divinis, ni otras censuras, pues todas son y serán sueltas, injustas
y sin fundamento...», y dispone finalmente el rey...«que haya gran cuenta y
recaudo en los puertos de mar y tierra para tomar cualquier despacho que viniese
de Roma á esos reynos y á los de Aragón, para que no se pueda intimar, que para
lo de acá se hará la mesma diligencia: y que se haga exemplar castigo en la
persona que los truxera, que ya no es tiempo de más disimular».
Como ve el lector, este documento demuestra que don Felipe II no sentía respeto
hacia la Iglesia en que militaba y de la que se decía hijo, cuando sus intereses
reales estaban en conflicto con los del Papa.
XII
Ante la historia.
Nos ha de perdonar el lector
deseoso de encontrarse con los simpáticos personajes de nuestra historia.
Es preciso que dibujemos el estado de la época.
Cualquiera creería que bajo el gobierno de un rey defensor de la religión y de
su Iglesia los ministros de esa misma religión y de esa mismísima Iglesia
procederían en obediencia y costumbres a lo legislado por sus Concilios
provinciales, diocesanos, generales y ecuménicos. ¡Nada menos que eso! A tal
rey, tal Iglesia, y tal clero y rey, tal nación. O, mejor dicho, a tal nación,
tal rey y tal clero.
Sabido es que los motivos de reforma tuvieron por base no solamente las
alteraciones e introducciones antiescriturales que cambiaron y alteraron el
dogma y las costumbres de la Iglesia, sino los abusos antirreligiosos e
inmorales cometidos por la mayoría de un clero y de unos frailes tan ignorantes
como atrabiliarios.
Y no hablamos por hablar, ni aduciremos para justificar nuestro aserto datos
tomados de personas enemigas de la Iglesia romana.
Vamos a ofrecer a nuestros lectores copia literal de una carta que la titulada
Santa Teresa de Jesús dirigió a la católica majestad del rey don Felipe II,
desde la ciudad de Ávila, al 4 de Diciembre del año 1477.
Oigan lo que dice al rey la misma que tienen por santa y adoran hoy Iglesia y
pueblo:
JESÚS
«La gracia del Espíritu Santo sea
siempre con vuestra majestad, amén. Yo tengo muy creído que ha querido nuestra
Señora valerse de vuestra majestad y tomarle por amparo para el remedio de su
Orden,29 y ansí no puedo dejar de acudir a vuestra majestad con las cosas della.
Por amor de nuestro Señor suplico a vuestra majestad perdone tantos
atrevimientos. Bien creo tiene vuestra majestad noticia de cómo estas monjas de
la Encarnación han procurado llevarme allá, pensando habrá algún remedio para
librarse de los frailes, que cierto les son un gran estorbo para el recogimiento
y relisión que pretenden. Y de la falta della que ha habido en aquella casa
tienen toda la culpa.
Ellas están en esto muy engañadas, porque mientras estuviesen sujetas a que
ellos las confiesen y visiten no es de ningún provecho mi ida allí, al menos que
dure; y ansí lo dije siempre al visitador dominico, y él lo tenía bien
entendido. Para algún remedio puse allí en una casa un fraile Descalzo,30 tan
gran siervo de nuestro Señor, que las tiene bien edificadas, con otro compañero,
y espantada esta ciudad del grandísimo provecho que allí han hecho, y ansí le
tienen por un santo, y en mi opinión lo es y ha sido toda su vida. Informado
desto el Nuncio pasado, y del daño que hacían los del paño [los frailes] por
larga información que se le llevó de los de la ciudad, invió un mandamiento son
descomunión para los que tornasen allí; que los calzados los habían echado con
hartos denuestos y escándalo de la ciudad, y que so pena de descomunión, no
fuese allá ninguno del paño a negociar, ni a decir misa, ni a confesar, sino los
Descalzos y clérigos. Con esto ha estado bien la casa hasta que murió el Nuncio,
que tornaron los calzados, y ansí torna la inquietud, sin haber mostrado por
dónde lo pueden hacer.
Y ahora un fraile que vino a absolver a las monjas las ha hecho tantas molestias
y tan sin orden y justicia, que están bien afligidas y no libres de las penas
que antes tenían, según me han dicho. Y sobre todo, hales quitado éste los
confesores, que dicen le han hecho vicario provincial, y debe ser porque él
tiene más partes para hacer mártires que otros, y tiénelos presos en sus
monesterios y descerrajaron las celdas, y tomáronles en lo que tenían los
papeles. Está todo el lugar bien escandalizado, cómo no siendo perlado, ni
mostrando por dónde hace eso (que ellos están sujetos al comisario Apostólico),
se atreven tanto, estando este lugar tan cerca de donde está vuestra majestad,
que ni parece temen que hay justicia, ni a Dios. A mí me tiene muy lastimada
verles en sus manos, que ha días lo desean, y tuviera por mejor que estuvieran
entre moros, porque quizá tuvieran más piedad...
...Y este fraile tan siervo de Dios30 está tan flaco, de lo mucho que ha
padecido, que temo su vida.
Por amor de nuestro Señor suplico a vuestra majestad mande que con brevedad le
rescaten, y se dé orden como no padezcan tanto con los del paño estos pobres
Descalzos todos, que ellos no hacen sino callar y padecer, y ganan mucho; mas
dase escándalo en los pueblos, que este mesmo que está aquí tuvo este verano
preso en Toledo a fray Antonio de Jesús, que es un bendito viejo, el primero de
todos, sin causa, y ansí andan diciendo los han de perder. Sea Dios bendito, que
los que habían de ser medio para quitar que fuese ofendido, le sean para tantos
pecados, y CADA DÍA LO HARÁN PEOR.
Si vuestra majestad no manda poner remedio, no sé en qué se ha de parar, porque
ningún otro tenemos en la tierra. Plegue a nuestro Señor nos dure muchos años.
Yo espero en Él que nos dará esta merced, pues se ve tan sólo de quien mire por
su honra.31 Continuamente se lo suplicamos todas estas siervas de vuestra
majestad y yo. — Fecha de San José de Ávila, a IV de Diciembre de MDLXXII...»32
¿Qué les parece a nuestros lectores de la unidad, fraternidad y caridad de los
frailazos del siglo XVI?
Sentimos ignorar si el piadoso Felipe acogió favorablemente la solicitud de la
monja avilesa, corrigiendo los desmanes de los del paño.
Si el rey obró en éste como en otros asuntos eclesiásticos, no tuvo Teresa
motivo para dar gracias al monarca.
Y veamos por qué creemos que el rey no hizo caso de las quejas de la monja de
Ávila.:
Las Cortes, que eran mucho más que Santa Teresa en aquella época,33 dirigieron
en 1558 (precisamente cuando ya estaban presos y aguardando sentencia los
reformadores de Valladolid y Sevilla), varias peticiones al rey, y en la
petición LXXV decían:
«Item suplicamos a vuestra majestad mande dar orden cómo las visitaciones de los
monesterios se hagan fuera dellos, sin entrar los frayles en los monesterios,
aunque sean generales, ni provinciales, ni vicarios, ni otros ningunos, porque
es notorio que conviene ansí. Y mande que dichas visitaciones se hagan por la
red, y que solamente pueda entrar a renovar el Santísimo Sacramento en los
monesterios de monjas un frayle anciano, porque conviene ansí al servicio de
Dios y decencia de los unos y los otros.»
Pues bien; el archipapista defensor de la Iglesia, el católico Felipe, negó la
petición.
Naturalmente, ante la impunidad de sus actos, los inicuos se desenfrenan más y
más. Así, en los conventos de monjas y de frailes, y entre estos y aquellas,
siguió aumentando la inmoralidad con escándalo de personas, no ya de
sentimientos piadosos, pero de mediana civilización, y las Cortes de 1563, 1570
y 1573 volvieron a la carga reproduciendo la misma petición y añadiendo:
«Que el evitar la continua residencia de los frayles en los conventos de monjas,
y que los PRELADOS y visitadores no entrasen en ellos, era muy conveniente, y
Dios nuestro Señor en ello sería muy servido.»
Felipe II, de infausta memoria, fue tan mal hijo como mal cristiano.
El emperador, su padre, al testar, había dejado en su testamento algunas mandas,
deudas y descargos, que debían pagarse después de su muerte. Bien: dieciocho
años después de ceñir la corona el rey no se apresuraba, ni mucho menos, a
cumplir la postrera voluntad de su padre, por cuanto las Cortes de 1576 le
decían:
«Luego que el Emperador nuestro señor, que es en gloria, falleció, se comenzó a
entender en sus descargos y se hicieron algunos, y ha mucho que no se entienda
en dichos descargos, a cuya causa padecen muchas viudas y huérfanos pobres. Y
pues por las leyes de Partida a vuestra majestad incumben los dichos descargos y
pagar sus deudas y cumplir mandas, suplicamos a vuestra majestad mande que se
prosigan y acaben los dichos descargos con toda brevedad».34
¡Valiente cosa le importaban los padecimientos de las muchas viudas y huérfanos
pobres a un monarca acostumbrado a esquilmar a sus pueblos y ver quemar vivos a
los mejores súbditos de sus reinos!
Quien fue mal hijo, fue mal esposo. Lo prueba la facilidad con que contraía
matrimonio apenas enviudado, y el hecho de casarse con María, reina de
Inglaterra, que le llevaba once años de edad y estaba enferma, cuando él hubiera
querido la mano de doña María de Portugal, su parienta.
Lo que el emperador y su hijo buscaron con tal matrimonio fue el poder disponer
de la marina y ejércitos ingleses y de las importantes posesiones británicas en
las costas de Europa. Así que, realizados los deseos del padre y del hijo, éste
vivió más bien lejos de su esposa que a su lado, y ni siquiera estuvo a la
cabecera del lecho mortuorio en Inglaterra cuando falleció María. Además,
escuchemos al historiador Prescott: «Al mes, acaso no completo– dice, –de haber
entrado en la abadía de Westminster los inanimados restos de María, entabló el
rey viudo pretensiones directas, por medio de Feria, su embajador, a la mano de
la nueva reina; pero no le cegó su impaciencia en términos de declarar
resueltamente su pasión, sino que, por el contrario, verificó su propuesta bajo
razonables condiciones.»
Pero doña Isabel, hermana de la reina difunta, descubrió los verdaderos
designios de don Felipe, y le dio (como vulgarmente se dice en España) las
mejores calabazas que testa coronada podía llevar.
¡Nunca agradecerá suficientemente el pueblo inglés la decisión de su reina!
Que Felipe II fue mal padre lo prueba el hecho de disponer en su favor de la
mano de la princesa doña Isabel de Valois, hija de Catalina de Médicis,
prometida al príncipe don Carlos, y el asesinato del mismo príncipe, decretado
por su mismísimo padre, según se cree con bastante fundamento.
Y quien no pudo ser ni buen hijo ni buen esposo ni buen padre, mucho menos podía
ser buen amigo. No; los asesinatos de su secretario Escobedo y de Montigny,
caballero flamenco a quien el rey debía grandes servicios, y la persecución de
su otro secretario y confidente Antonio Pérez, demuestran que el pecho de Felipe
no albergaba amistad sino para el tigre que obedecía ciegamente sus órdenes
tiránicas.
Tal era el rey a quien los españoles comenzaron por amar y concluyeron por
aborrecer.
Todavía se sufren en España las tristes consecuencias de época tan nefasta.
XIII
La Inquisición y sus efectos.
Reseñado el carácter del rey
Felipe, y en algún punto el estado religioso de la época en que ocurría la
acción de nuestra historia, habrá de permitirnos el lector decir algo, para
completar el cuadro, acerca del famoso Tribunal de la Inquisición, que sobrepujó
en poder a los mismos monarcas.
Acerca de ese Tribunal ha dicho Montesquieu:
«El Tribunal de la Inquisición ha sido insoportable en todos los Gobiernos. En
las Monarquías templadas sólo puede formar delatores y traidores; en las
Repúblicas, hombres malvados, y en los Estados despóticos es tan destructor como
ellos.»
La Inquisición aniquila la conciencia, es causa de la decadencia intelectual,
mata la inteligencia y despuebla la nación en que ejerce su poder.
Puede decirse que hasta nuestros días el Tribunal del Santo Oficio ha ejercido
sus funciones en España; y, sin embargo, ¿es religiosa la masa de la población
española? Si el fanatismo, la superstición y la hipocresía son religión,
confesamos francamente que España es el país más religioso de Europa. La
Inquisición podrá vanagloriarse de haber cerrado las puertas de la nación a toda
idea de reforma religiosa; pero es no menos cierto que las hogueras que
consumieron los cuerpos cauterizaron las conciencias. En materia religiosa no
existe hoy en España sino una indiferencia farisaica, mucho fanatismo
intransigente y una ignorancia supina.
La Inquisición es causa de la decadencia intelectual.
Y es natural: ¿Quién se atreve a
pensar, y si piensa, a transmitir el pensamiento a otros, teniendo sobre la
cabeza suspendida la espada del Santo Oficio?
Además, la Inquisición, con sus decretos contra la imprenta, apartó a España del
movimiento intelectual de Europa. Se estableció una rigurosa fiscalización sobre
todo lo que se escribía en el interior, y se cerraron las fronteras y puertos
para impedir la entrada a todo libro procedente del extranjero.
La famosa pragmática publicada en 7 de Diciembre de 1558 prohibía a los libreros
y a toda clase de personas, bajo pena de muerte y perdimiento de todos sus
bienes, «tener, vender, introducir ni traer del extranjero ningún libro, ni obra
impresa ni por imprimir, de las prohibidas por el Santo Oficio de la
Inquisición, debiendo quemarse públicamente los tales libros». La misma pena se
imponía a todo el que introdujese obras impresas en el extranjero, si no estaba
autorizado para ello por real cédula. Y no se crea que estas restricciones se
referían a libros o impresos que tratasen de religión. En el índice se incluían
hasta obras de medicina, física y matemáticas. Solamente se excluyeron los
libros misales, breviarios, diurnales, de canto para las iglesias y monasterios,
el Flos Sanctorum, constituciones sinodales, etc.,etc.
¿Y quiénes eran los encargados del expurgo? Cualquiera creerá, sin duda, que los
encargados de la censura serían personas eclesiásticas, sí, pero doctoradas y
universitarias. Nada menos que eso. Los censores fueron los prelados, abades,
inquisidores, priores, frailes y curas.
De la cultura, ilustración y sabiduría de los prelados de aquella época nos
informa la siguiente carta, que el ilustrísimo Manrique, obispo de Cartagena,
dirigió a Felipe II, suplicando por mi parte el cajista y corrector no quiten ni
uno solo de los disparates que estampó el ilustre prelado:
«Señor.– Una de V.M. rescivi Los otros dias enquememandava hiciesse algunas
diligencias para esforzar alos regidores delas ciudades demi obispado sirviessen
á V. M. enesta tanjusta ocassion y porestar au sentedel y nopodellas hacer por
mi persona imbié am Provisor Laorden queavia detener enlo que V. M. mandava el
cual meavisa hizo instancia contodos. Losspredicadoes yconfesores deconvnetos
yiglesias repressentassen enpulpitos y confissionaios alosquetienen mano en los
ayuntamientos La precisa obligación que tenian aservir á V. M. En ocassion tan
apretada y los exemplos quetenia deotras ciudades destos Reynos queavian hecho
Lomismo, y esto sin que seaya entendido intervimo enello mandato de V.M.
sinoqueyome muevo aello porser la causa enbien universal de la christiandad y
estas mismas diligencias seyrancontinuando hastaquedeellas ayaresultado el fin
aquesencaminan. – Guarde Dios Lachatolica personade V.M. en Madrid 15 de
Diciembre 1558. – El ilustrísimo Manrrique obispo de Cartagena. – Al Reynto
Señor.»
¡Vaya un ilustrísimo! ¡A tal pastor, tales rabadanes!
Estas fueron las lumbreras encargadas de censurar lo que escribía fray Luis de
León, fray Luis de Granada y la misma Santa Teresa.
Así es que ocurrían escenas tan vergonzosamente grotescas como la de Enrique
Matisio, médico del emperador, en Yuste. El pobre doctor apenas comprendía el
castellano, y poseía, para su lectura particular, un ejemplar en francés de La
Santa Biblia. No le valió ser el médico y por tanto amigo del emperador; los
sabihondos frailes se impusieron, y no hubo más remedio que condenar al fuego el
ejemplar. Véase el gracejo con que el médico daba cuenta del caso al secretario
Juan Vázquez, en carta de 6 de Julio de 1558:
«Cuanto al libro, acabóse el negocio como yo escribí a vuesa señoría; y no sé
cómo los de la Inquisición pueden juzgar de la lengua francesa no entendiéndola;
y por eso parecióme hacer lo que he hecho.»
Que el expurgo se hizo del mismo modo que el que pretendían hacer la sobrina y
ama de Don Quijote con la librería del hidalgo manchego, no cabe la menor duda,
y si no, escuchemos a la misma Santa Teresa:
«Cuando se quitaron muchos libros de romance, que no se leyesen, yo lo sentí
mucho, porque algunos me daba recreación leerlos, y yo no podía ya, por dejarlos
en latín, me dijo el Señor: No tengas pena, que yo te daré libro vivo.»
No serían tan deshonestos ni impíos los libros que a la monja causaban
recreación. Además, si la lectura en castellano de dichos libros era nociva, no
vemos cómo se purificaba o podía ser más provechosa en el lenguaje de Cicerón.
La Inquisición fue causa de la despoblación de España.
Sin contar con los Estados que la
corona de España ha perdido en Europa, en África y en sus colonias, por causa
del terrible Tribunal, agréguese la inmensa cifra de víctimas que causó y la
multitud de familias que se trasladaron al extranjero huyendo de las
persecuciones y llevándose con ellas sus talentos o sus industrias.
La Inquisición ya existía en España antes de los Reyes Católicos, puesto que en
el Concilio de Tarragona de 1242 se dictan ciertas disposiciones para los
procedimientos del Tribunal; pero en las Castillas, León y Navarra no quedó
establecida hasta más de dos siglos después.
Convienen los historiadores en que la reina Isabel I se resistía al
establecimiento del Santo Oficio, hasta que, por fin, cedió a las apremiantes
instancias de su esposo don Fernando y a las feroces sentencias del fraile
Torquemada, confesor de la reina.
Por fin ésta cedió a que el Papa aprobase el establecimiento de dicho Tribunal
en los Estados de la corona de Castilla.
No se descuidó el Papa Sixto IV, que a la sazón ocupaba la llamada silla de San
Pedro, y en 1 de Noviembre de 1478 expidió una Bula autorizando a los monarcas
castellanos para nombrar inquisidores que descubriesen y extirpasen la herejía
en los dominios sujetos a la corona de Castilla. Ahora bien; en 1492, Fernando
el Católico desterró 30.000 familias judías que se resistían a recibir el
bautismo. Unos historiadores dicen que salieron 150.000 personas del reino;35
otro, como Mariana, hacen ascender el número de expatriados a 800.000
personas.36
En un solo año, 1481, y en Sevilla solamente, el Santo Oficio hizo quemar dos
mil personas; los huesos y efigies de otras dos mil sufrieron la misma pena del
fuego, y 16.000 más fueron condenadas a penas diversas. Total en un año, y
solamente en Sevilla, fueron condenadas VEINTE MIL personas, o sean 54 personas
por día, incluyendo, aunque debieran descontarse, los muchos días festivos que
tiene el calendario papístico, en las cuales no fallarían causa los jueces
inquisitoriales.
El canónigo Llorente, que a principios del siglo XIX desempeñó el cargo de
secretario de la Inquisición, como ya se ha dicho, y por consiguiente tuvo bajo
su custodia los archivos de todos los Tribunales de provincias y el de la
Suprema, calcula en TRES MILLONES el número total de condenados.
A esos tres millones de víctimas añádanse los millares de millares de judíos
primero y moriscos después expulsados de la patria, y se comprenderá
perfectamente cómo ya en los tiempos de Felipe IV se vulgarizó el refrán de que:
«La alondra que quiera pasar a Castilla debe llevar su grano».37 Los consejeros
de este mismo rey le expusieron que: «Las casas se desploman y nadie las
reconstruye; los habitantes huyen, las aldeas quedan abandonadas, los campos
incultos, las casas desiertas.» A este clamor de sus ministros las Cortes
añadieron: «Si este mal continúa, bien pronto faltarán paisanos que cultiven los
campos, pilotos que dirijan los buques, y nadie querrá casarse; es imposible que
subsista así el reino un siglo, si no se pone un remedio eficaz».38
Y ¿cuál dirán mis lectores fue la medicina a que acudieron el rey y los
españoles para remediar tanto mal? ¡Pues tomaron la determinación de proclamar
patrona de España a Santa Teresa de Jesús (ya era Santa), aunque se enojase
Santiago Matamoros, primer patrono de España!
XIV
Procedimientos de la Inquisición.
Vamos a terminar con este capítulo
la serie de datos preliminares que hemos creído necesarios, antes de reanudar la
acción de nuestra historia, y procuraremos ser tan breves como lo consienta el
interés histórico.
Dijimos en el capítulo anterior que, aunque la Inquisición funcionaba en algunas
regiones de España, Aragón, Cataluña y Valencia, no se estableció en la corona
de Castilla, León y Navarra hasta el año 1480, en que se nombraron los cuatro
primeros inquisidores generales, y éstos no entraron en funciones hasta el 2 de
Enero de 1481.
A esos datos debemos añadir estos otros: la repugnancia de la reina Isabel hacia
el Tribunal fue tanta, que solamente lo estableció en el arzobispado de Sevilla;
pero como cuando el poder público hace una concesión contra conciencia, se pone
en una pendiente muy resbaladiza y a la primera se siguen otras y otras
concesiones de la misma o de peor índole, así el Santo Oficio se propagó bien
pronto por Castilla, llegando a formarse Tribunal en casi todas las provincias.
Formose un Consejo Supremo, ideado por don Fernando, esposo de Isabel, el cual
lo componían el fraile Torquemada y otros dos eclesiásticos, cuyas pretendidas
atribuciones eran entender en las causas en última instancia; pero el verdadero
objeto de la Junta Suprema consistía en asegurar para la corona las
confiscaciones que hiciesen los Tribunales inferiores.
La causa en que primero entendieron los jueces de la Inquisición fue contra los
reos de judaísmo, y para ello se adoptó el Manual de procedimientos, compuesto
por el inquisidor aragonés Eymerich para los Tribunales del Aragón, en el siglo
XIV, basado en los procedimientos del mismo Tribunal en Italia.
Calcule el lector la rapacidad salvaje con que fue inventado el medio de
sorprender lo que los procesados tratasen de ocultar, estudiando la siguiente
instrucción dirigida a los inquisidores:
«Cuando el inquisidor pueda, procurará que se introduzca en la conversación del
preso alguno de sus cómplices u otro hereje convertido, que fingirá persistir en
la herejía, diciéndole que adjuró sólo por librarse del castigo, engañando a los
inquisidores. Este, después de haber así ganado la confianza del preso, irá a la
cárcel algún día por la tarde, y alargando la conversación hasta la noche, se
quedará con él a pretexto de que es muy tarde para retirarse a su casa. Entonces
instará al preso a que le cuente todas las particularidades de su vida,
habiéndole referido ante todo toda la suya, y entre tanto habrá puestos espías y
un notario para escuchar a la puerta a fin de que certifiquen lo que se haya
dicho dentro.»
A tan odiosa instrucción, Torquemada, en 22 de octubre de 1484, añadió un
reglamento en el que se prescribía la negación de la absolución, aun en la hora
de la muerte, a los padres, hijos, maridos y esposas que no se delatasen
mutuamente y sólo por sospecha de herejía.
Horror causa tal monstruosidad, cuando hoy día, y en causa de delitos comunes,
el presidente de la Sala advierte al testigo que no está obligado a declarar
contra su padre, hijo, madre, esposo o esposa.
Pero sigamos extractando lo que dice Cayetano Manrique en sus Apuntes para la
vida de Felipe II, en su opúsculo que varias veces hemos citado.
En la vista de los procesos no se leería ningún documento ni declaración
favorable a los presuntos reos, los cuales deberían ser tratados con todo rigor
y estar completamente incomunicados, hasta el punto de no poder consultar con
sus abogados defensores, sino delante de dos inquisidores. Si esto no era
despojarles arteramente de todo medio de defensa, no sabemos qué era. Además de
lo dicho, y para colmar la medida de iniquidad, a los acusados no se les daría
noticia jamás de quién los acusaba, ni de quiénes eran los testigos de cargo.
Finalmente, el inquisidor general, don Fernando de Valdés, que ejercía su cargo
en la época en que se desarrolló la acción de nuestra historia, publicó en 2 de
Septiembre de 1561 las célebres Ordenanzas de Madrid, compuestas de 81
artículos, Ordenanzas que, con ligeras alteraciones, rigieron constantemente en
los Tribunales del Santo Oficio, y que se promulgaron en todos ellos por
autoridad propia y sin la menor intervención del Estado.
Como si todo lo dispuesto pareciese poco a los señores del Oficio, establecieron
que el silencio por parte del reo se tuviese por confesión: Taciturnitas
habeater pro confessione, y que la voz pública era suficiente no solamente para
inquirir, sino para aplicar el tormento: Fama oriatur: non solo procedi potest
ad inquirendum, verum in illa sola plenum indícium insurgit ad torturam.
Con tales elementos no había necesidad del palo ni del hierro para vengarse de
un agravio personal; bastaba una simple delación, y ya estaba vengado el agravio
y satisfecha la malquerencia.
Pero con ser todo lo dicho odioso en alto grado, todavía era más odiosa la
hipocresía que informa todo el derecho (si derecho puede llamarse) del Santo
Oficio.
Existía un acto que se llamaba Publicación de testigos; pero como el presunto
reo no debía conocer la persona que deponía contra él, se comenzaba la lectura
de la deposición con la siguiente fórmula: Un testigo jurado y ratificado en
tiempo y forma, depuso...(y aquí la declaración).
También tenía derecho el acusado a nombrar testigos de descargo, que se citaban
para el acto de probar tachas; pero ¡cualquiera se metía a testigo en un
Tribunal cuyas garras, como las del pulpo, eran múltiples y ansiosas de
enroscarse en derredor de víctimas, de las que estaba siempre sediento el
bárbaro Oficio! Además, si los testigos de descargo citados por el acusado se
hallaban ausentes, se prescindía de ellos y al presunto reo se le consolaba
diciéndole que tales personas no habían podido examinarse por algunos
impedimentos; y aunque el infeliz reo se desesperase, los inquisidores...¡tan
frescos! Otro sí (que diría cualquier inquisidor), si el testigo de descargo
había fallecido, se ocultaba al acusado tan importante circunstancia.
Y vamos al fin. Si el reo confesaba su delito o delitos, se le sometía a
cuestión de tormento por temor de que pudiera ocultar alguna circunstancia, y si
no confesaba o negaba, pues... con mayor motivo era atormentado. Eso sí, se le
conducía al acusado a la cámara del tormento, y a presencia de los inquisidores
y del escribano (todos ellos eran los mismos lobos, aunque ejercieran cargos
diversos), antes de atormentarle se exhortaba cariñosamente al presunto reo a
que por amor de Dios dijese la verdad para evitarse de los grandes trabajos que
le esperaban.
El tormento se aplicaba bajo dos puntos de vista distintos, aunque fuesen dos
torturas verdaderas. En un caso, el tormento se aplicaba por el delito que se
suponía haber cometido el propio reo, en cuya circunstancia se aplicaba in caput
propium (¡vaya que si era en cabeza propia!); en el segundo caso, es decir, si
la cuestión de tormento era para que el acusado declarara sus cómplices, si los
tenía, se le torturaba in caput alienum, o sea para averiguar delitos ajenos.
Como de las sentencias diversas hemos de ofrecer copia en las dictadas contra
los personajes de nuestra historia, las omitimos por el momento, y pasaremos,
para terminar estos preliminares, a decir algo acerca de los modos de
atormentar.
En primer lugar, haremos notar que la cámara del tormento estaba situada en el
lugar más interno del edificio de la cárcel, es decir, en el calabozo más
subterráneo, evitándose de ese modo el que nadie pudiese escuchar los alaridos
exhalados por la infeliz víctima.
Con respecto al género de torturas, solamente el demonio, que las inspiró, pudo
inventarlas más variadas y dolorosas. En aquel antro de martirio se conservaban
cuidadosamente los útiles de tortura, las herramientas del dolor. En aquel
espantoso arsenal quirúrgico, destinado, no a remediar los males físicos, sino a
destrozar robustos miembros y a reventar sanas entrañas, se conservaban,
cuidadosamente ordenados, el potro, la escalera, la rueda, el burro, los
garrotes, el brasero con su acompañamiento de cepo, fuelles, carbón y tenazas;
el mazo, las cuñas y otros necesarios útiles.
Ya veremos cómo los ilustres cuanto benditos mártires que figuran en esta
leyenda padecieron estos diversos tormentos, y entonces nos enteraremos de la
forma y manera con que se aplicaba cada diverso género de tortura y los efectos
que producían.
XV
El primer mártir.
Ya hemos visto el estado próspero y
el espíritu de propaganda que animaba a los cristianos reformados de España,
cuyos dos grandes centros, con quienes comunicaban las pequeñas ramificaciones
de la península, eran Valladolid y Sevilla.
Fuerza es confesar que a los inquisidores llegaban de vez en cuando rumores
sumamente extraños. Hasta el mismo emperador Carlos V, retirado en Yuste, vivía
intranquilo, temiendo el movimiento reformista. Pesábale en gran manera el haber
respetado el salvoconducto que diera a Lutero para presentarse en la Dieta de
Worms, pues según su biógrafo Sandoval, más de una vez el retirado en Yuste
había dicho: «Yo erré en no matar a Lutero...porque yo no era obligado a
guardarle la palabra, por ser la culpa del herege contra otro mayor Señor, que
era Dios». Y próximo a morir, exhortaba a su hija doña Juana, gobernadora del
reino, por ausencia de su hermano el rey don Felipe, a que diese todo el auxilio
que la Inquisición pudiera necesitar para descubrir y exterminar los herejes que
pudiera haber en los dominios a su regencia confiados. Más tarde confirmaba sus
deseos en un codicilo, en el que encargaba enérgicamente la extinción de cuantos
fautores de herejía pudieran haberse en los extensos dominios de la Monarquía
española.
Pero a pesar de la simpatía y apoyo de los poderes públicos y a pesar de cuantos
medios morales y materiales disponían, como el púlpito y, sobre todo, el
confesionario, la Inquisición no echaba de ver el volcán que se formaba, y que
si llega a estallar cual debió ser, concluía para siempre con el dominio papal
en España y sus colonias.
En los altos designios de Dios no ocurrió así. La persecución comenzó a
desarrollarse, punto más o menos, del modo siguiente:
Julián Hernández, a su paso por Flandes, había dado un ejemplar del Nuevo
Testamento a un herrero, quien mostró el libro a un sacerdote, dándole al mismo
tiempo las señas personales y quizá el nombre de la persona que a él le hiciera
el regalo. Como es natural, el cura escribió inmediatamente a los inquisidores
españoles, quienes, aunque indecisos, prendieron a Julián cerca de Palma, y le
condujeron y encerraron en las cárceles de la Inquisición de Sevilla.39
Pero antes de prender a Julián ya había dado que hacer a los señores
inquisidores la delación que hizo la criada del doctor Zafra, de quien más
adelante hablaremos.
Ni al tiempo de prenderle, ni durante el viaje de Palma a Sevilla, ni al
comparecer ante los jueces, dijo Julián una palabra acerca de sus hermanos en la
fe cristiana ni acerca del cómo, cuándo o medio de que se valía para adquirir,
introducir y esparcir los libros, de los que no le ocuparon sino escasísimo
número de ejemplares.
Julián compareció ante sus jueces, sujetas las manos por fuertes esposas; pero
ni en su semblante se notaba la menor expresión de desaliento, ni sus pasos eran
vacilantes, ni su voz estaba alterada.
Los mismos inquisidores le miraron con desprecio y conmiseración.
Después de haberle juramentado, principió el interrogatorio.
–¿Prometes decir verdad, como ya lo has jurado, a todo cuanto se te pregunte?
–Pues si ya juré decir verdad– respondió Julián, –no sé a qué viene esa promesa.
De todos modos, diré a vuesas mercedes que sí diré verdad, porque mentir no
acostumbro.
–Obrarás cuerdamente, porque el Santo Tribunal tendrá eso en cuenta para haberse
más benignamente contigo. ¿Cómo te llamas?
–Julián Hernández.
–¿De dónde eres?
–Castellano viejo; nacido en Villaverde, en Tierra de Campos.
–¿Tienes oficio?
–Sí, señores. Soy, y lo tengo a mucha honra, cajista de imprenta.
–¡Ah! ¿Eres impresor?
–No, señores; los que en la imprenta componemos los moldes no somos impresores;
éstos son los que estampan en el papel con los dichos moldes por medio de la
prensa.
–Discurres con acierto. Veamos: ¿presumes por qué te hallas aquí?
–Ni por blasfemia, ni por muerte, ni por hurto.
–¿Tienes en Sevilla, o en otra parte, quien te quiera mal?
–No lo espero, aunque, como he hecho cuantos beneficios me ha sido posible,
puede que alguno de ellos me haya acarreado algún enemigo.
–Sutil eres– apuntó uno de los inquisidores.
–No hago alarde de tal– replicó Julián, –aunque, hablando sin envanecimiento,
doy gracias a Dios por la inteligencia que me ha concedido.
Después de una pausa, el dominico presidente del Tribunal dijo:
–Adujiste poco ha que no estabas aquí por blasfemo, y sin embargo, se te acusa
como autor de herejía y propagador de ella.
–Pronto se ha calificado mi causa; pero, ¿podéis decirme quién me acusa?
–Asunto es ese que no te interesa; lo que menos te importa es conocer quién te
acusa; bástate saber que te acusan.
–Perdóneme vuestra paternidad. Allá por nuestras tierras de la Vieja Castilla
somos dados al fuero, y creo que en buen derecho al acusado...
–Le basta con que nosotros le digamos que está acusado– interrumpió el fraile, y
añadió: –Pero, pues algo deseas saber y yo quiero complacerte, dime: ¿no has
repartido ciertos libros en Sevilla y en otras partes?
–Sí que he repartido libros a las personas para quienes los traía encargados.
–Los nombres de cuyas personas nos darás.
–Tarea ímproba a fe, si he de recordar tantos nombres; además de que muchos de
los nombres de las personas a quienes he dado libros me son del todo
desconocidos, lo aseguro bajo la fe del juramento que de decir verdad tengo
hecho.
–Bueno, ese punto ya le tocaremos en sazón oportuna. Ahora dí: ¿sabías de qué
trataban esos libros?
–Sí, a fe; porque todos los leí, y en la composición material de algunos tomé
parte, ya componiendo los moldes, ya corrigiendo pruebas.
–¿Y no echaste de ver que esos libros contenían proposiciones heréticas?
–No por cierto, antes los tenía por libros de excelente, ortodoxa y cristiana
doctrina...
–Pues, a pesar de tu opinión, esos libros están condenados por el Papa.
–Eso ya lo sabía yo.
Los inquisidores saltaron en sus asientos. Tanta audacia los admiró.
–¡Si nos las habremos con un loco!– apuntó uno de los miembros del Tribunal.
El presidente continuó su interrogatorio.
–Vamos– dijo; –¿dónde compusiste y adquiriste esos libros?
–En Ginebra y en Alemania.
–¿Has estado en esos países?
–Sí, señor, y en Francia también.
–¿Qué has hecho por esas tierras?
–Trabajar en la imprenta; ya os dije antes que soy cajista de imprenta.
–Es imposible– apuntó otro del Tribunal –que ese hombre haya conducido esos
ejemplares desde tan lejanas tierras.
–No hay tal imposibilidad– contestó el presidente, añadiendo: –Recordad,
hermano, que uno de los ejemplares que se le han ocupado está firmado por el
hereje Valera.
–El cristianísimo y eximio doctor don Cipriano de Valera, habréis querido decir–
interrumpió Julián.
–¿A interrumpirme a mí te atreves?– exclamó indignado el presidente.
–Porque os equivocabais al calificar al excelente doctor, que me honra con su
amistad.
–¿Esto más? Al punto dinos de qué medio te has valido para introducir esa peste
de libros, cuántos has traído, a quién los has dado y quiénes son tus cómplices.
–Mucho me ha preguntado– respondió con calma Julián –vuesa señoría para que yo
conteste; pero procuraré hacerlo. Primeramente afirmar debo que no tengo
cómplices; si acaso, amigos que me ayuden...
–Pues el nombre de esos amigos deseamos escuchar de tu boca. Ea, notario,
anotad.
–¿Anotad qué?– preguntó Julián.
–Los nombres de esas personas a quienes por amistad tienes.
Hubo un compás de espera, al cabo del cual Julián Hernández contestó:
–¡Deciros yo los nombres de esos mis buenos, de mis caros amigos! ¡Quedaríais
confundidos, tan ilustres son! Mirad: escritos los tengo en mi corazón;
arrancadme esa entraña y, si podéis, leedlos en ella.
El asombro sobrepujaba a la ira que inflamaba el corazón de los inquisidores.
¿Quién era aquel acusado de tan ruin cuerpo, que osadamente se atrevía con
ellos?
Julián, aprovechando el estupor de sus jueces, prosiguió:
–De peste habéis tachado los queridos, aunque pocos ejemplares que me habéis
cogido. ¿Y cómo podéis tratar de pestilencial la Palabra de Dios impresa y
sabiamente comentada?
–¡Calla, o te hago poner una mordaza, maldito blasfemo!
Y al decir esto, uno de los frailes, saliendo de su asiento y dirigiéndose a
Julián, le pegó una tremenda bofetada.
Hernández miró al fraile con compasión, y humedeciéndosele los ojos por algunas
lágrimas, no arrancadas por el dolor ni el desacato, dijo con dulce voz:
–Si male locutus sum, testimonium perhibe de malo: si autem bene, ¿quid me
caedis?40
Los inquisidores caminaban de sorpresa en sorpresa. Aquel hombrecillo que tenían
delante, y al cual miraban con desprecio, no sólo mostraba arrogancia, sino que
citaba en correcto latín pasajes de la Sagrada Escritura. Estaban tan perplejos,
que no acertaban a reanudar la indagatoria. Por fin, el presidente acudió a las
arteras instrucciones de su Tribunal, diciendo:
–Déjate de alegatos inútiles y declara el nombre de tus amigos. ¿No comprendes,
insensato, que quien te delató a ti mismo nos informó del nombre y rango de
aquellos a quienes tienes por amigos?
–Ya veo venir a vuesa paternidad– contestó Julián con seguro acento, y continuó:
–Si vuesas mercedes conocieran los nombres de mis amigos, no pondríais tanto
interés en que yo os los declarara; pero, pues que los sabéis, citadme uno, y en
fe de Julián Hernández que os declaro a los demás. Señor notario– añadió en tono
de burla, –prepárese vuesa merced para anotar,
–No eres tú quien ha de interrogar al santo Tribunal, sino el santo Tribunal es
quien tiene el derecho de interrogarte a ti.
–Pues ya puede el endiablado, que no santo, Tribunal interrogarme, que a su
torcido de interrogarme quédame a mí el derecho de no añadir una palabra más a
las ya dichas.
–Te cargaremos de hierro, te remitiremos en el más hondo calabozo, irás al
tormento y cantarás...¡vaya si cantarás!
–Podréis encerrarme, sepultarme en vida, cargarme de hierro, despedazarme en el
tormento. Lo que no podéis, lo que no lograréis, ya que habláis de cantar; lo
que no conseguiréis, porque a ello no llega vuestra omnipotencia, es obligar a
que este gallo cante, así Dios me asista.
–¡Lo veremos!– rugió el presidente, y añadió en alta voz: –¡Hola, ministros!
Conducid al preso al calabozo más oscuro; ponedle en cepo, y a media ración de
pan y otra media de agua. Incomunicación rigurosa.
–Nada de eso me espanta– dijo Julián; –así pusieron al apóstol San Pablo y a su
compañero Silas en la cárcel de Filipos, y sin embargo, los siervos de Dios
cantaban himnos. Y mirad: yo he compuesto uno muy apropiado a las
circunstancias. Háganme vuesas paternidades el honor de escuchar, que soy algo
músico y un tantico poeta.
Y Julián cantó:
Vencidos van los frailes,
vencidos van.
Corridos van los lobos,
corridos van.41
–¡Llevadle!– gritó con ira el inquisidor presidente.
Los esbirros sacaron de la sala al piadoso Julián Hernández.
Acto seguido el escribano extendió, y la sala firmó, la siguiente diligencia:
«Habida interrogatoria con el presunto reo acusado de fautor de herejía
luterana, que dice llamarse Julián Hernández, según declara, de...años de edad,
natural de Villaverde, en Tierra de Campos, de oficio impresor, preso en estas
cárceles del Santo Oficio de Sevilla, y no pudiendo obligarle a declarar los
nombres de sus cómplices, aunque consigna que tiene muchos, y habiéndosele
ocupado algunos libros de la secta luterana, unos sin firma y otros con las
firmas de reconocidos herejes residentes en países extranjeros:
CHRISTI NOMINE INVOCATO
»Fallamos, atentos los autos y
méritos del proceso, indicios y sospechas que de él resultan contra el dicho
Julián Hernández, que le debemos condenar y condenamos a que sea puesto a
cuestión de tormento, en la polea o garrucha, en la cual mandamos esté y
persevere por tanto tiempo como a nos bien visto fuere; para que en él diga la
verdad de lo que está testificado y acusado: con protestación que le hacemos,
que si en el dicho tormento muriese, o fuere lisiado, o se siguiere efusión de
sangre o mutilación de miembro, será a su culpa y cargo y no a la nuestra, por
no haber querido decir la verdad. – Y por esta nuestra sentencia así lo
pronunciamos y mandamos, en esta ciudad de Sevilla, etc.»42
¡Tigres!
XVI
La cárcel de la Inquisición en Sevilla. Arterías de los sicarios.
El Tribunal y prisiones del
Tribunal de la Inquisición se establecieron al principio en el convento de San
Pablo, en Sevilla; pero como el número de presos creciese de un modo
considerable, trasladose el Tribunal con sus cárceles a la espaciosa fortaleza
de Triana, situada sobre la margen derecha del curso del río Guadalquivir. Sobre
la puerta que daba acceso a la fortaleza los inquisidores hicieron esculpir o
pintar esta inscripción en latín: «EXURGE DOMINE, JUDICA CAUSAM TUAM. CAPITE
NOBIS VULPES.»
La primera parte de esta inscripción está tomada de la primera parte también del
salmo 74:22: «Levántate, ¡oh Dios!, y aboga tu causa»; la segunda parte del
rótulo no son más que unas pocas palabras del libro Cantar de los Cantares, cap.
II, vers. 15: «Cazadnos las zorras». Así, la Inquisición procuraba autorizar
hasta sus edificios con textos de la Sagrada Escritura, cuyos ejemplares y
lectores perseguía.
En esta cárcel debió ser encerrado Julián y los otros mártires sevillanos de que
hablaremos más tarde.
Solamente repetiremos aquí que a la sazón era inquisidor general de España el
eminentísimo señor don Fernando Valdés, cardenal arzobispo de Sevilla.
Ya hemos visto en el capítulo anterior que el Tribunal acordó poner a Julián
Hernández a cuestión de tormento, y que éste debía ser el de la polea o
garrucha.
Este tormento consistía en atar al acusado las manos, por las muñecas, a la
parte posterior de su cuerpo con unas cuerdas, y además le ligaban los dedos
pulgares con otras cuerdas más finas. Por supuesto, el atormentado no llevaba
otra ropa que unos cortos calzoncillos que le cubrían desde los muslos a la
cintura, quedando el resto del cuerpo completamente desnudo. Una vez ligado el
reo como queda dicho, le ataban a los pies unas pesas de más o menos peso, a
placer de los señores inquisidores. Pasábanle un gancho sujeto a la maroma que
colgaba de una rueda, a usanza de las de los pozos, suspendida del abovedado
techo, y a una señal del juez, dos sicarios tiraban del otro cabo de la maroma,
izando al infeliz a quien martirizaban y dejándole caer a una seña del juez;
volvíanle a suspender en el aire con más peso, o impulsábanle en el espacio para
que ejecutase lo que en la jerga inquisitorial se llamaba hacer la péndola,
porque, efectivamente, el atormentado ejecutaba el movimiento de una péndola de
reloj.
Dejamos al buen sentido del lector el calcular los horrorosos padecimientos del
infeliz sometido a tan atroz tormento, del que no libraba sin dislocaciones de
piernas o brazos.
Para entrar de una vez en la cámara del tormento, donde, por supuesto,
mentalmente, acompañaremos a Julián Hernández, copiaremos aquí algunas de las
instrucciones que los inquisidores debían observar en el acto de aplicar la
tortura.
En el Manual del Santo Oficio, compuesto por el secretario de la Suprema, se
dispone la forma en que debía extenderse la diligencia de tortura, como sigue:
«Hase de assentar lo que el reo dixere, y las preguntas que se le hicieren y sus
respuestas, sin dexar nada, y como le mandaron desnudar y ligar los brazos, y
las vueltas de cordel que se le dan; y como lo mandan poner en el potro y ligar
piernas, cabeza y brazos; y como se ligó; y como se mandaron poner y pusieron
los garrotes, y como se apretaron, declarando si fué muslo espinilla o brazo,
etc.; y lo que se le dixo a cada cossas destas. Si es de garrucha se ha de
assentar como se pusieron los grillos y las pesas, y como fué levantado y
cuantas veces, y el tiempo en que cada uno lo estuvo. Si es de potro, se dirá
como se le puso la toca, y quantos jarros de agua se le echaron y lo que cabía
cada uno. De manera que todo lo que passare se escriba, sin dejar nada por
escribir. Y confessando alguna cosa, se le dirá por qué no lo había declarado
antes, y lo que más paresciere necesario para atender el crédito que se le debe
dar para otros efetos.»
Fatigado y apenado el ánimo por la lectura del anterior documento, pasemos en
compañía del alcaide y calabocero, que abren la puerta y se introducen en el
calabozo de Julián.
Sentado sobre unas pajas, recostado el cuerpo contra el muro y sujetos los pies
en pesado y macizo cepo, la fatiga había rendido al preso, el cual dormía.
Tocole el alcaide en un hombro, y Hernández despertó.
–¡Cómo duermes!– exclamó el alcaide.
–No he podido descansar en toda la noche, y no ha mucho que logré conciliar el
sueño– dijo Julián con sencillez, mientras se frotaba los párpados con las yemas
de los dedos de sus manos.
–Pues mal despertar tienes– dijo el alcaide.
–¿Pues...?
–Porque vengo de parte de los señores para notificarte que en la mañana de hoy
se te pone a cuestión de tormento.
–No es muy grata la noticia. ¿No habría medio de evitarlo?
–Sí; uno infalible.
–¿Cuál?
–Que declares a los señores los nombres que ocultas.
–Pues si en eso consiste, atorméntenme cuanto en gana les viniere y yo pudiere
resistir, pues que yo no he de añadir una palabra a lo que dicho tengo.
–Peor para ti, peor para ti; pues es horroroso lo que te aguarda. Figúrate que
te van a aplicar el tormento de la polea o garrucha.
–Lo mismo me da ese que otro, porque calculo que no hay tormento bueno; pues
como la palabra lo indica, tormento, tormento tiene que ser.
–¡Oh! Es que éste excede a toda ponderación, especialmente para ti; pues si
otros más robustos que tú quedaron con ambos brazos descoyuntados a la segunda
ascensión, a tí es posible te salga el ánima del cuerpo y con ella la vida.
–Si en ello es Dios servido, cúmplase su voluntad soberana, pues yo dispuesto
estoy a entregar esta ánima, y haranme no pequeño favor. Además, con eso quedará
mejor guardado lo que a los inquisidores les importa saber y a mí callar.
Tras unos momentos de silencio, el alcaide dijo al carcelero:
–Suba, para que almuerce este preso, una buena escudilla de sopa y ración de
pan.
El carcelero salió del calabozo, y entonces el alcaide, dirigiéndose a Julián,
añadió:
–Yo soy de natural compasivo, y, a decirte verdad, no me parece bien todo lo que
hacen los señores. No, señor; tanto rigor me disgusta, y por lo mismo, ya ves,
aunque me han ordenado no darte sino media ración de pan, quiero regalarte
haciendo que añadan una de sopa. Pero en cambio te aconsejo, como amigo, tengas
compasión de ti mismo y declares todo a los señores; acaso ellos, teniendo en
cuenta tu docilidad, te traten benignamente y pudieran darte la libertad.
–Si yo no estuviera impuesto de las malas artes de que se valen los que vos
llamáis señores, y también los que a su servicio están, para arrancar por
astucia el secreto que no pueden descubrir por amenazas ni por castigos; si yo
me persuadiera de que vuestras palabras eran dictadas por un impulso de caridad
hacia mí, todavía, agradeciendo vuestros buenos deseos, aplicaría al caso la
respuesta del apóstol San Pablo a sus amigos, quienes, llorando, le exhortaban a
que no fuese a Jerusalén, donde le esperaban grandes penalidades por fe de
Cristo (Hechos 21:11-13), os diría, pues: «Señor alcaide, ¿qué hacéis
exhortándome y afligiéndome el corazón? Porque yo no solamente estoy dispuesto a
sufrir el tormento antes que pronunciar el nombre de uno solo de mis amigos,
sino que estoy pronto a morir en él por el nombre del Señor Jesús.»
–Pues mira, yo, por mi parte, ya te he aconsejado lo que te conviene y
descargado he mi conciencia...; pues que así lo quieres, sea...Ea, ya está aquí
tu desayuno; ánimo, y buen provecho.
El calabocero entregó la escudilla al preso y salió tras el alcaide del
calabozo, que cerró.
Momentos después el alcaide decía a uno de los inquisidores:
–No me ha sido posible hacerle pronunciar un solo nombre; dice que antes morirá.
–Está bien; a la hora que se os tiene ordenado le haréis conducir a la cámara
del tormento.
XVII
Julián Hernández en el tormento.
A la hora señalada deteníanse a la
puerta de la cámara del tormento el alcaide y el calabocero, con Julián
convenientemente esposado.
Sin duda los empleados de la cárcel no debían penetrar en la cámara, pues tan
pronto llamaron a la puerta apareció en el dintel un hombre cubierto de largo
saco, regazadas las mangas hasta los codos, dejando al descubierto sus nervudos
brazos. Cubríale la cara una especie de careta, o mejor un trozo de percal,
formando pieza con la caperuza con que cubría la cabeza una especia de careta
con tres agujeros, correspondientes uno a cada ojo del enmascarado y otro a la
boca; tenía rodeada a su cintura una soga, y descubría los pies calzados con
sandalias de cáñamo y enseñaba desnudos los tobillos.
–Deo gratias; el preso Julián Hernández– dijo el alcaide.
–A Dios sean dadas– contestó el encapuchado, que, volviéndose hacia el interior,
añadió en no muy alto tono de voz: –Señores, el preso Julián Hernández.
–Admitidle.
El enmascarado tomó por un brazo a Julián, y, atrayéndole violentamente, le
obligó a traspasar el dintel de entrada, mientras el alcaide y calabocero se
retiraban y el macizo portón fue sólidamente cerrado.
¡Qué horrible mansión! Figúrese el lector un aposento más o menos ancho, de
abovedada techumbre, formado por espesos muros de piedra sillería, embaldosado
de losas y subterráneamente construido. Un redondo agujero en lo alto del techo,
a flor del pavimento de un lóbrego patio, a cuyo suelo nunca llegan los rayos
solares, abertura defendida por dos dobles rejas, sirve para renovar algo el
aire en la cámara los días en que se enciende el brasero. Cuando no se usa ese
instrumento de tortura, el redondo ventano se cierra con una vidriera de sucios
vidrios cubiertos de telarañas.
Pendientes del techo, dos enormes y conventuales faroles, en cuyo interior
respectivamente arde un corto, pero grueso cabo de cirio, esparcen opaca luz.
Entre dos enormes columnas se vislumbra una tarima, y sobre ella una mesa y los
necesarios sitiales para que asiento tomen los individuos que han de presidir,
formando tribunal, las dolorosas sesiones.
Hállanse sobre la mesa un enorme crucifijo fundido en latón, un macizo tintero
de piedra, plumas de ave y dos candeleros, de latón también, en los cuales
alumbran dos cirios de verde color.
Empotrados en el pavimento sobre gruesos postes de madera vense aquí, allá y
acullá el burro, la rueda, la escalera y el enorme brasero de hierro, al lado de
fortísimo cepo, y a un lado grandísimo fuelle, tenazas y una especie de
trinchante también de hierro.
Del techo pende una rueda o garrucha entre cinta de hierro, y de ella cuelga
gruesa maroma, en uno de cuyos cabos está el garfio, mientras el otro extremo de
la cuerda pasa por una argolla sólidamente enclavada en la pared.
Allá, en un rincón, vese un enorme cántaro con agua, y pendientes de escarpias
enclavadas en la pared cuelga un jarro de bronce, cubierto de verdoso
cardenillo, y en el otro clavo, un filtro y una capucha. También se ven unos
cajones con cuerdas, y otro con cuñas, estaquillas y un enorme mazo, todo de
madera.
Los frailes que recibieron la indagatoria a Julián el día anterior ocupaban los
sitiales tras la mesa, en la que, además de los objetos ya descritos, veíanse
algunos infolios de papel escrito. Eran el comienzo de la causa que a Julián se
instruía.
–Ministros, acerquen al acusado.
El sicario que había abierto la puerta e introducido a Julián en la cámara tomó
a Hernández, y llevándole entre él y otro colega de la misma catadura y atavío,
se acercaron los tres hasta llegar a respetuosa distancia de la tarima o
plataforma.
–Ministros– preguntó el presidente a los sayones que se hallaban a los lados de
Julián, –¿juráis guardar completo secreto de cuanto aquí oyéredes o viéredes,
sin que por pretexto alguno lo comuniquéis ni aun a vuestro confesor?
–Sí, juramos– respondieron los dos verdugos.
–Si quebrantárades– prosiguió el presidente –vuestro juramento, incurriréis en
excomunión mayor, no remisible ni en la hora de la muerte, y si se descubriese
vuestro perjurio, seréis además castigados corporalmente con las penas a que en
derecho haya lugar.
Entre tanto que este diálogo se cambiaba, el fraile notario escribía con
vertiginosa rapidez. Sin duda tomaba acta del juramento de los dos sayones.
Cuando el notario terminó su tarea, el presidente, levantándose de su sitial y
quitándose el bonete, acción que imitaron los demás, invocó solemnemente los
tres nombres de la Trinidad Inefable.
Después, cubiertas las cabezas y recobrados los asientos, el presidente preguntó
a Julián, quien, dicho sea de paso, estaba sin color en el rostro, aunque no
manifestaba expresión alguna de terror:
–Acusado, ¿sois el mismo que habéis declarado nombraros Julián Hernández?
–Sí, señor; yo soy Julián Hernández– respondió con voz segura.
–Hermano notario– dijo el presidente dirigiéndose al funcionario, –servíos leer
al acusado nuestro decreto dictado ayer en Tribunal.
El notario leyó en voz alta la sentencia de tormento contra Julián, y terminada
la lectura, el presidente preguntó a Hernández:
–¿Has escuchado el fallo de este Santo Tribunal?
–Escuchado he.
–¿Lo has entendido y te das por notificado?
–Lo he entendido y por notificado me doy.
–¿Estás dispuesto a declarar ante este Santo Tribunal la forma, medio o manera
en que has adquirido los libros que se te han ocupado? ¿Cuánto sea el número de
aquellos otros que has repartido? ¿A quién se los has entregado, y finalmente,
quién te ayudó a introducir en España lectura tan perniciosa contra la Santa
Iglesia católica apostólica romana, nuestra Madre? ¿Quieres deponer en
consonancia a las inquisiciones de este Santo Tribunal? En el nombre de Dios te
conjuro a que así lo hagas.
Después de un corto intervalo de silencio, Julián, con voz reposada, contestó:
–Señor inquisidor: a mi resolución de ayer, expuesta ante vuesas reverencias, me
atengo. No añadiré una palabra más a lo que tengo manifestado. Podéis hacer con
mi cuerpo lo que os plazca, pues ni os reconozco como Tribunal santo, ni la
Iglesia romana es mi madre, aunque ya se conoce, y yo lo reconozco, que lo es
vuestra. De tal madre, tales hijos.
Todos los miembros que componían el Tribunal dieron muestra de la ira de que
estaban poseídos, pero el que presidía dijo:
–¡Estás loco! De todos modos, vuelvo a conjurarte que tengas piedad de ti mismo;
advirtiéndote que, si algún perjuicio corporal te sobreviniese por tu
obstinación, tuya sea la culpa.
–No diré más de lo que dicho tengo.
Un silencio sepulcral reinaba en la cámara.
–¡Ministros, ejecutad vuestro oficio! – ordenó el presidente.
Los sicarios, siempre en silencio, quitaron las esposas a Julián.
–¡Desnúdate!– le dijo uno de ellos.
–¡Desnudarme yo! ¿Por qué he de desnudarme?
–Porque es preciso.
–Pues si es preciso, yo no me desnudo de mis ropas.
–¡Desnudadle!– ordenó el presidente.
Aunque Julián se resistió, aquellos fornidos verdugos le vencieron fácilmente y
le despojaron hasta de sus prendas interiores. Le cubrieron y ataron a la
cintura la miseria de calzoncillos de que ya se ha hecho mención,43 y entonces
el presidente ordenó de nuevo:
–¡Ligadle conforme a costumbre!
Uno de aquello ministros sujetó a Julián los brazos hacia la parte posterior de
su cuerpo, mientras el otro, provisto de una cuerda, ligaba, y en alta voz iba
cantando:
–Muñecas; la del brazo izquierdo bajo la del derecho. Vueltas de cordel
apretadas a conciencia de que resistan el peso del reo y de las pesas; vueltas:
una...dos...tres...cuatro...cinco...seis...siete...
–¡Añudad!– ordenó el presidente.
El verdugo contestó, siempre en voz clara:
–Añudo...ñudo de seguridad...apretado en conciencia; segundo ñudo de
seguridad...más fuerte...; lazada.
–Añudad los dedos pulgares con cuerda delgada– volvió a ordenar el presidente.
El sicario volvió a cantar, mientras ejecutaba:
–Cuerda delgada para pulgares. El un dedo junto al otro; extendidos ambos y sin
cruzarse, por bajo de la primera coyuntura; vueltas:
una...dos...tres...cuatro..cinco...seis...
–Suspended y ligad.
–Suspendo y ligo...un ñudo, al temple, de tensión y lazada fuerte de seguridad.
–Conducid al acusado al garfio y enganchad por entre los brazos a la cuerda que
liga las muñecas.
Los verdugos colocaron a Julián bajo la rueda de la polea y ejecutaron las
órdenes del inquisidor, diciendo el que llevaba la voz:
–Señor, enganchado y asegurado.
Los tres inquisidores que formaban el odioso Tribunal se hablaron en voz baja, y
el presidente ordenó:
–Seis libras de hierro a los pies.
Los sicarios obedecieron, sujetando por medio de grillos a los tobillos de
Julián una bola de hierro que tenía marcado un número 6.
Inmediatamente ambos ministros tomaron el otro cabo de la maroma y, desatándole
de la argolla, se dispusieron a esperar órdenes.
–Como siervo de Dios que soy y su sacerdote– dijo el presidente, –vuelto a
conjurarte nos digas lo que sepas sobre las preguntas que se te han dirigido.
Julián, a quien un frío sudor le cubría el cuerpo, tiritaba de frío. Con todo,
tuvo valor para responder:
–Quien dijo inquisidor, dijo siervo de Satanás. Ea, concluid de una vez. Nada
tengo que deciros, pues me arrepiento por lo que con vosotros he platicado.
–Ministros– ordenó el presidente, –eleven con pausa y a media altura.
Los dos verdugos tiraron con pausa del cabo de la maroma pendiente de la polea.
Giró la garrucha, y la cuerda quedó en tensión suave. A una nueva rotación de la
rueda los brazos de Julián quedaron a media altura de la espalda. Un tercer
tirón hizo elevar los brazos, y el mártir se apoyaba en el suelo con las puntas
de los pies; al tercer empuje de la maroma Julián quedó en el aire, no solamente
él, sino que arrastraba consigo la bola sujeta a sus tobillos, y un doloroso
¡ay! Se exhaló de su pecho.
–En suspensión – ordenó el presidente.
Los sicarios se colgaron de la maroma, pero sin tirar más, manteniendo al reo
pendiente sin alzarle ni bajarle.
–¿Declaras?– preguntó el inquisidor.
–¡Señor Jesús, socórreme!– exclamó el noble mártir.
–Déjate ahora del Señor Jesús– gritó impíamente uno del Tribunal, –y declara lo
que sabes.
–¡Señor! ¡Por amor de Cristo! ¡Dadme fuerzas!– volvió a gemir Julián.
–Ministros, bajad con pausa– ordenó el inquisidor.
Los verdugos hicieron descender a la víctima, hasta que Hernández quedó en pie
sobre el suelo. El semblante del santo mártir presentaba un aspecto cadavérico.
–Vamos, vente a razones y ...pues ya ves que tus fuerzas flaquean, declara.
Julián calló.
–¿Declaras – volvió a preguntar el presidente.
Silencio absoluto por parte del mártir.
–Seis vueltas rápidas de polea– ordenó el presidente.
Julián fue izado de una manera brusca.
Lo que relatamos es rigurosamente histórico. La esencia de nuestro relato, que
aunque parezca novelesco no lo es, la tomamos de Gonzalo de Montes, clérigo y
doctor reformado español, quien después de haber sido atormentado en la misma
cámara del tormento que nos ocupa, pudo huir de España, y desde el extranjero
escribió su libro Artes de la Inquisición española y Elogio de algunos píos
mártires sevillanos, entre los cuales cita a Julián Hernández. De tan
sangrientas escenas dan cuenta también Adolfo de Castro en Historia de los
protestantes españoles, y otro sabio español, don Luis de Usoz y Río, grande
admirador de los reformadores españoles y extranjeros del siglo XVI; quien no
solamente empleó gran diligencia en reunir impresos y manuscritos de aquellos,
sino que gastó gran parte de su fortuna en la reimpresión de unos e impresión de
otros, impresiones y reimpresiones hechas en España, con no poco riesgo de la
seguridad personal del señor Usoz, por las circunstancias políticas de nuestra
patria. Además, atestiguadas están todas estas iniquidades por el canónigo y
último secretario de la Suprema de la Inquisición, señor Llorente. Todo lo que
relatamos es, pues, exacto, y completamente auténtico.
Decíamos que Julián fue levantado por medio de bruscos tirones, y añadiremos
que, por efecto del acto mismo, la maroma se retorcía, con lo cual el cuerpo del
mártir daba vueltas rápidas, ya girando hacia la derecha, ya hacia la izquierda,
conforme la maroma se arrollaba o se desenrollaba.
Calcule el lector los dolores que sufriría el mártir, quien con los brazos en
posición inversa y las manos por encima de la cabeza, hacía esfuerzos inauditos
por doblar las rodillas a fin de evitar la tensión rígida de su cuerpo.
–¡Señor, Señor!– exclamaba el santo mártir de la fe. –¡Señor, dadme fuerzas!
¡Bendito Jesús...! ¡Manifiéstame tu presencia, como lo hiciste con tu siervo
Esteban!
–Este maldito– dijo a sus compañeros uno del Tribunal –conoce la Historia
Sagrada.
–Naturalmente– apuntó el que hacía de notario; –recuerde, padre, que uno de los
libros que se le han ocupado es un ejemplar de ella, impreso en romance,44 en
cuya lectura estará empapado.
–Pues ya verán vuesas paternidades cómo de nada le valen todos sus
conocimientos– y añadió en voz alta, dirigiéndose a los verdugos: –¡Hola,
ministros! Mantened la cuerda en suspensión, ligándola a la argolla para que
descanséis.
Los sayones obedecieron la orden de aquel tigre disfrazado de fraile, quien, sin
piedad para la infeliz víctima, procuraba el descanso a los verdugos que
obedecían sus bárbaros mandatos.
–¡Cristo! ¡Socórreme!– continuaba clamando el pobre Hernández.
–Llama, llama; veremos si Cristo te favorece45– repuso con tono de impía burla
uno de los inquisidores; y con la mayor tranquilidad aquellas tres fieras se
pusieron a contemplar al atormentado, mientras los verdugos descansaban
arrimados contra el muro.
Pasados unos minutos, que al soldado de Cristo debieron parecerle seis años, el
presidente ordenó:
–Ministros, dejadle caer.
Uno de los servidores tiró con fuerza del cabo de la maroma, y deshaciéndose la
lazada que la sujetaba a la argolla, al aflojarse la cuerda, Julián descendió
rápidamente, pegando su cuerpo tremendo golpe contra las losas del pavimento, y
quedó en posición tan extraña como dolorosa, pues estaba materialmente
enroscado.
Pero no lanzó un grito: Había perdido el conocimiento y de sus oídos manaba como
un hilito de sangre.
Uno de los tres inquisidores, tomando un cirio, se acercó a reconocer el cuerpo
de Julián Hernández, ordenando a los que él llamaba ministros (y efectivamente
lo eran de iniquidad) pusiesen en posición regular el cuerpo. Después del
reconocimiento dijo, dirigiéndose a sus compañeros:
–No, no ha muerto. Está desvanecido; pero no puede continuarse la sesión, porque
tiene desligado un brazo por el húmero, y además está aturdido.
–Mejor es que no haya muerto; y pues no se puede, según vuestro parecer,
continuar la diligencia, acudan los ministros al reo, condúzcasele a otro
calabozo en que haya lecho, y llámese al padre cirujano para que le atienda,
pues conviene a la causa conservar ese hombre con vida. Vuesa paternidad, señor
provisor, daréis al alcaide estas órdenes, y vos, padre notario, levantad acta,
dando por suspendida, y no por terminada, la presente diligencia.
Y tras estas palabras del presidente, los frailes salieron rebosando
satisfacción, pero contrariados por la tenacidad del que llamaban reo en no
declarar.
Los verdugos desataron a Julián, pero hallaron, al verificar la operación, que
las cuerdas habían penetrado en las muñecas y la carne de los dedos pulgares la
tenía aserrada hasta el hueso.
En unas parihuelas fue trasladado Julián a una prisión en la enfermería.
XVIII
De cómo Julián recibió consuelo.
Ignoraban en absoluto los
cristianos de Sevilla la prisión de Julián Hernández, y bien les extrañaba no
tener noticias del querido hermano. No experimentaron alarma alguna, dadas las
dificultades de comunicaciones en aquella época, y se limitaban a concurrir al
muelle, a orillas del río Guadalquivir, para ver si entre los viajeros que
desembarcaban de los bergantines y galeras, procedentes de las islas Baleares,
descubrían a Hernández.
Pero sucedió que un día de domingo el licenciado Zafra, quien de intento era
familiar de la Inquisición, recorría en compañía de otros dos cofrades seglares
las prisiones, repartiendo consuelos espirituales y materiales a los presos, y
en llegando a cierto calabozo, mientras abría, el carcelero dijo a Zafra y a sus
compañeros:
–Aquí encontrarán vuesas mercedes un muy grande hereje.
Abierta la puerta, los ojos de los dos visitantes se fijaron en el preso, que,
teniendo en un mal jergón sobre el suelo, parecía imposibilitado de ejecutar
ningún movimiento.
Imposible es describir la sorpresa de Zafra ni el terror que de su ánimo se
apoderó al reconocer a Julián, emoción que, reflejándose en el semblante del
eclesiástico, hubiera sido advertida por las personas en cuya compañía iba, si
éstas no estuvieran distraídas en la contemplación del prisionero.
No quedó menos sorprendido Julián, pero supo contenerse y aguardó a que el
licenciado o alguno de sus compañeros le dirigiesen la palabra.
–Dios te guarde– dijo uno de ellos al preso.
–Él sea con vuesas mercedes contestó con tranquilidad Hernández.
–¿Estás enfermo?– preguntó otro.
–Sí, estoy. Hará cosa de veinte días aplicáronme el tormento, y pusiéronme en
peor estado del en que me encuentro ahora, pues, aunque poco, algo he mejorado.
Al licenciado Zafra le tenía mudo el terror y no pronunciaba palabra, dejando a
sus amigos que hablasen con el preso.
–Graves deben ser los cargos que pesan sobre ti cuando te han puesto a cuestión
de tormento– dijo el que había saludado al entrar.
–No me han tormentado por los cargos que haya contra mí. Me pusieron a cuestión
de tormento– dijo Julián, mirando fijamente a Zafra –porque me he negado, me
niego y me negaré a declarar los nombres de aquellos a quienes mis enemigos
califican de cómplices míos.
Zafra respiró libremente y dedicó a Julián una mirada de tierna y ferviente
conmiseración, mientras el enfermo proseguía diciendo:
–Figúrense vuesas mercedes que yo he traído de lejanas tierras ciertos libros, y
los padres se empeñan en que declare a quién los he entregado. Los nombres de
unos no conozco en verdad, y los que conozco ni los he declarado ni los declaro
ni los declararé, aunque cien veces más me atormenten.
–Pero, hermano– exclamó Zafra, tomando parte en la plática, –los padres
inquisidores tienen medios sobrados para haceros hablar.
–¿Sí?– preguntó Julián, y añadió con intención que sólo Zafra pudo comprender:
–Pues mirad; aunque en éste o en otro calabozo me visitase una de esas personas
cuyo nombre desean los inquisidores conocer, no lo revelaría; podéis estar de
ello seguro.
–¿Tan decidido estáis?
–Tan decidido, como deseo que Dios esté conmigo.
–¿Y de qué os acusan, si eso saberse puede?– volvió a preguntar Zafra.
–No hay inconveniente. Hallábame en Palma de Mallorca, con designio de volverme
a Sevilla, pues desde aquí fui allá, cuando me prendieron en la misma Aduana.
Registráronme unas cajas que trataba de embarcar, y como topasen con unos pocos
libros, dieron conmigo en la bodega de un galeón y me desembarcaron aquí para
encerrarme en los calabozos de la Santa Inquisición, donde me encuentro, roto de
cuerpo, pero con el alma entera; y digo una vez más, y otras mil las repetiré,
que mis amigos pueden dormir tranquilos y trabajar despiertos, que yo aquí
guardo su triunfo y mi libertad.
Como comprenderá el lector, solamente Zafra entendía el lenguaje enigmático de
Julián. Uno de los otros dos visitantes exclamó:
–Pero ¿qué deliquios son éstos que dice este hombre de libros, amigos y
libertades en que él espera?
–Sin duda, señores– apuntó Zafra, tratando de desorientar más a sus amigos –este
infeliz tiene debilitada la cabeza. Démosle algo que coma y dejémosle tranquilo,
que yo prometo interesarme por él y hablaré al señor inquisidor mayor para que
me permita visitar al preso, a quien atenderé y exhortaré para que vuelva en su
acuerdo y se arrepienta de su delito o delitos si alguno o algunos tuviere.
Después, volviéndose a Julián dijo:
–Ea, hermano, acepte ese trozo de pastel que este caballero os presenta, y
tómelo de buen grado, que es exquisito. Procurad descanso, que esos vuestros
amigos de quienes habláis sin duda están ignorantes de vuestra situación; mas en
teniendo noticia de ella, seguramente harán algo en vuestro beneficio. Entre
tanto, yo, por mi parte, procuraré visitaros y asistiros.
Y Zafra, al terminar su discurso, hizo una seña a Julián, indicándole que no
hablase más.
Julián tomó el trozo de pastel de mano de la persona que se le presentaba, y
después de pronunciar un «Dios os lo premie», se volvió cara a la pared,
cubriéndose hasta la cabeza con la rota manta de aquel pobre lecho.
–Lo que dije, señores– afirmó Zafra: –este infeliz tiene debilitada la cabeza, y
lo mejor es dejarle y que se las avenga con el Santo Tribunal. Cuando aquí está,
razones habrá para ello.
–¡Oh! En eso no cabe duda; el Santo Tribunal siempre obra en justicia–
exclamaron los dos visitantes.
Y así conversando, salieron del calabozo, continuando su visita.
El licenciado Zafra se las compuso con tanta sagacidad, que obtuvo permiso para
visitar a Julián todos los días y darle la asistencia que creyese oportuna, todo
con el fin, decían los inquisidores, de: «Ganar la confianza del reo y lograr
que declare a Zafra, por cariño, el secreto que nosotros no hemos podido
arrancarle por la fuerza.»
Excusado nos parece consignar que, desde entonces, Julián fue bien servido y
asistido.
La señora de Losada proporcionó al preso lecho y ropas; su esposo le dispensó
asistencia médica, y la cocinera de doña Isabel de Baena le sirvió buenos
alimentos.
Entre tanto, la Iglesia Sevillana no cesaba de rogar a Dios por el preso,
aunque, como medida prudencial, disminuyeron las reuniones.
Dejaremos nosotros así las cosas, y saliendo de Sevilla, nos volveremos a
Valladolid.
XIX
La mujer de Juan García y una celestina del siglo XVI.
Recordará el lector que uno de los
asistentes a las reuniones cristianas que se celebraban en casa de la madre de
los Cazalla, doña Leonor de Vivero, era el artífice platero Juan García, en
Valladolid.
También recordará el lector que este platero tenía su establecimiento en la
calle de la Costanilla (hay calle de Platerías). Recordará asimismo que la
esposa del dicho platero era papista, fanática en extremo.
Pues bien; recordando todo lo dicho, entrémonos de rondón en la platería, donde
encontraremos a la platera sola en el establecimiento y que, sentada y llorosa,
murmura este soliloquio:
–Sí, ¡cuitada de mí! Mi marido me deja, me abandona. Lo echo de ver...¡Antes
ningún día festivo me dejaba sola...¡Ni pensarlo!...¡Su mayor placer consistía
en verme engalanada y cargada de relicarios, que él mismo, con su delicado gusto
artístico y con su destreza me construía...; así, cubierta de joyas y
lujosamente ataviada, me acompañaba a novenas y procesiones. Hoy...no sé lo que
ocurre...pero algunas tardes, en días festivos, me acompaña con visible
repugnancia a las iglesias, a cuyas puertas me deja, pretextando tener
urgencias...¡él!...que jamás ha tenido otras que las de su casa y obrador...¡Y
sus salidas nocturnas!...¿Dónde irá?...
La platera ocultó el rostro en el paño de mano, y cuando se hubo desahogado con
algunos sollozos, volvió a su interrumpido monólogo.
–¡Oh, sí!...A mi Juan le pasa algo...Pero, ¿qué será ello, Virgen de la Antigua?
En esto, la puerta vidriera del establecimiento fue abierta, y en el dintel
apareció una mujer octogenaria, que con dificultad bajó el escalón, apoyada en
un bastón, entrando en el establecimiento.
Vestía la vieja, cuya cara repugnaba, falda de estameña de color ceniza; a su
cintura ceñía gruesa correa, de la que pendía luengo rosario recargado de
macizas medallas y cuyo remate lo formaba enorme crucifijo de latón.
–Bienvenida, madre Celestina– exclamó la platera al ver a la vieja.
–Mejor hallada, estimadísima hija– contestó la vieja con voz torpe y gangosa.
–La Virgen nuestra Señora pluguiese de que me encontrásedes bien hallada, que no
tanta cuita afligiría mi pecho. Pero pasad, pasad, y sentaos en este sitio, que
sola estoy, pues mi Juan salió para hacer unas tasas y no vendrá hasta el comer.
–Paso y me siento, querida– contestó la vieja aceptando el envite.
Después de sentada al lado de la platera, y lanzando un prolongado suspiro, dijo
la vieja:
–¡Ay, Señor...! Me llama, me llama la tierra. Ya ni sombra soy de lo que era.
Yo, que dancé cuando en Valladolid entró el señor rey don Felipe I, a quien con
muy justa razón llamaban el Hermoso, porque efectivamente lo era, y muy
mucho...; esto, hija, lo sé...no porque yo mirara al señor rey, que yo no tuve
ojos jamás para mirar a otro hombre que no fuese a mi marido por la Iglesia y
señor natural..., y te aseguro que no había mejor mozo entre todos los arqueros
de la guardia de la señora reina, madre de nuestro señor el emperador don Carlos
V (a quien Dios saque con bien de su presente enfermedad); doña Juana, que se
volvió loca por el mucho amor que tenía a su esposo, señor y rey; aunque ella
era la reina y señora de España, como hija legítima y única (que los otros
señores infantes, sus hermanos, gozaban de gloria) de los muy altos y poderosos
señores reyes don Fernando y doña Isabel, que tanta gloria gocen, y a mí no me
falte...pues todos los días me encomiendo a la bendita Magdalena y al beato
arcángel señor Gabriel, que me libren de los asaltos de Satanás y de los
pecaminosos deseos de la carne; que experimentado tendrás, hija, que si el
hombre es frágil, la mujer lo es más, y si no has caído en la tentación...caer
puedes, y así te encomiendo...
–No me encomendéis nada, madre Celestina– exclamó la platera, atajando aquel
torrente de palabras que a borbotones salían de la boca de la vieja. –Nada me
encomendéis, pues de encomiendas no necesito, que ya me encomiendo yo sola, y ni
he caído, ni pienso, Dios ayudándome, caer en tentación alguna. Lo que yo
preciso, ¡ay, cuitada de mí!...es consuelo para mis cuitas.
Y la infeliz menestrala rompió en amargo llanto, mientras la vieja, haciendo mil
ridículos aspavientos, exclamó:
–¡Tú cuitada!... ¿De qué parte te acuden esas cuitas, cándida paloma?...
¿Tú...rica...bien casada...bien quista de tu marido, el honrado maese Juan, el
mejor y más celebrado artífice platero de Valladolid, y pienso que de toda la
grande España y más grandes todavía Indias?...
–¡Ay, madre Celestina!– exclamó la platera. –¡De ese lado, de ese lado acuden
mis cuitas!...
–¿Cómo?... ¿De las Indias?... ¿Acaso recibisteis cobre en vez de oro o plomo en
lugar de plata?...
–¡Pero si no es eso, madre Celestina!...¡Si yo no pienso en las Indias, que
ignoro dónde están!...
–¡Ah! ¡Respiro!– interrumpió la vieja, quien no podía callar.
–Dejadme, dejadme, y os pondré al tanto de lo que me acuita.
–Sí, sí; habla, querida– volvió a decir la vieja.
–Pues es el caso, madre Celestina, que mi Juan...
–¡Santa María, madre de los Dolores, sea ahora conmigo! ¡El bendito Santiago, mi
patrón, nos asista!... ¿Conque tu marido, el bueno, el honrado maese Juan...?
¿El artífice habilidoso...?
–Si no me dejáis hablar, madre, no acabaremos nunca; mi esposo vendrá...y no
habré desahogado en vos mi pecho.
Al punto la vieja calló, y la platera continuó:
–Mi marido, de algún tiempo a esta parte observa conmigo una conducta no
acostumbrada, desde que la santa Iglesia nos ligó en santo matrimonio.
–Amén– interrumpió la vieja.
–Pues decía– prosiguió la platera con acento misterioso, –o quería deciros, que
mi Juan permanece largas horas fuera de casa, que me deja a la puerta de la
iglesia sin acompañarme en las novenas, triduos, trisagios o rosarios. Que
ciertas noches durante el mes sale de casa poco antes o después del toque de
cubre-fuegos, y que...
–¡Te la pega, hija, te la pega!– interrumpió nuevamente la vieja.
–¿Quién?... ¿Mi marido?...– exclamó la mujer de García. –¡No lo creáis, madre
Celestina!... Mi marido es fiel a su promesa conyugal; lo creo así.
–Y así sois todas, inocentes palomas.
Tras esta afirmación, que aturdió a la platera, la vieja continuó vomitando
veneno.
–Si tuvieras mis años, tendrías mi experiencia. Tu marido el bueno, tu marido ha
caído en las redes de alguna deshonesta infame, que te roba esposo y caudal, y
tu marido, si no pones remedio, concluirá por aborrecerte.
–¡Callad, madre Celestina!– exclamó indignada la platera, y continuó: –Mi marido
hoy es para mí tan cariñoso, más cariñoso que el día en que nos unimos en
matrimonio. Me obsequia, me respeta, me ama. Si le reprendo por su partida de la
puerta de la iglesia o le pregunto la causa de sus salidas nocturnas, me mira
con tal ternura..., me responde casi arrasándosele los ojos en lágrimas... «¡Ojalá
te pudiera decir dónde voy!»... «Créeme que mi mayor placer fuera el que me
acompañases»... Creedlo, no son devaneos los que desvían de mí a mi esposo.
–¡Qué tonta eres!– dijo la vieja, y añadió: –Pero tú misma puedes salir de tu
error.
–¿Cómo?– preguntó ansiosamente la platera.
–Pues del mismo modo que lo hacía yo para averiguar los pasos del rufián de mi
marido.
–Pero, madre Celestina, mi marido no es ningún rufián– interrumpió la mujer del
platero.
–Ni yo he dicho que lo sea– contestó la vieja. –Lo que yo digo es que siguiendo
a tu marido, cubierta con un disfraz, para que no te conociese, le acompañarías
alguna noche, y si el sitio adonde puede ir te es grato, te has quitado la
cuita; pero si, por desgracia, es lo que yo pienso, a él y a ella entrégalos a
la justicia del rey nuestro señor... a menos que te plazca tolerar...
–Tenéis razón, madre Celestina, y no había topado medio tan sencillo para salir
de dudas. Pero es el caso que carezco de hábito...
–Por eso no hayas pena. Envía esta tarde la sirviente a mi casa, y yo la daré,
perfectamente envuelto, hábito conveniente, vestido con el cual no te conocerá
tu marido. Ello algún dispendio me costará; pero no hablemos, que más me das tú.
–Pues en eso quedamos– exclamó la platera, y después de haber dado algunas
monedas a la vieja Celestina, ésta salió de la platería.
A los pocos momentos la campana de la vecina iglesia de la Cruz, situada al
final de la Costanilla, daba, con pausado compás, el toque de medio día, y Juan
García entraba en su establecimiento.
XX
Entre matrimonio y una aclaración.
El platero saludó festivamente a su
esposa y le preguntó:
–No sé lo que observo en ti; tú has llorado, ¿qué tienes?
–No hayas cuitas por nada. Hay días que no se encuentra una bien y le acuden
pensamientos lúgubres; además, me duele algo la cabeza. Pero, repito, que no
pases cuidado, porque el poco llanto que derramé me aligeró bastante y ya nada o
muy poco mal me queda.
–¡Loado sea Dios por ello! Sabes, amada esposa, que después de Dios eres tú el
ser a quien más amo y quien más me interesa; es decir, eres el único ser que en
el mundo me interesa. Y pues que la dolencia pasó y la tranquilidad renació en
el afligido pecho, ¿te parece que debiéramos comer?
–Sin duda alguna, esposo. Con tu permiso, voy a ayudar a la sirviente, y pronto
estarás servido.
Momentos después, y pronunciando el Benedícite, comía este honrado matrimonio
sentado a la mesa uno frente al otro.
La platera, siempre preocupada por su idea, la idea que en ella hizo germinar la
comadre Celestina, dijo a su esposo con fingida indiferencia:
–Dime, Juan, ¿saldrás de casa esta noche?
El platero miró a su mujer, pero nada de particular notó, por lo que contestó
con frialdad:
–No lo sé; eso dependerá de lo buena o de lo mala que esté la noche; de que esté
más o menos cansado después del trabajo, y, sobre todo, y esto es lo principal,
del estado de salud y de ánimo en que tú te encuentres.
–¡Oh, Juan!, gracias; por mí no alteres tu plan, si le tienes; y todavía, si
pudiésedes llevarme contigo, por en ello no haber inconveniente, gustaría de
acompañarte, y acaso eso me distraería el ánimo.
–Ya te he dicho, querido esposa, antes de ahora, cuán holgado fuera yo de
poderte llevar conmigo; pero ya que eso no puede ser al presente, esperemos en
Dios, que algún día, no muy lejano, seré tan afortunado, porque para mí será una
fortuna que tu curiosidad quede satisfecha.
La platera iba encendiéndose más y más en sus locos pensamientos; pero, con
todo, reprimiéndose y procurando aparecer reposada, dijo:
–Si vos me permitís, esposo y señor...
–Nada te permito si me das tratamiento. ¿A qué viene ahora ese vos?
–Pues bien, sea; abusaré de tu bondad: decía que si me lo permitías, me
atrevería a decirte que es muy extraña conducta en un marido no poder llevar a
su mujer donde él vaya.
–No piensas derechamente, mi querida esposa; pues hay cierta clase de reuniones
a las que ningún marido lleva a su mujer, ni ésta pretende acompañarle. Por
ejemplo, cuando voy a jugar con mis amigos una partida de trucos, ¿deseas venir
conmigo?
–No, ciertamente– replicó vivamente la platera.
–Y cuando tenemos una junta los del gremio de plateros, ¿pretendes acompañarme?–
preguntó García.
–No, por cierto– fue la respuesta.
–Pues ya ves cómo hay ocasiones en que ninguna mujer que se estima a sí propio
pretende acompañar a su esposo.
–No están mal urdidas esas razones, sólo que los hilos de la urdimbre son
toscos, por lo que la tela es basta... vamos... de la estameña de peor especie–
dijo sonriendo, forzadamente, la platera, quien, además, añadió:
–Cierto que no pretendo ni quiero acompañarte cuando vas al juego de trucos con
tus amigos, ni tampoco a tus juntas gremiales; pero entonces sé dónde y con
quién vas. ¿Puedo decir lo mismo cuando misteriosamente sales por las noches, o
cuando repentinamente te acude una urgencia y me dejas plantada en la puerta de
alguna iglesia?
Y al decir esto, la platera apoyó los codos sobre la mesa, las mejillas en las
palmas de sus manos, y miró irónicamente a su marido.
Juan se limitó a responder con acento sincero:
–Esposa mía: por el Dios que nos ve y oye, te juro que, aunque otra cosa creas,
no voy a lugar malo; ni te falto ni me falto. Es cuanto por hoy puedo decirte.
–Sí; y ya me cansa el oírtelo repetir. Parece lección aprendida de coro de niño
de la Doctrina. Pues seor mío, si en esas juntas a que concurrís nada se hace en
contra de Dios, del rey, de tu honor ni del mío... ¿por qué no decirme en qué os
ocupáis? Pero ya caigo– añadió la platera lanzando una fingida carcajada, –ya
caigo...; tan honrados señores estarán ejerciendo la alquimia y buscando el modo
de hacer oro.
Y cambiando bruscamente de tema y de semblante, habló con acento irónico:
–Dígame, mi esposo y señor: en esas santas reuniones, ¿son admitidas algunas
damiselas?
–¡Ninguna!– contestó vivamente Juan.
–Me equivoqué– dijo su mujer; –quise decir cortesanas.
–¡¡Menos!!– exclamó más enérgicamente el platero.
–Es decir… ¿que no asiste mujer alguna?
Juan vaciló un momento y contestó, como si le molestase el interrogatorio:
–Te he dicho cuanta verdad he podido decir y no me crees… pues no volveré a
replicar palabra sobre el asunto.
–Ni yo a preguntaros– contestó la platera con manifiesto enfado.
–Te ruego, querida esposa, por amor de Dios, que no hayas enojo… pues me haces
mucho mal… Tranquilízate que en nada padeces: ni en tu honra ni en tus
intereses.
El platero calló, y después, aceptando una nueva resolución, exclamó:
–Pues que mis salidas nocturnas te maravillan y dan enojo, te aseguro que… ¡no
vuelvo a salir!
La platera quedó desconcertada y se apresuró a exclamar:
–De ningún modo, Juan; ya te creo, y quedo convencida de tus motivos, aunque no
los comprenda. No se hable más de ello, y sal cuando hayas menester, que yo
quedo tranquila.
–Veremos, veremos– contestó Juan; y saliendo a la tienda se sentó en su sitial y
se puso a trabajar.
Entre tanto, la platera se decía en la trastienda:
–¡Qué simple he sido! Si le aprieto mucho concluye por no salir de noche y me la
pegará de día. No; me conviene confiarle y dejarle salir, si yo he de averiguar
su conducta.
Y tomada esta resolución, se dedicó a sus labores caseras.
XXI
El espionaje.
Habían pasado muy pocos días desde
que Juan García y su esposa sostuvieran la conversación de que nos hemos
enterado en el capítulo anterior. La platera había recibido ya el disfraz que la
vieja Celestina le proporcionó, y sólo deseaba la infeliz esposa que Juan le
diese ocasión para satisfacer la curiosidad y confirmar la sospecha que contra
el honrado esposo abrigaba la mal aconsejada mujer.
La ocasión se le presentó al anochecer de uno de los últimos días de Septiembre
de 1558, cuando su marido le dijo:
–Conviene que dispongas presto la colación.
–Con mucho gusto, esposo –exclamó la mujer, y se dirigió a los aposentos
interiores del establecimiento, diciendo a la sirviente:
–Acucia, hija, acucia, que el amo desea cenar, pues tiene urgencia esta noche.
Entre la fámula y la esposa se dieron prisa para preparar lo necesario, y una
hora después, ya siendo noche cerrada, Juan salía de su casa dirigiéndose hacia
la iglesia de la Cruz.
Casi al momento, la puerta de la platería se abrió de nuevo, y una figura de
mujer, envuelta en luengo manto que la cubría de pies a cabeza, apareció en la
calle.
La tapada miró arriba y abajo, y bien a tiempo; pues pudo distinguir un bulto de
hombre que se internaba, subiendo por la calle de Guadamacileros.
Ver el bulto la platera, pues ésta era la mujer, y dirigir sus pasos hacia el
hombre, fue cosa de un instante. Al cabo de poco, la platera reconoció a su
descuidado marido que doblaba la calle de las Damas, y sin perderle de vista le
vió seguir por la calle de los Arces, bordear la iglesia de San Miguel e
internarse en la calle en que vivía el doctor Cazalla, calle que hoy tiene el
nombre del doctor.
El platero avanzó y se detuvo ante el portón de la casa del doctor, en el cual
portón llamó, mientras la platera le espiaba desde la esquina de la calle.
La mujer conocía perfectamente aquel edificio y la familia que le habitaba; así
es que murmuró:
–¡Calla! ¡Pues si Juan viene a la casa del doctor Cazalla...! ¡No!... Esta no es
casa que inspire recelos... ¿Y qué vendrá a hacer aquí?
La platera observó que otra persona, por el otro extremo de la calle, se detuvo
como su esposo ante la puerta de la casa, llamó sigilosamente y le fue
franqueado el paso.
En una palabra: desde su espionaje, la platera contó hasta siete personas que se
introdujeron en la morada del doctor.
Vió venir un hombre conduciendo del brazo a una dama cubierta de manto a medio
rostro, los cuales pasaron rozándose con ella.
En el hombre reconoció la platera al bachiller don Antonio Herrezuelo, y en la
dama a su esposa doña Leonor de Cisneros. El matrimonio penetró también en la
casa del doctor.
Esto ya era demasiado. Las sospechas de infidelidad que la platera concibiera
contra su esposo, se desvanecieron como por ensalmo; pero, en cambio, se
despertó en ella un irresistible espíritu de curiosidad.
La platera se encaminó derechamente hacia la casa, y cruzando la calle se ocultó
en la penumbra. Apenas se había puesto en su observatorio, he aquí lo que vió,
oyó e imitó:
Una nueva persona se acercó al postigo, y asiendo del llamador dió con él tan
quedamente que apenas resonaron tres pausados golpes.
Inmediatamente resonó del interior una palabra: –Chinela.
–¡Cazalla46 –contestó la persona que llamó, y el postigo fue abierto y la
persona penetró en el interior.
–¡Calla! –exclamó la platera para sí–. ¿Conque usan de contraseña para
entrar?... ¿Y por qué no me he de servir yo de ella, ya que la he descubierto, y
así enterarme de lo que hacen dentro? Pero... ¡y si me sorprenden!... ¡Bah!...
Si me sorprenden, conocida soy de los dueños de la casa... y además... diré que
voy en busca de mi marido.
Y la mujer se lanzó osadamente hacia el postigo, dando con el llamador los tres
consabidos, acompasados y quedos golpes; la voz desde el interior pronunció
Chinela, la menestrala contestó Cazalla, el postigo franqueó el hueco de entrada
al zaguán, dentro del cual se vió la platera sumida en la más completa oscuridad
mientras el postigo volvía a encajar en el dintel.
Repentinamente el foco de una linterna sorda esparció un potente foco de luz en
dirección de la escalera, mientras el que dirigía el luminoso foco dijo:
–Servíos subir por donde sabéis, señora.
La platera, a la ventura, subió la escalera hasta el primer piso, la puerta de
cuyo aposento estaba entornada y no cerrada, dejando entrever por la mal
ajustada juntura en el marco la luz del interior.
La resuelta mujer empujó la puerta y se encontró en el recibimiento.
Siguió un largo pasillo, al final del cual cubría la entrada de la sala
inmediata un pesado cortinón que, si impedía ver lo que había del otro lado, no
impedía escuchar lo que se hablaba.
La platera, aun a riesgo de ser sorprendida en aquel pasadizo, aplicó el oído y
conoció, por el sonido de la voz, que la persona que hablaba era el ilustre
doctor Cazalla, quien en aquel punto decía:
–Nosotros en manera alguna, ni tampoco nuestros hermanos de Suiza, Alemania y
otros países, queremos la destrucción de la fe cristiana, ni tampoco la
abolición de las prácticas religiosas; lo que deseamos es que la Palabra de Dios
y el Evangelio de Jesucristo sean conocidos del pueblo. Que en lugar de embaucar
a las gentes con la exposición de falsos cuanto ridículos milagros, hechos por
pretendidos santos, se hable del sacrificio expiatorio hecho por Jesús en el
Gólgota para redención del linaje humano.
Deseamos abolir el culto a los santos, porque es invención humana. La invención
fue de Basilio de Cesarea y Gregorio Nacianceno, en el siglo IV. Combatiremos la
doctrina acerca de la existencia del purgatorio, porque es doctrina contraria a
la Sagrada Escritura, la cual sólo menciona dos lugares finales para las ánimas
de los hombres; es, a saber: el cielo para los redimidos por la sangre de
Cristo, y el infierno para los que no quieren creer ni por consiguiente aceptar
la salvación que Dios ha dado, enviando su Hijo Unigénito al mundo para que todo
aquel que en Él crea no se pierda, mas tenga vida eterna. Ahora bien; el primero
que enseñó la herética doctrina del purgatorio en el siglo VI, hacia el año 590,
fue Gregorio el Grande, y fue declarada dogma de fe tal doctrina por el Concilio
de Florencia ha poco más de un siglo, o sea en 1438.
Sostendremos que en la Iglesia no debe hablarse el idioma latino, ni otro idioma
desconocido del pueblo; así, los libros litúrgicos, los cantorales y la
Escritura se usarán y leerán en romance castellano, para que el pueblo participe
de unos y entienda todos.
En la Iglesia de Dios no debe haber sino dos Sacramentos: el Bautismo y la
Eucaristía, porque sólo estos dos son los instituidos y ordenados por Cristo.
Los otros que la Iglesia romana ha elevado a Sacramentos, y son la Confirmación,
Penitencia, Matrimonio, el Orden y la Extrema unción, son, a lo sumo, ritos
apostólicos que pueden y deben considerarse como ritos, pero en ninguna manera
como Sacramentos.
Estas y otras partes que detenidamente estudiaremos en reuniones sucesivas son
los puntos doctrinales que rechazaremos en absoluto, o reformaremos con arreglo
a las Escrituras y prácticas de la primitiva Iglesia, sin dársenos nada de
rescriptos inquisitoriales ni Breves papales, a los cuales nos someteremos
forzosamente, pero no obedeceremos en aquella parte que sean antiescriturales.
De aquí que yo, lo mismo que otras personas que conocéis y no conocéis, por
razón de nuestro estado, si decimos misa lo hacemos a la fuerza y con reservas
mentales.47 En ninguna manera adoramos la hostia, no viendo en ella sino una
representación del cuerpo de Cristo por nosotros dado, el cual cuerpo comemos
por fe, lo mismo que el cáliz, cuyo contenido, el vino, no es sino la
representación de la sangre de Cristo por nosotros derramada; así bebemos la
sangre de Cristo por fe.
Ahora, hermanos, seamos sencillos como palomas, pero prudentes como serpientes.
Trabajemos con ardor y oremos con fervor por la reforma de la Iglesia, que es el
triunfo del Evangelio.
Finalmente, si hay entre vosotros alguno que tenga que proponer a la asamblea
aquí presente puntos o necesidades por que pidamos el favor de Dios, expóngalos
en su santo nombre antes de separarnos.
Varias proposiciones fueron presentadas, y la platera reconoció la voz de su
esposo, que, muy conmovido, dijo:
–Ruego a mis venerables hermanos que pongan delante del Trono de la Gracia a mi
amada esposa, para que conozca el Evangelio de Cristo y se le desvanezcan las
equivocadas sospechas que contra mí tiene.
La platera comprendió que la reunión iba a terminar, y retrocediendo rápidamente
por el pasillo llegó al recibimiento, y saliendo, descendió a tientas por la
escalera.
Al ruído que la platera hizo al descender, la linterna fue descubierta y
enfocada hacia la escalera.
Al llegar al portal, una voz, que la platera reconoció ser la del criado de
Cazalla, dijo:
–¿Han terminado ya?
–No –contestó brevemente la platera–; están para terminar; pero yo tengo
necesidad de salir.
–Que Dios os acompañe –dijo la voz.
Abrieron el postigo y la mujer de García se encontró en la solitaria calle.
Con acelerado paso se dirigió a su casa, mientras decía entre sí:
–¡Qué es lo que he descubierto, Dios mío! ¡Pero si están conspirando contra
nuestra santa madre Iglesia! ¿Serán estos esos luteranos de quienes oigo hablar
alguna vez? ¡Y era el doctor quien decía todo aquello!... ¡Y mi marido quien me
cree condenada!... ¡Qué haré, qué haré!... ¡Virgen de la Antigua, ayudadme!
La platera llegó a su casa, abrió en silencio con la llave que a prevención
llevaba, entró, y cerrando por dentro se dirigió a su dormitorio, despojándose y
ocultando su disfraz, acostándose inmediatamente.
No mucho más tarde llegó Juan García y se acercó al lecho.
La platera fingió dormir, y el platero, por no molestar, se acostó con el mayor
sigilo.
Quien hubiera podido leer en la mente de la platera, hubiera visto en ella
escrita esta resolución:
–Ya sé lo que haré. Mañana consultaré el caso con mi confesor.
XXII
De las fatales consecuencias que para la Iglesia de Dios trajeron los consejos
de una celestina del siglo XVI.
Amaneció el día siguiente a la
noche en que la platera espió a su esposo y se enteró de lo que no debiera,
cuando muy de mañana, y sin dirigir la palabra al platero, saltó del lecho
conyugal y se comenzó a vestir con agitación febril.
–¿Cómo te levantas tan temprano? –le preguntó el platero.
–Sabéis que yo soy de mío madrugadora. Además, vos trasnocháis, y a mí me gustan
los paseos matutinos, con la única diferencia de que yo no solamente os digo
adónde voy, sino que os invito a que me acompañéis... ¿A que no me decís vos
donde estuvisteis anoche?
–¡Otra vez dudas y sospechas!
–Ni unas ni otras tengo ya... Ea, decidme dónde estuvisteis anoche y yo os digo
dónde me dirijo en cuanto termine mi tocado.
–Mi querida esposa. Anoche estuve en cierta casa, una de las más principales de
la ciudad, en donde se celebraba una reunión honesta y pía. Ya ves, como que
entre los reunidos se encontraban personas constituidas en dignidad
eclesiástica...
–Pues para que veáis que creo lo que me decís, deciros a mi vez quiero que yo me
dirijo a la parroquia del Señor Salvador para confesar y oír misa.
–Pero tú, esposa mía, no me dices a mí lo que piensas decir al confesor, y creo,
hablando con franqueza, que amándonos como nos amamos y teniendo la seguridad de
que no nos ofendemos el uno al otro, más derecho tengo yo a conocer tus
secretos, si alguno o algunos tienes, que hombre alguno sobre la tierra.
–¿Sabéis, seor Juan –exclamó la platera recalcando la frase–, que de algún
tiempo acá profesáis y hasta predicáis doctrinas muy peregrinas, y que si la
Inquisición, por oreja de alguno de sus familiares, llegase a escucharos,
tendríais que sentir?
–No lo dije por tanto, esposa, que chanza fue, y no veo cómo la Inquisición
podría saber lo que un marido, en lo interior del hogar, habla con su esposa.
–¡Oh!... ¡Pues es lo más sencillo! Repitiendo la plática marital, ante el Santo
Oficio, la misma esposa.
–¡Señora! –exclamó el platero con espanto–. La esposa que tal hiciese sería una
mujer sin corazón y que odiaría con odio mortal a su marido.
–No, no por cierto –dijo la platera–; Dios sabe que no es odio.
–¿Luego me amas?
–Vaya, dejaos de tonterías, y en cuenta habed que preciso de recogimiento para
mis devociones.
Y como la platera hubiese terminado su tocado, se despidió de su esposo con un
«hasta más ver», y salió del establecimiento con dirección a la actual parroquia
del Salvador, o del Señor Salvador, como en aquella época se denominaba.
Pocas eran, y en su mayoría mujeres, las personas que, esparcidas por la nave,
oraban en la iglesia; pero en el fondo de cierto confesionario distinguir pudo
la platera, a la dudosa luz de los lejanos cirios, a su confesor, y como éste no
tuviese penitente, la mujer de García arrodillóse a la rejilla, cubrió con el
manto la cara, y entre ella y el sacerdote comenzó el siseo misterioso.
Pronto el sacerdote dió visibles señales de asombro. Era que la platera acababa
de poner en conocimiento del padre cuanto había hecho, visto y, sobre todo, oído
la noche anterior, declarando que reconoció, por la voz, al doctor Cazalla, y
que, en parecer de ella, era el doctor quien se dirigía al concurso. Declarole
que había conocido, también por la voz, a su propio marido, y que estaba
certificada de que él era, por haberle visto entrar en la casa del doctor, como
también vió entrar en ella al bachiller don Antonio Herrezuelo, a quien conoce
muy bien. Que el bachiller iba acompañado de su esposa, a la que reconoció
porque no llevaba la cara del todo cubierta con el manto. No olvidó, por
supuesto, el darle al cura la contraseña en el llamar y las palabras que
empleaban para ser admitidos.
A nosotros nos parece natural el asombro del sacerdote; y la escena,
perfectamente histórica en mucha parte de su forma, y completamente exacta en el
fondo, necesita una corta explicación.
Convienen todos los autores, y se ha visto confirmado por el archivo de la
Inquisición en Valladolid, que esta infeliz mujer fue a su confesor el primero a
quien comunicó lo que ella había, tan sin pensar, descubierto.
Algunos autores apuntan la idea de que el sacerdote, al no dar cuenta a los
inquisidores inmediatamente de cuanto la platera le había confiado, sería porque
el tal cura estaría iniciado en el secreto de los reformadores, siendo uno de
tantos, o porque no le fuera antipática la idea de reforma.
Lo primero, es decir, que el cura figurase entre los reformados de Valladolid,
siendo uno de ellos, es a todas luces absurdo; pues de haberlo sido, poco le
hubiera costado dar la voz de alarma a sus amigos, y se habrían prevenido para
no dejarse sorprender, o preparado para defenderse.
Que no le fuera antipática la idea de reforma, cabe en lo posible; pero si así
fue, ¿cómo confidencialmente, o por medio de anónimo para no darse a conocer de
unos ni de otros, no avisó al doctor, a quien, siendo persona de tanto viso en
la Corte, no sólo por su jerarquía eclesiástica, sino por haber desempeñado el
cargo de predicador imperial, debía conocer?
Lo que nos parece más probable es que el bueno del cura, confundido y temeroso
de verse envuelto por la Inquisición en caso tan grave, y pertrechado con lo
sagrado del sigilo que se guarda de la confesión, la cual no puede ser revelada
ni al mismo Papa, confió en que su penitente a nadie revelaría lo que a él en
confesión le había revelado. Llevado de esta suposición, dijo a la platera:
–Cuanto me habéis referido es muy grave, pero muy grave, y no os debéis dejar
llevar de esta primera impresión. Quizá comprendisteis mal, y acaso interpretáis
peor lo dicho por su paternidad el doctor, a quien yo conozco muy bien y sé que
es, no solamente hijo, sino dignísimo sacerdote de la iglesia romana, nuestra
madre.
–No, Padre, no – replicaba la platera –; lo oí y entendí todo perfectamente y
como os lo he referido. Además, la conducta y palabras de mi esposo...
–Vuelvo a ordenaros que andéis queda... que no sois vos de capacidad, ni
autoridad tenéis para juzgar a vuestro señor marido.
–Perdonad, Padre, pero... ¿no es de llamar la atención esa repugnancia en
trabajar en los objetos de su arte para el culto?
–Acaso ese género de trabajo no le ofrece la ganancia que espera sacar de otros
objetos de su arte.
–Con eso se disculpa – repuso la platera.
–¿Lo veis? – insistió el sacerdote.
–No es eso Padre, no es eso – persistió tenazmente la mujer de García, y
añadió:– Lo que sucede es que mi pobre marido está lleno de esa maldita doctrina
que se enseña en la casa del doctor Cazalla.
El cura, viendo lo aferrada que a su idea estaba su penitente, dijo, procurando
convencerla:
–No se hable ahora más de ello. Vos no repetiréis a nadie lo que bajo secreto de
confesión me habéis dicho a mí, hasta que yo os levante esta prohibición. Yo
pensaré el asunto, y os avisaré lo que deberéis o se debe hacer.
Terminada la confesión, la mujer se retiró del confesionario, y después de
recitar algunos rezos, salió del templo muy preocupada.
No se dirigió a su casa, sino que, llegando a la Fuente Dorada, tomó por la
calle de Orates, subió por la de Pedro Barrueco (hoy calle del Obispo), y se
entró de rondón en el zaguán del edificio que en dicha calle ocupaba el Santo
Oficio.
–¿Están los señores? – preguntó la platera al que parecía ser el portero.
–Es demasiado temprano – contestó el interpelado –; si os interesa, volved
luego, más tarde.
–Guárdeos Dios – dijo la platera, y salió del palacio.
Entonces se dirigió a su casa.
Cuando llegó, cruzó la tienda sin mirar a su esposo.
El aborrecimiento crecía cada vez más en el pecho de aquella fanática mujer.
Pasados unos instantes, la criada apareció en la tienda, anunciando a su amo que
el almuerzo estaba servido.
Juan García pasó al comedor, y observó que solamente habían colocado en la mesa
servicio para una persona.
El pobre cristiano, deseando vencer el ceño de su esposa con demostraciones de
afectuoso cariño, se sentó a la mesa y dijo a su consorte, quien permanecía
indolentemente y como pensativa, recostada en una silla poltrona:
–Paréceme, esposa mía, que la madrugada no te ha abierto el apetito, a no ser
que el señor confesor te haya impuesto ayuno, en penitencia de tus muchos y
gravísimos pecados.
–Valiera más, seor marido – replicó la platera con acento rencoroso –, que no
importunarais con vuestras chanzas mis recogimientos o mis devociones; ¡por vida
de..., que os habéis vuelto zumbón como un soldado o, mejor dicho, como el más
despreciable rufián!
Juan García miró, sorprendido, a su esposa, y contestó:
–No sé qué veo en tu semblante que me llena de espanto. Presiento algo
terrible... un golpe me amaga... y no sé qué va a ser de nosotros.
Después de unos momentos de silencio volvió a decir:
–Mira, esposa mía: si porque salgo algunas noches hemos de tener disgustos, yo
te prometo que jamás volveré a salir.
–A mí – replicó la platera –, que salgáis o no me tiene sin cuidado. Por mi
parte, podéis marcharos ahora y no volver jamás a casa.
El asombro aumentó, si aumentar podía, en el platero.
–No acierto a comprender, querida mía, por qué estás así conmigo. Mi conciencia
no me acusa de nada, ni sé en qué puedo haberte faltado y esto te lo probaré a
fuerza de paciencia, atenciones y cuidados. Dime – prosiguió con acento
anhelante – en qué te he ofendido, y por anticipado te demando perdón.
–Es tarde y tal la injuria, que a otro corresponde el perdonarla.
–Ya sé yo que sólo Dios puede perdonar pecados; pero también sé que quien ofende
a su hermano tiene el deber de confesarle su falta, de remediar, si le es
posible, el daño causado, y de pedirle perdón. Y siendo así, como lo es,
tratándose de un prójimo, con cuánta más razón el marido debe confesar sus
faltas a la esposa y ésta al marido. Con todo, por más vueltas que le doy en mi
magín, no acierto con el motivo que pueda causarte tan profundo enojo.
–No os molestéis, y dejadme, os suplico. Acaso no tardaréis en saber a qué
ateneros.
El platero, cambiando de tono, dijo:
–Aunque la impaciencia me devora y la pena me ahoga, esperaré que la nube pase;
mas por el pronto disponed, señora, que alcen los manteles, pues apetito no
tengo para desayunarme y menos solo.
Y al decir esto, el artífice salió del comedor, dirigiéndose a la tienda, y
recostándose en su sitial acostumbrado, ocultó la cara entre sus manos,
murmurando:
–Pero, ¿qué pasa a mi esposa? Señor, Tú sabes la verdad, Tú sabes que no la he
ofendido. ¡Cálmala, Señor!
La mañana transcurría sin otra novedad, sino la de que las manos del artífice se
negaban a manejar la lima o el buril, y la platera no salió de los aposentos
interiores.
Como a las diez de la mañana, la campana de la vecina iglesia de la Santa Cruz,
templo que, como sabemos, está situado al final de la calle de Platerías, dió la
señal de que se iba a decir misa.
Entonces la platera apareció en la tienda en hábito de calle, y dirigiéndose a
la puerta, que abrió, dijo secamente:
–Voy a oír misa.
–Dios os acompañe – contestó el platero alzando la cabeza para mirar a su mujer.
Entonces, a través de los vidrios, pudo García observar que su esposa, en vez de
tomar calle abajo para dirigirse al vecino templo, echó calle arriba en
dirección de la Fuente Dorada.
–¡Calle! – murmuró el platero, levantándose del sitial –. Pues dijo que iba a
misa y toma dirección opuesta a la en que se halla la iglesia... Creo que no
haría mal en seguirla.
Y como obedeciendo al pensamiento, se dirigió hacia la puerta, a la que no
llegó, pues se detuvo en medio de la estancia, murmurando:
–¡Ah! Seguirla sería una indignidad impropia de un hombre de honor. Así como yo
no la ofendo, ella tampoco me ofende. Irá a la parroquia del Señor Salvador.
Y el artífice volvió a ocupar su escabel.
¡Pobre Juan! ¡Pobre «manada pequeña»! (Lucas, 12:32)
Si el confiado esposo hubiera seguido a su mujer, la habría visto atravesar con
ligero paso la plaza de la Fuente Dorada, tomar por la calle de Orates, seguir
la de Pedro Barrueco y entrar decidida en el edificio del Santo Oficio.
Si Juan García hubiese visto todo esto, se hubiera llenado de espanto, pero
también habría tenido tiempo para evitarse y evitar a sus hermanos en la fe una
inmensa nube de desdichas.
Pero Juan era hombre de honor; no siguió a su esposa y se quedó en la mayor
ignorancia.
XXIII
Continuan las fatales consecuencias de un mal consejo.
Don Fernando de Valdés, cardenal
arzobispo de Sevilla, era en esta época inquisidor general de España, y había
delegado todos sus poderes y facultades para el Tribunal de Valladolid, y de su
provincia eclesiástica, en don Pedro de la Gasca, obispo de Palencia.
En el momento en que la platera entra en el zaguán, habla con el portero el
inquisidor don Francisco Vaca.
El portero, al ver a la platera, dijo al inquisidor:
–Señor, esta dama (la platera, por su buen porte y aderezo, parecía una señora
principal) vino solicitando ver a vuesas señorías.
–¿Qué deseáis? – preguntó don Francisco a la platera.
–Señor – dijo ésta –, necesito ver con toda urgencia al señor inquisidor mayor,
pues tengo importantísimas revelaciones que hacerle.
–¿Y no podéis hacer estas revelaciones a otro juez del Santo Tribunal?
–No, padre; el asunto es de tal naturaleza, que sólo al señor inquisidor mayor
debo revelarlo.
–Pues seguidme.
Don Francisco subió las escaleras, y ordenando a la platera le esperase en una
antecámara del primer piso, se internó él en un salón cerrado por una mampara.
No tardó mucho en volver a aparecer don Francisco, quien hizo seña a la platera
de que pasase.
Sentado en vetusto sillón, cerca de una mesa cubierta de manuscritos, se hallaba
el prelado palentino, a cuyos pies se arrodilló la platera, pidiéndole
humildemente la bendición.
El obispo hizo en el aire, y sobre la cabeza de la mujer de García, la señal de
la cruz, diciendo después:
–¿Qué tenéis que comunicarme, hija mía?
–Señor, una cosa inaudita, horrible – exclamó la platera, poseída de grande
agitación nerviosa.
–Vamos, sosegaos, tomad asiento y hablad.
Don Francisco acercó una silla, y no poco trabajo costó al obispo el conseguir
que la platera aceptase y ocupase el asiento que le ofrecían.
–¿Es en confesión lo que vais a decirme? – preguntó el inquisidor mayor.
–No, ilustrísimo señor – contestó la platera.
–En tal caso podéis hablar, aunque esté con nosotros su señoría, que es juez de
este Santo Oficio.
Entonces la platera refirió con todos los detalles lo mismo que horas antes
había dicho a su confesor, es decir, cuanto había visto en la calle y oído en la
casa del doctor Cazalla.
Tan estupefactos quedaron ambos inquisidores, que el obispo hizo repetir a la
platera su relación.
–Levantad diligencia vos mismo, don Francisco, de cuanto esta mujer nos dice y
de lo que yo la pregunte y ella me responda, comenzando de ese modo la causa que
se instruirá – ordenó el obispo a don Francisco.
El obispo dijo a la platera:
–¿A quién visteis llegar a la casa de su reverencia el doctor?
–Vi entrar a mi marido y al señor bachiller don Antonio Herrezuelo acompañado de
su esposa doña Leonor de Cisneros, a quienes conocí. También llegaron otras
personas, a quienes no conocí; pero por su porte, y aunque iban en hábito de
noche,48 parecían ser principales.
–¿Y cómo decís que os introdujisteis vos?
–Yo, señor, sospechando que mi esposo me era infiel (Dios perdone mi mal
pensamiento), le seguí y me aproximé tanto a la puerta de la casa del doctor,
que pude escuchar el modo particular de llamar y las palabras chinela que decían
desde dentro y Cazalla que respondía el que llegaba. Ardiendo en deseos de saber
lo que allí ocurría, usé de las mismas contraseñas, y la puerta me fue
franqueada. Me alumbraron con una linterna sorda, que, si bien iluminaba la
escalera, dejaba en la penumbra a la persona que alumbraba; subí hasta el primer
piso, y en un corredor, tras un cortinón, escuché lo que allí se dijo y os he
relatado.
–¿Y estáis bien cierta de que quien hablaba era su reverencia el mismo doctor?
–Sin la menor duda, ilustrísimo señor.
–¿Cómo podéis distinguir de otra la voz del doctor?
–Porque he oído predicar a su reverencia muchísimas veces y algunas he hablado
con él personalmente.
El obispo calló, y al breve rato volvió a preguntar:
–¿Desde cuándo acá notasteis en vuestro marido ese cambio de costumbres
religiosas que os ha alarmado, por desgracia no sin fundamento?
–No acertaría a fijar la fecha; pero desde el año pasado ya no le gustaba
trabajar en los objetos propios para el culto.
–¿Y vos no le hicisteis notar la extrañeza que ese disgusto os causaba?
–Sí, ilustrísimo señor; pero respondía siempre que le proporcionaba mayores
beneficios el trabajo en otros objetos del arte.
–Pero en sus palabras o en sus acciones, ¿no notabais algo?
–Señor, como antes mis sospechas vagaban por otros espacios, nada notaba en él
que llamara mi atención respecto a religión; pero ahora, después de haber oído
lo que he tenido la honra de comunicar a vuesa ilustrísima, comprendo el camino
que llevaban ciertas sentencias que mi marido me dirigía.
–¿Qué sentencias eran esas? Si las recordáis, decidlas.
–Por ejemplo, esta mañana, cuando le anuncié que me iba a confesar, me dijo que
él, mejor que ningún otro hombre, tenía derecho a saber mis secretos.
–Eso poco o nada significa, pues quizá vuestro esposo se refería al común de los
hombres y no al confesor, en cuyo caso tenía razón.
–No, ilustre señor; yo creo que precisamente se refería al confesor y no al
común de los hombres, porque de la confesión hablábamos. Además, añadió «que
solamente Dios es quien perdona los pecados».
–Eso ya, hasta cierto punto, es algo más grave; pero a todo se proveerá.
Tras otra nueva pausa, el inquisidor volvió a preguntar:
–¿Y a nadie, sino a nos, habéis hablado de vuestro descubrimiento?
–Señor – contestó la platera –, estoy tan aturdida... olvidé manifestar a vuesa
ilustrísima que esta mañana fuí a confesarme, y comuniqué al confesor cuanto he
dicho aquí.
–¡Hola, hola! – murmuró el obispo, y añadió: – ¿Y qué os dijo vuestro confesor
al conocer esos extremos?
–Señor...
–Sí, comprendo... Tenéis escrúpulos de revelar secretos de confesión; pero
observar debéis que yo no inquiero nada sobre vuestra confesión, sino sobre el
consejo o consejos que el confesor pudo daros sobre este asunto concreto de
vuestra relación.
–Si así es, y debe ser así cuando vuesa ilustrísima lo asegura, diré a vuesa
señoría que mi confesor se mostró horrorizado por tan grandes pecados, añadiendo
que debía ponerse en conocimiento del Santo Oficio.
Aquí la platera, tergiversando lo que el sacerdote le había encargado y diciendo
lo contrario de lo que, como el lector recordará, el cura la mandó, prestó un
gran servicio al eclesiástico.
–¿Quién es vuestro confesor?
La platera dió un nombre, el del cura, y don Francisco se mezcló en la
conversación para decir:
–Le conozco, ilustrísimo señor; es muy buen católico el párroco del Señor
Salvador, y grande amigo mío.
–No importa – contestó el prelado –; extended una citación para que este clérigo
se nos presente sin dilación alguna, y bajo pena de desobediencia grave.
–¿Con nadie más habéis platicado sobre este negocio? – preguntó el prelado a la
platera.
–Con nadie más, ilustrísimo señor.
–Pues atended bien. A nadie, absolutamente a nadie, y menos a vuestro esposo ni
a vuestro confesor, diréis una palabra, ni tampoco publicaréis que habéis venido
a nos para darnos cuenta de ese descubrimiento, so pena de cárcel y de que os
forme causa como encubridora de herejes.
La platera cayó de rodillas a los pies del prelado, y, anegada en llanto,
exclamó:
–¡Nuestra Señora de la Antigua sea conmigo! ¡Yo hereje! ¡Yo decir una palabra a
mi marido!
La platera calló unos momentos, y después prosiguió:
–Una gracia tengo que pediros, ilustrísimo señor, y es que me autoricéis para
separarme de mi marido desde ahora mismo.
–Alzaos, sentaos, serenaos y poned toda vuestra atención a lo que a mandaros
vamos.
La platera obedeció y el inquisidor mayor habló:
–Al contrario de separaros de vuestro marido, la Santa Inquisición, por mi boca,
os ordena so pena de excomunión mayor y formación de causa, que vigiléis a
vuestro esposo y nos deis diariamente cuenta de cuanto diga o haga; de las
personas con quienes hable, y de los tratos que pueda tener. Nada se os ha de
escapar. Procuraréis aparecer afable con él...
–Eso, eso es lo que más me repugna, ilustrísimo señor: ¡sonreír a un hereje! –
exclamó la platera, interrumpiendo al inquisidor.
–Así – continuó el obispo – conviene al servicio de Dios y de nuestra Santa
Madre Iglesia. Conviene, digo, que ahoguéis las sospechas que vuestro marido
pueda haber concebido de vos. No os manifestaréis alarmada por sus salidas
nocturnas, pues ya veis que vuestra importunidad le ha obligado a prometeros que
no volverá a salir. Por el contrario, dejadle en libertad, pero seguidle, y si
otra noche volviese a la casa del doctor o a otra cualquiera, venid a darnos
cuenta.
El obispo calló, y después continuó:
–Quedáis por nos nombrada alguacil de vista de vuestro marido. Comprenderéis que
desde este instante ya no os pertenecéis a vos, sino que pertenecéis en cuerpo,
alma e inteligencia, al Santo Tribunal de la fe. Considerad cuán honrada quedáis
y cuán obligada. Si os habéis bien en el oficio que se os concede, la Santa
Inquisición y el rey, nuestro Señor, os recompensarán en esta vida, y en la
futura obtendréis un lugar cercano a nuestra Señora la Virgen; pero si, lo que
no esperamos, os portáis mal o nos hicieseis traición, sacaríais no pocos
dolores para vuestro cuerpo y la condenación eterna en las lóbregas mazmorras de
Satanás, donde centenares de demonios atormentarán vuestro cuerpo y vuestra
alma...
–Señor, señor – exclamó con terror la platera –, por favor, no más digáis, que
yo prometo ser fiel.
–Así lo esperamos de vos – continuó el inquisidor mayor –, y por eso os honramos
con nuestra confianza. Desde hoy más, confesaréis con el confesor que os
designemos, y si algún consejo necesitáis, venid a nos y os le daremos. ¿Habéis
comprendido?
–Sí, ilustrísimo señor.
–Pues ahora con Dios andad. Ya lo sabéis: a todas horas del día o de la noche
seréis recibida por nos.
–¿Me negará vuesa señoría ilustrísima su santa bendición? – preguntó la platera
levantándose.
–No negaremos, y además, os concedemos cuarenta días de indulgencia,
reservándonos el concederos otras gracias espirituales y temporales en tiempo
oportuno.
De nuevo arrodillose la platera ante el prelado, quien la bendijo.
Alzada del suelo, fue despedida, y a los pocos minutos llegó a su casa, decidida
a poner en ejecución las abominables órdenes recibidas.
XXIV
La platera en su campaña alguacilesca.
Antes de llegar la platera a casa
había formado su diabólico plan, encaminado a servir bien, demasiado bien, a la
Inquisición. Así, dio a su semblante una expresión más benigna de la que
mostrara cuando salió de su casa, y penetró en la tienda saludando a su esposo,
quien, deseoso de agradarla, le dijo con aire jovial:
–Creí que os habíais fugado del hogar marital, pero ahora veo que no sois más
que una corretona. ¡Buena estará hoy la comida, teniendo el ama fuera de casa
toda la mañana! Pero, ¿de dónde venís, si saberse puede?
–Perdóname, esposo mío, si hoy me apropié la mañana. Vengo de la iglesia.
–¡Yo perdonarte – exclamó con expresión de alegría inefable el platero –. ¡Si en
nada has fallado! ¿No eres tú en esta casa el ama y señora de todo? Tiempo,
intereses, todo te pertenece, porque de todo eres dueña, pues lo eres de mí
mismo.
–Gracias, Juan, gracias – contestó la pérfida platera –; ya sabes que he
correspondido siempre a tu cariño. Ahora, con tu permiso, voy a ver cómo andan
las cosas en la cocina.
Y diciendo esto, la platera pasó a los aposentos interiores.
El honrado artífice no cabía en sí de gozo, viendo contenta a su esposa. El
infeliz no había reparado en que, al darle gracias por el cariño que la
profesaba, su mujer le había contestado: «Ya sabes, he correspondido siempre a
tu cariño». Correspondido siempre; pero, no: «he correspondido siempre y
correspondo ahora a tu cariño».
Que había correspondido era indudable; pero ¡ay!, actualmente sólo odio y
repugnancia contra su esposo había en el corazón de aquella infernal mujer.
Ya la mesa puesta y servida la comida, resonó desde el interior un sonoro:
–Juan, la comida está en la mesa.
No hay para qué expresar la alegría que inundó el corazón del platero al
escuchar la cariñosa voz de su mujer. Precipitadamente se dirigió al comedor y
ocupó su asiento a la mesa, frente a su esposa.
Pronunciado el acostumbrado Benedicite, el platero dijo jovialmente, alargando
el plato a su esposa:
–Sírvame, sírvame la señora castellana, que ansias me acuden, y deseaba, aunque
temía, llegase la hora del yantar.
–¿Por qué temías la hora del comer? – preguntó la platera.
–Pues debes considerar que, si la comida hubiera sido como el desayuno, no
teníamos motivo para una indigestión – respondió, siempre en tono alegre,
García.
–Espero perdones por ese rapto de mal humor.
–¡Perdonarte! ¡Si hasta te quedo obligado por ese mal humor!
Al oír la platera a su marido, a pesar suyo, le envió una sonrisa no afectada,
sino verdaderamente afectuosa.
–Ahora sí que no te entiendo – exclamó –; esta mañana, a causa del enojo que mi
mal humor y desabrido tono te causó, dejaste el desayuno, y ahora dices que me
estás obligado por mi mal humor. No sé cómo explicarme tan grande contradicción.
–Pues la explicación tienes en la mano. La alegría de una reconciliación supera
la aflicción que causó el disgusto.
–¡Cuánto me ama y qué bueno es! – pensó la platera –. ¡Qué lástima que haya
caído en herejía! ¿Le harán algún mal? No; no le harán ningún mal, porque yo
intercederé por él.
El platero, que comía con apetito, dijo a su esposa:
–¿En qué piensa vuestra realeza que así abandonados deja cuchillo y tenedor?
Pues declaro, a fe, que esta bien sazonada morcilla merece honores reales. Ni el
rey nuestro señor la come mejor aderezada – y alargando el vaso de plata, como
todo el servicio, añadió: –Escanciad, señora, blanco de La Seca49; lo prefiero
ahora al de Toro; de este vino libaré cuando venga el pastel, si pastel hay...
–Y de liebre, querido esposo – interrumpió la platera.
–¡Viva el pastel de liebre, más sabroso que el de gazapo! ¡Oh! ¡Ese pastel yo le
trincho como el mejor cocinero de palacio! Os serviré un trozo, y ya veréis cómo
la carne del tímido habitante del campo sale sin que la suave masa se desprenda.
Ea, comed, comed.
–Es el caso que no tengo apetito – contestó la platera, que cada vez se
encontraba más pesarosa de haber dado el paso que había dado.
–Esa es una disculpa – contestó en tono zumbón el platero –; a mí no me la
pegáis; lo que sucede es que el pecado confesado fue gravísimo y os impusieron
ayuno por penitencia.
–Te equivocas; jamás antes ha sido el confesor más indulgente que hoy; figúrate,
hasta me ha concedido cuarenta días de indulgencia.
El artífice platero dejó caer tenedor y cuchillo sobre el mantel y dijo a su
mujer con acento de sorpresa:
–Pues, ¿con quién te has confesado hoy? No creo que el párroco del Señor
Salvador, tu habitual confesor, tenga potestad para conceder indulgencias,
atribución que sólo posee el ilustrísimo señor don Pedro de Gasca, obispo de
Palencia e inquisidor mayor en estas provincias de Castilla, y supongo no te
habrá confesado ese señor.
La platera conoció que había cometido una peligrosa indiscreción y se apresuró a
contestar:
–Es muy claro. Anuncióme el señor cura que a las once se decía misa por el ánima
de cierto personaje difunto, y que quien la oyese confesado ganaba cuarenta días
de indulgencia. Oí la misa y las he ganado, porque en condiciones de ganar esa
gracia estaba.
–Pues ya comprendo cómo, cuando saliste de casa, en vez de dirigirte a la Santa
Cruz, donde daban la señal de misa, te fuiste hacia la plaza del Octavo.
–Hola, ¿con que te fijaste en tal detalle?
–Y confieso, para que me lo perdones, que tuve intenciones de seguirte, pero
rechacé ese mal pensamiento como una indignidad.
Un temblor interior sobrecogió a la platera, al pensar lo que habría sucedido si
su marido la hubiese visto entrar en la casa del Santo Oficio; pero procurando
serenarse, exclamó:
–Bueno, seor marido, ¿con que no tienes confianza en tu mujer?
–Absoluta confianza; la prueba es que no te he seguido y te confieso mi mal
pensamiento. De todos modos, grave debió ser el pecado, cuando ayuno impusieron.
–No impusieron – insistió la platera –; es que realmente no tengo apetito; a
bien que tú haces los honores de la mesa por los dos.
–Sí; yo tengo apetito, y me le aumenta el no verte enojada.
–¡Cuánto me estima! – volvió a pensar la platera, fijando los ojos en su marido
–. ¡Qué lástima que haya caído en la herejía...! No; él es bueno. Le han
engañado, alucinado... Si yo le declarara el paso que he dado, es posible que,
arrepentido, me ayudase a servir a la Inquisición. Sí, sí, voy a contárselo.
Y la platera iba a abrir la boca para hablar, en el preciso momento en que el
platero, dejando de comer, exclamó todo alegre:
–Vaya, aquí, en confianza, ¿qué penitencia te impusieron?
Esta importuna salida de García desvaneció los buenos propósitos de la platera,
quien, desde aquel punto, se decidió a ser una fiel servidora de la Inquisición.
–Paréceme, esposo, que te burlas un tantico y algo más del sacramento de la
penitencia – dijo la platera –, pero sin demostrar enojo.
–No me burlo – replicó Juan –; que ya sé, y creo, que la confesión está ordenada
por Dios en las Sagradas Escrituras, pues el salmista y profeta Rey David dice:
«Mi pecado te manifesté y mi iniquidad no te la encubrí. Dije, confesaré sobre
mí mis rebeliones al Señor, y Tú perdonaste la iniquidad de mi pecado.»
Calló el platero un momento, y viendo que su esposa le prestaba atención,
continuó:
–En el verso quinto entiendo que dice David: «Tornando sobre mí, te manifesté mi
pecado y no te encubrí mi iniquidad; de donde resultó que Tú, Señor, me
perdonaste el pecado y la iniquidad, levantando de sobre mí la mano de tu
castigo; conque poniéndome en cuenta mi iniquidad, me castigabas por ella.»
«–De manera – continuó el platero – que diga David que, confesándose a Dios por
rebelde y pecador, Dios le perdonó la iniquidad que le había traído a rebelión y
a pecado. Aquí entiendo que es don de Dios conocer el hombre su rebelión, su
iniquidad y su pecado; cuando, conociéndolo, viene con el ánimo a confesarse
delante de Dios, rebelde e inicuo y pecador. Y entiendo que es castigo de Dios
el conocimiento del mal sin la confesión de él, como fue en Caín y como fue en
Judas: conocieron estos dos su mal, pero no reconocieron la verdadera medicina
con que se sana.»50
Cautivaba a la platera la plática de su esposo, y parecíanle aquellas sentencias
que brotaban de la boca de García, de hermosa y muy católica doctrina.
Disponíase Juan a continuar su plática, cuando llamó la atención del matrimonio
el ruido producido por la vidriera de la tienda al ser abierta, y pisadas en el
interior, como si alguna persona hubiese penetrado en el establecimiento.
El platero, dejando el comedor, salió a la tienda para reconocer quién había
entrado, y la platera oyó la voz de su marido, quien exclamó:
–¡Tanto bueno por esta casa! Pase y no se detenga un punto, mi señor don Pedro
Vivero, santo cura párroco del vecino pueblo de Pedrosa del Rey.
El eclesiástico, cuyo nombre y rango nos ha dado a conocer el mismo Juan García,
era empujado por éste hacia los aposentos interiores, y pronunciando corteses
razones, ambos llegaron al comedor.
La platera recibió al eclesiástico con respeto y cariño, y después de haberle
saludado y besado la mano, ambos esposos le obligaron a sentarse a la mesa.
–Acucia, esposa – dijo Juan –; su merced no habrá comido y...
–No comeré. Llegué a Valladolid, y a casa de mi hermano Agustín, a cosa de las
diez, y mi buena madre me preparó un suculento almuerzo. Pienso salir mañana muy
temprano, y como he de evacuar algunas diligencias de interés pasando por aquí,
no quise irme sin saludar al honrado y feliz matrimonio que delante tengo.
–Sois muy bueno, padre – dijo, inclinándose, la platera, mientras Juan añadió:
–Vaya en gracia por el buen almuerzo preparado por la excelente madre de vuesa
reverencia, y muy señora mía, doña Leonor de Vivero; pero eso no impedirá que su
merced pruebe unos bizcochos maimones hechos por mi esposa, tales y tan
exquisitos, que no hay quien imitarla pueda en esa clase de golosina; y después,
o con los dichos bizcochos, libe un vino rancio, que guardo yo para los grandes
amigos y las grandes ocasiones.
Ambos cónyuges sirvieron al sacerdote con cariñosa solicitud.
–Vaya por los bizcochos que tan excelentes hace la señora platera, y venga de
ese ponderado vino, que de ambas cosas gustaré por daros placer, y Dios os lo
premie.
Sentados en derredor de la mesa, la conversación vino a recaer (traída de
intento por Juan) sobre la confesión.
El hermano del doctor Cazalla tomó la palabra diciendo:
–Amigos míos: Tres clases de confesión existen, o, mejor dicho, en tres clases
divido yo la confesión: la confesión por jactancia, la confesión engañosa y la
confesión sincera que se hace a Dios. Cuanto a la primera, decir debo que muchos
hombres hacen pública confesión de sus malos hechos para adquirir fama de
valientes y de impíos; esta confesión es doblemente mala por el pecado
individual, por el mal ejemplo, pues incita a pecar a otros, y por el escándalo
que causa en el ánimo de personas temerosas y servidoras de Dios. La segunda
confesión, o sea la confesión engañosa, es litera ligerísima en que muchas
almas, engañándose a sí mismas, son conducidas al infierno. Hay quien cree que
engañando al confesor ya engañó a Dios. ¡Espantosa equivocación! Entre éstos que
se engañan a sí mismos figuran buen número de desdichados, que se dicen: «Sé que
esto que voy a hacer es pecado, pero... en diciéndoselo al confesor él
perdonará». Estos tales pecan gravemente al confesarse, porque hacen lo que los
arcabuces de las norias, que al llegar a lo alto de las ruedas vomitan el agua,
para después volverse a llenar recogiéndola del fondo. Así los tales vomitan los
pecados que cometieron, con el propósito de volver a sus vicios.
–Hasta ahora – pensó la platera, quien lo mismo que su esposo escuchaba con suma
atención a don Pedro –, no ha dicho nada que no parezca de buena doctrina.
–El que así engaña al confesor es porque aparta sus ojos de Dios, que todo lo
ve, y que escudriña los riñones y corazones de los hombres. Creen que es el
sacerdote quien perdona, cuando quien perdona es sólo Dios.
La platera se irguió y exclamó:
–Pues si así es, yo misma estaba equivocada, porque siempre he creído que mis
pecados me eran perdonados por la absolución sacerdotal.
–Procuraré explicaros ese punto. Mas vengamos a una reflexión, y contestadme: En
el caso de que un penitente o, mejor dicho, impenitente, engañe al confesor y
éste le absolviese creyendo que dijo verdad, ¿creéis vos que el perdón
sacerdotal es ratificado por Dios?
–No, ciertamente – contestó la platera –; pero permítame vuesa reverencia
observar que el tal hombre no hizo una buena confesión, pues que no dijo verdad
al confesor.
–Bien argumentado – respondió el eclesiástico –; pero venimos a toparnos con una
gran verdad, y es que la absolución sacerdotal, para producir efectos, es
preciso que sea ratificada por Dios.
Aunque la platera no estaba conforme, no halló palabras para replicar lo que,
por otra parte, no tiene réplica; por lo que don Pedro continuó:
–¿Y en el caso del que viniera a descargar su conciencia para volverla a
ensuciar en el pecado?
–Ese – replicó la esposa de García – no recibirá la absolución, porque le faltó
el propósito de la enmienda, requisito indispensable, como vuesa merced mejor
sabe, para una confesión verdadera.
–Perfectamente – dijo don Pedro –, y me huelgo de que tan bien impuesta estéis
en la doctrina; pero – añadió – el caso es que el sacerdote confesor pronunció
las palabras ego te absolvo, con intención de absolver; es decir, con intención
de perdonar, de remitir los pecados.
–Ahora, yo no sé qué decir a vuesa reverencia, si mi marido no viene en ayuda
mía.
–Yo – adujo el platero –, ni quito ni pongo rey. Su reverencia don Pedro y tú
sois los mantenedores en esta justa teológica. A mí no me queda otro papel que
el de trompetero, y aquí aguardo, trompeta en mano – añadió festivamente,
tomando una botella vacía de sobre la mesa –, para pregonar la victoria del
adalid, a quien el faraute proclame vencedor.
–¡Ja... ja... ja!, pues entonces... trompetead, seor marido... que, como no soy
teóloga, me confieso vencida de su reverencia – exclamó la platera riendo
alegremente.
–No – dijo el cura –; aquí no hay ni justa teológica ni vencedor. Aquí, si
alguno vence, es Jesucristo Nuestro Señor, armado con aquella espada de dos
filos que sale de su boca (et de ore ejus gladius utraque parte acutus exibat
[Apocalipsis 1:16]), que es el Evangelio Santo. Y siendo así, como lo es, todos
caigamos vencidos ante Aquél a cuya presencia se dobla toda rodilla en el cielo
y en la tierra.
–Amén – exclamaron ambos esposos.
XXV
De sobremesa y propaganda reformista.
Habiendo terminado su comida, los
plateros rogaron a don Pedro de Vivero ofreciese gracias a Dios, y hecho esto y
dada agua a las manos, agua que sirvió la criada en sendas jofainas de plata, el
eclesiástico prosiguió diciendo:
–Quédame, mis queridos huéspedes...
–No somos vuestros huéspedes, don Pedro; que estáis en esta casa, no como
huésped, sino en calidad de señor y amo – interrumpió la platera.
–Decía, queridos míos, que me quedaba por venir al último punto de los tres
enunciados, o sea de la confesión sincera que se hace a Dios. ¡Esta sí que es la
verdadera confesión!
–Veamos – pensó la platera.
–La confesión que se hace a Dios antes que al hombre – continuó el eclesiástico
– es la confesión verdadera. ¿Por qué? Porque la confesión verdadera significa
dos circunstancias primordiales: primera, reconocimiento de haber ofendido a
Dios, o sea reconocerse el individuo, miserable pecador o indigno de comparecer
ante la presencia de Dios; y segunda, pensar o, mejor dicho, sentir en su alma
un verdadero pesar de haber ofendido a Dios. Pero observad y parad mientes en
esto que voy a deciros: el verdadero pesar de haber ofendido a Dios no debe ser
inspirado por la tristeza que nos cause el no ser dignos de ocupar un lugar en
el cielo, ni tampoco por el terror que causarnos puedan las prisiones y
padecimientos del infierno. No; al verdadero hijo de Dios le pesa o debe sentir
aflicción de haber ofendido a su Padre celestial, aunque no existieran ni el
cielo ni el infierno. Escuchad lo que escribió Francisco Xavier51 acerca de esta
importante doctrina:
No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno, tan temido,
para dejar por eso de ofenderte:
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor; y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara;
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera:
porque aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero, te quisiera.
–Mi buena madre, que santa gloria haya – interrumpió la platera –, me enseñó esa
oración, punto por punto tal y como vuesa reverencia la ha dicho, y yo la repito
también hartas veces.
–Muy bien hecho – respondió don Pedro, y prosiguiendo su discurso añadió –: Pero
en lo que no habéis caído vos, señora, ni caen la mayoría de los que hoy repiten
esas bellísimas palabras del señor Xavier, es en lo hermoso del pensamiento que
encierran, cual es el que al jesuíta le impulsaba al amor hacia Dios, no la
ambición del cielo, ni los temores del infierno. Xavier amó a Dios, como todos
debiéramos amarle, es, a saber, por ser Dios quien es, y en cuenta habed, que el
verdadero amor «echa fuera todo temor». De donde resulta que quien ama procura
no ofender al objeto amado, y si le ofende, se humilla, confesando la ofensa (el
pecado) y pidiendo perdón.
– Ya veis, pues, ¡oh amigos míos! – prosiguió el buen eclesiástico –, cómo el
primer agente que lleva al arrepentimiento, y por ende a una verdadera
contrición, que es pesar de haber ofendido a Dios, es el amor hacia el mismo
Dios, y que Éste, que todo lo ve, todo lo oye y todo lo sabe, es quien concede
la absolución que vale, la que absuelve, la que salva, la que santifica;
nosotros, pues, ministros, al pronunciar el ego te absolvo, no hacemos sino
anunciar al arrepentido pecador que Dios, escuchando la confesión, ha perdonado
el pecado. Una cosa me queda para terminar, aunque más largamente pudiera hablar
sobre este asunto; pero, con sentimiento mío, urgentes diligencias me obligan a
separarme de vosotros antes de lo que yo quisiera. Puede hacernos temer que no
seamos dignos de acercarnos a Dios, y hayamos de buscar un mediador que hable
por nosotros. Ciertamente indignos somos de acercarnos a Dios. ¡Es cosa grande!
El hombre no puede acercarse a Dios, pero, en cambio, Dios, en la persona de
Cristo, desciende al hombre, y acercándose el hombre a Cristo, se acerca por
Cristo a Dios, como lo explican las siguientes cuartetas:
Un pecador atrevido,
que con tantas culpas va,
¿con qué cara llegará
ante un Dios ofendido?
¿Qué me podrá disculpar,
si cielo y tierra me culpa,
y no tengo en mi disculpa
testigo que presentar?
Y aunque de todos mal quisto;
vengo a Ti, Padre y Señor,
no fundado en mi dolor,
sino en el que sufrió Cristo.
Lo que a seguirte me llama,
después de tanto pecar,
es ver y considerar
cómo perdona quien ama.
Y si de veras amaste
al que de la nada hiciste,
dígalo el mal que sufriste
y la cruz en que expiraste.
Lo que el humano querer
muestra sin tasa y medida,
es aventurar la vida
por quien lo ha de agradecer.
Más Tú, mi Dios y Señor,
amas tan como quien eres,
que abrasado de amor mueres
por quien no te tuvo amor.
Y así no me desalienta
mi mal, ni me pone espanto,
viendo que voy a dar cuenta
a quien me ha querido tanto. 52
–Y ahora – concluyó el cura, levantándose de la silla en ademán de retirarse –
sí que me despido. Con Dios quedad, y mercedes mil recibid por vuestro
acogimiento.
La platera besó la mano al eclesiástico, y Juan dejose su pañuelo sobre la silla
en que estaba sentado.
Cuando todos se hallaban en la platería despidiéndose, Juan dió un estornudo, y
dijo a su mujer:
–¿Eres servida de traerme el paño de manos que dejé en mi silla?
–Con mucho gusto – contestó la platera, y mientras se dirigía al comedor pensó
–: Quiere quedarse solo con don Pedro; ¿por qué?
La platera escuchó con todas sus facultades auditivas, y oyó que Juan decía en
voz muy queda:
–¿No tendremos esta noche reunión con vuesa reverencia?
–No; no he podido hablar dello con mi hermano Agustín.
–¡Ah! – exclamó la platera en su pensamiento –. ¿Conque también el señor cura
párroco de Pedrosa del Rey es de la compañía...?
Y saliendo con el pañuelo, como si nada hubiera escuchado, lo entregó a su
esposo.
Diéronse el adiós final, y el sacerdote salió del establecimiento.
Como a media tarde, la cariñosa platera solicitó permiso para asistir a una
novena, permiso que el confiado marido otorgó.
Antes de anochecido, ya sabía el inquisidor mayor cuanto había sucedido y cuanto
se había hablado en la mesa y de sobremesa con el párroco de Pedrosa del Rey,
don Pedro Vivero, hermano del doctor Cazalla.
XXVI
La alguacil alguacilada.
El inquisidor mayor y obispo de
Palencia, don Pedro de la Gasca, y su secretario el inquisidor don Francisco
Vaca, no dejaron por un momento de excogitar el medio de dar un golpe decisivo y
seguro sobre la naciente Iglesia Reformada de Valladolid.
En primer lugar, nombraron, sin comunicarles el motivo, alguaciles que vigilasen
constantemente la casa del platero Juan García, anotando las personas que
entraban en su casa, especialmente del estado eclesiástico; otro agente no debía
perder de vista a la platera, siguiéndola como una sombra a todas partes donde
fuese, y, a serle posible, apuntando el nombre de las personas con quienes
hablase y, desde luego, las casas e iglesias que visitara. El doctor, casa y
familia de Cazalla eran objeto también de escrupulosa vigilancia. Estos agentes
debían diariamente, y a distintas horas, dar cuenta de sus observaciones a don
Francisco Vaca.
Así, pues, una mañana en que, según costumbre, la platera salía de oir misa de
la parroquia del Señor Salvador, a la misma puerta del templo se le acercó un
hombre vestido de negro, el cual, descubriéndose cortesmente, la dijo en voz muy
queda:
–De orden de su señoría el inquisidor don Francisco Vaca, presentaos
inmediatamente en la casa del Santo Oficio – y dicho esto, el desconocido se
apartó de ella.
Un escalofrío general sacudió el cuerpo de la infeliz platera, quien, sin
embargo, se dirigió al lugar que le habían ordenado, diciéndose:
–Por lo visto, espían mis pasos... ¡Mísera de mí, y en qué compromiso me he
metido!... Con todo, ¡ánimo, que ello es en servicio de la Santa Madre Iglesia!
Llegada a la casa del Santo Oficio, fue la platera recibida inmediatamente por
el inquisidor mayor, que acompañado estaba del indispensable don Francisco Vaca.
Ambos personajes la recibieron con manifestaciones galantes y cariñosas, y ya
sentada, el obispo habló así:
–Hija mía, estamos hasta ahora completamente satisfechos de vuestro buen
comportamiento, y esto nos lleva a confiaros una misión de la más alta
importancia. Conviene que, con toda sagacidad, habléis de religión con vuestro
marido, y sutilmente aparezcáis como aceptando sus ideas religiosas. Deslizaréis
alguna duda sobre las prácticas de nuestra Santa Iglesia...
–Padre... eso... – interrumpió asustada la platera.
–Silencio, y atención habed – contestó el obispo, continuando –: Os lo mandamos;
os mandamos que hasta tal punto hagáis creer a vuestro marido que caéis en sus
herejías, que habéis de procurar el ser admitida en los conventículos que
celebran...
–Pero, señor, escucharé cosas...
–De eso precisamente se trata, de que escuchéis y de que escuchéis bien,
trayéndonos relación exacta de cuanto oigáis y veáis.
–Pero mi alma se resiste a...
–¡A nada! – interrumpió secamente el obispo, añadiendo –: Respecto al orden
espiritual, desechad todo temor, pues ahora os absolvemos de cualquier herejía
en que por servirnos podáis incurrir, y de cualquier engaño que os veáis en la
precisión de usar. Respecto de cualquier otro orden de circunstancias, también
debéis echar de vos todo temor. Una sola cosa temed, y es el sernos infiel...
–¡Yo infiel!...
–No lo esperamos; pero por bien vuestro os avisamos de que hemos establecido la
mayor vigilancia cerca de vos. Ni dais paso que nos no sepamos, ni hacéis cosa
que a nuestra vista se esconda. En consecuencia, obrad. Al menor falso paso que
deis, caéis en las cárceles del Santo Oficio, de las que no saldréis sino para
que sea sepultado vuestro cadáver.
Un temblor convulsivo tan visible sacudía a la platera, que el obispo se vió
precisado a decirle:
–Sosegaos, sosegaos. Esto que os decimos no son otra cosa que paternales
advertencias. Afortunadamente, abrigamos la seguridad de que solamente de loa y
premio os haréis digna por vuestra conducta. Pero no perdáis de vista que la
Santa Inquisición todo lo ve y todo lo sabe. Ahora, con Dios andad.
La platera, después de recibida la bendición episcopal, salió de la casa del
Santo Oficio, y antes de llegar a la suya, pudo convencerse de que,
efectivamente, alguien seguía sus pasos.
Sin embargo, aunque toda turbada, se propuso ser fiel a los inquisidores; y
tanto hizo y tan bien cumplió, que, unos días pasados, y habiendo tenido varias
conferencias en la platería con el doctor Cazalla, con regocijo de todos e
inmensa alegría de su esposo, la platera fue admitida en las reuniones
cristianas que se celebraban en la casa del doctor, como una de tantas personas
afiliadas a la Iglesia Reformada de Valladolid.
Pero sucedió también otra cosa, y es que la platera se sintió contaminada
verdaderamente por lo que los papistas titulaban herejía; es decir, que las
verdades que escuchaba hallaron eco en su corazón, y una lucha titánica se
entabló en su alma; pero la infeliz mujer tuvo la flaqueza de descubrir, si no
todo, algo de lo que en su interior pasaba, por lo que los señores comprendieron
que era preciso apresurar el desenlace.
Al efecto, una mañana en que, como de costumbre, la platera se hallaba ante los
inquisidores dándoles cuenta de lo que había visto y oído la víspera, y en cuya
ocasión les advirtió que en la noche de aquel día celebraba la Iglesia Reformada
una de sus reuniones, y que ella poseía la contraseña que se daba a los
iniciados para entrar en la casa, el inquisidor mayor la dijo:
–Bien; tornaos a vuestra casa, y por hoy quedad descuidada.
La platera se volvió a su domicilio y se dedicó a sus quehaceres y a sus tristes
pensamientos y luchas interiores. Llegada la tarde, y aprovechando una salida de
Juan García, un hombre vestido de negro y armado de espada y daga penetró en el
establecimiento.
La platera salió de los aposentos interiores para atender al parroquiano, quien
le alargó un papel extendido, diciendo secamente:
–De orden del Santo Oficio.
La platera tomó temblando el papel, y leyó:
«De orden de este Santo Oficio, mantendréis oculto en vuestros aposentos
interiores al portador. Dejaréis esta noche salir solo a vuestro esposo. Este
Santo Tribunal confía en que ningún mal sucederá en vuestro aposento al ministro
de nuestra justicia, y bajo pena de excomunión mayor y el castigo a que en
derecho hubiere lugar, guardaréis el mayor secreto de esta instrucción cerca de
vuestro esposo y de cuantas personas entren en vuestra casa, de la que por
nuestra disposición no saldréis hoy, hasta que a la noche recibáis nuevas
órdenes.»
–El inquisidor mayor. –P. O. de S.S., licenciado Vaca.
La pobre platera, toda temblando, escondió al ministril del Santo Oficio en su
propio dormitorio, cuyas vidrieras cerró cuidadosamente, procurando no fuera
visto por la criada.
La mujer pasó el resto del día en la situación en que nuestros lectores pueden
suponer.
Ya por la noche, la platera fingió una gran jaqueca (en realidad no la tenía
pequeña), que la impidió cenar y acompañar a su esposo a la reunión, por lo que
éste salió solo, dirigiéndose a la casa del doctor Cazalla, donde ocurrió lo que
el lector sabrá leyendo el capítulo siguiente.
XXVII
¡Ténganse todos a la Santa Inquisición!
Durante el día, el inquisidor don
Pedro Lagasca, auxiliado de sus satélites mayores y menores, tomó sus
disposiciones para con el mayor sigilo sorprender aquella noche a los cristianos
reunidos. Así, a la hora oportuna, grupos de ministriles, guiados por familiares
de confianza, salían recatadamente y sin ruido de la casa del Santo Oficio,
esparciéndose en distintas direcciones.
Los unos se dirigían hacia diversos puntos de la ciudad, y estaban destinados a
vigilar ciertas casas; pero el grupo mayor tomó posesión delante de la iglesia
de San Miguel, edificio que, como ya se ha dicho, ocupaba el perímetro que hoy
es plaza de San Miguel, y donde desembocaba por uno de sus extremos la calle en
que vivía el doctor Cazalla, mientras que por el otro extremo, como pegado a los
muros del convento de San Benito, se cobijaba, oculto, otro golpe de gente a
servicio del Santo Oficio.
Como media hora pasada desde que el platero Juan García saliera de su casa,
llamaron a la cerrada puerta de la platería.
–¿Quién llama? – preguntó la platera.
–El Santo Oficio – contestó una voz desde la calle.
La platera, toda temblorosa, salió para abrir, y tras ella también salió de su
escondite, siguiéndola, el alguacil que estaba oculto en la casa.
Franqueada la puerta, sólo dos personas penetraron en el establecimiento: el
inquisidor don Francisco Vaca y un familiar. El alguacil de vista se descubrió,
diciendo al inquisidor:
–Sin novedad, señor.
Don Francisco, dirigiéndose a la platera, la dijo:
–Cubríos, señora, con un manto, y dignaos aceptar nuestra compañía hasta la casa
de su reverencia el doctor Cazalla. Llegados allá, llamaréis del modo que sabéis
y daréis la contraseña. Franqueada que sea la entrada, penetraréis prestamente
en el zaguán, retirándoos a un lado. Ni un grito, ni un suspiro se exhalará de
vuestra garganta, veáis lo que veáis, y cuando se os ordene guiaréis también a
la estancia o aposento en que los herejes celebran sus juntas. Ea; valor,
serenidad y obediencia, so pena de excomunión mayor y el castigo a que hubiere
lugar si esta empresa fracasara por culpa vuestra.
Iba la platera a retirarse para echarse un manto, cuando el ministril dijo con
rapidez y voz muy queda:
–Señor, hay una doméstica de servicio.
–Atended – exclamó el inquisidor, a cuya voz se detuvo la platera aguardando
órdenes.
–Infórmanos nuestro ministro de que tenéis una muchacha o mujer de servicio.
–Sí, señor.
–¿Dónde está?
–Tomó su colación pronto y la hice acostar. Ahora duerme, y es casi seguro no
despertará hasta que mañana la llamen repetidas veces.
–Tomad un manto y despachad.
A los pocos momentos las cuatro personas salían del establecimiento, y la
platera, después de cerrada la puerta por el exterior y guardada la llave,
colocóse entre don Francisco y el familiar, tomando todos en dirección a la
Santa Cruz. Subieron la calle de Guadamacileros, torcieron a mano izquierda por
la de Damas, siguieron la de Arces, y a los pocos momentos seguían el muro que
trazaba la iglesia de San Miguel.
Aquí, y después de descubrirse ante el inquisidor, se incorporaron cuatro
fornidos hombrones, perfectamente armados, mientras no lejos de este grupo se
observaba otro grupo de gente, envuelto en la penumbra.
El inquisidor habló algunas palabras al oído de la platera, y ésta tomó
resueltamente camino hacia la casa del doctor. Tras ella marchaban los cuatro
sicarios; detrás el inquisidor don Francisco; tras éste el familiar, y, como
escoltando a todos, un grupo de corchetes, que empuñaban desnudas sus espadas, y
algunos, además, linternas sordas cuidadosamente cerradas a la sazón.
La platera llegó al portón, dando sobre el postigo los golpes en la forma y
número convenidos, y pronunciaron desde el interior la palabra: Reforma.
Y Evangelio, contestó la platera, e inmediatamente le fue abierto el postigo.
La mujer de Juan García se hizo a un lado, y precipitadamente se colaron en el
zaguán las gentes del inquisidor, éste, el familiar y la platera.
Con rapidez prodigiosa, dos de los hombres sujetaron y amordazaron al portero,
mientras los otros dos sorprendieron por la espalda y amordazaron al criado de
la casa, que, vuelto, dirigía el foco de su linterna hacia la escalera, como
para alumbrar la ascensión por ella a la persona que acababa de entrar.
Amordazados y maniatados ambos sirvientes, el anchuroso zaguán se llenó de
ministriles armados y de familiares del Santo Oficio, algunos de los cuales
alumbraban con sus linternas.
Mientras unos quedaban de guardia, otros, a cuya cabeza iba la platera y tras
ella el inquisidor don Francisco Vaca, subieron la escalera, y, guiados siempre
por la mujer de Juan García, se introdujeron silenciosamente en el pasillo que
ya conocemos, y que daba acceso al salón en que los reformados celebraban el
servicio divino y sus juntas.
Detúvose la platera al llegar al pesado tapiz que, tendido a la puerta del
salón, impedía ver el interior; pero hasta los allí agrupados llegó el eco de la
voz sonora del doctor, quien predicaba:
–«El primer mandamiento: NO TENDRÁS DIOSES AJENOS DELANTE DE MÍ. – No hay más
que un Dios; pero, por cuanto la confianza es culto que se debe a solo Él,
cualquiera que la pone en otra cosa que en Él, hace dios de aquello en que la
pone, y así tendrá uno tantos dioses ajenos cuantas son las cosas en que confía.
De aquí, después procede el servicio y adoración de los ídolos e imágenes, tan
condenada de Dios por sus profetas. Cúmplese este mandamiento con tener perfecta
fe y confianza en Dios; perfecto amor, temor, reverencia, esperanza y estar
siempre, y en todo, pendiente de Él. Lo cual es adorarle en espíritu y verdad.
Es este precepto como fuente de donde mana toda la Ley y la guarda della.»
Tras una breve pausa se oyó otra vez la voz del doctor:
–«El segundo mandamiento: NO TE HARÁS IMAGEN ESCULPIDA, NI SEMEJANZA ALGUNA DE
LAS COSAS QUE ESTÁN ARRIBA EN EL CIELO, O ABAJO EN LA TIERRA, O EN LAS AGUAS
DEBAJO DE LA TIERRA. NO LAS ADORARÁS NI LAS HONRARÁS. PORQUE YO SOY EL SEÑOR TU
DIOS, FUERTE CELOSO QUE VISITO LA MALDAD DE LOS PADRES EN LOS HIJOS HASTA LA
TERCERA Y CUARTA GENERACIÓN DE AQUELLOS QUE ME ABORRECEN, Y HAGO MISERICORDIA EN
MIL GENERACIONES A LOS QUE ME AMAN Y GUARDAN MIS MANDAMIENTOS.
»Porque Dios es espíritu – prosiguió el doctor, comentando el mandamiento –,
védasenos aquí representarlo por ninguna cosa corporal, ni honrarla, ni
reverenciarla, como si Él estuviese en ella. De donde los que adoran cosas
visibles y aligan en ellas a Dios sin palabra, están aquí amenazados como
idólatras y quebrantadores de la Ley, porque la honra que se debe sólo a Él la
dan a las criaturas.»53
–¡Ténganse todos a la Santa Inquisición!
La voz que de manera tan brusca interrumpió el discurso del doctor fue la del
inquisidor don Francisco Vaca, quien al pronunciar estas palabras apartó el
tapiz y se colocó en medio de la estancia, y tras él penetraron el familiar, la
mujer de García y los ministriles que pudieron lograr entrada, empuñando éstos
con sus diestras los desnudos aceros.
El espanto que produjo la brusca presencia en el salón del inquisidor y de sus
acompañantes enmudeció toda boca; pero bueno es observar que no fue menor el
asombro de los autores de tal sorpresa cuando contemplaron el número y calidad
de las personas allí reunidas.
–¡Jesús, valedme!... ¡Mi esposa!... – exclamó el platero Juan García al
reconocer a su mujer.
Y dichas estas palabras, cayó desvanecido sobre la alfombra que cubría el
pavimento.
–¡Atended a ese hombre! – ordenó don Francisco, dirigiéndose a los ministriles,
y añadió –: Pero aseguradle.
Mientras algunos de los alguaciles sacaban del salón a Juan García, desvanecido,
su mujer quiso acudir en auxilio del artífice; pero la detuvo el ademán y voz
del inquisidor, que la dijo:
–Teneos queda, señora, que no falta quien a vuestro marido acorra. Ahora, y
debidamente acompañada, tornaos a vuestra casa, que el vuestro servicio cumplido
queda por esta noche.
La infeliz platera, toda acongojada, fue sacada de la estancia y acompañada a su
domicilio.
Todos más o menos repuestos, el doctor Cazalla dijo al inquisidor:
–No acierto a comprender, señor don Francisco, cómo en tal guisa y a tal hora
allanáis esta mi morada.
–Ni yo, señor doctor Cazalla – respondió el inquisidor –, me explico vuestra
extrañeza; pues demasiado debe comprender la clara inteligencia de vuesa
reverencia la causa de la presencia del Santo Tribunal, no en vuestra casa, sino
en la de doña Leonor de Vivero.
–Pero mi madre doña Leonor, que santa gloria haya, falleció no ha mucho, y, por
consiguiente, esta casa...
–Sea como fuere – interrumpió don Francisco, presentando un papel escrito, del
que pendía un sello del Santo Oficio –, no allano morada, sino que obedezco,
como juez que soy del Tribunal de la Fe, órdenes del señor inquisidor mayor,
quien, como ver podréis por este rescripto, me ordena penetre en la casa de
vuestra señora madre, de grado o por fuerza, para hacer inquisición acerca de
puntos que en reserva tengo, y prender a cuantas personas en esta casa
encontrare.
–Así, pues – añadió don Francisco, dirigiéndose a los circunstantes –, en nombre
del Santo Oficio, a todos requiero: ¡dense a prisión!
–No será, ¡vive Dios!, al comendador de la Orden de Alcántara y capitán de
tercios de Infantería, don Pedro Sarmiento, a quien ni vos ni vuestros cobardes
ministriles prenderán; que mi espada no se rinde sino a la autoridad del rey
nuestro señor, y requerida por los caballeros del Capítulo de la Orden militar
cuya encomienda ostento y cuyo comendador soy; y si alguno osare obrar en
contrario, venga por mi espada y...
El esforzado caballero echó mano al costado, como buscando la empuñadura de su
acero, olvidando que al entrar en la casa había dejado en el ropero, con su
sombrero y capa, el arma cuya empuñadura buscaba.
El inquisidor, que observó el chasco que a sí propio se daba el valiente
capitán, contestó:
–Dejaos, don Pedro Sarmiento, de fueros, y observad que estáis desarmado, de lo
cual me huelgo; porque conociendo vuestra bravura, como conozco que es muy
mucha, tal desaguisado pudierais cometer en las personas de nuestros ministros
de justicia, que empeorarais vuestra situación en tercio y quinto.
–Señores – prosiguió el inquisidor –, por demás sabéis que el Santo Tribunal de
la Inquisición está por cima de todo fuero, como es notorio por breves y bulas
de todos los Sumos Pontífices de la Santa Iglesia católica apostólica romana;
breves y bulas admitidos, reconocidos y mandados cumplir por nuestro muy alto y
poderoso y católico monarca don Felipe II. Así, pues, nada más se hable. ¡Hola,
ministros, cumplan su oficio! Con toda consideración y respeto, acompañad a la
casa del Santo Oficio a estos señores. Sean conducidas las damas en sus literas,
si las hubieren, o bien a pie, encubiertas con sus mantos; pero ni una voz, ni
un grito, nada de escándalo. Esto, ministros, observad, reprimiendo todo intento
en contrario, venga de quien viniere. Y vos, doña Constanza – dijo el inquisidor
dirigiéndose a la hermana de Cazalla –, entregadnos las llaves de los aposentos
de esta casa, para asegurar y cerrar todas sus puertas, sellándolas con nuestro
sello.
–Caballero – contestó doña Constanza –, no soy la llavera de mi casa, que las
doncellas y criados de mi buena madre son de toda mi confianza, y a ellos, según
sus servicios, he entregado las llaves.
–Pero, don Francisco – exclamó el doctor –, yo creo, salvo mejor parecer, que
todos los que aquí estamos quisiéramos, si así lo deseáis, quedar constituídos
en prisión en esta morada y por esta noche; que mañana, más reposada y
sosegadamente, se vería lo que en derecho debiera hacerse.
–Siento no poder complaceros, don Agustín – contestó don Francisco –; hay
nombrados inquisidores, y ya os aguardan para el comienzo de las diligencias; en
consecuencia, acortad razones y todos obedezcan.
Hallábase en esta junta el noble caballero don Carlos de Seso, grande amigo y
servidor del emperador, y con el susodicho caballero estaba asimismo su esposa
doña Isabel de Castilla, nieta por línea recta del rey don Pedro I de Castilla.
Don Carlos, pues, con voz enronquecida por el enojo, exclamó:
–Ni mi alcurnia ni mi estado consienten...
–No más habléis, don Carlos – apuntó el inquisidor –; sosegaos y daos a prisión;
donde el Santo Oficio está no hay estado ni condición que...
–Hermanos – gritó el bachiller don Antonio Herrezuelo, puesto en pie y
sosteniendo en los brazos a su joven esposa, que se había desmayado –, no más se
hable, como dice el señor inquisidor. Dios ha permitido que testifiquemos de
nuestra fe cayendo en poder de nuestros enemigos, que por serlo nuestros son
también enemigos de Dios...
–Asaz descomedido por lo deslenguado estáis, señor bachiller, y es porque quizá
olvidáis, o no sabéis, que nuestros ministros de justicia traen a prevención
sendas mordazas, con las que son diestros para ligar lenguas que, como la
vuestra, se desaten – replicó don Francisco.
–No ignoro ni olvido nada de eso que vos decís, ni mi lengua fue ni estuvo jamás
descomedida. Por lo demás, dispuesto estoy a ser ligado y amordazado, antes que
dejar de andar en el camino y confesión de la verdad de Dios y de su Cristo.
¿A qué prolongar más el relato de estos sucesos? Bastará consignar que horas
pasadas los cristianos todos yacían, incomunicados, en los diferentes calabozos
de las cárceles del Santo Oficio, y que el asombro del inquisidor don Francisco
Vaca no reconoció límites cuando, registrando la casa de Cazalla, topó con
papeles que le dieron a conocer lo extenso del plan reformista, no sólo en
Valladolid, sino dentro y fuera de su provincia eclesiástica.
No poco tuvieron que hacer los señores del Tribunal aquella noche, comunicando
órdenes y expidiendo exhortos a diversos puntos de España.
Hemos dicho que todos los cristianos fueron presos, pero no fue así.
Un hombre pudo escapar hasta los desvanes de la casa; salió al tejado, saltó al
de la casa vecina, aguardó que rompiese el alba, escondido en otro desván, logró
salir a la calle y de la ciudad, y tuvo tal suerte, que consiguió huir hasta
nada menos que Alemania; pero allí dieron con él los inquisidores y le volvieron
al punto de partida, esto es, a Valladolid.
Este hombre fue, según consta en el proceso formado por la Inquisición, Juan
Sánchez, natural de Astudillo, y criado del doctor Cazalla.
XXVIII
Terror supersticioso.
Dijimos que la platera, por orden
del inquisidor don Francisco Vaca, se retiró de la casa del doctor Cazalla, y
ahora añadiremos que dos familiares acompañaron a la menestrala hasta el
domicilio de ella, colmándola de respetuosos y galantes cumplidos, encomiando y
enalteciendo su archicatólico celo.
La pobre mujer se envaneció con aquellas frases a ella dirigidas por personas de
clase elevada, y cuando llegó a su casa estaba convencida de que había llevado a
cabo una obra de alta importancia para la Iglesia romana, que su acción llegaría
a conocimiento del Padre Santo, y ... es imposible dar cuenta de los locos
castillos que se formaba aquella mujer.
Ya dentro de su establecimiento, y con luz, aquellos señores se retiraron y la
platera cerró la puerta, dirigiéndose al comedor. Allí colocó el velón sobre la
mesa, se despojó del manto y se dejó caer en un sillón situado frente al que
ocupar solía su esposo.
La platera, hablando sotto voce, dijo:
–No me acostaré hasta que vuelva mi Juan, porque de seguro vendrá muy irritado
contra mí...; pero él es bueno, y fácilmente se convencerá de que he hecho bien
al dar aviso de lo que pasaba a la Santa Inquisición... Además, yo he obrado en
conciencia, porque... No, pero no les harán daño, especialmente a mi Juan.
La infeliz mujer echó la cabeza hacia atrás, cruzó sus manos, dejándolas caer
lánguidamente sobre la falda de su vestido, y quedó en esta postura ensimismada,
con la vista clavada en el techo del aposento, mirando, aunque sin ver nada.
Sin de ello darse cuenta, entornó los párpados, y al cabo de unos minutos, en
que parecía dormitar, un estremecimiento agitó su cuerpo, despertándola
sobresaltada.
–¡María Virgen! – exclamó –. ¡Qué horrible pesadilla! ¿Pues no me parecía ver a
mi Juan cargado de cadenas de hierro y tendido en el suelo de un lóbrego
calabozo? ¡Ah! ¡Qué alucinación! ¿Por qué le han de tratar mal?
A fin de distraerse de sus negros pensamientos, la pobre mujer alargó el brazo a
un mueble al alcance de su mano y tomó un libro, libro que, como ya la
Inquisición había comenzado sus bárbaros expurgos, era de una adocenada
literatura y de doctrina salvaje. He aquí lo que la platera leyó:
«Cuenta uno de los padres del yermo, y está atenta, ¡oh alma que esto lees!, que
cierta señora romana, convertida a la religión verdaderamente católica de
nuestra Santa Madre Yglesia; digo, pues, que esta señora ansi convertida era de
grande posición social, e muy rica en extremo. Esta gran señora fizo grandes
donativos a Yglesia e Monesterios y sufría a la verdad, porque su esposo y un su
hijo non eran convertidos a la verdadera fee.
»E sucedió que cuando la piedad del Emperador cristiano, que era señor de tan
grande imperio, e por ende protetor de toda la cristiandad, publicó un edito
ordenando fuesen reducidos a prisión todos los que habiendo nacido gentiles non
se quisiesen bautizar, para catequizarlos, e si después de catequizados todavía
non se quisiesen convertir, fuesen arrojados al Tibre, o degollados, o cocidos
de vivo en vivo en grandes calderas, e además perdiesen todos sus bienes, porque
non les pudiesen heredar los sus descendientes legítimos, sinon que los dichos
bienes quedasen de la Corona para acreescentamiento de la fee y para mayor
esplendor de las Yglesias e Monesterios.
»Comenzó la Inquisición sobre los pertinaces y ostinados; y como de todos era
notorio que el marido e hijo de esta matrona eran herejes consumados, pidiéronla
descubriese el logar do se ocultaban su fijo o marido. La señora entregó al
fisco los grandes e cuantiosos bienes de su marido, e dió ansimesmo todos los
suyos, como si los heredase el fijo en vida de ella, para Yglesias e Monesterios,
quedándose ella con una mínima parte, que cuasi non podíase mantener. Pero en
ninguna manera declaró el logar do se ocultaban aquellas prendas que tanto ella
amaba. E sucedió que, para ganarse más fazienda, el marido e el fijo de la dicha
matrona fuéronse a la guerra, donde murieron dambos.
»E también acaesció que la matrona enfermó, e cuando se hallaba en las ansias de
la muerte vió entrar por su aposento adelante una gran multitud de demonios,
feroces en mucho extremo e con grandes cuernos como de cabrón, e patas ansí del
mesmo animal, e luengas colas como de toro. E en medio de esta espantable tropa,
allegáronse a los pies del lecho do la enferma yacía dos criaturas humanas, en
quien la matrona pudo a duras penas reconocer a su fijo e marido, los cuales
venian ligados el uno al otro por gruesas serpientes enroscadas a su cuerpo, e
una de las tales serpientes, muy más enorme que las otras, con ser tan grandes,
destirábase sobre los hombros de los prisioneros; e abriendo una enorme boca,
vomitaba sobre las cabezas de ellos torrentes de pez hirviendo, que por los
gestos que hacían conocíase sufrían muy mucho.
»E entonces el marido clamó con voz rugiente, como de condenado: –Por cuanto te
pesara el delatarnos a la Yglesia, habemos muerto herejes e pedido tu alma al
diablo e ahora venirte has con nosotros. –E como el condenado hobo esto dicho,
una de aquellas serpientes comenzó destirarse, destirarse, que, sin
desenrrocarse al padre nin al fijo, se enrroscó e ligó el cuerpo de la enferma,
quien, toda espantada, los cabellos erizados e los ojos fuera de su hueco, dió
un tremendo grito e entregó el ánima, e fué en tan mala compañía a las calderas
de Satanás.
»Otra que tal te sucederá a ti, ¡oh ánima!, si en todo o en parte imitares a la
matrona romana e amases marido o fijo más que a tu madre la Yglesia. Mira, mira
como agora mesmo te entran por la puerta del tu aposento sendos demonios e
larguísimas serpientes, que te miran, e avanzan, e avanzan e abren sus inmensas
bocas, e...»54
La platera dio un estridente grito, se puso sobre sus pies y el libro se le cayó
de las manos.
Presa de un frenesí espantoso, corrió fuera del aposento y se refugió en el
dormitorio de la criada, a la que comenzó a llamar por su nombre, aporreándola
sin compasión.
Excusamos decir si la pobre muchacha despertaría; pero gracias a su pesado
sueño, y mientras se dio cuenta de lo que pasaba, su ama sosegose un tanto, y la
dijo, con palabras que se atropellaban unas a otras:
–Anda..., corre..., vuela..., date prisa..., toma la pililla del agua bendita
que tengo a la cabecera de mi lecho, y riega bien el aposento de comer…
–Pero, señora – balbuceó la fámula, sentada sobre el lecho, y restregándose los
ojos con ambos puños –; ¿habéis visto al diablo?
–¿Cómo si le he visto? ¡Y bien visto! Por eso te digo que descuelgues la pililla
de mi alcoba y riegues con el agua bendita el aposento de comer.
–¿Y allí estaba el diablo...? ¿Y queréis que yo entre? ¡No en mis días!
–Anda, anda, álzate del lecho, que tú no eres culpable, y contigo nada tiene que
ver el diablo.
Y mientras esto decía, la platera arrancó de la cama a la sirviente, colocándola
de pie sobre el suelo.
–Ya yo sé que conmigo nada tiene el diablo (¡Jesús, María y José!) – añadió,
santiguándose.
–¿Qué? ¿Le viste? – preguntó con terror la platera.
–¿A quién, señora?
–¡Al diablo!
–¡La Virgen del Tremedal me asista! No, no le he visto.
–Pues... ¿entonces?
–¿Entonces...? Que no voy sola. Vos podéis mandarme fregar, comprar, barrer,
guisar (aunque en esto sois maestra); pero obligarme a echar de vuestra casa al
diablo, eso no. Vos sois la dueña, y ansí, vos echadle, que os obedecerá mejor
que a mí. Pero... ¿dondé está vuestro esposo y mi señor?
–¡Calla, desdichada! ¡Si precisamente por él ha venido el diablo!
–¡Santa Brígida sea ahora conmigo! ¿Y se llevó el diablo a mi señor?
–Ahora sí que digo que eres ruda de magín. ¿He yo dicho por acaso que el diablo
se haya llevado a mi esposo?
–A lo menos ansí lo entendí; pero puesto decís que el diablo se halla en el
aposento de comer, claro es que no se ha llevado a mi señor; que si él le
llevara, ni mi señor ni el diablo estuvieran. Mas permitid – prosiguió la
criada, ya totalmente despierta –, permitid que me eche un zagalejo, pues hace
asaz frío.
–Sí – repuso la infeliz platera –, y aún será mejor que te vistas del todo. ¡Ea,
acucia, hija, acucia!
La muchacha se vistió apresuradamente, y, cuando hubo terminado, dijo a su ama:
–Cuando seáis servida.
–Bien; como dicho te tengo, ve a mi aposento, toma la pila del agua bendita y
riega la pieza de comer.
–Ahora digo yo otra vez a vuesa merced, repitiendo lo de antes, que ansí iré yo
sola al aposento, como irme a tirar al río.
–¡Ah, cuán necia eres! Ve, que contigo nada tiene que hacer el diablo. Y además,
si este servicio haces, regalarte he una saya y unos aretes de plata de a uno y
cuartillo.
Aquí la muchacha titubeó. La tentación era fuerte.
–¿Te decides? – preguntó la platera.
–Nada más de por serviros – y añadió –: Pero ved, señora ama, que cumpláis lo
ofrecido de la saya y aretes o de otro modo el diablo os lo tomará en cuenta.
–No lo tomará – replicó la platera –, que yo cumpliré lo prometido, y todavía
añado un rosario de bolas negras, que parecen ébano, aunque no lo son, pero sí
son azabache, con medallas y cruz de plata.
–Ahora digo, mi ama, que me obligáis más; que yo soy mucho devota del rosario; y
pues ansí es, yo quiero serviros.
La muchacha salió santiguándose, llegó al comedor, y desde el dintel dirigió una
mirada. Como nada de particular observase, dio otro paso, y alargando el cuello,
miró a uno y otro lado.
Nada vio. Todo estaba como de ordinario. Entonces se introdujo en el comedor y
después en el dormitorio, y observando que el lecho conyugal estaba vacío e
intacto, porque nadie lo había ocupado, salió de las habitaciones todo
sorprendida, y desde el pasillo, en voz alta, exclamó:
–Venga mi señora ama, que ya no hay necesidad de riegos; pues si el diablo
estuvo, ya marchó, aunque creo se haya llevado a mi señor y dueño vuestro, por
cuanto no aparece ni en el aposento ni en el lecho.
La platera salió del dormitorio, y toda temblando iba diciendo, mientras andaba
por el pasillo:
–Pues es ansí, como aseguras, allá voy; pero toma el velón y haz luz, hija.
La sirviente tomó el velón o lámpara de sobre la mesa, y salió del comedor para
alumbrar y sostener a su señora.
Ambas llegaron a la puerta del comedor, y la platera, fijando sus ojos en el
sillón en que se sentaba su esposo, exclamó, sacudiendo a la moza:
–¿No lo ves?
–¡Jesús! – exclamó la fámula, desprendiéndose de su ama.
Y dejando caer el velón, quedaron ambas a oscuras.
La platera, como pudo y a tientas, se refugió y acurrucó en un rincón de la
tienda.
En cuanto a la criada, ganó su alcoba, se zambulló toda vestida en el lecho, se
rebujó con las ropas, y a poco rato, el sueño pudo más que el miedo, y la joven
roncaba, aumentando con sus ronquidos el terror de la infeliz platera, quien
pasó una noche infernal.
FIN DE LA PRIMERA PARTE.
SEGUNDA PARTE
ELOGIO DE ALGUNOS PÍOS MÁRTIRES
SEVILLANOS Y CASTELLANOS
I
Un traidor, una presa y una sorpresa.
En el capítulo XVIII de la primera
parte de esta leyenda, recordarán nuestros lectores que dejamos al valiente
Julián Hernández preso y herido, sí, pero fuerte de espíritu, y no poco
consolado por la intervención del doctor Zafra y por los socorros que recibía de
cristianos reformados en Sevilla.
Ciertamente, el proceso contra el prisionero por la fe de Cristo no adelantaba
gran cosa. Lo único que se probaba era que Julián había introducido en España,
procedentes de lejanas tierras, libros prohibidos por el Índice, pero ni se
sabía el número ni las personas a quienes los había dado.
En último resultado, y aconsejado por el doctor Zafra, Julián declaró que por
algunos de aquellos libros había recibido dineros, y que no podía decir de
quién, ni la cantidad o cantidades. Que las introducciones habían sido varias, y
que unas veces las había verificado por mar y otras por tierra, aunque jamás
introduciendo géneros furtivamente, o sea sin pagar al fisco. Añadió que los
tales libros debían ser de muy buena lectura, puesto que no solamente le
agradaban a él, sino a otras muchas personas de calidad, que se los demandaban,
y que ese tráfico era muy bueno, por el mucho provecho que de él se sacaba.
Así estaban las cosas, y la Iglesia, que había, como dijimos, suspendido sus
reuniones al caer preso Hernández, las había vuelto a reanudar sin ningún temor.
Consta en los anales históricos del proceso inquisitorial que Julián Hernández
había sido elegido diácono de la Iglesia reformada de Sevilla, así como el
médico don Cristóbal de Losada fue elegido por ministro de ella.
Todavía no habían llegado al Inquisidor general, don Fernando de Valdés, los
correos despachados desde Valladolid, dándole cuenta del descubrimiento hecho
por el Tribunal Inquisitorial Castellano, y dando nombres de personas de los
estados eclesiásticos, nobleza y llano, iniciadas en el luteranismo en la ciudad
castellana, cuando un falso hermano, hipócrita o temeroso, delató la existencia
de la Iglesia Reformada, y el sitio y hora de sus reuniones. Este individuo
solicitó y obtuvo audiencia del Cardenal-Arzobispo, y declaró a su autoridad
cuanto sabía referente a reforma y a reformados.
Igual que sus colegas vallisoletanos, los inquisidores andaluces se helaron de
asombro; pero bien pronto se repusieron y dieron traza de cómo sorprenderían a
los herejes.
Hallábase en la cárcel inquisitorial el doctor Zafra, consolando a Julián,
cuando se presentó en el calabozo el alcaide y dos calaboceros. El alcaide
intimó al doctor la orden de seguirle, y, con gran sorpresa, Zafra vio que le
encerraban en lóbrego calabozo.
En vano pidió explicaciones de aquel proceder; pues el alcaide únicamente
contestó que obedecía órdenes de los señores.
También sacaron de su prisión a Hernández, pero fue para ser conducido a la sala
de audiencias, donde el prisionero halló constituido el tribunal.
Después de los conjuros de rúbrica, el que presidía dijo a Julián:
–Ahora es inútil que calles o mientas. Aunque en este Santo Tribunal no se
acostumbra, vamos a leerte una lista de las personas que deponen contra tí, y te
acusan como fautor y propagador de la doctrina luterana.
El secretario se levantó y leyó en un papel:
«Doña Isabel de Baena, doña María de Virués, doña María Coronel, doña María
Bohorques, fray Cristóbal de Arellano, don Juan Ponce de León, el doctor Losada,
el maestro de niños Fernando de San Juan, fray Juan Crisóstomo, y otras muchas
personas de nota y fama en la ciudad.»
No es difícil suponer la impresión que cada nombre que brotaba de labios del
escribano causaba en el ánimo de Julián. Al momento comprendió que la
Inquisición, por uno u otro medio, había descubierto los trabajos reformistas y
los nombres de los iniciados, y esta idea, en lugar de aterrarle, le dio doble
vigor de ánimo y mayor tranquilidad de espíritu.
–¿Has escuchado? – le preguntó el inquisidor.
–Escuchado he – contestó el preso.
–¿Y qué respondes?
–Pues nada tengo que responder, sino que me pongáis delante de mis acusadores.
–No es eso lo que ahora corresponde. Ahora es preciso que aceptes o rechaces la
acusación.
–Pero, ¿de qué me acusan esas personas?
–¿Pues no lo oyes? Te acusan de fautor y propagador de la herejía luterana.
–No es cierto – respondió con decisión Julián; y añadió –: Ninguna de esas
personas que habéis nombrado me acusan como hereje, por la sencillísima razón de
que en herejía alguna no he caído hasta hoy, a Dios gracias.
–¡Yo no miento! – gritó el inquisidor.
–No digo que su vuesa señoría mienta, aunque...
–Terminemos... ¿Conoces alguna o a todas esas personas cuyos nombres se te han
leído?
Julián meditaba la respuesta que le convenía dar.
–¿Qué dices? – interrogó impacientemente el inquisidor.
–Señor, digo que no sé cómo tales personas pueden acusarme de lo que no me han
visto cometer.
–No es esa nuestra pregunta. Te preguntamos si conoces alguna o a todas las
personas cuyos nombres te hemos dado.
–Pues a eso iba, señor – contestó Julián con acento candoroso, y continuó–: Por
razón de mi oficio he tratado con muchísimas personas; así, pues, me es difícil
recordar. Con todo, suplico me hagan ver a las personas nombradas, y podré daros
razón de lo que deseáis saber.
En una palabra: la sesión se hizo cansada, sin que el juez pudiese arrancar de
Julián una contestación concreta, aunque en el ánimo del tribunal se arraigaba
el convencimiento de que entre el preso y las personas cuyos nombres le habían
sido leídos, mediaba algo más que una tibia amistad.
Encerraron, pues, a Hernández, no en el calabozo confortable que por la
influencia de Zafra había habitado cierto tiempo, sino en otro de peores
condiciones, donde por todo lecho tuvo un mísero camastro, y en lugar de las
ropas de abrigo, que la caridad de sus hermanos en la fe de Cristo le
proporcionara, tuvo, decimos, una triste manta, plagada de... insectos viles,
que si no abrigaban, causaban, en cambio, no pequeña desazón.
Entre tanto, y ya dada por las campanas de las parroquias de la ciudad de
Sevilla el toque de cubre fuegos, en el salón-oratorio de la casa de doña Isabel
de Baena, que ya conoce el lector, hallábanse reunidos, atendiendo al discurso
que pronunciaba desde el pequeño presbiterio el clérigo don Juan González, la
dueña de la casa, y entre otras personas doña María de Virués, doña María
Coronel, doña María Bohorques, la esposa de Losada y la del maestro de niños.
Entre los hombres allí presentes mencionaremos al susodicho maestro de niños,
don Fernando de San Juan; a don Ponce de León y al doctor don Cristóbal Losada,
que, como ya hemos dicho, era el pastor de la naciente iglesia. Varios criados,
de ambos sexos, se hallaban también presentes.
De modo análogo al empleado en Valladolid, se introdujo en la casa de Baena el
juez del Santo Oficio, don Juan de Ovando, a la cabeza de varios familiares y
buen golpe de ministriles, y también aquí, como sucedió en Valladolid, en la
casa del doctor Cazalla, los asaltantes pudieron detenerse, sin que de ello se
percataren los inocentes cuanto descuidados reformados, para escuchar lo que en
aquellos momentos decía el predicador, que era lo siguiente:
«–Porque Jesucristo no ha resignado su oficio en ellos (en los Santos), ni ellos
jamás pensaron usurpar lo que es de la cabeza, siendo miembros que están unidos
con ella. La Palabra divina nos es dada por lumbre, para ser guiados sin peligro
en la noche de este mundo tenebroso; luego, los que invocamos a Dios por medio
de Jesucristo, como ella nos enseña, andamos muy más seguros que los que fingen
una multitud de abogados y nuevas adoraciones, las cuales jamás fueron mandadas
ni aprobadas por Dios. “Invócame (dice el Señor por el Profeta) en el día de tu
tribulación, y Yo te libraré y tú me honrarás”. Y por el profeta Joel está
escrito: “Cualquiera que invocare el nombre del Señor, será salvo”. De los
santos ya muertos y pasados de esta vida, no hay promesa semejante. El Espíritu
Santo nos amonesta solamente de no tener cuidado y solicitud por ellos, porque
están con el Señor, esperando la resurrección de sus cuerpos, y han de resucitar
con nosotros. Con esto quiere el Apóstol que se consuelen los cristianos que aún
viven en este mundo. Si allá donde están, rogaren a Dios por nosotros y nos
ayudaren, sin duda lo hubiera dicho Pablo, para consolación de los vivos, como
dice de sí mismo y de los otros santos que aún vivían acá entre los hombres: que
rogaban unos a Dios por otros y que se ayudaban unos a otros...»55
–¡Bien por el licenciado González! – resonó una voz a la entrada del oratorio.
Todas las miradas se dirigieron hacia el sitio de donde la voz partiera, y casi
todos los rostros de los circunstantes palidecieron al reconocer al juez del
Santo Oficio y observar el séquito de familiares y corchetes que, empuñando las
desnudas espadas, le seguían.
–¡Dense todos los aquí congregados, sin distinción de estado, sexo ni calidad,
presos a la autoridad de la Santa Inquisición que represento! – dijo el juez.
El buen Losada fue el primero en reponerse de la sorpresa, y exclamó, con
entonación segura, dirigiéndose al juez:
–Dé orden vuesa señoría a sus ministros de que envainen los aceros, y díganos,
si es servido, a qué viene esta asonada.
–Los ministros de mi justicia envainarán a su tiempo y, entre tanto, vuelvo a
conminaros os deis a prisión a la Santa Inquisición del Santo Oficio.
–Seguros nos tenéis; pues intención de defendernos no tenemos; pero me extraña
que así interrumpáis nuestro servicio religioso – esto dijo el presbítero
González.
–¡Religioso! – exclamó el inquisidor con ironía.
–¡Mil veces religioso, señor don Juan Ovando! – insistió González, y añadió–:
Licenciado en Sagrada Teología soy, y recibido he Órdenes sagradas, como sabéis.
Por lo tanto, derecho tengo y en ejercicio estoy para predicar, lo mismo en la
Magistral de Sevilla que en este oratorio privado, pero autorizado por letras
episcopales para esta casa y el hábito que visto debiera...
–Causaros verguënza – interrumpió el juez, añadiendo–: y haceros honrar mejor
vuestro traje, estado y sitio en que os halláis, pues todo lo habéis profanado.
Pero evitemos altercados, y puesto que el presidente sois de este
conventículo...
–¡Tened la lengua! – exclamó Losada –. Que ni esto es conventículo ni el señor
Licenciado es presidente de nadie. La concurrencia aquí presente, congregación
es cristiana, y yo, aunque indigno, el pastor de ella.
La brusca, pero valiente interrupción de don Cristóbal Losada, atrajo sobre sí
principalmente las miradas del juez y de su cohorte, y repuesto del asombro, don
Juan Ovando replicó:
–Hasta este momento os tuve, y todavía os tengo, si no por el mejor, por uno de
los buenos médicos sevillanos; pero ignoraba que hubieseis recibido Órdenes
eclesiásticas, ni que os hubierais licenciado en Teología... Pero acortemos
razones que requerido, como todos lo estáis, hemos de terminar. Hola, ministros,
cumplan las órdenes que han recibido.
¿A qué volver a reproducir la escena de Valladolid? Como allí, aquí, todos los
circunstantes fueron reducidos a prisión; muchas otras casas fueron visitadas
por delegados inquisitoriales durante la noche, y sus moradores presos.
Mientras, y favorecido por la oscuridad nocturna, un destacamento de tropas
rodeaba los muros del convento de San Isidro, como ya sabemos, situado
extramuros de la ciudad.
Veamos, para terminar este capítulo; en qué se ocupaba la comunidad, en aquella
célebre noche, reunida en el coro.
A lo largo del muro se extendía maciza sillería de nogal, cuyos asientos ocupaba
cada monje.
Otro, que, como el lector supondrá, no era sino el padre M. García Arias, prior
de la comunidad, sentado ante pesado facistol, tenía abierta una Biblia latina,
y, comentando el pasaje de la mujer pecadora, arrepentida y perdonada por
Cristo, en el Evangelio según San Lucas, capítulo VII, decía a sus monjes:
«–Estas cuatro cosas hacían muy graves los pecados de la mujer, y ansí no es
mucho que diga el evangelista: Ecce mulier, quœ erat in civitate peccatrix:
“Veis una mujer pecadora en la ciudad”. Ora no me parece que habemos aún
desentrañado del todo lo que hay en estas dos palabras. Dos Ecce hallo en la
Sagrada Escritura, que parecen contrapuestos el uno del otro: el uno es este
Ecce mulier, y el otro el Ecce Homo, que se dijo del Hijo de Dios.
»Cuenta el evangelista San Juan que queriendo Pilato librar al Redentor de las
manos de los judíos, sabiendo que por envidia le entregaban, por moverlos a
lástima, mandó azotar al Redentor; sacolo desnudo, con una corona de espinas en
su sagrada cabeza, y cubierto con una ropa vieja de púrpura. Y al tiempo que
salió, vuelto a los judíos, que pedían con grande constancia su muerte, les
dijo: Ecce homo: “Veis aquí al hombre”; como si les dijera: Acusáis a este
hombre por alborotador y revolvedor del pueblo; decís que tiene humos de rey;
pues veisle aquí, que lo menos que tiene es talle de hombre, cuanto más de
príncipe.
»Poned, pues, a una parte a Cristo llagado, atado, espinado; el rostro lleno de
cardenales y salivas; el cuerpo cubierto de sangre de los azotes, y aquellos
divinos ojos llenos de lágrimas; poned a la otra parte a la pecadora, suelta,
profana, llena de pecados, infame, sin nombre, hecha una añagaza del demonio, un
despeñadero de almas.
»Oíd a Pilato, que dice: Ecce homo; y volved a San Lucas, que le contrapone:
Ecce mulier. Y mirad agora el misterio tan galán, que ahí está: Ecce homo, pues
Ecce mulier. Para que haya un Ecce mulier, es menester que haya un Ecce homo;
que si éste no hay, no habrá aquél. Ecce homo, que se hizo hombre por gracia;
Ecce mulier, que es mujer por flaca naturaleza. Ecce homo, que es justo; Ecce
mulier, que es pecadora. Ecce mulier, que peca; pues Ecce homo, que lo paga.
Ecce mulier, culpada; pues Ecce homo, penado. Ecce mulier, que merece el
castigo; pues Ecce homo, azotado. Ecce mulier, suelta; pues Ecce homo, atado.
Ecce homo, que siendo Dios se hizo hombre; pues Ecce mulier, que siendo pecadora
queda hecha santa. Ecce homo, que muere para que ésta viva; pues Ecce mulier,
que vive porque Éste muere. Ecce homo, que le presentan por esta mujer a Pilato;
pues Ecce mulier, que le presentan por este hombre al Padre. Pilato da este Ecce
homo a los hombres para su rescate. Cristo da este Ecce mulier al Padre para su
regalo.
»¡Oh, trueque soberano! ¡Dulce bien nuestro, que te pones en competencia de una
pecadora, porque tu amor te fuerza y tu Padre te lo manda! Mirad, hombres, el
gran amor de nuestro Dios, que dice: “Tomad un Dios, y dadme un hombre. Tomad mi
Hijo, y dadme una pecadora.” Pues dime, gran Señor: y este trueque, ¿se puede
sufrir? ¿No ves que te engañan más que en la mitad? Dar un Dios por un hombre,
¿quién tal vio? ¿El justo por un homicida? ¿El inocente por el culpado? ¿El
Señor por el siervo? ¿El Hijo por el esclavo? ¿El Hacedor universal por su misma
hechura? ¿Quién vio trocar la gloria por el polvo? ¿La riqueza suma por la suma
pobreza? ¿La alteza de Dios por la bajeza del hombre? Ecce homo, remedio de mis
males, Hombre que paga mis deudas, sangre con que se lavan mis culpas, precio
conque se derrime mi ofensa. Pilato te me muestra, Redentor de mi alma; tu Padre
te me da; Tú mueres por mí. Tú dices: “Esta es mi sangre, que derramo por
vosotros”. Tu Padre dice: “Así amé al mundo, que le di un solo Hijo que tenía”.
Pilato me dice: Pues veis al hombre que todo esto hace: Ecce homo. Él me dice:
Ecce homo; mas yo digo: Ecce Deus. Hombre te me muestran, mas Dios te conozco.
Ecce homo, que muere por mí; Ecce Deus, que resucita por Sí. Ecce homo, que
muestra mi flaqueza padeciendo; Ecce Deus, que me da su fortaleza venciendo.
¡Dulce retrato de mi remedio, que ansí te había yo menester para mí, que te
perdieses a Ti para hallarme a mí! De manera que lo primero que tenemos es esta
contraposición.»56
Terminada la meditación, los monjes, todos arrodillados, entonaron gradualmente,
comenzando con voz sonora el prior:
Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam...(Salmo 51)
Y después de algunas otras preces litúrgicas, los monjes, edificados en su
espíritu, se retiraron a sus respectivas celdas para descansar, bien ajenos del
golpe que los amagaba.
Al siguiente día, y cuando no se había extinguido en el espacio el eco de la
última nota de la campana tañendo el Angelus, el convento fue asaltado por
inquisidores, familiares y ministriles.
Fueron, desde luego, reducidos a prisión los monjes todos, y la Inquisición
cogió libros reformados, y ejemplares de la Sagrada Escritura vertida al romance
castellano, con gran sorpresa del Santo Tribunal.
II
Donde comienza el martirio de los mártires sevillanos.
La sorpresa que el Inquisidor
general, Arzobispo de Sevilla, experimentó al ver por sus propios ojos lo
extenso de la obra de reforma que en sus dominios archiepiscopales e
inquisitoriales existía, fue magna; pero su asombro rayó en furor epiléptico,
cuando pocos días después del descubrimiento del luteranismo andaluz (como ellos
decían), llegaron a poder de su ilustrísima letras procedentes del Arzobispo de
Palencia, delegado inquisitorial, como ya sabemos, para Castilla, noticiando al
Inquisidor general el descubrimiento de la secta luterana en Valladolid, con
nombre y calidad de las personas en ella iniciadas.
Un pánico terrible se poseyó del Inquisidor general y de sus adláteres. Ya veían
derrumbado el edificio papístico en España, y aunque lo veían y tocaban, no
podían comprender cómo personas de tanta posición social, de tanta sabiduría y
del estado religioso, hubieran sido contaminadas con la (según jerga
inquisitorial) herejía luterana.
Pasada la primera impresión y repuestos de la sorpresa, decidieron acabar
diligentemente con la naciente Reforma. Al efecto, y contando con el
consentimiento del Papa, y el apoyo del rey y de los magnates españoles, fueron
reducidas a prisión cuantas personas eran sospechosas, sin consideración a
rango, estado, sexo ni edad.
La cárcel inquisitorial de Triana era pequeña para tanto preso, y se habilitaron
como prisiones los conventos, que eran muchos, y sobradamente amplios; pero ni
aun así bastaron para alojar tal número de prisioneros, por lo que se aceptaron
las ofertas de algunos señores, quienes ofrecieron sus casas solariegas para que
sirviesen de cárceles.
Si algún lector estima exageraciones de novela las anteriores líneas, lea al
historiador Prescott:
«Para dar mayor fuerza –dice el historiador– a esta prescripción (la de encausar
y castigar a los que incurriesen en herejía), publicó Paulo, en el siguiente mes
de Enero (1559), otra bula, en que mandaba a todos los confesores, bajo pena de
excomunión, que averiguasen de sus penitentes todas las personas, aunque fueren
allegados suyos, a quienes pudiera acusarse de tales prácticas. Con el objeto de
estimular el celo de los denunciadores, Felipe restableció, por su parte, una
ley, que ya no estaba en uso, en cuya virtud el acusador recibía la cuarta parte
de los bienes confiscados al reo convicto...»
«...Por fin, hechas las averiguaciones preliminares, marcados los reos, y
perfectamente marcado el plan de ataque, se dio una orden para prender a todos
los acusados como herejes... y cayeron como un rayo sobre las desdichadas
víctimas, que estaban reunidas en sus conciliábulos secretos, muy ajenas del
golpe que les aguardaba. Ni siquiera trataron de resistirse; hombres y mujeres,
eclesiásticos y seglares, individuos de todas clases de profesiones, fueron
sacados de sus casas y sumidos en los calabozos secretos de la Inquisición; mas
como estos no bastasen para tan considerable número, pasaron muchos a las
cárceles ordinarias, y aun a los conventos y casas particulares. Sólo en Sevilla
prendieron OCHOCIENTOS EL PRIMER DÍA.»57
Uno de los grandes medios de que la Inquisición se valía para descubrir lo que
le importaba saber, era el echar mano de tales y tan diversos modos de tortura,
que solamente Satanás pudo inspirarlos, por la diversidad de formas y de
aplicación.
La Inquisición lo mismo aplicó el tormento a hombres fuertes que a débiles
mujeres, y concediendo a éstas el honor de primacía, pasemos a la cámara del
tormento, en la cárcel de Triana, cámara que ya conocemos, y presenciemos el
titulado del burro, que los señores del Tribunal disponen sufra doña Ana de
Rivera, esposa del piadoso maestro de niños don Fernando de San Juan.
Pero antes de asistir a la sesión, veamos cómo describe y lo que dice acerca de
este modo de atormentar el reformador español Gonzalo de Montes. Montes era
sevillano, y por causa de su fe religiosa padeció persecución. Encerrado en la
cárcel de Triana sufrió el tormento de la polea, y después, por una de esas
circunstancias que sólo pueden atribuirse a la Providencia de Dios, logró
escaparse de la cárcel y huir a tierras extrañas, donde en 1567 compuso y
publicó un libro con el título de Artes de la Inquisición Española, y otro libro
que tituló Elogio de algunos píos mártires sevillanos. Escuchemos, con el
respeto debido, lo que después de trescientos treinta y cuatro años nos dice
testigo y víctima de las infernales invenciones de los inquisidores.
Dice así:
«Cuando les parece (a los inquisidores), hacen experimentar a otros, esta vez,
otro género de tormentos, que, aunque usado también en otros Tribunales con los
malvados, con razón lo hizo propio suyo el Santo Tribunal. Llámanle vulgarmente
el del burro o potro: nosotros le apellidamos arriba el del agua y cuerdas.
Prepárase, empero, de este modo.
En un escaño de madera sólida se ahonda en la parte superior en forma de canal,
de manera que pueda caber un hombre echado de espalda. La parte que pudiera
coger la espalda tiene atravesado un palo redondo, que, encontrando la espalda
del que allí ponen echado, no le deja tocar la canal, para que el que en ella ha
de ser atormentado, ni aun en el mismo burro pueda tener algún sosiego. Pero el
escaño está colocado de suerte que aquel a quien en él tienden para el tormento,
tiene los pies más altos que la cabeza. Tendido en aquel nicho, el que de ese
modo van a atormentar, atan las canillas o cañas de los muslos, piernas y
brazos, con fuertes, pero delgadas cuerdas, que aprietan después poco a poco,
hasta que, escondidas aquellas cuerdas en la carne del paciente, toquen casi los
mismos huesos y desaparezcan por completo de la vista del espectador. Añádese,
además, un sutilísimo paño de lino, que, extendido sobre la cara del paciente,
le tapa también las narices, para que al recibir el agua por la boca le impida
la respiración por ellas. Después se va el agua destilando por la boca, por
medio del paño, hasta cierta medida, a árbitro de los jueces, y cayendo en la
boca del paciente, no gota a gota, sino a chorro, arrastra fácilmente el
delgadísimo paño hasta lo profundo de la garganta.
Diríase aquí que el infeliz moribundo estaba en la agonía en que suelen hallarse
los que van a exhalar el último aliento, a no ser porque a estos nadie les quita
el recurso de la respiración, y aquel no tiene modo de respirar, impidiéndole el
agua hacerlo por la boca, y por las narices, el paño. Pero cuando se saca de lo
último de la garganta el paño (lo cual se hace muchas veces para que el
atormentado responda a las preguntas) empapado en agua y sangre, diríase que con
él se le arrancaban el infeliz las entrañas; desta manera pasa el paciente en el
tormento todo el tiempo que ellos quieren, amenazándole siempre con otros más
atroces que los que hayan sufrido, y al cabo le vuelven a su encierro.
Si aún les acomoda proseguir en los tormentos (pues es preciso que todo se haga
a capricho, donde ningún lugar queda al derecho y a la equidad), en uno o dos
meses, más tarde o más temprano, según les parece, se repiten los tormentos con
mayor o menor rigor, volviendo a llamar a ellos, a unos sólo una vez; a otros,
dos, tres, cuatro, cinco, seis.»
Volvamos al relato.
Todo lo necesario en guisa, y constituído el Tribunal, se comunicó a doña Ana la
diligencia, por la que se le notificaba sería puesta a cuestión de tormento en
el potro, para que declarase extremos que el Tribunal necesitaba conocer.
Terminada la lectura, el juez dijo a doña Ana:
–Aconséjoos, doña Ana, por vuestro bien y por el afecto que siento hacia vos,
hayáis compasión de vos misma y confeséis a la iglesia, por nos representada, lo
que ocultáis tan tenaz como inútilmente. Considerad la pena que nos causaría el
que por vuestra obstinación sufrieseis alguna grave lesión en vuestro cuerpo.
Además, vuestro esposo, con mejor acuerdo, no sólo ha confesado cuanto de él sa
ha exigido, sino que, por fortuna suya, se ha retractado y abjurado de todas las
herejías en que había caído.
–¡Que vosotros tenéis compasión de mí! – exclamó con acento de amargura doña Ana
–. Tanta compasión se alberga en vuestro pecho, como verdad abunda en vuestra
boca... ¡Que mi esposo abjuró de sus herejías! Eso lo sabía yo tiempo ha. Desde
que mi esposo y señor natural abandonó vuestra Iglesia, para pertenecer a la
verdadera Iglesia de Cristo, naturalmente, abjuró todas las herejías que
vuestras doctrinas obligan a creer y a practicar.
–¡Basta, doña Ana! – exclamó indignado el inquisidor –. ¡Basta! Y pues que
vuestra impía terquedad lo quiere... ¡sea!... Desnudaos, si no queréis que os
desnuden los ministros de nuestra justicia.
–¡Desnudarme de mis ropas! – exclamó doña Ana, temblando.
–Sí, desnudaos y pronto – repuso el juez.
–¿Y cómo os atrevéis a ordenarme tal cosa? Señor, ved que lo oigo y creo que no
es eso lo que me habéis ordenado...
–Os hemos mandado, y os volvemos a mandar, que os desnudéis vos misma; pues de
otro modo ordenaremos a nuestros ministros os desnuden.
Doña Ana dirigía miradas sin dirección fija.
–¡Dios mío! – exclamó con voz cavernosa y cruzando las manos, que llevaba
sueltas, sobre el seno –. ¡Dios mío! ¿Es posible sufrir esto?
Luego, cayendo de rodillas sobre el duro pavimento, exclamó, dirigiéndose a sus
jueces:
–Señores: habed compasión de mí. ¿Cómo queréis que me desnude ante vosotros?
Ordenadme que me arroje a una hoguera, o que atada a mi cuello una piedar me
arroje al Guadalquivir, y veréis cómo, sin replicar, obedezco. Atormentadme
vestida, si así lo queréis, y os bendeciré...
–Alzad, doña Ana, alzad – replicó el juez, añadiendo –: y observad, si tanto os
repugna el desnudaros, que en vuestra mano está el remedio para no hacerlo.
–¿Cuál?
–Pues confesad vuestra herejía, abjurarla, y confesad lo que con tanto empeño
nos ocultáis.
–Pero, señores – exclamó la dama –, si nada os oculto; si os he dicho, os digo y
os diré, que no creo en las doctrinas papistas...; si desde el primer momento
aseguré, por ser verdad, lo que ahora afirmo...; si no puedo añadir más...
–Ea, ministros – ordenó el dominico –: desnudad a esa dama.
Doña Ana lanzó un grito desgarrador. De un salto se colocó en un rincón del
aposento, y allí se acurrucó en cuclillas cuidando de recogerse las ropas, cruzó
fuertemente los brazos y rugió, que no exclamó:
–¡No, no y no!... ¡Ni me desnudo ni me desnudarán!... ¿Y vosotros pretendéis ser
sacerdotes del Altísimo? ¿Y vosotros enseñáis que el Hijo de Dios desciende a
vuestras manos?... Pues si así es...¿cómo no se os comunica algo de la pureza de
Aquel que sufrió la vergüenza de verse desnudo ante sus verdugos y ante el
populacho?... ¡Oh!... Ahorrarme ese suplicio... cargadme de cadenas... sajadme
con agudas cuanto aceradas lancetas... atormentadme cómo y hasta cuanto os
plazca, pero sea vestida; que si me hacéis esta merced, y algún día salgo de
esta tétrica mansión, propalaré a grandes voces que habéis sido en extremo
misericordiosos conmigo.
–Ministros, despachad – fue la orden.
Dos sicarios se acercaron a la infeliz dama, que, con escridente e imperativa
voz, les gritó:
–¡Atrás! ¡Atrás, en el nombre de Dios!
Pero a tales sayones era inútil invocarles un Dios a quien ellos escarnecían con
sus hechos. Los dos verdugos alzaron, no sin trabajo, del suelo a doña Ana, que
se defendía como una leona a arañazos y mordiscos.
En el momento de arrancarla del cuello un pañizuelo, la esposa de San Juan dio
al sicario una tremenda bofetada, exclamando:
–¡Toma, infame verdugo, defiendo mi honor y el de mi esposo!
Pero sucedió lo que no podía menos de suceder, y vencida la noble dama, fue
despojada de sus ropas y colocada sobre el burro.
–Por última vez os suplico – la dijo el inquisidor – que declaréis y ...
–¿Tan necios sois – interrumpió la dama con los ojos cerrados, porque no
viéndose ella se hacía la ilusión de que tampoco se hallaba bajo la acción de la
lúbrica mirada de aquellos sátiros, que se complacían contemplándola –; tan
necios sois, que cuando pude haberme ahorrado este suplicio de estar desnuda,
declarando, lo haré ahora ya consumado el sacrificio?... Sí, voy a declarar...
voy a deciros, por si lo ignoráis, que en Sevilla, y en otras partes, existen
muchos hombres y mujeres píos, quienes abominan vuestras doctrinas, mientras
adoran y siguen las del Evangelio... Yo misma, yo misma, conozco a los más: sé
nombres de personas, y conozco moradas, pero pueden estar tranquilos...
tranquilos estad, amados hermanos en la fe de Cristo, que por declaración de
doña Ana de Rivera, jamás vendréis a dar en las garras de estos impúdicos
perros.
–¡El jarro, y comience la sesión! – ordenó con ira el inquisidor, al verse así
tratado.
Cubierto el rostro por el paño y un embudo entre los dientes, que de vez en
cuando se desprendía de la boca de la mártir, el agua comenzó a filtrarse; pero
tan despacio, y causanto tanto sofoco a la víctima, que doña Ana se arqueaba,
conteniéndose sobre los tobillos y brazos ligados, para desplomarse y dar con
las espaldas en el maldito palo que había en el hueco o canal del potro, lo que
producía a la santa mujer fuertes dolores y violentos accesos de tos.
–Doña Ana, ¿confesáis? – preguntó el frailazo con voz estentórea, acercando su
inmunda bocaza al oído de la paciente, la cual no contestó.
–¡Tres vueltas al garrote del tobillo izquierdo – ordenó el iracundo dominico.
La orden fue prontamente obedecida, pero ni un ¡ay! ni un gemido exhaló la
martirizada, a quien Dios alivió permitiendo que perdiese el sentido.
–Se ha desmayado – dijo el escribano –, y nada adelantaremos. La sesión se
prolonga, y lo siento, porque como venía de decir misa, estoy en ayunas.
–Salvo mejor parecer de vuesas paternidades – observó el provisor –, debemos
suspender la audiencia, porque sabido es que la mujer que no declara antes de
desnudarla, ya no declara en el tormento.58
–Pues sírvase, señor escribano, extender acta de la diligencia, y los ministros
saquen del tormento a la reo, entregándola al alcaide para que haga con ella lo
que es costumbre. Tampoco yo he desayunado, porque voy ahora mismo a decir mi
misa.
Todo se hizo como los señores dispusieron, y momentos después doña Ana, mal
vestida y peor vendada, yacía sobre mísero jergón en el calabozo que la habían
destinado.
III
El presbítero don Juan González en la audiencia.
Todas las figuras apresadas por la
Inquisición, así en Castilla como en Andalucía, eran igualmente grandes; pero
claro es que en los ojos de los jueces crecían en importancia aquellos a quienes
podían calificar de hereje, relapso confidente y propagador de la secta de
Lutero.
En tal concepto tenían al presbítero don Juan González, quien, como sabemos, fue
sorprendido en el acto de estar predicando en el oratorio de la casa de doña
Isabel de Baena.
Y el interés que atraía sobre sí don Juan, consistía en lo siguiente:
Hijo de padres moriscos, y a los doce años de edad, la Inquisición, en Córdoba,
le formó causa por haber caído en los errores mahometanos, reconciliándolo de
levi. ¡No causa extrañeza, en verdad, que un pobrecito niño cayese en las
doctrinas y prácticas de sus padres!
Confieso ignorar cómo don Juan se hizo presbítero, porque en cuantos anales
tengo, y he tenido a la vista, no he hallado noticia acerca de este asunto; pero
lo que sí se sabe ciertamente es la procedencia y el estado eclesiástico de este
personaje.
Se sabe también que, en aquella misma persecución, la Inquisición prendió dos
hermanas del presbítero, las cuales, más débiles o más fáciles de ser engañadas
por las astucias de los inquisidores, contaron cosas que no debieron.
El presbítero y mártir don Juan González es digno de toda nuestra atención, y
así, nos detendremos más con él que con otro alguno; porque, por otra parte, las
noticias que de su proceso tenemos son más completas.
En el día señalado al efecto compareció en audiencia, e identificados su persona
y estado, conforme es costumbre en todo tribunal, comenzó el interrogatorio,
debiendo advertir que el Inquisidor y juez era don Juan de Ovando, el mismo que
hizo prender a González.
–Don Juan – dijo el de Ovando al presbítero –, con otra persona que no fuerais
vos, nos sería permitido andar con sutilezas; pero creo que nos conocemos, y por
tanto hablar podemos con claridad. Hay más que suficientes motivos para acusaros
de hereje, y de fautor y propagador de herejía.
–Señor don Juan de Ovando – respondió el presbítero –, si vuesa señoría se sirve
indicarme en cuál o en cuáles herejías he caído, me haréis merced, pues por
ignorancia ha sido, y como sé que «la ignorancia no excusa del delito de
pecado...»
–¿Sabéis, don Juan, de qué se os acusa? – preguntó el inquisidor, añadiendo –:
¿No os dice vuestra conciencia que no sois fiel a la Iglesia que os llamó a su
ministerio?
–Señor don Juan de Ovando – contestó firmemente el presunto reo –: Nada me
reprocha la conciencia, y creo que, en justicia, nada me habéis oído digno de
censura. Ante vuesa señoría he tenido el honor de predicar muchas veces, y en
algunas, vuestra excesiva bondad me ha prodigado aplausos y frases lisonjeras.
Aun la misma noche en que me prendisteis, tachad alguna o todas las
proposiciones que de mis labios escuchasteis, que dispuesto estoy a defenderme
con la Escritura Santa, o a confesar cualquier error en que por miseria humana
hubiere caído.
–Sí – respondió el de Ovando – que escuché y aplaudí vuestros méritos como
predicador, y he admirado vuestra virtud como sacerdote; pero no ha mucho noté
en vuestros sermones algo que no me parecía conforme a la doctrina católica, tal
como la enseña la iglesia romana. Hoy ya estoy plenamente convencido de que no
me equivocaba, y para que veáis cuánto os aprecio, os diré que, aparte de
aquello de noches pasadas, otras personas observaron en vuestras pláticas algo
de lo que noté, como consta en declaraciones del proceso, un extracto de cuyas
declaraciones el señor escribano os leerá.
El escribano se levantó y con voz clara leyó59:
«Un testigo jurado y ratificado en forma, declara haber oído en cierta ocasión a
cierta persona que, después de haber oído un sermón al señor presbítero don Juan
González, la tal persona exclamó: “¡Váleme la Virgen! Que el reverendo padre
González no sé por dónde se anda, pues decir que sólo por fe en Cristo se
obtiene la gloria es, a mi juicio, anular los otros medios de salvación
aprobados por la Iglesia.”
Otro testigo jurado y ratificado en forma declara: que ha oído a una persona
piadosa escandalizarse de haber oído al presbítero González decir que “las
indulgencias son una socaliña, y que el purgatorio es un hinche-pobres y
vacía-llenos, pues si no fuese por el purgatorio, no habría tanta panza.” Y el
mismo testigo añade: que otra persona oyó de su reverencia que “la autoridad de
la Iglesia era inferior a la de la Escritura, la cual todo hombre podía leer y
entender (si el Espíritu Santo se la revelaba), y que aunque fuera seglar podía
interpretarla.”
Añade el mismo testigo, que otra persona, distinta de la anterior, oyó decir en
otra ocasión al sacerdote don Juan González: “que la Iglesia se componía de los
cristianos reunidos en el nombre de Cristo, el cual era la única Cabeza de la
Iglesia, cuyo vicariato no había dejado a otro, viniendo a ser nula la
pretendida autoridad del Papa en este sentido.”
Por estas y otras proposiciones análogas, que otros testigos de crédito han
depuesto ante el Tribunal; por todo lo cual, y por haber sido sorprendido
infraganti el presbítero don Juan González, presidiendo y enseñando en un
conventículo heresiarca las doctrinas de Lutero, el fiscal acusa al referido
presbítero don Juan González de hereje confitente, fautor de herejías y
predicante de la secta luterana. Solicita este ministerio se eleve a prisión, en
las cárceles secretas del Santo Oficio, la detención preventiva del presbítero
reverendo Juan González, prohibiéndole el ejercicio de todo ministerio
eclesiástico hasta la depuración de los hechos y sentencia final... etc., etc.»
Terminada la lectura del documento, el juez dijo:
–¿Qué respondéis a esas tachas, amigo González?
–Debo responder, y respondo – contestó el acusado –, que pido, como en mejor
forma de derecho proceda, un careo ante el Tribunal con el testigo o testigos
que han depuesto contra mí.
–A eso no ha lugar. Básteos que el Tribunal os haga conocer las deposiciones de
cargo para vuestro conocimiento y defensa.
–Pues si así es – respondió González –, dígoos que no tengo por heréticas,
mientras lo contrario no se me demuestre, ninguna de esas proposiciones, sin que
esto sea confesar que yo recuerde ahora el haberlas proferido.
–Valiera más negaseis el haber predicado tales blasfemias, que no venir a
santificarlas aceptando como vuestros conceptos tan opuestos a la enseñanza de
la Iglesia Romana, madre y señora nuestra. ¿No es herética doctrina la de que
sólo por fe en Cristo puede uno salvarse? Pues, padre González, el demonio cree
en Cristo, y, sin embargo, no es salvo ni salvarse puede: Tu credis, quoniam
unus est Deus: bene facis et dœmones credunt, el contremiscunt. (Santiago 2:19)
–Pero señor de Ovando – interrumpió el avisado presbítero–, esa cita no encaja,
y hasta permitidme os lo diga, es subrepticia. Yo no he dicho que el hombre sea
salvo solamente por creer en Dios, sino que es salvo por la fe en Cristo,
Salvador nuestro. El diablo y sus ángeles pueden creer en Dios, pero no pueden
creer en Cristo con aquella fe del corazón con la cual se cree para justicia,
que no es solamente un conocimiento por el cual sentimos ser verdad todo lo que
Dios nos ha revelado en su palabra, sino también una cierta confianza, encendida
en nuestros corazones por el Espíritu Santo, por el Evangelio, con la cual nos
reposamos en Dios.60
Los inquisidores, como teólogos de una escuela polemista, como lo fue la Orden
de Santo Domingo, comenzaban a escuchar con gusto al sabio reformador. No
obstante, don Juan de Ovando, sin aprobar ni desaprobar el argumento, continuó:
–Negar la existencia del purgatorio, ¿no es herético? ¿No lo es igualmente dudar
o menoscabar la autoridad del Papa, sosteniendo un tan manifiesto error, como lo
es el de que Cristo no legara a Pedro (y con Pedro a sus sucesores) la misión de
gobernar la Iglesia como cabeza visible de ella?
–No me encuentro con muchas fuerzas para sostener una polémica; preso, mal
alimentado, sin conocer a los que contra mí deponen; no sabiendo la situación de
mis pobres hermanas, cuyo único amparo, después de Dios, soy yo en la tierra...;
circunstancias son éstas, señores, que apocan al más valiente, cuanto más a mí,
que nunca tuve esta cualidad. Con todo, señores buenos, con licencia de vuesas
paternidades, intentaré demostrar que ni soy hereje, ni fautor ni propagador de
herejías. Paciencia habed para escuchar mi deshilvanado discurso, que cuanto más
deshilvanado él sea, más fácil os será impugnarlo, demostrándome el error en que
estoy, por ignorancia, que no por malicia.
Mientras el presbítero González hizo una pausa para tomar aliento, los
inquisidores que formaban el Tribunal, adoptaron una posición cómoda en sus
sillones, como hombres dispuestos a escuchar con atención.
González habló así:
–Contando con la benevolencia de vuesas paternidades, voy a intentar demostraros
que el Papa no es sucesor de San Pedro, y que ni éste fue cabeza de la Iglesia,
ni Vicario de Cristo. Perdonad cualquier frase disonante en mi discurso, pues
por mi parte procuraré ser comedido.
Tras otra ligera pausa, González continuó:
–No me daréis tiempo, señores, para demostraros cuán incierto es el hecho de que
San Pedro haya estado jamás en Roma.61
Mientras unos lo afirman, otros lo niegan, y yo me inclino en favor de los que
opinan que San Pedro jamás haya estado en Roma; si esto es así, como yo creo,
claro es que no habiendo estado el Apóstol en Roma, no pudo establecer allí su
silla. Si el Apóstol hubiese estado en Roma, no hubiera dejado de consignarlo su
colaborador, el no menos grande Apóstol San Pablo. De esto se ve el Papado
siendo edificado sobre hipocresía, que es mentira, no ser edificado sobre la
firme piedra, que es Jesucristo, que Pedro confesó diciendo: «Tú eres el Mesías,
Hijo de Dios vivo». Ahora, si el Papado no está edificado sobre Cristo, tampoco
el Papa es cabeza ni obispo universal de la Iglesia de Dios. Que no sea
universal obispo, lo confirmaré con breves y claras razones, y también que San
Pedro, cuyo sucesor dicen ser el Papa, no fue obispo universal de la Iglesia.
–Primera razón: San Clemente, obispo de Roma, escribiendo (como todos afirman) a
Santiago, le llama Hermano del Señor, obispo de los obispos, gobernador de la
Iglesia de Jerusalem, Y DE TODAS LAS IGLESIAS QUE HAY EN EL MUNDO. Si esto es
verdad, síguese que San Clemente no era obispo universal, aunque lo era de Roma,
mas pudo serlo Santiago, obispo de Jerusalem.
–Segunda: En el primer concilio cristiano, de que San Lucas hace mención en su
historia, Pedro no presidió como obispo universal, sino Santiago, el cual oye a
cada uno, y entre ellos oyó a San Pedro, y después que todos hubieron hablado,
Santiago concluye diciendo: «Propter quod ego judico...», es decir: «Por lo cual
yo juzgo» (Hechos 15:19). Leed el capítulo quince de los Hechos y veréis ser
verdad lo que digo. Con todo esto, no falta adulador de Papas que, negando
notoriamente la verdad, dice que Pedro presidió este concilio.
–Tercero: Cuenta San Lucas que los Apóstoles, oyendo que Samaria había recibido
la doctrina del Evangelio, enviaron allá a Pedro y a Juan para que los enseñasen
e instruyesen más por entero (Hechos 8:14-25). ¿Quién enviará ahora al Papa a
predicar? Cierto es que ni aun el concilio se atreverá; y aunque se atreviese el
concilio, el Papa no lo hará, diciendo que es inmediato a Dios. Pero los
Apóstoles envían a Pedro, y Pedro, como fiel miembro de la Iglesia, obedece, y
va, y predica.
–No quisiera, mis venerados padres, molestaros mucho – prosiguió el siervo de
Cristo tras una breve pausa–, pero voy a daros la cuarta razón, que ahora me
ocurre. San Pablo reprende a San Pedro; porque (como dice el mismo Pablo) lo
merecía. San Pedro lo escucha y admite la reprensión (Gálatas, 2:11-14). No le
responde que era inmediato a Dios, que era obispo universal, y por tanto mayor
que él; no le responde que nadie lo debía ni podía reprender ni demandarle
cuenta por lo que haga ansí o ansí, como los Papas responden agora, y aun ha ya
muchos años, a los reyes, emperadores y aun a los concilios generales. Y llega a
tanta la desvergüenza de algunos que, a pesar del versículo catorce, dicen que
éste no era Pedro el Apóstol, sino otro Pedro62, de modo que, con tal de salirse
con la suya, dicen que miente el Apóstol Pablo.
–Pero a tanta sutileza como acumuláis – interrumpió el juez Ovando –, todavía no
habéis tocado, como materia que tocar no podéis, el Tu es Petrus, y Pasce oves
meas. No negaréis que estas palabras le fueron dirigidas por Cristo a San Pedro.
–En eso iba a parar – replicó el presbítero, y continuó –: Y pues mi discurso os
cansa, y la impaciencia es tal, voy en derechura al asunto. No niego que Cristo
dirigió esas palabras a Pedro, antes bien, lo creo y sostengo; pero sostengo
también que nada tiene que ver con ellas el Papa. Cuando el Papa hiciese la
confesión que hizo Pedro: Tu es Christus, filius Dei vivi: «Tú eres Cristo, el
Hijo del Dios vivo», y el Papa así lo creyese; cuando el Papa viviese como vivió
San Pedro; cuando el Papa enseñase y predicase la doctrina que San Pedro predicó
y enseñó, entonces le convendría. Pero el Papa tiene por fábula lo que dice el
Evangelio, y puesto que lo estira, encoge y suprime, síguese que esto que Cristo
dice a Pedro, no le conviene al Papa, porque Pedro oye la voz de su Pastor,
Cristo, y el Papa no; siendo el Papa, por tanto, de las ovejas que no conocen al
Pastor. Examinemos, señores míos, y paciencia habed, esta cuestión, importante
en gran manera.
–Cristo – prosiguió el eclesiástico – preguntó a sus discípulos: Quem dicunt
homines esse Filium hominis? Respondiéronle: Alii Joannem Baptistam, alii autem
Eliam, alii vero Jeremian, aut unum ex prophetis. Entonces les pregunta la
opinión particular de ellos, diciendo: Vos autem quem me esse dicitis? Pedro
respondió lo sabido: Tu es Christus, Filius Dei vivi...: «Tú eres el Cristo, el
Hijo del Dios vivo». Entonces fue cuando Cristo, aprobando la confesión de
Pedro, la cual confesión había procedido del Espíritu y no de la carne, le dijo:
Tu es Petrus, et super hanc petram œdificabo Ecclesiam meam... «Tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia.» (Mateo 16:13) (que quiere decir: sobre
esta confesión que tú hiciste, diciendo que soy Hijo de Dios, edificaré mi
Iglesia). De manera que no se ha aquí tanto de considerar la persona de Pedro,
cuanto su confesión; y así Cristo dice estas palabras no solamente a Pedro, más
aún, a cualquiera que hiciere la confesión que hizo Pedro, y con la fe que la
hizo Pedro. Porque la piedra que confesó Pedro, que es la piedra fundamental de
esquina sobre la cual se funda la Iglesia, la cual piedra, Cristo, no es fundada
sobre Pedro; sino (como San Agustín dice), Pedro es fundado sobre la piedra.
Porque nadie puede poner otro fundamento (como dice San Pablo) sino el que está
puesto, que es Cristo Jesús (1 Corintios 3:11). Él solo, y no otro, es el
fundamento y Cabeza de su Iglesia. La Virgen María, Pedro, Juan y los demás
Apóstoles y fieles cristianos, son piedras vivas edificadas sobre este
fundamento; son miembros de la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo. Contentarse
debiera el Papa con ser piedra de este edificio; con ser miembro de este Cuerpo;
pero como no es miembro, mucho menos es cabeza.
–«A tí (dice Cristo) – prosiguió sin dar muestras de cansancio el fiel testigo –
daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que ligares sobre la tierra,
ligado será en los cielos; y todo lo que desatares sobre la tierra, será también
desatado en los cielos.» Esta promesa hace Cristo no solamente a Pedro, mas aun
a todos y a cualquiera de los Apóstoles; a todos y a cualquiera de los sucesores
de los Apóstoles que enseñaren la Palabra de Dios. Y que sea este el verdadero
sentido de este paso, se ve claramente por lo que el mismo Jesucristo dice en
Mateo, capítulo dieciocho, versículo dieciocho: Amen dico vobis, quœcumque
alligaveritis super terram, erunt ligata et in cœlo; et quœcunque solveritis
super terram, erunt soluta et in cœlo. ¿No veis cómo lo mismo que Cristo había
dicho antes a Pedro, eso mismo dice después a todos los Apóstoles? Lo mismo dice
por San Juan, hablando con todos los Apóstoles, cuando les manda que vayan a
predicar el Evangelio: «Como me envió el Padre, así también os envío Yo. Y como
hubo dicho esto, sopló, y díjoles: Tomad el Espíritu Santo; a los que remitireis
los pecados, les son remitidos; a quienes los retuviereis, serán retenidos.»
(Juan 20:22-23)
–Paréceme – interrumpió Ovando – que cansa ya a vuesa reverencia el uso del
lenguaje de la Iglesia, puesto que emplea el castellano.
–No me cansa el latín – respondió con sencillez González–; hice esa cita en
castellano distraídamente; pero sabéis que en latín o en castellano es
verdadera, por lo cual sostengo que a todos igualmente hace Cristo la merced; a
todos igualmente concede el privilegio y da la autoridad. Es burlería y aun
impiedad pensar que Cristo reservó casos especiales para la Sede Apostólica de
Pedro, los cuales ni Juan, ni Jacobo, ni Pablo, ni ninguno de los demás
Apóstoles pudiesen despachar. Todos los Apóstoles fueron iguales en autoridad y
en dignidad. Y este orden duró mucho tiempo en la Iglesia entre los ministros
del Evangelio, hasta tanto que la avaricia y ambición entró en ella y confundió
este buen orden, haciendo al uno mayor y al otro menor, por ser el uno más rico
y el otro no tanto. Si Cristo, por estas palabras «Tú eres Pedro...»,
constituyera a San Pedro obispo universal y cabeza de toda la Iglesia, ¿a qué
propósito los Apóstoles disputaron después tantas veces sobre quién había de ser
el mayor entre ellos? Cuenta el evangelista Mateo, en el capítulo veinte y
versículo veinte, que la madre de los hijos de Zebedeo, y los mismos hijos (como
dice San Marcos), pidieron a Cristo que el uno se sentase a su diestra y el otro
a su siniestra; por lo cual se indignaron los diez Apóstoles contra los dos
hermanos; Cristo responde a los hijos de Zebedeo que en el reino político hay
mayoría, y así los príncipes tienen autoridad sobre todos; pero que no es así en
su reino, que es espiritual, en el cual no hay esta mayoría ni la debe haber.
«Pero vosotros –dice Cristo– no así.»
–Basta, don Juan; que bastante hemos oído para formar juicio de vuestras locas
ideas – exclamó el señor de Ovando.
–Pues locas son, mejor para que vuesas señorías las combatan y desmenucen... Os
ruego me permitáis proseguir, que ya termino.
Y el presbítero continuó:
–Decía y digo: Si nuestros adversarios examinasen bien esto, avergonzaríanse del
Primado y principado que quieren dar a su Papa...
–¡Hereje! – exclamó el escribano.
–El cual – continuó el presbítero –, ni San Pedro ni ninguno otro de los
Apóstoles tuvo. Porque si Cristo hubiera dado el Primado a San Pedro, sin duda
ninguna, cuando les oía contender sobre quién de ellos había de ser el mayor,
les dijera: ¿Por qué contendéis vosotros? ¿No sabéis que Yo he hecho a Pedro el
mayor sobre todos vosotros? Aquietaos, pues, y tenedlo por tal. Lo mismo les
dijera San Pedro: Yo soy el que Cristo ha constituído por cabeza de toda la
Iglesia... Mas ni tal dice Cristo, sino antes les reprende por su ambición y
aceptación de Primado; ni San Pedro alega que Jesucristo le había dicho: Tú eres
Pedro... para constituirle príncipe...
–¡Basta! ¡Basta! – gritaron a una los tres personajes que componían el tribunal.
El declarante calló, ya algo fatigado, y aprovechando su silencio, el juez, don
Juan de Ovando, preguntó con desabrido tono:
–¿Os confesáis reo del crimen de que se os acusa?
–No me reconozaco criminal.
–¿Estáis dispuesto a declarar los nombres de las personas a quien habéis
comunicado tan perversas doctrinas?
–No profeso doctrinas perversas, antes muy cristianas, y respecto de nombrar a
otras personas... no lo haré, ¡así Dios me ayude!
–Condúzcase el reo a un calabozo, y guárdesele en absoluta incomunicación.
El presbítero Juan González salió de la sala de audiencia escoltado por dos
esbirros, con dirección al calabozo.
Entre tanto los individuos del Tribunal abandonaron sus asientos, y ya puestos
en pie, el juez ordenó al escribano:
–Sírvase vuesa paternidad extender decreto, disponiendo que don Juan González
sea puesto a cuestión de tormento, in caput aliœnum, a fin de que declare sus
cómplices y personas a quienes comunicó sus doctrinas.
–¿Qué tormento se le aplicará?
–El que os parezca.
–Sea el del brasero.
–Sea.
–El caso es que el clérigo no se explica mal – dijo el Provisor.
–¡Oh! – exclamó don Juan de Ovando –, el reverendo González es excelente
teólogo, sólo que...
Y no terminó la frase, saliendo todos de la sala.
IV
El presbítero don Juan González en el tormento, y las malas artes
inquisitoriales
Al siguiente día al que estuvo en
audiencia el clérigo González, se presentó en su calabozo el alcaide de la
cárcel, un calabocero y el fraile dominico que actuara de escribano.
–Buenos días tenga vuesa reverencia, señor don Juan – dijo el escribano.
–Buenos los tenga vuesa paternidad, y la compañía – respondió el presbítero.
–Venimos – prosiguió el dominico – a cumplir una diligencia del Santo Tribunal.
Escuchad, don Juan, lo que el juez ha decidido:
«CHRISTI NOMINE INVOCATO
Fallamos: Atento los autos y
méritos del proceso, según indicios y sospechas que del resultan contra el dicho
presbítero reverendo Juan González, que le debemos condenar, y condenamos, a que
sea puesto a cuestión de tormento, siendo éste el del brasero, en el cual
mandamos esté y persevere por tanto tiempo cuanto a nos bien visto fuere, para
que en él diga la verdad de lo que se le pregunte, sobre sus cómplices y
personas a quienes haya comunicado las falsas doctrinas y errores en que el
referido acusado ha caído, ansí como las personas que, inducidas por él o por
otros, hayan hecho profesión de seguir los dichos errores; con protestación que
le hacemos, que si en el dicho tormento muriese, o fuese lisiado, o se siguiere
efusión de sangre, o mutilación de miembros, será a su culpa y cargo y no a la
nuestra, por negarse con pertinacia a declarar sobre los extremos que se le
pregunta, como arriba se dice. –Y por esta nuestra sentencia, así lo
pronunciamos e mandamos, en las cárceles del Santo Oficio, en Triana, fecha ut
supra. –El Juez, Fray Juan de Ovando. –Por mandado de S. S. Fray N. de N.,
Notario.»
–Firmad la notificación, si sois servido – dijo el fraile, terminada la lectura
del documento.
El presbítero González tomó la pluma que el alcaide le ofrecía, y con pulso
firme estampó su nombre y rúbrica en el sitio que le indicaron.
–Bajad al preso – ordenó el inquisidor-escribano al alcaide, retirándose él del
calabozo.
–Siga vuesa merced – dijo el alcaide a González.
–Pues que Dios es en ello servido, vamos allá con buen ánimo, que verdadero es
quien dijo: «fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podáis
llevar; antes dará juntamente con la tentación la salida, para que podáis
aguantar». (1 Corintios 10:13)
Mientras mártir y conductores se dirigen a la cámara infernal, hará la
descripción de ese tormento del brasero, no el novelista, sino el cristiano y
reformador Gonzalo de Montes, testigo ocular de aquella cámara, y de los
utensilios que en ella había.
Dice así: «Suelen afligir a otros con otro género de tormento, peculiar de este
Santo Tribunal, que llaman el tormento del fuego, más breve por cierto en su
descripción, mas no así en angustias y dolores. Mandan traer un muy gran brasero
de hierro, lleno de carbones encendidos, al cual hacen arrimar las plantas de
los pies del que han de atormentar, untadas con tocino, para que pueda penetrar
el calor del fuego.»
A lo dicho nada debe añadirse, y además ya llegan a la puerta de la terrible
mansión el destinado al martirio y sus conductores.
Los verdugos se apoderaron de la víctima, introduciéndole en la cámara. Esta vez
el ambiente era tibio y la atmósfera se hallaba enrarecida por el tufo del
carbón, aunque, para remover en lo posible el aire, tuvieron la precaución de
abrir el ventanillo de que ya se hizo mención en otro capítulo.
Como de costumbre, los inquisidores exhortaron al presbítero a que, por amor a
Dios y a sí mismo, declarase lo que de él solicitaban saber; y como el preso se
mantuviese en su negativa tras una y otra importunidad, González fue puesto en
el cepo, los pies descalzos y recogida la sotana de su traje talar sobre las
rodillas.
Uno de aquellos sayones untó con grueso trozo de tocino las plantas de los pies
del mártir, mientras el otro le ligaba fuertemente los brazos y el cuerpo a uno
de los pilares del aposento, verificado lo cual ambos verdugos fueron acercando
poco a poco el brasero al cepo, hasta colocarlo a cierta distancia de los pies,
obedeciendo la señal que les hizo el juez.
El presbítero sintió la acción del fuego y contrajo los pies, moviéndolos a uno
y otro lado cuanto se lo permitía la estrechez del hueco del cepo en que estaban
sujetos sus tobillos, pero ni siquiera lanzó el más tenue suspiro.
Las plantas de los pies comenzaron a relucir; era que el tocino se derretía y
convertía en grasa, comenzando a levantar la callosa epidermis.
El infeliz mártir no pudo más. Trató de retorcerse, las cuerdas que le sujetaban
crujieron, su semblante se contrajo y gritó:
–Deus, in adjutorium meum intende; Domine, ad adjuvandum me festina!63
–Ni Dios puede, ni quiere, ayudaros ni libraros. La liberación la tenéis en
vuestra mano. Declarad lo que deseamos, e inmediatamente os veis libre del
tormento – así dijo el juez inquisidor.
–Dios – contestó el mártir – puede librarme; nada acerca de mí tengo que
deciros, pues todo lo sabéis; detesto las supercherías e idolatrías de Roma y...
El inquisidor hizo una señal al verdugo, y éste, con un largo tridente de
hierro, en el que había ensartado enorme pedazo de gordo tocino, puesto cerca
del fuego, comenzó a frotar con la caliente grasa las plantas de los pies del
atormentado, quien no pudiendo resistir exclamó a gran voz:
–¡Señor! ¡Señor! ¡Juzga tu causa, acude en mi auxilio!
–No pidáis eso a Dios, quien ya os juzga, teniéndoos ante ese brasero, mientras
os aguarda otro peor, es, a saber, el infierno.
–¡Mientes! – gritó el presbítero –. ¡No es Dios quien me tiene aquí, sino
vuestra maldad y mis pecados!
–Entonces, remitíos al juicio de Dios, y que Él os libre del fuego.
–No; ya sé yo que Dios no me librará, porque es preciso que amontonéis sobre
vuestras cabezas más ascuas de fuego que las que asan mis pies...
El presbítero no pudo continuar. No eran gemidos de dolor; eran aullidos
salvajes los que exhalaban su garganta. Tenía los ojos inyectados en sangre, el
pecho inflamado, las venas del cuello tan abultadas que parecían próximas a
estallar, y el cabello se le erizaba.
Al verle así en el paroxismo del dolor, el inquisidor le gritó:
–Don Juan, ¿habéis tenido discípulos en la secta luterana? ¿Habéis hecho
prosélitos?
–¡Sí, y mil veces sí! – exclamó con acento de locura el reformador.
–¡Declarad sus nombres!
–¡Jamás! ¡No entregaré los corderos en las garras del lobo carnicero!
Nueva señal por parte del juez, y los verdugos acercaron más el brasero a los
pies del atormentado.
La azulada llama lamía las plantas de los pies y una atmósfera nauseabunda de
carne quemada había sucedido a la del oxígeno del carbón.
Uno de los inquisidores habló al oído del juez, y éste, mostrando en su
semblante señales de aprobación y contento, dio órdenes en voz baja a uno de los
sayones, el cual salió apresuradamente de la cámara, mientras su compañero
retiraba un tanto el brasero de los pies del acusado.
A los pocos momentos, el sicario que saliera volvió a presentarse acompañado de
dos jóvenes.
Eran las hermanas del atormentado.
¡Tal idea fue la que se le ocurrió al diabólico dominico que formaba parte del
Tribunal! ¡Presentar aquellas jóvenes, para aumentar así los tormentos del
valiente presbítero, para que cediese y declarase, ante el dolor y las
instancias que sus hermanas, al verle en tal estado le harían! Éstas, al ver a
su hermano en aquella situación, la una exhaló un grito de horror, la otra se
desplomó, como herida por el rayo, sobre el duro pavimento.
Mientras los otros dos frailazos acudían en auxilio de la desmayada, el juez
dijo a la otra que, no menos acongojada, contemplaba el espectáculo:
–Señora, persuadid a vuestro hermano a que declare lo que de él se desea saber,
para ahorrarle padecimientos indecibles.
–Pero, señor – exclamó la joven con desesperación –, ¿no veis que en el estado
en que está mi pobre hermano nada puede declarar? ¡Retiradle, retiradle, por
favor, de ese brasero y ponedme en lugar suyo!
Efectivamente, el presbítero se hallaba completamente desfigurado.
Dios vino en su socorro, pues su razón, ofuscada, le impidió reconocer a sus
hermanas.
Los ojos parecían saltársele de las órbitas, y tenía el cabello erizado; el
infeliz mártir solamente exhalaba gemidos y palabras incoherentes.
–¿Qué hacemos? – preguntó el escribano – Ese hombre se vuelve loco.
–Retirad por completo el fuego – ordenó el juez, y añadió –: Se suspende el
acto; vuelvan el preso a su prisión y estas presas a la suya.
–Por favor, señores – exclamó la hermana de González, la cual, más fuerte de
ánimo, no se había desmayado –; por favor, permitid que mi hermano sea encerrado
con nosotras, y yo cuidaré de él y de mi hermana.
–No se puede atender esa petición; ya le curarán – dijo el juez, y salió de la
estancia seguido de sus dos colegas.
–¡Bárbaros! ¡Crueles! ¡Embusteros! Para que declarásemos nos hicisteis creer que
nuestro hermano se había retractado y estaba libre...
–Calla o te pongo una mordaza – interrumpió groseramente el alcaide.
Las hermanas fueron encerradas en su calabozo, y el presbítero González,
arrojado sobre el húmedo montón de paja, en el suyo, sin más auxilio que el que
le prestó un calabocero aplicando algunos remedios a los pies del atormentado, y
aun esto, no por caridad, sino por si el noble presbítero debía ser sometido una
vez más al mismo o a distinto martirio.
Allá, a lo lejos, se oyó el eco de una voz:
«Vencidos van los frailes, vencidos van.»
«Corridos van los lobos, corridos van.»
V
Lo mismo en el tormento que en la prisión, corridos van los lobos…
Hemos dicho, y de la verdad dicha
atestigua la historia, que uno de los ardides empleados por los inquisidores
para descubrir aquello que deseaban saber, consistía en mezclar a los
prisioneros, de los cuales recelaban guardasen algún secreto, con otros presos,
reales o fingidos, pero siempre de la confianza de los señores. La misión de
estos policías consistía en captarse la confianza de sus compañeros de prisión,
y por cualesquiera medios, todos eran buenos con tal se lograse el objeto, les
arrancasen por astucia los secretos que no habían conseguido hacerles declarar
los tormentos más bárbaros e inhumanos.
Pero sucedía, con harta frecuencia, que tales invenciones producían los efectos
más opuestos; pues ocurría, o que el perseguido a quien se pretendía engañar
descubría el propósito, en cuyo caso se burlaba donosamente del falso amigo y
confidente, o éste era vencido por los argumentos del otro preso, en cuyo caso
más que espía era favorecedor del perseguido.
Presenciemos a este efecto lo que ocurre en un calabozo, situado en uno de los
torreones de la fortaleza de Triana, cárcel del Santo Oficio.
No habían podido hacer declarar lo que los jueces deseaban saber, entre otros,
ni a Julián Hernández, ni al piadoso maestro de niños, don Fernando de San Juan,
a pesar de que ambos cristianos habían sido puestos a cuestión de tormento más
de una vez.
Julián ya no era mirado por los inquisidores como un ente despreciable, antes
bien, la entereza, fortaleza de ánimo, valentía y saber, habían atraído sobre el
soldado de Cristo la debida consideración de los adversarios, quienes le
reconocían como el apóstol más decidido de la Reforma.
Estaban pues, en el dicho calabozo, Hernández y San Juan encerrados en compañía
de otros cuatro presos, reos de diversos delitos, no en sentido reformista, pero
en los que intervenía la Inquisición, y entre cuyos presos figuraba un clérigo
de mala traza, y si es verdad que la cara es expresión del alma, ésta debía
estar impregnada de peores intenciones.
Todos los presos se hallaban sentados en el suelo, recostados contra el muro del
calabozo, y tres de ellos escuchan con atención la discusión que sostienen los
dos cristianos reformados con el clérigo, quien en tono declamatorio decía:
–Desengañaos; el sistema luterano no se arraigará jamás en la católica España.
–De ese mismo parecer somos – contesta Julián –, pues ningún sistema de hombres
es eterno ni invariable. Antes que vos ya lo dijo el sabio Gamaniel ante el
Sanedrín judaico en Jerusalén, cuando, refiriéndose a los trabajos apostólicos,
exclamó: «Si este consejo o esta obra es de hombre, se desvanecerá; mas si es de
Dios, no lo podréis deshacer.» (Hechos 5:38-39)
Digo pues, y mantengo, que siendo el papado, como lo es, obra y artificio de los
hombres, el papado se desvanecerá, y en España, como en todo el mundo, triunfará
y se arraigará el Evangelio de Cristo, porque la obra de Dios es que «creamos en
el que Él ha enviado.»
–Esas son sutilezas propias de los que como tú piensan. Os tituláis discípulos
de Cristo y amadores de sus doctrinas, pero las gentes de posición y de
sabiduría huyen espantados de vosotros…
–Los que de nosotros se espantan – interrumpió San Juan – sois vosotros, que no
podéis resistir la luz del Evangelio. Lo que os asusta precisamente es el número
tan considerable de personas de saber y de posición social, que aceptan las
ideas de reforma religiosa, aquí en Sevilla como en otras ciudades, villas y
pueblos de España.
–¡Vaya por la gente de saber y de posición social que acepta vuestras doctrinas!
– exclamó con acento zumbón el clérigo, añadiendo –: Por las órdenes que recibí
os conjuro a que nombréis alguna de esa gente de saber y posición que conozcamos
en Sevilla, y que haya abrazado vuestra fe, que, si es como decís, yo os juro
retractarme de lo dicho, y modificar mi opinión acerca de vosotros y de vuestras
desdichadas doctrinas. Ea, seor maestro, dígame algún nombre.
San Juan miró con expresión de lástima al clérigo, a quien contestó con
intencionado acento:
–¡Inocente! ¡Pues es mayor vuestra inocencia que vuestra malicia, con ser ésta
muy mucha! ¿Queréis hacernos declarar lo que no ha podido arrancarnos el potro y
la polea? Decid, – añadió con firmeza el pío maestro – decid a los que os han
encomendado el encargo de sondearnos, que ni por vuestro estado, ni por vuestra
traza, ni mucho menos por vuestro talento, servís para desempeñar el cometido
que os han confiado.
El cura se mordió los labios al ver descubiertas sus intenciones, mientras los
otros tres presos le jaleaban por la desairada situación en que él mismo se
había colocado.
Pero como era necesario decir algo, el trapacero cura, perdido el sendero,
embocó la caballería por el sembrado, y, a salga lo que saliere, exclamó:
–Figuraos, estimados compañeros, y así salgáis bien y presto de vuestras causas,
que estos gentiles caballeros sostienen que no existe purgatorio, en el que las
almas padecen temporalmente, purgándose así de toda mancha, en cuyo lugar pueden
ser aliviados los padecimientos de las almas, acortado el tiempo de sus
padecimientos o totalmente redimidas, en virtud de los sufragios ofrecidos por
los fieles desde este mundo.
–No se trataba de eso, seor capellán – exclamó Julián –, pero ya que habéis
sacado a colación como cosa que más os interesa no perder, eso del purgatorio,
os diré que no es precisamente lo más malo que nosotros no creamos en la
existencia de tal lugar; lo horrendo, lo detestable, es el comercio que con
pretexto de tal lugar hacéis vosotros, los clérigos, cuya inmensa mayoría no
creéis en la existencia de tal sitio.
Al oír estas razones el clérigo respiró, como si hubiera salido de algún apuro;
como se dice vulgarmente, se creció y contestó con soberbia:
–El clero, como fiel servidor de la Iglesia, cree, predica y mantiene, hasta
perder la vida, lo que la Iglesia enseña, y la doctrina de la existencia del
purgatorio es tan antigua como el mundo.
–¡Válgame mi suerte, – exclamó don Fernando – que jamás hasta ahora escuché
sentencia tan peregrina! Pero decidme, seor licenciado, si licenciado sois: pues
que el purgatorio es tan antiguo como el mundo, decidme en qué día o en cuál
tiempo de la creación fue creado el purgatorio.
El cura, con aire magistral, respondió resueltamente:
–El purgatorio fue establecido en el mismo día en que los ángeles se rebelaron
contra Dios.
–¡Qué atrocidad! – exclamó San Juan –. ¡En mi vida ha oído disparate y herejía
semejantes! Pero, vamos a cuenta – añadió –: vos, seor clérigo, no sabéis,
porque cosa es que nadie sabe, si los ángeles se rebelaron antes o después de la
creación del mundo. Si los ángeles se rebelaron antes de la creación del
Universo, lo que muy bien pudo suceder, y el purgatorio se creó (no estableció,
como vos decís, pues una cosa es crear y otra establecer) el día de la rebelión,
he aquí que el purgatorio es más antiguo que el mundo. Si los ángeles se
rebelaron después de la creación del Universo, he aquí el purgatorio ya no es
tan antiguo como el mundo.
–La cuestión de fecha – interrumpió el clérigo – no es de tal importancia; basta
con que el lugar exista, para que la doctrina de su existencia sea cierta.
–Bien – dijo San Juan –, descartemos, aunque vos la iniciasteis, la cuestión de
fecha; pero lo que no descartaremos, como principal punto, será la cuestión
doctrinal que de vuestra afirmación se desprende. Convengamos en que el
purgatorio se creó en el día en que los ángeles se rebelaron contra Dios... ¿lo
convenimos?
–Sí, señor, convenido – repuso el clérigo.
–Entonces – argumentó San Juan –, lo que vos llamáis purgatorio, no es
purgatorio, sino el infierno eterno; porque hablando de los ángeles rebeldes,
nos dice el apóstol San Judas en su epístola universal, verso seis: «Y los
ángeles que no guardaron su dignidad, mas dejaron su habitación, los ha
reservado debajo de oscuridad EN PRISIONES ETERNAS, hasta el juicio del gran
día». En cuyo «día de la ira», el Juez dirá a todos los réprobos: «apartaos de
Mí, malditos, al fuego ETERNO, preparado para el diablo y para sus ángeles».
(Mateo 25:41)
Ved, pues – añadió el sabio reformador –, cómo si ese es el lugar de que
habláis, no se trata de un purgatorio del que puedan salir las almas, en un
plazo más o menos largo, sino que se trata del lugar eterno de «donde el gusano
nunca muere, ni el fuego nunca se apaga».
–No, no me refiero a ese lugar – contestó vivamente el cura –; el infierno es
lugar distinto del purgatorio. La Iglesia enseña, y todo fiel hijo suyo cree,
que además del Gehenna, o infierno, existe un fuego de purgación, en el que,
habiendo sido atormentadas las almas de los píos por un tiempo limitado, han
hecho expiación, a fin de que les sea abierta una vía de acceso a las regiones
eternas, donde nada sucio puede entrar.64
–Entonces – apuntó Hernández – no supo vuesa merced lo que se dijo cuando
afirmaba que el purgatorio fue creado en el momento de la rebelión de los
ángeles, pues las moradas de estos no son el purgatorio, que no existe, sino el
infierno, que existe conforme a las Escrituras.
–De lo que resulta... – interrumpió el eclesiástico.
–De lo que resulta – interrumpió a su vez Julián – que vos, señor clérigo,
habéis oído campanas, pero no sabéis si repican en la vuestra, o en ajena
parroquia; o lo que es lo mismo, vos habéis oído hablar de la fundación de un
lugar para el diablo y para sus ángeles, y os habéis dicho: esto es la fundación
del purgatorio.
–Perdonad señores – dijo entonces uno de los otros tres presos –, que interrumpa
vuestra plática. Por lo que veo, el señor clérigo sostiene la existencia de un
purgatorio, cuya existencia, que todos nosotros creemos, porque así nos lo han
enseñado personas que para ello tienen autoridad, vuesas mercedes niegan. Ahora
bien, yo creo que, si no existe tal purgatorio, no hay alma que pueda entrar en
el cielo, pues difícilmente habrá quien parta de este mundo sin la reminiscencia
de alguna culpa que deba purgar en la vida venidera.
–¡Con vos me salve, hermano, pues habéis dado en el mejor discurso que pudiera
oponerse a la obcecación de estos dos herejes! – exclamó el cura.
–Desde luego, ni mi hermano en la fe ni yo – contestó San Juan – hacemos caso
del calificativo herejes con que nos habéis distinguido. Y ahora – añadió el
maestro, dirigiéndose a los otros presos – contestaré a la observación que éste
ha hecho.
Don Fernando de San Juan continuó:
–Prestadme atención, y habed paciencia, que ambas cosas requiere este asunto.
Otra pausa, y el maestro de niños prosiguió:
–«Todos pecaron y están destituídos de la gloria de Dios.» «He aquí en maldad he
sido formado y en pecado justo me concibió mi madre.» «Ciertamente no hay hombre
en la tierra, que haga bien y nunca peque.» «No hay justo, ni aun uno; no, ni
aun uno.» Todas estas sentencias escriturales, y otras que pudiera recitar, nos
demuestran que todo hombre es pecador. Ahora, amigos míos, escuchad el concepto
que a la justicia de Dios merece el pecado.
Don Fernando detuvo un momento su discurso, y tras una corta reflexión,
prosiguió:
–«Dios está airado todos los días contra el impío.» «El alma que pecare, esa
morirá.» «La paga del pecado es muerte.» «El pecado entró en el mundo por un
hombre (Adán), y por el pecado, la muerte.» «Tribulación y angustia será sobre
toda persona que obra lo malo.» «Mas por tu dureza y tu corazón no arrepentido,
atesoras para ti mismo ira para el día de la ira, y de la manifestación del
justo juicio de Dios: el cual pagará a cada uno conforme a sus obras.» Según
todo lo recitado – prosiguió San Juan –, y recitado sin orden ni concierto, y
fiándolo a la memoria, Dios cumplirá su sentencia contra todos los que han
pecado: «Id, malditos de mi Padre, al fuego eterno, y allí será el lloro y el
crujir de dientes».
–Dispensadme, señor – dijo el preso que había iniciado la cuestión, aprovechando
el descanso que, después de recitadas las anteriores acotaciones bíblicas, hizo
San Juan –; dispensadme, os digo, que todo lo que habéis citado me parece muy
bueno, aunque ni soy entendido en estas cosas, ni jamás he visto la Sagrada
Escritura; mas puesto que el señor clérigo aquí presente no dice nada en
contrario, verdaderas deben ser esas sentencias que citáis. Digo, pues, que aquí
no nos ocupa la verdad de que todo hombre sea pecador, porque todos nos
reconocemos como tales, ni tampoco dudamos de que Dios castiga en su justicia al
pecador. Lo que embarga nuestra mente es: ¿Cómo satisfaremos la justicia de Dios
para que seamos libres de la condenación eterna? ¿Podremos satisfacer aquí, por
nuestras culpas, o existe un lugar en la vida futura en el cual podamos
satisfacer?
–Ahora vuelvo a decir – exclamó el cura – que vos, hermano, habéis colocado en
su verdadero punto la cuestión. Porque, según este señor dice, y todos sabemos y
creemos, un lugar de castigo existe; pero, ¿no existirá uno intermedio donde se
purgue el reato de nuestras culpas?
–¿Reato dijisteis? – interrumpió Julián –. Mejor hubierais debido decir reata.
En mi tierra, señor, decimos reata a la recua de caballerías mayores o menores
que el arriero guía, atadas una detrás de otra. Así, el reato de vuestro
purgatorio trae aparejada una interminable reata de misas, responsos,
indulgencias y otros sufragios, que hinchen muy bien vuestra bolsa, mientras
quitan el dinero y el humor de los que en tal reato de purgatorio creen.
–¡Calle el rufián, que con él no se habla! – exclamó el clérigo dirigiéndose a
Julián.
–Ni yo soy rufián ni lo fuí jamás ni espero serlo mientras viviere, Dios
ayudándome; y sea más comedido el señor clérigo, que, como dice la Escritura:
«La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera, hace subir el furor».
En aquel momento sonó una campana, y los presos exclamaron:
–¡Rancho!
Efectivamente, poco tiempo después se percibió ruido de pasos a la puerta del
calabozo, rechinó la cerradura, crujió el cerrojo y en el dintel apareció un
carcelero seguido de otros presos que conducían una caldera, un puchero y
platos.
El puchero, conteniendo comida, y los platos fueron entregados al clérigo,
mientras que el jefe de aquella tropa le decía:
–Los señores preguntan cómo va eso.
–Decidles que todo va por muy buen camino – contestó el cura recibiendo su
pitanza.
Los otros cinco prisioneros alargaron, por orden cada cual, su escudilla de
madera, recibiendo en ella un regular cazo de gazofia, y de mano del otro
ranchero su ración de dura, negra y desabrida galleta.
Servidos que fueron los prisioneros, cerraron con estrépito de llave y cerrojo
la puerta del calabozo, y cada individuo se dedicó a comer lo que su mala
ventura le deparaba; no sin que antes de comenzar la comida, y a invitación de
don Fernando, Julián elevase una oración en acción de gracias al Omipotente por
el alimento que les proporcinaba, acto al que, ya acostumbrados, se adherían los
compañeros de prisión, incluso el cura.
Habiendo comido y bebido sendos tragos de agua tibia (a causa del caluroso
ambiente que en el calabozo se respiraba), y como en aquella época no se había
difundido aún el uso del cigarrillo, los presos apartaron a un lado las
escudillas, y sentándose en el suelo, recostados contra el muro como al
principio, royendo tal cual rebojo de galleta, como sabroso postre de tan flaca
comida, dispusiéronse, los unos a escuchar, y los otros a reanudar la
interrumpida disputa.
VI
Continuación del precedente
Estábamos, señores – dijo San Juan
–, en que, según opinión del señor clérigo, existe un lugar de expiación, lugar
que vos, hermano – añadió dirigiéndose al preso que antes interviniera en la
conversación –, estimáis de absoluta necesidad.
–Pues bien – continuó San Juan –, como quiera que no hay reato, probando por la
Escritura que quien se arrepiente y clama a Jesús por salvación ya no es reo de
culpa, pues esto significa la palabra reatus, entonces habré demostrado que no
existe en la vida futura, ni lugar, para un lugar de expiación temporal. Siento,
amigos buenos, no tener aquí un ejemplar de la Sagrada Escritura para,
escudriñándola, mostraros las sentencias que en ella tenemos en apoyo de mi
afirmación; pero os aseguro procuraré que mi memoria sea fiel, y de lo contrario
aquí tenemos a mi querido hermano en la fe de Cristo, el buen Julián Hernández,
quien suplirá con su buen entendimiento lo que al mío falte.
–Ni a vos os falta memoria, entendimiento y voluntad, ni seré yo quien pueda
supliros en falta alguna, don Fernando – contestó Julián.
San Juan reflexionó un corto instante, y continuando su discurso, dijo:
–El hombre no puede satisfacer por sus culpas, ni en ésta ni en la vida futura.
Prestadme atención a las siguientes citas que lo demuestran. El profeta Isaías,
en el capítulo cincuenta y tres de su libro, hablando del Mesías, que es Cristo,
dice: «Ciertamente llevó ÉL nuestras enfermedades; y sufrió nuestros dolores; y
nosotros LE tuvimos por azotado, por herido de Dios. Mas Él herido fue por
nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue
sobre ÉL, y por SU llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos
descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino; mas el Señor cargó
en ÉL el pecado de todos nosotros».
–El mismo profeta en otra parte de su libro, en el capítulo cuarenta y tres,
escribe: «Yo, yo SOY el que borro tus rebeliones por amor de tí, y no me
acordaré de tus pecados».
–Escuchemos lo que predijo otro profeta, Miqueas, en el capítulo siete de su
profecía: «ÉL tornará; ÉL tendrá misericordia de nosotros; ÉL sujetará nuestras
iniquidades y echará en los profundos de la mar TODOS NUESTROS PECADOS». ¿Lo
oís, amigos? – añadió San Juan –. Dice que echará en la mar, es decir, que
olvidará, como si no hubieran sido cometidos, TODOS nuestros pecados.
–Veamos ahora – prosiguió el sabio cuanto cristiano maestro – lo que en tiempos
posteriores, en los comienzos de la Iglesia Cristiana, cuando todavía no
existían Papas ni Concilios que decretasen la existencia del purgatorio,
escribió el discípulo amado de Jesucristo, es decir, el apóstol Juan: «Mas si
andamos en luz, como ÉL está en luz, tenemos comunión entre nosotros; y la
sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de TODO PECADO. Si dijésemos que no
tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros; si
confesamos nuestros pecados, ÉL es fiel y justo para que nos perdone nuestros
pecados y nos limpie de TODA maldad».
Calló don Fernando, y tras una nueva pausa prosiguió:
–No he de cansaros; solamente citaré dos o tres pasajes más. El mismo Jesucristo
dijo, como lo recuerda también el apóstol San Juan, en el capítulo cinco de su
Evangelio: «De cierto, de cierto os digo: El que oye MI palabra, y CREE al que
me ha enviado, tiene vida eterna; no vendrá a condenación, mas PASÓ DE MUERTE A
VIDA.»
–¿Queréis doctrina más clara y terminante? – preguntó don Fernando, haciendo
párrafo, y continuó –: Ved cómo entendió tal doctrina de salvación gratuita,
concedida por Dios, mediante la obra de redención hecha por Cristo, el grande
apóstol San Pablo, cuando, dirigiéndose a la Iglesia en Roma, dice: «Ahora,
pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús», y el apóstol
San Pedro…
–Permitidme, señor maestro – interrumpió el clérigo –: su merced habla siempre
acerca del pecado mortal, y yo me refiero al pecado venial.
–¿Y de dónde saca el seor capellán esa distinción de pecado mortal y venial?
–Ahora os cogí en vuestra ignorancia. Vos, que tanto blasonáis de conocer la
Escritura, ignoráis, o fingís ignorar, que está escrito: Qui scit fratrem suum
peccare peccatum non ad mortem, petat, et dabitur ei vita peccanti non ad
mortem. Est peccatum ad mortem, non pro illo dico, ut roget quis. Omnis
iniquitas peccatum est: et est peccatum ad mortem. ¿Qué decís a esto?
–Digo, ante todo, que aunque yo, lo mismo que mi hermano en Cristo, Julián,
conocemos el habla latina, por lo menos tan bien como vos, habiendo otras tres
personas más que nos oyen, que son estos compañeros de prisión, quienes
desconocen tal lengua, debemos hablar en simple y vulgar romance.
–Yo, por mi parte – dijo uno de los presos –, desconozco el latín, por lo cual
ni una palabra entendí de las dichas por el señor clérigo.
–Lo mismo me pasó a mí.
–Pues no importa – dijo el cura –, que yo interpretaré estas palabras, que en
romance castellano dicen como sigue: «El que sabe que su hermano comete un
pecado que no es de muerte, pida, y será dada vida a aquel que peca no de
muerte. Hay pecado de muerte. No digo yo que ruegue alguno por él. Toda
iniquidad es pecado y hay pecado que es de muerte».65 Ya está resuelta la
cuestión de que estos señores conozcan el sentido de la cita escritural, por la
cual pruebo la doctrina de que existe pecado mortal y pecado venial. ¿Qué tenéis
vos que alegar?
–Pues alego – dijo don Fernando – que nuestros reformadores traducen mejor que
vuestros autores ambas versiones: la latina, y de ésta la castellana. Teodoro
Beza traduce del griego al latín el versículo diecisiete del capítulo quinto de
la epístola de San Juan, que vos citáis, en la forma y con las palabras
siguientes: Omnis injusticia peccatum est: sed est peccatum, quod non est ad
mortem; que vierten así nuestros Casiodoro y Valera: «Toda maldad es pecado, mas
hay pecado que no es de muerte.»
–De donde se colige y ve claramente que esos vuestros reformadores han puesto su
versión de un efecto más incisivo, para demostrar la existencia de los pecados
venial y mortal.
–Señores – prosiguió el cura, haciendo grandes aspavientos –, vean si estas
gentes andarán bien, cuando ni en sus doctrinas concuerdan los unos con los
otros.
–Tenga más calma y compostura el seor clérigo – dijo San Juan –, que voces,
manoteo y contorsiones no son razones que convencen.
–¡Pero si nada podéis alegar en favor de vuestras malhadadas doctrinas!
–Eso es lo que vamos a ver – replicó San Juan, y continuó:
–Vengamos a estudiar estas dos sentencias: «Hay pecado de muerte, por el cual no
digo que ruegue». «…hay pecado que no es de muerte». ¿Cuál es el pecado mortal o
de muerte? Respondo con las palabras de Cristo, como se registran en el
Evangelio, según San Mateo, capítulo doce, versículos treinta y uno y treinta y
dos; así como en Marcos, capítulo tercero, versículo veintinueve. Dice en Mateo:
«Por tanto os digo: Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres, mas la
blasfemia contra el Espíritu no será perdonada a los hombres». San Marcos
expresa así el discurso: «De cierto os digo que todos los pecados serán
perdonados a los hijos de los hombres, y las blasfemias, cualesquiera con que
blasfemaren. Mas cualquiera que blasfemare contra el Espíritu Santo, no tiene
jamás perdón, mas está expuesto a eterno juicio». El pecado, según parece,
imperdonable, es la blasfemia contra el Santo Espíritu; blasfemia que se comete,
según yo entiendo, cayendo en la idolatría, negando la divinidad de Cristo o su
humanidad; negando la existencia de Dios o alguno o todos sus atributos;
rechazando el Evangelio; corrompiendo a la Iglesia con prácticas vanas o
supersticiosas; ejerciendo en la Iglesia la simonía, que es la venta de los
sacramentos, o de los puestos eclesiásticos, cosas ambas que han hecho y hacen
los Papas y Prelados romanistas; rehusando el arrepentimiento, y otros actos
como estos, que tienden a menoscabar o a despreciar la divina autoridad de Dios,
o la obra redentora de Cristo su Unigénito o Único Hijo.
–Pero… – interrumpió el cura.
–Permitidme continuar, que ya hablaréis vos – dijo don Fernando, y prosiguiendo
en su discurso, continuó: –Todavía el Apóstol no manda autoritativamente que no
se ruegue por un hombre que haya caído en cualquiera o en todos estos pecados,
sino que dice: «yo no digo que ruegue alguno por él…»; no prohibe; expone la
posibilidad de que la oración hecha en favor de un tal hereje sea ineficaz, por
la pertinacia en el pecado del mismo hereje. Esta es la interpretación más
lógica que se puede y debe dar a ese pasaje, como lo probaré citando, para
terminar, otros de la Escritura, los cuales demuestran que los sufragios en
favor de los difuntos son, no sólo innecesarios, sino completamente inútiles.
–Pero, señor – volvió a interrumpir el cura –, por fuerza he de atajar vuestro
discurso, para que no salgamos del asunto. Vuesa merced lo que probarme debe,
ante todo, es que no exista pecado venial.
–¿Qué entendéis vos por pecado venial?
–No diré yo – respondió el clérigo – lo que yo entienda o deje de entender; os
responderé con la Iglesia romana: Pecado venial: «Una ofensa muy pequeña contra
Dios o contra el prójimo, que se perdona fácilmente». Y vuelve a preguntar la
Iglesia: «¿Cómo puede esto demostrarse?» Y responde la misma Iglesia: «Porque un
pecado venial, pongo por caso: una palabra vana, una mentira oficiosa o dicha en
broma, que a nadie perjudica; el robo de un alfiler o de una manzana, no son
hechos de tanta monta que rompan la caridad entre hombre y hombre, cuanto menos
entre Dios y el hombre». Esto es lo que dice la Iglesia, y esto es lo que yo
creo y lo que debe creer todo católico romano. Y la doctrina – prosiguió el cura
con calor – es lógica. Porque yo hablo una palabra jocosa por pura broma, o
deseando evitar un mal digo una mentira inocente, o le quito una naranja a mi
vecino, porque tendo sed, ¿será esto tan grave como negar alguno de los santos
misterios de nuestra religión?66 Pues ved ahí el pecado venial.
–Responderé – dijo San Juan – a esos sofismas del modo siguiente: «Vos, o
vuestra Iglesia, o los dos juntos, decís: «Pecado venial es una palabra vana».
Jesucristo dice: «Mas yo os digo que toda palabra ociosa que hablaren los
hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio», Evangelio, según San Mateo,
capítulo doce, versículo treinta y seis.
–¡Maravilloso! – exclamó uno de los presos.
–Vos y vuestra Iglesia, seor cura, decís: Una mentira oficiosa… que a nadie
perjudica… En primer lugar, Jesucristo nos enseña que el diablo «cuando habla
mentira, de suyo habla, porque es mentiroso y padre de mentira» (Jn 8:44). De
donde deduzco que todo mentiroso es hijo directo del diablo, porque así lo dijo
Jesús: «Vosotros de vuestro padre el diablo sois». Finalmente, Dios nos enseña
cuál será la suerte final de todos los mentirosos, sin distinción de grandes ni
de chicos, y mirad si están mezclados con honrosa compañía: «El que venciera
poseerá todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Mas a todos los
temerosos e incrédulos; a los abominables y homicidas, a los fornicarios, y
hechiceros, y a los idólatras, y a TODOS LOS MENTIROSOS, su parte será en el
lago ardiendo con fuego y azufre, que es la muerte segunda». Apocalipsis,
veintiuno, ocho.
–Ahora – dijo don Fernando –, para proporcionarme un corto descanso, mi amigo
Hernández nos dirá por la Escritura algo que el creyente debe hacer con su boca.
–Con mucho gusto, y solamente por proporcionaros ese descanso del que
necesitáis, obedezco, don Fernando, aunque de antemano sé que mejor lo haríais
vos que yo. Escuchad todos lo que la Escritura dice:
«Los labios mentirosos son abominación al Señor; mas los obradores de verdad,
son su contentamiento.» «El que refrena sus labios, es prudente.» «Por lo cual,
dejada la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo.» Jesucristo nos enseña
y manda: «...Mas sea vuestro hablar, sí, sí; no, no; porque lo que es más de
esto, de mal procede.» Y el apóstol Santiago, como enseñado por el divino
Maestro, escribe: «Mas vosotros, hermanos míos, no juréis ni por el cielo, ni
por la tierra, ni por cualquier otro juramento; sino vuestro sí, sea sí, y
vuestro no, sea no; porque no caigáis en condenación». De todo lo cual se deduce
que delante de Dios no hay más que una clase de mentira, sino la mentira misma
proclamada por Jesucristo como hija del diablo... No tengo más que decir sobre
este punto.
–Y me parece – dijo uno de los presos – que lo que has dicho está muy bien
dicho, y que jamás creí que a un hombre de tu pelaje se le ocurriesen razones
tan atinadas ni tan concertadamente explicadas.
–Eso y más – interrumpió don Fernando – sabe y puede proclamar mi amigo Julián;
que si hasta aquí estuvo callado no fue porque él no pueda disputar, sino por el
respeto que me tiene, y para que usarcedes vean ser verdad esta que digo,
suplico a mi hermano en Cristo continúe la disputa en el sitio y asunto en que
pendiente está.
–Don Fernando – contestó Julián –, si por proporcionaros descanso acepté tomar
parte en la disputa, ahora que me cedéis vuestro lugar, para que estas buenas
gentes juzguen de mi capacidad, con todo respeto os digo que no acepto el
envite.
–Julián, estoy verdaderamente cansado, y tengo gusto en que me ayudéis, pero si
en ello no sois placido...
–No se hable más y continuemos.
Después de unos momentos de silencio, Julián dijo:
–Dice la Iglesia papista, por boca de su clérigo aquí presente: «El robo de un
alfiler o de una manzana no son hechos de tanta monta que rompan la caridad
entre hombre y hombre, cuanto menos entre Dios y el hombre». ¿Es esto?
–Así es – respondió el clérigo.
–Supongamos, pues, que vos cobdiciáis una manzana, es decir, deseáis su
posesión, pero no llegáis a robarla. Yo siento la misma cobdicia, los mismos
deseos sobre aquella manzana, y la robo. ¿Quién de nosotros dos cometió mayor
pecado?
–Tú, indudablemente – contestaron los otros presos.
–Justo – añadió el cura –, mi pecado fue venial, porque cobdicié, mas no consumé
el robo. Éste pecó mortalmente, porque al deseo añadió el hecho consumado de
robar.
–Pues yo – dijo Julián – voy a demostraros que el deseo es delito de tanta monta
como el hecho consumado: Escuchad con todo respeto, que dice Dios por su ley,
cuyo décimo mandamiento dispone: «NO COBDICIARÁS la casa de tu prójimo, no
COBDICIARÁS la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni
su asno, ni COSA alguna de tu prójimo». ¿Habéis oído bien? «No cobdiciarás COSA
alguna de tu prójimo», aunque esta COSA sea tan simple como un alfiler o una
manzana, que, en verdad, son ambas cosas bien simples.
Los interlocutores callaron por unos momentos, inclinándose los presos a las
razones de Julián.
Por fin, el cura exclamó:
–Bien; pero ese es el mandamiento, y en él no se establece más que una orden,
pero no se gradúa el delito, que claramente se echa de ver que más grave cosa es
desear la mujer del prójimo que no desear su buey o su asno.
–Pues me habéis dado hecho el corolario del problema. Escuchad lo que
precisamente, a ese propósito, nos enseña el Divino Maestro: «Oísteis que fue
dicho: No adulterarás... Mas yo os digo que cualquiera que mira a la mujer para
cobdiciarla, YA ADULTERÓ CON ELLA EN SU CORAZÓN» (Mt 5:27-28). Pues extendiendo
a todos los preceptos esa infalible interpretación de la ley, tendremos que,
cualquiera que cobdicie un alfiler o una manzana de su prójimo, ya cometió hurto
en su corazón, por el solo hecho de alimentar en sí tal deseo.
–Además – prosiguió Julián –, los Mandamientos de la Ley son dignos de igual
observancia; porque, como dijo también el apóstol Santiago: «Cualquiera que
hubiere guardado toda ley, y ofendiere EN UN PUNTO, ES HECHO CULPADO DE TODOS» (Stg
2:10). No existe, pues, pecado venial; y pues que éste no existe, no hay lugar
para la existencia de vuestro desdichado purgatorio.
–Pero, ¿qué haremos con nuestros pecados? – preguntó uno de los presos con
ansiedad.
–Ya se os ha dicho: «La sangre de Jesucristo, su Hijo, nos limpia de todo
pecado». Basta con que sintáis dolor de haber ofendido a Dios, que le confeséis
vuestros pecados y que le pidáis perdón por Cristo el Redentor, «por cuya llaga
fuimos nosotros curados», para que si «vuestros pecados fuesen rojos como la
grana», queden más limpios que vellón de blanca lana.
Entonces tomó la palabra don Fernando, diciendo: –¿Conocéis vosotros la historia
del que llaman buen ladrón?
–Sí – contestaron los presos.
–Pues bien; aquel hombre, que no era bueno, sino malo, porque no hay ladrón
bueno, estaba en la cruz esperando la muerte. Un rayo de la divina gracia le
tocó. Se confesó pecador y reconoció a Cristo como Justo, proclamándole tal a su
compañero de suplicio: «Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque
recibimos lo que merecieron nuestros hechos, mas ÉSTE NINGÚN MAL HIZO».
Inmediatamente, y dirigiéndose a Jesús, le dice: «Acuérdate de mí CUANDO
vinieres a tu reino». ¿Sabéis vosotros lo que al ladrón arrepentido contestó
Cristo?
–Sí, lo sabemos, o, por lo menos, yo lo sé. El Señor dijo al ladrón: «Hoy serás
conmigo en el paraíso». (Lc 23:39-43)
–Pienso que estás equivocado – dijo don Fernando –; Jesús no diría al ladrón
«HOY». Pues ¿no tenía pecados que purgar un ladrón? ¿Acaso le quedó tiempo para
hacer penitencia? ¿Qué obras satisfactorias pudo alegar? ¿Qué misas por su alma
dijeron?
–Cierto – contestó el preso con confusión –, nada podía alegar en su favor aquel
desgraciado ladrón.
–Sí que podía – exclamó San Juan –. «La sangre de Jesucristo», que le limpiaba
«de TODO pecado». Por eso Jesús le dijo «Hoy», no mañana, ni dentro de cien
años… «De cierto, de cierto te digo que HOY estarás conmigo en el Paraíso». Es
decir, que el Señor le promete con juramento, pues eso significa el «de cierto,
de cierto te digo». Ahora bien, como «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por
los siglos» (He 13:8), he aquí que hoy puede hacer, y hace, con cada pecador
arrepentido, lo que hizo con el ladrón que se arrepentió en la cruz: salvarle
inmediatemente, en virtud de la obra expiatoria que el Hijo de Dios consumaba en
la cruz.
–Pues, señor, digo y declaro que doy por bien empleada mi prisión, porque nunca
antes de ahora escuché doctrina tan buena, y que me parece se me ha quitado un
peso del alma…
–¡Calla, desdichado! – exclamó el cura –. ¿Quieres contaminarte con esas
doctrinas? No, no será. Estos hombres son pestilenciales y deben estar
encerrados solos… así lo expondré ante los señores.
Julián se levantó del suelo, y con aire de triunfo exclamó: –Pues solo o
acompañado, preso o libre, incomunicado o en comunicación, me oiréis cantar:
«Vencidos van los frailes, vencidos van;
corridos van los lobos, corridos van.»
VII
El doctor Constantino y Fray Fernando, en los subterráneos del castillo de
Triana
Penetremos por el túnel de la
historia en un calabozo subterráneo del castillo de Triana, cárcel
inquisitorial, donde encontraremos dos fieles soldados de la fe de Cristo, que
en aquella mansión sufren martirio continuado. El uno es el ilustre doctor
Constantino de la Fuente, y el otro aquel joven monje de San Isidro, llamado
Fray Fernando, a quien vimos ayudando a Julián a que descargase las mulas en el
zaguán del convento, y luego quedarse de centinela en los claustros, por orden
del padre García Arias, mientras éste y otros dos padres se hacían cargo y
ponían a buen recaudo los libros que al monasterio aportara Hernández.
El calabozo que ocupaban estos buenos cristianos recibía tenue claridad por alta
y estrecha tronera; pero, en cambio, sus paredes y suelos sudaban lenta y
continuadamente agua; así que se respiraba en la estancia una atmósfera húmeda y
fría.
Ésta era una de las refinadas crueldades a que estaban sujetos los infelices
alojados en aquella fortaleza del Santo Oficio. Unos presos se veían hacinados
en los altos torreones del Castillo, donde apenas el calor les permitía
respirar; a otros, por el contrario, se les sumía en húmedos sótanos, a través
de cuyos muros se filtraban las turbulentas aguas del vecino Guadalquivir, en
continuo batir contra los muros y cimientos del edificio.67
El Castillo de Triana fue considerado como fortaleza importante en tiempo de la
dominación sarracena, «y para mejor valerse y aprovecharse la ciudad de la
comunicación, defensa y socorro de este Castillo de Triana, tenían los moros un
puente de madera sobre grandes barcas muy fuertes, que con gruesas cadenas de
hierro se amarraban al mismo Castillo.
Atravesado el puente..., que estaba tendido sobre diez y siete grandes barcas,
teniendo trescientos pasos de largo..., figura (ya en tiempos posteriores a la
reconquista) el fortísimo Castillo, principal defensa de la ciudad...»68
Los inquisidores hicieron construir en ambos extremos del puente una especie de
marco de madera a guisa de puerta, timbrado con la cruz de la Orden Dominicana,
y pegando en la desembocadura del dicho marco y puente se alzaba el sombrío
Castillo. Así penetramos en Triana.
Que el continuado batir de la corriente en los cimientos y muros del Castillo
era causa de que las aguas se filtrasen dentro de los sótanos del edificio, cosa
es que a nadie extrañará; pero hay más: las frecuentes avenidas y riadas del
Guadalquivir hacen que este río inunde a Sevilla y Triana con sus contornos, y
de los efectos que estas inundaciones producían en el interior del Castillo,
entresacaremos, de entre cincuenta, dos noticias históricas.
El jesuíta Rafael Pereyra, testigo ocular de la grande avenida ocurrida en Enero
de 1642, dice: «Subió el agua en Triana al altar de la Inquisición, y subieron
los presos (hay muchos) a las torres... Un preso de las cárceles bajas de la
Inquisición fue cosa de particular providencia el que no se ahogase, porque el
alcaide, con el agua a la crista o a los pechos, lo sacó de ella». Otro escritor
posterior, dice al mismo efecto: «...y esta humedad no sólo era nociva a los
cuerpos, sino dañosa para la habitación de las casas».
Estamos, pues, en el húmedo e insano calabozo que ocupan el doctor Constantino y
Fray Fernando, y pues que conocemos al monje, conozcamos al doctor.
Era éste varón sabio e ilustre, de quien dicen sus biógrafos tenía por enemigos
sus propias virtudes, pues éstas le creaban émulos que, a impulsos de la
envidia, buscaban ocasión de perder al doctor sagrado.
Eldoctor Constantino poseía las lenguas latina, griega y hebrea con tal
perfección, que, como dice su biógrafo Gonzalo de Montes, quien conoció al
doctor, éste sólo podía restaurar dichas lenguas. Con tales conocimientos e
iluminado por la gracia de Dios, de tal modo llegó a comprender el sentido de
las Sagradas Escrituras, que ningún otro podía aventajarle en la exposición de
las mismas. No es, pues, de extrañar que tan avisado varón reconociese pronto
los errores de la iglesia en que militaba, y abrazase con entusiasmo la Reforma.
Convencido de la necesidad de reformar la Iglesia, comenzó Constantino a
trabajar en pro de su idea, con el disimulo y sagacidad que exigían obra tan
peligrosa. Los inquisidores también vigilaban disimuladamente al sabio doctor, y
aunque las deposiciones que en contra de Constantino hicieran algunos de los
procesados daban motivo para encausarle, con todo, no se atrevían con él por el
gran crédito y fama de que gozaba en la opinión pública.
Pero la Inquisición y sus familiares iban minando poco a poco la fama y crédito
del doctor sevillano.
Aconteció cierto día que un caballero acreditado de erudito, y nombrado don
Pedro Mejía, después de haber escuchado un sermón de Constantino, quien, en vez
de exponer vidas de pretendidos santos, como cosa que nada aprovecha, exponía
puntos de la Sagrada Escritura, disertando sobre ellos según conviene a la
verdad, el referido caballero, decimos, exclamó dirigiéndose a otros que, como
él, salían de la catedral:
«–¡Vive el Señor, que no es esta doctrina buena, ni esto lo que nos enseñaron
nuestros padres!»69
Estas frases asombraron al vulgo, y corrieron de boca en boca por todo Sevilla,
haciendo mella en la reputación de Constantino como ortodoxo católico.
Varias veces fue citado el doctor al Castillo de Triana para que respondiese a
ciertos cargos que, por las deposiciones de algunos presos, por motivos de
religión, resultaban contra él; pero siempre se descargaba victoriosamente, y
cuando sus amigos y correligionarios en la fe le preguntaban acerca de aquellas
llamadas, el magistral sevillano respondía con donaire andaluz:
«–Me quieren quemar, pero me hallan muy verde todavía.»70
Llegó por fin un día, cuando la Inquisición pudo proceder con causa motivada
contra el doctor, y el caso ocurrió de la manera siguiente:
Sucedió que la Inquisición aprehendió, acusada de luterana, a una viuda nombrada
doña Isabel Martínez, piadosa y honesta, como serlo deben las viudas que siguen
en su vida y estado las disposiciones bíblicas. Ni aun en el tormento lograron
arrancar a la presa, los señores del Tribunal, declaración comprometedora contra
persona alguna, y eso que ella era la depositaria de los escritos evangélicos
más selectos que brotaran de la fecunda pluma de Constantino. La Inquisición
dictó el secuestro de todos los bienes de doña Isabel, que era rica, y su hijo
sustrajo un cofre lleno de alhajas; mas un criado de la dicha señora denunció el
hecho a los inquisidores, quienes comisionaron a su alguacil, Luis Sotelo, para
que requiriese a Francisco Beltrán (el hijo de la viuda) la entrega de las
alhajas de su madre.
Al ver Beltrán en su casa al alguacil, y sin dar tiempo a éste para que le
notificase el requerimiento, exclamó:
«–Señor, ¿vuesa merced en casa? Me parece, adivino, venir vuesa merced por cosas
ocultas en la de mi madre. Si vuesa merced me promete que a mí no se me
incomodará, por no haberlo revelado, diré a vuesa merced lo que hay oculto.»
El ministril, que ardía en deseos de atrapar el codiciado cofre, precisamente lo
que Beltrán trataba de evitar, dió al hijo de la viuda toda clase de seguridades
de que nada tenía que temer. En esa fe, el Francisco condujo al corchete a casa
de su madre, le introdujo en un aposento, y provisto de un martillo derribó un
tabique, apareciendo a los ojos del alguacil impresos y manuscritos evangélicos,
escritos todos estos últimos de puño y letra del doctor Constantino.
Imposible es describir el asombro y la alegría que se dibujó en el rostro del
alguacil ante tan inesperado como importante hallazgo; pero como su comisión no
era la de incautarse de libros ni de manucristos, sino de alhajas, dijo a
Francisco que su palabra alguacilesca no rezaba con aquello, pero que, sin
perjuicio de llevárselo, le ordenaba de parte de los señores, y por el
mandamiento que extendido en forma presentaba, le entregase las riquezas de su
madre.
Así, Beltrán, cegado por una vil codicia, perdió a su madre, perdió al doctor
Constantino, se quedó sin las alhajas, y quizá fue alojado en los calabozos de
la Inquisición, como encubridor de herejes, si ya no se le calificó de
heresiarca luterano al Beltrán.
Inmediatamente fue preso Constantino, y cuando sus jueces le presentaron un
volumen en el cual el doctor trataba de la Iglesia, y combatía las indulgencias,
la misa y otras prácticas romanistas, refutando su uso con textos de las
Sagradas Escrituras, al preguntarle si aquella era su letra, respondió:
–Reconozco mi letra, y así confieso haber escrito todo eso, y declaro
ingenuamente ser todo verdad. Ni tenéis ya que cansaros en buscar contra mí
otros testimonios. Tenéis aquí ya – añadió señalando el libro – una confesión
clara y explícita de mi creencia; obrad, pues, y haced de mí lo que queráis.
Tal fue el valiente testimonio dado por el insigne doctor Constantino. Metido se
hallaba en hediondo calabozo cuando la Inquisición preparaba el auto de 23 de
Septiembre; pero fuere que la causa no estuviere fallada, o que los inquisidores
reservasen su víctima para otra función, lo cierto es que el doctor exhaló su
último suspiro en la forma y modo que vamos a ver.
Hemos olvidado consignar que el doctor Constantino era predicador del emperador
Carlos V.
Ninguno de sus admiradores en la Catedral sevillana podría reconocer en aquel
rostro cadavérico de luenga y lacia barba, de aspecto extenuado, rota y sucia la
loba71 que le cubría, descalzo, tendido sobre un montón de húmeda paja, y
reclinada la cabeza sobre las rodillas del no menos infeliz monje, su compañero,
cuyo hábito y figura corrían pareja con los del venerable enfermo.
–¡Agua! – exclamó Constantino –; ¡dame agua!
–Padre – responde el joven monje –, no tenemos ni gota en el cántaro; os
empeñasteis en beber la que quedaba esta mañana, y sólo Dios sabe cuándo nos
entrarán más. Aguardad, veré si arrancar puedo algo de yeso, o encuentro algún
guijo con cuya humedad podáis refrescar vuestra lengua.
–Ve, ve, hijo – contestó el enfermo, y añadió –: Dios mío. ¿No había escitas,
caribes u otros más crueles e inhumanos en cuyo poder me pusierais, antes que en
el de estos bárbaros?72
Mientras tanto, Fray Fernando pudo extraer una piedrecilla, tamaño de una
almendra, que ofreció al doctor, quien la chupó con avidez.
El monje volvió a acomodar la cabeza del enfermo sobre sus rodillas, mientras le
decía:
–Confío, venerable doctor, en que el Señor nos sacará pronto de esta cárcel y de
esta miseria.
–Sí, Fray Fernando, también yo lo espero. Esta fiebre me consume, y la
disentería me aniquila. Creo que pronto dormiré en Cristo.
–¡Dichoso vos, que esperáis volar presto al descanso eterno!
–Al cual no tardarás en seguirme, Fray Fernando; porque aunque tu naturaleza,
más fuerte que la mía por razón de la edad, soporte las presentes aflicciones,
nuestros verdugos, que lo son de Cristo, te arrancarán la vida.
–No debe el cristiano, como mejor sabéis, ¡oh doctor! desear la muerte ni
temerla. Si ha de ser en testimonio de mi bendito Salvador, tomen mi vida, y
reciban de antemano mi perdón, los que decretasen y ejecutasen mi muerte.
Constantino empeoraba visiblemente, y así lo comprendió el joven monje, quien le
dijo:
–Ánimo, padre, ¿qué puedo hacer por vos?
El enfermo fijó una mirada dulce en Fray Fernando, y estrechando entre sus
descarnadas manos las no menos huesosas del monje, exclamó con voz débil:
–¡Que qué puedes hacer por mí! ¿Qué más harás de lo que has hecho? ¿No me has
cedido parte de tu alimento? ¿No me has cedido tu ración de agua? ¿No has
procurado entibiarla con el calor de tu cuerpo para que no la bebiese tan
recrudecida, cuando me invadía el tiritón, de frío, precursor del acceso de la
calentura? ¿No te has despojado de tu miserable, pero santo hábito, para darme
abrigo, mientras desnudo, te estremecías de frío durante la noche? ¿No...?
–Padre, padre; por favor, sosegaos, y no recordéis tales nimiedades.
–Déjame recordar tus buenas obras, para que alabe al Señor, porque todavía hay
caridad y fe en la tierra.
–Alabad cuanto os plazca a Dios, pero no me alabéis a mí.
El enfermo y el monje callaron. Fray Fernando enjugaba con un trozo de camisa la
sudorosa frente de Constantino, mientras con la otra mano se tapaba las narices
a intervalos, por no serle posible soportar el hedor que despedía el enfermo. Es
de advertir, y así consta en documentos auténticos, que estos presos carecían
hasta de vasos en que depositar sus evacuaciones necesarias.
De repente el rostro del enfermo presentó evidentes señales de cianosis, y el
doctor exclamó con débil voz:
–¿Recuerdas el salmo Dominus regit me...?
–Sí, recuerdo, es el veintidós de la versión latina.73
–Pues deja de sostenerme, ponte de rodillas y entonémosle alternadamente,
comenzando tú.
El monje obedeció, reclinó la cabeza de Constantino sobre la paja, se arrodilló,
compuso su hábito, juntó las manos sobre el pecho, y como si estuviese en el
coro de su convento, cantó con voz solemne:
–Dominus regit me, et nihil mihi deerit… in loco pascuœ ibi me collocavit.
La apagada voz de Constantino entonó:
–Super aquam refectionis educavit me; animam meam convertit.
MONJE. –Deduxit me super semitas justitiœ, propter nomen suum.
CONSTANTINO. –Nam, et si ambulavero... in medio um brœ mortis..., non timebo
mala…; quoniam… tu… mecum… es.
La voz de Constantino fue gradualmente extinguiéndose hasta la última frase, que
más bien pareció suspiro que tono, y Fray Fernando pudo observar que el enfermo
había dejado de existir.
Con todo, el monje continuó cantando solo el salmo hasta entonar el gloria.
Después se alzó, cerró los ojos del doctor, y acercándose a la puerta gritó:
–¡Socorro! ¡El doctor ha muerto, y yo me ahogo!
Sin duda una ronda acertaba a pasar por allí, pues el ventanillo fue abierto, y
una voz exclamó desde el exterior:
–¡Uf! ¡Qué hedor! ¿Qué se ofrece?
–Que el doctor Constantino acaba de fallecer, y yo me ahogo en esta mansión.
–Pues bien contentos estabais – respondió el de afuera –, puesto que
cantabais...; efectivamente huele mal y si te ahogas te ahorrarás el que te
ahoguen en el palo.
Y la persona que habló, cerró de golpe el ventanillo de la puerta.
Fray Fernando se acercó al cadáver; le dió una posición conveniente, lo cubrió
con la mayor cantidad de paja que le fue posible, y retirándose a un extremo
opuesto del calabozo, exclamó, como si el difunto pudiera escucharle:
–No ruego a Dios por ti, ¡oh cristianísimo doctor!, porque ni lo necesitas, ni
Dios atiende sufragios por muertos; pero, en cambio, rogaré a Dios para que
aumente mi fe, y me haga fuerte en estas tribulaciones.
El monje se postró de rodillas y oró hasta que la fiebre, la sed y el cansancio
le rindieron, y cayó sumido en un sopor muy parecido al sueño de la muerte.
Así pasó la noche.
VIII
Trapacerías inquisitoriales y dos víctimas más
Al siguiente día al del
fallecimiento del doctor Constantino, los calaboceros abrieron la puerta del
calabozo en que yacían el muerto y el vivo, y decimos que Fray Fernando yacía,
porque su estado era tal, que no parecía otra cosa sino un cadáver sentado y
recostado contra el muro.
Los sicarios, por el espectáculo que se ofrecía a su vista, y por el hedor que
se respiraba, salieron de la estancia precipitadamente y cerrando la puerta se
alejaron.
No mucho después la puerta del calabozo volvió a ser abierta, y el alcaide,
acompañado de algunos esbirros, dos de los cuales conducían unas parihuelas,
aparecieron.
Los de las parihuelas recogieron y pusieron sobre ellas el cadáver del doctor,
saliendo precipitadamente del calabozo, mientras el alcaide se acercó a Fray
Fernando diciéndole:
–Levántese y sígame.
–¡Agua! – murmuró el preso.
–Sígame y se os dará; pero pronto, que uno se asfixia en esta mansión.
–¡Agua! – fue la única respuesta.
Y esta era la frase que, como un autómata, lanzaba el joven monje, cuyo
semblante demostraba tal expresión de idiotismo, cual se hubiera perdido la
razón.
El alcaide comunicó a quien correspondía un parte de lo que ocurría, y de orden
superior sacaron de su calabozo a Fray Fernando, sin que él de ello se diese
cuenta, y fue conducido al Hospital de la Caridad.
Nos refiere el reformador Gonzalo de Montes, en sus Artes de la Inquisición
Española, que cuando algún preso del Santo Oficio enfermaba, ya por los malos
tratos recibidos, ya por lesiones sufridas en el tormento, y los señores tenían
interés en conservarle vivo, hacían conducir al referido hospital al paciente.
En el benéfico asilo recibían asistencia adecuada a su estado; pero continuaban
tan presos como en las cárceles, pues sólo veían al enfermero y al médico que
les asistían. Sucedía también que rara vez los enfermos sanaban por completo,
pues tan pronto como el parte facultativo hacía comprender a los inquisidores
que la víctima podía mal soportar los horrores de la prisión o del tormento, la
reclamaban, aunque estuviese en la convalecencia, o sin estar curado por
completo de sus lesiones.
Tal ocurrió con Fray Fernando. Tras una breve estancia en el hospital, la
naturaleza vigorosa y joven del monje hizo que éste reaccionara; mas apenas
entrado en la convalecencia, y, por consiguiente, débil todavía, fue reclamado
por los señores que entendían en su causa, y restituído a las cárceles de Triana.
Dos días después de su reingreso en la cárcel, compareció en la sala de
audiencia, donde el juez le exhortó a que, con toda sinceridad, declarase la
verdad sobre lo que se le preguntaría, para que el Tribunal pudiera haberse
benignamente con él, y ahorraríase los tremendos trabajos a que, como reo de
graves delitos, se había hecho acreedor. Terminada la arenga, el juez preguntó:
–¿Cómo se mató el doctor Constantino?
Imposible es describir el asombro que se dibujó en el demacrado semblante del
monje. Tras unos momentos de silencio, contestó con firmeza:
–El doctor Constantino no se dió muerte a sí mismo. El doctor falleció víctima
de una enfermedad contraída en aquel calabozo en que fue encerrado, y por no
haber ningún remedio de médico que le proporcionase alivio, ya que no atajase
los estragos de la enfermedad.
–De estar sujeto a tanto rigor, él se tuvo la culpa; no hubiera sido tan
obstinadamente pertinaz, y tratárasele benignamente. En lo sucedido a ese
heresiarca puede escarmentar vuesa paternidad, que siendo joven todavía,
concebir debe esperanza. Ea, por el hábito que vestís, os conjuro a que
declaréis ante este Tribunal de qué medios se valió el doctor Constantino para
arrancarse la vida; porque os advierto, que si insistís en la especie de que el
dicho doctor no se dió muerte a sí mimo, ya negándose a tomar el alimento que se
le daba, o bien dándose de cabezadas contra la pared, o estrangulándose con la
correa de su hábito… o, en fin, de cualquier otra manera, haréis concebir al
Tribunal vehementes sospechas de que vos fuisteis quien disteis fin de vuestro
compañero de prisión.74
Tras una pausa de silencio, durante la cual reo y jueces se miraron
intencionalmente, Fray Fernando exclamó:
–Os comprendo. Vuestra bondad llega al extremo de darme un medio para que se
pruebe que el doctor Constantino se dió muerte.
–Justamente, eso hacemos en obsequio vuestro, y por ahorraros un proceso, como
presunto fautor de muerte violenta en la persona del doctor Constantino.
–Pues yo – exclamó el monje con entonación solemne –, en el nombre de Dios que
nos ve y nos ha de juzgar, a quien es imposible engañar, declaro y declararé
hasta perder la vida, si necesario fuese, que ni el doctor Constantino se quitó
la vida, ni yo le di muerte. Otro sí declaro: que el referido doctor falleció
por consecuencia de malos tratos recibidos en estas cárceles, y especialmente
porque ningún socorro humano tuvo en su triste prisión. Asimismo declaro que,
lejos de quitarse la vida, padeció su enfermedad con una paciencia cristiana tal
como yo para mí deseo, y que rindió su alma a su Criador, entonando conmigo el
salmo Dominus regit me…
–Mucho consuelo nos da vuesa paternidad, en medio de lo oscuro que este asunto
se nos presenta. Si el doctor Constantino murió tan católicamente como
declaráis, entender debemos que en la hora de su muerte se retractó de sus
errores, y clamó por confesión sacerdotal, que vos, por vuestro estado de
sacerdote, le ministrasteis; es un doble gozo para nos tal declaración, porque
con ella se demuestra, y probarse puede, que no sólo el doctor, sino vuestra
paternidad, abjurasteis de todas vuestras herejías…; extended, seor secretario,
en debida forma esa declaración que oído habéis de labios de Fray Fernando.
–¡No extendáis! – gritó el monje –. Ni el doctor Constantino solicitó de mí
confesión ni absolución sacerdotal, ni, caso de haberla solicitado, yo la
hubiera ministrado. Creedlo, señores: el doctor Constantino ha muerto en la fe
de Cristo. De Él ha recibido el perdón y la absolución sacerdotal, que sólo
Cristo puede dar. Constantino, el venerable Constantino, a haberlo deseado, y si
en algo me hubiera ofendido, me habría confesado sus faltas como a un hermano,
jamás como a sacerdote. Así, no se cansen vuesas señorías, que si algún día, por
la bondad de Dios, y porque su Divina Majestad en ello sea servido, me veo
libre, proclamaré en voz alta que el doctor Constantino falleció víctima de los
malos tratamientos que por motivos de conciencia recibió de vosotros; pero que
murió en santa paz y en la misma paz deseo morir yo.
–Pues como él morirás – interrumpió el inquisidor, añadiendo –: Hola, encierren
a este preso en el calabozo mismo en que estuvo con el otro hereje que falleció
pocos días ha, y póngansele a ración de pan y de agua; veremos si así deja de
ser contumaz.
El bendito siervo de Dios fue sujeto a tales tratamientos en el mismo calabozo
en que falleció el doctor Constantino, que al fin fue libertado de sus
padecimientos, de su cárcel y de sus verdugos, por la misma enfermedad que
libertó al doctor.
¡Qué fuerza tendrían los miasmas pútridos que del calabozo salían, cuando ellos
asfixiaron a un preso nombrado Olmedo, que ocupaba un calabozo próximo!
Nada de cuanto hemos escrito en este y en el capítulo precedente es obra de
nuestra imaginación. Todo ha rigurosamente sucedido, y así lo relatan el autor
contemporáneo y testigo de los hechos Gonzalo de Montes, en su libro Artes de la
Inquisición Española; Llorente, en su Historia crítica de la Inquisición, y el
erudito literato español Adolfo de Castro, en su Historia de los Protestantes
Españoles.
IX
Dos prisioneros que recobran su libertad
Las cárceles del Santo Oficio en
Triana rebosaban de presos, y, como ya hemos dicho, tantos fueron los
aprisionados, que se establecieron como cárceles suplementarias, no solamente
algunos conventos, sino muchas casas de particulares. Con todo, la Inquisición
se reservó, en su Castillo de Triana, aquellos que consideró de más importancia.
Entre los presos de que ya hemos hablado, y otros de quienes nos ocuparemos
después, figuraban el reformador Gonzalo de Montes y Fray Juan de León, otro de
los monjes del convento de San Isidro.
La Inquisición dió en obligar a ejecutar, dentro de las cárceles, los oficios
más bajos y viles a los personajes más esclarecidos, o a aquellos a quienes por
sus instintos y educación podían repugnar más las mecánicas a que los
destinaban. Así, al ilustre doctor Gonzalo de Montes, sabio eclesiástico y
predicador distinguido, le emplearon en sacar y vaciar los vasos de uso común en
los calabozos, y al monje Juan de León, a fregar los utensilios de la cocina, a
partir leña y a otros oficios de este jaez.
Pero, precisamente, el desempeño de estos oficios viles fue de infinito valer a
los dos cristianos, como en seguida veremos.
Ocurrió que el caudal del río Guadalquivir comenzó a aumentar. La madre o cauce
del río fue estrecha para contener en su seno la masa rugiente de aguas. Estas
se desbordaron, inundaron a Sevilla y Triana, y entre los muchos desperfectos
que la inundación ocasionó, se registró el particular de que destrozó la reja y
reventó parte de la atarjea general de desagüe de las aguas sucias del Castillo
de Triana, atarjea que vertía sobre el margen derecho del río.
Los señores inquisidores echaron de ver bien pronto el desperfecto, y desde
luego acudieron a la recomposición de la atarjea. Pero no era conveniente el que
gentes extrañas se enterasen de las interioridades del edificio; y a restaurar
los daños ocasionados dedicaron los señores a los mismos presos confinados en
él.
Uno de estos lo fue el sabio Gonzalo de Montes, quien al trabajar en la
susodicha obra vió un medio probable de evasión. Como hombre de ciencia, dirigía
la cuadrilla de trabajadores, y al colocar la reja que cerraba la desembocadura
de la alcantarilla al río, dispuso las cosas de tal suerte y con tal fortuna,
que él mismo puso para sujetar los hierros la menor cantidad posible de
argamasa, a fin de que con no grande esfuerzo pudiera ser arrancada la reja de
su marco.
Observó también el doctor que la piedra circular que, situada en un patio,
cerraba la boca de la atarjea, estaba horadada por el centro, y que por el
agujero pasaba un hierro retorcido en forma de anilla a ambos lados, superior e
inferior, al efecto de pasar por dicha anilla una barra de hierro para levantar
dicha piedra y destapar y tapar la boca de acceso a la atarjea.
Terminadas las obras, Gonzalo de Montes continuó en sus servicios de limpieza,
mientras Juan de León continuó en su cocina ejerciendo de pinche.
Mucho, sin duda, aguzan el ingenio los carceleros para asegurar las prisiones e
impedir la fuga de los infelices prisioneros, pero más se ingenian estos en
excogitar medios para recobrar la libertad perdida.
El doctor Gonzalo de Montes, ya lo hemos indicado, vió en la atarjea el camino
para alcanzar la libertad, y se dedicó a estudiar el medio de recorrer ese
camino. Desde luego, comprendió que él solo no podría llevar a cabo la empresa,
y no teniendo otro compañero de prisión más inmediato, se fijó en Fray Juan.
Éste pudo notar que, cada vez que se encontraba con él el doctor, éste le miraba
fijamente, y después dirigía su mirada al patio.
Cierta mañana, el doctor se cruzó con Fray Juan, le dirigió aquella expresiva
mirada, y pronunció muy quedo la frase «libertad». Notó el monje que Gonzalo se
dirigió al patio, le cruzó y tropezó con fuerza en la anilla de la piedra que
tapaba la boca de la atarjea, y como si hubiese recibido gran daño en un pie, se
sentó sobre la piedra haciendo extremos de dolor.
Acercóse Fray Juan al lesionado como para ayudarle, diciéndole:
–¿Os habéis hecho mucho mal?
–¡Válame, Fray Juan, que sí me hice! Por este camino tropezarse puede, pero en
la paciencia con que se recorra se logrará llegar a puerto de salvación libre.
Fray Juan comprendió en seguida lo que su compañero de prisión, y hermano en la
fe evangélica, quiso decirle en aquellas simbólicas palabras, y desde entonces
el buen monje miró hasta con cariño a la redonda losa.
A fuerza de paciencia lograron el ranchero y el pocero pasar una noche juntos en
el mismo calabozo, y aunque no estaban solos, cuando oyeron la respiración
calmosa, acompasada, y hasta los ronquidos que sus compañeros de prisión
lanzaban, se persuacieron de que todos, menos ellos dos, en la estancia eran
prisioneros de Morfeo.
Doctor y monje se acercaron y, en voz sumamente queda, comenzaron eldiálogo
siguiente:
–¿Me entendisteis el otro día?
–Sí os entendí, doctor.
–Por la atarjea es fácil la evasión.
–No tanto como creéis, doctor Gonzalo, porque aunque a fuerza de ingenio
logremos una barra de hierro, y dormir fuera del calabozo o con la puerta de
éste abierta; aunque logremos burlar la vigilancia de los calaboceros y
vigilantes, si la fuga, como parece, ha de intentarse de noche, ¿quién será
capaz de impedir el que los mastines que por la noche sueltan nos sientan,
ladren y hasta nos muerdan?
–Ya había yo pensado en los perros; pero también he ideado el medio de conjurar
ese inconveniente.
Debemos una aclaración. En todas las cárceles del Santo Oficio se criaban
enormes mastines que durante el día permanecían encerrados y fuera del contacto
de los presos, y por la noche se los soltaba, y recorrían a su placer, por
patios y pasillos, despertando con sus ladridos, al menor rumor que sentían, al
personal de vigilancia. Además, aquellos corpulentos perrazos hubieran deshecho
a cualquier persona desconocida, y lo eran, para semejantes animales, todos los
presos en la Inquisición que hubieran encontrado en su ronda noctuna.
Volvamos a escuchar el diálogo de los reformadores:
–¿Decís que habéis hallado medio de conjurar el encuentro con los mastines?
–El encuentro con los alanos no lo podemos evitar; lo que evitaremos será que
ladren y nos atacaren, y para llevar a cabo mi plan, vos, Fray Juan, sois el
principal agente.
–Decid, doctor.
–Observado habéis que aquí se complacen en atormentarnos, obligándonos a
ejecutar aquello que más nos repugna.
–Es cierto.
–Pues de aquí en adelante habéis de mostrar la mayor repugnancia hacia el
desempeño de vuestro oficio de ranchero-fregatriz, y si de ello encontráis
ocasión, mostrad la mayor contrariedad a reunir en el cubo las sobras del rancho
que se destinan al mantenimiento de los perros. Como esto hagáis, tened por
cierto que antes de una semana vos sois el encargado de alimentar a esos
animalitos, cuya amistad os granjearéis…
–Entiendo, doctor, entiendo. Claro y evidente es que si amigo y conocido de los
perros me hago, estos no rechistarán si me encontrase con ellos durante su
vigilancia nocturna.
–Precisamente; pero no para en eso la cosa: no basta, Fray Juan, que los perros
os conozcan a vos, es necesario que me conozcan a mí.
–Eso ya es más difícil.
–No lo es tanto. En mi servicio de limpieza suelo tropezarme en los pasillos con
las heces que los animales depositan durante la noche, y ya hace días que cada
vez que esto me ocurre, finjo náuseas (sin grandes esfuerzos, porque
efectivamente las siento) y me quejo atrozmente de los perros y de quien los
mantiene. Tengo por cierto que no pasará mucho tiempo sin que yo tenga que
habitar con los chuchos; pues precisamente el sota-alcaide, oyéndome murmurar y
quejarme el otro día, me dijo: «Vaya, doctor, que vuesa reverencia no lleva con
paciencia las cargas que nuestro Señor le envía. Pues mire no sea que le
encierre yo en compañía de los mastines para que tenga más caridad con esos
pobres animales». Fingí gran espanto ante tal amenaza, y prometí la enmienda,
promesa que no cumplo, antes por el contrario, trino y hago como que me
desespero, contrastando mucho esta conducta mía en ojos de los carceleros, que
poco antes admiraban mi paciencia extremada y mi mansedumbre ante cualquier
contrariedad que tuviese.
–Os comprendo: así os harán vivir con los perros y os haréis conocido…de ellos.
–No conocido, sino amigo de esos animales me haré. Empecemos nuestros trabajos
preliminares de evasión por hacernos familiares a los chuchos, que lo demás
vendrá por añadidura, Dios ayudándonos.
Ambos cristianos, puestos así de acuerdo, se entregaron al reposo o a sus
meditaciones.
Como Gonzalo de Montes supuso, así sucedió. Pocos días después de aquel diálogo
nocturno, el doctor era el encargado de entraillar los perros por la mañana, y
de soltarlos por la noche, mientras a Fray Juan le habían encargado servir la
comida a los cancerberos inquisitoriales.
Al cabo de algún tiempo, el doctor Gonzalo pudo adquirir, de entre la
herramienta de albañilería, una pequeña barra y un trozo de cuerda.
Cierta noche lograron ambos cristianos quedarse a dormir en la cocina, desde
cuyo departamento salieron al patio, donde se encontraron al
cancerbero-guardián, quien, en vez de ladrar y de acometer, acudió con muestras
de regocijo perruno a los dos presuntos fugitivos, que acariciaron al perro y
consiguieron hacerle echar en el suelo. Inmediatamente levantaron la baldosa que
tapaba la boca de la atarjea, pasaron la cuerda por el ojo inferior de la
anilla, recogieron la barra de hierro, descendieron a la atarjea, tiraron de la
cuerda, consiguiendo arrastrar la piedra y encajarla en el hueco de la boca,
borrando de ese modo todo vestigio de evasión. Siguieron por la atarjea,
llegaron a la reja, la forzaron con el auxilio de la barra, y se arrojaron al
río, poniendo en Dios toda su confianza.
¿Qué más diremos? No sabemos a costa de cuántos trabajos lograron los fugitivos
ganar la frontera, y se vieron fuera de su patria.
Gonzalo de Montes se salvó refugiándose en los Estados protestantes; Fray Juan
volvió a caer en manos de sus perseguidores, y ya veremos lo que con él
hicieron.
Cuando al siguiente día los empleados de la cárcel de Triana echaron de menos a
los dos presos, apenas si podían creer que se hubieran evadido. Cuantas
pesquisas se hicieron para averiguar los medios que emplearan para fugarse
fueron inútiles, hasta que andando el tiempo, la reja rota y la cuerda atada a
la argolla de la piedra que tapaba la atarjea denunciaron la vía de libertad
aprovechada por los dos libertos.
Cuando los demás reclusos, por causa de la fe, supieron la evasión de sus
hermanos, Gonzalo y Fray Juan, se alegraron de todo corazón, y Julián entonó con
más bríos que nunca su consabido estribillo:
«Vencidos van los frailes, vencidos van;
corridos van los lobos, corridos van.»
X
Doña Juana de Bohorques, o cristiana y judía
Vamos a terminar esta relación, por
lo que respecta a los píos mártires sevillanos, hasta que los volvamos a
encontrar en los días del triunfo final, refiriendo lo ocurrido con doña Juana
de Bohorques y una joven judía, presa por seguir la religión en que la educaran
sus padres.
Doña Juana de Bohorques tenía una hermana de veintiún años, instruída en tan
alto grado, que podía leer la Biblia en latín tan correctamente como el mejor
profesor, y eso que por aquella época los había excelentes. Pues si leía y
traducía tan correctamente las Escrituras, las comentaba mejor, de tal modo, que
el sapientísimo Ejidio solía decir, que cada vez que escuchaba una disertación
de boca de esta doncella, salía más edificado e instruído que escuchando a los
mejores teólogos de la época.
Dama tan entendida y piadosa, no pudo menos de aceptar las ideas evangélicas que
la Reforma encierra; y no solamente las aceptó, sino que procuró inculcarlas en
otros. Presa en las cárceles del Santo Oficio, y puesta a declaración, dijo
franca y varonilmente:
«-Yo no soy luterana, pero creo en las doctrinas de Lutero, que enseñan la vida
eterna a los creyentes, y vosotros deberíais abrazar, en vez de castigarme por
mi fe en el Señor»75
Llenos de ira los inquisidores, determinaron abatir la firmeza de esta santa
doncella, poniéndola a cuestión de tormento, para que declarase las personas a
quienes hubiera comunicado sus doctrinas; pero todo lo que pudieron arrancar a
la tierna joven en el paroxismo y congoja del dolor, fue que había «comunicado
sus sentimientos con su hermana mayor doña Juana, sin que ésta hubiera combatido
sus ideas religiosas».
Ya tenían los señores en lista, como sospechosa, a doña Juana, y la imprudente
declaración de doña María, su hermana, dió ocasión a que los inquisidores
procediesen contra aquella.
Doña Juana de Bohorques, dama distinguida entre la buena sociedad sevillana,
estaba casada con el Barón de la Higuera. Cuando la prendieron se hallaba en
cinta de seis a ocho meses, por lo cual los inquisidores, ni la molestaron gran
cosa, ni la recluyeron a un calabozo, sino que la confundieron con las presas de
poca importancia.
Y al leer esto, acaso el lector cristiano exclamará:
«¡Loado sea Dios, porque vemos un rasgo humanitario en estos lobos carniceros!»
Pues, querido lector, no entones alabanzas hasta el fin, leyendo el cual, verás
que los lobos carniceros han sido, y son, humildes perrillos falderos en
comparación con los inquisidores.
Llegó el tiempo del alumbramiento, y doña Juana dió a luz un niño, siendo
cariñosa y solícitamente asistida en aquella ocasión por una joven presa,
acusada de judaísmo.
A los pocos días de haber dado a luz, arrebataron el niño a doña Juana, y como
no quisiese declarar los nombres de sus hermanos en Cristo, ni tampoco
retractarse de sus ideas religiosas, ante la promesa de que su hijo le sería
devuelto, tomaron a la convaleciente parturienta y la echaron en un calabozo,
donde se encontró… ¡Providencia de Dios!… con la joven judía que la asistiera a
ella en el parto.76
Pero la joven lanzaba ayes desgarradores, tendida sobre un mal jergón de paja.
-¡Cuitada de mí, y qué es lo que veo! - exclamó doña Juana, y prosiguió -: Mi
querida niña, ¿qué os sucede?
La judía reconoció a doña Juana, y contestó:
-Que me han puesto en tormento para que declare no sé qué cosas, y tengo
descoyuntados los tobillos.
Doña Juana olvidó sus propios sufrimientos morales y materiales, ante la
desgracia de su compañera de prisión, y exclamó:
-¡Pobre niña! ¡Ni vuestra juventud, ni vuestra belleza angelical han podido
templar la saña de vuestros jueces! ¡Dios mío! ¡Y qué hacer aquí sin recursos!
Veamos: permitidme reconocer vuestras lesiones.
Doña Juana reconoció a la paciente y observó que ya le habían procurado una
mediana cura. Con todo, hizo pedazos su propio paño de manos, y acudiendo al
cántaro que contenía el agua, comenzó a aplicar compresas en las lesiones.
La enferma experimentó algún alivio, y a la hora de pasar requisa, doña Juana
suplicó tanto y tanto al jefe de la ronda, que pudo conseguir la enviasen un
frasco conteniendo un líquido para procurar remedio o alivio a los dolores que
sufría la joven.
Al siguiente día, más sosegadas ambas presas, y un tanto aliviada la doncella,
se entabló entre ambas el siguiente diálogo:
DOÑA JUANA. -¡Pobre niña! Yo creía que ya estabais en libertad. ¿Os siguen
acusando de judaísmo? ¿No queréis aceptar a Cristo como vuestro Salvador?
JOVEN. -Señora: mi madre era, y creo que mi padre es, fiel observador de la ley
de Moisés, en la cual me han educado, aunque para evitar la persecución
aparentábamos todos observar la religión romana. Confieso francamente que el
Cristianismo me era simpático; pero hoy lo detesto. Mi madre ha muerto, y por si
al expirar volvió la cara a la pared o dejó de volverla, nos han aprisionado a
mi padre y a mí. Los señores del tribunal me han querido obligar a que declare
contra mi padre, sobre ciertos actos de religión por nosotros practicados
conforme a la Ley. Yo me he negado a declarar contra mi padre, y ved cómo me han
tratado. Me han hecho desnudar, y… señora, cuando no me ha matado el rubor, creo
que no hay ya nada capaz de acabar con mi mísera existencia. Doña Juana: «si los
que así se han portado conmigo son ministros de la religión cristiana… ¡reniego
de ellos y del Cristianismo!»77
DOÑA JUANA. -¡Pobrecita! Tenéis razón para lamentaros; pero no la tenéis para
atribuir al sistema de la religión cristiana defectos de que no adolece. Esos
hombres que así se han conducido con vos, ni son cristianos, ni mucho menos
ministros de Jesucristo. Esos hombres son «lobos rapaces» que procuran destruir
el rebaño. Aun suponiendo que vos y vuestros padres anduvieseis equivocados en
materia de fe, «Dios no quiere la muerte del impío, sino que se convierta y
viva»; así, pues, en lugar de perseguiros los ministros de esa religión, si
verdaderamente lo fueran de Cristo, os hubieran tratado con caridad y os habrían
doctrinado pacientemente. Cristo a nadie rechaza. Él mismo ha dicho que no «ha
venido a llamar justos, sino pecadores a arrepentimiento», y añade: «Al que a Mí
viene, no le echo fuera».
JOVEN. -Pero, señora, si la religión cristiana profesa y enseña una tan grande
caridad, ¿cómo es que sus ministros obran de manera tan opuesta?
DOÑA JUANA. -Ya os dije antes que esos hombres no son ministros, ni menos
conocen la cristiana religión. Creedme: la religión del Cristo es una religión
de amor, porque «Dios es amor», y «el que no ama no conoce a Dios»
JOVEN. -Pero, señora, ¿por qué estáis presa vos?
DOÑA JUANA. -¿Yo? ¡Por ser verdaderamente cristiana!
JOVEN. -¡Cosa en verdad extraña es que a mí me prendan por seguir la Ley y los
Profetas, y a vos os prendan por ser cristiana! No comprendo contraste tal;
porque, decidme, señora, ¿acaso no son ellos cristianos?
DOÑA JUANA. -Ya os dije que estos hombres han echado tantas cosas sobre la
religión e Iglesia de Cristo, que de la primera sólo le queda el nombre, y de la
segunda una institución pervertida y prostituída. ¡Pobre joven! ¡Si supieseis lo
que yo sufro por causa de mi fe en Cristo…! ¡Vuestros dolores, vuestros
sufrimientos, no pueden a los míos compararse!
JOVEN. -¿Qué decís? Yo poco ha vivía feliz, al lado de un padre que me amaba y
rodeaba de cuantos encantos podían hacerme agradable la vida. Yo era libre como
el águila que vuela sobre las altas cimas del Sinaí; contenta y pura como las
vírgenes de Judá; rica como una reina, y hoy…, hoy ya lo veis, señora…, hoy
estoy privada de la vista amorosa de mi padre; presa en este horrible calabozo;
mi cuerpo virgen expuesto en toda su desnudez a las lúbricas miradas de aquellos
sátiros vestidos de loba y bonete, y de sus horribles sayones, cuyas callosas
manos ensuciaron con su contacto mis carnes…; ahora, en fin, herida de cuerpo,
en vez de los perfumes de Arabia, quemados en ricos pebeteros, con que mi buen
padre hacía embalsamar mis gabinetes, cuando me recostaba en mullidos divanes de
seda, rellenos de limpia pluma, respiro la nauseabunda atmósfera de este
calabozo, y mi cuerpo, enfermo, se revuelve sobre la grosera tela de este
fementido jergón, relleno de húmeda y escasa paja… Señora, ¿podéis haber perdido
más que yo?
DOÑA JUANA. -¡Pobre niña! Ni por vuestra edad, ni por vuestra inocencia, sois
capaz de comprender lo que yo he perdido por mi fe en Cristo, aunque habiendo
ganado a mi Salvador, todo lo demás téngolo por trapos de inmundicia. Escuchad:
como vos, yo vivía libre, rica y respetada. Si vos tenéis un padre amante, yo
tengo un esposo amoroso, modelo de hidalguía, y noble como el que más; añadid
sobre todo esto una felicidad suprema, inefable, santa…, tan santa, que la misma
Virgen María la ha disfrutado sin rubor… ¿Comprendéis? No, no podéis comprender
el grado de felicidad que una mujer honesta experimenta cuando siente latir en
su seno la vida de un nuevo ser, a quien, después de Dios, adora. De repente, me
vi despojada de mi casa; encerrada, como ves; nada supe ni sé acerca de mi
amante ni de mis parientes. Con todo, yo me consolaba y fortalecía, echando toda
solicitud en Dios, y me decía: «Las horas de mi prisión serán menos amargas
cuando dé a luz el fruto de mis entrañas. Nacerá en una prisión, pero yo le
cuidaré, le tendré continuamente en mi regazo y jamás se apartará de mí». Esta
esperanza me mantenía; hasta hacía menos desagradable mi prisión. Llegó el
momento; vos lo sabéis, pobre niña; vos me recibisteis en vuestra halda el fruto
de mi ser; vos me asististeis a mí y a mi hijo…
JOVEN. -Efectivamente… perdonad, señora; olvidé preguntaros por aquel hermoso
niño; ¿qué es de él?
Doña Juana tomó una expresión que asustó a la joven hebrea, a quien, con
reconcentrado acento de desesperación, contestó:
DOÑA JUANA. -¿Que qué ha sido de mi hijo?… ¿Lo sé yo acaso? ¡Me lo han
arrebatado…, me lo han robado esos malditos inquisidores!…
JOVEN. -¡Ah!…
DOÑA JUANA. -Y para que alcancéis la satánica maldad de esos perversos, sabed
que dos días después de robarme al hijo de mis entrañas, me condujeron a la
audiencia, me ofrecieron devolverme mi hijo si declaraba los nombres de mis
hermanos en la fe. Confieso que estuve indecisa, pero Dios me dió fortaleza, y
me negué a declarar. Entonces… escuché en la pieza inmediata el llanto
desgarrador de una tierna criatura: mi corazón latió con violencia en mi pecho…
-«Mi hijo» - exclamé.
-Sí, es vuestro hijo, que pide a su madre obediencia al Santo Tribunal - me
contestó el juez.
-¿Le atormentan? -pregunté.
-No sé - volvió a responder el infame -; suceder; lo que aseguraros puedo con
certeza es que ese niño no dejará de llorar hasta que su madre declare.
-Al oír esto, creí volverme loca. «Infames - grité -, pues si ese hijo de mis
entrañas no ha de callar hasta que su infeliz madre declare, que mi hijo vaya a
los cielos a sentarse al lado de aquellos inocentes mandados degollar por el
sanguinario Herodes, en los campos de Bethlehem.» Dicho esto, perdí el
conocimiento y nada desde entonces he vuelto a saber de mi hijo.
JOVEN. -¿Y todavía sois cristiana?
DOÑA JUANA. -Sí, por la misericordia de Dios. Si Su Divina Majestad ha permitido
que tan grandes pruebas vengan sobre mí, es indudable que es porque así me
conviene, pues como está escrito: «Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados
más de lo que podéis llevar; antes dará también juntamente con la tentación la
salida, para que podáis aguantar». (1 Co 10:13)
El mismo apóstol, cuya experiencia propia en pérdidas, persecuciones y
padecimientos dictó esa sentencia, atribuye justamente su firmeza en la
confesión de la fe cristiana a una potencia que viene de lo alto, y así dice:
«¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿Tribulación?, ¿o angustia?, ¿o
persecución?, ¿o hambre?, ¿o desnudez?, ¿o peligro?, ¿o cuchillo?» «…estoy
cierto que ni la muerte ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades,
ni lo presente ni lo porvenir, ni lo alto ni lo bajo, ni ninguna criatura nos
podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro.» (Ro
8:35, 38, 40)
JOVEN. -Yo sé, señora, que el Cristo ha de venir, y que vendrá con grande gloria
y poder. Cuando esto acontezca, Él nos guiará a toda verdad. Será restituído el
reino a Israel. El templo se reedificará, se restituirá el sacrificio, y el
linaje de Abraham, nuestro padre, se enseñoreará sobre todas las tribus de la
tierra.
DOÑA JUANA. -Quimeras, querida niña, quimeras. Que el Mesías ha de venir en
gloria y majestad, es indudable. Pero cuando esto acontezca, como habéis dicho,
el Mesías no vendrá para hacer distinción de linaje, pueblo o nación, sino para
recoger y agrupar a los suyos como un rebaño, del cual Él será su único Pastor.
JOVEN. -No me extraña que de ese modo habléis. Vosotros, los cristianos, no
leéis las Escrituras y desconocéis las profecías. De otro modo, no creeríais que
el Mesías ha venido ya al mundo. Ciertamente Jesús, el hijo del carpintero, fue
un hombre notable, que quiso hacerse pasar por el Cristo, pero fue preso y murió
en una cruz, aunque su secta existe hasta el día de hoy. Toda la Escritura nos
habla de la restauración del pueblo judío, cuando el Mesías venga; y el que
vosotros, los cristianos, tenéis por tal, en vez de tener grandezas, fue pobre;
su solio, según vosotros mismos confesáis, fue una cruz, y por corona tuvo una
de espinas. ¿Quién tendrá poder para crucificar ni para coronar con corona de
espinas al verdadero Mesías?
DOÑA JUANA. -Nadie podrá nada contra el Mesías cuando venga en gloria y
majestad; pero todo lo pudieron contra el Hijo del Hombre en su primera venida,
que, en su humildad, se prestó a dar su vida en rescate de los pecadores.
Paciencia habed, y escuchadme atenta, que aun en nuestra plática hallaremos, vos
lenitivo para vuestros dolores, y ambas esparcimiento de ánimo en nuestra triste
situación.
Después de una corta pausa, continuó Doña Juana:
-Voy a procurar demostraros con la Sagrada Escritura que el Jesús a quien los
cristianos adoramos, recibiéndole como Redentor, es el Mesías prometido en las
mismas Escrituras, y ya venido para nuestra redención. El Cristo, ¡oh niña mía!,
ha debido aparecer en el mundo, primeramente, para ser humillado; en su segunda
aparición será glorificado de y por toda la tierra. Como sabréis bien, la muerte
entró en el mundo por el pecado de un hombre, Adam. Fulminada la terrible
sentencia, que condenaba a perdición eterna a nuestros primeros padres, vino la
consoladora promesa del Restaurador, quien, nacido de mujer, quebrantaría la
cabeza de la serpiente. Pasadas la generaciones, Dios asegura al patriarca
Abraham que en él, es decir, en su descendencia, serían benditas todas las
generaciones de la tierra. Jeremías, profeta declaró: «He aquí que vienen los
días, dice el Señor, y despertaré a David renuevo justo, y reinará Rey».
JOVEN. -Sí, sí; en eso vamos de acuerdo; lo que debéis demostrarme es que
vuestro Jesús de Nazaret es el Mesías de la Escritura.
DOÑA JUANA. -A ello voy. Tomemos el Evangelio según Mateo. Mateo era judío, y
como cosa que interesa a los judíos, en el comienzo de su Evangelio inserta una
genealogía que, partiendo desde Abraham, termina en Cristo, demostrando así que
el personaje cuya historia va a trazar el evangelista en su libro, es hijo de
Abraham y de David. Si la genealogía no hubiese sido exacta, no hubieran faltado
judíos doctos que la hubiesen refutado. ¿No lo ha hecho ninguno? Pues es porque
hacerlo no pudieron. ¿Y cómo habían de refutar el escrito del judío Mateo, si
hasta una parte de los hombres contemporáneos de Cristo le aceptaron como el
profetizado en las Escrituras? Balaam había predicho, y bien contra su voluntad,
el aparecimiento de la estrella de Jacob.
JOVEN. -Sí, ya sé que Balaam predijo: «Verélo, mas no ahora; lo miraré, mas no
de cerca: VINO ESTRELLA de Jacob…» (Nm 24:17). Pero Balaam, según oí decir a mi
padre, no fue un profeta, sino un adivino o hechicero.
DOÑA JUANA. -Sé que Balaam no fue profeta, pero habló, no por voluntad propia,
sino obligado por Dios. No ha sido sólo ese impío quien, sin quererlo, ha dado
testimonio a la verdad. Los demonios testificaron en alta voz, por medio de un
posesionado, de que Jesús era «Hijo del Dios Altísimo» (Mr 5:7); el mismo mal
espíritu testificó, por boca de una pobre joven de Filipos, que Pablo y sus
compañeros eran «siervos del Dios Alto» (Hch 16:16-17). El caso es que la
profecía se cumplió, pues los sabios, desde el Oriente vinieron hasta Judea
guiados por una estrella que apareció en los altos espacios cuando en Bethlehem
nació nuestra ESTRELLA DE LA MAÑANA. El mismo Herodes creyó que el Cristo había
nacido, cuando ordenó la muerte de los niños pequeñitos en la ciudad de David y
en sus términos.
JOVEN. -Dispensad, señora. Muchas veces oí a mi padre hablar de este asunto, y
decía que el rey Herodes no era judío, sino idumeo, y que ignoraba las
Escrituras…
DOÑA JUANA. -Concedido todo eso; pero observad que los sabios sacerdotes y los
escribas declararon terminantemente que si el Cristo había nacido, Bethlehem era
la ciudad del suceso, porque «así está escrito por el profeta Miqueas» (Mi 5:2);
es así que Jesús nació en Bethlehem y descendiente de David, pues en Él se
cumple la profecía y Él es Cristo. No lo dudéis, niña mía; fueron muchos los
judíos, y personajes muy notables entre ellos, que en el Jesús de Nazaret
reconocieron a Cristo el Mesías prometido. Lo que sucede es que la masa de la
nación judaica esperó y espera un Mesías según los propios pensamientos de
ellos; así no conocieron al Mesías humillado, acerca del cual ya Isaías cantó:
«No hay parecer en Él ni hermosura. Verlo hemos, mas sin atractivo para que lo
deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores,
experimentado en quebranto; y como que escondimos de Él el rostro, fue
menospreciado y no lo estimamos. Ciertamente llevó Él nuestras enfermedades y
sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimoa por azotado, por herido de Dios y
abatido. Mas Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados.
El castigo de nuestra paz fue sobre Él, y POR SU LLAGA FUIMOS NOSOTROS CURADOS.
Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino;
mas el Señor CARGÓ EN ÉL EL PECADO DE TODOS NOSOTROS. Angustiado Él y afligido,
no abrió su boca. Como cordero fue llevado al matadero y como oveja delante de
sus trasquiladores enmudeció y no abrió su boca…».
Y de esta manera la ínclita dama prosiguió recitando hasta el final el capítulo
cincuenta y tres del profeta Isaías. El resultado de éstas y otras sesiones que
ambas personas sostuvieron no tardaremos en verlo.
No muchos días después del en que tuvieran esta interesante conversación, doña
Juana fue llamada a la sala de Audiencia, y entre otros cargos, el juez la hacía
el siguiente:
-Consta al tribunal que habéis sido dogmatizante, es decir, propagadora de
vuestras perversas opiniones; así, pues, se os conmina a que declaréis los
nombres de aquellas personas a quienes más particularmente hayáis comunicado
vuestras doctrinas, indicando las que hayan convenido con vuestra falsa fe.
-Pero, ¡cuán necios sois! - respondió doña Juana -. En lo de a quién haya
comunicado las buenas nuevas del Evangelio, contad, si podéis, las personas con
quienes yo haya platicado desde que conocí esta ortodoxa, que no herética,
doctrina de la salvación por la fe en Jesús, y tendréis el número de aquellos a
quienes de esa misma fe hablé. ¿Quién aceptó?… Eso Dios solamente lo sabe.
-Doña Juana, dejaos de necedades vos, y declarad; pues de otro modo el tribunal
obrará con arreglo a derecho.
-Podéis obrar como gustéis, pero nunca lo haréis conforme a derecho, porque
incapaces sois de obrar con espíritu de justicia.
El secretario notificó entonces a la dama que iba a ser puesta a cuestión de
tormento. Incontinenti fue conducida a la cámara del suplicio, donde la
aplicaron el del burro. Según los historiadores, haría unos veinte días que la
señora de Bohorques diera a luz, y con tal rigor la trataron, que se le reventó
una entraña.78
Arrojando sangre por la boca y en grave estado, la mártir cristiana fue
restituída al calabozo, donde, excusado es decir, fue cuidada con solicitud
filial por la joven hebrea. Pero doña Juana falleció.
Quisieron los inquisidores difamar la memoria de la difunta, como lo
pretendieron cuando falleció el doctor Constantino, alegando que la presa se
había suicidado, y he aquí con lo que se toparon. La tierna doncella seguidora
de la ley de Moisés, que recogió el último suspiro de la dama sevillana,
declaró:
-Doña Juana murió en la paz de Dios. Yo deseo morir como ella, es decir, con la
misma paz. Por la misericordia de Dios soy cristiana, pero no cristiana a la
manera de vosotros, sino cristiana como doña Juana lo era. Si la señora de
Bohorques merecía prisión y martirios, presa estoy, volvedme a martirizar, pues
profeso la fe de doña Juana. Ella ha muerto, pero ha triunfado.
-Y tú también morirás - exclamó el inquisidor.
Efectivamente. A su tiempo encontraremos a esta joven, y en el día del triunfo,
en la hoguera.
XI
Cazalla-Herrezuelo.
Habiendo historiado algo de lo que
bregaban en sus prisiones, y contra sus adversarios los píos cristianos de
Andalucía, vengamos a presenciar la brega de algunos de los presos por Cristo en
Valladolid.
No aparecía el edificio de la Inquisición en Valladolid tan tétrico e imponente
como el Castillo de Triana; pero en el interior de las prisiones castellanas se
desarrollaban las mismas escenas de dolor e injusticia que en las prisiones de
Andalucía.
Es más. Del edificio inquisitorial, situado del otro lado del río Guadalquivir,
no queda el menor vestigio, pues sobre el terreno que lo sustentó álzase hoy
hermoso y cómodo mercado de abastos públicos. Por el contrario, el autor de esta
Leyenda ve casi todos los días gran parte del edificio que en el siglo XVI fue
cárcel de Cazalla, Herrezuelo, Fray Domingo de Rojas, Fray Luis de León y otros
ilustres, perseguidos no por impíos, sino por muy cristianos y celosos de la
honra de Cristo. Es evidente que en el trancurso de los años el edificio
inquisitorial vallisoletano ha sufrido tales reparaciones que le han cambiado
casi por completo; pero su puerta de entrada, su muro y una parte del ventanaje,
indican bien claro su antigüedad y su destino pasado.
Todavía, en época muy reciente, han podido leerse, en oscuras e interiores
estancias, que evidentemente sirvieron de calabozos, escritos en la cárcel, los
desahogos de algunos presos.
Helos aquí, por el orden y en la forma en que los publica el señor Sangrador en
su Historia de Valladolid:
Con fe, caridat y esperanza
y obrando bien por amor
la gloria de Dios se alcanza,
y esta es ver la alabanza
con que…………
AÑO DE 1534
……………………..
Los tres…………….
que está……………
mucho al…………..
con alegría…………
desdichado, desdichado,
aun en esto no he gozado
de catorce meses, tres;
y con hierros a los pies
más de SEIS meses he estado.
AÑO DE 1551
…………………………………
Deseo, mi Dios bendito,
y no me muero de enfermo
como ermitaño contrito,
hacer mi vida en ………………
para alegrías…………………….
llorando noches y días
como lo hizo Jeremías
en el monte de Sión.
------
En tu fe santa me fundo,
bendito y santo Jesú,
pues yo sé cierto que Tú
viniste a salvar al mundo.
Como observar puede el lector, ninguno de los tres o cuatro autores de esos
fragmentos poéticos sufrían prisión en los calabozos del Santo Oficio por
descreídos, pues las composiciones manifiestan en sus autores fe cristiana y
conocimiento de las Escrituras Santas.
La primera de las estancias copiadas, por la ortografía y por los giros del
lenguaje, nos induce a creer que pertenece a fines del siglo XV; las otras dos
están fechadas respectivamente en los años 1534 y 1551; es decir, algunos antes
de las grandes persecuciones religiosas que venimos historiando. Esto nos
confirma en la opinión de que el clero español antiguo no fue refractario a la
reforma, y siempre tuvo campeones que luchaban decididamente por la pureza del
dogma, por la limpieza de costumbres y por la independencia de su Iglesia.
De la corrupción en que siempre ha vivido la corte del Papa, y de la indignación
que la avaricia de aquella corte de simoníacos levantó en el pecho de algunos
clérigos españoles, desde tiempos muy antiguos, dan cabal noticia los siguientes
desahogos poéticos que lanzó allá por el siglo XIV Juan Ruiz, Arcipreste de
Hita, los cuales manifiestan la impresión que lo visto por él en Roma causó al
clérigo español:
«Si tuvieres dineros, habrás consolación,
placer e alegría, del Papa ración.
Comprarás paraíso, ganarás salvación,
do son muchos dineros es mucha bendición.
Yo VI en corte de Roma, do es la Santidat,
que todos al dinero fasen grand homilidat;
grand honra le fascian con grand solenidat,
todos a él se homillan, como a la Majestat».79
Otro vate del mismo siglo, aunque seglar, Pedro López de Ayala, en su Rimado de
Palacio, exclama:
«La nave de Sant Pedro está en grand perdición,
por los nuestros pecados et la nuestra ocasión.
Mas los nuestros Perlados no lo tienen en cura,
asaz han que fazer por la nuestra ventura;
cosechan los sus súbditos sin ninguna mesura,
e olvidan la consciencia e la Sancta Escriptura.»
¿Se puede escribir de un modo más valiente, y declarar con mayor desparpajo la
corrupción universal que predominaba en la Iglesia papística?
Con tales antecedentes no extrañará a nadie la pléyade de campeones de la
Reforma en el siglo XVI.
Penetremos en el edificio inquisitorial de la antigua calle de Pedro Barrueco.
Tan extensa fue la ramificación que de la obra evangélica en Castilla descubrió
la Inquisición al sorprender a los reformados en la casa del doctor Cazalla, que
el inquisidor general hubo de librar muchos y diversos exhortos, no sólo dentro
de la diócesis de Palencia, sino a las de Calahorra, Zamora, Salamanca y otras,
recomendando el prendimiento de eclesiásticos de mayor o menor dignidad y buen
número de seglares del estado noble y también del estado llano.
Así, en la cárcel vallisoletana tenían aposento, además del doctor Cazalla y su
familia, don Carlos de Sesa, sujeto de grande nobleza; Fray Domingo de Rojas,
hijo del marqués de Pozas; su hermano don Luis de Rojas; el licenciado N. de
Calahorra, alcalde mayor de Sacas del Obispado; el capitán y caballero
comendador de la Orden de Alcántara; don Pedro Sarmiento, vecino de Palencia; el
valiente don Cristóbal de Ocampo; damas nobles y de distinción no pocas; dos
beatas y ocho o nueva monjas procedentes de dos monasterios.
El 4 de Marzo, después de cinco meses de prisión, se hizo la publicación de
tachas, y en la sala de Audiencias, ante el inquisidor don Pedro de la Gasca y
su indispensable secretario don Francisco Vaca, se encuentra el doctor don
Agustín Cazalla. Vestía el doctor sus ropas clericales, y se hallaba sentado en
un banco, sin grillos en los pies ni esposas en las manos.
Escuchaba don Agustín con atención las deposiciones que, testigos jurados y
ratificados en forma, hacían en sentido no favorable a la fama religiosa del
doctor.
Terminada la lectura, el Obispo de Palencia e inquisidor mayor dijo a Cazalla:
–Oído habéis, don Agustín, lo que contra vos deponen personas de cuya veracidad
estamos bien informados. El tribunal desea haberse bien y benignamente con vuesa
reverencia, a quien también consta el gran cariño y la particular amistad con
que personalmente le distinguimos.
–Ya os he dicho, ilustre Prelado, y en todas mis declaraciones consta, que soy
víctima de algún o de algunos enemigos ocultos. Yo jamás he sido dogmatizante, y
mi único delito consiste en haber tenido cierta benevolencia para algunas
personas.
–Pero – interrumpió Gasca –, ¿las juntas luteranas que en vuestra casa
presidíais…?
–No había tales luteranas, ilustrísimo señor. Lo que en mi casa se hacía era
simplemente pasar un rato de tertulia, en el que se departía sobre asuntos
diversos. Y, naturalmente, siendo las que se juntaban personas de reconocida
piedad, y perteneciendo algunos de nosotros al estado eclesiástico, en ocasiones
teníamos pláticas religiosas y ratos de oración. Yo no he sido, ni soy, ni, Dios
ayudándome, seré luterano; al contrario, bien consta a usía ilustrísima, lo
mismo que a su señoría don Francisco, cuánto combatí esa secta en Inglaterra y
también en Alemania, cuando acompañé como predicador imperial al augusto
emperador, mi señor.
–Sí; y tanto más nos extraña que haya caído en esa perversa herejía un sacerdote
de vuestros talentos y valer. Tuvimos presentes, don Agustín, todos vuestros
méritos en la formación de este proceso; porque, si bien estamos persuadidos de
vuestra culpa, no se nos oculta que el diablo os ha tomado, a pesar vuestro,
envidioso de tan buen campeón como en vuesa reverencia ha tenido la Santa
Iglesia romana. Así, pues, y puesto que no podéis, con verdad, rebatir los
cargos que contra vos resultan, confesad de una vez y declarad lo que este
tribunal necesita inquirir de vos. ¿No es cierto que esta santa Inquisición
sorprendió en vuestra morada una junta luterana, la cual presidíais vos mismo?
–No, ilustrísimo señor; ni en mi casa se ha celebrado junta alguna luterana ni,
por consiguiente, he podido yo presidir tal junta. En la noche en que el Santo
Tribunal se posesionó de mi casa, como ya tengo declarado, estábamos en
tertulia, y yo leía y comentaba un pasaje de la Biblia. En esto no hay mal
alguno, porque, como usía ilustrísima sabe, soy Doctor en Sagrada Teología, y
autoridad tengo por la Iglesia para comentar la Sagrada Escritura.
–Bueno, pasaremos por lo que decís, para luego volver sobre ello. Decidme,
doctor, ¿se acostumbraba en vuestra casa a recibir en esas tertulias de personas
nobles y de distinción a menestrales y hasta a los criados?
–Señor, los criados fueron admitidos con la intención de que fuesen edificados.
–¿Y el artífice platero?
–El artífice platero había sido llamado por mis hermanas para asuntos
relacionados con su arte. Gracias a Dios, poseemos alguna vajilla y alhajas.
–Bueno, ¿y maese el zapatero? Éste, sin duda, fue llamado para arreglar zapatos
o chapines. Basta de contemplaciones, doctor. ¿Negáis todos los extremos?
–Sí, niego – murmuró débilmente Cazalla.
Hubo un tiempo de silencio, durante el cual el Obispo don Pedro y su adlátere
Vaca miraron fijamente al doctor, mientras éste lloraba silenciosamente.
Aprovecharemos este compás de espera para decir algo por nuestra cuenta respecto
del doctor.
Que el doctor Cazalla fue dogmatizante, es decir, predicador propagandista de la
Reforma, es indudable. Si el sabio Cazalla hubiera mantenido que no era
predicante de la secta de Lutero, ni siquiera luterano, estuviera en lo cierto.
Todo reformado (protestante de los abusos papísticos) debe ser cristiano,
discípulo de Cristo; no debe ser de Pablo, ni de Apolos, ni de Cefas, aunque
acepte toda doctrina conforme con la Sagrada Escritura, venga de Pablo, o de
Apolos, o de Pedro, de Lutero o de Calvino, o de cualquier otro hombre
cristiano.
En el doctor Cazalla se verificó un fenómeno psicológico, que, congestionando su
cerebro, destruyó toda energía en sus potencias instintivas y de ahí que, no
diciendo la verdad sino en parte, él creía decirla toda.
Tras los momentos de silencio que hemos aprovechado, el Obispo-inquisidor dijo:
–Mucho lo siento, pero vuesa reverencia da lugar a ello. Ahora mismo quedaréis
confundido.
Al decir esto, don Pedro agitó una campanilla y ordenó al servidor que se
presentó en la puerta del salón:
–Traednos el preso que sabéis.
Pero la escena que vamos a presenciar merece capítulo aparte.
XII
Prosigue la audiencia. –Un careo
El preso pedido por el Obispo de
Palencia, no era otro que el simpático bachiller y abogado de Toro, don Antonio
Herrezuelo.
Este campeón de la Reforma había sufrido valientemente, y por dos veces,
tormento, sin que los inquisidores hubiesen podido arrancar una sola palabra
comprometedora para sus hermanos en la fe.
Pero lo que no pudo el suplicio, lo lograron las artes inquisitoriales.
En una sesión de tachas, o sea publicación de testigos, celebrada con
Herrezuelo, el relator leyó (o aparentó leer) cómo el doctor Cazalla en una de
sus declaraciones había depuesto:
«Que entre los más fieles y ardientes individuos de la Reforma, tenía por el más
decidido adepto al bachiller don Antonio Herrezuelo, por lo cual (el doctor) se
vanagloriaba en considerar al dicho bachiller por el mejor y más aprovechado
entre sus discípulos.»
–¡Oh, amado pastor! – exclamó el incauto Herrezuelo al escuchar tal deposición
–. Sí…, sí… y mil veces sí. No puedo desmentir lo que asegura el insigne doctor.
Soy su discípulo, amo el Evangelio de Cristo, que Cazalla me ha anunciado, y
detesto con toda mi alma los errores de la Iglesia papista, que el doctor
detesta.
Esto tenido en cuenta, contemplemos a Herrezuelo, quien, demacrado el semblante,
ajadas las ropas y maniatado con férreas esposas, preséntase en la sala con
sereno aspecto y manifiéstase en su semblante expresión de alegría al ver al
doctor Cazalla sentado en el banco.
Herrezuelo, observando el estado de abatimiento en que parecía sumido Cazalla,
exclamó, sin que nadie le dirigiese la palabra:
–¡Aquí me tenéis, pastor insigne! ¿Por qué estáis apocado? ¿Por qué las lágrimas
humedecen vuestro venerable rostro? ¡Ánimo! ¡Loado sea Dios, que nos permite que
en una misma hora y juntos demos testimonio de nuestra fe en Cristo, nuestro
único y suficiente Salvador!
–¡Silencio! – gritó el inquisidor.
Y después de juramentar en forma al bachiller Herrezuelo, le preguntó:
–Don Antonio Herrezuelo, ¿reconocéis en la persona sentada en ese banco al
doctor don Agustín Cazalla?
–¡Sí, conozco – exclamó el abogado toresano –; sí conozco; ese que en ese banco
aparece es el insigne, el muy bendito doctor Cazalla, pastor de la Iglesia
Reformada de Valladolid.
–¡Me habéis perdido! – exclamó entre sollozos don Agustín Cazalla, añadiendo –:
Volved en vuestro acuerdo, don Antonio, porque yo… no… – y el doctor Cazalla
rompió a llorar a gritos, dando rienda suelta a su dolor, tanto tiempo
comprimido.
Imposible sería describir la sorpresa que se pintó en el semblante del ilustre
Herrezuelo.
–¡Se retracta! ¡Niega la fe de Cristo! – murmuró.
Después, como movido por un resorte, Herrezuelo avanzó unos pasos hasta
colocarse delante del doctor, quedando vuelto de espaldas al tribunal. Don
Antonio se inclinó hasta poder divisar la faz del doctor, quien la ocultaba
entre sus manos, y el bachiller, enderezándose y volviéndose hacia el tribunal,
dijo con segura frase:
–Ilustrísimo señor don Pedro de la Gasca: me preguntó poco ha vuesa señoría
ilustrísima si la persona sentada en ese banco era, en concepto mío, el doctor
don Agustín Cazalla. Dije y repito que tal persona es; pero padecí una
equivocación que me precisa aclarar. Dije que él era el pastor de la Iglesia
Reformada de Valladolid, y en eso me equivoqué. No, jamás será pastor de una
Iglesia de Cristo quien a Cristo niega.
Luego, volviéndose al doctor, con tono despreciativo, le dijo:
–Don Agustín Cazalla, no os conozco. ¡Ay de los que ponen su mano sobre el arado
y después vuelven el rostro!
Inútil fue ya la continuación de la diligencia; don Antonio Herrezuelo no
pronunció otra palabra, y, cuando por orden del Inquisidor Mayor, fue el
bachiller sacado del salón, lanzó una mirada de conmiseración sobre el abatido
Cazalla.
Después de quedar solos en el salón Cazalla y el tribunal, el Inquisidor Mayor
dijo al doctor:
–Doctor, ya lo veis; y ahora, ¿qué deponéis? ¿No declararéis vuestras herejías,
vuestros discípulos y vuestra cualidad de jefe de una secta herética?
Imposible fue al Obispo de Palencia e Inquisidor Mayor arrancar al doctor una
declaración como deseaban, por lo cual fue sentenciado a sufrir la prueba del
brasero.
Cuando don Agustín se vió en la cámara del tormento, y ante el encendido brasero
le ordenaron se descalzase y se sentase en el cepo, comenzó a temblar de terror,
y con entrecortadas frases confesó que había caído en la herejía; que con él
habían caído varios individuos de su familia; que reconocía sus errores; que
eran muchas las personas que deseaban la reforma eclesiástica. Dió nombres,
reconoció muchos de sus escritos, y… a pesar de todo… ¡NEGÓ que fuese
dogmatizante! ¿Puede darse mayor aberración mental?
Ya volveremos a encontrar al célebre doctor.
Salió ileso su cuerpo de la cámara del tormento, pero con seguridad su alma
salió atormentada por los gritos de la conciencia. El doctor, desde aquel
momento, acaso perdió la clarividencia de su razón, y no salvó su vida, como
tendremos ocasión de ver.
XIII
Don Francisco de Vivero
Acaso a nuestros lectores haya
contristado la cobardía y apocamiento de ánimo manifestados por el doctor
Cazalla. Cronista imparcial, ni debo exagerar el valor de los que se mantuvieron
fieles, confesando su fe cristiana con valentía, ni quiero anatematizar a los
infieles que decayeron de ánimo para dar un fiel testimonio hasta el fin.
La Iglesia romana no obtuvo triunfo alguno en aquella contienda, y así lo
confiesa uno de sus corifeos, testigo ocular de los autos vallisoletanos,
cuando, al dar cuenta de los que a última hora dieron señales de
arrepentimiento, declara que «éstos lo hicieron más por el temor de ser quemados
vivos que porque renunciasen a sus errores».
Así, pues, no debemos juzgar a aquellos antepasados nuestros, quienes,
disfrutando de una posición social importante, decayeron de ánimo al verse
martirizados, indefensos y encerrados en inmundos calabozos, de los que salieron
para sufrir deshonra, degradación y una muerte horrible.
Si el ánimo de Cazalla decayó, no faltaron valientes campeones que se
mantuvieron firmes hasta el fin, como tendremos ocasión de ver.
Penetremos ahora en el calabozo donde yacían sepultados don Francisco de Vivero
y don Juan de Vivero, ambos hermanos del doctor, si bien el primero era
eclesiástico, mientras que el segundo era un caballero particular, vecino de
Pedrosa, lugar no lejos de Valladolid, y en el partido judicial de Tordesillas.
Con estos dos bregaba un fraile de la Orden de San Benito, que gozaba de fama
como catequista. En el momento en que presentamos a nuestros personajes, habla
don Juan de Vivero, quien dice al fraile:
–Yo soy pobre en argumentos. Siento instintivamente que la misa es invención de
hombres, sin que pueda rechazar esta idea, ni tampoco encuentro frases para
defender mi opinión.
–La misa no es, ni ha podido ser, invención humana, por cuanto Cristo mismo la
fundó, al sufrir su sacrificio cruento en la cruz – dijo el fraile.
–Pues yo sostengo lo contrario – exclamó don Francisco –, y si me queréis dejar
hablar, sin romper en gritos ni manoteos, como es vuestra costumbre, os
demostraré teológica e históricamente que la misa es invención humana.
–Eso quisiera yo ver probado por persona que tantas misas ha dicho, porque vuesa
reverencia, seor licenciado, clérigo es, y misa ha dicho.
–Sí. Dije misa mientras vi en ella lo que vos veis; pero me excusé de decirla
cuanto pude, cuando me convencí de su ineficacia.
Después de una breve pausa, don Francisco prosiguió:
–No habiendo dicho el Concilio reunido en Trento su última palabra acerca de la
misa, como definida dogmáticamente, yo, eclesiástico, y cualquier seglar, puede
juzgar de su eficacia o ineficacia, como juzgue oportuno, sin incurrir en
censuras eclesiásticas.81
–Perdonad, don Francisco – interrumpió el fraile –. El Santo Concilio ya ha
tratado la cuestión, y definido «que en la misa se ofrece a Dios un verdadero,
propio y propiciatorio sacrificio por los vivos y por los difuntos, y que en el
Santísimo Sacramento de la Eucaristía está verdadera, real y sustancialmente el
cuerpo y la sangre, juntamente con el alma y divinidad, de Nuestro Señor
Jesucristo, y que se verifica una conversión de toda la sustancia del pan, en el
cuerpo del Señor, y de toda la sustancia del vino, en su sangre, a cuya
conversión llama TRANSUSTANCIACIÓN la Iglesia católica. Esto lo ha definido ya,
como dije, el Santo Concilio; por consiguiente, la doctrina ni puede discutirsse,
ni dejar de ser recibida como católica.
–Que el Concilio lo ha definido tal y como vuesa paternidad lo ha declarado, ya
lo sé yo. Pero el Concilio no lo ha publicado, y además, el Concilio abierto
está, y por consiguiente, hasta que el Concilio declare su clausura y proclame
sus decisiones, no tienen éstas fuerza legal sobre los fieles.
–En eso tampoco concordamos. Yo entiendo que en el momento en que el Concilio
acuerda o, mejor dicho, aprueba un canon, la cosa aprobada tiene fuerza legal en
toda la Iglesia.
–Bueno; no nos metamos en cuestiones de derecho, dejando la disputa principal.
Es así, que el Concilio, entendedlo bien, el Concilio actualmente reunido en
Trento, y no otra autoridad, ha definido la composición y eficacia de la misa,
luego ésta no es fundación apostólica, ni siquiera de los siglos I y II de la
Iglesia. Que no es de fundación apostólica se ve en que la misa se compone de
una porción de partes, en ninguna de las cuales tiene intervención Cristo ni sus
Apóstoles, ni las autoridades eclesiásticas del I o II siglo de la Iglesia. Como
vuesa paternidad sabe, o debe saber, Dámaso, obispo de Roma en el año 368
(todavía no se llamaba Papa ni cabeza visible de la Iglesia), ordenó el
confiteor; Gelasio, por el año 492, compuso los Himnos, Colectas, Responsorios,
Graduales, Prefacios, y también añadió el Vere dignum et justum est. Simaco,
hacia el año 512, decretó que los domingos y fiestas principales de los mártires
se cantase el Gloria in exclesis Deo. Pelagio, cerca del año 556, añadió la
Conmemoración de los difuntos. (Entendedlo bien: la Conmemoración. En tiempo de
este Papa, todavía no se consideraba la misa como sacrificio expiatorio
aplicable a los muertos.) Gregorio I, por el año 600, hizo las Antiphonas y el
Introito, ordenando que el Kyrie-eleison se cantase nueve veces, y lo mismo el
Aleluya. Además, este mismo Papa ordenó también que el Pater noster se cantasse
en alta voz, y sobre la Hostia consagrada; también añadió al canon: Diesque
nostros in tua pace disponas.
El fraile quiso hablar, pero don Francisco se lo impidió con un gesto, y,
continuando su discurso, prosiguió:
–Sergio, quien murió en 701, ordenó que el Agnus Dei se cantase tres veces antes
de la fracción del pan; Sixto I introdujo el Sanctus, Sanctus, Sanctus, Dominus,
Deus Sabaoth; León I inventó el Orate pro me fratres, el Deo gratias y añadió al
canon: Sanctum sacrificium, inmaculatam hostiam y el Hanc igitur oblationem.
–Vuestros argumentos no valen nada para mí – dijo el fraile –; nadie enseña que
Cristo o sus Apóstoles hayan instituído la misa tal como está. La parte
litúrgica que figura en la misa no es la esencia misma de la misa ni constituye
la misa. Ejemplo: un sacerdote se reviste de las vestiduras sacerdotales
apropiadas, se acerca al altar, recita cada una y todas las partes litúrgicas de
que se compone la misa, lee la epístola y el Evangelio, pone agua y hasta vino
en el cáliz, verifica el acto del lavatorio, fracciona el pan, pero no consagra;
en este caso, no ha habido misa, porque no ha podido haber sacrificio sin la
consagración. Es el sacrificio de Cristo lo que constituye la misa, pues si los
elementos no son consagrados no está Cristo presente, y sin la presencia de
Cristo no hay sacrificio; es decir, no hay misa. Ahora bien, las partes
litúrgicas pueden ser alteradas, añadidas o acortadas, por quien para ello tenga
autoridad en la Iglesia; pero no el sacrificio, que es inalterable.
–Pero, mi reverendo padre, al pueblo se le dice que la misa ha sido instituída
por Cristo, y yo he probado que la misa no es de institución divina, sino parto
laborioso de invenciones humanas. Ahora venimos al grandísimo punto de la
presencia real de Cristo, sin la cual, como vos decís (y ahora acertadamente),
no puede haber sacrificio. ¿De dónde saca vuesa paternidad la presencia real de
Cristo en la misa o en otra parte?
–Demasiado la sabéis vos. Tengo la presencia real de Cristo en el mismo
formulario con que el Señor instituyó el sacramento de la Eucaristía, diciendo
al partir el pan en el cenáculo: Accipite et manducate ex hoc omnes: HOC EST
ENIM CORPUS MEUM. Y después sobre el cáliz: Hic est enim Calix sanguinis mei
novi et œterni Testamenti.
–Bien, ¿y qué? – preguntó don Francisco.
–¿Pues no lo veis? Hoc est enim Corpus meum. Más claro ni la luz del día: este
pan que habéis de comer todos ES MI CUERPO; de donde se ve que Cristo dió su
carne a comer; como también dice su Majestad en otro lugar: «El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, porque mi carne es verdadera comida y
mi sangre verdadera bebida» (Juan 6:53-56). ¿Lo queréis más claro? Jesús se nos
da personalmente en el pan y en el cáliz de la comunión. En la hostia y en el
cáliz de la comunión. En la hostia y en el cáliz consagrados están el cuerpo, la
sangre, el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo.
–Concedido. Si ese sentido literal y grosero dais al símil establecido por
Cristo, cuando dijo que el pan era su cuerpo y el vino contenido era su sangre,
por el mismo orden de interpretación, todas las puertas benditas deben ser
Cristo, porque Cristo dijo: «Yo soy la puerta». Asimismo todos los caminos que
se bendicen son Cristo, porque Él dijo: «Yo soy el camino». Vuesa paternidad no
es el fraile que me habla, ni yo soy el clérigo Vivero que os escucha, ni éste
que nos acompaña es mi hermano Juan, sino que todos tres, e individualmente,
somos pámpanos de una vid, porque Cristo dijo: «Yo soy la vid y vosotros los
pámpanos». De donde, interpretando con vuesa merced debo creer que Cristo no es
ni más ni menos que una tosca y retorcida cepa; y yo, aunque otra cosa me digan
mi razón y mis sentidos, soy un retorcidito y verde pámpano, mecido por la
fresca brisa.
–¡Qué modo de exagerar! – exclamó el fraile.
–No hay exageración. A tales premisas, tales consecuencias. Si las palabras de
Cristo aludiendo al pan, «éste es mi cuerpo», significan que el pan no es tal
pan, sino el cuerpo carnal de Cristo, con todas las partes inherentes al cuerpo
humano, de que fue formada la humanidad de Cristo (como lo señala vuestra
doctrina), si debo creer, como la Iglesia quiere que crea, es, a saber, que en
la hostia entera o en cada una de sus partículas está un perfecto cuerpo humano
de Cristo, y esto por la fuerza de las palabras del Señor, asimismo debo creer
que Cristo se convierte en vid, en puerta o en camino, porque el Señor dijo de
Sí que era vid, puerta y camino. ¿No es mejor mi querido padre, dar una
interpretación espiritual y digna a las palabras de Cristo, así como creemos que
al decir Jesús: «Yo soy la vid, vosotros los pámpanos», quiso significar que el
cristiano debe estar unido a Cristo para llevar frutos de perfección, como el
pámpano está unido a la vid para llevar su propio fruto? ¿No es más razonable
que el creyente, al recibir el pan, crea que come el cuerpo de Cristo por fe y
espiritualmente? ¿No es más lógico que al beber el cáliz de bendición el
comulgante crea que bebe en fe y espiritualmente la sangre preciosa, derramada
por el Salvador para limpiar de todo pecado al que bebe en fe?
–Además – prosiguió don Francisco, tras una breve pausa –, por lo que respecta a
Cristo, actualmente no puede estar en otro lugar que en el cielo, sentado a la
diestra de Dios, y su sacrificio no puede renovarse. El grande apóstol Pablo
escribe a los cristianos de Roma: «Sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de
entre los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñoreará más de Él. Porque el
haber muerto, al pecado murió UNA vez; mas el vivir, a Dios vive»(Ro 6:9,10). El
apóstol San Pedro, quien la Iglesia romana quiere que sea el primer papa,
escribe: «Cristo padeció una vez por los pecados, el Justo por los injustos,
para llevarnos a Dios»(1P 3:18). Escuchad ahora lo que enseña el apóstol Pablo,
según se cree, escribiendo a los hebreos acerca del sacrificio hecho por Cristo:
«Y no para ofrecerse muchas veces a Sí mismo, como entra el pontífice en el
santuario cada año con sangre ajena; de otra manera fuera necesario que hubiera
padecido muchas veces desde el principio del mundo; mas ahora, UNA VEZ en la
consumación de los siglos para deshacimiento del pecado, se presentó por el
sacrificio de Sí mismo. Y de la manera que está establecido a los hombres que
mueran una vez, y después el juicio, así también Cristo fue ofrecido UNA VEZ
para agotar los pecados de muchos». Y en otro lugar: «Pero Éste (Cristo),
habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, para siempre está sentado
a la diestra de Dios, esperando lo que resta, hasta que sus enemigos sean
puestos por estrado de sus pies»(He 9:25-28; 10:12-18).
Aquí el infatigable reformador suspendió su discurso, pero como viese que el
fraile permanecía en silencio, continuó:
–A esa doctrina nuevamente inventada de la transustanciación la contradice la
Escritura, pues en ella jamás creyeron los Apóstoles, por cuanto sin
contradicción de ellos, uno escribió: «Si habéis, pues, resucitado con Cristo,
buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios»(Col
3:1). El apóstol San Pedro, inmediatamente después de haber sanado, en el nombre
de Jesucristo de Nazaret, al mendigo que pedía limosna en una de las puertas del
templo de Jerusalem, se dirige a los israelitas en un discurso para convencerles
de que ellos habían decretado la muerte del Autor de la vida, el cual, Jesús,
había resucitado de los muertos, y «el cual, de cierto, es menester que el cielo
tenga hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas»(Hch 3:21).
–Vaya, señor de Vivero, no hable más vuesa reverencia, que observo está muy
versado en las Sagradas Escrituras. No os digo otra cosa sino que... ante la
Inquisición... chitón.
Y el fraile salió del calabozo, murmurando para su capilla:
–Tienen razón, pero... no debemos comprometernos... Los herejes no son ellos,
sino nosotros... pero... manducemus et bibamus, cras enim moriemur.81
XIV
Las monjas del convento de Belén
La nota simpática entre todos los
perseguidos por la fe en Valladolid, la ofrecen las benditas monjas que en la
dicha persecución fueron comprendidas. Ya hemos hablado del convento de Belén.
Penetremos en la sala de Audiencia, donde el inquisidor don Francisco Vaca se
halla comprobando tachas a la monja profesa de dicho convento, doña Magdalena de
Reinoso.
El notario lee:
–«Varios testigos, ratificados en tiempo y forma, deponen que sor Magdalena de
Reinoso, mientras sus hermanas en religión entonaban alguna lauda, antífona o
motete, la acusada, simulando cantar la estrofa, exclamaba: Gritad, dad voces
altas a Baal; quebraos la cabeza y aguardad a que os remedie.
–¿Qué tenéis que decir a esta deposición? – preguntó el inquisidor.
–Que es verdad; así he cantado algunas veces en el coro – respondió con valentía
doña Magdalena.
–¿Y quién fue el hereje que os enseñó cantiga tan peregrina?
–¿El hereje? – repitió la monja, y añadió –: Pues el hereje ha sido el mismísimo
profeta Elías, quien, poco más o menos, con tales palabras se burlaba de los
sacerdotes de Baal, en el monte Carmelo, el día de la prueba del fuego del
cielo. Escuchad, señores, y juzgad...
–No, no más desbarréis, señora, que harto habéis demostrado ignorancia, sandez y
atrevimiento en las palabras que habéis pronunciado. Ahí veis lo que sucede
cuando leen la Escritura personas indoctas. Doña Magdalena, esas frases del
profeta fueron dirigidas a los sacerdotes de un dios falso, y ante su ídolo;
¿cómo podéis aplicar esas frases a vuestras hermanas en religión, que dirigen
sus himnos al Dios verdadero o a sus santos?
–Don Francisco, calificado me ha vuesa señoría de ignorante y atrevida y sandia,
y deseo manifestaros que ninguna de vuestras calificaciones es justa, por lo
menos en el grado que suponéis. Las monjas, mis hermanas, se postran, y ante los
maderos labrados ofrecen sus himnos.
–Pero esos que, con tanta irreverencia, llamáis maderos labrados, son
representaciones de santos, para excitar nuestra piedad. Las imágenes de la
Virgen y de los seres glorificados deben ser honradas, no por lo que son en sí,
ni por la materia de que estén construídas, sino por lo que representan.
–¿Y quiere decirme señoría, señor don Francisco, dónde se encuentran actualmente
la Virgen María, y esos otros seres cuyas imágenes son las que tenemos en los
retablos?
–Indudablemente, en el cielo.
–Pues cogite, digo yo. Es así que la bienaventurada Virgen María y los otros
seres glorificados están en los cielos, ergo no debe hacerse figura ni
representación de ellos, porque escrito está: «No harás imagen ni ninguna
semejanza de COSA QUE ESTÉ ARRIBA en el cielo...» «No te inclinarás a ellas ni
las honrarás...».
–Valiéraos más, sor Magdalena – dijo con desabrimiento el inquisidor –, ateneos
a la observancia de vuestra regla, en vez de meteros en lo que dilucidar no
podéis ni es propio de vuestro estado y sexo.
–Ni he quebrantado mi regla – contestó humildemente doña Magdalena – ni entiendo
la reprensión de vuesa señoría.
–¿Pues no estáis interpretando la Escritura, cosa impropia de mujeres? ¿Dónde
habéis vos visto ni oído jamás que la mujer se entrometa en asuntos
eclesiásticos?
–¿Que dónde he visto yo la influencia y la bendita labor de la mujer? ¡En la
iglesia cristiana, don Francisco! Toleradme y permitidme que me explique, que si
equivocada estoy, también dispuesta a reconocer mi yerro y a demandar perdón. La
anciana Ana penetró en el templo, cuando en él fue presentada la Majestad de
Cristo; y ella, viuda y de ochenta años, confesaba al Señor (a Jesús), y hablaba
de Él (es decir, predicaba que aquel Niño era el Mesías), a todos los que
esperaban la redención en Jerusalem (Lc 2:36-38). Las santas mujeres, y entre
ellas la bienaventurada Virgen María, no fueron desdeñadas del Apostolado, sino
admitidas a las reuniones de oración que tenían «en el aposento alto de
Jerusalem» (Hch 1:12-14). Felipe el Diácono «tenía cuatro hijas doncellas que
profetizaban» (Hch 21:8-9). El apóstol San Pablo, en su epístola a los Romanos,
recomienda a la iglesia en Roma que trate a Febe, diaconisa de la Iglesia que
está en Cencreas, y que sea recibida «en el Señor como es digno a los santos»;
que sea ayudada en cuanto «hubiere menester, porque ella ha ayudado a muchos» y
aun al mismo apóstol. Priscila, la esposa de Aquila, la coloca Pablo en su
salutación primero que al marido. ¿Y saben vuesas señorías quién era esta
Priscila? Pues nada menos, en unión de su marido, que maestra de Apolos, «varón
elocuente», conocedor profundo de las Sagradas Escrituras, y creyente de
Cristo...
–Doña Magdalena – dijo el inquisidor don Francisco de Vaca –, por respeto a
vuestro estado y sexo se os ha tolerado lo que a otros procesados no se toleró
jamás; dejando para más adelante el que adjuréis de esas perversas doctrinas,
interesa ahora a este santo tribunal, y especialmente a vos, nos declaréis quién
os inculcó tan desventurados errores y con quién habéis comunicado en ellos.
–Don Francisco – respondió la monja –, ni mis doctrinas son perversas, ni de
ellas adjuraré, Dios asistiéndome; y, por fin, nada puedo añadir a lo que
declarado tengo en las diversas audiencias en que he sido examinada.
Tras una pesada brega, doña Magdalena fue conducida a su calabozo.
Minutos después, otros inquisidores ocupaban la sala del tribunal, para ver y
fallar en definitiva la causa de doña María de Guevara, como ya sabemos, monja
en el mismo convento. Esta señora se delató a sí misma, diciendo al tribunal que
las frases: «Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio
de Nuestro Señor Jesucristo», le parecían muy buenas, aunque ella pudiera no
entenderlas.82
El proceso de esta monja fue muy voluminoso y ofreció fases muy diversas, a
causa de los muchos personajes de la nobleza y del clero que se interesaron por
doña María, figurando entre los amigos de ella el mismísimo don Fernando de
Valdés, inquisidor general.
Venció, empero, la tenacidad de los inquisidores vallisoletanos, quienes,
alegando que no era conforme a derecho usar con doña María de Guevara
procedimientos distintos de los llevados con otras monjas, mantuvieron que ésta
debía ser puesta a cuestión de tormento. Le sufrió, y por fin fue sentenciada a
morir en fuego, «por hereje, apóstata luterana, haberse hallado en muchas juntas
y ayuntamientos con otras personas donde se enseñaban los dichos errores, e ser
ficta e simulada confitente.»83
Ya veremos a estas benditas mártires en el auto.
XV
De cómo la Inquisición perdía los cuerpos y no ganaba las almas.
Señores, muévanse a misericordia,
por amor a Dios, y tengan compasión de esta mujer infeliz. He declarado cuanto
habéis querido. Confieso que he asistido a las juntas del doctor Cazalla, he
leído libros de esos que vuesas paternidades dicen ser luteranos; he caído en
cuantos errores queráis, y sufriré la pena que me impongáis...; pero no me
volváis a poner en el tormento. La primera vez que en él me pusisteis sufrí la
rotura de un brazo; hace ocho días me hicisteis asar los pies en el brasero...
que, ya lo veis, no puedo estar derecha, sino como animal indigno, ando a
gatas... ¡No, por Dios! ¡No me volváis a atormentar! ¡Matadme primero!...
Así se explicaba y suplicaba ante sus jueces, gimiendo amargamente, Juana
Sánchez, beata en Valladolid, y presa en las cárceles de la Inquisición por sus
opiniones luteranas, según la jerga inquisitorial; pero, según la verdad, sufría
persecución por su cristiana fe, conforme nosotros entendemos.
La beata Juana Sánchez, en los comienzos de su prisión, se declaró francamente
cristiana reformada, y confesó reuniones, libros y personas; pero en lo que se
mantuvo firme hasta sufrir el segundo tormento, fue en declarar que se mantenía
en su fe evangélica. En esta audiencia, como vemos, trastornada por el dolor,
prometió retractarse de cuanto quisieran los inquisidores, y dijo y firmó cuanto
de ella exigieron.
Pero los inquisidores no debían estar muy persuadidos de las confesiones y
retractaciones hechas por la beata, en cuanto le notificaban una tercera sesión
de tortura decretada por la sala.
Escuchemos el diálogo.
–Os habéis retractado, en lo que no habéis hecho sino lo que os interesa; pero
esa retractación no ha sido arrancada hasta la segunda sesión de tortura.
Además, se sospecha que no habéis declarado ante el tribunal todo lo que el
tribunal tiene derecho a saber, y vuestra obstinación os conduce nuevamente a la
cámara del tormento.
–¡No, no, por amor a Dios! – gritó desesperadamente la beata Juana, de rodillas
y abrazando y besando los pies del dominico –. ¡Matadme, pero no me atormentéis
más!
–¡Basta ya! – exclamó el inquisidor, como demostrando afecto y compasión –; pues
que prometéis de modo tan solemne arrepentiros y declarar, queda por hoy
suspendida la diligencia de tortura. Reposad y meditad bien lo que mañana
declararéis, porque si por vuestra terquedad despreciáis la tregua que mi piedad
os concede y no declaráis, sea la culpa vuestra, y a vuestro cargo el daño,
porque yo no podré hacer otra cosa en derecho que someteros a cuestión de
tormento.
–Y yo os juro – exclamó la beata con acento desesperado – que antes de recibir
nuevamente el tormento, me estrellaré la cabeza contra la pared.
–¡Bah! Eso ya lo pensaréis mejor.
Y al decir esto, el juez ordenó, como así se hizo, que la declarante fuese
restituída a su prisión.
Cuando la triste presa se vió sola en el calabozo, arrojóse sobre el jergón de
paja que le servía de lecho, y exclamó:
–¿Pero es posible, ¡oh Señor!, que haya hombres tan crueles? ¿Es posible que más
anhelen atormentar a una tan infeliz criatura? Me han visto desnuda, han
descoyuntado mis miembros, han asado mis pies... ¡Que he adjurado...! ¡Sí...
abjuré...! Pero... ¡Dios mío, ayúdame! En el día en que me sentencien en
definitiva, sabré encontrar fuerzas para exclamar, aunque sea a las puertas de
la muerte: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque rodéais la
mar y la tierra por hacer un prosélito, y cuando le tenéis hecho, le hacéis
mayor hijo del infierno que lo sois vosotros». (Mateo 23:15)
Después de una pausa, la beata continuó su soliloquio, diciendo:
–Todavía me resiento del daño recibido en este hombro cuando se desligó al
izarme en aquella terrible garrucha... ¡Infeliz de mí...! Pero...¡el brasero...!
La presa gritó con acento desgarrador:
–¡Señor! ¡Señor! ¡Que me maten, pero que no me atormenten más!
Nueva pausa y nuevo discurso.
–Dicen que don Agustín, el bachiller Herrezuelo, y otros se han retractado, y
que yo sola soy la pertinaz e impenitente. Esto no puede ser verdad. No es
posible que esta fe que me anima sea yo sola quien la posea.
Repentinamente rechinó la cerradura del calabozo, crujieron los cerrojos y la
puerta se abrió.
En el dintel apareció el alcaide acompañado de una mujer; y, dirigiéndose el
primero a Juana Sánchez, la dijo:
–Los señores han tenido piedad de vos, y me han ordenado os traiga esta reclusa,
amiga vuestra, y participante en otro tiempo de vuestras herejías; pero hoy, si
penada, convertida al gremio de nuestra santa madre iglesia, para que os asista.
Sus consejos escuchad y con Dios quedad ambas.
El alcaide se retiró y el calabocero cerró.
La introducida en el calabozo no era otra que Isabel Mínguez, criada de doña
Beatriz de Vivero, hermana ésta, como sabemos, del doctor Cazalla.
Isabel logró atraerse la confianza de los inquisidores, en virtud de lo cual
éstos la destinaron al servicio de espionaje que tenían establecido para conocer
los secretos de las presas que, en concepto de ellos, ocultaban algún punto que
era neceserio descubrir.
Del grado verdadero de la abjuración de Isabel, que había sido, como veremos,
reconciliada, aunque penada, en el auto de fe celebrado el 21 de Mayo de 1559, y
de cómo secunda los planes de los inquisidores, tendremos al punto breve
noticia.
Al encontrarse solas, Isabel exclamó:
–¡Ah, madre Juana! No sabéis la alegría que experimenté cuando recibí la orden
de venir a asistiros. ¿Cómo os encontráis?
–Ya podrás formar idea de cómo me encontraré, cuando te diga que dos veces, en
el espacio de pocos días, me han aplicado dos tormentos a cual más horrososos.
Del primero salí con un brazo desarticulado, y no curada todavía me acercaron al
fuego, y tan allá se les fue la mano, que tengo asadas las plantas de ambos
pies. Con todo, en estos momentos algo alivia mis penas tu presencia...; pero...
dime... ¿Qué sabes acerca de don Agustín y de tu ama doña Beatriz?
–Qué, ¿no sabéis?
–Nada.
–Pues preparaos a escuchar la más triste historia que referirse puede. Mas
primero acudiré a curar vuestras lesiones, y entre tanto advertid que mi oficio
aquí es pasar por amiga vuestra, hablar mal de nuestros verdugos, captarme así
vuestra confianza y venderos después, refiriendo a los inquisidores cuanto vos
me digáis. Ellos serán los engañados y vos la consolada. Ea, veamos los pies.
La beata se tendió en el jergón, y cuando Isabel, después de quitar los trapos,
llegó a ver los pies, exclamó:
–¡Qué bárbaros...! Y, ¿habéis podido resistir este tormento?
–¡Ah, querida Isabel! – exclamó la paciente –. Acucia, acucia a curarme, que
resistir no puedo la frialdad.
Isabel, con habilidad suma, curó con bálsamo y envolvió en algodón en rama los
pies de Juana, y con el mismo cariño y cuidado curó y vendó el brazo, acomodando
después a la paciente en el lecho, y en la posición que ésta le indicó.
–Dios te devuelva el bien que me has hecho; y ahora, estimada Isabel, cuéntame
todas esas cosas que dices haber sucedido.
–Después de aquella desgraciada noche en que fuimos sorprendidos en casa de mis
amos, yo no volví a ver ni saber nada acerca de ellos hasta que les vi en el día
del auto.
–¡Del auto! ¿Qué es el auto?
–¡Ah! ¿No sabéis? Pues figuraos lo peor que podáis, y todavía no tendréis idea
de lo que es esa función. Ya llevábamos asaz tiempo de prisión, cuando una noche
(de esto hará como dos meses) nos anunciaron a las diversas presas que estábamos
en un calabozo, que al siguiente día se celebraría el auto, pues nuestras causas
estaban finidas. Todas nos alegramos infinito, y esperamos con ansia la luz del
día, que no tardó en dibujarse, porque las noches son cortas en época de
primavera y estío. No era día claro cuando nos llevaron a un salón donde, en
varias mesas, había toda suerte de confitura y repostería, amén de carne, leche
y vino...
Y la criada de doña Beatriz refirió a la beata Juana lo que sucedió en los
preliminares y sucesos ocurridos en el auto de fe; pero como con más extensión
hemos de historiar aquella función, suprimiremos lo que acerca de esta parte
habló la sirvienta de doña Beatriz.
Asombrada quedó la pobre beata al saber que don Agustín y otros habían sido
condenados a muerte, y todos los demás a penas diversas, y en su mayoría
perpetuas, o sea mientras el condenado viviese.
–Yo os aseguro, madre Juana – dijo la sirvienta al terminar su relación –, que
vivo avergonzada de mí misma, pues no puedo menos de confesar que he engañado a
los inquisidores, y cada día estoy más firme en la santísima fe que recibí en
casa de mis benditos señores. Ahora decidme qué debo responder por vos.
–Que no he declarado sino lo que ellos ya saben, es decir, que he asistido a las
juntas cristianas que se celebraban en la casa del doctor; que allí conocí a don
Agustín, a su familia y a las varias personas que nombradas tengo, y que nada
más puedo añadir, después de haber confesado que he aceptado las doctrinas que
en aquellas juntas se enseñaban. Es, por otra parte, cuanto puedo decir, pues el
dolor me ha obligado a declarar cuanto sabía y quizá algo de lo que no sabía,
porque he llegado a perder la razón.
–Si esto es así, no os volverán a poner en el tormento porque yo me compondré de
tal manera que...
Como si estas palabras hubieran sido el punto final de la plática, la cerradura
rechinó y la puerta dejó paso a inquisidor, alcaide y calabocero. El primero de
estos tres personajes dijo:
–Supongo habréis curado a la prisionera, en otro tiempo vuestra amiga, y que la
habréis dado sanos consejos.
–Todo eso hice, padre – contestó Isabel Mínguez.
–Pues bien, madre Juana – continuó el inquisidor, dirigiéndose a la paciente –,
reflexionad, y espero que mañana os hallaréis dispuesta a servir al tribunal.
Guárdeos Dios.
Y dicho esto, todos salieron del calabozo, dejando sola y encerrada a la
enferma.
A la mañana del siguiente día la presa fue requerida en su misma prisión para
que declarase ciertos puntos, y la presa mantuvo que nada nuevo podía añadir a
lo que declarado tenía.
Entonces se le notificó que sería puesta a cuestión de tormento por tercera vez.
Al oír esto la enferma se incorporó en el jergón y exclamó:
–Miren, por Dios, lo que vuesas señorías hacen. Yo os juro por lo más sagrado
que haya que nada puedo añadir a lo que dicho tengo. Que nada sé ni entiendo
sobre lo que vuesas paternidades me preguntan. Que prefiero morir antes que
dejarme atormentar.
Después de una transición, la madre Juana exclamó con acento desgarrador:
–¡Señores! ¡Señores! ¡Miren lo que hacen! ¡Han destrozado mi cuerpo, y están en
camino de perder mi alma, pues antes que consentir me atormenten me arrancaré
esta miserable vida!
–¡Ea, ministros, cumplan lo que os he ordenado! – mandó el inquisidor.
Dos sayones se acercaron al lecho con ánimo de tomar en sus brazos a Juana; pero
ésta, sentándose del todo sobre el lecho, rugió:
–¡Atrás! ¡Dios mío, perdón!
Y al pronunciar estas últimas frases, alzó el brazo, observándose en su mano
derecha un objeto reluciente que se hundió en el cuello. Eran las tijeras que
Isabel Mínguez se dejó olvidadas entre las ropas del lecho, cuando cortó el
vendaje con que curó a la enferma.
La desgraciada mujer cayó pesadamente en el camastro ante sus asombrados
verdugos.
Como dato histórico apuntaremos que Juana sobrevivió muy pocos días más.
Así la Inquisición, por sus malas artes, destrozaba y destruía los cuerpos, pero
no lograba la salvación de las almas.
No obstante, es digno esperar que Dios concedió arrepentimiento a esta infeliz
por su desesperado acto, y que ha sido salva su alma.
FIN DE LA PARTE SEGUNDA
TERCERA PARTE
LOS GRANDES TRIUNFOS
I
Introducción necesaria
Hemos llegado a la parte culminante
de nuestra verídica Leyenda, y esta tercera parte es el desenlace de ella.
Ambas cárceles de la Inquisición, la vallisoletana y la sevillana, rebosan de
presos, y como la mayoría de los procesos están finidos, se dispuso la
celebración del auto vallisoletano para el domingo de la Santísima Trinidad, 21
de Mayo de 1559.
Se ha tenido éste por el primer auto de fe celebrado en Valladolid; pero no es
cierto tal aserto.
Procedente de la librería de mi profesor, el doctor Gladstone, poseo un Cronicón
de Valladolid, ejemplar raro, y que ha sido desconocido de muchos historiadores
españoles, si bien es verdad que, tras largos desvelos, pudo coleccionarlo y
publicarlo en el año de 1848 el doctor Pedro Sainz de Baranda, bibliotecario de
la Universidad Literaria de Madrid, y académico de la Academia de la Historia.
Dicho Cronicón comienza con el apunte del nacimiento del rey Don Pedro I de la
Castilla, en 1337, y termina con la anotación de las honras fúnebres hechas a la
emperatriz Doña Isabel, esposa de Carlos V, en los días 10 y 11 de Mayo de 1539.
Pues bien, en dicho Cronicón existe un apuntamiento, que a la letra dice:
«1489. Junio, 19. –Fizo la primera justicia la Santa Inquisición en
Valladolid, viernes XVIIII de junio del año MCCCCLXXXVIIII: quemaron XVIII
personas vivas, e quatro muertas: ninguno de los vivos paresció confesar la
sentencia en público: Alonso de Castro, Sancho de Frías, Grabriel de León, Diego
Cejuela, el Recaudador Gonzalo Gómez de Sevilla, Francisco Pele Ganallo, Simón
Herrero, Diego Rivas, Diego de Curiel, platero, Francisco Mudarra, Pedro de
Toro, uno que se decía Cocon, un sevillano, Margarita la de Pedro Alba, e otra
muger, el nombre no lo se. Muertos: Gabriel García, Fernan García de Aranda, un
Chapinero e otros.»85
El Cronicón no nos dice el delito por el cual fuesen condenadas esas dieciocho
personas vivas y las cuatro ya difuntas; pero, dado el caso de que en la primera
junta que la Inquisición celebró en Andalucía, en 2 de Enero de 1481, ya ordenó
la quema de seis judíos, no es sino muy verosímil que estas personas, nombradas
en nuestro Cronicón, fuesen observantes de la Ley de Moisés.
Otro auto de fe, celebrado en Valladolid con anterioridad al de 1559, se ha
escapado a las pesquisas de los historiadores españoles.
La Luz, periódico evangélico, tradujo y publicó como folletín El Protestantismo
en España en el siglo XVI, por Rosseau Saint-Hilaire, cuyo historiador se ocupa
de un auto celebrado en 1554, en la forma siguiente:
«Los primeros progresos del protestantismo en Valladolid fueron más terribles
y dolorosos que los que hemos reseñado ligeramente de Sevilla: Un joven de
Burgos, llamado San Román, y condiscípulo, en Lovaina, de los tres hermanos
Encinas, habiendo obtenido del emperador Carlos V una audiencia en Ratisbona, le
suplicó con grande celo reprimiese las violencias del terrible Tribunal contra
los seguidores de las puras doctrinas de Jesucristo; y habiendo conseguido por
ello el odio de los oficiales del emperador, que por sí mismos querían
administrarse justicia, éste le arrancó de manos de aquellos fanáticos para
entregarlo al Santo Oficio, el cual lo cargó de cadenas, y fue conducido de
Ratisbona a la Algería y desde aquí a Valladolid.
Delante de sus jueces confesó noblemente su fe, y mantuvo su firmeza aun en la
hoguera, a que fue condenado. Hubo un momento, durante las primeras sensaciones
de aquel dolor horroroso que le causaban las llamas, en que su cabeza se inclinó
involuntariamente sobre el pecho, y creyendo sus verdugos que era una señal de
retractación, lo apartaron del fuego; pero el esforzado mártir, vuelto en sí de
sus primeras sensaciones, mirándoles fijamente y con la mayor entereza, los
dijo: ¿Estáis celosos de mi gloria?
Valladolid no estaba acostumbrada a estos crueles y feroces espectáculos;
ninguno más fue condenado a muerte en este auto de fe de 1554...».
Termina el historiador diciendo que el valor de San Román fue causa de un
despertamiento religioso, y que hasta entre los criados del emperador hizo
adeptos la Reforma.
Tenemos, pues:
El primer auto de fe en Valladolid tuvo lugar en 1489, el segundo en 1554, y el
tercero, el que nos disponemos a historiar, celebrado en 1559.
Esto sentado, vengamos a nuestro objeto principal.
El Papa Paulo IV publicó un Breve en 1558, excitando el celo del Inquisidor
General de España, para que sin tregua ni descanso persiguiese a todo reformado,
ya perteneciese a la más ínfima clase del pueblo, o ya a la nobleza más alta, y
aun a la familia real.
El mismo emperador, retirado, como sabemos, en el monasterio de Yuste, sintió
tal cólera cuando supo el vuelo que la Reforma había tomado en España, que
rompiendo toda etiqueta escribió una carta desabrida a su hija (gobernadora de
España por ausencia de Felipe II, quien se hallaba en Inglaterra), en la que le
decía: «...es menester cortar el mal de raíz: que los culpables, cualquiera que
sea su rango, sean castigados a proporción de su falta. Este negocio ha
sumergido mi espíritu en una profunda amargura, cuando considero que, en
ausencia del rey vuestro hermano, y de la mía, estos reinos han estado en
perfecta tranquilidad; y no obstante, bajo vuestro imperio, y casi en nuestra
presencia, hoy comienza a desarrollarse más fuerte que nunca esa doctrina
abominable... A no estar cierto de que tanto vos como los ilustres miembros del
Consejo real acudiréis prontamente a extirpar el mal de raíz, abandonaría este
sagrado asilo para emprender el castigo de esos herejes por mi mismo, porque si
desde el principio no se emplea enérgicamente, luego será imposible detener su
desarrollo.»
La princesa gobernadora debió, sin duda alguna, escribir al rey algo del
disgusto que esta filípica del anciano emperador le causara, pues don Felipe la
decía en otra carta: «Atended a los consejos de nuestro padre y señor, y
suplicadle que no os los excuse en adelante»; lo cual era remachar el clavo
hincado por la majestad cesárea.
Con todas estas muestras de apoyo moral y material, la Inquisición decidió
comenzar el castigo de aquellos que no habían cometido otro crimen sino el de
aceptar el libre Evangelio de la salvación de Dios, y el de desear la Reforma,
de que tanta necesidad tenía la Iglesia católica, en España y en todo el imperio
del papado.
II
Preparativos.
Extraña actividad se notaba en la
Corte Real de las Españas, Valladolid, al comenzar el mes de Mayo de 1559.
Carpinteros, herreros, pintores, canteros y albañiles se cruzaban, se
atropellaban, se confundían trabajando con febril actividad, erigiendo extraña
máquina que ocupaba toda la Plaza Mayor.
Levantábase, todo alrededor de la Plaza, extensa gradería, y en el centro,
enorme cadalso de artificio extraño. Las graderías no eran todas iguales, sino
distintas, puesto que una estaba destinada a la familia real, otra a las
autoridades eclesiásticas, otra a la nobleza y otras al pueblo.
Conforme los operarios avanzaban en sus trabajos diversos, se admiraba más y más
aquella fábrica, y se comprendía que estaba destinada a un acto solemnísimo.
En la biblioteca de Santa Cruz, de esta ciudad, se conserva una Relazión
manuscrita (que hemos copiado), y escrita por un testigo ocular del auto que
vamos a historiar, y con referencia a las obras, dice:
«que el tablado estaba hecho por el mexor modo que cosa se ha visto; era muy
grande y tenía el primer suelo muy alto, el qual estaba cercado de un corredor
de madera; y de allí subía otro pedazo no tan alto como el primero, con
corredores de balaustres muy galanos, y su hechura en triángulo: que la mitad en
punta iba a la rinconada, y la otra mitad miraba hacia la boca de la Costanilla
(hoy calle de Platerías). A las dichas dos puntas estaban a manera de dos
púlpitos muy altos, quadrados, para los Relatores de las culpas de los que allí
salieron: y en medio de ellos, en lo más alto, estaba un púlpito redondo a donde
venían los penitentes a oir las culpas y penitencias y sentencia...
En el Theatro más alto abía dos tablados, que eran al principio anchos, y cada
grada que tenían, redonda, iba agostándose hasta la postre que venía a acerse
dos sillas...»
Ya veremos a su tiempo quiénes ocuparon estas gradas y quiénes obtuvieron el
honor de aquellas dos sillas culminantes.
Admirábase... «un corredor de madera junto al arco de piedra, que es la casa de
Consistorio, el cual estaba atrezado de muchos doseles de brocado morado, y de
telas escarchadas de plata y oro... y de muchos guadamecíes de oro mui ricos...»
Naturalmente, el pueblo mantenía las teorías más absurdas y los comentarios más
extraños, al contemplar la erección de tales obras.
Conforme se acercaba el día señalado para el auto, y a pesar de vivir en plena
primavera, ni reinaba alegría, y parecía que se respiraba en la atmósfera esa
tristeza que produce el presentimiento de una gran catástrofe.
Los bandos se sucedían y las medidas de precaución se multiplicaban. Parecía, y
debió acontecer, que los mismos directores y dispositores del suceso, así como
los consentidores y ejecutores de las disposiciones del sanguinario Tribunal,
estaban embargados de pánico.
No solamente el interior de la población se hallaba ocupada militarmente, sino
que, según nos informa el autor de la Relazión a que nos hemos referido,
«Estaban alrededor de la Villa de Valladolid quatro compañías de continuos, a
punto para si fuese menester guarda de la Inquisición y Personas Reales.»
Y a pesar de tanta vigilancia, es un hecho histórico que un grupo de hombres
intentó prender fuego al tablado la víspera del auto.
¡Cuán ancho campo ofrece a nuestra imaginación, para fantasear, este conmovedor
detalle!
Pero no lo haremos. Respetamos en lo que se merece la memoria, fe y arrojo de
aquellos que, con riesgo de su existencia, se atrevieron a tal empresa. Si no
eran cristianos decididos, por lo menos eran hombres libres, indignos de su
siglo y de sus autoridades.
Por fortuna suya, aquellos valientes escaparon a las pesquisas de sus enemigos,
y, en el último día, en la presencia del Juez Justo, serán conocidos.
También en las afueras del Campo Grande y en el sitio que hoy ocupa la Academia
Militar de Caballería, fuerza armada y corchetes municipales escoltaban cierto
número de obreros, de los cuales unos se dedicaban a clavar gruesas estacas, y
otros descargaban leña de pesados carromatos, y otros, en fin, hacían astillas
la leña.
Todo esto nos lo explicaremos sabiendo que días antes el Magnífico don Luis
Osorio, Corregidor por S. M. C. de la Villa de Valladolid, había recibido varios
oficios procedentes del Santo Oficio, y conociendo el texto de uno de los dichos
oficios, conoceremos el de los demás, pues a excepción del nombre de la persona,
todos ellos decían a la letra:
..........................................................
«CRISTI NOMINE INVOCATO
Fallamos, atento los autos y
méritos del dicho proceso, el dicho Promotor Fiscal haber probado bien y
cumplidamente su acusación, según y como probar le convino, damos y pronunciamos
su intención por bien probada; en consecuencia de lo cual...
Que debemos declarar, y declaramos, el dicho Antonio Herrezuelo, haber sido
hereje, apóstata, fautor y encubridor de herejes, relapso, ficto y simulado
confitente, impenitente, relapso; e por ello haber caído e incurrido en
sentencia de excomunión mayor, y estar della ligado; y en confiscación y
perdimiento de todos sus bienes, los cuales mandamos aplicar, y aplicamos, a la
cámara y fisco real de S. M. y a su recetor en su nombre, desde el día y tiempo
que comenzó a cometer dichos delitos cuya declaración nos reservamos; y que
debemos relajar, y relajamos, la persona del dicho Antonio Herrezuelo a la
justicia y brazo seglar, especialmente al Magnífico don Luis Osorio, Corregidor
de esta Villa, y a su Lugarteniente, en el dicho oficio: a los cuales rogamos y
encargamos muy afectuosamente, como de derecho mejor podemos, SE HAYAN BENIGNA Y
PIADOSAMENTE CON ÉL (¡Horror y náuseas causa esa malvada recomendación!)
Y declaramos los descendientes, si los hubiere, del dicho Antonio Herrezuelo, y
sus nietos por línea masculina, ser inhábiles e incapaces, y los inhabilitamos
para que no puedan tener ni obtener dignidades, beneficios ni oficios, así
eclesiásticos como seglares; ni otros oficios públicos ni de honra; ni poder
traher sobre sí ni sus personas oro, plata, piedras preciosas ni corales, seda,
chamelote ni paño fino; ni andar a caballo, ni traer armas, ni ejercer ni usar
de las otras cosas que por derecho común, leyes y pragmáticas destos reinos,
instrucciones y estilo del Santo Oficio, a los semejantes inhábiles son
prohibidas. – Y por esta nuestra sentencia definitivamente juzgando, así lo
pronunciamos y mandamos...etc.»
–Sí – se decía mentalmente don Luis Osorio al leer ésta y otras comunicaciones
semejantes –. Ya he ordenado con toda eficacia que la leña esté bien seca y que
sea resinosa; también he ordenado que los cordeles de los garrotes estén bien
ensebados y no sean muy largos, para que rápidamente retorcidos, sofoquen pronto
y bien al reo, a quien le hagan merced de quemarle después de ahorcado. Es
cuanta benignidad puedo usar, atendiendo a los deseos del Santo Oficio, con los
reos relegados a mi justicia. Ahora, si la justicia se aplica recta o
injustamente... allá los señores lo vean...; líbreme Dios de entrometerme en
asuntos de la Inquisición...
Ya lo sabe, pues, el lector. Los obreros que trabajan en el Campo Grande
preparan el ...¡quemadero!
III
La víspera del auto en la Villa y en la Inquisición
El sábado 20 de Mayo de 1559, ya no
se permitió entrar en la Villa de Valladolid a nadie a caballo, ni armado de
espada, daga ni de otras armas.
Prohibióse la circulación por las calles al vecindario, después del toque de
queda, y se amenazó con las mayores penas al vecino que tuviese fuego en su
casa, ni aun en el hogar para ello destinado, después del toque de cubrefuegos,
a cuyo toque se cerrarían las puertas y postigos de la Villa, no permitiendo la
entrada a nadie absolutamente, aunque la demandase en nombre del rey.
Todos los establecimientos públicos, hasta los mesones y posadas, se cerrarían
al sonar dicho toque, y rondarían por la Villa, durante la noche, patrullas
militares y los alcaldes, escoltados por sus rondas de corchetes o alguaciles,
deteniendo a cualquier transeunte que encontrasen en la calle.
El edificio y cárcel del Santo Oficio, que, como ya se ha dicho, estaba situado
en la calle de Pedro Barrueco, hoy calle del Obispo, era guardado por buen golpe
de tropas, lo mismo que la Plaza Mayor y las avenidas de calles que a ella
desembocaban.
Solamente interrumpían el pavoroso silencio que en toda la población reinaba en
aquella lúgubre noche, unos cuantos frailes que, postrados ante una gran cruz,
velada por negro crespón y alumbrada por seis blandones de cera, pintada de
verde, entonaban salmos penitenciales.
Las patrullas, provistas de linternas, circulando silenciosamente por las
solitarias calles, completaban con sus sombras fantásticas el cuadro, pues
semejaban a grupos de muertos salidos de sus tumbas para reunirse en fantástica
junta de danzantes espectros.
Penetremos nosotros, a través de la historia, en el interior del edificio y
cárcel del Santo Oficio.
El inquisidor mayor, obispo de Palencia, don Pedro de la Gasca, acompañado de su
secretario, don Francisco Vaca, está en su despacho desde la madrugada, mientras
los demás jueces y actuarios del Tribunal se hallaban en los suyos respectivos.
En las diversas dependencias se encontraba también inmensa cohorte de sicarios,
familiares y ministriles del Tribunal.
Pasemos a las cárceles interiores, o «de más adentro» (Hch 16:24):
Los inquisidores nombraron confesores para los reos sentenciados a muerte, a
algunos de los cuales autorizaron en forma legal(???) para comunicar al
interesado la terrible sentencia.
Comencemos por el
Doctor Cazalla.
Un calabocero franquea la puerte
del calabozo en que se encuentra el insigne doctor, al religioso Fray Antonio de
la Carrera, quien dirigiéndose al preso le dice:
–Guárdeos Dios, don Agustín.
–Bien venido, padre – contestó Cazalla, incorporándose en el humilde lecho en
que se encontraba acostado.
FRAY. –Sentiría en el alma, ¡oh estimable doctor!, llegar con mi visita en
importuna hora.
DOCTOR. –No hay tal importunidad, y menos siendo el visitante hombre a quien
tando estimo. Me he acostado vencido por el aburrimiento que me produce mi
situación, que ruego a Dios termine pronto.
FRAY. –Escuchado ha Dios vuestra petición, pues el negocio terminado está, o
casi terminado, puesto que solamente falla el acto final.
DOCTOR. –¡Cuánto agradezco la noticia que me dais, no lo sabéis! No podéis
comprender, ni yo explicaros, los deseos que tengo de contemplar esa inmensa
expansión que Dios estableció entre el cielo y la tierra: expansión en día
claro, de inimitable color azulado, y en despejada noche, tachonada de rutinales
estrellas, mundos que cantan la gloria del Supremo Hacedor. Os aseguro, amigo
Fray Antonio, de que, en el día de mi dicha, que lo será aquel en que me vea
libre de esta prisión, mi primer acto será dar gracias al Dios que me liberta, y
el sergundo... ¡Oh! El segundo, un largo paseo siguiendo por la orilla la
corriente del río Pisuerga.
FRAY. –Huélgome por las felices disposiciones en que os hallo, pues que en parte
cúmplense los deseos de vuesa reverencia: porque precisamente vengo comisionado
por los señores para notificaros algo, y aun el todo y final de vuestro negocio.
DOCTOR. –Pero, Fray Antonio, si no puedo añadir nada a lo que declarado tengo.
FRAY. –Distingo; habéis, por fortuna vuestra, confesado y abjurado los errores
en que caísteis; habéis dado los nombres de vuestros parciales en Valladolid y
fuera de Valladolid, sin exceptuar a vuestra propia familia...; pero... todavía
negáis la cualidad de dogmatizante con que el Tribunal, fundado en evidentes
razones, os califica.
DOCTOR. –Niego. Jamás fuí dogmatizante, puesto que no comuniqué mis erróneas
doctrinas a persona que antes no estuviese en ellas iniciada. «Repítoos, Fray
Antonio, que mi único crimen ha consistido «en no desengañar a los alucinados,
porque yo lo estaba también.»87
FRAY. –Pues si es como decís, y esa es vuestra última palabra, conformaos,
hermano, con los paternales designios de la Providencia, y a Dios dad gracias
porque os concede arrepentimiento, ilumina vuestra alma y se digna que padezcáis
en este mundo por vuestros pecados. Ahora, querido doctor, aprovechad el tiempo
que se os concede en prepararos para el viaje final.
Al escuchar el doctor tal arenga, quedó pensativo y por fin exclamó:
DOCTOR. –Pero, Padre, o vos o yo estamos ofuscados; pues, a lo que entiendo, más
parece que estáis exhortando a un enfermo que agoniza, y no que platicáis con
persona que goza de cabal salud.
FRAY. –Si acaso alguno se halla ofuscado, no soy yo ciertamente, pues que bien
claro os digo que os preparéis a bien morir, pues mañana será vuetro último día,
y ésta la última noche que paséis en vida.
DOCTOR. –¿Qué decís? ¡Padre...!
FRAY. –Sosiego habed, hermano. Lo que os digo, aunque trabajo me cuesta, es que
ya habéis sido sentenciado y que mañana seréis ejecutado.
DOCTOR. –¡Ah!
El doctor Cazalla se dejó caer sentado sobre el lecho, cubriéndose el rostro con
las manos, en cuya posición permaneció largo rato, sin que Fray Antonio le
interrumpiera.
Por fin, Cazalla dejó ver su semblante, y con trémula voz exclamó:
DOCTOR. –Yo creí que me admitirían a reconciliación con la Iglesia, aunque con
penitencia.
FRAY. –¡Oh! Ciertamente seréis reconciliados con la Iglesia antes de morir; pero
la sentencia de muerte es firme, si no os confesais dogmatizante.
Hubo unos momentos de pausa. Evidentemente una titánica lucha sostenía en su
interior el infeliz reo, quien al fin tomó su resolución, y dijo con acento de
resignación:
DOCTOR. –«Si en eso consiste, dispongámonos a morir en gracia de Dios, porque
sin mentir, yo no puedo decir nada más de lo declarado».
FRAY. –Si tal es la decisión postrera de vuesa reverencia, y si en ello no
habéis inconveniente, aceptadme como vuestro confesor.
DOCTOR. –Sí, sí, Padre. ¡Confesad a este miserable y rebelde hijo de la Iglesia!
¡Habed de mí piedad, y no me neguéis vuestra absolución sacerdotal!
¡Compadézcanse y en mí escarmienten todos los fieles católico-romanos! ¡Vean
todos a do conduce el orgullo...!
Así continuó exhortándose e increpándose el infeliz doctor. Y pues ya se sentó
al lado del fraile, pasemos al calabozo donde brega...
Don Francisco de Vivero y Cazalla,
hermano del doctor, clérigo,
párroco de Hormigos en la provincia eclesiástica de Palencia.
Con éste debatía un fraile dominico, que exhortaba a que le aceptase por
confesor, como sigue:
CLÉRIGO. –No se canse vuesa paternidad, y déjeme tranquilo. Estoy dispuesto a
morir sin ahorrar ningún padecimiento a mi cuerpo, y pues tal es mi
determinación, déjenme solo para echarme a los pies de Cristo, mi bendito
Salvador, quien de cierto me recibirá en su seno. Solamente una noticia me
alegrará. ¿Y mi hermano el doctor?
FRAY. –Vuestro hermano, con más cordura y menos soberbio que vos, ha vuelto al
seno de la Iglesia romana.
CLÉRIGO. –Lo siento por él. Familia hemos formado en la tierra, y él, por su
temor o por su debilidad, ha roto los lazos familiare eternos; porque, créame,
mi hermano no puede convertirse a la Iglesia del Papa, y de cierto miente al
declararlo, aunque el temor a morir en fuego le obliga a negar a su fe en
Cristo.
FRAY. –Déjese de divagaciones y confiese vuesa reverencia, que en ello hallará
no poco provecho para el alma y bien para el cuerpo.
CLÉRIGO. –Presentadme un párrafo de la Escritura Santa que demuestre el deber de
confesarme con vos, o con otro fraile o clérigo, y ya sois mi confesor.
FRAY. –¿Estáis en vuestro magín? ¿Ha estudiado teología vuesa reverencia? Pues
voy a confundiros, y en virtud de vuestra promesa, soy confesor de su merced. El
Apóstol ha escrito: Confitemini ergo alterutrum peccata vestra; ¿qué dice, o qué
opone a esta sentencia el seor clérigo?
CLÉRIGO. –El seor clérigo opone, y dice, que, con notable alteración del
sentido, ha suprimido vuesa paternidad el final del versículo. Esa sentencia,
como mejor sabéis, ha sido escrita por el apóstol Santiago, y recomienda la
confesión de hermano a hermano, y añade que ore el uno por el otro. Nada se
desprende en esa sentencia que autorice la confesión a la oreja de fraile o
clérigo.
FRAY. –Pero, don Francisco, en cuenta habed que vos mismo habéis seguido la
práctica de escuchar en confesión a muchos fieles.
CLÉRIGO. –Sí tal; la seguí mientras estuvieron en tinieblas mi espíritu y mi
mente; pero cuando de esas tinieblas fuí trasladado a la luz admirable de
Cristo, evité recibir en confesión; y a los que evitar no pude, me aproveché del
confesonario para que las almas penitentes dirigiesen su confesión a Dios y
pusiesen su esperanza en Cristo, único que tiene potestad en la tierra para
perdonar pecados.
FRAY. –¡Dogmatizante!
CLÉRIGO. –Jamás negué que lo haya sido, si por dogmatizante entienden vuesas
paternidades que dogmatiza aquel que predica el perdón de los pecados en virtud
del sacrificio de Cristo.
FRAY. –Pero, don Francisco, en la Escritura se preceptúa la confesión.
CLÉRIGO. –En la Escritura se preceptúan muchas cosas que los clérigos y frailes
de hoy se apropian, torciendo el sentido de esas Escrituras, para perdición de
ellos mismos. Paciencia habed; y pues es la última noche que de vida carnal me
queda, quiero dogmatizar a vuesa mismísima paternidad.
FRAY. –¡A mí!
CLÉRIGO. –A vuesa paternidad... Escuchad lo que he de argumentar, y si razón
contraria que me convenza tenéis, caigo a vuestros pies y me confieso.
FRAY. –Bajo esa promesa escucho a su reverencia; hable.
CLÉRIGO. –Yo entiendo que la Escritura prescribe la confesión que todo pecador,
reconociendo su pecado, debe hacer a Dios; entiendo que, si existe agravio
contra un hermano, la confesión debe hacerse extensiva a éste, y finalmente
entiendo, que si algún fiel siente turbación en su conciencia, turbación que no
se puede explicar, debe acudir al pastor o ministro de su congregación en
demanda de consejo, exponiéndole, claro es, los motivos que el fiel estime ser
causa de su mal estado espiritual. El pastor o ministro debe escuchar al tal
fiel; exhortarle, aconsejándole; orar con él y por él al Señor, y guardar
absoluto secreto acerca de las debilidades que motiven tal consulta. En los
tiempos primitivos de la Iglesia cristiana (como vuesa paternidad mejor sabe o
debe saber) no se practicó otra confesión sino la ordenada en la Epístola del
apóstol Santiago y en otros libros del Nuevo Testamento. La confesión en público
era precisa al neófito que deseaba pertenecer a la Iglesia; pues desde los días
de Juan Bautista, los creyentes debían confesar su arrepentimiento y hacer
profesión pública de su fe para ser admitidos al bautismo...
FRAY. –Pero los tiempos...
CLÉRIGO. –Sí, los tiempos han cambiado; mas la Escritura Santa, como procedente
del Espíritu de Dios, es inmutable... Cuando Simón el Mago cometió el grave
pecado de querer comprar el Espíritu Santo, Pedro dijo al impío, después de
reprenderle: «Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad, y ruega a Dios, si quizá te
será perdonado el pensamiento de tu corazón.» (Hch 8:22) ¿Por qué no le confiesa
y absuelve el mismo Pedro, en lugar de remitirle a Dios? Pues porque el Apóstol
nada sabía acerca de una confesión a la oreja. Otro caso: un fiel en la Iglesia
de Cristo comete tan grave y notorio pecado, que es motivo de escándalo a toda
la Congregación, y el apóstol San Pablo manda que el pecador sea separado de la
comunión de los fieles, y aunque el Apóstol no habla ni se refiere a confesión
auricular, aquí le tiene vuesa paternidad usando del derecho que el Señor
concedió a los discípulos todos, de ligar y desligar. El privado de la comunión
de los fieles estaba, ipso-facto, privado de la comunión de los santos. Pero
ocurre también que el excomulgado se arrepiente, y da señales de
arrepentimiento; llega este feliz acontecimiento a noticia del Apóstol, quien
escribe un sentido párrafo a los hermanos, ordenándoles vuelvan a recibir al
pecador arrepentido a la comunión, y vuelta otra vez a ligar en la tierra lo que
de seguro es ligado en el cielo (1 Co 5:1-5; 2 Co 2:5, 4-10); mas, ¿con quién se
confesó el pecador arrepentido?
FRAY. –Es evidente, con San Pablo.
CLÉRIGO. –O sois ignorante o sois embustero. San Pablo no estaba en Corinto,
y... dejadme en paz.
Don Antonio Herrezuelo.
Bregan con este esforzado cristiano
dos frailes: un agustino, que era grande amigo del bachiller, y un dominico.
–Buenas tardes, don Antonio – dicen ambos religiosos, entrando en el calabozo,
mientras el agustino añadió:
–Muchas ganas tenía de veros, amigo don Antonio, por lo cual he importunado
tanto y tanto, que alcancé permiso de los señores para pasar con vos, no
solamente lo que falta de tarde, sino hasta toda la noche.
–¿Qué decís? ¿Toda la noche?
–¿Qué? – preguntó el agustino –. ¿Acaso habéis pesar o enojo en que un amigo (y
sabéis cuánto lo soy vuestro) pase la noche en vuestra compañía, consolándoos y
exhortándoos?
–No me causa enojo ni, por consiguiente, tengo pesar de la presencia de vuesa
paternidad; pero no veo la razón de que paséis una noche mala, pudiendo
solicitar permiso para acompañarme mañana todo el día.
–Es que también el día de mañana, o por lo menos gran parte de él, seré honrado
permaneciendo a vuestro lado. Los amigos, si lo son en verdad, deben estar el
lado de sus amigos especialmente en los mayores lances de la vida.
–Es que el señor bachiller ignora... – apuntó el dominico.
–¿Qué ignoro? – interrumpió Herrezuelo con afán.
–Que ya vuestro negocio ha terminado, y, por consiguiente, se ha dictado
sentencia.
–¿Cuándo me la notificarán?
–Si para ello tuvierais buen ánimo, en el acto.
–Aunque por los circunloquios y rodeos que gastáis supongo debe ser horrible la
sentencia, ánimo tengo para todo.¡Ea! ¡Hablad!
–No es eso de mi incumbencia, pero lo hará persona para ello autorizada.
El dominico salió, e instantáneamente volvió a penetrar en el calabozo
acompañado de otro fraile de la misma Orden, que ejercía en el Tribunal las
funciones de escribano, el cual, llevando un papel en la mano, iba acompañado de
un alguacil del Santo Oficio.
–Guárdeos Dios – dijo el escribano.
–Y a vuesa paternidad – contestó Herrezuelo.
–Pues que ya mi señor don Antonio sabe, o debe saber, algo o parte del motivo de
mi visita, le ruego que, para cumplir las fórmulas legales, se postre de
rodillas, y en tal situación permanezca mientras dure la lectura de este corto
documento.
–Aunque jamás, ni en los días de mi oscuridad espiritual, don Antonio Herrezuelo
se arrodilló ante ningún hombre, menos lo haría hoy que sabe que sólo ante Dios
y su Cristo debe doblarse toda rodilla. Con todo y ser así, arrodillaréme por
mostraros obediencia y humildad.
El infeliz prisionero cayó de rodillas, y en tal posición escuchó la lectura de
su sentencia, cuya copia hemos visto en poder del Corregidor don Luis Osorio.
Terminada la lectura de la sentencia, los mismos frailes ayudaron a Herrezuelo
para que se levantase.
La faz de don Antonio estaba lívida.
–Supongo que firmaréis la notificación – dijo el escribano.
–Doyme por notificado – respondió Herrezuelo –, pero no firmo la sentencia.
–¿Por qué, si saberse puede?
–Seor escribano: como vuesa paternidad sabe, soy hombre de leyes, y acaso sé
mejor que vos que el proceso contra mí seguido está contra derecho en sus partes
y en el todo; y pues esto es así, la sentencia es defectuosa e injusta. Hagan de
mí lo que en gana les viniere; hijos a quienes transmitir lo que vosotros
llamáis deshonra, no tengo; caudal de que disponer, tampoco, puesto que mis
bienes confiscáis. El único favor que os demando, y si me le hicierais, moriría
bendiciéndoos, sería el de permitirme ver unos instantes, y en presencia
vuestra, a mi bien amada doña Leonor, mi mujer.
–Grave es vuestra solicitud – dijo el escribano –; pero, con todo, si me
prometéis arrepentimiento y confesión, acaso se podrá acceder a vuestra
solicitud.
–Pues si a ese precio es, renuncio ese consuelo, que quien por amor de su mujer
vende a Cristo, no es de Cristo. No os canséis, pues; retiraos y dejadme en paz,
para que medite sobre la pasión de Cristo y clame a Dios en demanda de
auxilio...
Y ¿a qué continuar? Escenas como las referidas se verificaban en cada calabozo.
IV
Vengamos al 21 de Mayo de 1559
El 21 de Mayo de 1559.
Apenas se dibujaba por Oriente el resplandor de la aurora, precursora de un día
claro y esplendoroso, cuando largas hileras de frailes salían de todos los
conventos, marchado en diversas direcciones: uno dirigiéndose hacia la casa del
Santo Oficio, y otros, en dirección a la Plaza Mayor.
También en la parroquia del Señor Salvador se organizaba otra procesión. Esta
parroquia tenía dentro de su jurisdicción parroquial la cárcel de la
Inquisición, y en tal concepto, de esta Iglesia debía salir la cruz, manga y
clero, para recibir a los reconciliados con la Iglesia.
Entre tanto que todas estas procesiones, puestas en movimiento hacia sus
respectivos destinos, caminaban silenciosamente, en lo interior de las cárceles
inquisitoriales se servía un abundante almuerzo a los reos que debían figurar en
el simulacro de aquel día.
El ruido y la confusión reinaban en aquella casa, donde comúnmente tenían el
silencio y el orden su natural asiento.
Un enjambre de frailes asaltaba a los pobres reos, enjaretándoles arengas pseudo-religiosas,
llenas de imágenes ridículas, envueltas en períodos de palabrería insulsa y
garrulosa las más veces.
Ya los relajados al brazo secular están revestidos de sus horrísonas hopas,
salpicadas de figuras de llamas, sapos, diablos, como los pinta la milicia del
Papa, y tienen cubiertas las cabezas con la infamante coroza; algunos otros
reos, que no han de purgar con la vida el delito de haber creído en Cristo como
su único y suficiente Salvador, visten los aspados sambenitos; unos están
descalzos, otros con sogas atadas por la cintura; alguno, más que persona,
parece perro mastín atado a la trasera de pesado carro, por la soga que anudada
le pende del cuello.
Entre tanto, y conforme avanza la madrugada, va despertando la población, y los
vecinos y afluencia de forasteros dirígense alegres, engalanados con los trajes
de fiesta y provistos de sendas cestas conteniendo comestibles y bebidas, como
quien espera fiesta de larga duración; dirígense, decimos, a la Plaza Mayor.
Como inmensa avalancha el gentío se abalanza a la gradería al público destinada,
a quien no pueden contener los partesaneros, y eso que sacuden sobre el pueblo
sendos golpes con los cuentos y astas de sus largas partesanas.
Muchas personas que, más madrugadoras, habían logrado buen sitio, le cedían
ahora a los pudientes y «alquilábanse por cada persona, unos a 20, otros a 12 y
otros a 13 reales, que se sacó harto dinero, por la mucha gente que concurrió.
En los tejados de la Plaza Mayor, y ventanas della, huvo ansímesmo mucha gente
con belas de lienzo en ellos por causa del gran sol, que acía: los cuales se
alquilaban a diferentes precios, según los lugares».89
Trasladémonos a la corredera de San Pablo, subiendo por el Cañuelo. Esta calle
conserva, a través de los tiempos, un gran sabor histórico. Las blasonadas
fachadas, los grandes y arqueados marcos de los portales, las ventanas ojivales,
el edificio en que nació Felipe II, aquel mirador oscuro que nos hace entrever,
tras los verdosos vidrios, la silueta del tétrico monarca; San Pablo, con su
monumental fachada, afiligranada muestra de arte arquitectónicoy escultórico;
todo nos lleva en imaginación a edades pasadas, y creemos ver salir por las
anchas puertas pesadas literas; a través de las celosías soñamos con lienzos
agitados por pudorosa aunque amante doncella; a nuestra espalda nos parece
sentir el chocar de los férreos arneses militares del jinete, y si por acaso
alguien, al descuido, nos tropieza con bastón o paraguas, la ilusión se
completa, pues creemos haber recibido un encontronazo con la contera de la vaina
en que enfunda la hoja de su larga y bien templada espada el infante español que
luchó en Italia y en Flandes.
Sí. Al trazar estas líneas de mis RECUERDOS DE ANTAÑO, y sobre esta cuartilla,
cierro los ojos y en mi imaginación veo descender por la citada Corredera de San
Pablo «la Guardia de a pie» que, repartiendo golpes con los cuentos de sus
partesanas, abre paso entre los villanos a la comitiva real, que se dirige desde
la casa-palacio a la Plaza Mayor, para presidir el auto. En mis oídos resuenan
las notas del pífano y los golpes del atambor. Tras la Guardia avanzan correos y
monteros, jinetes en briosos alazanes. Veo pajes y heraldos, ostentando ricas
dalmáticas, y en ellas, bordados, blasonados escudos; las plumas en las airosas
gorrillas de terciopelo o de seda se agitan blandamente. Pasa el Consejo Real, y
tras este cuerpo un grupo de caballeros y de «damas muy bien adrezadas, aunque
con luto. Tras ellas dos homes ancianos Maceros, con unas mazas de oro en los
ombros, y detrás de ellos, y un poco delante de los Príncipes, quatro Reyes de
Armas, con unos vestidos a manera de almáticas de damasco carmesí, bordadas en
ellas las Armas Reales».90
Tras de estos maceros veo pasar a don Luis Portocarrero, conde de Palma, que
llevaba desnudo el estoque o montante, símbolo de la autoridad real.
Ya llegan «los serenísimos Príncipes don Carlos y doña Juana». Muy temprano han
abandonado el lecho y salido hoy a la calle, puesto que no son más que «las
cinco de la mañana». Caminan a pie las altezas, y «la Serenísima Princesa,
Gobernadora de los Reinos, venía adrezada de negro muy onesta, vestida de manto
y saya de burato91 y un jubón rico, con una falda en el manto, y saya muy larga,
la cual llevaba un caballero». Asimismo «el Príncipe venía vestido de Raja muy
onesto», y rodeado de pajes y caballeros. Cierra la comitiva numerosa escolta de
jinetes, cubiertos de férreas armaduras, lanza en cuja, visera calada, y
montados en caballos defendidos por caparazones, como dispuestos a entrar en
lid.
Cuando los príncipes llegaron a la Plaza, ya estaba en ella la Universidad
precedida de trompeteros y timbales a caballo con su estandarte y ujieres; el
colegio de Santa Cruz, y la clerecía de todas las parroquias con cruces y
ciriales.
Cada cual ocupó el puesto que tenía asignado.
«Los inquisidores mayores y menores estaban sentados al lado de los Príncipes en
unas gradas altas y bien adrezados por su orden con la authoridad que su Santo
Oficio requiere. Los grandes, a mano izquierda de los Príncipes, en unos bancos
por su orden, y el Condestable con su Orden del Toisón al cuello, mui rico.
Tenía una alhombra muy larga, donde estaban sentados, y otras más abaxo para el
Consejo Real, que luego que los Príncipes subieron, las quitaron y pusieron unos
arambeles colorados y blancos y bonitos.»
Entre los personajes que formaban la Corte figuraban, según el manuscrito de
referencia, y que por ser de un testigo ocular merece crédito, figuraban,
decimos, el Condestable de Castilla, el Almirante de Castilla, los Marqueses de
Astorga, de Dénia, Conde de Módica, de Lerma, el Arzobispo de Sevilla (como
todos sabemos, Inquisidor General), el de Santiago y los Obispos de Palencia y
de Ciudad Rodrigo.
Ya todo en guisa, o, mejor dicho, todo dispuesto, por la calle de don Pedro
Barrueco (hoy del Obispo), desciende extraña procesión.
A la cabeza va la cruz parroquial del Salvador con su clerecía, y detrás marchan
familiares de la Inquisición, alguaciles y los infelices reos uno tras otro,
cada cual en medio de los frailes que, a gritos unos y en voz baja otros, no
dejan de molestar a los que acompañan. Toda esta procesión, convenientemente
escoltada por fuerte golpe de tropa, camina por entre una empalizada que habían
formado en el trayecto, desde el edificio de la Inquisición hasta la Plaza.
Comienzan a entrar en la Plaza, y toman posesión del asiento que se les designa
en el cadalso, doña Catalina de Ortega, doña Constanza, doña Ana Enríquez, doña
María de Rojas, monja en el convento de Santa Clara; doña Leonor de Cisneros,
deseosa de ver a su esposo, pero ignorante de que aquel día la harían viuda los
piadosísimos rabadanes del rebaño papístico.
Todas estas damas y algunos varones, entre los que recordaremos a don Pedro
Sarmiento, Comendador de la Orden de Alcántara, y don Luis Rojas Enríquez,
llevaban sambenitos.
Después llegaron los relajados al brazo secular: alguno, además de maniatado y
ostentando la infamante hopa de que antes hicimos mención, iba amordazado.
El insigne Herrezuelo, al llegar al tablado, dirige anhelante mirada, buscando,
aunque sin poderla distinguir por el momento, a su joven esposa.
Don Francisco de Vivero Cazalla era conducido con mordaza y soga al cuello, y
tras éste, su hermano el doctor, profundamente abatido.
–¡Un santo! ¡Traen un santo! – grita una voz.
–¡Quita allá! No es un santo: es una figura de alguno que ha muerto en la
herejía. También traen un ataúd, donde sin duda están encerrados los restos
mortales del hereje.
Efectivamente. La estatua representaba a doña Leonor de Vivero, en cuya casa,
como sabemos, celebraban sus reuniones los reformados. La Inquisición comprobó
que esta insigne dama había muerto en la fe de Cristo, y ordenaron que los
restos mortales fueran desenterrados del vecino convento de San Benito, donde
tenía su enterramiento la familia, y que compareciesen al auto juntamente con la
estatua. Estatua y restos mortales fueron consumidos por el fuego en el
quemadero.
He aquí la situación de los reos, según la dejó escrita el testigo ocular de que
hemos hecho tantas veces referencia:
«En el Theatro más alto abia dos tablados, que eran al principio anchos y cada
grada que tenían redonda iba agostándose hasta la postre que venía a acerse dos
sillas anchas en donde por su orden iban sentándose los delinqüentes, y en las
dos postreras estaban sentados el doctor Cazalla, y de la otra parte un clérigo
hermano suyo, que dicen era cura de Pedrosa92, mayor Hereje que él, con una
mordaza en la lengua, la cual le quitaron a causa de las muchas bascas que hizo
para beber un jarro de agua. Tenian los reos las caras hacia el corredor donde
estaban los Serenísimos Príncipes Don Carlos y Doña Joana, que nuestro Señor
guarde de todo mal.»
Al pie del tablado colocaron la cruz de la parroquia del Salvador, cubierta con
un paño y velo negro, y también el pendón de la Inquisición, que era de damasco
carmesí con remate de una cruz de oro, y en cuya tela, primorosa y ricamente
bordada, campeaban otra cruz, las armas reales y las de la Orden de Santo
Domingo.
Al pie del cadalso había también cuatro púlpitos de madera: dos destinados a los
relatores, el tercero para que desde él oyese su respectiva sentencia cada reo,
y el cuarto para el que había de predicar el sermón de la fe.
Habiendo reseñado con la mayor fidelidad histórica los acontecimientos de las
primeras horas de la mañana, la marcha de las diversas procesiones y comitivas;
habiendo diseñado el cadalso y descripto el aspecto que ofrecía la Plaza Mayor
de Valladolid el día 21 de Mayo de 1559, vengamos a historiar el auto.
Pero esto merece capítulo aparte.
V
El auto
Los rayos del sol caían de plano
sobre los desgraciados héroes del día.
La Corte, y el pueblo en general, se resguardaban de los rayos solares con los
lienzos y lonas que ya hemos mencionado.
Además, por las graderías circulaban helados, bebidas refrigerantes, y hasta se
comía el cuarto de asado (manjar típico en Valladolid), y se bebía vino de Toro,
en medio de la mayor alegría.
Los únicos que sufrían martirios morales y físicos eran los que habían cometido
el delito de tratar de librar a su patria de la tiranía y superstición del Papa.
Gracias si alguno de ellos supo aplacar su sed, por la compasión de tal cual
fraile menos lobo que el común de ellos.
El doctor Cazalla, cada vez más abatido, lloraba como un niño, tanto que dió
lugar a que el valeroso señor de Ocampo, que ocupaba una grada bajo de la silla
en que estaba sentado el doctor, alzase su cabeza y le dijese:
–Más ánimo debierais tener, don Agustín. Ayer fue día de predicar el Evangelio
de Cristo, y hoy lo es el de dar testimonio de nuestra fe y confianza en el
bendito Salvador.
En aquel momento, un compasivo fraile había quitado la mordaza y servídole agua
al hermano de Cazalla.
–Dios os premie esta buena acción – dijo Vivero al fraile, y volviéndose a su
hermano, añadió:
–No comprendo, querido hermano, ese temor mujeril que sientes por la pérdida de
tu vida. Acuérdate de lo que tantas veces hemos leído y nos ha edificado en el
Evangelio: Et nolite timere eos, qui occidunt corpus, animam autem non possunt
occidere: sed potius timete eum, qui potest et animam et curpus perdere in
gehennam. (Mt 10:28)
–Además – interrumpió Herrezuelo –, también nos ha enseñado Jesús: Qui enim
voluerit animam suam salvam facere, perdet eam: qui autem perdiderit animam suam
proter me, et Evangelium, salvam faciet eam. (Mr 8:35)
–Callen los reos, pongan atención a lo que se dice, y les vendrá muy bien para
sus almas; de otro modo vean que mordazas nos sobran para los charlatanes.
Así exclamó en desabrido tono un frailazo.
Ocupaba el púlpito destinado al efecto el padre maestro, Fray Melchor Cano, el
cual predicó, según el testigo ocular tantas veces referido, un sermón «tan bien
como a su fama correspondía, aunque era tanto el ruido, que apenas se le oía».
Terminado el sermón, subió el púlpito, revestido de sobrepelliz y estola, el
Secretario del Inquisidor Mayor don Francisco Vaca, y en aquel momento una
prolongada y aguda nota de clarín, entonada por un trompetero, interrumpió las
conversaciones, y el silencio más absoluto reinó en todos los ámbitos de la
Plaza.
Se iba a hacer, e hízose, la protestación de fe.
Los príncipes, los inquisidores y todos los asistentes, incluso los reos, se
postraron de rodillas. Las tropas de infantería terciaron armas, y los jinetes
alzaron sus lanzas o presentaron sus espadas.
–¡Creo en Dios Padre Todopoderoso! – gritó don Francisco.
Y la multitud toda: corte, nobleza, plebeyos, clerecía y órdenes monásticas,
repitió en alta voz la fórmula.93
–¡Criador del cielo y de la tierra!...
–¡Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor! – repitieron con energía los
reformados relegados a la justicia secular.
Así se fue dictando y repitiendo el Símbolo de los Apóstoles o Credo; pero al
llegar a la fórmula... «Creo en la Santa Iglesia Católica, Apostólica,
Romana...», los reformados no reconciliados se pusieron en pie en son de
protesta.
Herrezuelo, a quien habían amordazado, y, por consiguiente, no podía hablar
movía continuamente la cabeza de hombro derecho a izquierdo, como diciendo: no;
y el hermano del doctor Cazalla exclamó a gritos:
–¡No! ¡Y mil veces no! Nosotros creemos en la Santa Iglesia Católica y
Apostólica, pero no en la Romana.
–¡Calle el hereje!
–¡Ponedle mordaza!
–¡Quemadle vivo!
Tales voces respondieron a la valiente protesta del que fue párroco de Hormigos.
Los reformados fueron obligados a caer de rodillas, y la protestación de fe
siguió hasta el final.
Todos los asistentes ocuparon de nuevo sus asientos, los relatores subieron a
sus púlpitos para llamar a los reos, extractar la causa respectiva de cada uno y
publicar la sentencia.
–¡Agustín Cazalla! – llamó el relator.
El doctor, a quien ya habían apercibido de que sería llamado, descendió de lo
alto de su silla, apoyado en el brazo de su confesor, Fray Antonio.
Debemos advertir que Cazalla no llevaba ni coroza ni sambenito: él, como los
demás eclesiásticos, vistieron sus trajes talares o sus hábitos hasta después de
degradados.
–¡Agustín Cazalla! – prosiguió el relator, sin darle al individuo el título don
ni doctor –, natural de Sevilla, clérigo (no canónico, aunque lo era de
Salamanca), capellán y predicador que fue de S. M. el Emperador don Carlos,
acusado y convicto de herejía, predicante de la secta de Lutero, es condenado y
entregado al brazo de la justicia secular, para que sea quemado vivo; aunque
como en el dicho Cazalla se ven señales de verdadero arrepentimiento, el Santo
Tribunal suplica a la dicha justicia secular agarrote al reo antes de encender
la leña en que será en absoluto quemado el cadáver. Esta sentencia se cumplirá
en las afueras de la ciudad, a la entrada de lo que se llama el Campo Grande o
de Marte, y consumida por el fuego la leña y cadáver del ajusticiado, se
aventarán las cenizas para que no haya jamás vestigio de tal persona. Esta
última parte de la sentencia se cumplirá fielmente en las personas de los reos
entregados al brazo de la justicia secular. Los bienes le son confiscados.
El doctor Cazalla, siempre ayudado, descendió del púlpito y ocupó su asiento,
llorando como un niño.
–¡Francisco de Vivero! – tornó a llamar el otro relator, añadiendo –, clérigo,
hereje luterano y predicante de la secta de Lutero; pertinaz en la herejía, es
relegado a la justicia secular, para que sufra la pena de ser quemado vivo en
fuego, con las mismas circunstancias del reo anterior, y confiscación de bienes.
El hermano del doctor Cazalla, sin ayuda de nadie, subió a su elevado sitial,
dando señales de algún aplanamiento moral, murmurando:
–Morir...¡no importa! Pero...¡quemado vivo...!
–Beatriz de Vivero, soltera, por beata embustera y hereje de la secta luterana,
es relajada al brazo secular, para que sea quemada viva, a los efectos de los
anteriores, y confiscación de bienes.
La hermana de los Cazalla descendió de su púlpito bastante angustiada.
El relator a quien correspondía llamó:
–¡Leonor de Vivero!
Cuatro ministriles del Santo Oficio acercaron al púlpito de los reos, llevada en
andas, una estatua, y otros cuatro trajeron un ataúd.
–Viuda – prosiguió el relator –, probado haber sido hereje luterana, pertinaz en
su herejía, que aunque pareció haber muerto en el seno de la iglesia romana, no
fue así, por lo cual el Santo Tribunal de la Fe dispone que los restos mortales
de esa mujer sean desenterrados del logar do yacen, e que se ejecute una figura
de tal persona, e que los restos e la estatua, entregados a la justicia secular,
sean quemados, desnudos, restos humanos e estatua, e las cenizas aventadas, e
confiscados los sus bienes.
Otro sí. El Santo Tribunal dispone:
Que, por cuanto en la casa de la propiedad de esta heresiarca se juntaban los
luteranos para celebrar sus conventículos, la dicha casa sea asolada hasta sus
cimientos, e el solar sea sembrado de sal, e ningún otro edificio se alce sobre
el dicho solar nunca jamás; pero levántese allí una columna del suficiente ancho
y altura para que pueda contener una piedra en la que, grabado a cincel, se lea
la siguiente inscripción, dictada por el Santo Tribunal en la siguiente traza:
«PRESIDIENDO LA IGLESIA ROMANA
PAULO IV
E REINANDO EN ESPAÑA FELIPE II, EL SANTO OFICIO
DE LA INQUISICIÓN CONDENÓ Á DERROCAR
E ASOLAR ESTA CASA DE PEDRO CAZALLA
E DOÑA LEONOR DE VIVERO, SU MUJER,
PORQUE LOS HEREJES LUTERANOS SE JUNTABAN
A HACER SUS CONVENTÍCULOS CONTRA NUESTRA
SANTA FÉ CATHÓLICA E IGLESIA ROMANA,
EN 21 DE MAYO DE 1559.»
Permítasenos una ligera digresión:
Desde esa fecha, la calle en que existió la casa de los padres del doctor se
denominó «Calle del Rótulo Cazalla».
Claro es que el solar no ha permanecido sin edificar. Poco a poco los dueños de
las casas vecinas fueron tomando o adquiriendo de los ayuntamientos sucesivos
porciones del terreno, para ensanchar sus moradas o edificar otras nuevas.
Sin embargo, el padrón se conservó hasta ya bien entrado el siglo XIX. Hoy la
calle se denomina simplemente Calle del Doctor Cazalla.
Demolido el padrón por orden de una autoridad francesa, en tiempos de la
invasión de 1808 a 1812, fue reconstruído en los tiempos absolutistas del Rey
Fernando VII. Demolido definitivamente, ya no queda vestigio alguno del sitio en
que se alzaba la casa de Cazalla. Con todo, el autor de esta leyenda lo puede
marcar por cuanto, habiendo visitado a Valladolid en 1874, alcanzó a ver un
pequeño espacio como metro y medio de ancho, y medio metro de fondo, cercado por
una tapia, en la que mano más ilustrada había trazado varios rótulos con las
siguientes frases y en esta forma:
Los edificios señalados hoy con los
números 19 a 21 en la Calle del Doctor Cazalla, se alzan sobre el mismo solar
que ocupó la finca de los padres del doctor.
Volvamos a nuestro relato.
–¡Alonso Pérez! – llamó el relator.
Compareció el reo en el púlpito y el relator leyó:
–Alonso Pérez, clérigo, Maestro en Sagrada Teología, vecino de Palencia, hereje
predicante de la secta de Lutero: relegado al brazo de la justicia secular, para
ser muerto en el fuego, conforme a lo dispuesto con los reos, sus consortes, y
confiscación de bienes.
A seguida de este varón, fue llamado, compareció en el púlpito, y fue leída la
causa y sentencia de:
–Juan García, vecino de Valladolid, de estado casado, artífice platero, con
establecimiento en la calle de Costanilla, hereje apóstata de la secta de Lutero,
predicante de la dicha secta: es relajado a la justicia secular, para que en la
forma ya dictada en las otras sentencias anteriores, e con las conclusiones de
las mismas, muera en el fuego.
Item: Que atendido el celo por la fe católica romana demostrada por la esposa de
este hereje, a cuya actividad y acendrado amor a la Iglesia romana se debe en
primer término el descubrimiento de los herejes y de sus herejías, ordena este
Santo Tribunal se la conceda una pensión vitalicia sobre la renta nombrada de
juros, con que honestamente pueda vivir; e a más, dispone este Tribunal, que en
la fachada de la casa en que actualmente mora, se abra un nicho en el que se
coloque una representación en bulto de yeso o de piedra, que represente a esta
tan católica hija de la Iglesia para ejemplo e imitación de otros. En atención a
los méritos ya dichos, tampoco se confiscan los bienes de este reo, que pasan a
su viuda; únicamente pague las costas de la causa.94
El solar que hoy ocupa la finca número 13 de la calle de Platerías es el mismo
en que estuvo edificada la casa del artífice platero Juan García. Yo he conocido
un anciano que alcanzó a ver la antigua finca y la piedra que sirvió de pedestal
a la pequeña estatua levantada en honor de la platera.
Reanudemos el relato.
El infeliz García descendió del púlpito murmurando:
–Quiera Dios que mi mujer se arrepienta del mal que ha hecho a todos, y su alma
sea salva.
–Cristóbal de Ocampo – llamó el relator y continuó leyendo –, vecino de Zamora,
Gran Prior de la Orden de San Juan: queda despojado de su Priorato y exonerado
de todos sus títulos y condecoraciones, él y sus descendientes. Se le confiscan
todos sus bienes y es relajado a la justicia secular, para que sea quemado vivo
en la forma ya establecida.
–¡Bravo! – exclamó el señor de Ocampo al descender del púlpito –. ¿Dónde están
esos caballeros de mi Orden, que así abandonan a su Gran Prior? Se me quitan mis
honores, pero no me quitarán la honra de haberlos obtenido, los unos por
nacimiento, los otros por mis altos hechos. ¿Me expolian mis bienes en perjuicio
de mis herederos? Tómenlos, que el mayor bien que poseo, la joya de gran precio,
no me la pueden arrebatar, y consiste en haber conocido a mi bendito Salvador.
–Antonio Herrezuelo, casado, abogado, hereje, apóstata pertinaz en la secta de
Lutero, por lo cual sea entregado al brazo de la justicia secular para ser
quemado vivo, y confiscados todos sus bienes.
A cada título, de los que ellos tenían por infamantes, que el relator leía,
Herrezuelo hacía señales afirmativas con la cabeza, como manifestando el placer
que sentía al ser tenido como hereje pertinaz, porque esto, en su concepto,
equivalía a fiel discípulo y servidor de Jesucristo.
Entre tanto, doña Leonor, su esposa, dijo a un inquisidor que cerca de ella se
encontraba:
–¡Dios santo! ¡Mi esposo condenado a morir en fuego! ¿Pues no me habíais
asegurado que si yo declaraba la verdad, su sentencia sería insignificante? ¿No
dijisteis que se había retractado?...
–Señora, es pertinaz – contestó el inquisidor.
Y la pobre esposa se entregó a los mayores transportes de dolor, llorando
desoladamente su prematura viudez, y hubiera caído al suelo desmayada al no
sostenerla y socorrerla.
–Cristóbal de Padilla, vecino de Zamora: se le despoja de su título de
Caballero, confiscados sus bienes y relajado a la justicia secular para que
muera en el fuego, por hereje apóstata, relapso en la secta luterana.
–El Licenciado Pérez de Herrera, vecino de Calahorra, Juez de Contrabandos de la
ciudad de Logroño: queda despojado de todos sus títulos, y sus descendientes
inhabilitados para ejercer cargos públicos u honoríficos. Se le confiscan sus
bienes y se le relaja al brazo secular de la justicia, por hereje apóstata
luterano.
–Catalina de Ortega – leyó el relator.
Esta señora, como las que seguirán, eran conducidas al púlpito apoyadas cada
cual en los brazos de dos familiares del Santo Oficio, por lo abatidas que
estaban.
–Catalina de Ortega, viuda del capitán Loaisa, hereje luterana: relajada a la
justicia secular para ser quemada viva, y le son confiscados sus bienes.
–Catalina Román, vecina de Pedrosa, hereje luterana: condenada a la última pena
en fuego, y confiscación de bienes.
–Juana Blázquez, criada de la señora Marquesa de Alcañices: condenada a morir en
fuego, por hereje luterana, y confiscados los bienes que hubiere.
Note el lector que la mayoría de estos reos, condenados a sufrir la última pena
en fuego, no habían sido calificados de dogmatizantes.
También salió en este triunfo un judío.
–Gonzalo Báez, vecino de Lisboa, Portugal: relajado a la justicia secular, por
observante de la ley de Moisés.
Terminada la horrible lista de los condenados al fuego, todavía prosiguieron
llamando culpables sentenciados a otras penas, como vamos a ver.
Todos los que siguen fueron admitidos a reconciliación.
–Juan de Vivero, hermano del doctor Cazalla, vecino de Pedrosa: hereje apóstata,
reconciliado de la secta de Lutero, en la que había sido iniciado por sus
hermanos eclesiásticos. Se le condena a cárcel perpetua, que también a
perpetuidad vista el sambenito, y se dispone que oiga misa todos los días y
sermón en la iglesia en que lo hubiere; confiese y comulgue en las tres Pascuas
del año, y confiscación de todos sus bienes.
A la misma pena que éste fue condenada doña Constanza de Vivero. Tenemos el dato
histórico de que el doctor Cazalla, al ver a su hermana dirigirse al púlpito
para escuchar la sentencia, se levantó de su asiento, y dirigiéndose a la
Princesa Gobernadora, exclamó:
–Señora: Tenga vuesa alteza compasión de esta infeliz, que deja trece hijos
huérfanos.
No se sabe que la Princesa atendiese al ruego de Cazalla.
La misma sentencia que a doña Constanza, recayó a doña Francisca de Zúñiga.
Llama el relator al valiente don Pedro Sarmiento, Comendador de la Orden de
Alcántara y capitán de infantería, quien, como recordará el lector, quiso
resistirse al inquisidor Vaca y a sus satélites, cuando fueron sorprendidos por
éstos, en su Asamblea religiosa, encontrándose desarmado.
–Don Pedro Sarmiento, vecino de Palencia: cárcel y sambenito perpetuos, pérdida
del hábito, encomienda y capitanía; en lo sucesivo no se firmará don, y si algún
día le fuese remitida la perpetuidad de su prisión y saliese de la cárcel, no
podrá usar caballo, ni en su persona oro, plata ni seda; por hereje reconciliado
de la secta de Lutero y encubridor de herejes predicantes. Se le confiscan sus
bienes.
Tan pronto como a este caballero le fue leída su sentencia, fue sacado de la
Plaza y conducido a las cárceles del Santo Oficio. Aunque la historia nos ha
transmitido este detalle, no nos dice la causa que motivó tal excepción.
Inmediatamente el relator llamó:
–Mencía de Figueroa, esposa del ex capitán Pedro Sarmiento, hereje reconciliada
de la secta de Lutero: condenada a sambenito y cárcel perpetuos; confiscación de
bienes, que oiga misa y sermón donde se la señalare, y viva separada de su
marido.
Esta señora, habiendo visto que a su esposo le retiraron el auto en el momento
después de haberle leído la sentencia, solicitó usasen con ella de la misma
gracia, lo que le fue negado, y tuvo que permanecer en el auto.
–Luis de Rojas Enríquez, hijo primogénito del Marqués de Pozas, hereje
reconciliado de la secta de Lutero: sentenciado a sambenito durante el tiempo
que permanezca en el tablado, confiscación de bienes, destierro perpetuo de
Valladolid, Madrid y Palencia, incapacitado para heredar el marquesado de Pozas,
que por línea recta le corresponde; no le es permitido salir de España, y se le
inhabilita para el ejercicio de cargo alguno público u honorífico.
Tras el anterior fue llamada doña Ana Enríquez, la cual hubiera caído al suelo,
privada de sentido, a no ser por el pronto auxilio del hijo del duque de Gandía,
que la recibió en sus brazos. Esta señora, que era hija del marqués de
Alcañices, fue sentenciada a «Sambenito por sólo el tiempo que durase el auto,
confiscación de bienes y reclusión perpetua en un monasterio».
De esta señora dicen los historiadores que contaba veinticuatro años de edad,
que conocía a la perfección la gramática latina, y había leído las obras del
doctor español Constantino Ponce de la Fuente, de quien ya tiene el lector
noticia, y también las de Calvino.
–Juan Ulloa Pereira, vecino de Toro, comendador de la Orden de San Juan: pérdida
de la encomienda y de cuantos honores poseyese, sambenito durante el tiempo en
que se leyese su causa y sentencia, y confiscación de bienes.
Tras este caballero, el relator llamó, y subió al púlpito:
–María de Rojas, monja profesa en el convento de Santa Clara, en Valladolid,
hereje reconciliada de la secta de Lutero: se la castiga a privación de voz
activa y pasiva en el Monasterio; que no pueda principiar ni entonar antífona en
el coro; que oiga misa diariamente y sermón cuando le hubiere, y que sea la
última en el coro y en el refectorio.
–Juana Silva de Rivera, hija natural del marqués de Montemayor, hereje
reconciliada de la secta luterana: condenada a sambenito y cárcel perpetuos,
confiscación de bienes, y que oiga misa y sermón en la iglesia que se le señale.
La misma sentencia que la anterior, y por la misma causa de herejes
reconciliados de la secta de Lutero, recayó en Antonio Domínguez, vecino de
Pedrosa, casado, de oficio zapatero; en Leonor de Cisneros, esposa del bachiller
Herrezuelo, vecina de Toro, y en María Saavedra.
Con visible atención escuchó Herrezuelo la causa y sentencia de su esposa doña
Leonor, y al escuchar que había sido admitida a reconciliación, o, lo que es lo
mismo, que había ella renegado de su fe en Cristo, el fiel y valeroso mártir
dejó caer la cabeza sobre su pecho y derramó lagrimas de amargura.
–Imitar a vuestra esposa debiérais – le dijo el fraile que a su lado estaba.
Instantáneamente cesaron las lágrimas; el santo mártir alzó la cabeza; sus ojos,
húmedos por el llanto, se fijaron con expresión enérgica y un sonido escapó de
su garganta:
La mordaza le impidió contestar al fraile: «¡No!»
–Antón Wasor95, de nacionalidad inglesa, hereje reconciliado de la secta de
Lutero, y por ello condenado a reclusión por un año en el Monasterio que se le
señale y pago de costas.
No nos parece muy dura, en comparación de otras, la pena a que fue condenado
este inglés, a quien pudo quedar el recurso de apelación al embajador de su
nación; pero... ¡ay! ¡En Inglaterra reinaba María Tudor, y ésta era esposa de
Felipe II! ¡Cualquiera con tales elementos fiaba en gestiones cancillerescas y
ni siquiera las intentaba!
–Isabel Rodríguez, natural de Montemayor, hereje reconciliada de la secta de
Lutero: sambenito y cárcel perpetuos, que oiga misa todos los días y
confiscación de bienes.
Y por último:
–Daniel de la Cuadra, vecino de Pedrosa, hereje reconciliado de la secta de
Lutero: sambenito y cárcel perpetuos, misa todos los días y sermón donde se le
señalare; confiscación de bienes.
Cuando los relatores terminaron su larga y penosa tarea, y descendieron de su
respectivo púlpito, ya eran como las dos de la tarde(histórico).
El sol, con sus rayos de fuego, caldeaba la Plaza, y en las graderías se comía y
bebía a placer.
A los desdichados reos se les servía... ¡agua! ¡Y gracias!
Como en las sentencias se ha dictado tanto sambenito, debemos una explicación
para el lector que la necesite.
El sambenito, o saco bendito, consistía en una blusa con mangas, que llegaba
hasta las rodillas. Eran de colores diversos, y en la delantera, y otros en la
delantera y espalda, llevaban cosida la llamada cruz de San Andrés, que tiene
forma de aspa y que ocupaba toda la delantera.
Los sentenciados al fuego vestían la hopa; saco largo de tela negra o amarilla
salpicada de llamas invertidas, figuras de sapos y de culebras, y demonios
ridículos, todo repugnante.
La coroza, igualmente salpicada de pinturas tan nauseabundas, consistía en un
gorro, o cucurucho, que ponían al sentenciado en la cabeza.
Terminada la lectura de causas y sentencias, el obispo de Palencia procedió al
acto de degradar a los reos que pertenecían al estado eclesiástico.
Entre tanto, el señor de Ocampo decía al fraile que tenía a su lado:
–Aquí está puesta en acción y al vivo la parábola de Lázaro y el Rico. Nosotros
hoy, bajo este sol que abrasa, demandamos un jarro de agua fría, mientras que en
esas gradas, y más resguardados de los rayos solares por los toldos, comen y
beben infinidad de personas. ¡Cuántas de esas gentes, si hacerlo pueden,
clamarán desde los infiernos al Señor para que les envíe a uno de nosotros con
una gotita de agua en nuestro dedo, que refresque la lengua de ellos! La hoguera
que nos aguarda no durará sino breves instantes, mientras que muchos de los que
hoy nos contemplan vivirán pereciendo en el fuego que nunca se apaga.
De la boca del amordazado Herrezuelo brotaba espesa baba, señal del estado en
que se encontraba el ilustre mártir. Un fraile lo observó, y pidió permiso a un
inquisidor para quitar la mordaza que torturaba al bachiller, permiso que fue
otorgado.
El fraile quitó el instrumento de mordaza al reo, y le ofreció un jarro
conteniendo fresca agua, que don Antonio apuró con ansia(histórico).
–Gracias, padre – exclamó Herrezuelo, después de haber mitigado su sed–; por mi
ánima os aseguro me habéis hecho un gran bien. Las riquezas de Creso os diera a
tenerlas; pero yo aseguro a vuesa paternidad que hay un más rico y excelente
Pagador en los cielos, y ese jarro de agua con que me habéis refrescado no
quedará sin recompensa.
VI
¡A la cárcel...! ¡A la hoguera!
Toda la gente se puso en
movimiento. Y así como en el presente siglo y en España, momentos antes de que
muera el último toro en la plaza, se levanta el público para salir a la calle a
despedir y para aplaudir a los lidiadores, así en la ocasión que historiamos las
gentes comenzaron a abandonar apresuradamente graderías, ventanas y tejados, a
fin de poder contemplar a los reos y presenciar el último acto de esta gran
fiesta en la carrera que debían recorrer y en el Quemadero.
Las dos procesiones salieron de la plaza en direcciones opuestas, puesto que una
había de dirigirse a las cárceles de la Inquisición, y la otra hacia el
Quemadero.
El infeliz don Agustín Cazalla, al verse sin sus ropas clericales, vestido de
hopa, con coroza en la cabeza, descalzo y con una soga al cuello, no cesaba en
su llanto.
–¡Por amor de Dios – exclamaba –, doleos de mi desventura, y perdonadme la vida!
Echándose a los pies del inquisidor general, exclamó:
–Señor, dadme vuestra absolución; que no me pongan mordaza ni me quiten la vida.
–Ea – contestó el Inquisidor –, basta ya. Respecto de la sentencia, es
irrevocable y tiene que cumplirse. Ahora, pues, que vemos vuestro
arrepentimiento, no se os pondrá mordaza, para que prediquéis la fe católica, y
esto os sirva de descargo por vuestros muchos pecados.
Y así fue. El pobre doctor exhortó a algunos de sus compañeros de pena, durante
el camino de la plaza al Campo Grande, a que se convirtiesen a la Iglesia
romana.
He aquí lo que acerca de esta última etapa de la vida del doctor Cazalla
escribió su confesor Fray Antonio de la Carrera, en un comunicado que dirigió al
inquisidor general Valdés, al día siguiente del auto:
«...Y ansí pasó delante hasta llegar al palo, predicando siempre y amonestando a
que reverenciasean los ministros de la iglesia, y honrasen las religiones.
Llegado al lugar de su tormento antes que se apease para subir, se reconcilió
conmigo que se había confesado: luego, sin más dilación, le pusieron en el
pescuezo el argolla, y estando ansí, otra vez tornó a amonestar a todos y
rogarles que le encomendasen a Nuestro Señor, y en comenzando a decir el Credo
le apretaton el garrote y el cordel, y llegando al cabo se le apretaron, y ansí
acabó la vida con semejante muerte, y dió el alma, la cual, por cierto, tengo ya
averiguado que fué camino de la salvación: en esto no tengo ninguna dubda, sino
que Nuestro Señor, que fué servido darle conocimiento y arrepentimiento y
reducirle a la confesión de su fée, será servido darle gloria. –Esto es, señor
ilustrísimo y reverendísimo, lo que pasó en este caso, lo cual fuí testigo de
vista, sin apartarme un punto de este hombre desde que le confesé hasta que fué
difunto. –Siervo y capellán de V. S. I., Fray Antonio de la Carrera».96
El bachiller Herrezuelo sufrió un verdadero martirio al ver que su joven y amada
esposa, doña Leonor, había abjurado de su fe. Al pasar a su lado para ir al
Quemadero y aprovechando el tener libre de mordaza su lengua, Herrezuelo tocó
con el pie a su esposa, diciéndole:
«¿Es ese el aprecio en que tienes la doctrina que por espacio de seis años te he
enseñado?»97
El sentimiento que embargó el ánimo de la joven dama debió ser inmenso.
El acto de desprecio y las palabras del amante esposo y noble caballero debieron
caer como plomo derretido en el corazón de doña Leonor; pero al mismo tiempo la
infundieron tal valor, que despertóse en ella (si se había adormecido) su fe en
Cristo.
Refiriéndose a esta dama leamos al historiador Rosseu Saint-Hilaire, en su
HISTORIA RELIGIOSA. El Protestantismo en España en el siglo XVI: «El valor de
Leonor de Cisneros se había debilitado ante el suplicio que se la hacía sufrir
en el calabozo; pero ¿quién puede acusar de cobarde a una pobre niña de
veintidós años, separada violentamente de cuanto amaba en el mundo, y siendo su
única esperanza los tormentos y la muerte? Ignorando la suerte de su marido, muy
bien pudo creer que el aliento de éste había decaído como el suyo; pero aquella
dolorosa mirada que Herrezuelo la dirigió pocos instantes antes de su muerte,
reanimó su corazón, y desde entonces se propuso con más entusiasmo olvidar
aquella cobardía, por la que rescató su vida; y a pesar de estar libre (de la
pena de muerte), no quiso cumplir las humillantes penitencias que se la
impusieron, siendo su resultado que de nuevo fué encerrada en las prisiones del
Santo Oficio, donde permaneció por espacio de ocho años; y como ningún poder
humano era posible que la arrancase la retractación de su fe, en 1568 fué
arrojada a las llamas, sin que nada, dice el historiador Illescas, pudiese
conmover a este corazón inflexible. »
De tal modo premió Dios la fe de Herrezuelo, y acaso sería respuesta a la
postrera oración del glorioso mártir, dirigida a Jesús, en demanda de que la
amada esposa fuese salva.
¿A qué hemos de fatigar más la mente del lector?
La distancia que media entre la Plaza Mayor de Valladolid y el Campo Grande no
es larga, y yo, que no soy persona de mucho andar, la puedo recorrer en diez
minutos.
Claro es que la procesión de los sentenciados tardaría mucho más en llegar, pero
llegó al fin.
Situaron el Quemadero en el lugar sobre el cual está edificado hoy el edificio
de la Academia Militar de Caballería, sobre el margen izquierdo del río Esgueva.
Quince estacas, mejor dicho quince gruesas vigas, se habían colocado en hilera,
rodeadas cada cual de su correspondiente haz de leña seca y resinosa, como
dispuso el magnífico D. Luis Osorio, obedeciendo a la indicación del Santo
Oficio en lo de haberse benignamente con los reos.
Buen golpe de tropas custodiaban el lugar y los instrumentos de tortura; pues es
fama que, si noches antes del auto hubo peligro de que se prendiese fuego al
tablado en construcción en la Plaza Mayor, también en este día temían las
autoridades que incógnitos partidarios de la Reforma intentasen una asonada para
salvar del suplicio a los reos.
Pero nada ocurrió. El pueblo, que en derredor del Quemadero se agolpaba
disputándose el mejor puesto a pisotones y codazos, para contemplar el horrible
drama, era contenido a distancia conveniente por fuerzas de caballería e
infantería, que repartían sin piedad mandobles de plano y golpes con los cuentos
de las partesanas.
Ya atados los reos, cada cual a su respectiva estaca, los frailes emprendieron
con más tesón la lucha para que los pertinaces se retractasen.
Se sentían desesperados ante su impotencia para convencer a aquellos herejes.
A todos publicaban el mismo bando misericordioso:
–Di que quieres morir en el seno de la Iglesia romana, y te evitas los martirios
del fuego.
Más de una vez la víctima decaía, y el horrible fraile, tomando por asentimiento
lo que solamente era desfallecimiento físico, hacía seña al verdugo, quien
prontamente agarrotaba a la víctima, mientras el fraile se volvía con aire de
triunfo hacia la multitud, gritando:
–¡Loado sea Dios! ¡Convertido a la fe romana! ¡Retractóse de sus errores!
Pero contra quien la lucha frailesca fue perfecta y completamente inútil fue
contra Herrezuelo.
Desmontado ya del asno que le condujera al suplicio, uno de los frailes
dominicos esperaba que la vista de la estaca y el haz de leña impondrían al fiel
soldado de Cristo.
Un ayudante de verdugo, joven ciertamente, ató a la estaca al bachiller.
–Te perdono – le dijo Herrezuelo – el daño que me haces; pero te aconsejo te
arrepientas de tus pecados...
–Arrepentíos vos – interrumpió Cazalla, que estaba ya ligado a un poste
inmediato –. ¿Por qué queréis morir quemado vivo? Decid que creéis en la iglesia
romana y os ahorraréis inmenso martirio.
–No pienso hacer tal confesión. Si creyese en la Iglesia romana, como he creído
hasta hace pocos años, en que fuí iluminado por la luz del Evangelio, confesaría
que creía en tal Iglesia, aunque en ello me fuese la vida; pero no creyendo,
como no creo, pueden atormentarme y finalmente matarme, en la forma y modo que
en gusto los viniere, porque yo no confesaré una fe que mi conciencia y mente
rechazan.
–Ved, Don Antonio – interrumpió un fraile –, que estáis siendo causa de tropiezo
y de escándalo para los que se han convertido.
–¿Por qué me dais don si de él me han despojado?
–La costumbre – contestó el fraile.
–¡La costumbre! – repitió el animoso Herrezuelo, y continuó –: No, no es la
costumbre; es que vos mismo, en el fuero interno de vuestra conciencia,
consideráis la sentencia, si no injusta, excesiva...
El mártir interrumpió por un momento su discurso y continuó:
–¡Que se convierten esos, mis hermanos de suplicio, a vuestra fe...! Dios,
vosotros y yo, sabemos que no hay tal conversión. Lo que hacen, si algo hacen,
es ahorrarse un poco de padecimiento corporal. Yo, gracias a Dios, puedo apurar
el cáliz que por Jesús mi Salvador me es ofrecido.
El fraile perdió la calma, y como una fiera gritó:
–¡Pues que lo quiere, sea! ¡Fuego, fuego!
Un sicario aplicó la tea a la pira y la leña comenzó a chisporrotear.
Herrezuelo elevó al cielo su mirada y sus labios se movieron como si formulase
una plegaria.
Un guardia alabardero, llevado de un celo digno de mejor causa, enristró su
alabarda y la hundió en el pecho de la víctima. La sangre saltó sobre el fuego,
y una llama que subió hasta el tope del mástil a que estaba fuertemente ligado
el cuerpo del fiel testigo, le ocultó a los ojos de sus verdugos.
Poco más o menos, las mismas escenas ocurrieron con los demás sentenciados.
Uno de los inquisidores, testigo de los hechos, dejó escapar estas palabras:
–Después de todo, yo tengo la seguridad de que si alguno añadió al credo la
palabra «romana», lo hizo solamente por acabar antes con el garrote.98
Un detalle. Al lado del doctor Cazalla fueron consumidos por el fuego los restos
mortales y estatua de su madre, doña Leonor de Vivero.
Cuando la noche tendió su negro crespón, las quince piras resplandecían como
quince inmensos braseros, y lanzaban espirales de humo que se elevaban hacia el
espacio.
A la madrugada del siguiente día, extinguido el fuego, el vecino ramal del río
Esgueva recibía en sus aguas aquellas preciosas cenizas, depositándolas en el
río Pisuerga, cuya abundosa corriente las comunicó, sin duda, al caudaloso Duero,
donde el primero desemboca. Y así, de río en río, de arroyo en arroyo, de
acequia en acequia, los ríos de toda España, en Norte, Centro y Sur, fueron
(figuradamente) conductores de la semilla evangélica por toda la Península
Ibérica.
Cuentan graves autores que los vallisoletanos, al siguiente día del auto, vieron
recorrer las calles de Valladolid un caballo blanco, que, sin tocar con los
cascos en el suelo, más que correr volaba, y jinete sobre él, un fantasma,
blanco también, en quien algunos quisieron reconocer el doctor Cazalla. Frutos
son estas aberraciones de la persecución religiosa. A medida que el hombre
medita menos en las cosas espirituales, cae en uno de estos dos extremos: o en
el fanatismo más grosero, o en la incredulidad más árida. Una tercera hijuela
tienen estos dos extremos: ¡LA HIPOCRESÍA!
VII
De los preparativos para otra función.
A seguir el orden cronológico de
sucesos, debiéramos presenciar ahora el auto de fe celebrado en Sevilla en 23 de
Septiembre de 1559; pero a fin de no fatigar la imaginación del lector con
viajes, y a fin de reunir juntas las relaciones de los hechos de una misma
localidad, historiaremos seguidamente el auto celebrado en Valladolid en Octubre
del mismo año 59.
El propósito de este libro es no solamente distraer al que lee, sino conservar
coleccionadas aquellas cuatro grandes hecatombes: dos en Valladolid y dos en
Sevilla, que ahogaron en sangre, hierro y fuego, el movimiento de Reforma
religiosa en España.
Después de estos cuatro autos, genuinamente contra cristianos reformados, ya
pocos evengélicos figuraron en los muchos autos posteriores que se celebraron,
hasta la total extinción del sanguinario Tribunal. En aquellas posteriores
funciones, solamente comparecieron judíos, moriscos, brujas, brujos, y
alucinados por locuras, hijas del mismo fanatismo.
..............................................................................................................
Si en el auto del 21 de Mayo
figuraron personajes ilustres, no lo fueron menos los que concurrieron al
celebrado cinco meses después, o sea el 8 de Octubre. Si la función de Mayo fue
presidida por la reina gobernadora, princesa doña Juana, y por el príncipe don
Carlos, heredero del trono español, el auto de fe en 8 de Octubre fue presidido
por el soberano de ambos mundos, por el rey Felipe II.
De vuelta de su viaje a Flandes, el muy alto y poderoso señor rey don Felipe II
desembarcó en Laredo, pequeño lugar sobre la costa cantábrica, el 20 de Agosto
de 1559. Se dice que lo primero que el católico monarca hizo, al poner su planta
sobre las húmedas arenas de la playa, fue postrarse de rodillas y besar el suelo
patrio.
Los señores inquisidores, quienes sin duda conocían las afecciones del tirano,
dispusieron celebrar segunda hornada de seres humanos en aquel mismo año.
Mucho habían apurado el ingenio los inquisidores para dar esplendor al auto del
mes de Mayo, pero todavía, exprimiendo un poco el magín, encontraron medios para
dar más realce a éste, de suyo ya realzado con la presencia del monarca, y algo
más que verá el curioso lector.
Publicada con la antelación conveniente la fecha de la celebración del auto, una
legión de obreros, pertenecientes a oficios diversos, levantaron en la Plaza
Mayor un tablado más capaz que el del auto anterior, y de nueva invención «para
que de todas partes pudieran ser vistos los herejes».99
Multitud de forasteros de diversos puntos de España acudieron a Valladolid para
presenciar la función, en número tal, que los autores calculan en dos cientas
mil almas las que tuvo la entonces capital de España. dentro de su aumurallado
recinto; suma fabulosa si se tiene en cuenta los medios de viajar en aquella
época.
La víspera del día del auto, que se publicó con las fórmulas de costumbre, o sea
el 7 de Octubre, había ruido y movimiento también en el interior del edificio de
la calle de Pedro Barrueco, que ya el lector conoce como residencia del Tribunal
y cárcel del Santo Oficio.
Valiéndonos del mismo talismán de que nos servimos la vez anterior, el libro de
la historia, traspondremos los impenetrables muros y sabremos lo que ocurría en
el interior de aquella tétrica mansión.
Comenzaremos penetrando en la prisión en que yace el muy noble don Carlos de
Seso, caballero, descendiente de una de las más ilustres familias de Italia,
hombre de grandes talentos y erudición; militar de alta graduación, y durante
muchos años jefe en los ejércitos del emperador don Carlos V, bajo cuya
autoridad desempeñó altos cargos políticos. Como ya antes de ahora creemos haber
dicho, este importante personaje estaba unido en matrimonio con doña Isabel de
Castilla, dama ilustre, hija de don Francisco de Castilla, descendiente en la
línea recta del rey don Pedro I (llamado por unos cruel y por otros justiciero).
Acusaban a este señor no solamente de ser fervoroso partidario de las ideas
reformistas en materias de religión, sino también de activo propagador de esas
mismas ideas, para el triunfo de las cuales intervenía, no solamente con su
profundo saber, sino con su poderosa influencia personal.
La puerta de la prisión en que don Carlos de Seso estaba encerrado fue
franqueada y dos dominicos penetraron en el calabozo.
–Dios os guarde, don Carlos – dijeron saludando al preso.
–Y también a vuesas paternidades – contestó el noble varón, levantándose del
escabel en que sentado estaba.
–Demandamos de vuesa señoría permiso para ejercer nuestra penosa misión acerca
de vos.
–Cortesía es esa – replicó don Carlos – que aquí huelga; porque en este lugar no
abonan ni títulos ni prendas personales.
–Exactamente como ante el Tribunal de Dios – contestó un dominico con aire
hipócrita.
–No por cierto – exclamó don Carlos –. Blasfemar fuera comparar el santo y justo
Tribunal del Juez Justo con este otro vuestro, donde ni la santidad ni la
justicia tienen asiento.
–No decís verdad, señor de Seso, pues os consta que ni personas ni riquezas mira
este Tribunal Santo.
–¡Personas! ¡Riquezas! ¡Bueno fuera! Destruyendo las personas os apoderáis de
las riquezas.
–Aunque todo eso no es cierto, no discutiremos, que otra misión más sagrada es
la que nos trae cerca de vuesa señoría.
–Expongan, pues, vuesas paternidades esa misión, pues con atención os escucho.
–Señor – dijo uno de los visitantes –, la vida es breve.
–No lo ignoro.
–Por eso nosotros venimos para advertir a vuesa señoría lo importante que es
estar prevenido para acercarnos a nuestro destino final.
–Nada para mí nuevo hame dicho vuesa paternidad. Desde que en Cristo creí y le
acepté como mi único y suficiente Salvador, siempre anhelo que Su Majestad se
digne llamarme a sus moradas.
–Bueno y santo deseo es ese. Mas, desgraciadamente, ¡oh señor!, habéis añadido a
vuestras ordinarias culpas el cobijar en vuestro ánimo tales y tantos errores,
que me estremezco considerando lo próximo de vuestra muerte.
–Podéis estar tranquilos, porque...
–Es que vuestro fin está más próximo de lo que creéis, señor.
–Tanto mejor para mí.
–Perdonad si os comunicamos una nueva que os desagradará.
–Hablad, hablad sin temor.
–Pues, señor, venimos para notificaros, en debida forma y conforme a derecho,
que ha recaído sentencia firme en vuestro proceso y que estáis condenado a morir
en fuego, a menos que...
–¡Dadme esa mano en albricias, amigo! – exclamó don Carlos, iluminado su
semblante por una verdadera alegría –. No sabéis cuán feliz me habéis hecho. ¿Y
cuándo debo ser ejecutado?
–Mañana, antes del toque de queda. ¿Queréis firmar vuestra notificación?
–¡Indudablemente!
Don Carlos firmó con pulso firme y mano segura su propia sentencia.
Al devolver el documento a los frailes, les dijo:
–Ahora que vuestra comisión está cumplida, dos cosas he de suplicaros. Es la
primera, haceros saber que de todo corazón perdono a los que me han condenado, y
la segunda, que me dejéis solo.
Los dominicos estaban sobrecogidos ante la serenidad y entereza del ilustre
prócer. Uno de ellos le dijo:
–Señor, y a cambio de esos favores, ¿no nos otorgaría otra vuesa señoría?
–Hablad.
–Sería una grande alegría para nosotros, y algo en vuestro provecho redundaría,
si os confesarais...
–Sí, por cierto – interrumpió don Carlos –; pero para más tranquilamente hacer
mi confesión, deseo hacerla por escrito. Conque proporcionadme recado de
escribir y luz, y seréis servidos... ¡Ah! No escaseéis el papel.
No volvían de su asombro los reverendos al ver que don Carlos, tan pertinaz y
duro hasta entonces, cediera tan humilde y repentinamente.
No obstante, salieron del calabozo y corrieron a notificar lo que pasaba al
inquisidor don Pedro de la Gasca, que se hallaba en compañía del Inquisidor
general don Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla, quien quiso asistir y
asistió a este auto.
Ambos prelados accedieron a los deseos del preso, ordenando que se pusiesen
luces en el calabozo y se le llevase recado de escribir.
Poco tiempo después don Carlos de Seso, sentado ante una mesa, molestado por la
gota, mas con pulso tan tranquilo como lo estaba su conciencia, escribió un
documento en el cual hacía constar que a las puertas de la muerte protestaba de
los errores e idolatrías de la Iglesia romana, y declaraba que creía poderse
salvar del castigo eterno sólo en la fe de Cristo, en quien confiaba; que creía
en la palabra de Dios como única fuente donde puede saberse la voluntad del
Omnipotente; que se arrepentía sinceramente ante Dios de sus pecados, y que con
esto sólo esperaba ser salvo.
«Es difícil de pintar – escribe Llorente – el vigor y la energía con que
escribió dos pliegos de papel un hombre intimado a morir dentro de pocas horas.»
Cuando los inquisidores leyeron aquella confesión de fe cristiana, o luterana,
como ellos decían, se llenaron de ira, y estuvieron toda la noche y el día
siguiente, hasta en el Quemadero, molestando al noble mártir; aunque, como
veremos, fue vana toda diligencia para abatir la firmeza de don Carlos.
Escenas análogas ocurrieron en otros calabozos, entre ellos en el que ocupaba
Fray Domingo de Rojas, religioso de la Orden de Predicadores, e hijo de los
marqueses de Pozas.
Don Carlos de Seso y este religioso pudieron, por algún tiempo, evitar el ser
presos; no sabemos cómo, pero es lo cierto que ambos fueron aprehendidos en
Pamplona, vistiendo Fray Domingo de seglar.
Dura fue también la brega que mantuvieron con Juan Sánchez, el criado del doctor
Cazalla, que pudo, como vimos, escapar de tejado en tejado la noche en que la
Inquisición sorprendió la asamblea cristiana en la casa de don Agustín.
Sánchez pudo llegar hasta la costa Cantábrica, y allí embarcarse para Flandes,
suceso que supo la Inquisición por unas cartas que desde Castro Urdiales dirigió
Sánchez a doña Catalina de Ortega, las cuales fueron encontradas a esta señora
cuando la prendieron.
Los inquisidores libraron apremiantes exhortos y órdenes del rey, «quien no
perdonó medio ni gasto alguno» para dar con este discípulo de Cristo, hasta que
fue descubierto y preso en la ciudad de Turlingen, por el alcalde de corte don
Francisco de Castilla.
Es horroroso el modo en que Juan Sánchez fue remitido a España. y parece mentira
que las fuerzas humanas puedan resistir, sin desfallecer, tan prolongados y
atroces tormentos.
En la nao le pusieron en barra, y por tierra caminó cargado de cadenas. Además
de esto, introdujeron su cabeza en una especia de casco con celada, que le
cubría la cara, y al mismo tiempo armado de una lengüeta de hierro, con tal maña
colocada, que se le introducía en la boca y, oprimiéndole la lengua, añadía
martirio, mientras que impedía exhalar una frase de queja.
La suerte de este infeliz fue, como veremos, la más trágica de todos los
quemados en aquel luctuoso día.
VIII
El domingo 8 de octubre de 1559 en Valladolid
Procurando ahorrar repeticiones
enojosas, en la suposición de que nuestros lectores recuerdan la sucinta
relación que hicimos al reseñar el auto celebrado el Domingo de Trinidad, 21 de
Mayo del mismo año, vendremos a lo esencial, que es como sigue:
Como es natural, en este domingo no hacía calor, antes bien, molestaba el fresco
ambiente de la mañana, por lo que suponemos no se extendieron en la Plaza Mayor
aquellos toldos para resguardar de los rayos solares a los espectadores de todos
sexos y categorías.
Con todo, bien de mañana, en las graderías, balcones y tejados se apiñaba la
multitud.
Rumor de clarines se dejó escuchar hacia la Costanilla, hoy calle de Platerías,
y pronto desembocó en la Plaza Mayor el cortejo real.
Un piquete de caballería espoleaba sus caballos, abriendo paso entre la
multitud, a la comitiva a que precedía.
Entraron en la Plaza y ocuparon sus respectivos asientos, ya señalados de
antemano, según la jerarquía de cada cual: Su Majestad el rey don Felipe II; el
príncipe heredero (que no llegó a heredar) don Carlos; la hermana del rey,
princesa doña Juana; el príncipe de Parma; tres embajadores franceses; el
inquisidor general, don Fernando de Valdés, arzobispo de Sevilla; los obispos de
Palencia de Zamora y de Cuenca; el condestable y almirante de Castilla; los
duques de Nájera y de Arcos, cuyas familias no se han extinguido hoy día; el
marqués de Astorga y el de Denia; los condes de Ureña, de Benavente y el de
Buendía; don Pedro Luis de Borja, gran maestre de la Orden Militar de Montesa;
el gran prior de Castilla y de León, de la Orden de San Juan de Jerusalén, que
lo era don Antonio de Toledo, hijo de los duques de Alba; y para no ser más
extensos, multitud de nobles y servidumbre real, con sus pajes, quienes, sobre
las ricas y artísticamente bordadas dalmáticas de terciopelo que vestían,
lucían, bordados, los blasonados escudos de los señores a quienes servían. No
faltaban en el cortejo muchas ricas y bellas «fembras» de la nobleza española,
entre las cuales recordarse puede a la condesa de Ribadavia.
Tampoco dejaron de asistir las corporaciones oficiales en sus respectivos
asientos: Cancillería, Universidad y otras, llevando a frente sus timbaleros,
trompeteros y estandartes.
Ya cesa la gritería del pueblo; todos los hombres descubren sus cabezas. Es que
penetra en la Plaza el clero parroquia, con sus mangas y cruces alzadas; las
órdenes monásticas, la manga cruz y clerecía de la Parroquia de Señor Salvador;
los reos en número de treinta, de los cuales trece eran condenados a muerte; uno
en estatua, y los restantes reconciliados, pero sujetos a saludables penas,
custodiados por tropas y asediados los impenitentes de frailes tan incapaces
como fanáticos.
Todo está en guisa.
Reina un silencio sepulcral.
Ante Felipe II no se alzaba la voz.100
El obispo de Cuenca sube al púlpito y se prepara a predicar el sermón de la fe,
tomando como tema para su discurso las palabras de Cristo, que enunció en latín:
Attendite a falsis prophetis, qui veniunt ad vos in vestimentis ovium,
intrinsecus autem sunt lupi rapaces.
A fructibus eorum cognoscetis eos.
Tengan mis lectores la bondad (aquellos que no entiendan el latín) de leer en su
Biblia o Nuevo Testamento, versión castellana, en el Evangelio según San Mateo,
capítulo VII, versículo 15, y primera parte del versículo 16, cuya porción
escritural fue la tomada como tema para su sermón por el prelado de Cuenca.
Siento en el alma que así como el texto tomado por el obispo-predicador ha
llegado a mi noticia, no tengo también un traslado del sermón predicado; pero,
¿qué pudo decir?
Allí las ovejas eran los reformados.
Los lobos rapaces... ¡los lobos rapaces fueron, han sido y serán los ministros
papísticos, de cualquiera jerarquía y condición que sean!
Ello es que, terminado el sermón, el inquisidor general, don Fernando de Valdés,
se acercó al sitial que ocupaba don Felipe II, diciéndole:
–Domine, adjuva nos.
¡Qué blasfemia! ¡Dirigirse a un hombre mortal (aunque éste fuera un rey) con las
mismas palabras que el sacerdote Asaph demandó el auxilio de Dios, cuando el
pueblo de Israel estaba acaso en la cautividad! (Salmo 79, versículo 9.)
El resultado de tal demanda fue que el poderoso don Felipe levantóse, y con
marcial talante desenvainó la espada, en señal de que con aquel acero que su
diestra blandía defendería la fe papística y ayudaría al tribunal de la
Inquisición.
Entonces el mismo inquisidor general leyó una minuta, que el día anterior había
preparado don Diego de Simancas, la cual a la letra decía, salvo la ortografía:
«Siendo por decretos apostólicos y sacros cánones que los reyes juren de
favorecer la santa fe católica y Religión cristiana: ¿Vuestra Majestad jura por
la Santa Cruz, donde tiene su real diestra en la espada, que dará todo el favor
necesario al Santo Oficio de la Inquisición y a sus ministros contra los herejes
y apóstatas, y contra los que los defendieren y favorecieren, y contra
cualquiera persona que directa o indirectamente impidiere los efectos y cosas
del Santo Oficio; y forzará a todos los súbditos y naturales a obedecer y
guardar las constituciones y letras apostólicas, dadas y publicadas en defensión
de la santa fe católica contra los herejes y contra los que los creyeren,
receptaren o favorecieren?»
–«Así lo juro» – respondió el rey.
El arzobispo, hecha reverencia, se separó del rey, y tomó asiento en el escaño
que tenía designado.
El relator inquisitorial Vergara subió a su púlpito y llamó:
–¡Don Carlos de Seso!
Este caballero descendió del tablado a ocupar el púlpito de los reos para
escuchar la publicación de su sentencia. Iba apoyado en los hombros de dos
pajes, que vestían luto, es decir, coleto y gregüescos de terciopelo negro, y
calzas de lana del mismo color; permitiéndose esta ayuda a don Carlos porque
sufría un fuerte ataque de gota. (Histórico)
Cuando escuchó la sentencia, por la que se le relajaba al brazo secular, para
que pereciese en el fuego, don Carlos manifestó a las personas que le rodeaban
la satisfacción que sentía.
Al pasar (para ir a su sitio en el tablado de los reos) por ante el solio del
rey, el noble mártir le increpó:
–«Señor, ¿cómo permite Vuestra Majestad que un caballero de mi linaje, y de
tantos servicios a Su Majestad, vuestro augusto padre, sea quemado?»
Arrugóse más de lo que de ordinario estaba la frente del rey, quien con tono
altanero contestó:
–Yo mismo traeré la leña para quemar a mi hijo, si fuere tan malo como vos.101
No contribuyó el rey don Felipe II con su haz de leña para quemar vivo a su
hijo, el príncipe don Carlos, pero autorizó y firmó la sentencia de asesinato
contra su primogénito y único hijo, como el mismo don Felipe le tituló.
Instalado don Carlos de Seso en su asiento, fue asaltado nuevamente por los
frailes, que le exhortaban a una retractación.
El dolorido caballero y fiel discípulo de Cristo tuvo alientos para contestar al
ataque frailuno:
–Voy a aprovechar el tiempo que me queda en convenceros del error en que estáis,
dando así testimonio de mi fe en Jesús mi Salvador; pero lo haré en voz alta, a
fin de que ese vulgo que nos contempla con horror oiga la fe cristiana, que
consiste en...
Don Carlos no pudo continuar. Una mordaza impidió a sus labios expresar lo que
sentía su alma.
Mientras esto ocurría en el tablado de los reos, escuchando está el relato de
sus crímenes, y la sentencia que por los mismos merecía, Fray Domingo de Rojas.
Escuchó, sin pronunciar palabra, al relator; pero al retirarse del púlpito de
los reos y pasar ante el estrado ocupado por el monarca y rea familia, solicitó
dirigir la palabra al rey.
Grande interés tenían todos en que el hijo del marqués de Pozas, por razón de su
alcurnia y estado, abjudicase de la fe cristiana, y en esa esperanza le fue
permitido hablar.
Rojas, con voz firme, exclamó:
–Yo tengo necesidad de decir ciertas cosas para aviso de Vuestra Majestad y de
muchos; y son que, aunque yo salgo aquí, en opinión del vulgo, por hereje, creo
en Dios Padre Todopoderoso; Padre, e Hijo, e Espíritu Santo, y en la Santa
Iglesia. Y creo en la Pasión de Cristo; lo cual sólo basta a salvar al mundo.
Dos frailazos interrumpieron el discurso, procurando apartar de aquel lugar al
reo; pero Fray Domingo, abrazándose a un madero de la valla, prosiguió:
–...basta a salvar al mundo, sin otra obra que la justificación del alma para
con Dios.
–¡Callad! ¡Callad!... – exclamaron los frailes.
–...y en esta...
–¿No callarás? ¿No callarás?
–...y en esta fe me pienso salvar...
–Veremos si callas.
Así exclamó un fornido alguacil del Santo Oficio, quien forcejeando logró,
ayudado por los otros frailes, arrancar de aquel lugar al bendito ex fraile.
Entre tanto, el rey ordenaba se amordazase al que testificara del poder salvador
de Cristo, orden que presto fue obedecida por los sicarios del oscurantismo y de
la tiranía.102
Felipe II mandó amordazar a un testigo de Cristo. Los príncipes y fariseos no se
atrevieron a tanto con los Apóstoles, pues se limitaron a ordenarles que en
adelante «en ninguna manera hablasen ni ensañasen en el nombre de Jesús».
(Hechos, IV, 17, 18.)
¡Pero los príncipes de los judíos y los fariseos temían al pueblo!
¡Qué diferencia! ¡En 1559, era el pueblo quien temía a su príncipe!
Además de estos dos excelentes mártires, fueron relajados al brazo de la
justicia secular:
Pedro de Cazalla, hermano del doctor Cazalla. Era, como sabemos, cura párroco de
Pedrosa; salió al auto con mordaza. Fue calificado de hereje apóstata de la
secta de Lutero y promovedor de ella.
El licenciado don Diego Sánchez, clérigo; Francisco de Almarza, natural de
Almarza, entierra de Soria; Pedro Sotelo, vecino de la villa de Palo, en el
obispado de Zamora. Y, finalmente, perdió con éstos la vida un tal Francisco
Blanco, de origen morisco y seguidor de la doctrina de Mahoma. Este pobre hombre
había sido (o fingido) convertido al papismo, pero cayó de nuevo en los errores
de su primitiva religión. Más que culpable, era insensato, puesto que sostenía
que Jesucristo no había venido al mundo, puesto que si hubiera venido fuera
casado, y viviera en su casa como el común de los hombres.
Tras estos ocho varones fueron sentenciadas al fuego seis religiosas; a saber:
Doña Eufrasia de Mendoza, monja profesa en el convento de Santa Clara, en la
ciudad de Palermo, en Italia. Esta pobre señora pudo evadirse, no sabemos cómo,
del convento; pero tuvo la mala ocurrencia de venirse a España, donde fue presa,
y figuró en el auto que reseñamos.
Plaza a las benditas monjas del convento de Belén, en Valladolid, doña María de
Guevara, doña Magdalena de Reinoso, doña Margarita de Santisteban, y doña María
de Miranda, todas penadas a morir en fuego, por su fe y confianza en Jesús.
No faltó en esta función el correspondiente santo. También compareció a oír su
sentencia de morir en fuego la estatua que representaba a Juana Sánchez, la
beata que se suicidó con unas tijeras, como hemos tenido ocasión de ver en el
capítulo XV de la segunda parte de esta leyenda.
Además de estas catorce sentencias de relajación al brazo secular, hubo otras
dieciséis personas sentenciadas, según opinión del historiador Sangrador, a
«saludables penitencias».
Verán ustedes:
Doña Isabel de Castilla, esposa de don Carlos de Seso, y descendiente del rey
don Pedro I de Castilla, convencida de luteranismo; según opinión de algunos
autores, no fue por su origen real relajada a justicia secular. Admitida a
reconciliación, fue condenada a confiscación de bienes, sambenito, que oiga misa
todos los días y sermón cuando le hubiere, y todo esto envuelto en una saludable
cárcel perpetua, y que comulgue en las tres pascuas del año.
A las mismísimas penas y por el mismo delito fue sentenciada doña Catalina de
Castilla, soltera y sobrina de la anterior.
Doña Francisca de Zúñiga, monja profesa en el convento de Belén: reclusión en su
convento, privación perpetua de voto activo y pasivo, que oiga misa diaria, y
sermón cuando le hubiere, y comulgue en las tres pascuas del año. Sólo vistió el
sambenito durante el auto.
Doña Felipa de Heredia, monja en el convento de Belén. Las mismas penas que la
anterior, con el aditamento de servir como novicia mientras viviere, saludable
situación por la que se le ponía a merced del fanatismo de sus cariñosas
hermanas en religión, quienes no dejarían pasar día sin darla alguno o algunos
disgustos, hasta matarla.
Doña Catalina de Alcaraz (de Valcárcel, según Sangrador), también del convento
de Belén, las mismas penas que la primera. Esta señora, por parte de madre,
descendía de judíos, y por línea paterna, de una familia muy noble y
distinguida.
Margarita Hernández, vecina de Valverde, era una infeliz labradora de edad
avanzada: sambenito, cárcel por medio año y que oiga misa en la iglesia que se
le señale.
Ana de Mendoza, hija de Antonio y de Inés Vásquez: sambenito por dos años, oír
misa y sermón en la iglesia que se le señale, y el resto del castigo se deja al
arbitrio del señor inquisidor general.
Ana de Castro, natural de Palacios de Meneses: sambenito y cárcel perpetuos,
confiscación de bienes y que oiga misa donde se la señale. De esta reo se sabe
que vestía hábito de beata cuando la prendieron.
La iniquidad y mala idea de los inquisidores les sugirió la idea de sacar de la
cárcel a los en ella confinados, todos los días festivos, llevándolos
procesionalmente a distintas iglesias para que oyesen misa; pero el verdadero
propósito era el exponer a los reos, cubiertos de sus sambenitos y corozas, al
escarnio de un populacho soez, añadiendo así martirio a los infelices
condenados, y vergüenza a los parientes de los mismos que residiesen en
Valladolid.
Doña Teresa Dedoypa, vecina de Madrid, casada con Antonio de Torres: sambenito,
cárcel perpetua y confiscación de bienes.
Francisco de Coca: sambenito durante el auto y confiscación de bienes.
Leonor de Toro, viuda: sambenito por un año, que oiga misa diaria y cumpla las
penitencias que tenga a bien imponerla el señor inquisidor general.
Isabel Pedraza, ama que fue del sacerdote don Pedro Cazalla. La sentencia de
esta reo, que abjuró del luteranismo, fue: cárcel, la indispensable confiscación
de bienes, sambenito por el tiempo que dure el auto, al cual salió vestida con
zamarro alzado. Así se lee en el manuscrito, aunque ignoramos qué clase de
vestimenta pudiera ser ésta.
Catalina Becerra: el mismo delito y la misma pena que la anterior, excepción
hecha del zamarro alzado.
Amador Miranda, portugués, acusado de judaísmo: sambenito, cárcel perpetua
irremisible y confiscación de bienes.
Antonio González, vecino de Salamanca, testigo falso en materia de fe: condenado
a sufrir doscientos azotes, la mitad por las calles de Valladolid, y la otra
mitad por las de Salamanca; pérdida de la mitad de sus bienes, y cinco años de
servicio (al remo) en las galeras del rey, con coroza blanca y soga al cuello; y
finalmente: Pedro de Aguilar, vecino de Zamora, fundidor de oficio, como el
anterior también salió al tablado engalanado con su coroza y corbatín de soga;
por haberse fingido alguacil del Santo Oficio (como tal llevó vara en el auto de
Mayo) y sellar el sepulcro de un prelado difunto, le sentenciaron a recibir
¡cuatrocientos azotes!; doscientos por las calles de Valladolid y el resto por
las de Zamora; confiscación total de bienes y servicio personal y perpetuo a
remo y sin sueldo en las galeras del rey.
Ahora juzgue el lector de la equidad y justicia que inspiraba a los
inquisidores.
A Antonio González se le probó el haber fingido que a cierto niño le había
circuncidado su padre, con la idea de que la Inquisición quemase a éste por
judío. Ahora bien; decretos de los reyes católicos, a la sazón vigentes,
disponían que los testigos falsos en materias de fe sufriesen la pena del
Talión.103 En este caso el testigo falso en materias de fe, González, debió ser
quemado vivo. No fue así. La pena, como hemos visto, fue suave con relación al
delito.
En cambio el pobre Pedro de Aguilar, quien acaso inducido por una vanidad
pueril, y para darse importancia, no hizo más que fingirse ministril del oficio
santo, con pequeño o ningún agravio de nadie, se le condena a pena mucho más
grave que la de González.
¡Justicias del Santo Oficio!.
IX
¡A la cárcel! ¡A la hoguera!
Terminada la lectura de las causas
y publicación de sentencias, todos se pusieron en movimiento. Los relajados al
brazo secular fueron dirigidos hacia la calle de Santiago, en dirección al
Quemadero, situado en el Campo Grande, mientras los reconciliados volvían por la
Fuente Dorada a sus respectivas prisiones.
Unos autores afirman, y otros sin negarlo no refieren el suceso, que el rey
Felipe presenció la quema. Dado el carácter de Felipe II, su odio a todo lo que
significase libertad; el juramento, hecho con la espada desenvainada, de
defender la fe del Papa y la Inquisición, y la promesa hecha de llevar la leña
para quemar a su propio hijo, si cayese en lo que él tenía por herético, todo
induce a creer que el monarca asistió a presidir la quema.
Además, instalada la corte en Madrid, fue costumbre de los reyes descendientes
de Felipe II llevasen un hacecillo de leña, que añadían por su propia mano a la
acumulada en el Quemadero, cuando se celebraba una auto de fe. ¿No dimanaría
esta costumbre de las palabras del rey Felipe II, y de su presencia al acto de
quemar a los reos en esta ocasión?
Presupuesto que el rey y su corte presenciaron la quema, continuemos
historiando.
La calle citada de Santiago era estrecha para dar paso a comitiva tan numerosa,
así es que se caminaba con dificultad y lentamente.
Buen golpe de partesaneros abrían paso empujando al público hacia el campo,
sacudiendo sendos palos con las astas de sus partesanas sobre el sandio
populacho. Apoyaba a éstos fuerte descubierta de pesada caballería, en la que
hombres y brutos vestían férreas armaduras.
Para formarse una idea de aquella gran comitiva, bastará saber que solamente el
bendito Fray Domingo de Rojas caminaba hacia el lugar del suplicio acosado por
«más de doscientos frailes de su orden»104, que le exhortaban a que volviese al
seno de la iglesia romana. Pero todos los argumentos se estrellaban en la
inquebrantable fe del ex fraile, quien articulaba: «No, no», con tanta fuerza
que a pesar de la mordaza se le entendía el adverbio negativo.
El nobilísimo don Carlos de Seso, a quien la gota no deja caminar apenas, se
apoya en el brazo de sus dos pajes, quienes lloraban a lágrima viva,
considerando que aquel era el último servicio que prestaban a su señor.
Así, lentamente, y unos grupos tras otros, llegaron todos al Campo Grande.
Los clarines lanzaron sus agudas notas al aire; los partesaneros y alabarderos
presentaron sus armas; magnates, pecheros y villanos se descubrieron, y reinó un
silencio sepulcral.
El ceñudo y sombrío monarca, a quien nadie vió jamás sonreir, apareció en el
lugar de la escena.
El sol tocaba a su ocaso, o, mejor dicho, apenas los declinantes rayos del astro
iluminaban con luz débil las veletas que coronaban los altos campanarios de
iglesias y monasterios.
La temperatura era asaz desagradable. En Octubre ya el frío se deja sentir con
alguna molestia en esta región de Castilla.
Todo estaba en guisa o dispuesto.
Las armas de los hombres de guerra, como las armaduras, lanzaban fulgores
resplandecientes, heridas por las luces de las hachas de cera.
Las campanas de iglesias y conventos lanzaron al espacio sus notas metálicas,
dando el toque de queda, al Angelus Domini.105
Ya cada reo se encuentra ante su correspondiente estaca y montón de leña.
A una señal del rey, un pelotón de guardias de su escolta de infantería rompe la
marcial formación, y se dispone a ayudar a unos y proteger a todos de cualquier
atentado contra los verdugos.
Don Carlos de Seso, libre de mordaza, se despide de sus pajecillos, diciéndoles
con acento conmovido:
–Adiós, hijos; nada puedo daros por el servicio que me habéis prestado, porque
de todo he sido despojado. Esto empero sabed: que me matan, no porque yo sea
hereje, ni mal caballero, ni desleal al rey, sino porque creo que Cristo es mi
Salvador, como lo es vuestro...
Unos frailes apartaron de allí a los jóvenes, por temor a que escuchasen el
Evangelio de la libre salvación de Dios hecha por el sacrificio expiatorio de
Cristo.
Un sargento de alabarderos se acercó a don Carlos para ligarle las manos a la
espalda.
Don Carlos conoció al soldado, y le dijo:
–¿Te atreverás, amigo Mendo, a atar estas manos que en Italia te pusieron las
jinetas de sargento? Deja, deja al verdugo que haga su oficio.
El militar se detuvo avergonzado, y bien pronto un ayudante de verdugo comenzó a
cumplir su cometido.
Mientras ligaban a don Carlos a la estaca, porfiaba con él un grupo de frailes
para que se convirtiese a la Iglesia romana. El noble mártir tuvo energía para
replicarles con las siguientes históricas palabras:
–Si yo tuviera tiempo, veríais cómo demostraba que os condenáis los que no me
imitáis. Encended pronto esa hoguera para morir en ella.106
No tardó don Carlos en ser servido. Atáronle al palo, aplicaron fuego a la pira,
y bien pronto las llamas lamieron el cuerpo, envolviéndolo después como un
flameante sudario, y el espíritu del señor de Seso voló libre de su cárcel
corpórea a reposar en el seno de Jesús, a quien tanto amó.
A Fray Domingo de Rojas le agarrotaron antes de quemarle, pero murió amordazado.
Todos los demás fueron agarrotados igualmente apenas eran ligados al palo,
excepto uno.
Este uno fue Juan Sánchez, el criado del doctor Cazalla. Atado a la estaca, las
llamas, a impulso del viento, se arremolinaron a la espalda del reo, abrasándole
las manos y los brazos, pero librándose de las ligaduras. Sánchez, por el
instinto de la propia conservación, dió algunos saltos sobre la pira y se
encaramó trepando hasta el tope de la estaca, mientras gritaba:
–¡Misericordia! ¡Misericordia!
Ofreciéronsela los frailes con tal que dijese «que se convertía a la Iglesia
romana», pero el fiel soldado de Jesucristo pudo observar a don Carlos envuelto
en las llamas, y exclamó:
–¡No! ¡No! ¡Sólo creo en Jesucristo! ¡Yo quiero morir como don Carlos! ¡Aumentad
la leña!
Y esto dicho, se arrojó de cabeza en el brasero.
Este episodio lo registran todos los historiadores antiguos y modernos.
Los restos mortales de la beata Juana Sánchez, juntamente con su estatua, fueron
consumidos por el fuego.
Cuando ya no se veían las estacas; cuando solamente quedaban catorce montones de
brasas, el rey se volvió a su palacio, los frailes a sus conventos, y los
inquisidores y familiares a sus casas.
Solamente quedaron custodiando el fuego numeroso destacamento de tropas.
Al amanecer del día 9, los encargados de ello arrojaban las cenizas al río
Esgueva y recogían los grillos y mordazas de hierro, todavía calientes.
Así terminó en Castilla la horrible hecatombe que en el siglo XVI consumió en
fuego la libertad de conciencia, la libertad del pensamiento y la Reforma
religiosa, tan neceseria a la Iglesia.
Pero por la misericordia de Dios, otra vez resuena la voz del predicador del
Evangelio en Valladolid y su provincia; fieles se congregan bajo la sombra del
Evangelio, y, aunque con muchas dificultades, aquí estamos.
Pero si la persecución se levanta, si somos llamados a dar testimonio de fe
cristiana, Dios haga que sigamos las huellas de nuestros antepasados, y Dios nos
permita demostrar a la faz del mundo que no en vano somos cristianos en la
ciudad de los Mártires de Valladolid.
¡Así sea!
X
Autos de fe sevillanos. – El 24 de septiembre de 1559, en Sevilla
Mi distinguido compañero el
reverendo Francisco Palomares, licenciado en medicina y ministro de una de las
Iglesias evangélicas establecidas en la capital de reino andaluz, defiriendo a
mis deseos, remita algunos datos acerca del auto que se trata de historiar,
datos que de ningún modo yo por mí mismo hubiera podido adquirir. Debo, pues,
gratitud hacia el señor Palomares, quien nos refiere lo siguiente:
«Principió la solemnidad en este día (el del auto) diciéndose una misa en la
plaza de San Francisco, al romper el alba.
La procesión, propiamente dicha, comenzaba en Triana, rompiendo la marcha la
cruz parroquial y la clerecía de la parroquia de Santa Ana, parroquia que
todavía existe hoy en aquel poblado barrio.
Inmediatamente detrás eran conducidas la estatua o estatuas que representaban a
las personas que habían fallecido en el interior del horrible castillo antes de
finalizar las respectivas causas. Después marchaban los relajados al brazo
secular, luego los reconciliados, y finalmente, los penitenciados; los hombres,
sin capa ni sombrero, y las mujeres, sin manto, como era uso y costumbre de
aquel tiempo; todos llevaban velas amarillas.
Después, y a caballo, marchaba el alguacil mayor del Oficio no santo, con mucha
escolta de alabarderos. Seguidamente los inquisidores, montados en mulas, con
sombreros grandes sobre los bonetes (¡qué bella facha harían!); a continuación
el estandarte que llamaban de la Fée, tremolando por el fiscal, a cuya izquierda
cabalgaba otro fiscal, aunque de menor categoría. Ambos iban escoltados por los
dos familiares más principales, y tras ellos los inquisidores.
Al incorporarse los dos cabildos eclesiásticos, se colocaban el regular a la
derecha y el secular a la izquierda.»
Ahora me permitirá el señor Palomares que tome yo por mi cuenta la descripción,
pues ya le tocará ilustrarnos de nuevo.
Presidía la función, en virtud de real cédula, y revestido con el carácter de
viceinquisidor general, el obispo de Tarazona, don Juan González de Munébrega,
quien, por haber sido muchos años inquisidor en Cerdeña, Sicilia, Cuenca y
Valladolid, «conocía bien (así dice Llorente) el modo de gobernar los asuntos
del Santo Oficio».
Hallábanse presentes los inquisidores pontificios del distrito de Sevilla,
Miguel del Carpio, Andrés Gasco y Francisco de Galdo, asistiendo en
representación de Valdés, arzobispo de Sevilla e inquisidor general en
propiedad, Juan de Ovando. Sin duda el metropolitano de Sevilla continuaba a la
sazón en Valladolid con la Corte.
Presenciaron este auto los obispos de Lugo y Canarias, quienes (nos dice el
señor Palomares) «se hallaban aquí casualmente».
Personajes nobles y titulados hubo no pocos, y entre las señoras de la primera
nobleza figuraba la duquesa de Béjar. Todos estos, así como también el Cabildo
Catedral y la Real Audiencia, ocuparon sus respectivos asientos, «pero (apunta
el señor Palomares) los inquisidores bajo dosel».
No hay para qué decir que la burguesía y el populacho se estrujaban allá por
donde podían, y quien no pagaba un mejor puesto, lo conquista a fuerza de puños.
Hora es de que, retrocediendo algo, nos ocupemos de los santos reos que llegan a
la plaza y ocupan sus asientos respectivos en el tablado correspondiente.
Entra en la plaza la bendita cuanto ínclita dama doña Isabel de Baena, tratando
de idiota y palabrero al fraile que la argumenta, queriendo convencerla de que
debe restituirse al seno de la Iglesia papista.
Camina hacia el lugar de los reos, sosteniendo animada controversia con los que
le asaltan, el famoso predicador Juan González.
El presbítero dice a los que van con él:
–Lo que vosotros decís que es herejía no es más que la Palabra de Dios; y si mis
creencias son contrarias a las de Roma, es porque Roma se aparta del puro
Evangelio. Vosotros sois, pues, los que debéis abjurar todos vuestros errores,
que no yo...107
Volveremos a encontrar a varón tan insigne en la publicación de sentencias y en
la hoguera.
Apenas pudiéndose sostener, entra en la plaza el maestro de niños Fernando de
San Juan. Tan atrozmente le aplicaron el suplicio del burro, que durante mucho
tiempo no pudo caminar, y en el presente lo hacía con grandísimas
dificultades.108 La impresión más triste que recibió el profesor fue, sin duda,
el contemplar formados en primera fila a sus amados discípulos del colegio de la
Doctrina, a quienes con tanta cautela como tierna solicitud hacía beber las
puras aguas del Evangelio.
¡Cuántas esperanzas defraudadas! Veinte años más, y tras de Fernando de San Juan
hubiera salido una pléyade de jóvenes, quienes, ayudados por Dios, hubieran sido
en parte la regeneración moral y religiosa de su patria. Una furtiva lágrima se
desprendió de los párpados del maestro.
–¡El señor maestro! ¡El señor maestro! – exclamaron algunos niños, quienes
reconocieron a San Juan, a pesar de lo desfigurado que estaba por los
sufrimientos y por el horrible traje y caperuza que ostentaba.
Un jesuíta comenzó a repartir cates a los imprudentes muchachos, quienes, con
anhelante mirada sobre su antiguo profesor, comentaban el suceso de verle en
aquel lugar y en tal traje y estado.
Ya hemos apuntado que don Fernando de San Juan, a causa de su piedad y
sabiduría, mereció ser nombrado profesor del colegio de Los niños de la
Doctrina, fundación piadosa instituída en su tiempo. Pero desde que fueron
descubiertas las opiniones evangélicas del maestro, la institución cayó en manos
de la Compañía fundada por Loyola, la cual Compañía lo retuvo hasta que los
loyolanos fueron expulsados de España. ¡Otra vez, y con más pujanza que nunca,
los jesuítas campan en España!
¿Quién es aquel, que más que otro alguno, excita la curiosidad de la multitud?
Más que hombre parece cadáver. Además de la horrible hopa que le cubre y de la
infamante coroza, camina penosísimamente, sostenido por esbirros
inquisitoriales. Lleva soga al cuello, y las manos sujetas por fuertes
ligaduras; le han amordazado, y de su boca desciende espeso hilo de pituita.109
Pues éste no es otro que el monje Fray Juan de León, quien, com vimos en el
capítulo IX de la segunda parte, logró evadirse del Castillo de Triana en
compañía del otro reformador Gonzalo de Montes.
Cómo logró este hombre llegar a suelo extranjero, no lo sabemos; lo que sí ha
llegado a nuestra noticia es que cuando supo que Isabel de Inglaterra había
ascendido al trono, en sucesión de María la Sanguinaria, el ex monje quiso
pasarse a aquel país para anunciar el Evangelio; pero como era preciso (dice
Saint-Hilaire) atravesar los dominios españoles, y la Inquisición había
prometido las mayores recompensas a los que se apoderasen de los fugitivos, Fray
Juan fue hecho prisionero en Irlanda, en el crítico momento de subir a un buque
inglés. Entregado al Santo Oficio, León fue repatriado y conducido a Sevilla en
la misma forma en que desde Alemania fue repatriadao Juan Sánchez, criado, como
sabemos, del doctor Cazalla. Cuando el prisionero llegó a Sevilla, sus propios
verdugos se horrorizaron del efecto producido en el mártir, por el trato que le
habían dado.
Ya penetró también en la plaza el religioso y doctísimo Cristóbal de Arellano.
Como el protomártir Esteban, también este discípulo de Cristo era «varón lleno
de fe» y de conocimiento de las Santas Escrituras. Maniatado va, pero por
providencia de Dios lleva suelta la lengua para certificar de su fe, como
veremos.
Aquel otro reo que llama la atención por la extremada blancura de sus cabellos,
es el bien conocido anciano Garci-Arias, prior del convento de San Isidro.
Paso al pastor de la verdadera Iglesia de Cristo, que es la Iglesia reformada de
Sevilla; paso al insigne don Cristóbal de Losada. No era digno que sufriera
la Iglesia y no sufriese el pastor con ella. Muchas veces había Losada comentado
la sentencia de Cristo: «el buen pastor, la vida da por sus ovejas», y aunque
Losada sabía muy bien que ningún otro sino Jesús ha podido dar la vida por su
Iglesia, con todo, él reconocía y practicaba el deber de dar su vida con
aquellos a quienes había doctrinado, pues no otra cosa era caminar al triunfo en
medio de su rebaño, y entregar su cuerpo a las llamas.
En fin, y para terminar tan preciosa lista, diremos que tomaron asiento en sus
respectivos sitios todos los que debían escuchar sentencia.
Pero no sin que antes el secretario más antiguo de la Inquisición (observa el
señor Palomares) «exigiese del numeroso concurso juramento de defender y amparar
al Santo Oficio de la Inquisición y a sus ministros».
«Acto continuo un fraile predicó el sermón que ellos titulaban de la Fée», y se
comenzó la publicación de sentencias.
Pero este es acto que merece capítulo aparte.
XI
Publicación de sentencias.
Ocupa su púlpito el relator, y
comienza la llamada de los reos y la publicación de las sentencias.
Para no se muy extensos, pues estos autos sevillanos merecen, para tratar de
ellos exclusivamente, un libro, nos referiremos solamente a los reos de más
nota.
–Don Juan Ponce de León – llamó el relator.
Ya veremos más tarde quién fue este personaje.
Presente el reo, el relator leyó, entre otras, las siguientes acusaciones110:
«Que se ha probado haber tenido horror a lo que él llamaba idolatría, adorar el
pan, por lo cual, si alguna vez encontraba el Viático cuando lo llevan en pompa
a casa de los enfermos, acostumbraba: o bien a echar por otra calle apresurando
el paso, o a adelantarle, para no verse obligado a rendirle culto de adoración.
Que muchas veces, habiendo entrado en la catedral, por no ver al sacerdote alzar
en sus manos la Hostia, le había vuelto la espalda.
Que a menudo se dirigía para pasear al sitio donde se acostumbra a quemar a los
herejes, y que frecuenta aquel lugar, repitiendo los paseos, para con esto
perder el miedo al suplicio.
Que llegaba la Pascua, en que debía tomar la comunión, manda a otra iglesia, o a
algún recado, a sus criados, en un día dado, y cuando ellos vuelven aparenta
haber cumplido con la iglesia.
Que su confesión de fe es que la justificación del hombre consiste en el solo
mérito de Cristo y en la sola fe en Él.
Que no hay purgatorio.
Que las indulgencias y bulas del Papa son meramente bolas (Bullas Papa, mera
esse bulla).
Que el Papa actual es el mismísimo Anticristo. (¡Qué hubiera pensado del Papa
ese santo varón si hubiera llegado a conocer a Pío IX y a León XIII...infalibles!)
Que desea ser quemado vivo o sufrir otro cualquier suplicio, por las verdades
que confiesa.
Que con ningún otro fin ha deseado las riquezas, sino para gastarlas en la
defensa y propagación de la misma doctrina (Lucas 16:9), en cuya confesión pide
a Dios todos los días fervorosamente que conceda morir a él mismo, a su mujer “e
a sus hijos”».
Don Juan Ponce de León era hijo segundo de don Rodrigo, conde de Bailén; primo
hermano del duque de Arcos; pariente de la duquesa de Béjar, y de otros grandes
de España, que, como la duquesa, presenciaban e auto.
La sentencia decía así:
«Por el reverendísimo señor obispo de Tarazona, el licenciado Andrés Gasgo, el
licenciado Carpio y el licenciado Ovando, fue declarado don Juan Ponce de León,
por hereje pertinaz, apóstata, luterano, dogmatizador y enseñador de la dicha
secta de Lutero y sus secuaces. Por lo que le relajaron al brazo seglar en manos
del muy magnífico señor licenciado Lope de León, asistente de esta ciudad, y
declararon a sus hijos por línea masculina inhabilitados de todos los oficios
públicos de que son privados los hijos de semejantes condenados.»
Escuchada su acusación y sentencia, don Juan Ponce de León fue conducido a su
asiento, ratificándose tan públicamente cuanto le era posible en su profesión de
fe cristiana.
Ya han escuchado acusaciones y sentencias el presbítero González y el padre
maestro García Arias, o sea el Maestro blanco.
Ocupa el púlpito el cristianísimo Fray Cristóbal de Arellano. El relator, al
leer las claúsulas de acusación, dijo, acusando al reo:
«Que dijo ser la Virgen María tan virgen como él.»
Al escuchar Arellano tan monstruosa acusación, que todavía se lanza contra los
reformadores evangélicos del siglo XIX, gritó:
–¡Es mentira! Yo no he proferido tal blasfemia, he creído siempre lo contrario,
y ahora mismo probaré aquí, con el Evangelio, la virginidad de María...111
Inútil razonamiento, que no templó la dureza de la sentencia, ni tampoco pudo
llevar al ánimo de nobles ni de plebeyos, de doctos o de indoctos, el
convencimiento de que los protestantes españoles no eran (ni son) herejes, ni
deshonraban (ni deshonran) a la Señora madre de Jesús.
Además comparecieron a este auto los monjes de mismo monasterio, Fray Juan
Crisóstomo, Reina y el santo mártir Juan de León.
Cese el rumor de pueblo y descúbrase toda cabeza, que con paso seguro y firme a
escuchar va su sentencia Losada, médico de enfermedades físicas, pues era doctor
en Medicina, y en cierto modo también médico de enfermedades espirituales, como
ministro del Evangelio.
A pesar del talento que todo Sevilla reconocía en el doctor Losada, el relator
le calificó de «ignorante en materias de religión», y con motivo de algunas
proposiciones que falsamente se le atribuían al doctor, éste, a quien por
providencia de Dios no habían amordazado, defendió valerosamente su fe, su
congregación, y dió claro testimonio de ser decidido cristiano. La firmeza y
buenas maneras en la discusión llamaron la atención de cuantos a Losada
escucharon; pero ocurrió un notable detalle. Los dominicos y jesuítas que
argumentaban contra Losada, lo hicieron en lengua latina, a fin de que el vulgo
no se enterase de los puntos puestos en discusión, y Losada, sencillo de
corazón, pero no astuto, cayó en el lazo, contestando y argumentando en el
idioma de Cicerón, pero con tal elegancia y primor de dicción, que «maravilló a
cuantos le escucharon y entenderle pudieron».112
–Fernando de San Juan – llamó el relator.
Compareció en el púlpito de los reos el maestro de niños. Leída que le fue, le
preguntaron si tenía algo que alegar, a lo que contestó que no le quitaban la
vida por hereje, «sino por cristiano y muy cristiano». Efectivamente, la nota
fulminada contra don Juan fue la de hereje pertinaz, que equivalía a cristiano
fiel; la defensa que de sí propio hizo, le fue premiada con una mordaza; la
sentencia, a ser quemado vivo.
¿Por qué no pueden contener sus lágrimas algunas damas, y no pocos varones se
conmueven?
Es que ha movido la compasión del concurso la hermosura, juventud y testimonio
cristiano dado por las hermanas del presbítero González, sentenciadas, como su
hermano, a ser quemadas vivas.
Tras éstas compareció doña Isabel de Baena, la noble y rica dama sevillana que
cediera el oratorio de su casa, convertido en oratorio evangélico, a los
cristianos reformados para que celebrasen las santas reuniones que los
endemoniados hijos de Guzmán titularon conventículos.
La sentencia que sobre esta señora fulminaron los enemigos de Cristo, fue igual
en un todo a la fulminada contra doña Leonorde Vivero, en Valladolid. Además de
condenar al fuego a la dama, la casa de doña Isabel debía ser «derrocada e
asolada; la superficie en que se alzaba, sembrada de sal, y levantado en el
centro un padrón de infamia» (de honor le llamo yo), que a las edades futuras
recordase el suceso.
Comparece, llamada por el secretario, doña María de Bohorques, joven doncella de
veintiún años de edad. Recordará el lector que la imprudente declaración
arrancada a esta doncella, de que había «comunicado sus sentimientos a su
hermana Juana, y que ésta nunca había combatido su fe», ocasionó la perdición de
doña Juana de Bohorques.
La joven doña María leía no sólo correctamente la Biblia en latín, sino que
comentaba el texto, con asombro de los más consumados doctores en Teología.
Acosada por los frailazos, exclamó:
–«Pudierais muy bien ahorraos todas vuestras molestias; yo hubiera renunciado a
mis creencias si tuviese la menor duda de que mis convicciones no son fruto de
la verdad; pero cada vez me afirmo más en ella al observar que vosotros, los
papistas, no podéis presentarme ningún argumento que yo no haya combatido
primeramente».113
Inmediatamente doña María fue amordazada, mordaza que no le fue quitada hasta
momentos antes de ser quemada viva. ¡Infames!
Después de doña María escucharon su sentencia respectiva de muerte en fuego sus
compañeras y amigas, las no menos santas doncellas doña María de Virués y doña
María Coronel.
Y como si alguna faltase para completar ese cuadro de Santas esposas de Cristo,
comparece también la joven hebrea, que fue catequizada y reducida a la fe del
Salvador, en un calabozo, por la moribunda doña Juana de Bohorques.
–Francisco de Zafra, presbítero beneficiado de la iglesia parroquial de San
Vicente en esta ciudad de Sevilla y Definidor del Santo Oficio.
Un silencio sepulcral se extendió por todo el recinto de la plaza.
Una estatua, en representación del reo, fue acercada al púlpito de los acusados.
El lector ya conoce a este virtuoso varón, y sabe que consoló a varios presos en
las cárceles del Santo Oficio, especialmente a Julián Hernández.
Ya hemos apuntado que, antes de ser descubierta la obra de Reforma en Valladolid
y Sevilla, una infeliz criada al servicio de Zafra, y por éste iniciada en el
movimiento reformista, nombrada María González, la cual se volvió loca, por un
descuido logró escapar de la habitación en que la tenían encerrada, y, sin duda
por una inspiración de su antiguo fanatismo, corrió a la Inquisición y ante el
tribunal delató a su propio amo, y dió los nombres de más de 300 cristianos
reformados.
La incoherencia de sus ideas (dice Saint-Hilaire) atenuó la importancia de la
revelación; pero como en el Santo Oficio jamás se echaba en saco roto una
revelación, viniere de donde viniere, se llamó a Zafra. Éste, ante la
desaparición de la enajenada fámula, adivinó el motivo de la llamada, y con
ánimo sereno, sin turbarse en lo más mínimo, se presentó ante el tribunal,
insistiendo obstinadamente en que a tal denuncia no debía dársele otro valor que
aquel que merecía, procediendo de una pobre loca.
Los argumentos de Zafra fueron confirmados por no pocos testigos, y como los
acusados eran, a más del número, en su mayoría ricos e influyentes, los
inquisidores sobreseyeron por entonces la causa abierta.
Como muy bien apunta el señor Palomares, «en el Santo Oficio no se perdía nada
de lo escrito», y la lista sirvió para espiar la conducta religiosa de las
personas inscritas.
Muchos que observaron el espionaje pudieron escapar a extraña tierra, entre los
que se encuentran doce monjes del convento de San Isidro, los cuales fueron
abandonando el convento poco a poco y reuniéndose en Ginebra, punto donde debía
reunirse toda la Comunidad; pero el golpe repentino dado por la Inquisición en
la casa de doña Isabel impidió la ejecución del acuerdo.
Tampoco pudo escapar la demente María Gómez de las garras del Santo Oficio, y ya
la encontraremos con algunos de su familia en el próximo auto de Octubre de
1560.
Zafra logró escapar, y por eso fue condenado en rebeldía a ser quemado en
estatua por hereje pertinaz, relapso, simulado, confitente, dogmatizante,etc.
¡Ese sí que ha sido un verdadero suplicio in caput alienum!
Pasaremos por alto las sentencias de los demás reos, haciendo constar que aparte
de los veinte reos en persona y uno en estatua relajados al brazo secular de la
justicia, es decir, condenados a morir en fuego, otros ochenta fueron
reconciliados, pero condenados a penas más o menos aflictivas.
Total ciento y uno personas condenados en este asunto.
Ahora vámonos hacia el Campo de Tablada.
XII
¡A la hoguera!
¡Qué fatiga para los pobres reos!
La distancia que media entre el Castillo de Triana y la Plaza de San Francisco
es muy larga. La que media entre esta plaza y el lugar donde estaba situado el
Quemadero, en el Campo de Tablada, es mucho mayor.
Preparándome para escribir el presente capítulo, tengo delante de mí un grabado
que representa, a vista de pájaro, la ciudad de Sevilla y sus arrabales en el
siglo XVI.
El Campo de Tablada es una grande extensión de terreno situado a la margen
izquierda del curso del río Tagarete, el cual desemboca en el Guadalquivir,
lamiendo casi los muros de la Torre del Oro.
En el citado grabado puedo observar la posesión de San Telmo, cuya última
propietaria fue la recientemente finada duquesa de Montpensier (hermana de la
reina doña Isabel II).
Observo en el grabado el Matadero de reses, donde, según Cervantes, los jiferos
criaban aquellos famosos alanos, uno de los cuales hace figurar el autor del
Quijote en su novela Diálogo de los dos perros, en el Hospital de la
Resurrección, en Valladolid.
Entre San Telmo y el Matadero veo el Quemadero.
En Valladolid se clavaban las estacas sobre el duro suelo, a la salida del Campo
Grande.
El Quemadero en Sevilla era construído de fábrica. Aparece en el grabado en
forma de cuadrilátero; es espacioso, y en los cuatro ángulos dicen que había
cuatro estatuas, representando a los cuatro profetas titulados mayores: Isaías,
Jeremías, Ezequiel y Daniel.
Más allá del Quemadero se divisa una horca, destinada, sin duda, para que en
ella expiasen sus crímenes los delincuentes en causas comunes.
Espero que los lectores de esta leyenda tendrán gusto en conocer la ruta que los
mártires destinados al sacrificio recorrieron desde la cárcel del Castillo de
Triana hasta el Quemadero. Al efecto, mi estimado amigo, señor Palomares, hombre
aficionado a este género de estudios, defiriendo a deseos míos, me remite una
hoja acerca de la referida ruta, y escribe:
«Al salir de la fortaleza de Triana, los reos y sus acompañantes pasaban el río
Guadalquivir por un puente extendido sobre diecisiete grandes barcos, teniendo
trescientos pasos de largo, o sean doscientas cuarenta varas de medir (cerca de
200 metros) y doce de ancho.114
Atravesaban el Arenal, hoy muelle, y penetraban en la ciudad por la Puerta de
Triana.
Subían la calle de La Pajarería (hoy de Zaragoza), que terminaba en el Arquillo
de Atocha, que hoy no existe; entraban en aquella época, lo mismo que hoy, en la
calle de Tintoreros, desembocando en la Plaza de San Francisco, que aunque
oficialmente hoy se le denomina Plaza de la Constitución, es más conocida por su
antiguo nombre, que le vino del convento de San Francisco que existía en lo que
hoy es Plaza Nueva.
Los condenados a muerte se dirigían hacia el Quemadero por la calle de Génova
(hoy de Cánovas del Castillo), al terminar la cual, volviendo sobre la
izquierda, tomaban la calle de Alemanes. Junto a la Puerta del Perdón, en la
Catedral, existía entonces, y creo es el mismo que vemos hoy, un cuadro
representando la calle de la Amargura (en Jerusalén), en la que se figura un
Cristo con la cruz a cuestas, ante cuyo cuadro los reos condenados a muerte por
delitos comunes se detenían a rezar. Continuaban su ruta por la Plaza del
Triunfo, por donde está la subida a la torre de la Giralda, siguiendo hacia el
Alcázar, viniendo, por la calle de San Gregorio, a salir, extramuros de la
ciudad, por la Puerta de Jerez.»
Desembocan, pues, por la dicha Puerta de Jerez, y pasan el puente sobre el
Tagarete, en dirección a Quemadero, la procesión de reos, auxiliares,
autoridades y escolta, caminando lentamente hacia el lugar del suplicio, al que
llegaban después de tan larga caminata.
Los reconciliados fueron conducidos, en dirección opuesta, al Castillo de Triana.
Van llegando al lugar del triunfo, y ya alguno de los reos, con acompañamiento
de frailes, ha subido la escalera del sitio en que han de cesar sus
padecimientos morales y materiales. ¡Dichosos en parte aquellos que habían
terminado su carrera en este mundo en los calabozos del Castillo! ¡ De cuántos
sufrimientos los preservó Dios!
Ya están en poder de los sicarios, quienes le atan fuertemente, el caballero don
Juan Ponce de León. Mientras el verdugo le ligaba a la estaca sobre el haz de
leña, un fraile le decía:
–Vamos, hermano, recitad el credo.
–Sí, recitaré – respondió el mártir.
Y como si Dios le comunicase nuevas fuerzas, comenzó con voz clara:
–Yo creo en Dios Padre Todopoderoso, Criador del cielo y de la tierra. Y en
Jesucristo, su Único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra del
Espíritu Santo, nació de María virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercero día
resucitó de entre los muertos; subió a los cielos; está sentado a la diestra de
Dios Padre Todopoderoso, de donde ha de venir a juzgar a los vivos y a los
muertos. Creo en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica, la comunión de
los...
–¡Alto! ¡Alto! – interrumpió el fraile –. Añadid a la frase «Iglesia Católica»
la palabra «romana».
–No puedo. La iglesia es universal. La iglesia cristiana está formada, no
exclusivamente por la provincia de Roma, sino que por todas las naciones; por
eso se titula «Católica», que quiere decir «Universal».
–Dejaos – replica el dominico – a esta hora de disquisiciones teológicas, y
añadid la palabra «romana».
–No puedo, porque no debo, no creyéndolo así.
–Ved cómo la antorcha arde, dispuesta a prender la pira, en la que moriréis
retorciéndoos de dolor.
–No, no – murmuró el mártir.
–Ea – insistió el fraile –, repetid conmigo el Credo. «Creo en Dios Padre.»
–«Creo en Dios Padre» – repitió don Juan.
Y así continuaron todo el símbolo apostólico, hasta llegar al artículo.
–«En la Santa Iglesia Católica.»
–«En la Santa Iglesia Católica.» – repitió Ponce.
–«Romana» – añadió el fraile.
–No puedo – dijo con voz cada vez más débil don Juan.
–¡Romana! – gritó el fraile mirando fijamente al reo, como si pretendiera
hipnotizarle, cosa que acaso consiguió, pues si bien es verdad que en aquella
época no había hipnotizadores que ejerciesen su fuerza ante el público, los
efectos del hipnotismo siempre han existido.
Lo cierto es que don Juan Ponce de León, anonadado, movió los labios y pareció
pronunciar la palabra «romana».
El gozo se retrató en el rostro de los frailes que acompañaban a don Juan, y
quienes comenzaron a exhortarle.
No lejos de este grupo luchaban con doña Isabel de Baena para convercerla a que
retractase sus errores, añadiendo al Credo la mágica palabra.
Suponiendo que mejor que sus argumentaciones convencería a doña Isabel el
consejo de alguno de los que habían sido hermanos de ella en la fe, y que se
hubiere retractado, se les ocurrió hacer descender de la pira a don Juan Ponce y
llevarle ante doña Isabel para que la persuadiese a añadir el Credo la palabra
«romana». Idea peregrina fue ésta. ¡En buen estado se hallaba el señor Ponce de
León para persuadir; cuando más era autómata que persona racional!
En cuanto doña Isabel le tuvo ante sí, exclamó:
–Sois un cobarde, que habéis cedido por temor a morir en el fuego. No es esta
hora de discutir, antes bien, es mejor meditar en la muerte y pasión del
Redentor, a fin de avivar más nuestra fe en Él, único medio en que podemos
justificarnos y ser salvos.
Separáronlos, y todavía desde tal lugar doña Isabel sostuvo animosa lucha con
sus adversarios, los cuales, o irritados o movidos a piedad, hicieron una seña
al verdugo, y el sicario retorció rápidamente el garrote.
Doña Isabel exhaló el último suspiro mientras los frailazos propalaban que,
vencida, habíase convertido a la iglesia papista.115
También bregan los satélites del pasado con las hermanas del licenciado Juan
González, para que añadan al Credo la mágica palabrita; pero convencerlas a ello
no podían, porque las sostenía su fe evangélica, y las animaba la mirada de su
santo hermano, que, no lejos de ellas, iba sereno y decidido a morir en fuego.
Con decidida obstinación repetían a sus verdugos:
–Nosotras queremos morir como nuestro hermano e ir juntas con él al cielo.
Sin embargo, fatigadas por tan larga lucha, concluyeron por asegurar que ellas
harían lo que su hermano las ordenase.
Corren los frailazos a comunicar la noticia al clérigo Juan González, que, atado
y amordazado, estaba en su estaca sobre los haces de leña. Un doble triunfo
esperaban los agentes de Satanás, pues calcularon que el presbítero González,
por evitar a sus hermanas el suplicio del fuego, las aconsejaría añadiesen la
palabra «romana», y en este sentido exhortaron a que González lo hiciese, que
sería lo mismo que darse por abjurado de su fe el mismo reo.
Quítanle la mordaza, y en cuanto González pudo, exclamó:
–En manera alguna hagamos esto; antes bien, ¡oh, hermanas!, acordémonos de
Cristo, que es nuestro amparo, y no echéis en olvido la doctrina que os he
enseñado. Cantemos el Salmo ciento ocho116,117.
–Deus laudem meam ne tacueris...– cantaron a una los tres hermanos.
–¡Fuego! – ordenaron llenos de ira los frailes.
Tres hogueras elevaron sus lenguas de fuego, ahogando las voces de los tres
esforzados mártires.
Por cierto que Dios sin duda dijo: «Así es», a la petición que sus tres siervos
elevaron en su postrer cántico, y en el último día el Justo Juez no callará la
alabanza de los hermanos González.
Acércase a la pira apoyado en báculo, no por falta de ánimo, sino por falta de
fuerzas físicas, que pasaron por la mucha edad que cuenta, el venerable prior de
San Isidro, padre maestro y doctor, Fray García Arias.
Tal era el respeto que este santo monje inspiró a sus mismos verdugos, que por
este solo sentimiento se libró de sufrir tormento en la Inquisición.
Como cualquier elogio por nuestra parte pudiera ser tachado de parcialidad,
oigamos lo que acerca de este piadoso y docto varón nos dice el historiador
Llorente al hablar del Maestro Blanco:
«Se mantuvo contumaz, y ningún católico pudo convencerle, porque también era
difícil hallar quien le llevase ventajas en la ciencia del dogma. Murió
impenitente, manifestando alegría en la hoguera que le abrasaba.»
No lejos del prior se encontraban sus súbditos en religión y compañeros en el
triunfo, Juan de León, el que fue preso en Irlanda, Arellano y Juan Crisóstomo.
Como Arellano creyese observar algún decaimiento de ánimo en Fray Juan
Crisóstomo, le animó exhortándole con estas palabras:
–«¿Qué valen, hermano, los minutos de dolor que pasemos en esa hoguera,
comparados con la eternidad de que vamos a gozar en los cielos? Ánimo, amigo;
contemplad a Jesús enclavado en una cruz, sufriendo tres horas de horribles
dolores, padeciendo Él, el Justo, por nosotros los injustos».118
Por providencia de Dios, y ya atado a la hoguera, desamordazaron a Fray Juan de
León, quien dijo al sacerdote que le exhortaba a volver al seno de la Iglesia
del Papa:
–«Dios nos invita a morir por su Evangelio; si nosotros no le rechazamos, Él
tampoco nos rechazará.»
Las hogueras ardieron y los espíritus de los mártires volaron a los lugares de
«reposadas aguas», donde están los santos redimidos por el Cordero.
El doctor don Cristóbal de Losada también sostenía porfiada lucha con los
frailes. Oigamos lo que Saint-Hilaire dice acerca de los últimos momentos de
Losada.
«El doctor Losada, pastor de la iglesia de Sevilla, y Fernando de San Juan,
profesor del Colegio de la Doctrina, perecieron en el mismo suplicio y con igual
valor que sus compañeros. Losada, acostumbrado a las disputas escolásticas,
sostuvo su carácter hasta el pie mismo del cadalso, que el pueblo rodeaba con
avidez, oyendo sus argumentos en favor de la Reforma, y así murió, predicando
hasta el último instante de su vida.»
Vamos a terminar el relato de estas escenas de desolación; pero no será sin
decir algo de la brega que valientemente sostienen las tres doncellas doña María
Coronel, doña María de Virués y doña María de Bohorques, hermanas en la fe de
Cristo de doña Isabel de Baena, y compañeras de su triunfo.
Tratan los caritativos religiosos de convencer a las tres Marías de que eviten
el tormento del fuego, volviendo al seno de su madastra la iglesia del Papa;
pero ellas resisten varonilmente.
Distínguese en esta brega la sapientísima joven, de veintiún años de edad, doña
María de Bohorques, admiración del doctor Egidio y de todos sus hermanos en la
fe.
A ignorantes (con rarísimas excepciones) no habría quien ganase a la clerigalla
y frailería de aquella época, pero a testarudos tampoco.
No contentos con el fracaso que sufrieron al presentar a don Juan Ponce de León
para que convenciese a doña Isabel de Baena a que añadiese al credo la palabra
«romana», volvieron a tentar al vado, trayéndole ante doña María de Bohorques,
la cual, a los incoherentes razonamientos del hijo del conde de Bailén, quien la
exhortaba a evitarse muerte tan cruel, le contestó:
–«Habláis, no como un ilustre caballero que sois, sino como lo haría un idiota
ignorante. Yo no me doy la muerte, sino que me la dan, y pues así es, dénmela
como quieran.»
Mientras ataban a la estaca a doña María de Bohorques, los frailes e
inquisidores, admirados de tan varonil ánimo, y de tanta juventud y belleza,
decidieron librarla de la pena del fuego.
–Diga el credo – la ordenó uno de los asistentes.
Doña María repitió el símbolo de los Apóstoles, aunque sin añadir la palabra
«romana», y cuando terminó exclamó, dirigiéndose a los eclesiásticos:
–«Como habéis oído, yo no creo en otra Iglesia que en la Universal, cuya cabeza
es Je...»
El inquisidor hizo una seña al verdugo, éste dió rápidamente vueltas al garrote,
y el alma de doña María voló al seno de Aquel cuyo nombre no pudo concluir de
pronunciar aquí en la tierra.119
Bien pronto el Quemadero quedó convertido en inmenso brasero, cuyo intenso calor
obligaba a que se apartaran a distancia los que le rodeaban.
Dieciocho personas vivas, tres cadáveres y una estatua, fueron consumidos por el
fuego.
Al siguiente día, las cenizas, arrojadas al río Tagarete, las arrastró el
Guadalquivir, y cual semilla de planta espontánea que, arrebatada por el viento
es transportada lejos de la flor que la produjo, se arraiga y reproduce en
cuanto cae en terreno adecuado para ello, así aquellas cenizas sagradas,
conducidas por las aguas, se han reproducido en las Iglesias y Misiones
Evangélicas que hoy existen en la fértil Andalucía.
Al Señor Dios Omnipotente, y al Cordero que fue inmolado y que hoy vive, sean
honor y adoración, y alabanza sempiternos. Así sea.
XIII
Del auto de fe celebrado en Sevilla el 22 de Diciembre de 1560.
Desde el día 24 de Septiembre de
1559 al día 22 de Diciembre de 1560 han transcurrido catorce meses y veintiocho
días. Durante este período de tiempo continuaron sufriendo en las prisiones del
fuerte de Triana muchos que debieron terminar sus sufrimientos en el auto de
Septiembre de 1559; pero los tales fueron reservados para esta segunda hornada,
porque los inquisidores esperaban tener entre ellos la archicatólica majestad
del señor rey don Felipe II.
Pero cuando los inquisidores y sus secuaces perdieron la esperanza de que el rey
asistiese a la quema, sin duda no quisieron terminar el año sin desembarazarse
de los presos reformados que gemían en el célebre castillo.
Diecisiete reos fueron sentenciados a la hoguera, de los cuales catorce debían
ser quemados vivos y tres en estatua. Además, salieron al auto treinta y cuatro
penitenciados, formando un total de cincuenta y un reos.
Antes de que la procesión saliera del castillo, con dirección a la Plaza de San
Francisco, para la publicación de las sentencias, encontráronse en el patio de
la fortaleza todos los relajados al brazo secular, vestidos con sus sayos de
ignominia, ostentando en sus cabezas la ridícula cucurulla, ligadas las manos y
con sogas al cuello.
El insigne Julianillo, al verse y ver a sus hermanos en tal guisa y de tal
talante, exclamó con voz firme:
–«¡Ea, pues, valor, hermanos! Ésta es la hora en que, cual conviene a soldados
animosos de Cristo, debemos dar delante de los hombres un fiel testimonio de Él
y de su verdad. Dentro de pocas horas, probados todos, cada uno, a su vez, en
ese mismo testimonio, triunfaremos con Él perpetuamente en los cielos».120
Un dominico interrumpió la arenga del valiente castellano, a quien le fue puesta
una mordaza, que conservó hasta momentos antes de ser quemado.
Siguiendo el orden y ceremonia de costumbre, entró la procesión en la Plaza de
San Francisco, ocupando cada cual el sitio señalado de antemano. Asimismo se
cumplieron las ceremonias de tomar juramento de obediencia y protección al Santo
Oficio, se predicó el sermón de la fe y se publicaron las sentencias.
Notóse en este auto la circunstancia de que, de las catorce personas
sentenciadas al fuego, ocho eran mujeres, y de ellas, cinco parientes.
Una de las mujeres sentenciadas a la hoguera fue una monja profesa en el
convento de Santa Isabel, de Sevilla.
Llamó también la atención el capítulo de culpas acumulado sobre Julián
Hernández. Sin duda éste fue el heresiarca más importante del auto.
Largo tiempo ocupó al relator la lectura de cargos, y cuando el reo oía alguno
de los muchos delitos que por causa de fe le acumulaban, hacía visibles signos
de afirmación con su cabeza, ya que la mordaza le impedía hablar.
Entre otros, el relator leyó:
«Que hizo grandes esfuerzos, y con incomprensible astucia introdujo en España
libros prohibidos que él traía de lejanas tierras, donde se refugian los impíos.
Que en diversas ocasiones ha insultado a las personas del estado religioso,
especialmente a los señores inquisidores y frailes, componiendo letrillas en que
trataba de “lobos” a las susodichas personas.
Que cuando iba a ser sometido a cuestión de tormento para que declarase lo que
era de justicia, antes de entrar en el instrumento de tortura, elevaba los ojos
al cielo, y con aire beato hacía como que se encomendaba a Dios. Y que terminada
la sesión, daba gracias a Dios, y cuando era retirado a su calabozo, todavía
cantaba tonadas insultantes a las personas del estado religioso.
Item: Que se ha afirmado, sin que nadie haya podido convencerle de lo contrario,
en la peregrina doctrina de que, quien tiene fe en Jesucristo, y sólo en los
méritos de Él confía, está más cierto de ir al cielo que no aquellos que confían
en la intercesión de los ángeles o de los santos.
Que cree firmemente que Dios, por medio de la Escritura, lo mismo comunica con
el laico que con el sacerdote.
Item: Que ha declarado ser más gloria para él salir condenado por el Santo
Oficio, que no absuelto, pues piensa ser más fiel a Dios cuanto mayores y más
cargos acumulen contra él y más grave sea la pena que se le imponga.»
Y así continuó el relator por largo espacio de tiempo.
Julián fue retirado, terminada la lectura, a su lugar en el tablado de los reos,
y marchó con paso seguro y con visible expresión del regocijo interior que le
embargaba.
Cuando doña Francisca de Chaves, monja franciscana en el convento de Santa
Isabel, en Sevilla, hubo escuchado su sentencia de morir en fuego, calificada de
hereje luterana, se dirigió a su asiento, cambió una expresiva mirada con Julián
Hernández, y la santa discípula del doctor Egidio sonrió con inefable expresión
de ternura al fiel soldado de Jesucristo. ¡Así se animaban unos a otros aquellos
mártires de la fe!
Fue llamada por el relator doña Ana de Rivera, viuda del maestro de niños don
Fernando de San Juan. Alentada la fe de esta señora por el recuerdo de su
esposo, recibió, no resignada, sino hasta con alegría, las notas infamantes y la
sentencia de morir en fuego.
Toda una familia, representada por mujeres, comparecieron en este auto.
Nos referimos a María Gómez, su hermana, y sus sobrinas, hijas de la hermana.
Recordará el lector que María Gómez fue la criada del licenciado Zafra, la cual,
en un rapto de locura, se presentó en la Inquisición delatando a su propio amo y
a más de trescientas personas como luteranos.
Por un acto de la Divina misericordia recobró la razón, y entonces pudo ver el
horrible daño que había hecho. Su alma se saturó más y más de la santísima fe en
Cristo, y cuando, ya presa en las cárceles del Santo Oficio, quisieron sus
perseguidores se ratificase en sus antiguas declaraciones delatorias, no lo
pudieron conseguir, a pesar de sujetarla a los más crueles tormentos.
Pero lo que no pueden los suplicios, lo pudieron las malas artes
inquisitoriales.
Convienen los autores en que, después de su delación, María Gómez fue restituída
al seno de su familia. Descubierta la propaganda de Reforma, y antes que a
María, prendieron a una hija suya bastante joven, quien se negó obstinadamente a
comprometer a nadie con sus declaraciones. A ésta se aficionó un inquisidor,
quien la visitaba diariamente, manifestándola el mayor cariño (sin duda
paternal). Tanto trabajó, y tan bien supo fingir el siervo de Satanás, que llegó
a hacerse dueño de la confianza de la joven, a quien aseguró que su familia
«corría peligro de ser presa por la Inquisición, porque muchas personas deponían
en contra de ellas, y que el mejor modo de salvar a sus parientes era confiarle
toda la verdad, pues como un padre y verdadero amigo trabajaría sin descanso
para apartar de ella y de todos los de su familia cualquier clase de peligros
que los amenazasen».
La joven presa cayó en el lazo, confiando a aquel Judas de loba y bonete la
verdad que tan obstinadamente había tratado de ocultar, y tan pronto se hubo
hecho dueño del secreto el falso amigo, lo puso en conocimiento del tribunal.
En consecuencia, fueron presas y perecieron en la hoguera María Gómez, sus dos
hijas Teresa y Lucía, su hermana Leonor Gómez, casada con un médico de Sevilla,
nombrado Fernando Núñez, y la hija de dicha hermana, nombrada Elvira Núñez
Gómez.
Estas cinco débiles mujeres despreciaron los consejos de aquellos que las
exhortaban a negar a su Señor y Salvador, prefiriendo morir quemadas vivas.
Ya sobre el Quemadero, la hija de María, causa inocente, dijo a sus parientes:
–«Os suplico, queridísimas madre, tía, hermana y prima, me perdonéis los
disgustos que habéis sufrido y el trance en que os veis por mi fatal
declaración; pero creedme todas... fuí vilmente engañada.»
María Gómez exclamó:
–«Adiós, amadísimas hijas, hermana y sobrina; el trance es corto, y muy pronto
pasaremos de este valle de dolor al mundo de gloria y felicidad eternas.»
También se dejó quemar viva doña Ana de Rivera, resistiendo todos los asaltos de
los satélites de Satanás, quienes la exhortaban a que se pervirtiese volviendo a
la iglesia del Papa. Doña Ana rogó la quemasen sobre el mismo lugar en que había
perecido su esposo.
Con la que bregaron de un modo feroz fue con doña Francisca de Chaves.
Las últimas palabras de esta mártir a sus atormentadores fueron:
–«...Señores, dejadme a solas con mi Jesús, y dadme el gusto de encender la
leña; como ya otras muchas veces os he repetido, sois una generación de
víboras...»121
Los auxiliares, ardiendo en ira, hicieron una seña, y los verdugos aplicaron la
antorcha a la pira.
La bendita doña Francisa inclinó a un lado su cabeza, como si quisiera evitar el
humo que la molestaba, y todavía se la oyó murmurar:
–«¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!»
Despidiéronse unas de otras las hermanas Coronel y doña María de Virués,
subiendo a los haces de leña con el valor que solamente Cristo puede prestar a
sus confesores.
Pero, ¿cómo no se amotinó el pueblo a la vista de tanta crueldad?
Ahora van a quemar las estatuas de los doctores Constantino, de Egidio y de Juan
Pérez.
El primero, como ya sabemos, falleció en el calabozo de la Inquisición; el
segundo, de enfermedad; pero el tercero, Juan Pérez, gozaba de libertad fuera de
España y de sus dominios.
A las estatuas de los fallecidos acompañaban los restos mortales de aquel a
quien respectivamente representaban, para ser consumidos en la hoguera.
Los doctores Constantino y Egidio fueron compañeros de estudio en la Universidad
de Alcalá. La ciencia y condiciones oratorias de Constantino atrajeron sobre el
doctor complutense la atención pública, y recibió ofertas para desempeñar los
mejores puestos de parte de las iglesias metropolitanas más importantes de
España, que se esforzaban por atraerle cada cual a su propio cabildo; pero la
modestia del doctor y su amistad hacia su compañero Egidio le hicieron rechazar
las mejores situaciones eclesiásticas.
Ambos doctores, por medio del púlpito, se hicieron dueños del afecto público, y
con mucha cautela comenzaron a inculcar la doctrina evangélica en el auditorio,
siendo ayudados eficazmente por el sacerdote Vargas, quien animado por los
mismos deseos, comentaba en público la Epístola del apóstol San Pablo a los
romanos, considerándola como el fundamento del edificio evangélico.
Falleció el presbítero Vargas, y Constantino fue llevado por el emperador Carlos
V a Alemania, pues le hizo su limosnero a consecuencia de un solo sermón que
oyera predicar al doctor. Posteriormente, en 1548, también hizo el emperador que
Constantino Ponce acompañase al príncipe don Felipe a los Países Bajos,
«queriendo – decía el César – que los flamencos supieran que en España había
también hombres sabios y oradores eminentes».
Pero ni la amistad cesárea ni los talentos del doctor le impidieron sufrir la
muerte miserable que hemos visto. Llamó la atención en el auto la notable
semejanza que con el doctor Constantino tenía su estatua, la cual estaba
figurada en la misma actitud que tomaba cuando predicaba el doctor.
XIV
Continuación y final del drama
Tan notable es la figura del doctor
Juan Gil o Egidio, como le llamaban sus contemporáneos, que debemos perpetuar su
historia en la parte que posible nos sea. Era natural de Olvera (Aragón) y, como
ya hemos dicho, estudió Teología hasta graduarse de doctor en la célebre
Universidad de Alcalá de Henares. Gozaba de crédito y fama extraordinarios, y
por su ciencia en los asuntos de la religión llegaron a compararle con Santo
Tomás de Aquino.122
Llegó hasta Sevilla la noticia de su fama, y habiendo vacante una plaza de
canónigo magistral, el Cabildo, sin llamar a concurso, nombró para que la
ocupase al doctor Egidio. Fue el doctor a ocupar su puesto, y, por uno de esos
fenómenos que con frecuencia ocurren, el primer sermón que predicó defraudó las
esperanzas de sus amigos y aumentó el número de sus contrarios, por no haber
correspondido el discurso a la fama de que venía precedido el nuevo magistral.
En tal situación pasó algún tiempo, hasta que un cristiano evangélico, nombrado
don Rodrigo de Valero123, aconsejó al doctor arrinconase los autores teológicos
y se diese al estudio de la Biblia.
Acaso apoyó la advertencia de don Rodrigo el presbítero reformado Vargas; lo
cierto es que Egidio, siguiendo el consejo, se dió al estudio de la Sagrada
Escritura, ayudándole de tal modo la gracia divina, que pronto el doctor abrazó
la verdad que Dios en toda su pureza le revelaba en su palabra. Desde entonces,
de tal modo cambió la predicación del magistral, que pronto arrastró tras él
gran número de oyentes, restaurando su antigua fama y crédito, aunque también
aumentó la invidia e insidias de sus émulos.
En 1550 fue nombrado por el emperador obispo de Tortosa, y los envidiosos del
canónigo magistral aumentaron sus odios y trabajos de zapa contra éste,
delatándole a los inquisidores como propagador de ciertas doctrinas, en concepto
de los delatores heréticas, las cuales hallaban no pocos prosélitos en la
ciudad. Recordaron también a los inquisidores, como detalle que debieran tener
en cuenta, la defensa que Egidio hizo en favor del protestante Valero cuando
éste cayó en poder del Santo Oficio.
Por fin consiguieron sus émulos ver preso en las cárceles de la Inquisición al
doctor Egidio, y en ellas el prisionero escribió una apología de sus sermones;
pero este trabajo sirvió precisamente para su mayor perdición, pues estando el
alma del reformador saturada de las verdades que la Palabra de Dios contiene, no
pudo menos de sentar proposiciones que, cuanto más conformes estaban con la
Biblia, más odiosas e impías eran en concepto de los calificadores.
A pesar de esto, el mismo emperador, el Cabildo Catedral y hasta el licenciado
Correa, juez del Santo Oficio, trabajaron cuanto les fue dable en favor de
Egidio, cuyo mayor enemigo era un don Pedro Díaz, discípulo que había sido del
protestante Valero, renegado ahora, y miembro del Santo Tribunal, consiguiendo
que la Inquisición residenciase a Egidio.
A esta altura las cosas, pidió el doctor Egidio se le permitiese conferenciar
con el teólogo que de más celebridad gozase en concepto de la Inquisición. Los
amigos del doctor consiguieron fuese atendida la pretensión del prelado electo y
recluso, con más que éste designase el teólogo. Así lo hizo Egidio, llamando al
monje García Arias, quien ya en aquella época había aceptado y trabajaba (aunque
ocultamente) por el triunfo de la Reforma. Vino pues, el Maestro Blanco,
conferenció con el preso, y la calificación que Arias dió, como no podía menos
de suceder, fue favorable al magistral.
Esto no obstante, los enemigos de Egidio redoblaron sus influencias, y lograron
se celebrase otra conferencia teológica, y al mismo tiempo que esta vez fuese
otro teólogo el definidor, cuyo nombramiento recayó en cierto fraile dominico
nombrado Domingo de Soto, profesor además de la Univesidad de Salamanca.
En opinión del historiador Adolfo de Castro, el tal individuo era hipócrita y
malvado, cualidades que ciertamente poseía el frailazo, como veremos a
continuación. Convinieron ambos conferenciantes en que presentarían dos
protestas de fe escritas en sentido católico, protestas que leerían desde sus
respectivos púlpitos en la Catedral, y extendidas en forma que no padeciese la
buena fama y reputación del magistral.
Arreglados ambos escritos en conferencia privada que tuvieron Egidio y Soto,
llegó el día señalado para la lectura, e inmensa concurrencia invadió la
Catedral sevillana.
Subieron a un púlpito Egidio y al otro Soto. Leyó primero el doctor su
documento, y a seguida el suyo el dominico. Pero éste no leyó el documento
previamente convenido con el doctor, sino otro preparado arteramente, en el que
refutaba las argumentaciones del primero. La distancia que mediaba entre uno y
otro púlpito, y acaso las condiciones acústicas del edificio, hacían imposible
el que del uno al otro lugar llegasen los conceptos con entera claridad. Así es
que el doctor no entendía, sino muy confusamente, lo que su falso amigo leía.
Con todo, cuando ya por el ademán, o ya esforzando la voz del dominico, se
dirigía hacia el púlpito que ocupaba Egidio, como pidiendo su asenso a la
conclusión leída al doctor, éste, confiando en que lo que se leía era lo que de
antemano habían ambos convenido, daba evidentes señales de aprobación, con no
poca admiración del auditorio.
El Santo Oficio calificó al doctor Juan Gil como sospechoso de herejía, y en tal
concepto le hizo abjurar en un auto que se celebró entre los dos coros de la
Catedral, el 21 de Agosto de 1552, en cuyo auto el magistral fue condenado a un
año de prisión y a otras penas.
Cumplida la sentencia, el doctor Egidio hizo un viaje a Valladolid, donde sirvió
de edificación y enseñanza a la Iglesia reformada vallisoletana.
Volvió nuevamente a Sevilla, donde falleció a consecuencia de una fiebre
contraída durante el viaje, siendo este fallecimiento causa de duelo general.
Abierta de nuevo la causa, sin duda por las deposiciones que pudo haber con
motivo del descubrimiento total y pleno de la Iglesia reformada, el doctor Juan
fue sentenciado a ser quemado en estatua juntamente con sus restos mortales, los
cuales, al efecto, fueron casados de su sepultura.
Pero en esta ocasión, como en otras análogas, no padeció solamente el tenido por
culpable, sino otros inocentes. Los bienes que dejara al fallecer el doctor
Egidio los gozaban sus legítimos herederos, mas la Inquisición los confiscó, y
los poseedores inocentes sufrieron con esto expoliación y castigo.
Y vamos con Julián Hernández.
El insigne Julián Hernández al llegar a la escalera del Quemadero se arrodilló e
hizo ademán (porque llevar a práctica su propósito no podía a causa de la
mordaza), de besar los escalones. Al atarle a la estaca, y aprovechando el
momento de tener sueltas las manos, se acomodó dos hacecillos de leña sobre la
cabeza.
Uno de sus auxiliares, que lo era el doctor Fernando Rodríguez, dispuso quitasen
la mordaza al reo para que se confesare; pero en lugar de esto, Julián comenzó a
disputar con los que le asediaban.
Por fin, y como el doctor Rodríguez, le exhortase a que se dejase de porfías y
se confesase, Julián, con grande energía, exclamó:
–«No será con vuesa merced, que no encuentra fuerza para combatir mis
argumentos, porque los cree lo mismo que yo, sino que los oculta por temor a
morir. Vuesa merced es un hipócrita...»
Atemorizado el doctor por la atrevida cuanto directa acusación, comenzó a
manotear, exclamando:
–«¡Oh, España, domadora y señora de las naciones; pero en este instante
perturbada por causa de un solo hombrecillo! ¡Muera! ¡Muera!»
Obedecieron los satélites de la Inquisición hasta con exceso, pues uno de los
soldados de la guardia atravesó con su partesana el cuerpo del fiel testigo de
Cristo, ahorrando a Julián padecimientos.124
Para completar el elogio del castellano, tipógrafo, colportor y reformador
cristiano; del nunca bien ponderado propagador del Evangelio en su patria,
Julián Hernández, reproduciremos lo que acerca del mismo dice el jesuíta
Santibáñez en su obra manuscrita, Historia de la Compañía de Jesús en esta
provincia de Andalucía.
«Era español de nación, mas criado en Alemania, entre herejes, donde bebió las
ponzoñas de las herejías, de manera que los principales heresiarcas lo habían
elegido, a imitación de lo que se cuenta en los Actos de los Apóstoles, por uno
de los siete diáconos de su Iglesia.»
«Salió – continuó el jesuita historiador – de Alemania con designio de infernar
toda España, y corrió gran parte de ella, repartiendo muchos libros de perversa
doctrina por varias partes y sembrando herejías de Lutero en hombres y mujeres,
y especialmente de Sevilla. Era sobremanera astuto y mañoso, condición propia de
herejes. Hizo gran daño en toda Castilla y Andalucía. Entraba y salía por todas
partes con mucha seguridad, con sus trazas y embustes, pegando fuego donde ponía
los pies.»
No es posible hacer mejor apología acerca del celo y actividad de un cristiano,
que la que el jesuíta Santibáñez hace del bendito Julián Hernández.
Realmente aquí podíamos terminar nuestro empeño; pero como hay algo interesante
en este auto, admítase un capítulo más.
XV
Un capítulo más.
Aunque parezca extraño, todavía,
después de todo lo que se sabe y en las postrimerías del siglo XIX, existen
gentes tan malignas u obcecadas, si no son ambas cosas, que defienden los actos,
proclaman las excelencias de la Inquisición y la rectitud de sus miembros. Vamos
a demostrar que este tribunal no tenía nada de Santo, y sí mucho de Oficio, y
que procuraban sus individuos allegar para sí riquezas de aquellas que «el orín
corrompe» y ladrones pueden hurtar.
Citaremos algunos ejemplos rigurosamente históricos.
En este auto sevillano que acabamos de historiar compareció un ciudadano inglés,
nombrado Nicolás Burton.
Nicolás Burton vino a España y ancló en Sevilla en un buque de su propiedad,
cargado de mercancías para el comercio.
Claro es que Burton, por su calidad de extranjero, debía ser inviolable,
profesase la religión que tuviera por conveniente, siempre que no propagase sus
creencias, si éstas no eran conformes con las profesadas en el país que
visitaba, y esto último en aquellas épocas de opresión. Pero los inquisidores, a
lo que suponen algunos autores, atraídos por la presencia del buque y por las
desconocidas riquezas de que su casco venía repleto, hallaron motivo real o
imaginario para encerrar a Burton en las cárceles secretas del Oficio Santo,
como sospechoso de luteranismo.
El inglés confesó con valentía su fe reformada, por lo que los inquisidores ya
tuvieron agarradero para dictar la confiscación de bienes, haciéndose por ende
dueños del barco y de la mercancía. Representó entonces Burton que parte de los
géneros confiscados no eran de su pertenencia, sino que los traía para la venta
en comisión, y que eran propiedad de un compatriota suyo nombrado Juan Fronton.
No agradó a los señores la representación, pues que, si prosperaba, gran parte
de la riqueza se les marchaba de entre las manos. No obstante, se propusieron no
perder ni la más mínima parte del codiciado botín, y para conseguir su intento,
verán ustedes cómo se las compusieron.
Cuando Fronton supo el percance ocurrido a su comisionista, y el peligro que
corría de perder los géneros de su propiedad, vino a España, presentándse a la
Inquisición de Sevilla, reclamando que su hacienda no fuese incluída en la
confiscación. Debía Fronton profesar la religión papística, por cuanto los
inquisidores no le prendieron; pero, en fin, después de mucho tiempo gastado en
diligencias, resuelven los señores que la propiedad no está suficientemente
probada, y que Fronton debe presentar al tribunal mejores comprobantes. Parte el
inglés a Londrés, y regresa con toda diligencia a Sevilla, trayendo pruebas
irrechazables de lo que demanda.
En efecto, después de presentar dichas pruebas al tribunal; después de muchas
idas y venidas, y tras mucho importunar al obispo de Tarragona, por aquella
fecha primer inquisidor, preséntase cierto día el comerciante ante el tribunal,
cuando apenas tenía con qué mantenerse, por haber agotado todos sus recursos.
Entonces uno de los inquisidores, el licenciado Gasco, dice al pobre inglés que
vuelva por la tarde, porque aunque ya le ha oído a él y a su agente echar
cuentas, no recuerda bien del todo, y necesita carearle con el preso.
Dejo a la consideración del lector el suponer con cuánta puntualidad y anhelo
acudió Fronton a la cita. Acudió también Gasco, el cual, llamando al alcaide,
sin que de ello se percatara el inglés, ordena al esbirro que lo encierre en un
calabozo. Fronton, que suponía, con fundamento, que iba a conferenciar con su
compatriota y agente, siguió gustosísimamente al cancerbero. ¡Pero cuál no sería
el asombro del buen Fronton al ver que le empujaban en un solitario calabozo,
donde le dejaron encerrado!
Después de tres días de incomunicación sacan a Fronton del calabozo,
presentándole en la sala de Audiencia. Claro es que lo primero que el inglés
hizo fue pedir explicación del atropello con él cometido; pero el inquisidor,
sin atender a reclamaciones y sin ninguna explicación, ordena al preso rece un
Avemaría. Hízolo Fronton diciendo:
–«Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita tú
eres, entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Amén.»
Terminado el rezo en la forma dicha, ordena el inquisidor vuelvan a su prisión a
Fronton, a quien, en vez de poner en posesión de su hacienda, le entablan causa
por herejía, pues no rezó sino la parte de la salutación del Ángel, suprimiendo
el Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora
de nuestra muerte. Amén. – Parte es ésta añadida por la Iglesia, y suprimiéndola
demuestra Fronton no creer en la intercesión de la Virgen, por lo cual es
sospechoso de luteranismo.
Burton pereció quemado vivo, pero Fronton, que infelizmente pertenecía al rebaño
papístico, fue envuelto en tal trama que salió al auto entre los reconciliados,
calificado de vehementi en la secta de Lutero, y fue sentenciado por sus
cariñosos rabadanes a llevar sambenito por un año, y confiscación de bienes, que
era a lo que se tiraba.
De tal maña se valieron los señores del Oficio para apoderarse del barco y de
cuanto dentro de él había.
Y de tal manera se dió la Inquisición a perseguir extranjeros, que, por efecto
de reclamaciones diplomáticas, se vió obligado posteriormente el señor rey don
Felipe IV a expedir una real cédula, prohibiendo a los inquisidores incomodar a
los extranjeros y comerciantes, so pretexto de religión, si no se probaba que
los tales se ocupaban en extender la herejía.
Otro de los que también abjuró de vehementi fue un don Diego de Virués,
caballero jurado, es, a saber, miembro del cabildo municipal de Sevilla. Dicho
señor salió al auto con vela y en cuerpo y fue multado en cien ducados. Todo su
crimen consistió en que después de visitar el monumento levantado en la catedral
un día de jueves santo, dijo: «¡Qué lástima, gastar tan exorbitantes cantidades
para el monumento, dejando faltas de pan a muchas familias, cuyo socorro con el
exceso de gastos sería más grato a Dios!»
También fue reconciliado un mendigo que pedía limosna para la ermita de San
Lázaro. Salió al auto abjurando de levi, con mordaza en la boca, como sospechoso
de luteranismo, por haber dicho en un rapto de enfado, contra un clérigo de
Jerez de la Frontera, que «no creía que Dios bajase del cielo a las manos de un
sacerdote tan indigno». Sin duda el pobre hombre olvidó, si la sabía, la
pregunta que se dirige al enfermo en el momento de viaticarle: «¿Creéis que, en
virtud de las palabras de la consagración, pronunciadas por cualquier sacerdote,
por indigno que sea...?» En fin, a éste nada le confiscaron, porque... nada
poseía.
Dos jóvenes estudiantes, sevillano el uno nombrado Pedro Torres, y natural el
otro del obispado de Calahorra, llamado Pedro Pérez, salieron al auto que hemos
historiado, abjurado de levi, y sentenciados ambos a dos años de destierro fuera
de Sevilla y a más multado el Torres en cien ducados, según decía la causa, por
cosas de la secta luterana. Estas cosas consistían en habérseles cogido una
poesía, que leída con una puntuación resultaba un elogio de Lutero, y leída con
puntuación distinta, vituperaba al reformador. ¡Qué crimen!
A quien le estuvo muy bien empleada la sentencia de pérdida de bienes y otros
castigos, fue a un ermitaño que vivía en Cádiz, natural de Génova, nombrado
Bernardo de Franqui. Éste salió entre los reconciliados por haber cometido la
pusilanimidad de delatarse a sí mismo, por haberle parecido bien lo que oyó
decir veinte años ha a un hermano suyo, quien habló del purgatorio y de la
justificación, en sentido que, según decían, era luterano. Probablemente el tal
hermano habría muerto, o se hallaba fuera del alcance de los inquisidores; de
otro modo, ¡no es flaco el servicio que le hace su hermanito el ermitaño!
Por último, y para dar una muestra de la justicia que informaba en las
sentencias de los inquisidores, diremos que al mismo auto salió en cuerpo, con
vela, y fue condenado a destierro perpetuo fuera de Sevilla y perdimientos de
sueldos, Gaspar Benavides, alcaide de las cárceles de la Inquisición, por el
delito de que: Sirviendo de alcaide de las cárceles del Santo Oficio, sirvió mal
y negligentemente su destino.
Veamos la negligencia con que desempeñaba su destino este infame bandido, bajo
cuya guarda estuvieron las esclarecidas personas que salieron en el anterior y
en el presente auto.
Resultó de su proceso que el tal alcaide robaba la mitad del ya escaso rancho
que se daba a los presos; los comestibles que daban eran de inferior calidad al
que los señores contrataban, guardándose él la diferencia de lo que hubiera
costado, comprando las viandas, aceite y pan de reglamento. Además lo daba mal
condimentado, robando la leña que debía emplear en cocer bien los ranchos. Si
algún preso se quejaba, lo agravaba en su prisión, diciendo ser por orden de los
señores; y si algún preso así tratado pedía audiencia, como el alcaide
presumiese que era paara quejarse de él, no daba curso a la petición,
contestando al peticionario que eran tantas las ocupaciones de los señores, que
le tenían ordenado no diese curso a las solicitudes de audiencia.
Compare ahora el lector los crímenes por este hombre cometidos, y el castigo a
que le sujetaron, con el delito de Fronton (y de otros), y las sentencias que
sobre los tales recaían, y digan qué justicia era la del Santo Oficio. Al ladrón
y abusador de infelices presos, pena suave; al cristiano, o al sospechoso de lo
que ellos llamaban herejía, la muerte, la completa ruina y la eterna difamación.
¿Habrán tenido perdón de Dios?
EPÍLOGO
I
Estos cuatro triunfos que hemos
historiado dieron al traste con la reforma religiosa y con la libertad de
conciencia en España, por un lapso de tiempo de más de tres siglos.
Es cierto que la Inquisición continuó persiguiendo a todo el que se hacía
sospechoso de la menor sombra de separación o de disconformidad con el dogma
papístico, pero ya fueron escasos los perseguidos como luteranos.
Por lo que a Valladolid respecta, tenemos noticias de otros dos autos solemnes,
celebrados, uno en este siglo XVI, y otro en el siguiente.
El día 28 de Octubre de 1561, festividad de San Simón y de San Judas, que, en
dicha fecha, si no hay error de cálculo, cayó en lunes, se celebró un auto de fe
en la Plaza Mayor. Treinta y siete fueron los penitenciados en este auto, de los
cuales sufrieron pena de muerte diez, y los veintisiete restantes fueron
reconciliados y castigados con penas diversas.
Solamente quince de estos reos fueron calificados de luteranos.
No fue quemado vivo entre los diez sentenciados a muerte sino Álvaro Gavilán,
portugués de nacimiento, de oficio zapatero, calificado de «hereje apóstata,
observante de la ley de Moisés», y «fue quemado vivo por pertinaz en el
judaísmo». Además, entre los diez sentenciados a la hoguera, hubo tres que
tuvieron la suerte de escapar, por lo que sufrieron la pena del fuego tres
estatuas.
Uno de los reos que murieron agarrotados, y después se quemó el cadáver, fue
Francisco de Piedrahita, vecino de Arévalo, sentenciado por «morisco relapso en
la secta mahometana». En cambio su mujer, María de Ávila, sufrió la misma pena y
en la misma forma que el marido, pero ésta acusada de «hereje luterana».
El auto se celebró con la pompa y formalidades que se empleó en los pasados.
El último auto de fe de que yo tengo noticias respecto Valladolid pertenece,
como he dicho, al siglo XVII, pues se celebró el domingo 30 de Octubre de 1667.
Ochenta y siete fueron los reos que salieron a este auto, y de ellos nueve
debían morir en fuego; pero ninguno fue quemado vivo, y cinco lo fueron en
estatua, por haber logrado escapar de España. Por cierto que en el estado
levantado por el historiador señor Sangrador acerca de este auto, figuran dos
mujeres, Francisca López y Beatriz Román, ambas portuguesas a las cuales el
dicho historiador coloca en un grupo de Reconciliados después de su muerte. No
entendemos el sentido de esa reconciliación; pero lo más verosímil es que la
inocencia de estos reos resultase después de que ellas fallecieron en las
prisiones del Santo Oficio. Pero, ¿fallecieron de enfermedad natural o
fallecieron al modo del doctor Constantino y de doña Juana de Bohorques? Suceso
es éste que no se sabrá sino hasta la llegada de aquel día en que todo lo oculto
«haya de ser manifestado».
En este auto no figura ya ningún luterano. Dos de los reos eran bigamos, y el
resto «observantes de la Ley de Moisés», es decir, judíos.
El esplendor, asistencia y magnificencia desplegados en este auto, excedió a
todos los anteriores.
La unidad católica se entronizó en España, e inmenso ejército de clérigos y
frailes campaban por doquier en la nación, chupando, cual vampiros, la sangre y
la riqueza del país.
II
Tres siglos de silencio en materia
de religión reinaron en España; pero la semilla de Reforma estaba escondida, que
no muerta.
Todos recordamos la persecución religiosa que conmovió a Europa en los dos
últimos años del reinado de Isabel II, contra un puñado de españoles, los
cuales, gracias a poderosas influencias, no arrastraron la cadena del
presidiario; pero fueron extrañados, com gente pestilencial, fuera de la patria.
Vino el movimiento político de 1868; los desterrados regresaron a España y con
ellos otros elementos, dedicándose todos con ardor a predicar la libre salvación
de Dios por la obra expiatoria de su Cristo.
Madrid, Barcelona, Sevilla y Valladolid fueron los principales centros de
propaganda, y en esas ciudades prendió la llama del Evangelio en muchas almas.
Hoy, ¡quién lo duda!, bajo la atmósfera reaccionaria que respiramos, no tenemos
ni podemos tener grandes éxitos; pero ya quisiera la iglesia papista recuperar
lo que ha perdido y pierde en España. De Norte a Sur, de Este a Oeste, por toda
la Península hay establecidas congregaciones evangélicas más o menos numerosas;
y por nuestra parte, residiendo aquí, en Valladolid, al frente de una
congregación, cuando pasamos ante la casa en que nació el rey Felipe II, y
cuando pasamos por delante de aquella puerta de la Inquisición, cuyo dintel se
tragó tanto inocente, y cuando cruzamos por la Plaza Mayor, testigo de aquellos
solemnes autos, como cuando paseamos por el Campo Grande, donde el fuego de las
hogueras redujo a cenizas los cuerpos de aquellos mártires, «de los cuales el
mundo no era digno», al considerar que, a pesar de todo, la Palabra de Dios
impresa es leída y comentada en esta ciudad como en toda España, no podemos
menos de entonar aquella última estrofa del himno del inmortal Lutero:
Sin destruirla dejarán,
aun mal de su grado
esta Palabra del Señor;
Él lucha a nuestro lado.
Que lleven con furor,
los bienes, vida, honor,
los hijos, la mujer...
Todo ha de perecer...
de Dios el reino queda.
......................................................................................................
Hemos terminado nuestro trabajo con la ayuda de Dios.
«Al Dios sólo sabio, nuestro Salvador, sea gloria y magnificencia, imperio y
potencia, ahora y en todos los siglos. Amén.» (Judas, v.25.)
FIN DE LOS RECUERDOS DE ANTAÑO.
NOTAS
1 Prescott: Historia de Felipe II,
t. I, lib. I, cap. V, pág. 154.– Madrid, año 1856. –Establecimiento tipográfico
de Mellado.
2 Prescott: Historia de Felipe II, t. I, lib. I, cap. IX, págs.330 y 331.
3 Prescott: Historia de Felipe II, t. I, lib. I, cap. V, pág. 154.– Madrid, año
1856. –Establecimiento tipográfico de Mellado.
4 Prescott dice Juan; pero es evidente equivocación, debida sin duda a error de
traducción, pues no debe dejarse de tener presente que Prescott escribió su
Historia de Felipe II en inglés.–(N. del A.)
5 El proceso del arzobispo Carranza se encontró, hace algunos años, en el cofre
de un penado que trabajaba en el Canal de Castilla. El director del Penal lo
remitió a Madrid, y ahora se halla(el proceso manuscrito) en la Biblioteca
Nacional.–(N. del A.)
6 Provincia de Valladolid.
7 Documentos inéditos para la Historia de España, t. V, pág.399.
8 Mateo, X, 16. – No debe tomarse como fantasía novelesca el que Julián hablase
latín. En aquella época toda persona un poco instruída conocía y hablaba el
idioma de Horacio, y no debe olvidarse que Julián era cajista de imprenta, y en
el siglo XVI se imprimía mucho en latín. – (N. del A.)
9 Los nombres que se dan son rigurosamente históricos y las personas así
nombradas todas fueron penadas por la Insiquisición – (N. del A.)
10 No se pierda de vista que la palabra griega católica es lo mismo que
universal.
11 Hechos 4:12
12 Santiago 2:14-16
13 Para dar colorido a la escena, pongo en idioma las anotaciones bíblicas,
porque sin duda así eran usadas. El lector que desconozca el latín puede
consultar la versión castellana en Mateo 26:27 y 1 Co 11:27,28.- (N. del A.)
14 Jeremías 6:16
15 Ciertamente hay en estos discursos errores cronológicos, pero son licencias
que el autor se permite, para exponer opiniones y doctrinas que, limitándose al
rigor histórico, no se pudieran dar a conocer. – (N. del A.)
16 Romanos 5:1. – No debe extrañar el lector que estas damas empleen el latín;
en aquella época, toda persona de posición social, cualquiera que fuese su sexo,
conocía el idioma de Cicerón.
17 (Sangrador: Historia de la Muy Noble y Leal Ciudad de Valladolid, etcétera,
tomo II, págs. 350 y 352. – Valladolid, imprenta de D. M. Aparicio, 1854.).
18 Voces técnicas, con las cuales los tipógrafos se reclaman mutuamente las
cuartillas de original para enlazar. – (N. del A.)
19 Por esta época, el emperador Carlos V se hallaba en el Monasterio de Yuste.
(N. del A.)
20 Llamándoles hipócritas u otros epítetos parecidos, pero no dirigiéndoles
palabras indecorosas. (N. del A.)
21 Llorente: Historia crítica de la Inquisición. T. I, cap. XXIV, página 485. –
Barcelona.
22 Histórico. Usoz del Río: Datos biográficos.
23 El Dr. Juan Gil (conocido más comúnmente por el Dr. Egidio) fue predicador
célebre en Sevilla y gran amigo de Juan Pérez, autor de la Epístola para
consolar a los fieles de Jesucristo que padecen persecución por la confesión de
su nombre. Egidio se hizo sospechoso de herejía, y la Inquisición lo prendió en
1551. Entonces varios de sus amigos, asustados, huyeron, refugiándose en Suiza o
en Alemania. Entre los que escaparon, se cuentan Juan Pérez, Casiodoro de Reina
y Cipriano de Valera. Todos tres se ocuparon en preparar la traducción e
impresión de la Biblia en lengua castellana. - Usoz: Datos biográficos.
24 Histórico. Llorente: Historia Crítica de la Inquisición, t.I, pág. 491,
Barcelona.
25 Histórico. Llorente, Adolfo de Castro, Gonzalo de Montes, en sus obras
citadas.
26 «Más nosotros predicamos a Cristo crucificado.» 1 Corintios 1:23.
27 España desde el reinado de Felipe II hasta el advenimiento de los Borbones.
Obra escrita en francés por Mr. Weis. Versión española. - Introducción, págs. 1
y 2, Madrid, 1846. -Establecimiento tipográfico de D. F. de P. Mellado.
28 Cayetano Manrique: Apuntes para la Vida de Felipe II. Madrid, Imprenta de los
Sres. Gasset, Loma y Compañía.
29 Se refiere la monja a la Orden Carmelita, que ella profesaba. (N. del A.)
30 Fray Juan de la Cruz, varón después canonizado por la Sede Romana. (N. del
A.)
31 En un siglo de tanto y tan clerical, cuando la Inquisición estaba en el
apogeo de su poer, en opinión de Santa Teresa, (Dios no tenía quien mirase por
su honra! - (N. del T.)
32 Colección de los mejores autores españoles. Tomo XXXI, págs. 122-125. Madrid,
Dirección y Administración, Leganitos, 18, Madrid.
33 Todavía ni soñaba Teresa en ocupar un puesto en los lugares como santa. (N.
del A.)
34 Todas estas citas históricas están tomadas de los Apuntes para la Vida de
Felipe II, etc., por Cayetano Manrique. (N. del A.)
35 Agustín de Blas: Origen, progreso y límites de la población de España.
36 Mariana: Historia general de España. - Año de 1482.
37 Diario del viaje de España, hecho en 1659, pág.125.
38 España desde el reinado de Felipe II, etc., pág. 386. - Obra ya citada.
39 Datos biográficos insertos como prólogo en la Epístola consolatoria de Juan
Pérez.
40 «Si he hablado mal, da testimonio del mal: y si bien; ¿por qué me hieres?»
Palabras de Nuestro Señor Jesucristo al criado del Pontífice. Juan 18:23.
41 Rigurosamente histórico. - Gonzalo de Montes, Llorente y todos lo autores que
de la Inquisición tratan.
42 Copia exacta, como todas las que se seguirán de sentencias dictadas por los
inquisidores, de cuyas sentencias a la vista tenemos copias. - (N.del A.)
43 Histórico. - Gonzalo de Montes: Artes de la Inquisición Española, páginas 70
y 71.
44 Quiere decir, en castellano. (N. del A.)
45 Histórico. - Gonzalo de Montes.
46 Contraseña rigurosamente histórica.
47 Tenga presente el lector la época.
48 Hábito de noche: – Traje especial que se usaba en aquella época para salir de
casa por las noches; el de las mujeres consistía especialmente en un amplísimo y
tupido manto que, cubriéndolas por completo, impedía el que las conociesen. El
de los hombres, generalmente se componía de jubón, gregüescos, calzas, altas
botas de gamuza, ancha capa, con cuyo embozo ocultaban el rostro, espada
pendiente de la cintura y broquel.
49 La Seca, pueblo de la provincia de Valladolid, famoso por sus vinos blancos;
residen allí algunos cristianos evangélicos.
50 El versículo 5 del Salmo 32, que ponemos en boca de Juan García, está tomado
del libro Comentario a los Salmos, escrito por Juan de Valdés en el siglo XVI y
ahora impreso por primera vez. Madrid, Librería Nacional y Extranjera,
Jacometrezo, 59, 1885.
51 Se atribuyó primero a Teresa de Jesús, y algunos críticos modernos lo
atribuyen a Juan de la Cruz.– (N. del A.)
52 Jardín Espiritual, por Fray Pedro Padilla, carmelita. – Madrid, 1585.
53 El supuesto discurso que pongo en boca de Cazalla, está tomado de Los Diez
mandamientos de la Ley de Dios, con una breve declaración, por el Doctor Juan
Pérez, reformador español del siglo XVI. – (N. del A.)
54 No crea el lector exagerados los supuestos párrafos de este supuesto libro.
Para escribirlos nos ha bastado recordar algo de lo mucho que por el estilo
hemos leído en el libro del célebre P. Claret, Arzobispo de Toledo, en su Camino
recto y seguro para llegar al cielo.– (N. del A.)
55 El discurso que se pone en boca del predicador es un fragmento del Breve
tratado de la antigua doctrina de Dios, etc., del Dr. Juan Pérez. – (N. del A.)
56 El discurso que se pone en boca del venerable padre maestro García Arias, es
un fragmento de un magnífico escrito de Pedro Malon de Chaide, inserto en sus
trabajos, y el de otros autores, en el Tesoro de Autores místicos españoles. –
(N. del A.)
57 Prescott: Historia del reinado de Felipe II, t. I, libro II, cap. III,
páginas 434 y 436.
58 Histórico; así lo afirman todos los historiadores. – (N. del A.)
59 La fórmula y acusaciones son históricas, pues así constan en el proceso
contra este eclesiástico. – (N. del A.).
60 Catecismo de Heidelberg, pág. 21.
61 El discurso que se pone en boca del presbítero Juan González, está
entresacado de la obra Del Papa y de su autoridad, de Cipriano de Valera. – (N.
del A.)
62 El doctor Illescas, en su Historia de los Papas, part. I, fol.21.
63 Salmo 70:1 (69:2 en la Vulgata latina)
64 Versión española, hecha de la inglesa, por el autor, del Catecismo del
Concilio de Trento, Artículo cuarto del Credo.
65 El texto latino está copiado verbo ad verbum de la versión latina de la
Vulgata, editada por Clemente VIII.– Venecia, 1780. El texto castellano es la
versión que de la misma Vulgata hace el P. Scio.– 1 Juan 5:16-17 – (N. del A.)
66 Véase Compendio de Doctrina Cristiana, por el Dr. Doyle, páginas 46, 112
y113.
67 Al escribir estas cuartillas, tengo a la vista el primer tomo de una
interesante obra titulada Historia crítica de las Riadas y avenidas del río
Guadalquivir en Sevilla, desde su reconquista hasta nuestros días. – En esta
obra se insertan preciosos grabados, que representan la capital andaluza y sus
alrededores en el siglo XVI, de modo que puedo hacerme la ilusión de vivir en
Sevilla y Triana en días de aquella época. Debo gratitud a mi amigo el
presbítero señor Palomares, Ministro Evangélico en Sevilla, quien me regaló
dicho libro al propósito de escribir esta leyenda. – (N. del A.)
68 Morgado: Historia de Sevilla, lib. I, cap. XIV.
69 Palabras textuales. – Adolfo de Castro: Historia de los protestantes
españoles, Cádiz, 1851.
70 Histórico; autores citados.
71 Loba; así era llamada la sotana por aquella época. – (N. del A.)
72 Histórico; autores citados.
73 Corresponde al Salmo 23 de nuestra versión castellana. – (N. del A.)
74 Esta era una estratagema, muy usada por los inquisidores, para encubrir los
malos tratos que daban a los infelices presos. – (N. del A.)
75 Histórico; así lo testifican los autores tantas veces citados.
76 Histórico; Gonzalo de Montes y demás autores, en sus obras ya citadas; toda
la relación que a estas presas se refiere es rigurosamente histórica. - (N. del
A).
77 Histórico. De esta escena y situación atestiguan todos los historiadores
citados en el curso de este trabajo.
78 Histórico; Gonzalo de Montes, Adolfo de Castro, en sus obras citadas.
79 Sánchez: Colección de poesías castellanas, tomo IV, pág. 76.
80 No pierda de vista el lector que en la época en que se desarrollan las
escenas de nuestra leyenda, el Concilio de Trento no había terminado sus
sesiones. El Concilio de Trento comenzó en 1545 y terminó en 1563. – (N. del A.)
81 Reflejos del carácter egoísta y grosero del fraile (1Co 15:32)
82 Así resulta de la relación que del proceso ofrece el clérigo Llorente.
83 Acaso llame la atención de algún lector que esta monja pudiera asistir a
juntas; pero debe notar que en aquella época no se guardaba clausura absoluta en
algunos conventos. –(N. del A.)
84 Histórico. – Llorente, Historia crítica de la Inquisición.
85 La celebración de este auto, de que da cuenta nuestro Cronicón, se escapó a
las investigaciones, no solamente del antiguo historiador vallisoletano
Antolínez, sino que ha sido ignorado por el clérigo y Secretario de la
Inquisición, Llorente, y tampoco del dicho auto ha tenido conocimiento el autor
contemporáneo de la Historia de Valladolid, señor Sangrador. Otro historiador
más moderno y catedrático de Historia Universal en la Universidad de Valladolid,
señor Ortega Rubio, cita en su Historia de Valladolid ese apuntamiento del
Cronicón, y con todo, titula primer auto de fe al celebrado en 1559.
86 Historia Religiosa: El Protestantismo en España en el siglo XVI, por Rosseau
Saint-Hilaire. (La Luz, número 23, 9 de Abril de 1870. Folletín).
87 Histórico. –Palabras textuales, en las que convienen todos los historiadores.
88 Palabras textuales. – Llorente, Historia Crítica de la Inquisición, tomo I,
capítulo XX, página 399. Barcelona.
89 Relación manuscrita de un testigo ocular, y que existe en la Biblioteca de
Santa Cruz, en Valladolid. – (N. del A.)
90 Manuscrito ya citado que existe en la Biblioteca de Santa Cruz, en
Valladolid.
91 Tela rica de seda, muy costosa y muy de moda en el siglo XVI, lo mismo que la
raja, de cuya tela estaban hechas las ropas que vestía el príncipe. – Historia
crítica de las riadas... en Sevilla, tomo I, página 142, Sevilla.
92 No fue cura de Pedrosa, sino de Hormigos. El párroco de Pedrosa fue su otro
hermano don Pedro de Vivero. – (N. del A.)
93 Histórico – (N. del A.)
94 Rigurosamente histórico – (N. del A.)
95 El historiador, señor Sangrador, le da el apellido de Bezon, pero el canónigo
Llorente le apellido Wasor. – Historia crítica de la Inquisición, tomo I,
capítulo XX, página 403, Barcelona, 1870.
96 Legajo 137 de Estado, en el Archivo de Simancas, inserto por don Juan Ortega
y Rubio en su Historia de Valladolid.
97 Histórico. Registran el hecho todos los historiadores citados. – (Nota del
autor).
98 Histórico lo consignan todos los historiadores que se citan– (N. del A.)
99 Histórico. Adolfo de Castro, Historia de los protestantes españoles.
100 Todo lo que a continuación sigue es rigurosamente histórico. – (Nota del
autor).
101 Histórico. Luis Cabrera, Historia de Felipe II. Batallador Parreña, Dichos y
hechos del Rey Don Felipe II, el Prudente, Sevilla, 1639.
102 La escena es histórica absolutamente, y las palabras puestas en letra
bastardilla son las que pronunció el reo. Así lo confirman autores papistas.
103 Llorente, Historia Crítica de la Inquisición, capítulo XX, página 409,
Barcelona, 1870.
104 Histórico. Adolfo de Castro, Historia de los Protestantes Españoles, página
180, Cádiz 1851.
105 La salutación del Angel Gabriel a María. – (N. del A.)
106 Llorente, Historia crítica de la Inquisición. Adolfo de Castro, Historia de
los protestantes españoles.
107 Histórico. Lo confirman cuantos autores de este suceso tratan. – (Nota del
autor).
108 Todo cuanto se relata es absolutamente histórico. (N. del A.)
109 Baba. Histórico. Lo refieren Llorente, Adolfo de Castro y Gonzalo de Montes.
110 Histórico. Gonzalo de Montes en su obra Elogio de algunos píos mártires
sevillanos.
111 Histórico. Llorente, Gonzalo de Montes, en sus obras tantas veces citadas.
112 Histórico. Gonzalo de Montes en su obra Elogio de algunos píos mártires
sevillanos.
113 Absolutamente histórico. Lo confirman los historiadores tantas veces
citados. – (N. del A.)
114 Palomo, Historia Crítica de las Riadas, etc., en Sevilla. – T. I, página
163, Sevilla, 1878.
115 Todo lo referente a doña Isabel de Baena es histórico, y está tomado del
historiador Llorente. – (N. del A.)
116 Histórico. Gonzalo de Montes, Adolfo de Castro, Llorente.
117 Este Salmo corresponde al 109 en nuestras versiones de la Biblia. – (N. del
A.)
118 Histórico. Llorente, Gonzalo de Montes,Adolfo de Castro ,en sus obras tantas
veces citadas.
119 Rigurosamente histórico. Refieren el suceso todos los historiadores que
hemos citado. – (N. del A.)
120 Histórico. Gonzalo de Montes, Elogio de algunos píos mártires sevillanos.
121 Histórico. Llorente, Gonzalo de Montes,Adolfo de Castro.
122 Adolfo de Castro, Historia de los protestantes españoles.
123 Así lo afirman Gonzalo de Montes y Adolfo de Castro.
124 Histórico. Registran el suceso todos los historiadores.